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JOSE MARIA IRABURU Evangelio y utopía: 7. Laicos santos y religiosos santos

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Laicos santos y Religiosos santos

 

Semejanza entre los laicos perfectos y los religiosos perfectos

«Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). El cumplimiento de este grandioso mandato es intentado, sin duda, por los religiosos, que procuran alcanzar una vida evangélica utópica, perfecta en lo interior y en lo exterior, en lo personal y en su forma comunitaria. En algunos aspectos, más dudoso resulta el intento en los laicos, como es lógico, pues en una familia seglar no se reúnen sólamente, como en una comunidad religiosa, aquellos bautizados que buscan la perfección de la santidad.

En todo caso, conviene dejar claro desde el principio que aquellos laicos cristianos que aspiran a ser santos -según dicen-, pero sin dejar de ser normales, llevando en todo la vida ordinaria, limitándose a la santificación por las pequeñas cosas de cada día, no llegarán muy lejos por el camino de la perfección evangélica. Y en todo caso no podrá contarse con ellos para ninguna utopía cristiana, pues ésta pretende en los cristianos una perfección no sólo personal e interior, sino también comunitaria y exterior.

La vida laical santa necesariamente ha de ser semejante a la vida santa de los religiosos, pues una y otra son expresiones del Evangelio de Cristo. La perfección de los laicos ha de producir formas de vida no iguales, pero sí homogéneas al estilo de vida de los religiosos. Y no es que los laicos hayan de llegar necesariamente a la perfección imitando a los religiosos. Ésta es, sin duda, una referencia importante y tradicional. Pero también los laicos primeros llegaban a la santidad sin que todavía existiera el ejemplo y estímulo de los religiosos. No. Se trata simplemente de que si A y B imitan a C, es seguro que A y B se asemejan. Es decir, si laicos y religiosos cristianos imitan de verdad a Jesucristo, necesariamente laicos y religiosos tienen que asemejarse mucho entre sí.

Por otra parte, todos los cristianos, sean laicos, religiosos o sacerdotes, deben estar abiertos incondicionalmente a la acción del Espíritu Santo, que al producir, conforme a su voluntad, en cada uno de los fieles ciertos modos de vida interior y exterior, no tiene por qué ajustarse a las espiritualidades específicas, tal como nosotros las podamos entender. Puede haber, sin duda, modalidades de la vida espiritual que son inconciliables con una vocación determinada: no puede estar de Dios, por ejemplo, que un padre de familia se retire sin más a orar en el desierto. Pero dentro de las formas generales de la vida secular, los laicos no deben tener ningún miedo a dejarse llevar por Dios en determinadas cuestiones por caminos que se asemejen mucho a los de los religiosos. ¿Por qué no se habrían de asemejar, si unos y otros tienen una misma naturaleza humana, y están tratando de vivir un mismo Evangelio, bajo la acción de un mismo Espíritu divino?

Como esta cuestión es absolutamente fundamental para nuestro tema de la utopía evangélica, vamos a detenernos a considerar esta verdad realizada en varios temas.

La vida de oración

Nuestro Señor Jesucristo, frecuentemente, sobre todo de noche, «se retiraba a lugares solitarios para entregarse a la oración» (Lc 5,16). Y sus discípulos, los cristianos, deben también retirarse a orar en el templo o a solas en la casa «con la puerta cerrada» (Mt 6,6), o reuniéndose en familia o en comunidad eclesial. Los primeros cristianos, en efecto, «perseveraban en la oración» (Hch 2,42; +Rm 12,12), y «estaban de continuo en el templo, bendiciendo a Dios» (Lc 24,53). Se debe, pues, «orar asiduamente» (1Tes 5,17), no alguna vez de tarde en tarde, sino «clamando a Dios día y noche» (Lc 18,7). Ésta es la norma de Cristo: «orad en todo tiempo» (Lc 18,1; 21,36).

El cristiano tiene una especial vocación a la oración porque desde el bautismo es sacerdote en Cristo, y está por tanto obligado a un ministerio de alabanza de Dios y de intercesión por el mundo (1Pe 2,9; 1Tim 2,1-2). Así lo entendieron y vivieron unánimemente los santos, también los santos laicos, y a ese ministerio de oración exhortaron siempre los Padres desde el principio (Traditio apostolica, Clemente de Alejandría, el Crisóstomo, etc.).

Pues bien, los religiosos toman tan en serio este sagrado destino a la oración, que a ella se obligan en las Horas litúrgicas y en ciertos tiempos amplios prescritos por su Regla de vida -además, por supuesto, de la oración continua de todas las horas-.

De modo semejante, la vida de oración debe ser en los laicos amplia y asidua, según el don de Dios en cada uno. Ha de ser un empeño personal, pero también ha de procurarse en la misma vida de la familia: las Horas, el Angelus, el Rosario, la bendición de la mesa y otras devociones, las oraciones del comienzo y final del día, la oración por los difuntos, etc. En la familia cristiana, en la distribución normal de sus horarios, ha de haber lugar y tiempo para la oración personal y la comunitaria. Los hijos, concretamente, han de ver que sus padres suelen dedicar tiempos diarios a la oración, y que en enseñarles a orar ponen tanto más interés que en enseñarles a hablar, a andar o a leer. En un hogar cristiano fiel, decir «está rezando», para excusar a un familiar de una cierta acción, debe ser tan normal como decir «está en la siesta», «se está duchando», etc.

Cuando así no es, puede decirse que la oración no está realmente integrada en la forma común de la vida familiar. Y una vez más, estaríamos en el caso de unos laicos interiormente cristianos, pero exteriormente paganos: «vino nuevo en odres viejos». Esto sería una gran deficiencia en la realización comunitaria de una vida laical. ¿En qué sentido es cristiano un mundo familiar que, como el mundo tópico, dificulta gravemente la vida de oración? ¿Responde eso a la dignidad altísima del sacramento del matrimonio? ¿Se realiza así fielmente el plan de Dios? ¿O es que en ese hogar cristiano se piensa que la oración asidua es algo bueno, pero para sacerdotes y religiosos, mientras que a los seglares les basta con algunas jaculatorias y algún ratito reducido de oración, obtenido quién sabe cuándo con el permiso de todos? Es claro que si los laicos entienden en un sentido falso y reductivo que lo propio de ellos es «gestionar los asuntos temporales y ordenarlos según Dios», tomarán la oración en dosis mínimas, homeopáticas, ya que ella, por decirlo de alguna manera, saca del mundo secular por un rato.

La oración asidua, personal y familiar, ha sido el ejemplo que nos han legado las más santas generaciones pasadas. En no pocas casas cristianas había incluso oratorio, o al menos, como es común en el Oriente cristiano, algún rincón sagrado donde orar ante la cruz y los iconos. Es de ese modo como el hogar cristiano viene a asemejarse felizmente al monasterio y al convento. El hogar entonces, por la gracia de Dios, se hace un templo doméstico, en el que arde sin apagarse la llama de la oración: «mi casa será llamada Casa de Oración» (Mt 21,13).

La liturgia de las Horas

El Oficio Divino ha sido durante muchos siglos, como es sabido, la oración de todo el pueblo de Dios: sacerdotes y laicos primero, y más tarde, cuando nacieron, monjes y religiosos. También es sabido que, muy entrada la Edad Media, por diversas causas, los cristianos laicos se fueron alejando del rezo de las Horas, y se aplicaron a otras formas devocionales de oración no litúrgica, muy valiosas a veces, como el Rosario. Tiene, pues, una importancia histórica de primer orden para los laicos la recuperación reciente de las Horas. En efecto, el concilio Vaticano II «recomienda que los laicos recen el Oficio divino», especialmente las Horas principales (SC 100). Muchos son los fieles y las asociaciones cristianas seglares que han atendido con gozo esa recomendación. Y han entrado así nada menos que a participar diariamente de la oración litúrgica de la santa Madre Iglesia, es decir, de «la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre» (84).

Pero también aquí se ha disparado en algunos el resorte de la gran falacia: «nosotros somos laicos, y el rezo de las Horas es cosa de sacerdotes, religiosos y monjas»... Es cierto que no estando mandado por la Iglesia el rezo de las Horas, éste no es obligatorio para los laicos, y ellos deben rezarla sólamente si estiman que Dios se lo quiere conceder. Pero el rechazo de las Horas por la razón señalada no es aceptable, ya que es una razón falsa.

Cuando San Pablo exhorta a todos los cristianos a «recitar salmos, himnos y cánticos espirituales [los elementos de las Horas], cantando y salmodiando de todo corazón para el Señor» (Ef 5,19), es seguro que no creía que los laicos que siguieran su consejo iban con ello a perder laicidad. Tampoco tenían este temor los Padres antiguos que refieren la oración horaria de los fieles y exhortan a ella, como Clemente Romano (+96), Clemente de Alejandría (+215), Tertuliano (+220), Hipólito (+235), Cipriano (+258), etc., aunque ello se debería, por lo visto, a que todavía no tenían idea clara de la vocación laical.

San Basilio (+379), respondiendo a ciertas reticencias de algunos clérigos de Neocesarea, habla con inmensa satisfacción de tantos «hombres y mujeres que perseveran día y noche en las oraciones asistiendo al Señor», ya que en este punto «las costumbres actualmente vigentes en todas las Iglesias de Dios son acordes y unánimes»:

«El pueblo se levanta durante la noche [cuando se celebran vigilias], y va a la casa de oración, y en el dolor y aflicción, conteniendo las lágrimas, confiesan a Dios [sus pecados], y finalmente, terminadas las oraciones, se levantan y pasan a la salmodia. Entonces, divididos en dos coros, se alternan en el canto de los salmos, al tiempo que se dan con más fuerza a la meditación de las Escrituras y centran así la atención y estabilidad del corazón. Después, se encomienda a uno comenzar el canto y los otros le responden. Y así pasan la noche en la variedad de la salmodia mientras oran. Y al amanecer todos juntos, como con una sola voz y un solo corazón, elevan hacia el Señor el salmo de la confesión [Sal 50], y cada uno hace suyas las palabras del arrepentimiento.

«Pues bien, si por esto os apartáis de nosotros [con vuestras críticas], os apartaréis de los egipcios, os apartaréis de las dos Libias, de los tebanos, los palestinos, los árabes, los fenicios, los sirios y los que habitan junto al Eufrates y, en una palabra, de todos aquellos que estiman grandemente las vigilias, las oraciones y las salmodias en común» (Epist.207,2-3; + Nicetas de Remesiana, +420?: De psalmodiæ bono).

El concilio Vaticano II no estima tampoco que el rezo de las Horas sea inconveniente para los laicos, pues, como hemos visto, se lo recomienda (SC 100). Y Pablo VI, que en la Marialis cultus hace un canto bellísimo del Rosario, añade:

«De acuerdo con las directrices conciliares, la Liturgia de las Horas incluye justamente el núcleo familiar entre los grupos a que se adapta mejor la celebración en común del Oficio divino: "conviene... finalmente que la familia, en cuanto sagrario doméstico de la Iglesia, no sólo eleve preces comunes a Dios, sino también recite oportunamente algunas partes de la Liturgia de las Horas, con el fin de unirse más estrechamente a la Iglesia" (Ordenación Gral. Litg. Horas 27: 1970). No debe quedar sin intentar nada para que esta clara indicación halle en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación (53). Después de la celebración de la Liturgia de las Horas -cumbre a la que puede llegar la oración doméstica-, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar» (54).

La comunidad de bienes materiales

Fieles al ejemplo de Cristo y de los apóstoles, y poniendo en práctica sus enseñanzas, los cristianos pensaron desde un principio que quienes comulgan en los mismos bienes espirituales deben comunicar también de algún modo en los bienes materiales. Ésa fue, como vimos, la práctica primitiva iniciada por los santos Apóstoles en Jerusalén, e imitada luego con gran veneración por las demás Iglesias.

Pues bien, desde hace siglos esa koinonía apostólica ha ido quedando relegada a los monasterios y conventos. Allí sí, todos los hermanos lo poseen todo en común, y nadie llama propia cosa alguna. Allí se ponen igualmente los bienes al servicio de los que tienen origen rico, que de los que proceden de familia pobre, pues a cada uno se le atiende según su necesidad. He ahí, pues, un pequeño mundo verdaderamente evangélico, en el que no hay pobres, pues es un mundo cristiano en lo interior y en lo exterior. Es un ambiente que dificulta el deseo y más aún la posesión de las riquezas, y que facilita positivamente el espíritu evangélico de pobreza. Es, pues, un ambiente cristiano.

Y en seguida surge la pregunta: ¿ese efecto de la caridad cristiana y del amor a la pobreza evangélica no puede, en una u otra forma, realizarse en comunidades de familias cristianas?...

«No, se apresurarán a responder algunos: eso es propio de monjes y religiosos, y nosotros somos laicos. Y los laicos, por nuestra vocación secular, debemos "incorporarnos profunda y ardorosamente en la realidad misma del orden temporal" (AA 29g), animando "desde dentro" la transformación del mundo (GS 15g). Ahora bien, como todos saben [esto es bien cierto], el mundo en que vivimos se basa, como en su pilar fundamental, en la propiedad privada, que, como enseña León XIII, se ha consagrado "con la práctica de los siglos como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la paz y tranquilidad de la convivencia" (Rerum novarum 8: 1891)».

Según esto, la koinonía apostólica de Jerusalén fue una anécdota no significativa, o si se quiere, digamos, un pequeño exceso del Espíritu Santo, que todavía no conocía bien la especificidad de la espiritualidad laical secular... Esta broma irrespetuosa viene a ser justamente lo que un profesor de teología dijo en un encuentro académico. Él afirmó -al paso, y sin pensarlo mucho, es verdad- que la comunidad de bienes de Jerusalén fue un idealismo frustrado, pues empobreció de tal modo la comunidad, que hizo necesaria una gran colecta para venir en su ayuda. Esta hipótesis es, sin duda falsa, pues los Padres siempre consideraron la primera comunidad apostólica como un ideal admirable, y no como un ideal frustrado. Por lo demás, San Pablo da cuenta de la colecta en la 2 Corintios, y San Lucas presenta con admiración esta koinonía en el libro de los Hechos, escrito diez años después o quizá más tarde, lo que no hubiera hecho de haber sido un fracaso la koinonía de Jerusalén.

En la anécdota referida, el argumento aducido es asunto secundario. Lo principal es que un profesor de teología de fines del siglo XX, de acuerdo con la mayoría de sus colegas, rechaza frontalmente el ideal primero de la vita apostolica. Eso es lo singular e impresionante. Y lo que aquí señalo especialmente con esa anécdota es la actitud antiutópica de no pocos cristianos cultos y sinceros -admirables bajo tantos conceptos-, cerrados, sin embargo, por completo a que la vida de los laicos pueda adoptar formas sociales netamente distintas a las del mundo. Esto sería a su entender contrario a la secularidad que aquéllos deben mantener, es decir, a su inserción en el mundo. De otro modo, siendo utópicos serían ucrónicos, esto es, se marginarían de la historia, serían infieles a su vocación laical. Ésa es la cuestión de fondo.

Pero todo eso es falso. Mientras no haya también en la posesión de los bienes materiales una mayor homogeneidad entre religiosos y laicos, éstos permanecerán atrapados en las mallas condicionantes de un mundo tópico que, como siempre, da culto al dinero. Se verá entonces, por ejemplo, como algo normal que una familia cristiana cambie de ciudad, cuando ello significa una promoción económica considerable; mientras que se estimará una locura que se haga eso mismo por motivos ascéticos o apostólicos. Se considerará normal que dos mayores solteros vivan solos en un piso de 200 metros cuadrados, mientras una sobrina de ellos tenga que vivir con cinco hijos en un piso de 80 metros cuadrados. La mentalidad que se expresa en estos planteamientos tan duros, tan poco cristianos, parece normal a unos y a otros. Así vienen a conducirse todos.

Estamos en lo de siempre: un interior cristiano, a veces muy sinceramente cristiano, que malvive en una exterioridad familiar y comunitaria de estilo pagano. «Vino nuevo en odres viejos».

La pobreza evangélica

Nuestro Salvador Jesucristo avisa con insistencia de los grandes peligros de las riquezas, y aconseja que cada uno, según la vocación y el don de Dios, reduzca lo más posible sus posesiones materiales, y limite sus necesidades y consumos, buscando la pobreza evangélica más conforme a su estado (Síntesis 478-491). En efecto, «los que buscan enriquecerse caen en tentaciones, lazos y en muchas codicias locas y perniciosas, que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia, y muchos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos dolores» (1Tim 6,9-10). Ésa es la enseñanza, también insistente, de los Padres, especialmente la de los más antiguos (+Sierra Bravo).

Los religiosos, atentos a esta Palabra divina, hacen voto de pobreza, renuncian a toda propiedad personal, y se esmeran por reducir al mínimo sus consumos en comida y vestido, habitación y viajes, libros y utensilios, llegando así a formas diversas de la pobreza evangélica, según estén llamados a una vida contemplativa, apostólica o asistencial.

¿Y los laicos? Pienso en este escrito, como siempre, en los buenos cristianos. ¿Cómo entienden y viven la pobreza? Quizá sea en esta cuestión donde se dé mayor incoherencia entre el interior cristiano y el exterior mundano personal y ambiental. La gran mayoría de los buenos laicos acepta, sin especiales problemas de conciencia y sin mayores reducciones, los niveles de consumo habituales en su mundo tópico, el de su familia y clase social. Es decir, se deja llevar por la corriente de un mundo claramente orientado hacia la riqueza, e insaciablemente ávido de los bienes del mundo visible. Será cosa de recordar lo que con José Rivera escribí hace unos años:

«El espíritu de la pobreza ha penetrado poco en los cristianos. Da pena reconocerlo, pero es la verdad. Los mismos buenos cristianos que en otras materias, como la castidad, tienen una conciencia sumamente delicada y dócil a la doctrina de la Iglesia, en cuestiones de riqueza y de pobreza piensan y obran a su antojo, y no se hacen problema de conciencia en seguir unas costumbres económicas que, consideradas a la luz del Evangelio, bien pueden ser consideradas como criminales.

«Padres de familia, por ejemplo, que en la moral conyugal son "conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que"...[etc., GS 29c], en cuestiones de riqueza y de pobreza ignoran ampliamente el Magisterio eclesial, y orientan sus vidas y las de sus hijos según el mundo, en patente contradicción con el Evangelio» (Sint. EspCat 493).

El contraste, la heterogeneidad, que en materias de pobreza se da entre los buenos religiosos y los buenos laicos es simplemente clamoroso. Es tal que, sin duda, o unos u otros están equivocados, pues, aunque sea en modalidades diversas, ambos están llamados a vivir el Evangelio. Y son obviamente los laicos los que con gran frecuencia están perdidos en esta materia.

Es cierto, sin embargo, que así como, por ejemplo, la castidad puede vivirse según decisiones personales relativamente libres, la realización de la pobreza, en cambio, suele verse grandemente condicionada por los otros miembros de la familia, de tal modo que en esta materia la caridad y la prudencia obligan al buen cristiano a conducirse como buenamente le sea posible. Y también es cierto que sin llegar al ideal de la comunicación de bienes, hay muchos modos de vivir la pobreza, sobre todo a través de la limosna -adopciones, becas, etc.- y de la familia numerosa. Tener un buen número de hijos es sentar cada día a la propia mesa a un buen número de pobres...

Pero con todo, la heterogeneidad excesiva en materias de pobreza entre religiosos y laicos resulta completamente escandalosa. No parece que unos y otros, según la propia vocación, imiten en esto al mismo Maestro. Por el contrario, cuando el Evangelio es tomado en serio por laicos y por religiosos, se produce una homogeneidad grande entre la sobria elegancia de monasterios y conventos y la hermosa austeridad de los hogares cristianos.

Por el contrario, ciertas revistas femeninas de filiación católica invitan en casi todas sus numerosas páginas a una verdadera orgía del más refinado consumismo. Podríamos decir, en algún sentido, que son revistas pornográficas, no en lo referente al sexo -aunque también a veces desafinan en ello-, sino en cuanto al afán de riqueza. Encienden con el mayor entusiasmo en sus lectoras, como si estuvieran sirviendo una causa noble, la avidez más indecente por objetos inútiles, vestidos innumerables, adornos y tratamientos de belleza, cremas y perfumes, platos de cocina caros y complicados, viajes, festivales, pasatiempos tontos, vacaciones carísimas... ¡Qué lejos están de Cristo pobre y qué olvidadas de los pobres de Cristo!

Quiero recordar que la pobreza está en «el comienzo» del camino cristiano de la perfección. «No es posible servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24). Por eso, dice Jesús, «si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme» (+19,21). Es, pues, un primer paso, que poquísimos laicos dan, para buscar en serio la perfecta santidad. Es, podría decirse, algo previo y elemental; pero es, con toda gravedad, una condición absolutamente necesaria: quienes desean competir en una carrera, lo primero que tienen que hacer es descargarse de sus mochilas y dejar a un lado toda carga innecesaria. Si no se deciden a ello, no tienen nada que hacer. Eso deben conocerlo desde el principio. Ya sabemos que la perfección cristiana está en la caridad y en cosas mucho más altas; pero los laicos que no comienzan por liberarse plenamente del servicio a las riquezas, por mucho que lo intenten, no lograrán liberarse totalmente para poder servir a Dios.

Los caminos de perfección no cristianos ignoran mil valores evangélicos que la Revelación descubre; pero, sin embargo, casi todos ellos -ya desde los cínicos, estoicos y demás- conocen bien la necesidad del espíritu de pobreza para poder vivir libre y honradamente. Ya se ve, pues, que la pobreza es un valor fundamental, asequible incluso a la mera razón natural. Obras recientes, ajenas a planteamientos religiosos, como la de Arrizabalaga-Wagman, Vivir mejor con menos, o la de Koki Nakano, Felicidad de la pobreza noble; vivir con modestia, pensar con grandeza, nos muestran -y en formas, por cierto, bastante convincentes- que una enérgica reducción de la avidez consumista es imprescindible para una vida humana sana y digna. Y esto nos hace ver, con otra perspectiva, hasta qué punto llevan plomo en las alas los laicos que pretenden levantar el vuelo de la santidad sin liberarse apenas de la adicción excesiva a los bienes de este mundo. ¡Cuántos esfuerzos espirituales irán a dar en fracasos!

Los votos y las reglas de vida

Practicados en la Biblia y en todas las religiones, los votos públicos o privados ocupan en la tradición católica un lugar privilegiado, como puertas que dan acceso a los más altos caminos de la perfección evangélica (LG 44a). Son, en efecto, actos valiosísimos de la virtud de la religión, actos-raíces, profundos, sumamente libres e intensos, fecundos en buenos frutos, que facilitan mucho la realización de ciertas obras buenas, afirmando en ellas la frágil voluntad del cristiano, y aumentando al mismo tiempo su mérito ante Dios (Santo Tomás, STh II-II,88,6; Caminos laicales 44-54).

Algo semejante hay que decir de las Reglas de vida. Ellas abren para quienes las profesan caminos de perfección, que facilitan grandemente la perseverancia en los buenos propósitos, favorecen el éxodo personal y comunitario del mundo-cárcel, al mismo tiempo que dan ocasión a muchas ayudas mutuas y, de este modo, estimulan diariamente el crecimiento de la caridad (Caminos laicales 29-43).

Los religiosos, y también los miembros de otras asociaciones bendecidas por la Iglesia, reconociendo con toda humildad la debilidad humana, cuando se deciden a pretender con toda su alma la santidad, profesan una Reglade vida, liberando así su vida de la gana cambiante de los días, e incluso se comprometen con votos o con otros vínculos religiosos semejantes a vivirla con fidelidad.

¿No habrán de hacer algo semejante los laicos cristianos que de verdad pretendan la perfección evangélica? ¿No habrán de asumir algún plan de vida, personal o comunitario, y comprometerse de algún modo a seguirlo?... Cuando así se hace, entre laicos y religiosos se produce de nuevo una homogeneidad muy valiosa: unos y otros, con toda humildad y en las modalidades adecuadas a sus vocaciones propias, asumen caminos de vida bien trazados y determinados compromisos temporales o estables, para mejor adelantar hacia la perfección evangélica.

Reglas de vida y votos no son, por supuesto, necesarios para la perfección. Son prácticas en principo aconsejables, pero que no a todos los cristianos las concede Dios (Caminos laicales 21-22, 42-43, 53-54). Lo que no es admisible es que se rechacen votos y reglas de vida en nombre de la laicidad y de la secularidad: «nosotros no hacemos votos, ni ajustamos nuestra vida a normas, porque somos laicos, y eso es propio de los religiosos». Es un error.

Signos externos de religiosidad

La tradición cristiana da un continuo culto a las sagradas imágenes de Dios, de la Virgen, de los ángeles y santos, y muy especialmente a la Cruz de Cristo. Ellas de algún modo hacen visible las realidades sobrenaturales, y siendo objetos exteriores, fomentan sin embargo muchos actos interiores sumamente gratos a Dios y buenos para el hombre.

En el 787 declara el II Concilio de Nicea: «Definimos con toda exactitud y cuidado que, de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz, han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y cuadros, en las casas y caminos, las de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra la santa Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos y venerables. Porque cuanto con más frecuencia son contemplados por medio de su representación en la imagen, tanto más se mueven los que éstas miran al recuerdo y deseo de los originales, y a tributarles el saludo y adoración de honor [...] como fue piadosa costumbre de los antiguos» (Dz 302/600).

Los religiosos procuran crear en sus monasterios y conventos un pequeño mundo visible que llame continuamente al recuerdo y al amor del mundo invisible de la gracia: en el comedor, en los dormitorios, en los corredores... por todas partes la sagrada Cruz, las imágenes de la Virgen y de los santos, están despertando la fe y la oración, la devoción y el amor de los que en tales casas viven.

¿Y los laicos?... «Nosotros no somos religiosos, ni nuestra casa es un monasterio o una iglesia». La fría secularidad mundana que van reflejando las casas de los buenos cristianos causa pena y perplejidad: un cuadro de la Virgen y el Niño, que más parece, «una maternidad» y poco más. Cada vez menos el crucifijo... No fue ésta «la piadosa costumbre de los antiguos». Tampoco es ésta la costumbre entre los cristianos orientales, en cuyas casas es común el sagrado rincón de los iconos.

Santa Teresa siempre tuvo devoción a las imágenes, y por ellas recibió muchas gracias. Ella cuenta que, ya a los comienzos de su vida religiosa, era « amiga de hacer pintar su imagen [del Señor] en muchas partes, y de tener oratorio, y procurar en él cosas que hiciesen devoción» (Vida 7,2).

La tradición de los sagrados hogares cristianos incluye crucifijos e imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos, reliquias, via-crucis y rosarios... Todo ello crea, como debe ser, un ambiente religioso, una homogeneidad entre los conventos y las casas seglares. Los laicos no han de tener miedo alguno a crear un mundo doméstico exterior que sea a un tiempo expresión y estímulo de su interioridad cristiana. No han de tener ningún miedo a santiguarse en público, o a trazar una pequeña cruz junto a la fecha de las cartas, o a colgarse al cuello un crucifijo o una medalla de la Virgen, o a colocar en la puerta de su casa una cruz o un Sagrado Corazón de Jesús. ¿Por qué han de abandonar en estas cosas la tradición antigua? ¿Hay alguna ventaja en ello? ¿Lo hacen por la secularización creciente del mundo?... Cuanto más secularizado esté el mundo, mayor se hace la necesidad de significar dentro de él lo religioso. ¿O es que ellos son creyentes más intelectuales que los antiguos, y no necesitan de estas ayudas sensibles? Los religiosos las siguen empleando ¿y ellos no?...

Al hablar de la significación exterior de lo cristiano, por supuesto, no me refiero sólo a las imágenes sagradas: considero aún más si en la casa de los buenos laicos de hoy se da suficiente expresión hablada de Dios, de la fe, de la esperanza de la vida eterna, y muy especialmente de la oración, o si todo eso, por imperativos del mundo tópico sin fe, va quedando cada vez más oculto en el sótano de la intimidad de cada uno. No olvidemos que Cristo ha encendido en sus discípulos la luz de la fe «para que alumbre a cuantos están en la casa» (Mt 5,15).

Camino de perfección, en lo interior y en lo exterior, es el hogar cristiano que se asemeja a un convento o a un monasterio. Atrevámonos a pensar y a hablar así, y a obrar en consecuencia.

El vestido

El vestido es el exterior que más continuamente expresa y significa el interior de cada persona. Por eso San Pedro dice a las mujeres cristianas: «vuestro adorno no ha de ser el exterior, de peinados complicados, aderezos de oro o el de la variedad de los vestidos, sino el oculto del corazón, que consiste en la incorrupción de un espíritu apacible y sereno; ésa es la hermosura en la presencia de Dios. Así es como en otro tiempo se adornaban las santas mujeres que esperaban en Dios» (1Pe 3,3-5). Y San Pablo: «en cuanto a las mujeres, que vayan decentemente arregladas, con pudor y modestia, que no lleven cabellos rizados, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino que se adornen con buenas obras, como conviene a mujeres que hacen profesión de religiosidad» (1Tim 2,9).

Estas mismas normas apostólicas fueron inculcadas por los Padres de la Iglesia, que trataron del tema con frecuencia. Clemente de Alejandría (+215), por ejemplo, en El Pedagogo, va considerando a la luz de la fe todos los aspectos concretos de la vida cristiana ordinaria: comida, bebida, muebles, sueño, baños privados y públicos, cómo emplear el tiempo, etc., y dedica al vestido y al adorno personal varios capítulos (II p.: VIII, Xbis, XI, XII; III p.: I-III, V). El hábito exterior cristiano ha de ser digno y pobre, de modo que venga a ser una expresión visible de la gracia invisible, lejos, por tanto, de todo lujo, vanidad o impudor.

San Juan Crisóstomo (+407), en sus Catequesis bautismales, hacia el 390, comenta largamente las normas apostólicas ya citadas: «arráncate todo adorno, y deposítalo en las manos de Cristo por medio de los pobres» (I,4). Y a la mujer inmodesta le dice: «vas acrecentando enormemente el fuego contra ti misma, pues excitas las miradas de los jóvenes, te llevas los ojos de los licenciosos y creas perfectos adúlteros, con lo que te haces responsable de la ruina de todos ellos» (V,37; +34-38;). En efecto, «el que fija su mirada en una mujer para desearla, ya adulteró en su corazón» (Mt 5,28).

Las religiosas, sin duda, son dóciles al Espíritu de Jesús en todos los aspectos de su arreglo personal, al que no dedican más atención que la estrictamente necesaria. Sus hábitos reunen las tres cualidades precisas: expresan el pudor absoluto, la pobreza conveniente y la dignidad propia de los miembros de Cristo. Son, pues, plenamente gratos a Cristo Esposo. Pues bien, esas mismas cualidades, aunque en modalidades diferentes, han de darse en el vestido de las cristianas laicas. Hay ciertos atuendos que, aunque guarden pobreza y pudor, no son convenientes, pues les falta la dignidad propia del estilo cristiano de vestir. Y del mismo modo, una belleza en el vestir, que no guarde la pobreza conveniente y el absoluto pudor debido, carece de la dignidad propia de la mujer cristiana.

Con frecuencia, sin embargo, las seglares cristianas, no se preocupan demasiado por ninguno de los tres valores: gastan en vestidos demasiado dinero y demasiado tiempo; aceptan modas muy triviales, que ocultan la dignidad del ser humano; y tantas veces, hasta las mejores, se autorizan a seguir, aunque un pasito detrás, las modas mundanas, también aquéllas que no guardan suficientemente el pudor: «somos laicas, no religiosas». Al vestir con menos indecencia que la usual en las mujeres mundanas, ya piensan que visten con decencia. Una vez más, «lo bueno es enemigo de lo mejor». Llevarán, por ejemplo, traje completo de baño cuando la mayoría de las mujeres vista bikini; y si un día la mayoría femenina fuera en top-less, ellas llevarían bikini, etc. Y así siguiendo, aunque un poco atrás, la moda mundana, que acrecienta cada año más y más el impudor, se quedan tranquilas porque «no escandalizan»; como si esto fuera siempre del todo cierto, y como si el «no escandalizar» fuera para los laicos en este mundo un ideal suficiente. Por lo demás, no les hace problema de conciencia asistir asiduamente con su decente atuendo a playas y piscinas que, sin duda, no son decentes. Y éstas son las que, fieles a su vocación laical, insertándose en las realidades seculares, van a ir transformándolas según el plan de Dios...

Ni los mejores cristianos laicos conocen con frecuencia la santidad, la perfección evangélica, la luminosidad interior y exterior a que Dios les llama con tanto amor: «vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14). No tienen ni idea de la grandeza de la vocación laical. El Señor quiere hacer en ellos maravillas, pero ellos, como no se lo creen, no se dejan. ¡Claro que el camino laical es un camino de perfección cristiana!; pero lo es cuando se avanza por el camino utópico del Evangelio, no si en tantas cosas se anda por el camino tópico del mundo, aunque un pasito detrás.

Estas buenas mujeres, por ejemplo, parecen ignorar que con su atuendo no han de limitarse a no escandalizar -que, por lo demás, también escandalizan lo suyo-, sino que han de intentar de todo corazón agradar totalmente a Cristo Esposo, al que se entregaron sin condiciones en el bautismo; han de pretender dejarle a Jesús manifestarse plenamente en ellas, también en su apariencia exterior; han de expresar del modo más inteligible su condición celestial, como miembros de Cristo y templos de su Espíritu; han de «aparecer, en medio de esta generación mala y perversa, como antorchas en el mundo, que llevan en alto la Palabra de vida» (Flp 2,15-16); deben pretender, en fin, «abstenerse hasta de la apariencia del mal» (1Tes 5,22).

Si recordamos la historia, por lo demás, comprobaremos que el vestir de las religiosas y el de las mujeres seglares, con las diferencias convenientes, ha guardado homogeneidaddurante muchos siglos. Por eso, cuando uno y otro modo se hacen clamorosamente heterogéneos, eso indica que se ha descristianizado en gran medida el arreglo personal de las mujeres laicas.

Los espectáculos

«Huye, hijo mío, de todo mal, y hasta de lo que tenga apariencia del mal» (Dídaque 3,1). Ya recordamos en otra ocasión lo que Gustave Bardy, buen conocedor del cristianismo primero, escribe: «los paganos no se llaman a engaño: la primera señal por la que reconocen a un nuevo cristiano es que ya no asiste a los espectáculos; si vuelve a ellos, es un desertor» (Cto.-M 41-42).

En las antiguas fórmulas litúrgicas de la renuncia bautismal el nuevo cristiano profesa su intención de apartarse del demonio, de sus obras, «de toda su vanidad y de todo extravío secular» (Teodoro de Mopsuestia +428, Homilías catequéticas, XIII, introd.: Daniélou 47). Esa renuncia «al mundo, a sus obras y a las seducciones de Satanás (pompa diaboli)» implica, pues, el apartamiento de las escandalosas diversiones normales del mundo.

San Cirilo de Jerusalén (+386): «la pompa de Satanás es la pasión del teatro, son las carreras de caballos en el hipódromo, los juegos circenses y toda vanidad semejante» (Catequesis XXXIII, 1071 A). San Juan Crisóstomo (+407) a los catecúmenos ya próximos al bautismo: «no hagas caso alguno ya de las carreras de caballos, ni del inicuo espectáculo del teatro, pues también eso enardece la lascivia [...] Os lo suplico: ¡no seáis tan despreocupados al decidir sobre vuestra propia salvación! Piensa en tu dignidad, y siente respeto [...] Mira que no es una sola dignidad, sino dos: dentro de muy poco vas a revestirte de Cristo, y conviene que obres y decidas en todo pensando que Él está contigo en todas partes» (Catequesis bautismales V,43-44; +X,1.14-16).

Al hablar de los extravíos mundanos, dice Teodoro de Mopsuestia, nos referimos «al teatro, el circo, el estadio, las luchas de atletas, los cantos, los órganos hidráulicos, las danzas, que el diablo siembra en el mundo para, so pretexto de diversión, procurar la perdición de las almas. De todo ello debe apartarse quien participa en el sacramento de la Nueva Alianza» (Homil. cat. XIII, 12: Daniélou 50).

Cuando estos Padres enseñan así a los catecúmenos, ya por entonces había monjes. Pero ellos no reducen a los monjes esas exigencias evangélicas, sino que las proponen como necesarias a cualquier discípulo de Cristo. Para renunciar al uso de las diversiones mundanas vanas o malas, o para limitarlas austeramente, no hace falta ser religioso; basta con buscar sinceramente la perfección evangélica; es decir, basta con ser cristiano.

Y si estaba muy podrido el mundo pagano antiguo, quizá el mundo apóstata de hoy esté peor. Está muy mal la televisión, está peor el cine, y al lado de la pornografía dura de ciertas revistas especializadas, muchas otras revistas, semanarios y aún diarios de curso común, incluyen con harta frecuencia pornografía blanda, que al ser menos indecente, se considera decente, y es admitida en cualquier hogar cristiano.

Pues bien, así las cosas, la Iglesia manda hoy a los religiosos, para que de verdad puedan ir adelante por el camino de la perfección evangélica, aquello que con más severidad exigían los Padres a todos los cristianos, también a los laicos:

«debe observarse la necesaria discreción en el uso de los medios de comunicación, y se evitará lo que pueda ser nocivo para la propia vocación o peligroso para la castidad de una persona consagrada» (Código Derecho Can. 666).

Pero los laicos también son «personas consagradas» por el bautismo, por la confirmación, por la eucaristía, por el sacramento del matrimonio, por la inhabitación de la Santísima Trinidad, por la comunión de gracia con los santos y los ángeles. ¿Cómo deberán usar ellos de los espectáculos y medios de comunicación si de verdad quieren ser santos?

Santa Teresa refiere, de cuando era una joven seglar en el hogar familiar, el daño que le hicieron los libros de caballería, a los que su buena madre era aficionada: «yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos, y aquella pequeña falta que en ella vi, me comenzó a enfriar los deseos [de perfección] y comenzar a faltar en lo demás. Y parecíame no era malo, con gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano ejercicio» (Vida 2,1). Mucho más daño que los libros de caballería hacen hoy las revistas, los espectáculos, piscinas y playas, el cine y la televisión.

Superación inicial de anteriores alergias laicales

Hemos visto con varios ejemplos, que se podrían extender a otras áreas de la vida, la normal homogeneidad cristiana que debe haber entre laicos y religiosos tanto en lo interior como en lo exterior. Y al mismo tiempo he tratado de mostrar a cuántos bienes evangélicos se cierran los laicos cuando tratan con empeño de mantenerse alejados de los modelos de vida perfecta ofrecidos por los religiosos.

Conviene, sin embargo, advertir que en los últimos años parece ir superándose en los asociaciones laicales de uno y otro tipo esa alergia señalada. Cada vez son más frecuentes ciertas comunidades mixtas, en las que sacerdotes, laicos contemplativos, célibes y casados, consagrados con votos, etc., buscan todos juntamente la perfección evangélica, asemejándose entre sí en muchos aspectos, y ayudándose mutuamente en todos. Puede esto considerarse como un gran progreso espiritual, y una puerta abierta a nuevas comunidades utópicas cristianas.

En esas comunidades mixtas, o en otras sólamente seglares, vemos, por ejemplo, laicos que rezan las Horas, que todo lo poseen en común, que ajustan su vida a una regla de vida, y que aunque tienen las cosas seculares como primera ocupación, no sienten ningún recelo a dedicarse ampliamente a la oración o a la penitencia, ni consideran impropio tener oratorios en sus casas, por reducidos que sean. Van bien por ahí. Como siempre han ido bien, por ese mismo camino, las Órdenes Terceras seglares y similares. En ellas se vive en una profunda comunión espiritual con la Orden Primera masculina y la Orden Segunda femenina. Las Fraternidades Monásticas de Jerusalén, por ejemplo, iniciadas en Francia en 1974, cuentan así con monjes, monjas y laicos (+Un camino monástico en la ciudad).

Cuando los laicos de las Comunidades Neocatecumenales, por ejemplo, celebran a veces Vigilias nocturnas o madrugan todos los días de Adviento y Cuaresma para hacer en la iglesia una hora de oración, con Laudes, no se estima hoy que estén jugando a ser religiosos y que su espiritualidad no sea propiamente laical. Ya se va entendiendo, gracias a Dios, que seguir pautas conductuales personales o incluso comunitarias bien distintas a los usos comunes de la vida secular en modo alguno atenta contra la genuina condición laical cristiana, sino que más bien es una consecuencia normal de ésta.

Repito que hay para los cristianos muchos modos posibles verdaderamente evangélicos de conducirse en el campo de concentración del mundo tópico. Pero afirmo aquí que éste es, sin duda, un camino -no digo elcamino- perfectamente cristiano y conveniente para los laicos. La moderna Orden de los Laicos Consagradosnos da, por ejemplo, un testimonio muy significativo, al suscitar los oratorios domésticos, lo que hace unos años sería impensable en los ámbitos vanguardistas de la espiritualidad específicamente laical:

«Para marcar la prioridad de "los asuntos del Padre", para poner en práctica la morada y la conciencia de esta morada de Dios entre los hombres, empezando por nuestras familias y nuestras casas, para facilitar la vida de oración personal y comunitaria de la familia, se prevé la instalación permanente en la casa:

-bien de un oratorio distinto de las otras habitaciones de la casa, cuando es posible,

-bien de un rincón de oración en el lugar más apropiado de la casa.

El oratorio acondicionado de esta forma representa la importancia dada a Dios en la casa, en el centro de la vida diaria, personal y familiar. Jesús tiene su lugar en medio de nosotros. Entonces toda nuestra vida cambia, se transforma por él, con él y en él hasta el punto de convertirse en "un eterno ofrecimiento a su gloria"» (Angot 133-134; +El misterio del Amor viviente).

 

 


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