e la existencia de Dios
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JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU
Síntesis de espiritualidad católica
2ª PARTE
La santidad III
5. Fidelidad a la vocación
6. Gracia y libertad
5. Fidelidad a la vocación
Vocación laical.- AA.VV., Laicità, Milán, Vita e Pensiero 1977; R. Goldie,
Laici, laicato e laicità: bilancio di trent’anni di bibliografia, «Rassegna
di Teologia» 22 (1981) 295-305, 386-394, 445-460; J. M. Iraburu, Caminos
laicales de perfección, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996; B. Jiménez Duque,
Santidad y vida seglar, Salamanca, Sígueme 1965; B. Kloppenburg, Laicos en
apostolado, «Medellín» 7 (1981) 312-352.
Vocación apostólica.- J. Esquerda, Teología de la espiritualidad sacerdotal,
BAC 382 (1976); G. Kittel, akoloutheo, KITTEL I,210-216/I,567-582; K. L.
Schmidt, kaleo, ib. III,487-502/IV,1453-1490; R. Thysman, L’étique de
l’imitation du Christ dans le N.T., «Ephemerides Theologicæ Lovanienses» 42
(1966) 138-175.
Fidelidad a la vocación.- AA.VV., La fidelidad, «Vida religiosa» 32 (1972)
3-104; G. Greganti, La vocazione individuale nel N.T., Roma, Corona
Lateranensis 1969; J. M. Iraburu, Fidelidad a la vocación, «Teología del
sacerdocio» (Burgos) 5 (1973) 329-350; L. Petrosino, Fidelidad a la voc.
sacerdotal según San Alfonso, «Riv. di Ascetica e Mística» 48 (1979)
218-244.
Unidad de las vocaciones cristianas
El concilio Vaticano II enseñó que «una misma es la santidad que cultivan,
en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados
por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en
espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a
fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria» (LG 41a). Pero esta
genérica vocación cristiana a la santidad se desarrolla en diversas
vocaciones específicas, que aquí reduciremos a dos: la vocación laical y la
vocación apostólica.
Vocación laical
«Creó Dios al hombre a imagen suya, y los creó varón y mujer; y los bendijo
Dios, diciéndoles: «procread y multiplicáos y henchid la tierra [familia];
sometedla y dominad [trabajo] sobre los peces del mar, sobre las aves del
cielo, y sobre los ganados y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra»»
(Gén 1,27-28).
La familia y el trabajo se vieron degradadas por el pecado, y quedaron
sumidas en la sordidez de la maldad y el egoísmo. Pero Cristo sanó y elevó
la familia y el trabajo, elevó maravillosamente estas dos coordenadas
fundamentales de la vida humana, haciendo que vinieran a ser el marco de una
vida santa y santificante, destinada a crecer hasta la perfección
evangélica.
El concilio Vaticano II, más que ningún otro concilio precedente, trazó los
rasgos peculiares de la vocación laical. «Los esposos y padres cristianos,
siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben
sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida, y deben
inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos
amorosamente recibidos de Dios»; así, dignificados y fortalecidos por el
sacramento del matrimonio, se hacen «signo y participación del amor con que
Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella» (LG 41d). «Los
esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están
fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya fuerza,
al cumplir su misión conyugal y familiar, animados del espíritu de Cristo,
que penetra toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a
su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto,
conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48b). El matrimonio y la
familia son, pues, camino de perfección.
Por otra parte, toda la actividad secular en sus diversos modos, el trabajo,
el arte, la cultura, la política, la vida comunitaria y asociativa, que tan
profundamente está herida por el pecado, es santificada por Cristo en los
cristianos, y ellos deben con Cristo santificarla en el mundo. «Es
obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan
capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales,
ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. A los pastores atañe manifestar
claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y
prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el
orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como
obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos
por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la
caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (AA 7de). En el
capítulo del trabajo volveremos sobre el tema.
Vocación apostólica
Cristo «llamó a los que quiso, vinieron a él, y designó doce para que le
acompañaran [compañeros] y para enviarlo a predicar [colaboradores]» (Mc
3,13-14). En esta vocación apostólica hallamos el origen de todas aquellas
vocaciones -sacerdotales, religiosas, misioneras o asistenciales- que
implican seguimiento de Jesús, dejándolo todo. En efecto, en el Evangelio
aparece el seguimiento discipular de los apóstoles como una vocación
especial, diferente de la laical, y se muestra con unos rasgos -como señala
Thysman (145-146)- perfectamente caracterizados:
«Si se intenta extraer de los evangelios las notas que definen
originariamente el seguimiento de Jesús como discípulo, es preciso subrayar
en primer lugar que el seguimiento comienza por iniciativa de Jesús, en una
llamada que él dirige a algunos, para que corten los lazos de la familia, la
propiedad, la profesión, y entren en una comunidad estable de vida con él.
Esta comunidad ininterrumpida de vida con él implica, a la manera de aquella
de los talmidim (discípulos) con su rabbí, una formación por enseñanza, un
caminar tras el maestro en sus viajes, una actitud de servicio hacia él. La
relación con el rabbí mesiánico supone además la obligación absoluta y
definitiva de colaborar con palabras y obras en su misión de instaurar el
reino de Dios, ejercitando su propia potencia, e implica la promesa de
participar de alguna manera en el señorío de Cristo sobre el nuevo Israel.
Implica, finalmente, para el futuro discípulo el consentimiento a participar
en el destino de su Maestro hasta la muerte». Analicemos todo esto por
partes.
Iniciativa de Cristo. Lo normal entre los talmidim era que ellos eligieran
su maestro. Pero el Maestro mesiánico cambia este punto: es él quien elige
sus discípulos (Jn 15,16), es él quien señala las condiciones del
seguimiento (Mt 19,21; Rc 9,57-62), es él quien llama: «Sígueme» (Mt 9,9).
Ya desde el comienzo -Abraham, Moisés (Gén 12; Ex 3-4)-, y siempre después
-María, Saulo (Lc 1,26-28; Hch 9; 22; 26)- la iniciativa de la llamada es
siempre del Señor. Se trata, pues, de una vocación divina, que implica una
especial llamada del mismo Dios.
Dejarlo todo. La vocación apostólica no implica sólamente un desprendimiento
espiritual, un tener como si no se tuviera (1 Cor 7,29-31), sino supone un
desprendimiento también material, un no tener. Para seguir a Jesús como
discípulo es preciso dejarlo todo, padres, mujer, hermanos, casa, tierras,
negocios, barcas y redes, por amor a Cristo y a su reino (Mt 4,18-22; Lc
5,11.28; 9,23.58; 14,26.33; 18,29). Los que respondiendo a la llamada divina
toman este camino, siguen el mismo camino que, para irse al servicio de
Dios, siguieron Abraham o Eliseo, que dejaron su tierra y su parentela (Gén
12,1; 1 Re 19,19-21), y han de hacerlo ahora en unos despojamientos aún
mayores. Estos son hombres que, expropiados de sí mismos, han sido
apropiados por Dios (Jn 10,29; 17,2-12), para entregarlos al servicio del
bien espiritual de los hombres.
Vivir con Jesús. Es el rasgo esencial de la vocación apostólica. Los
apóstoles pudieron dejar mujer e hijos porque entraban a vivir como
«compañeros» de Jesús (veremos esto más despacio al tratar del celibato). A
ellos les ha dicho Jesús: «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres» (Mt
4,19; +Lc 5,10). Y ellos, dejando su familia y su oficio, han entrado en una
nueva familia y un nuevo oficio. Siguiendo al Maestro, ellos reciben
catequesis especiales, más claras que las recibidas por el pueblo (Mt 13,10.
36; Mc 4,34), y sobre todo ellos aprenden por la misma convivencia con él.
Unidos a Jesús por una amistad muy profunda, han de seguirle siempre, en la
adversidad como en el éxito, y también cuando no le entiendan (Jn 6,66-69;
11,16), de modo que él pueda decirles al final: «Vosotros sois los que
habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc 22,28). Como bien señala
Santo Tomás, la santidad no está tanto en dejarlo todo, sino en seguir a
Jesús, viviendo con él y para él: «El abandono de las riquezas es una vía
[un medio] para llegar a la perfección, la cual consiste [fin] en el
seguimiento de Jesús» (Contra doctrinam retrahentium... 6).
Colaborar con Jesús. La vocación apostólica implica una especial y exclusiva
dedicación a colaborar con el Señor en su propia misión, en la que él
recibió del Padre. El apóstol va a ser un
elegido-llamado-consagrado-enviado, como lo fué Moisés: «Ve, yo te envío
para que saques a mi pueblo de Egipto» (Ex 3,10). Como María: «Darás a luz
un hijo» (Lc 1,31). Como Pablo: «Es éste un instrumento elegido por mí, para
que lleve mi Nombre ante las naciones» (Hch 9,15). La vocación apostólica
llama a estas concretas obras buenas propias de la misión de Cristo, no a
otras obras buenas, por nobles que sean. Los apóstoles son enviados al mundo
para cumplir la misma misión que Cristo recibió por mandato de su Padre (Jn
17,18; +Mt 28,18-20).
Sufrir con Jesús. «Una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35). «Si me
persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). «Yo le
mostraré cuánto habrá de padecer por mi Nombre» (Hch 9,16). Es evidente -y
la historia lo confirma- que los apóstoles han de completar de un modo
especial la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia (Cor 1,24; +2
Cor 11,23-33). Entra en su vocación este ministerio de expiación.
Especial confortación del Espíritu Santo. Es natural que el hombre
llamado-enviado por Dios sienta temor o confusión ante la grandeza de la
misión que recibe y ante las enormes dificultades que implica. «¿Quién soy
yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?» (Ex 3,11).
«¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1,34). Es necesaria
una especialísima confortación divina, la cual precisamente es el elemento
constitutivo de la vocación apostólica: «Yo estaré contigo» (Gén 26,24; Ex
3,12; 4,15; Dt 31,23; Jos 1,5.9; 3,7; Juec 6,12s; Is 41,10s; 43,1s; Jer
1,4-18s; 15,20; 30,10s; 42,11; 46,28; Lc 1,28; Hch 18,9-10). «Yo estaré con
vosotros hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20). «El Espíritu Santo
vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc
1,35). «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre
vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,8).
La palabra «vocación» ha llegado a centrarse en la vocación apostólica. Y
esto comenzando por el mismo uso bíblico. Como observa A. Richardson, «la
Biblia no conoce ningún caso en que un hombre sea llamado por Dios a una
profesión terrenal. San Pablo, por ejemplo, es llamado a ser apóstol; no es
llamado a ser tejedor de tiendas» (The Biblical Doctrine of Work, Londres
SCM Press 1958, 35-36).
Lo mismo vino a decir Juan XXIII: «Cuando se habla de vocación, es muy
natural que el pensamiento se dirija a aquella alta y nobilísima misión a la
que el Señor llama con impulso particular de la gracia: a la que es la
vocación por antonomasia, incluso en el habla corriente del pueblo
cristiano, es decir, la llamada al estado sacerdotal, religioso y misionero»
(14-VII-1961).
La vocación laical halla su raíz primera en la misma naturaleza del hombre,
que se inclina al matrimonio y al trabajo. Pero la vocación apostólica, para
dejarlo todo y seguir a Jesús, requiere «un impulso particular de la gracia»
de Dios. Cuando ésta vocación llega, no queda sino aquella aceptación fiel
de María: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc
1,38).
Vocaciones, naturaleza y gracia
Laicos y apóstoles tienen elementos comunes de santificación -como caridad,
oración, sacramentos, abnegación, trabajo, cruz-, pero tienen también
elementos peculiares que conviene señalar para conocer mejor la fisonomía
propia de cada vocación.
1.-La caridad laical suele ejercitarse según la inclinación natural del
amor: es natural que los esposos se amen, es natural que amen a sus hijos y
que trabajen con dedicación sus tierras. En cambio, la caridad apostólica se
inclina hacia donde señala el Espíritu Santo, normalmente hacia
desconocidos, hoy éstos, mañana quizá otros, ahora aquí, después allá. Por
eso mismo esta modalidad de la caridad suele tener un área más extensa de
ejercicio y una motivación más puramente sobrenatural.
Esto explica que entre cristianos carnales un padre suele entregarse a sus
hijos más que un sacerdote a sus feligreses; la misma naturaleza le inclina
a ello. Pero entre cristianos espirituales con relativa frecuencia la
caridad apostólica produce una plenitud de entrega que es más rara en la
caridad laical.
2.-Los laicos han de sobrenaturalizar realidades entitativamente naturales,
como matrimonio, hijos, trabajos temporales. Y por sobrenaturalizar
entendemos sanar, elevar, santificar, vivir con una motivación habitual de
caridad sobrenatural todas las realidades naturales. En cambio los apóstoles
han de dedicarse con espíritu sobrenatural a realidades que ya de suyo son
sobrenaturales, por su origen y su fin, como predicar el Evangelio, celebrar
los misterios sagrados, perdonar los pecados, dar el pan de vida. Las
realidades laicales, para ser elevadas al nivel espiritual y sobrenatural,
son más pesadas que las realidades habituales del apóstol. Por eso, de suyo,
la vivencia sobrenatural de realidades sobrenaturales (celebrar la
eucaristía) es más fácil que la vivencia sobrenatural de realidades en sí
mismas naturales (arar un campo). Y en este sentido la vocación apostólica,
dejarlo todo y seguir a Jesús, es la mejor, la más santificante (Mt 19,20; 1
Cor 7,35).
Adviértase, sin embargo, que es más grave pecado vivir naturalmente las
realidades apostólicas, que vivir naturalmente la realidades laicales. En
esto hay deficiencia, pero en aquello fácilmente puede haber profanación y
sacrilegio. Mal está que un laico haga su trabajo temporal principalmente
motivado por el amor al lucro, sin apenas motivación de caridad. Pero que un
apóstol haga la predicación o la misa más por la ganancia material que por
otra cosa, eso es profanar lo sagrado, eso es sacrilegio. Por eso para
cristianos carnales el camino apostólico es mucho más peligroso que el
laical. Y eso explica que la Iglesia disponga en los seminarios y noviciados
una formación espiritual muy especialmente intensa, y que las exigencias que
prevé para las órdenes sagradas o los votos religiosos sean mayores que las
previstas para el matrimonio.
3.-Aunque falle en un laico la vida de gracia, sigue normalmente adelante su
existencia secular, es decir, sigue amando a su esposa y a sus hijos, sigue
cuidando su trabajo. Son éstas realidades naturales que conservan su sentido
aunque falle la caridad, incluso aunque se pierda la fe. Eso sí, no pocos
aspectos de su vida podrán verse seriamente dañados. En cambio, cuando en la
vida del apóstol falla el espíritu sobrenatural, toda ella se vacía de
sentido, se desvía hacia metas seculares, disminuye hasta límites
vergonzosos, produce incontables sacrilegios, o cesa completamente por el
abandono de la vocación. La vida apostólica halla únicamente en Cristo su
origen, fundamento y sentido; por eso debilitada o perdida la vida en
Cristo, la vida apostólica se disminuye, se corrompe o cesa completamente. Y
es que no tiene en sí misma fundamentación natural alguna.
Los laicos y la perfección cristiana: preceptos y consejos
Ya sabemos que todos los cristianos estamos llamados a la perfección. La
llamada a la santidad es universal. Por tanto, la vocación de los laicos es
ciertamente camino de perfección y santidad. Los laicos que viven en el
Señor hacen diariamente de sí y de su familia -con caridad, oración,
trabajo, sacramentos- un templo santo para Dios, y son «en medio de esta
generación mala y perversa, como antorchas en el mundo, llevando en alto la
palabra de vida» (Flp 2,15-16).
Los preceptos evangélicos impulsan a todos los cristianos a una perfección
total: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como Cristo nos amó. No
hay, pues, en el Evangelio de Cristo una llamada de «precepto», cuya entrega
tuviera un límite, y una llamada de «consejo» que fuera más allá, sino que
todos los cristianos están llamados a darse en caridad totalmente, y el más
allá no podrá ser referido a la perfección misma, sino sólo a la posición de
ciertos medios aconsejados por el Señor para alcanzarla.
En el afecto, en la disposición de ánimo, todos los cristianos han de estar
prontos a hacer todo cuanto Dios les dé hacer, hasta la entrega de su vida
en el martirio. Y ahí, en esa real disposición de ánimo, que no es una mera
veleidad insustancial, está precisamente la perfección espiritual. Es ésta
una enseñanza propuesta por Santo Tomás con especial fuerza: «la perfección
de la caridad consiste sobre todo en la disposición del ánimo» (De
perfectione... ib.). Recuérdese en esto que «hay dos tipos de perfección.
Una exterior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los
internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria... Y otra es interior,
y consiste en el amor a Dios y al prójimo» (In epist. ad Heb. c.6 lect.1).
Pues bien, en lo interior del hombre está la perfección evangélica, en la
verdad de su corazón.
En realidad, los laicos están llamados a vivir espiritualmente los consejos
evangélicos, aunque no puedan ni deban vivir ciertos aspectos materiales
externos de los mismos. «La perfección consiste en que el hombre tenga el
ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que fuera necesario» (De
perfectione... 21, ant.18).
Esto implica mucho más de lo que puede parecer a primera vista. En efecto,
la perfección cristiana está en la caridad, y ésta, que radica
fundamentalmente en la disposición interior del ánimo y del afecto, no ha de
confundirse con el estado de perfección, expresión que hacía referencia a la
realización concreta de los consejos evangélicos. Por eso «en el estado de
perfección hay quienes tienen una caridad sólamente imperfecta o en absoluto
nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pecado mortal...,
mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de
la caridad, de tal modo que están dispuestos a dar su vida por la salvación
de los prójimos» (De perfectione spir. vitæ 27, ant.23). Y adviértase que el
Doctor común no piensa aquí de casos extremos, pues habla de muchos.
Según esto, el matrimonio cristiano ha de llevar en sí mismo el espíritu de
la virginidad, y la posesión cristiana de las cosas debe implicar realmente
la pobreza evangélica. Y esto, que está muy lejos de ser un pura entelequia,
se muestra con especial claridad en ciertos casos extremos. Por ejemplo,
Cristo da su gracia a los cónyuges cristianos para que, llegado el caso,
cuando deben abstenerse de la unión sexual periódica o totalmente, puedan
hacerlo con cruz, pero con toda paz y amor mutuo. Aquí se hace patente que
el verdadero matrimonio cristiano lleva en sí mismo con toda realidad (en la
disposición espiritual del ánimo) el consejo evangélico de la virginidad.
Del mismo modo, los laicos que poseen cristianamente bienes de este mundo
están viviendo espiritualmente, con toda realidad, el consejo de la pobreza,
pues en el momento oportuno están dispuestos a dar lo que sea en cuanto Dios
así lo quiera. Santo Tomás, tan enamorado de la pobreza religiosa, entendía
esto claramente cuando escribía: «Puede ocurrir que alguien, siendo dueño de
riquezas, posea la perfección por adherirse a Dios con caridad perfecta; y
así es como Abraham, en medio de sus riquezas, fue perfecto, teniendo el
afecto no apegado a las riquezas, sino unido totalmente a Dios... Caminó
ante Dios amándolo con toda perfección, hasta el desprecio de sí mismo y de
todos los suyos, como lo demostró sobre todo en la inmolación de su hijo»
(De perfectione... 8, ant.7).
Para los laicos cristianos es, pues, posible en Cristo, gozosamente posible,
«poseer como si no se poseyese» (1 Cor 7,29-31). Como ya vimos al hablar del
crecimiento de las virtudes, el cristiano verdadero tiene en sí mismo en
hábito muchas más virtudes que aquéllas que, por su vocación propia, está en
condiciones de ejercitar en actos concretos.
Los que tienen bienes de este mundo, y con ellos trabajan, reciben del
Espíritu de Jesús la capacidad espiritual de poseerlos «como si no
poseyesen». Esto, que parece imposible para la naturaleza humana, en Cristo
resulta posible, e incluso fácil y grato. Basta con su gracia (2 Cor 12,9).
Y los que tienen esposa reciben igualmente de Cristo la posibilidad de
«vivir como si no la tuvieran», en completa abnegación, en total libertad
espiritual. Esto, que parece imposible para el hombre, «es posible para
Dios» (Lc 18,27), y aún es fácil para ellos, si de verdad están viviendo de
la gracia de Cristo.
Eso sí, en el camino de la perfección los laicos tendrán dificultades de las
que en buena parte están libres aquellos que por don de Dios lo dejaron todo
para seguir a Cristo (+1 Cor 7,32-35). Y junto a esas dificultades
peculiares de su situación, los laicos cristianos «tendrán tribulaciones en
su carne» (1 Cor 7,28), si de verdad tienden a la santidad. En efecto,
cuando los laicos cristianos se asemejan en todo a los mundanos, no tendrán
penalidades particulares. Pero si procuran la perfección evangélica, es
inevitable que sufran un verdadero y propio martirio, pues con el testimonio
de su palabra y de su vida han de confesar a Cristo en el mundo, en el que
están por vocación inmersos, y que no es todo él sino «concupiscencia de la
carne, codicia de los ojos y arrogancia del dinero» (1 Jn 2,16). Los laicos
podrán vivir, ciertamente, misión tan grandiosa, pero no podrán vivirla sin
especiales contradicciones (Mt 10,34-36; 2 Tim 3,12). Por eso, en un cierto
sentido, puede decirse que la santidad laical es más dolorosa que la
santidad apostólica, pues se desarrolla en unas condiciones menos idóneas.
((Sobre la perfección cristiana en los laicos hay actualmente muchos
errores, unos antiguos, otros recientes, y convendrá que señalemos algunos.
Algunos pensaron que sólo quienes siguen materialmente los consejos
evangélicos pueden llegar a la perfección, y que por tanto los laicos quedan
excluídos de ella. Argumentaban su tesis citando el Evangelio: «Si quieres
ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme»
(Mt 19,21). El que no hiciera esto, y el laico -según ellos- no lo hace, él
mismo se cierra el camino de la perfección. Ignoraban éstos que la santidad,
en su ser y en sus formas, es siempre gracia de Dios, y que «no todos
entienden esto, sino aquéllos a quienes ha sido dado» (Mt 19,12). Pero sobre
todo ignoraban éstos que, como ya hemos visto, los laicos, si cumplen los
preceptos, cumplen espiritualmente los consejos evangélicos.
Otros hay que, sin caer doctrinalmente en el error anterior, incurren
prácticamente en él, pues no llaman a perfección a los laicos, es decir,
autorizan su mundanización, como si fuera inevitable, más aún, como si
estuvieran obligados a ella por su misma secularidad. Estos tales no señalan
a los laicos los medios ordinarios de la santificación cristiana: meditación
de la Palabra divina, oración, frecuencia de sacramentos, mortificación,
sentido espiritual del trabajo, alejamiento de las ocasiones próximas de
pecado, etc., como si todo esto fuera sólo para sacerdotes y religiosos.
Estos mismos, aún en el caso de que se declaren convencidos de que Dios
llama a los laicos a la santidad (fin), no parecen convencidos de que Dios
les llame a todo aquello que ordinariamente conduce a ella (medios).
Permiten, pues, más aún, exigen que los seglares «se configuren a este
siglo» (Rm 12,2), como si ello viniera obligado por su secularidad. Dejan y
procuran que en ellos el vino nuevo del Espíritu se corrompa en los odres
viejos de la vida mundana (Mt 9,17). Autorizan e incluso exhortan a los
laicos para que entren por «la puerta ancha y el camino amplio», que es el
que les correspondería, y les disuaden, llegado el caso, de entrar por «la
puerta angosta y el camino estrecho», que correspondería a los monjes (Mt
7,13-14). Ya se ve, pues, que éstos no creen que los laicos estén llamados a
la perfección evangélica, aunque digan otra cosa -que a veces ni lo dicen-.
Otros hay que equiparan en orden a la perfección cristiana el camino
apostólico y el laical, desvirtuando así las enseñanzas de Cristo, de los
apóstoles y de la tradición católica. Santo Tomás, por ejemplo, que afirma
la perfección superior de la virginidad sobre el matrimonio, enseña sin
embargo que «nada impide que para alguno en concreto este último [el
matrimonio] sea mejor» (Summa C. Gentes III, 136, n.3113; +STh II-II, 152, 4
ad 2m). Decir eso es la verdad; pero algo muy diferente e inadmisible es
afirmar que «la vida religiosa no es una vocación mejor y más segura que las
otras vocaciones cristianas. Es simplemente tan buena y tan segura como
todas ellas. Manifiesta, sí, mejor que otras ciertos aspectos de la realidad
de Dios y de su obra en el mundo, como también manifiesta menos bien otros
ciertos aspectos» (T. Matura, Célibat et communauté, París, Cerf 1967, 125).
En fin, también se alejan del Evangelio los que al tratar de la vocación
laical ignoran o niegan las peculiares dificultades espirituales de quienes
tienen familia, posesiones y negocios seculares. Estas dificultades,
señaladas por el Señor (Mt 13,22; Lc 14,15-20) que cuando son reconocidas,
son perfectamente superadas por los cristianos fieles con los recursos
maravillosos de la vida cristiana, cuando son ignoradas o negadas, hacen de
la condición laical un camino de mediocridad o de perdición.))
Discernimiento vocacional
El cristiano sabe su vocación genérica, conoce su norte: entregar su vida en
caridad a Dios y al prójimo. Pero si no conoce todavía su vocación
específica, es como un hombre que caminara hacia el norte atravesando campos
y bosques sin camino. Encontrar la propia vocación es para el hombre
encontrar su propio camino, por el que avanza con mucha más facilidad y
rapidez, con mayor seguridad y descanso. Por eso conocer la propia vocación
es una inmensa gracia que Dios da a los que le buscan con sincero corazón -y
en ocasiones también a los que no le buscan-.
La vocación es una gracia, o mejor, una serie de gracias -oraciones,
trabajos, lecturas, experiencias, amigos, sacerdotes- que, si no se ve
frustrada por la infidelidad, cristaliza suavemente en una opción
definitiva.
Signos indicativos de la vocación concreta son principalmente tres: 1.-La
recta intención de la voluntad. 2.-La idoneidad suficiente. 3.-El sello
público puesto por la Iglesia, sea en el sacramento del matrimonio, sea en
los votos religiosos o en el sacramento del orden.
Pío XI decía de la vocación sacerdotal algo que vale también para las otras
vocaciones: La vocación «más que un sentimiento del corazón, o una sensible
atracción, que a veces puede faltar o dejar de sentirse, se revela en la
rectitud de intención del aspirante al sacerdocio, unida a aquel conjunto de
dotes físicas, intelectuales y morales que le hacen idóneo para tal estado»
(enc. Ad catholici sacerdotii 20-XII-1935, 55). Intención recta es aquella
que está formada según los criterios de la fe y que tiene verdadera
motivación de la caridad sobrenatural.
Fidelidad receptiva
Ya hemos visto que normalmente la vocación es una larga serie de gracias
que, sin que apenas sepa el cristiano cómo, cristaliza en una opción
vocacional o, sin enterarse quizá, se frustra o se desvía. Pues bien, no
acerca de la vocación dudosamente conocida, sino de aquella vocación
discernida con un conocimiento moralmente cierto, nos hacemos la siguiente
grave pregunta: ¿Tiene el cristiano obligación moral de recibir la vocación
que Dios quiere darle?
((Comencemos por notar que para bastantes autores «es sin duda difícil
sostener que la vocación, hablando estrictamente, sea un deber que oblique
gravemente» (Greganti 312-313). Cristo invita al joven rico a dejarlo todo y
seguirle: «Si quieres»... (Mt 19,21). Pero es sólo un consejo, no un
mandato.
Doctores tan autorizados como San Alfonso Mª de Ligorio afirman que no
seguir la vocación religiosa «per se no es pecado: los consejos divinos per
se no obligan bajo culpa». Esta doctrina sorprendente, se ve notablemente
matizada en seguida cuando añade: «Sin embargo, en razón de que el llamado
pone en peligro su salvación eterna, al elegir su estado no según el
beneplácito divino, no podrá estar exento de alguna culpa» (Theologia
Moralis IV,78). Y el mismo autor en otra ocasión dice: «El que no obedece a
la vocación divina, será difícil -más bien moralmente imposible- que se
salve» (Respuesta a un joven: +Petrosino 234).))
Es cierto que el Señor, como hemos dicho, suele llamar gradualmente, por una
serie de gracias (Jn 1,39; Mt 4,21; 10,2), y es indudable que el cristiano
puede romper ese proceso vocacional con muy poca culpa, incluso sin darse
cuenta. Pero supuesto que haya conciencia clara de lo que Dios quiere,
entendemos que hay obligación moral grave de seguir la vocación divina.
Expresa ésta una voluntad divina -Jesús «llamó a los que quiso» (Mc 3,13)-,
manifestada en términos inequívocamente imperativos: «Sígueme». En efecto,
Cristo dispone de cada uno de los miembros de su Cuerpo, y nosotros en
caridad debemos hacer nuestro su designio. Y esto tanto por el amor que le
debemos, como incluso en justicia, pues realmente no nos pertenecemos, sino
que él nos ha adquirido al precio de su sangre (1 Cor 6,19-20; 7,23; 1 Pe
1,18-19). ¿Con qué derecho podemos rechazar sin culpa grave la llamada de
Cristo si la captamos con certeza?
Especial gravedad tiene rechazar la vocación apostólica, por ser esta una
gracia tan grande para la persona y para la Iglesia. Por ella el Señor hace
del cristiano un compañero y un colaborador suyo (Mc 3,14). Pues bien, si
Cristo nos llama a ser compañeros suyos, a entrar a convivir con él, ¿cómo
podremos rechazar tal gracia sin ofenderle gravemente? Si Cristo nos llama
para que seamos colaboradores suyos en la salvación del mundo, ¿cómo
podremos negarnos sin grave culpa? Jesús miró al joven rico con especial
amor (Mc 10,21), y le invitó a seguirle, pero él no quiso: «Se oscureció su
semblante, y se fue triste, pues tenía muchas posesiones» (10,22). ¿No es
esa la tristeza del pecado, la tristeza de una gracia divina rechazada?
Si «la voluntad del padre» es que vayamos a trabajar su viña (Mt 21,31),
nosotros debemos obedecerla. ¿Qué será de nuestra vida si la dirigimos por
un camino distinto de aquel que el Padre quería darnos con todo amor? ¿Y qué
será de los hermanos que en la providencia de Dios habían de recibir nuestra
ayuda?
Por otra parte, cuando un padre llama a un hijo para enviarlo en ayuda de
otros hijos gravemente necesitados, ¿será tal llamada sólo un consejo, o
será más bien un mandato?... También la Iglesia Madre llama al ministerio
apostólico. Pues bien, cuando la patria está en peligro y llama a sus hijos,
éstos se saben obligados en conciencia a acudir, aun en el caso de que no
sientan ninguna inclinación por el servicio de las armas, y dejándolo todo,
acuden, con riesgo de sus vidas. Igualmente, cuando la Iglesia llama con
urgencia a personas para que le sirvan y procuren la salvación de los
hombres, es preciso acudir. Y el que, sabiéndose llamado, no acude, es un
mal hijo que pone en perigro su salvación eterna, pues «el que busca guardar
su vida, la perderá, y el que la perdiere, la conservará» (Lc 17,33).
Cuando tratamos de la respuesta pronta que debe darse a la llamada a la
santidad, citábamos un texto de Santo Tomás que conviene recordar también
ahora: «Nadie debe resistirse a la locución interior con la que el Espíritu
Santo inspira la mente. Definitivamente, se la debe obedecer sin lugar a
dudas» (Contra doctrinam retrahentium a religionis ingressu cp.9).
Fidelidad perseverante
El amor natural de suyo tiende a la totalidad en la entrega, en la posesión
y en la duración. Pero la naturaleza humana, debilitada y enferma por el
pecado, a duras penas alcanza -por ejemplo, en el matrimonio- esta
perduración del amor -hay muchos adulterios y divorcios-.
Pues bien, la Iglesia ha entendido siempre que el amor de las vocaciones
cristianas participa de la entrega perseverante del amor de Cristo, y que
por eso los compromisos vocacionales -matrimonio, sacerdocio, votos
religiosos perpetuos- son entregas de amor total e irreversible.
El matrimonio establece una alianza conyugal indisoluble, a imagen de la
unión de Cristo con la Iglesia. Un matrimonio ad tempus, con posibilidad de
divorcio, aunque durase siempre, no es sino una caricatura de lo que Dios
quiso crear en el principio, y desde luego no sería imagen de la unión de
Cristo y la Iglesia, es decir, no podría ser sacramento.
La ordenación sacerdotal hace del cristiano un signo sagrado del amor del
Buen Pastor, que entrega su vida, toda su vida, por sus ovejas, y que no
huye aunque venga el lobo. Un sacerdocio ministerial ad tempus tampoco
podría ser sacramento, esto es, no podría significar a Cristo sacerdote, que
dio su vida por los hombres hasta el final, hasta la cruz.
La vida religiosa, igualmente, establece una alianza peculiar con el Señor,
que viene a reforzar la alianza bautismal y a expresarla con más fuerza. El
celibato es tal cuando implica una entrega esponsal irrevocable a Cristo
Esposo. Y «la consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más
firmes y estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble
a su Iglesia» (LG 44a).
Casarse por una temporada, entrar en el claustro o hacer de sacerdote por
unos años, o hasta que venga el aburrimiento y el cansancio, no tiene
sentido. El amor de las diversas vocaciones cristianas crece y se
perfecciona en la fidelidad perseverante. «Con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19). «Sé fiel hasta la muerte, y te daré la
corona de vida» (Ap 2,10).
((En los últimos decenios, sin embargo, hombres oscuros han dicho que no
debe el cristiano atarse a compromisos definitivos. Matrimonio, sacerdocio y
votos, entendidos como opciones irrevocables, serían algo inadmisible,
inconciliable con la necesaria apertura permanente de la libertad personal a
posibles opciones nuevas. «Cristo nos redimió de la maldición de la ley.
Cristo nos ha hecho libres» (Gál 3,13; 5,1). «El viento sopla donde quiere»
(Jn 3,8). La misma docilidad al Espíritu exige que el cristiano esté siempre
abierto a un posible cambio. Por otra parte, la autenticidad personal está
por encima de todo, y si no es posible la perseverancia con autenticidad, si
la verdad personal exige un cambio de camino, hay que tener entonces el
valor de cambiar... Todo esto es falso. La revelación divina nos introduce
en un ámbito mental completamente diverso.))
En la Biblia la fidelidad del hombre está permanentemente sostenida por la
fidelidad de Dios. Dios es fiel, es fiel a su alianza, a su amor, a las
gracias, a las vocaciones y dones que concede (Jer 31,3; Sal 88,29; 2 Tim
2,11-13); por eso sabemos con certeza que «los dones y la vocación de Dios
son irrevocables» (Rm 11,29). Cristo es el fiel, el amén de Dios (Ap 3,14),
el que nos reviste de fidelidad por su gracia, confortando así la debilidad
e inconstancia de nuestro corazón (1 Jn 1,9; 1 Cor 1,9; 10,13; 1 Tes 5,24; 2
Tes 3,3). Y así el justo vive por su fidelidad (Hab 2,4; Rm 1,17; Gál 3,11;
Heb 10,38). Es «como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en
su sazón, y no se marchitan sus hojas» (Sal 1,3). Su casa esta construída
sobre roca, y resiste las tormentas (Mt 7,24-25). No es una caña agitada por
el viento (11,7), no está abandonado a los variables deseos de su corazón
(Rm 1,24; Ef 2,3), ni está tampoco a merced de toda doctrina de moda (4,14).
Y es que tiene sus ojos puestos no en las cosas visibles, sino en las
invisibles, pues las visibles son temporales, pero las invisibles son
eternas (2 Cor 4,18). El cristiano, pues, es un hombre que persevera en la
fidelidad a su amor vocacional, es un hombre temporal revestido de eternidad
por la gracia de Dios. Por eso se puede y se debe exhortarle: «Cada uno ande
según el Señor le dio y según le llamó. Persevere cada uno ante Dios en la
condición en que por él fue llamado» (1 Cor 7,17.24).
Para perseverar en la fidelidad vocacional hace falta una ascética, siempre
alerta, que guarde el amor. La fidelidad vocacional implica muchas
fidelidades pequeñas y continuas. «El que es fiel en lo poco es fiel en lo
mucho» (Lc 16,10). La fidelidad exige imprimir en el corazón no pocas veces
aquellas «correcciones de trayectoria» que necesite. Como dice Juan Pablo
II: «Todos debemos convertirnos cada día. Y convertirse significa retornar a
la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor
infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, y llamándonos
por nuestro nombre, ha dicho: «Sígueme»» (Cta.a sacerdotes 8-IV-1979, 10).
Hace falta «revivir la gracia de Dios» puesta en nosotros por el sacramento
de nuestra vocación (1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6). Pero sobre todo la fidelidad
requiere orar en todo tiempo, para no desfallecer (Lc 18,1). Es preciso
pedirle continuamente al Señor: «Tú que eres inmutable, danos siempre
firmeza a los que vivimos sujetos a la sucesión de los tiempos y de las
horas» (Vísp. miérc. I sem.)
Dios permite a veces que se quiebre la fidelidad vocacional, incluso de modo
irreversible, como en el abandono del ministerio sacerdotal... Pablo VI
habla «con gran estremecimiento y dolor» de aquellos que han sido
«desgraciadamente infieles a las obligaciones contraídas al tiempo de su
consagración», y considera con pena su «lamentable estado» (enc.
Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 83-90). Quienes trivializan los
abandonos vocacionales no saben nada del amor, de ese amor que sólo puede
forjarse en el fuego del tiempo. San Alfonso decía de quien entró sin
vocación al sacerdocio que es «como un miembro dislocado, fuera de su lugar;
por eso tendrá que obrar su salvación con muchos esfuerzos y trabajos» (De
la voc. sacerdotal 1: BAC 113, 1954). Y lo mismo hay que decir de quien la
abandonó indebidamente... Y cuando así ocurre ¿qué sucede entonces? Es la
hora de la misericordia de Dios, la hora de la contricción, de la expiación
y de la ascesis más dolorosa -la propia de un «miembro dislocado»-. Es,
pues, la hora de la confianza filial, de la paz y de la alegría en el
Espíritu. La hora en que Cristo sigue llamando a la santidad, pues «si
nosotros le fuéramos infieles, él permanecerá fiel, que no puede negarse a
sí mismo» (2 Tim 2,13).
6. Gracia y libertad
F. Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder
1966; R. García-Villoslada, Martín Lutero, BAC maior 3-4 (1976) I-II; L. F.
Mateo Seco, Martín Lutero: sobre la libertad esclava, Madrid, Magist.
Español 1978; M. Lutero, Weimarer Ausgabe, Weimar 1883s (=WA); E. Pacho-J.
Le Brun, quiétisme, DSp 12 (1986) 2756-2805, 2805-2842.
El Catecismo ofrece una preciosa síntesis de gracia y libertad (1987-2005).
Gracia y libertad
Como decía San Agustín, «hay algunos que tanto ponderan y defienden la
libertad que osan negar y hacer caso omiso de la gracia de Dios, mientras
otros hay que cuando defienden la gracia de Dios, niegan la libertad» (ML
44,881). La espiritualidad cristiana, toda ella, depende de cómo se entienda
este binomio, gracia-libertad, acción de Dios y colaboración del hombre.
En otro capítulo vimos qué es la gracia. Ahora diremos que la libertad es la
potestad del hombre sobre sus propios actos. Pueden distinguirse varias
clases de libertad -externa, física, social-. Aquí trataremos de la libertad
interior, del libre albedrío, de ese atributo fundamental de la voluntad
humana por el que tiene poder para determinarse por sí misma a obrar o a no
obrar, a hacer esto o lo otro, sin verse determinada a ello por ninguna
fuerza externa o interna (GS 17).
Libertad, pues, es elección, es responsabilidad personal de los propios
actos u omisiones, digna de premio si se ha obrado bien (mérito) o de
castigo si se ha hecho el mal (culpa, pecado). El grado de libertad está en
proporción al grado de conocimiento y espontaneidad. Hay, sin duda, muy
diversos grados de libertad según las personas y según las circunstancias.
La ignorancia, la pasión, el miedo, la violencia, pueden disminuir o anular
totalmente la libertad personal y, por tanto, la responsabilidad. Según
esto, hay hombres interiormente más o menos libres.
Recordado esto, vamos a estudiar las posiciones fundamentales que sobre la
conexión entre gracia y libertad se han dado en la historia, y que con unas
u otras modalidades siguen vigentes.
Libertad - gracia:
Somos libres, no necesitamos gracia
-(pelagianismo y voluntarismo).
Libertad - Gracia:
No somos libres, necesitamos gracia
-(luteranismo y quietismo).
Libertad - gracia:
Ni somos libres, ni necesitamos gracia
-(incredulidad moderna).
Libertad - Gracia:
Somos libres y necesitamos gracia
-(espiritualidad católica).
Somos libres, no necesitamos gracia
(pelagianismo)
El mundo pre-cristiano no tuvo claro conocimiento de la libertad del hombre,
y predominaron en él los fatalismos deterministas de una u otra especie.
Partiendo de la Revelación, y con muy pocos apoyos culturales, fue la
Iglesia la que descubrió la libertad del hombre, y la enseñó a los pueblos.
De ahí nació la cultura occidental, la que se manifestó en la historia como
la más potente para transformar los pueblos y el mundo visible.
En los siglos IV y V, tras la conversión de Constantino, se vió la Iglesia
invadida por multitudes de neófitos, lo que trajo consigo un descenso
espiritual en relación con los precedentes siglos martiriales y heroicos. En
esos años surge Pelagio (354-427), de origen británico, un monje riguroso y
ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predica un moralismo
muy optimista sobre las posibilidades éticas del hombre: «Cuando tengo que
exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por
demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza humana, precisando la
capacidad de la misma, para incitar así el ánimo del oyente a realizar toda
clase de virtud. Pues no podemos iniciar el camino de la virtud si no
tenemos la esperanza de poder practicarla» (ML 30,16). Sus doctrinas fueron
en principio aprobadas por varios obispos -Jerusalén, Cesearea, sínodo de
Dióspolis (a.415)-, e incluso por el papa Zósimo.
Pero pronto la Iglesia rechazó el pelagianismo con gran fuerza, en cuanto
sus doctrinas fueron mejor conocidas, sobre todo en las enseñanzas de
Celestio y Julián de Eclana (Indiculus 431, Orange II 529, Trento 1547,
Errores Pist. 1794: Dz 238-249, 371, 1520s, 2616), con la colaboración de
San Jerónimo, del presbítero hispano Orosio, de San Agustín, de San Próspero
de Aquitania.
San Agustín resume así la doctrina pelagiana: «Opinan que el hombre puede
cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice [Pelagio] que a
los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan
cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice «más
fácilmente» quiere significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir
los mandamientos divinos, aunque les sea más difícil. La gracia de Dios, sin
la que no podemos realizar ningún bien, es el libre albedrío que nuestra
naturaleza recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos ayuda
dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos hacer y
esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que
sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las
oraciones de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la voluntad del
hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que los niños nacen sin
el vínculo del pecado original» (ML 42,47-48).
El pelagianismo es una herejía permanente que, al paso de los siglos, se
produce en la Iglesia con formulaciones y palabras renovadas. Los pelagianos
actuales, aunque no suelen derivar su optimismo antropológico hacia un
ascetismo vigoroso, son fieles a las tesis fundamentales del pelagianismo.
Es fácil comprobar que ciertas manifestaciones -no todas, claro- de la
teología de la secularización y de la liberación llevan más o menos marcado
el sello pelagiano.
Puede decirse, en general, que hay pelagianismo cuando la predicación
apremia la conducta ética de los hombres, sin mayores alusiones a la
necesidad de la gracia de Cristo, como si ellos por sí solos pudieran ser
buenos y honestos, y también eficaces en la transformación de la sociedad,
con tal de que se empeñen en ello. Hay pelagianismo cuando el cristianismo
cae en el moralismo y se dejan a un lado los grandes temas dogmáticos, la
Trinidad, la presencia eucarística, etc. La moral individual y social, en
ese planteamiento, no aparece como la consecuencia necesaria de vivir en
Cristo, en la fe y en la gracia, sino como el motor decisivo de la vida
cristiana. Y así, la inhabitación trinitaria, la Presencia divina
vivificante, el acceso litúrgico al manantial de la gracia, la misma fe, en
una palabra, el Misterio, quedan devaluados, como elementos accesorios, no
estrictamente necesarios para la salvación del hombre y de la sociedad.
Hay pelagianismo cuando ya no se habla del pecado original, y de los
destrozos que causó en la raza humana. Hay pelagianismo allí donde la
oración, concretamente la oración de petición, pasa a un segundo plano, se
olvida o se niega; y allí donde falta el espíritu de acción de gracias y la
alegría cristiana, humilde y esperanzada. Hay pelagianismo cuando se adula
al hombre (la juventud, la mujer, el obrero, el universitario, el
intelectual), y cuando el olvido sistemático del pecado original permite
ignorar prácticamente que todo hombre (también si es joven, mujer, obrero,
universitario o intelectual) es indeciblemente miserable, falso, débil,
sujeto al influjo del Maligno, y necesitado de salvación por gracia
sobrenatural de Cristo.
Hay pelagianismo cuando los sacramentos y el culto litúrgico dejan de ser la
clave de la transformación en Cristo de hombres y también de sociedades...
Los que creen que su salvación es ante todo gracia de Cristo jamás se
apartan de los manantiales litúrgicos de la gracia; pero los que esperan
salvarse por sus propias fuerzas malviven alejados de estas fuentes -lo que,
por otra parte, no alarma especialmente a los pastores pelagianos-. El paso
que sigue al alejamiento crónico es la simple apostasía.
Es pelagiano, en fin, el cristianismo que se limita a proponer valores
morales enseñados por Cristo -verdad, libertad, justicia, amor al prójimo,
unidad, paz, etc., en buena parte admitidos por el mundo, al menos
teóricamente-, pero que no afirma que Cristo mismo es «la verdad», y que sin
él se pierde el hombre en el error (Jn 14,6); que sólo él «nos ha hecho
libres» (Gál 5,1); que sólo por la fe en él alcanzamos «la justicia que
procede de Dios» (Flp 3,9); que sólo él ha difundido en nuestros corazones
por el Espíritu Santo la fuerza del verdadero amor fraterno (Rm 5,5); que
sólo él es capaz de reunir a todos los hombres que andan dispersos, pues
para eso dio su vida (Jn 11,52); y en fin, que sólamente «él es nuestra paz»
(Ef 2,14).
Si hay pelagianismo cuando se dan los signos aludidos, debemos concluir que
actualmente el naturalismo pelagiano o semipelagiano es entre los cristianos
la más fuerte tentación de error, al menos en el ambiente de los países
ricos descristianizados. «Podemos reconocer -escribía el profesor Canals en
los años del Vaticano II- que en nuestros días, tras siglos de pensamiento y
cultura ya emancipados de la inspiración cristiana, y mientras sería muy
difícil advertir en los católicos el peligro de un pesimismo jansenista o de
un predestinacionismo fatalista, es bastante general la ignorancia sobre los
puntos más centrales de la salvación del hombre por la gracia de Jesucristo»
(68). En efecto, según el cardenal de Lubac, «nunca como hoy, a partir de
los tiempos de san Agustín, que fueron también los de Pelagio, la idea de la
gracia fue más ignorada». Es también ésta la opinión del cardenal Ratzinger:
«El error de Pelagio tiene muchos más seguidores en la Iglesia de hoy de lo
que parecería a primera vista» («30 Días» I-1991).
Efectivamente, en el proceso de descristianización de los últimos siglos, se
ha ido produciendo una reducción del Evangelio a un eticismo voluntarista,
de estilo pelagiano, que dio lugar primero a un moralismo individual y
ascético, y que ahora se ha ido haciendo un moralismo social, muy poco
ascético. En todo caso, antes y ahora, se trata de un moralismo propio de
«los enemigos de la gracia de Cristo -como dice San Agustín-, que confían en
su propia fuerza» (ML 33,764), y que ven más a Cristo como ejemplo que como
causa de salvación. Estos neopelagianos consideran estéril el cristianismo
de la unión con Cristo, el del abandono atento a las iniciativas de su
gracia -que es el que históricamente ha hecho santos y pueblos cristianos-,
y propugnan en cambio un cristianismo centrado en la fuerza del hombre para
cambiarse a sí mismo, y en la eficacia de sus iniciativas para mejorar la
sociedad -que es un cristianismo absolutamente estéril, que sólo ha
producido secularismo y apostasía-. Ellos ya no captan la gratuidad de la
gracia, no ven tampoco que sólo el Espíritu Santo puede renovar la faz de la
tierra, ni pueden entender muchos textos de la Escritura, como aquel de San
Pablo que dice: «Estáis salvados por la gracia y mediante la fe. Y no se
debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras,
para que nadie pueda presumir» (Ef 2,8-9).
Por otra parte, la nueva evangelización del mundo moderno secularizado,
apóstata de la fe cristiana, exige hoy sin duda superar en la proclamación
de la Buena Nueva todos estos moralismos de corte pelagiano. El Evangelio no
fue escrito ante todo como un código de doctrinas morales, sino casi
exclusivamente como una presentación de Cristo destinada a suscitar la fe en
él: «estas cosas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el
Hijo de Dios, y con esta fe tengáis vida gracias a él» (Jn 20,31). Del mismo
modo, la Buena Nueva no fue ofrecida al mundo antiguo por los apóstoles
primordialmente como un bloque sistemático moralista, sino como gracia de
Cristo, como una fuerza positiva, liberadora del mal, suscitadora de todo
bien, a la que el hombre y los pueblos debían abrirse por la gracia de la
fe. En la carta a los Romanos, por ejemplo, le bastan a San Pablo dos
capítulos para mostrar la podredumbre moral insuperable de la humanidad, sea
pagana o judía (1-2), y para llegar a la conclusión de que «todos pecaron y
están privados de la presencia de Dios» (3,23). Pero en seguida se extiende
en una exposición grandiosa de la salvación humana como gracia de Cristo
Salvador, a la que se accede fundamentalmente por la fe (3-11). Y termina el
Apóstol exponiendo breve, pero suficientemente, la vida moral nueva, propia
de los que viven según el Espíritu de Jesús (12-16).
Hoy no habrá nueva evangelización del mundo moderno, secularizado y
apóstata, si sólo fuéramos capaces de denunciar una y otra vez sus miserias
morales, proponiéndole al mismo tiempo unos ideales éticos que sin Cristo no
puede vivir, y ni siquiera entender. Sería una nueva edición del fariseísmo
judío, al que se refería San Pablo al decir: «el código [moral] da muerte,
mientras el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6). Hoy evangelizaremos realmente en
la medida en que, al modo del Apóstol de los gentiles, seamos capaces de
decirle al hombre actual que está perdido, que está angustiado, que está
muerto, y que sólo en Cristo puede hallar por gracia la verdad, la
bienaventuranza y la vida.
Voluntarismo
Entendemos aquí por voluntarismo una actitud práctica según la cual la
iniciativa de la vida espiritual se pone en el hombre, quedando así de hecho
la gracia reducida a la condición de ayuda, de ayuda necesaria, ciertamente,
pero de ayuda. Los cristianos que se ven afectados por esa actitud pueden
ser doctrinalmente ortodoxos, pero en su espiritualidad práctica, que aquí
describiremos, viven como si no lo fueran.
Describimos, pues, aquí el voluntarismo no tanto como un error doctrinal
-que en sentido estricto sería el semipelagianismo, ya rechazado por el II
concilio de Orante (a.529)-, sino más bien como una desviación espiritual,
que está más o menos presente en todas las épocas, y por la cual, en una
cierta fase de su vida interior, pasan no pocos cristianos, al menos de
entre aquéllos que buscan sinceramente la perfección. En este sentido, no es
raro apreciar que algunos santos, en sus comienzos, fueron voluntaristas por
carácter personal o por una formación incorrecta; pero pronto, todos ellos,
descubrieron la primacía absoluta de la gracia, pues de otra manera no
hubieran llegado a la santidad.
Entre los cristianos todavía carnales que tienden con fuerza a la perfección
-y a ellos sobre todo se dirige nuestro libro- el voluntarismo suele ser el
error más frecuente, pues si la pereza a veces, muchas veces, les daña,
todavía hace en ellos peores estragos la soberbia, que unas veces es
perezosa y otras activa, pero que siempre tiende a poner en el hombre la
iniciativa, quitándosela a Dios, aunque sea inconscientemente. Por eso nos
ocuparemos aquí en denunciar los rasgos principales de la espiritualidad
voluntarista.
La esencia del voluntarismo está en que pone la iniciativa de la vida
espiritual en el hombre, y no en Dios. El voluntarista, partiendo de sí
mismo, de su leal saber y entender, y normalmente según su carácter
personal, va proponiéndose ciertas obras buenas concretas, dando por
supuesto que, ya que son buenas, Dios le dará su gracia para hacerlas. Así
va llevando adelante, como puede, su vida espiritual, siempre a su manera,
según su propio modo de ser, sin ponerse incondicionalmente en las manos de
Dios, sin tratar de discernir la voluntad de Dios -que a veces nos reserva
no pequeñas sorpresas- para cumplirla. En esta concepción, muchas veces de
modo inconsciente, va implícito el error doctrinal al menos semi-pelagiano,
según el cual lo que hace eficaz la gracia de Cristo es, en definitiva, la
fuerza de la voluntad del hombre, es decir, su libre arbitrio, su propia
iniciativa.
En esta concepción práctica del voluntarismo va más o menos implícito el
error doctrinal semi-pelagiano. Según éste, Dios ama por igual a todos los
hombres, y a todos ofrece igualmente sus gracias, de modo que es el hombre,
es su generosidad, es la fuerza de su voluntad, su libre arbitrio, su propia
iniciativa, quien hace eficaz la gracia de Cristo. De esta manera, gracia y
libertad se conciben no al modo católico -como dos causas subordinadas, en
que la primera, divina, activa la segunda, humana-, sino como dos causas
coordinadas, como dos fuerzas distintas quese unen para producir la buena
obra.
El voluntarista, lógicamente, sobrevalora los métodos espirituales, y en el
empeño de la santificación se apoya parte en Dios y parte en la virtualidad
propia de tales o cuales métodos, medios, grupos o caminos peculiares.
Haciendo esto, eso otro y lo de más allá, o integrándose en tal grupo, se
llega a la santidad. Según esto, lógicamente, las esperanzas de
santificación para aquellas personas que, por lo que sea, no pueden
ajustarse a tales y cuales medios, son más bien escasas.
En el voluntarismo se produce una cierta subordinación de la persona a las
obras concretas. En una vida espiritual sinergética, que da siempre la
iniciativa a Dios y a su gracia, el florecimiento en la vida santa va de la
persona a las obras, del interior al exterior, bajo el impulso del Espíritu
Santo, en buena medida imprevisible; y así, el cultivo de la persona, de sus
modos de pensar, de querer y de sentir, va floreciendo en buenas obras. En
el voluntarismo, por el contrario, el crecimiento se pretende sobre todo por
la prescripción de un conjunto de obras buenas, bien concretas, cuya
realización se estimula y se controla con frecuencia. Es como si el
cristiano sinergético, acercándose a Dios, regase, abonase y podase una
planta, para que sea Dios quien en ella produzca el crecimiento en el modo,
el tiempo y el número que él disponga. Mientras que el voluntarista, de lo
exterior a lo interior, tirase de la planta para hacerla crecer, con peligro
de arrancarla de la tierra.
De esta operosidad voluntarista se siguen malas consecuencias. Si las obras
no se cumplen, es fácil que se hagan juicios temerarios («es un flojo; no
vale», «puede, pero le faltó generosidad»); y si se cumplen, se harán
también juicios igualmente temerarios («es un tipo formidable»). Otros
frutos enfermos del árbol voluntarista son la prisa, que es crónica, la obra
mal hecha, aunque la apariencia exterior de la misma sea buena; la tendencia
a cuantificar la vida espiritual, el normativismo y legalismo detallista,
pero sobre todo la mediocridad. Leyes y normas señalan siempre obras
mínimas, que no pocos voluntaristas toman como máximos, contentándose con su
cumplimiento: de ahí la mediocridad. El proyecto voluntarista, después de
todo, parte de la iniciativa del hombre, y por eso, aunque incluya un
hermoso conjunto de obras concretas buenas, suele hacerse proporcionado a
las fuerzas del hombre y a sus modos y maneras personales: de ahí su
mediocridad.
Piensa el voluntarista, sin mayores discernimientos, que lo más costoso a la
voluntad es lo más santificante, ignorando que la virtud más fuerte es la
que tiene un ejercicio más suave, y olvidando que cuanto más amor se pone en
una acción, ésta es menos costosa y más meritoria. Pero es que el
voluntarista pone la santificación más en su voluntad que en la gracia. Y
eso explica su valoración errónea de lo costoso. Por eso mismo practica a
veces el «agere contra» inadecuadamente, sin discreción («el hablador, que
calle; el callado, que hable; el que quiere quedarse, que salga»). Y por eso
también aprecia más los esfuerzos activos de la voluntad que los pasivos. Ve
el valor santificante de la pobreza, por ejemplo, si alguno, costándole
mucho, trata de vivirla. Pero no ve tanto ese valor si otro la vive con gozo
y facilidad, porque la ama y posee su espíritu -por gracia de Dios-. Tampoco
ve apenas su valor si esa pobreza no procede de iniciativa voluntaria, sino
que le vino impuesta por las circunstancias. Olvida que el despojamiento
mayor, el más meritorio, fue el de la pasión de Cristo, es decir, fue
pasivo.
Por todo esto, el voluntarismo es insano, tanto espiritual como
psicológicamente. El voluntarismo no capta la vida cristiana como un don
constante de Dios, «gracia sobre gracia» (Jn 1,16), sino como un incesante
esfuerzo laborioso. Centra en sí mismo al hombre, en lugar de centrarlo en
Dios. Si todo va «bien», lleva, más que a la acción de gracias, a la
soberbia, y si va «mal», al cansancio, a la frustración, y posiblemente al
abandono de la vida espiritual. El voluntarismo crea un clima malsano, en el
que crecen muy bien la ansiedad, los escrúpulos, y eventualmente la angustia
neurótica. El voluntarismo no aprecia las personas débiles, en su
constitución psíquica o somática, por razones obvias, y más bien las aleja
-lo que es muy malo-; pero, sin embargo, para algunas personas frágiles,
inseguras, resulta sumamente atractivo -lo que es aún peor-. En él se
destrozan.
La manera de hablar voluntarista centra siempre la vida espiritual en la
iniciativa y el esfuerzo de la voluntad del hombre («si quieres, puedes»,
«es cuestión de generosidad»). Con frecuencia aparece Dios como sujeto de
los verbos «pedir» o «exigir» («Dios te pide que hagas más oración»). Los
santos han hablado siempre de muy diverso modo («Dios quiere darte la gracia
de que hagas más oración»). En el lenguaje de los santos -recordemos, por
ejemplo, la Vida de Santa Teresa- lo que Dios hace siempre es dar, conceder,
mostrar, regalar, donar, perdonar...
Y en este modo de hablar se manifiesta la experiencia de Dios que ellos
tienen; en efecto, «todo buen don y todo regalo perfecto viene de arriba,
desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Por eso dice la Santa
Doctora: «Recibir, más me parece a mí eso, que no dar nosotros nada» (Vida
11,13). Y así habla siempre la liturgia: «Señor, Dios nuestro, tú mismo nos
das lo que hemos de ofrecerte» (Or. dom.VIII t. ordinario). Por eso nosotros
«te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos dones que nos has
dado»... (Misal rom. I anáf.).
No somos libres, necesitamos gracia (luteranismo)
Todos tenemos conciencia de que somos libres, de que «podemos» elegir, y si
obramos mal, sentimos el peso de nuestra culpa. Pero también es cierto que
todos tenemos conciencia de que nuestra libertad está enferma, atada, de que
«no podemos» muchas veces obrar como hubiéramos querido (Rm 7,15). Pues
bien, si en Pelagio prevaleció el primer convencimiento, hasta oscurecer la
necesidad de la gracia, en Lutero (1483-1545), después de luchas morales
angustiosas, predominó el segundo.
La doctrina teológica de Lutero tiene unas profundas raíces biográficas, que
conviene conocer. De los agustinos de Erfurt había recibido una mala
formación filosófica, nominalista, y una mala teología de la gracia,
voluntarista o semipelagiana. La morbosidad de su vivencia espiritual
consecuente queda reflejada en confesiones personales como ésta: «Yo, aunque
mi vida fuese la de un monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con
una conciencia muy turbada, y con mi penitencia no me podría creer en paz; y
no amaba, incluso detestaba a Dios como justo y castigador de los pecadores;
me indignaba secretamente, si no hasta la blasfemia, al menos con un inmenso
resentimiento respecto a Dios» (WA 54,185). «Al solo nombre de Jesucristo,
nuestro Salvador, temblaba yo de pies a cabeza» (44,716). «Yo recuerdo muy
bien qué horriblemente me amedrentaba el juicio divino y la vista de Cristo
como juez y tirano» (44, 775)... Así, desde luego, no se puede vivir. ¿Qué
salida hay para escapar de esta captación nefasta de Dios y de sí mismo?...
El remedio de Lutero fue casi peor que la enfermedad, fue un inmenso y
múltiple error.
El hombre está totalmente corrompido por el pecado, y lo mejor es
reconocerlo con todas sus consecuencias. «El hombre peca siempre, aun cuando
intente obrar el bien. El hombre está tan corrompido que ni siquiera Dios
puede rescatarle de su podredumbre: lo único que es posible a Dios es no
tener en cuenta sus pecados, no imputárselos legalmente» (Mateo Seco 18). La
justificación cristiana, por tanto, será sólamente declarativa, pasiva,
«imputativa» (WA 56,287).
El hombre no es libre, perdió su libertad al corromperse, y es inútil que
siga atormentándose la conciencia con la ilusión psicológica de su
pretendida libertad. Lutero, en sus primeras obras, aún creía en la libertad
del hombre (4,295), comenzó a ponerla en duda a partir de 1516, y vino a
negarla furiosamente en 1525, en una de sus obras preferidas, De servo
arbitrio, polemizando con Erasmo. La libertad humana es incompatible con
Dios, que todo lo preconoce y predetermina; con Satanás, que domina
verdaderamente sobre el hombre; con la realidad del pecado original, que
corrompió todo lo que es el hombre, también su libertad; con la redención de
Cristo, que sería supérflua si el hombre fuera libre (18,786). La expresión
libre arbitrio debiera desaparecer del lenguaje humano; sería «lo más seguro
y lo más religioso» (18,638; ya Lúcido negó la libertad, y su error fue
condenado en Arlés 473: Dz 331).
Por tanto el cristiano se salva por la fe, no por las obras. Las buenas
obras son convenientes, como expresión de la fe, pero en modo alguno son
necesarias para la salvación. Incluso pueden ser peligrosas, cuando
debilitan la fe fiducial, y la persona trata, procurándolas, de apoyarse en
su propia justicia. El cristiano debe aprender a vivir en paz con sus
pecados. Debe reconocer que es «simultáneamente pecador y justo (simul
peccator et iustus): pecador en realidad y justo en la reputación de Dios»
(WA 56,272).
En efecto, «en nada daña ser pecadores, con tal que deseemos con todas
nuestras fuerzas ser justificados». Pero el diablo, con mil artificios,
tienta a los hombres «a que trabajen neciamente esforzándose por ser puros y
santos, sin ningún pecado, y cuando pecan o se dejan sorprender de alguna
cosa mala, de tal manera atormenta su conciencia y la aterroriza con el
juicio de Dios, que casi les hace caer en desesperación... Conviene, pues,
permanecer en los pecados y gemir por la liberación de ellos en la esperanza
de la misericordia de Dios» (56,266-267).
Lo mismo que el pelagianismo, el luteranismo es una herejía permanente, que,
desde luego, extiende su tentación más allá del campo protestante. Cuando un
católico, por ejemplo, teniendo por irremediable su atadura al pecado -por
tanto, sin arrepentimiento verdadero-, va al sacramento de la penitencia, es
evidente que busca en Cristo una justificación al estilo luterano («soy
pecador, e inevitablemente lo seguiré siendo, pero pongo toda mi fe en
Cristo, Dios me perdona, y me seguirá perdonando»). Claro está que la
pérdida actual de fe en la propia libertad, como veremos, parte de unas
premisas muy diversas de las de Lutero. Pero el efecto final es semejante.
En fin, si la tentación predominante del catolicismo actual está en Pelagio,
no es tampoco despreciable el peligro de Lutero. En realidad, hay que decir
que experimenta al mismo tiempo las dos tentaciones. Así, en ciertos
ambientes, hallamos una extraña especie híbrida de cristianismo, pelagiano
ante la multitud, es decir, optimista ante la juventud, los obreros, el
hombre moderno, y luterano ante el individuo, es decir, muy pesimista -por
ejemplo, en el sacramento de la penitencia- respecto a las posibilidades
reales de la persona para salir efectivamente de su pecado y entrar de
verdad en una vida santa. Es una especie de pelagianismo luterano o bien de
luteranismo pelagiano. Cualquier cosa se puede esperar de quienes se alejan
de la doctrina de la Iglesia.
Notemos, en fin, que loque subyace a la herejía de Lutero no es, como se ha
afirmado frecuentemente en el catolismo postridentino, el error de atribuir
todo a la misericordia divina, pues, efectivamente, a Dios hay que atribuir
toda gracia y salvación. Lo contrario, pretender que la salvación viene
realizada en parte por la misericordiosa gracia divina, y en parte por la
fuerza de la libertad humana, que viene a completarlo que le falta a la
acción gratuita de Dios, es puro semipelagianismo. El error que subyace al
pensamiento de Lutero es, aunque parezca paradójico, el mismo que ha
contaminado con frecuencia de naturalismo semipelagiano a sus oponentes
católicos: el error de pensar que la acción de la gracia es extrínseca a la
acción de la naturaleza humana libre, el enorme error de ignorar que la
acción de la gracia divina es precisamente causa de la acción libre del
hombre buena, salvífica y meritoria de vida eterna. Atribuir, pues, todo a
la gracia de Dios no deja excluida en modo alguno la libertad humana, pues
ésta se ve precisamente causada por aquélla.
Un correcto diálogo ecuménico exige tener bien en cuenta estas verdades.
Según esto, cuando los luteranos acusan a los católicos de ser
semipelagianos, y de que no atribuimos a la misericordia de la gracia divina
toda la salvación del hombre, sino parte de ella, sería un error muy grave
contestarles que atribuir toda la salvación a la misericordia divina
equivale a anular la libertad humana. Diciendo tal cosa sólo conseguimos
confirmarles en su convencimiento de que somos semipelagianos. Por el
contrario, desde la fe católica hemos de afirmar al luterano que,
efectivamente, todo es gracia, pero que precisamente la misericordia de Dios
es mayor cuando su gracia renueva verdaderamente al hombre en su ser, y
cuando potencia realmente sus facultades, haciéndole instrumento activo y
operante de obras sobrenaturales. Y al católico temeroso de que una
acentuación total de la gracia implique la anulación de la libertad, hay que
afirmarle que la gracia divina no actúa en la naturaleza humana desde fuera,
extrínsecamente, sino desde dentro, sanándola y potenciándola activamente en
su misma entidad natural, como hemos de ver en seguida con más detenimiento.
Quietismo
El luteranismo niega la libertad. El quietismo no niega la libertad, Pero
propugna que se esté quieta, que no actúe. En la historia de la
espiritualidad se registran tendencias quietistas de muy diverso estilo
-maniqueos y gnósticos, cátaros y fraticelli, hermanos del libre espíritu,
beguardos y beguinas, alumbrados españoles del XVI-, pero el más
caracterizado quietismo -el que aquí consideramos- es el que se produce a
fines del siglo XVII en torno a Miguel de Molinos (+1696; Dz 2201-2268;
+2181-2192), Fenelón (+1715), el padre Lacombe (+1715) y Madame Guyon
(+1717; Dz 2351-2373). El camino interior de Molinos no es idéntico al amor
purísimo de Fenelón, pero coinciden en algunas orientaciones. La Iglesia, al
condenar el quietismo radical y típico, lo esquematizó en varios rasgos
característicos:
Pasividad total. «Querer obrar activamente es ofender a Dios, que quiere ser
él el único agente; por tanto es necesario abandonarse a sí mismo todo y
enteramente a Dios» (Dz 2202). «La actividad natural es enemiga de la
gracia, e impide la operación de Dios y la verdadera perfección; porque Dios
quiere obrar en nosotros sin nosotros» (2204).
Quietud en la oración, nada de devociones activas. «El que en la oración usa
de imágenes, figuras, especies y conceptos propios, no «adora a Dios en
espíritu y en verdad» (Jn 4,23)» (2218). La concepción quietista de la
oración recuerda al zen: «En la oración hay que permanecer en fe oscura y
universal, en quietud y olvido de cualquier pensamiento particular..., sin
producir actos, porque Dios no se complace en ellos» (2221).
Aniquilación personal, muerte mística. «No conviene a las almas de este
camino interior que hagan operaciones, aun virtuosas, por propia elección y
actividad; pues en otro caso, no estarían muertas» (2235).
Indiferencia total. El alma no debe interesarse ni por cielo o infierno
(2207), ni por su propio estado espiritual, «sino que debe permanecer como
un cadáver exánime» (2208). «Resignado en Dios el libre albedrío, al mismo
Dios hay que dejar el pensamiento y cuidado de toda cosa nuestra, y dejarle
que haga en nosotros sin nosotros su divina voluntad» (2213).
Impecabilidad. «Con ocasión de las tentaciones, por furiosas que sean, no
debe el alma hacer actos explícitos de las virtudes contrarias, sino que
debe permanecer en el sobredicho amor y resignación» (2237). Las caídas que
sobrevinieren «no son pecado, porque no hay consentimiento en ellas» (2241),
ni es conveniente confesarlas (2248, 2260).
Tanto el luteranismo como el quietismo parten de una pésima teología de la
relación entre naturaleza y gracia. La Iglesia afirma que la gracia no
destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y eleva; pero el quietismo
piensa que la gracia, para divinizar la naturaleza, la aniquila. Felizmente,
el quietismo del XVII apenas dejó huellas en la espiritualidad cristiana. Lo
que habrá siempre es la pereza; pero se trata de otra cosa.
Ni somos libres, ni necesitamos gracia (incredulidad moderna)
Dice San Juan que «nosotros hemos conocido y creído la caridad que Dios nos
tiene» (1 Jn 4,16). Esta es, ciertamente, la identidad más profunda de los
cristianos. En efecto, «cuando apareció [en Cristo] la bondad y el amor de
Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), nosotros, entre todos los hombres,
llegamos por la fe al conocimiento sublime de ese amor que Dios nos tiene.
Según esto, olvidar o negar aquel amor de Dios que se ha expresado en el don
supremo de Jesucristo es la raíz más profunda de todas las deformaciones del
cristianismo y es lo que explica, en último término, la apostasía de la
incredulidad moderna, producida principalmente en los países ricos de
antigua filiación cristiana. Jesús le dice a la samaritana: «Si conocieras
el don de Dios» (Jn 4,10)... Pues bien, la incredulidad moderna rechaza el
don de Dios, rechaza a Cristo, y se cierra así al amor de Dios y a la acción
sobreabundante de su gracia. Y este rechazo, que reviste tantos modos y
maneras, incluso a veces dentro del campo que se tiene por cristiano, se
verifica por dos vías fundamentales:
-El amor de Dios en Cristo es rechazado por innecesario. El hombre se basta
a sí mismo, no necesita del don de Dios para salvarse. El hombre puede
salvarse a sí mismo, pero no lo hará si pretende hacerlo con Dios, es decir,
si no asume en el mundo su condición adulta. Es el naturalismo, que en cada
época recibe formas y expresiones peculiares: pelagianismo, secularismo,
humanismo autónomo...
-El amor de Dios en Cristo es rechazado por ineficaz. Todas las variantes
del determinismo coinciden en la convicción de que Dios -supuesto que
exista- nada puede hacer por cambiarnos, pues estamos absolutamente
condicionados, y no somos libres. Tampoco ha de pensarse que ese cambio sea
apremiante. Lo que sí urge es ir cambiando el mundo que nos condiciona
negativamente. Por su parte el luteranismo, negando que la gracia opere una
regeneración intrínseca del pecador, está afirmando, de hecho, que la
omnipotencia de la misericordia de Dios queda impotente frente al pecado del
hombre, y que por eso mismo el hombre, después de justificado, continúa no
siendo libre, sino esclavo del pecado. La verdad católica, por el contrario,
afirma que la gracia de Cristo realiza el milagro de que el hombre sea
verdaderamente libre al menos en las obras más decisivas, es decir, en
aquellas que scn salvíficas y meritorias de vida eterna.
Algunas veces el rechazo del amor de Dios revelado y ofrecido en Cristo se
produce de modo explícito en una herejía o simplemente en la apostasía de la
fe, lo que para los creyentes no suele significar una tentación inmediata.
Pero el rechazo del amor de Dios ofrecido en Cristo se produce, sin embargo,
en forma mucho más frecuente e insidiosa, de modo implícito: se trata aquí
de una actitud vital en la que se considera que «la realidad creada es
independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al
Creador». Sin duda que, en el plano teórico, «no hay creyente alguno que
ignore la falsedad envuelta en tales palabras» (GS 3sc), pero en el plano
práctico son innumerables los creyentes que aceptan este liberalismo
secularista, este humanismo autónomo, y no sólo estiman lícito pensar y
obrar, sobre todo en las cosas de la vida pública, como si Dios no
existiese, o como si no fuera preciso reconocer su soberanía real sobre lo
mundano, sino que estiman necesario pensar y obrar así, para procurar
honestamente el bien común de los hombres y para poder colaborar con los no
creyentes. Por esta vía la incredulidad moderna va produciendo ese pueblo
descristianizado, que apenas logra mantener algunos ritos y costumbres
propios de una vida de fe ya perdida.
Pensemos concretamente en el tema de la libertad. Hoy la libertad humana se
niega porque con ello se rechaza el don de la gracia de Dios. La idea de que
el hombre es libre recibió, en la historia cristiana, su primer ataque grave
con las tesis del luteranismo. Posteriormente, y desde premisas
intelectuales muy diversas, la negación de la libertad se ha generalizado
tanto en la cultura moderna, que hoy la Iglesia está sola para afirmar la
libertad del hombre. En efecto, la negación de la libertad del hombre, o el
agnosticismo sobre el misterio de esa libertad, invade el mundo de la
filosofía moderna: está presente en el determinismo físico-matemático, en el
positivismo filosófico, en el evolucionismo y la filosofía del progreso, en
el historicismo dialéctico marxista. Y tampoco las escuelas de psicología
hoy más vigentes -psicoanálisis, conductismo, antropología neurofisiológica
o endocrinológica- están exentas de un fondo determinista y mecanicista, que
les lleva a negar la libertad del hombre, o a mantenerse escépticas respecto
de ella.
Como señala G. Piovene, «entre la diversidad de las filosofías actuales se
descubre una constante: ninguna se presenta como una filosofía de la
libertad. Se intenta sobre todo establecer los mecanismos por los que el
hombre está condicionado: económicos, psicológicos, derivados de la
estructura del lenguaje o de la situación histórica en que vive. En la
visión científica del hombre actual estos determinismos tienen como meta
ideal la ocupación total del cuadro del comportamiento humano, de tal modo
que la persona como sujeto está en vías de desaparecer, para venir a ser un
trámite, un instrumento, un centro de combinaciones» (Elogio della libertà,
dir. D. Porzio, Milán 1970, 287).
Quedamos así enfrentados en nuestro tiempo a una inmensa contradicción, que
aun siendo tan patente, pasa inadvertida para muchos. Por un lado, se afirma
incesantemente que «el hombre no es libre», no es responsable de sus actos,
sino un ser absolutamente condicionado; y por otro lado, al mismo tiempo, se
afirma con igual énfasis que «el valor primario del hombre es vivir libre»,
o se habla de «la libertad de nuestra época»... ¿Cómo explicar tal
contradicción patente? Necesariamente ha de haber ahí un equívoco, un uso
simultáneo de la palabra libertad en dos sentidos completamente diversos. Y
eso es lo que sucede, en efecto.
-La libertad verdadera es la que corresponde al concepto tradicional
cristiano, que viene enseñado también por la recta filosofía natural. En
seguida hemos de considerar la naturaleza de la libertad más detenidamente,
pero baste ahora trazar los rasgos fundamentales de la misma. La libertad es
una capacidad original de la persona humana para autodeterminarse hacia el
bien entre diversas opciones posibles. La libertad se perfecciona eligiendo
el bien, y se deteriora y esclaviza ejercitándose en el mal. Por otra parte,
el bien es anterior a la elección de la voluntad humana, y no viene
producido por ésta; pero ningún bien creado, ninguna criatura, tiene
capacidad de atraer necesariamente el querer libre del hombre... Ésta es la
libertad humana verdadera.
-La libertad falsificada por el pensamiento moderno es otra, muy distinta.
En realidad el sentido nuevo de la libertad humana se mantiene siempre en el
equívoco, pasa inadvertido para la mayoría, y sólo es conscientemente
conocido por una minoría de iniciados, que recuerda los misterios esotéricos
de la Antigüedad. Este sentido nuevo-falso de la libertad está
explícitamente formulado por los pensadores más significativos de la
modernidad. Filósofos como Spinoza, Fichte, Hegel, Marx, Engels o Freud -y
tantos otros- no han tenido ningún miramiento a la hora de afirmar que el
hombre no es libre, en el sentido de que no tiene capacidad real para
autodeterminarse. Y al mismo tiempo han afirmado que el único sujeto en el
que radica la libertad, y que determina absolutamente el pensamiento y la
conducta de los hombres, es aquello que, siendo inmanente al mundo, es algo
divino, y ha de ser concebido como lo absolutamente incondicionado: la
Naturaleza para Spinoza, la Idea para Hegel, un dinamismo que se despliega
dialécticamente en la historia; la Lucha de clases para Marx, en su
materialismo dialéctico...
Según esto, la diferencia radical entre una y otra libertad, o al menos una
de las diferencias más decisivas, está en que el sujeto de la libertad
nueva-falsa no es ya el hombre personal, sino Algo inmanente al mundo, que
se concibe como absolutamente incondicionado y absolutamente condicionante
del pensar y del obrar de los hombres. La persona humana, el hombre singular
concreto, no es libre, sólo posee una conciencia ilusoria de ser libre.
Pero, en realidad de verdad, quienes son libres son «las ideas que debe
tener el hombre actual», libres son «los tiempos en que vivimos», «la ética
médica sin prejuicios», «el sexo sin tabúes», .da moral creativa y abierta»,
«la autoeducación», «la soberanía popular», «la voluntad mayoritaria», «el
matrimonio libremente disoluble», «el aborto libre», «la preferencia
personal hetero u homo sexual,....
Todos estos principios de pensamiento y acción son libres, en el sentido de
que no están sujetos a nada, a ninguna ley divina o humana, ni siquiera a la
pretendida realidad natural de las cosas, y al mismo tiempo son principios
que deben imponerse a todos y cada uno de los hombres, en nombre
precisamente de la libertad, esto es, para hacerlos libres. Por tanto, estos
son principios libres en cuanto que, al erigirse a sí mismos en absolutos
niegan a un tiempo la soberanía de Dios sobre el mundo y la libertad real de
la persona humana.
Según, pues, lo señalado, hay que concluir que la incredulidad moderna no
cree ni en la gracia de Dios ni en la libertad del hombre; es decir, no cree
ni en Dios ni en el hombre. De quienes comenzaron negando a Dios cabía
esperar con seguridad que acabarían negando al hombre, que es su imagen. Y,
por supuesto, toda la espiritualidad cristiana se derrumba si cae la fe en
la gracia y si cae ese preámbulo necesario de la fe, que es el
reconocimiento de la libertad humana. En efecto, todo acto de fe es puro don
de Dios, pero es un don que sólo el ser humano, por su naturaleza libre,
está en disposición de recibir. Pues bien, en esta atmósfera espiritual,
apenas logra el cristiano mundanizado mantener su fe en Dios (gracia) y su
fe en el hombre (libertad). Precisemos esto un poco más:
-El cristiano mundanizado mantiene como puede su fe en Dios, y aunque sea a
veces en un precario fideísmo, supera malamente en la teoría esos ateísmos y
agnosticismos que en nuestra época hallan una difusión generalizada, no
conocida anteriormente (GS 7c). De todos modos, en la práctica viene a ser
un ateo práctico, o si se quiere, un cristiano no-practicante (+J. M.
Iraburu, De Cristo o del mundo, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1997).
-El cristiano mundanizado, igualmente, apenas mantiene su fe en la libertad
del hombre. Negar la libertad es de suyo una enfermedad de la razón, pues la
razón puede conocer la existencia de la libertad humana; pero
inevitablemente afecta a la misma fe. En efecto, los cristianos
descristianizados, aunque quizá mantengan sobre la libertad un
convencimiento teórico, en la práctica, en su vivencia cotidiana, no creen
ser libres, no asumen su responsabilidad, no se sienten culpables, ni creen
en su posibilidad de cambiar realmente -se entiende, con el auxilio de la
gracia-. Y es que la atmósfera mental que los cristianos actuales respiran
cada día, creada por filósofos, políticos, sociólogos, periodistas y
escritores de todo género, suscita siempre, de modo convergente, el
convencimiento de que el hombres de tal modo está condicionado, que no es
libre. No es, pues, el hombre un pecador, sino un enfermo. La antigua
concepción cristiana del hombre-pecador se basaba en una visión del
hombre-libre, y por tanto responsable de sus males personales y sociales.
Pero el pensamiento no-cristiano de hoy cree que el hombre, aunque guarde
una ilusión psicológica de libertad, en realidad no es libre, sino que está
sujeto, desde que nace y siempre, a mil condicionamientos determinantes
-psíquicos, somáticos, genéticos, educacionales, sociales, económicos,
políticos, culturales- quehace de él no un pecador, sino un producto del
ambiente, o si se quiere, una víctima de una culpabilidad colectiva,
anónima, impersonal, estructural. Sólo el atavismo ignorante y retrógrado
mantiene su convicción ingenua y contraria a la ciencia de que el hombre es
libre. Pero el pensamiento moderno progresista ya ha descubierto que la
libertad humana es una ilusión, un mito en buena parte creado por las
autoridades religiosas para culpabilizar morbosamente al hombre, y de este
modo dominarlo.
Por otra parte, la incredulidad moderna produce un humanismo autónomo que
cierra el mundo humano a la acción de la gracia divina, pues está convencido
de que «debe negarse todo género de acción de Dios en el hombre y en el
mundo» (Syllabus 1864: Dz 2902), esto es, que debe negarse por completo la
intervención de la providencia de Dios en lo grande y en lo mínimo. De este
modo la misericordia divina ya no puede descender en auxilio de la miseria
humana, perdida y abatida por el pecado. Este humanismo autónomo, que deja
al hombre sumergido en la esclavitud del pecado, se presenta a sí mismo como
superador de la conciencia mítica de tiempos antiguos, pues libera la
conciencia humana de las angustias inherentes a una pretendida condición
libre-responsable, y la libera al mismo tiempo también de reconocer la
soberanía absoluta de un Dios personal, transcendente al mundo, y encarnado
misericordiosamente para salvarlo.
Así las cosas, superada la idea primitiva de un Dios tapa-agujeros, la
humanidad debe saluarse a sí misma, por las fuerzas a ella inmanentes. Será
el hombre quien salve al hombre -y no una salvación mítica venida de lo
alto, algo sobrenatural, recibido a modo de gracia-. Y por otra parte,
puesto que no hay realmente libertad personal, y en consecuencia no existe
realmente el pecado, el hombre no habrá de ser salvado del pecado, sino de
la ignorancia, de la enfermedad, de la injusticia social. La salvación de la
humanidad vendrá, por tanto, de hombres que actúan sobre las estructuras.
Son, pues, necesarios médicos, ingenieros, científicos, políticos, que
transformando las estructuras de la vida humana, produzcan un hombre nuevo y
mejor; pero son innecesarios para la salvación humana Cristo, la gracia, la
Iglesia, las vocaciones apostólicas, los sacramentos, la oración de súplica,
la intercesión de María y de los santos... Algo pueden valer,
ocasionalmente, estos mitos en la medida en que actúen como estímulos de esa
potencia de liberación inmanente al hombre. Pero tienen una eficacia muy
dudosa, y a veces son más bien peligros porque distraen al hombre del
ejercicio de su propia fuerza, y pueden debilitarle en la convicción de su
poder autónomo.
Este humanismo autónomo tiene como principio una soberbia blasfema. No
admitiendo otra salvación que la que proceda de las mismas fuerzas
inmanentes al hombre, cierra a la humanidad en su propia miseria, y se ve
obligado a considerar virtudes sus más vergonzosos vicios (Rm 1,32). Rechaza
así a Cristo, la salvación «que nace de lo alto», y que procede «de las
entrañas de misericordia de nuestro Dios» (Lc 1,78). Nacido y desarrollado
este principio sobre todo en países de antigua filiación cristiana, ha
conducido históricamente, sobre todo en la vida pública, a la apostasía de
lo que llamamos Occidente, y ha contaminado más o menos múltiples actitudes
y concepciones actuales no sólo en el mundo secularista, sino también en el
campo cristiano, por ejemplo, en lo referente a la moral de la sexualidad y
a la moral de la acción social liberadora.
Pues bien, como es lógico, todos los campos de la vida cristiana quedan
completamente estériles cuando falla la fe en la gracia de Dios y la fe en
la libertad del hombre:
La ascética se debilita indeciblemente cuando se duda de la fuerza de la
gracia divina, e igualmente -y en esto nos fijamos más ahora- cuando el
hombre duda de su propia libertad. El cristiano entonces padece sus pecados,
pero en el fondo no se siente responsable de ellos, y menos aún intenta la
conversión de vida, pues no creyendo en la gracia ni en la libertad, se
experimenta a sí mismo como irremediable, al menos en tanto no cambien las
estructuras que le condicionan negativamente. En fin, no intenta la
conversión porque no la cree posible, ni tampoco necesaria, y menos urgente.
La acción apostólica, en esta perspectiva, no se atreve a intentar la
conversión de los hombres -lo que exigiría una fe descomunal en la gracia y
la libertad-, y deriva hacia el empeño por mejorar las estructuras.
Disminuyen notable y persistentemente las vocaciones apostólicas,
sacerdotales, religiosas, misioneras, cuya actividad peculiar se dirige
inmediatamente al hombre, a su libertad personal, para que ésta supere con
la gracia de Cristo todos los condicionamientos estructurales negativos, sin
esperar a que éstos sean vencidos.
La pedagogía familiar, escolar, pastoral, sufre la tentación inevitable del
permisivismo, pues la exhortación y, más aún, la corrección, sólo es posible
si está fuerte la fe en la libertad.
El derecho penal no castiga en el hombre la culpa, en nombre de la justicia,
sino que sólo pretende ejercitar la necesaria defensa social. Ya Dostoyevsky
lamentaba en 1879 que en buena parte de Occidente el castigo penal había
perdido su dimensión de expiación moral: «El criminal extranjero, según
dicen, rara vez se arrepiente, porque hasta los mismos intelectuales
contemporáneos lo corroboran en la idea de que el crimen no es tal crimen,
sino tan sólo la protesta contra la fuerza [social] que injustamente le
oprime. La sociedad lo aparta de sí, de un modo totalmente mecánico,
triunfando de él por la violencia» (Los hermanos Karamásoui I,II, cp.5).
Las leyes no intentan configurar y enderezar las costumbres, esforzando las
libertades de los ciudadanos, sino que se adaptan a lo que los hombres hacen
en mayoría, legalizando así -positivismo jurídico- «lo que está en la
calle». No se admiten tensiones entre la ley y la conducta colectiva
mayoritaria, al menos en ciertos campos de la vida social.
Las opciones libres definitivas e irreversibles -matrimonio indisoluble,
votos perpetuos, sacerdocio para siempre-, fundamentadas en una decisión de
la libertad personal, se consideran imposibles y nefastas. No se le puede
exigir al hombre que mantenga a fuerza de libertad una decisión tomada hace
tiempo. (Excepción: este principio no vale en el mundo moderno cuando trata
de contratos económicos).
En fin, el cielo y el infierno, desde esta misma perspectiva, entendidos
como premio o castigo de conductas humanas libres, resultan simplemente
inconcebibles. Creer que los actos humanos, por muchos que sean en una vida,
tan infinitamente condicionados y contingentes, van a tener una repercusión
eterna de premio o de castigo, exige el reconocimiento indudable de la
existencia de la liberad humana. Si se duda de la libertad o se niega, cielo
e infierno desparecerán sistemátimente de la predicación cristiana, y ésta
se alejará así indeciblemente de la predicación de Cristo, tal como aparece
en el evangelio.
Somos libres
La libertad humana puede ser conocida por la misma razón. Podemos dar
pruebas convincentes de que el hombre es libre partiendo tanto de
consideraciones metafísicas, como psicológicas y sociales.
-Prueba metafísica. La voluntad es una potencia racional de querer, cuyo
objeto es el bien en general. Pero las cosas objeto de su elección no pueden
ser sino bienes limitados y parciales. De ahí esa ontológica indeterminación
del querer voluntario, en el que se fundamenta la libertad. Ninguno de los
bienes de este mundo, siendo finitos, puede llegar a atraer necesariamente
el querer libre del hombre. Sólo Dios, el sumo Bien, al ser perfectamente
conocido, como sucede en los bienaventurados, puede atraer necesariamente la
voluntad del hombre. Y es entonces cuando la libertad humana llega a ser
perfecta, cuando su adhesión al verdadero bien es absoluta, sin posible
desviación o falla alguna. Ninguno de los bienes de este mundo, por
fascinantes que sean, y tampoco ningu de los númerosos ídolos que el
Occidente ha fagricado y sigue fabricando en su creciente descomposición,
ninguna de las divinidades inmanentes que propone -la Idea o el Estado
totalitario hegeliano, la democracia liberal de Espinoza, etc.-, puede
exigir la obediencia necesaria de nuestra libertad. Por eso únicamente la
adhesión a un Dios verdadero ypersonal, infinitamente transcendente a todo
lo mundano, puede garantizar la genuina libertad del hombre, y es inevitable
-podemos afirmarlo a priori, pero también a posteriori- que la falta de fe
en Dios traiga consigo la negación de la libertad verdadera de la persona
humana.
-Prueba psicológica. Antes del acto, somos conscientes de nuestra capacidad
de deliberación, considerando unos y otrosvalores y condicionamientos. En la
decisión, nos sabemos dueños de nuestro acto, que no se produce
necesariamente, y quepodría ser otro. También durante la ejecución nos
conocemos capaces de cambiar el acto, prolongarlo o suprimirlo. Pascal
Jordan dice que para Heisenberg la libertad es el hecho experimental más
seguro que existe, y él mismo añae que «tenemos que considerar la libertad
como un hecho demostrable y demostrado» (El hombre de ciencia ante el
problema religioso, Madrid, Guadarrama 1972, 420 y 431).
-Prueba moral y social. Sabemos que las responsabilidades y las obligaciones
no son ilusiones morbosas, sino vínculos reales. Y de esto la conciencia es
universal en la geografía y en la historia. Sabemos que los premios y
castigos, las exhortaciones, elogios y correcciones, las leyes cívicas y la
exigencia real de los contratos, todo está dando un testimonio evidente de
que el hombre es libre, y que su conducta general y sus decisiones concretas
no están determinadas. Es tan absurda la negación de la libertad, que
quienes sostienen esta negación siguen tratando a los hombres en la práctica
«como si fueran libres».
Pablo VI decía: «Cuando se hace la relación de los motivos [que influyen en
la voluntad] se ve que son tan irrefutables y numerosos que constituyen una
especie de jaula, que no permite a la voluntad humana moverse como quiere,
sino que la obligan, casi sin saberlo ella, a decidir mecánicamente de una
forma concreta, y no de otra. Admitamos la existencia y la importancia de
los motivos que solicitan la voluntad a orientarse en un sentido
determinante, y que su efecto puede asemejarse a un resultado mecánico.
Existe (sin embargo) en el hombre un margen, un amplio margen, su verdadero
Yo, de indeterminación, que él solo resuelve en una decisión autónoma
propia. Por restringida, por asediada e ilusa que sea, existe la libertad
psicológica y moral del hombre» (16-VIII-1972).
Pero la Iglesia conoce sobre todo la libertad por la revelación de la
Biblia. San Agustín afirma que Dios «reveló por sus santas Escrituras que
hay en el hombre libre arbitrio de la voluntad» (ML 44,882). Es ésta en la
Biblia una enseñanza constante, explícita o implícita: «Dios hizo al hombre
desde el principio, y le dejó en manos de su albedrío. Si tú quieres, puedes
guardar sus mandamientos» (Sir 15,14-15; +Dt 30,15-18). Por eso, porque el
hombre es libre, el Señor le exhorta, le corrige, le anima, le amenaza (Is
5,4-5; Sal 7,12-13). Si el hombre no fuera libre, la Biblia entera
resultaría ininteligible. En ella Dios llama a conversión, pone a prueba a
los hombres (Gén 22,1-19; Ex 15,25; 16,4; 20,20; Jue 2,22; Jdt 8,25-27; Sab
3,5; Sir 2,1). ¿Qué sentido puede haber en todo eso si el hombre está
determinado en su línea conductual, si no tiene poder de libertad sobre
ella? El Señor premia a los fieles (Sant 1,12; Ap 3,21), reprocha a los
pecadores, a los que resisten al Espíritu Santo (Hch 7,51), anuncia castigos
a los malvados (Mt 23;25). ¿A qué todo eso, si no es libre el hombre?
Verdad es que la libertad del hombre admite muchos grados de perfección, y
que no en todos es igual. Los no-creyentes, aunque sea a veces de modo
imperfecto, son libres, pues poseen luz de razón y conciencia moral (Rm
2,14-16; LG 16). Los pecadores tienen la libertad disminuída por sus vicios,
y sujeta en algún grado al Maligno (Jn 8,44; Rm 6,11; Gál 4,21-31; 2 Pe
2,19). Los justos son libres, pero no gozan de absoluta libertad (Rm
7,15-19), sino que están llamados a «la libertad gloriosa de los hijos de
Dios» (8,21; +Jn 8,36; Gál 5,1.13).
Hoy, como al comienzo del cristianismo, la Iglesia católica afirma ella sola
la libertad del hombre, negada por el luteranismo, y rechazada o considerada
con un escepticismo agnóstico, más bien inclinado a la negación, por las
diversas escuelas filosóficas y psicológicas del pensamiento moderno. Una
vez más cumple la Iglesia su misión de defensora de los valores humanos
naturales que se ven amenazados por el error o el pecado. Cuando, por
ejemplo, el mundo duda del poder de la razón para un conocimiento objetivo,
la Iglesia lo afirma. Cuando la razón se oscurece en el conocimiento de
ciertos aspectos de la ley natural, la Iglesia acude en su ayuda desde la
fe, pues Cristo constituyó a los Apóstoles y a sus sucesores «intérpretes
auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino
también de la natural» (Pablo VI, enc. Humanæ vitae 25-VII-1968, 4). Ahora a
la Iglesia le toca afirmar la libertad del hombre ante un mundo que habla de
libertad a todas horas, pero que no cree en ella.
Que no cuenten con nosotros, los cristianos, para afirmar una libertad
entendida como «individualismo, irresponsabilidad, capricho o anarquía»,
pero, como dice Pablo VI, si se habla de libertad «considerada en su
concepto humano y racional, como autodeterminación, como libre arbitrio,
estaremos entre los primeros para exaltar la libertad, para reconocer su
existencia, para reivindicar su tradición en el pensamiento católico, que ha
reconocido siempre esta prerrogativa esencial del hombre. Baste recordar la
encíclica Libertas, de 1880, del papa León XIII. El hombre es libre, porque
está dotado de razón, y como tal, es juez y dueño de las propias acciones.
Contra las teorías deterministas y fatalistas, tanto de carácter interno y
psicológico, como de carácter externo y sociológico, la Iglesia ha sostenido
siempre que el hombre normal es libre y, por ello, responsable de las
propias acciones. La Iglesia ha aprendido esta verdad no sólo de las
enseñanzas de la sabiduría humana, sino también y sobre todo de la
Revelación; ella ha reconocido en la libertad una de las señales primitivas
de la semejanza del hombre con Dios. Cada uno ve cómo de esta premisa se
deriva la noción de responsabilidad, de mérito y de pecado, y cómo a esta
condición del hombre está vinculado el drama de su caída y de la redención
reparadora. Así pues, la Iglesia católica ha sostenido que ni siquiera el
abuso inicial que el primer hombre hizo de su libertad, el pecado original,
ha comprometido en sus infelices herederos de modo total, como defendió en
otro tiempo la reforma protestante, la capacidad del hombre de obrar
libremente» (9-VII-1969).
Necesitamos gracia
Yavé enseña a Israel que el hombre es malo, es pecador, está inclinado al
mal. Ya en los comienzos de la humanidad, vió el Señor «cuánto había crecido
la maldad del hombre sobre la tierra, y cómo todos sus pensamientos y deseos
sólo y siempre tendían al mal» (Gén 6,5). Por eso, cuando quiso Dios hacer
un pueblo santo, comenzó por separar a Abraham de su mundo familiar (12,1),
y después por sacar a Israel del mundo egipcio (Ex 3). Pero ni así, ni con
exilios y desiertos, llega Israel a la santidad. «Eres infiel -le dice
Yavé-, y tu nombre es Rebelde, desde que naciste» (Is 48,8). Los judíos
piadosos tienen profunda conciencia de su pecado (Jer 14,7-9; Dan 3,26-45;
9,4-19), y conocen la necesidad de la gracia para salir del mal y mantenerse
en el bien. Por eso la piden una y otra vez, con súplica incesante (Sal
118,10. 32-34. 133. 146).
Jesús ve igualmente a los hombres como gente mala, absolutamente necesitada
de la gracia. El ha venido a salvar a los «pecadores» (Mt 9,13), y les dice
abiertamente: «vosotros sois malos» (12, 34; Lc 11,13). El trae la
misericordia del Padre, que «es bondadoso con los ingratos y los malos»
(6,35). Los hombres, sujetos al influjo del Maligno (Jn 8,44), no podemos
«nada» sin su gracia (15,5). Y también enseñan eso los Apóstoles de Jesús.
Todos estábamos muertos por nuestros delitos y pecados, todos estábamos
enemistados con Dios, impotentes para el bien (Rm 3,23; Ef 2,1-3; Tit 3,3).
Y si dijéramos otra cosa, seríamos mentirosos, y llamaríamos mentiroso a
Dios (1 Jn 1,8-10). Todos malos, pecadores, muertos; «pero Dios, que es rico
en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros
muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido
salvados» (Ef 2,4-5).
((El pelagianismo antiguo o moderno, que niega la necesidad de la gracia
para la salvación del hombre y de la humanidad, es la negación de Jesús, el
Salvador, es algo horrible. «Maldito el hombre que en el hombre pone su
confianza» (Jer 17,5)... Con todo, todavía hay gente que «cree en el
hombre». Todavía hay cristianos que no ven a los hombres como pecadores
necesitados de salvación por gracia sobrenatural, sino como gente de «buen
fondo», como personas de «buena voluntad», que con un poco de empeño pueden
salir adelante de sus miserias.))
San Agustín, como cualquiera de los Padres antiguos, capta vivísimamente la
necesidad de la gracia, o lo que viene a ser lo mismo, la necesidad de la
oración de petición, eso que los pelagianos no podían comprender: «¿Para qué
pedir todas estas cosas, si ya nuestra naturaleza, creada con libre
arbitrio, puede conseguirlas todas con su voluntad?» (ML 33,775). Y él les
respondía desde la ingenuidad de la sagrada Escritura, en la que el Señor
nos manda pedir, porque nosotros nada podemos sin la gracia divina. Y
concluía orando: Señor, «toda mi esperanza está en tu inmensa misericordia.
Da lo que mandas, y manda lo que quieras» (Confesiones X,29,40).
Quizá el mismo espanto del error pelagiano fue ocasión para que San Agustín
comprendiera con especial claridad la necesidad de la gracia: «Es Dios quien
nos despierta a la fe, nos levanta a la esperanza, nos une en vínculo de
caridad. Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos
muerto totalmente. Dios, que nos exhorta a la vigilancia. Dios, por quien
huímos el mal y seguimos el bien. Dios, por quien no cedemos ante las
adversidades. Dios, que nos convierte, que nos desnuda de lo que no es y nos
viste de lo que es. Dios, que nos hace dignos de ser oídos. Dios, que nos
defiende, nos guía a la verdad, nos devuelve al camino, nos trae a la
puerta, y hace que sea abierta a los que llama. Dios...» (ML 32,870-871).
Dios, Dios, Dios...
La Iglesia antigua, junto a los dogmas trinitarios y cristológicos,
establece muy pronto los grandes dogmas sobre la gracia de Cristo (Cartago
XVI 416 y 418; Efeso 431; Arlés 475; II Orange 529: Dz 225-230, 238-249,
330-332, 398-400). Siempre, apasionadamente, el Magisterio apostólico ha
enseñado la necesidad de la gracia: «Dios obra de tal modo sobre el libre
albedrío en los corazones de los hombres, que el santo pensamiento, el buen
consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por él
podemos algún bien, y sin él nada podemos» (Indiculus 431: Dz 244). El gran
concilio de Trento enseñó que la gracia da al hombre no sólo la facilidad,
sino la posibilidad de ser buenos (Dz 1551). Aunque la libertad no se
extinguió con el pecado original (1555), es imposible que con sus solas
fuerzas el hombre se levante de la miseria del pecado (1521). La libertad,
que puede resistir la gracia, puede y debe cooperar con ella (1554).
Es lo que la Liturgia nos enseña constantemente en sus bellísimas oraciones,
concretamente en sus bellísimas oraciones colectas de los domingos del
tiempo ordinario. Señor, danos «luz para conocer tu voluntad y la fuerza
necesaria para cumplirla» (1), de modo que «podamos dar en abundacnia frutos
de buenas obras» (3). «Oh Dios, fuente de todo bien, concédenos, inspirados
por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tua yuda» (10). «Señor, que
tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos
dispuestos a obrar siempre el bien» (28). «Mueve, Señor, los corazones de
tus hijos, para que correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con
mayor abundancia la ayuda de tu bondad» (34)... En fin, «concédenos la
gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no
podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad»
(Or. jueves I cuaresma). Éstas y otras muchas oraciones nos hacen pensar,
una vez más, que la liturgia es el más perfecta Magisterio ordinario de la
Iglesia. Eso que las oraciones dicen, eso es lo que el pueblo cristiano
cree, y de esa fe es de la que vive.
Fe y obras
Las buenas obras son necesarias para la salvación. Dice Jesús: «en esto será
glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos»
(Jn 15,8). Así pues, nosotros hemos de «andar de una manera digna del Señor,
procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col
1,10). Por lo demás, al final de los tiempos vendrá el Señor «para dar a
cada uno según sus obras» (Ap 22,12; +Mt 25,19-46; Rm 14,10-12; 2 Cor 5,10),
y entonces «saldrán los que han obrado el bien para la resurrección de vida,
y los que han obrado el mal para la resurrección de condena» (Jn 5,29).
El cristiano está destinado a la perfección, y ésta exige obras. En efecto,
«la operación es el fin de las cosas creadas» (STh I,105,5), pues las
potencias se perfeccionan actualizándose en sus obras propias. Por eso los
cristianos, secundando la acción de la gracia divina, alcanzamos la
perfección actuando las virtudes y dones en las obras que les son propias. Y
si no nos ejercitáramos en las obras buenas, resistiríamos la gracia de
Dios, que quiere fecundar nuestra libertad dándole una operosidad abundante,
de modo que por ella lleguemos nosotros a perfección, y al mismo tiempo
ocasionemos la de otros: «así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para
que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en
los cielos» (Mt 5,16).
Advirtamos, en todo caso, que cuando hablamos de obras nos referimos tanto a
las obras externas que tienen expresión física, como a la realización de
obras internas, de condición predominantemente espiritual -como, por
ejemplo, orar, perdonar una ofensa, renunciar a una reclamación justa,
etc.-.
((El peligro de tener muchas palabras, y pocas obras siempre ha sido
denunciado por los maestros espirituales, comenzando por los mismos
Apóstoles. «Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa» (1 Cor
4,20). «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad» (1 Jn
3,18). San Juan de la Cruz advierte que «para hallar a Dios de veras no
basta sólo orar con el corazón y la lengua, sino que también, con eso, es
menester obrar de su parte lo que es en sí. Muchos no querrían que les
costase Dios más que hablar, y aun eso mal, y por El no quieren hacer casi
nada que les cueste algo» (Cántico 3,2). Santa Teresa insiste siempre:
«Vosotras, hijas, diciendo y haciendo, palabras y obras» (Camino Perf.
32,8). El amor que tenemos al Señor ha de ser «probado por obras» (3 Moradas
1,7; +Cuenta conc. 51). «Obras quiere el Señor» (5 Moradas 3,11). Como dice
Santa Teresa del Niño Jesús, «los más bellos pensamientos nada son sin las
obras» (Manus. autobiog. X,5). Y en la más alta perfección cristiana no
queda el cristiano inerte y quieto, sino que, por el contrario, es entonces
cuando florece en cuantiosas y preciosas obras buenas. «De esto sirve este
matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (7 Moradas 4,6).
Por otra parte, la fe fiducial luterana, sin obras, o al menos no
necesariamente acompañada de ellas, es una fe muerta, sin caridad, pues si
la tuviera, florecería en obras buenas, y por tanto no es una fe salvífica:
«la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta» (Sant 2,17). Es, pues, una
caricatura de la fe viva cristiana, que es «la fe actuada por la caridad»
(Gál 5,6). En efecto, «no son justos ante Dios los que oyen la Ley, sino los
cumplidores de la Ley, ésos serán declarados justos» (Rm 2,13). Tampoco
basta con clamar al Señor, abandonándose pasivamente a su misericordia, pues
«no todo el que dice «¡Señor, Señor!» entrará en el reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).
Pues bien, el campo católico de trigo no está hoy libre de la cizaña
luterana. Cuando la comunión frecuente no va acompañada de la confesión
frecuente, cuando la absolución sacramental se imparte y se recibe sin
esperanza real de conversión, como una imputación extrínseca de justicia,
cuando tantos creyentes viven tranquilamente en el pecado mortal habitual,
confiados a la misericordia de Dios, que es tan bueno, ¿no estamos ante una
vivencia fiducial de la fe, no se da una instalación pacífica en el simul
peccator et iustus?))
Gracia y libertad
Al considerar el binomio gracia-libertad existe siempre el peligro de
concebir la vida cristiana como la resultante de dos fuerzas distintas, la
gracia divina y la libertad humana: cuando al impulso de la gracia se añade
la energía de la voluntad libre del hombre, es cuando nace la obra buena,
meritoria de vida eterna. Pero no es ésta la verdad, pues en realidad es la
fuerza de Dios la que causa siempre toda la fuerza del hombre para el bien.
Dios, que da continuamente a todas las criaturas el ser y el obrar, da al
hombre no sólo el ser libre y el querer algo bueno, sino también el poder
hacerlo y el acto en que lo realiza. En efecto, «es Dios el que obra en
nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Es decir, el
hombre se mueve a la obra buena cuando asiente a Dios que le mueve a ella.
Pero «el que seamos obedientes y humildes [a la gracia] es don de la gracia
misma», como declaró el II concilio de Orange contra los semipelagianos
(a.529: Dz 377). Y por eso hemos de decir que «cuantas veces obramos bien,
Dios obra en nosotros y con nosotros para que obremos» (a.529: Dz 379).
Algunas explicaciones teológicas nos podrán ayudar un tanto a penetrar este
misterio.
1. Dios causa todo el bien del hombre. El es la causa universal que mueve a
todas las criaturas. «Dios es propiamente en todas las cosas la causa del
ser mismo en cuanto tal, que es en ellas lo más íntimo de todo; y por tanto
Dios obra en lo más íntimo de todas las cosas» (STh I,105,5). San Ignacio
dice esto mismo cuando contempla a Dios en las criaturas, «en los elementos
dando el ser, en las plantas vegetando, en los animales sintiendo, en los
hombres dando entendimiento» (Ejercicios 235)...
2. La gracia de Dios es eficaz por sí misma, es decir, intrínsecamente, de
tal modo que su eficacia no viene causada extrínsecamente por el acto de la
voluntad humana que consiente a ella. En este sentido decía Billuart: «Que
la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, con independencia del
consentimiento de la criatura y de una ciencia media, lo propugnamos como un
dogma teológico, conexo con los principios de la fe y próximamente
definible. Y así lo sostienen con nosotros todas las escuelas, a excepción
de la molinista» (De Deo, diss. VIII, a.5). En efecto, sabe la Iglesia -como
ya vimos en II Orange- que obedecer a la gracia «es don de la gracia misma».
3. El hombre causa realmente sus obras. Por eso «si alguno dijere que el
libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada
asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga para obtener la
gracia de la justificación [o para hacer una buena obra], y que no puede
disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace
y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema» (Trento 1547: Dz 1554).
El hombre, bajo la acción de la gracia, es causa libre de su propia obra. El
hecho de que no sea causa primera de lo que obra no significa que no obre,
es decir, que no sea causa. Efectivamente, los hombres somos causas reales
de cuanto obramos, pero siempre causas segundas (I,105,5 ad 1-2m).
4. La acción humana es libre. Cuando Dios da al hombre la libertad y la
energía para ejercitarla bien, no está destruyendo en el hombre la libertad,
sino que la está produciendo. «El libre albedrío es causa de su propio
movimiento, pues el hombre se mueve a sí mismo a obrar por su libre
albedrío. Ahora bien, la libertad no requiere necesariamente que el sujeto
libre sea la primera causa de sí mismo; como tampoco se requiere, para que
una cosa sea causa de otra, el que sea su primera causa. Dios es la causa
primera que mueve, tanto a las causas naturales como a las voluntarias. Y de
igual manera que al mover a las causas naturales no impide que sus actos
sean naturales, así al mover a las voluntarias tampoco impide que sus
acciones sean voluntarias [esto es, libres], sino más bien hace que lo sean,
puesto que obra en cada cosa según su propio modo de ser» (I,83,1 ad 3m).
5. No hay, pues, contraposición alguna entre gracia y libertad. Más bien hay
que decir con San Agustín que «la voluntad será tanto más libre cuanto más
sana, y tanto más sana cuanto más sujeta a la misericordia y a la gracia de
Dios» (ML 33,676). En el culmen de la perfección, «el hombre es libérrimo
cuando únicamente Dios domina en él» (32,1320). Por eso sólo la Virgen
María, por ser la Llena de gracia, es perfectamente libre. Y así, como ella,
hemos de ser nosotros «libres del pecado y esclavos de Dios» (Rm 6,22).
6. El hombre es causa única del mal moral. Como dice Trento, puede no
asentir a la gracia, «puede disentir, si quiere» (Dz 1554). Así pues, toda
eficiencia de bien la causa el hombre con Dios, pero toda deficiencia de mal
es causada sólo por la voluntad culpable del hombre, sin Dios. Todo el bien
que hacemos lo realizamos los hombres bajo la moción de Dios, y lo único que
podemos hacer solos, sin la asistencia divina, es el mal, es decir, el
pecado. Y esta resistencia a la acción divina, por supuesto, sólo podemos
hacerla en la medida en que Dios lo permite para conseguir bienes mayores.
Por otra parte, mientras que en las criaturas irracionales el defecto de
naturaleza ocurre las menos veces, en la especie humana el mal de culpa es
lo más frecuente, ya que son más los que siguen las inclinaciones sensitivas
que los que se guían por la razón (STh I,49, 3 ad 5m; 63,9 ad 1m; I-II, 71,2
ad 3m).
Vivir según la gracia de Cristo
Bajo la iniciativa continua del Señor, la vida cristiana es siempre vida de
gracia, de gracia recibida y secundada por la libertad del hombre. Jamás
habremos de realizar ningún bien en orden a la vida eterna sin que el Señor
nos mueva interiormente a ello por su gracia. Jesucristo, nuestra Cabeza,
está «lleno de gracia y de verdad», y nosotros, sus miembros, «recibimos
todos de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16). El Señor tiene su
plan sobre nosotros, y lo va desarrollando en nosotros y con nosotros día a
día, en una comunicación continua de su amor misericordioso. El nos ilumina,
nos mueve, nos llama, nos trae, nos impulsa, nos guarda, nos concede, nos
muestra, nos levanta, nos concede dar y hablar, o retener y guardar
silencio...
Como dice el concilio II de Orange, «muchos bienes hace Dios en el hombre
que no hace el hombre» -son las gracias operantes-, y «en cambio, ningún
bien hace el hombre que no conceda Dios que lo haga el hombre» -son las
gracias cooperantes- (Dz 390).
¿Y nosotros, qué hemos de hacer en la vida cristiana? Secundar con nuestros
actos el influjo continuo de ese amor benéfico de nuestro Señor; cooperar
con la gracia divina, de modo que nuestra libertad consienta siempre al
impulso íntimo de su moción; dejar que ella nos lleve a donde no sabemos por
donde no sabemos; abandonarnos incondicionalmente a los planes de Dios sobre
nosotros, y hacerlo con toda docilidad y confianza, sin miedo alguno, sin
otro miedo que el de fallar por el pecado a la acción divina en nosotros.
¿Qué he de hacer, Señor?
Es evidente que en esa perfecta fidelidad a la gracia de Cristo está el
ideal de la perfección cristiana. Pero más concretamente podemos
preguntarnos, como San Pablo, recién convertido: «¿Qué he de hacer, Señor?»
(Hch 22,10). Este «discernimiento» espiritual habrá que hacerlo de modo
diverso cuando se trate o no de obras obligatorias.
-Cuando las buenas obras son obligatorias (por ejemplo, ir a misa los
domingos), no hay particular problema de discernimiento. Si Dios, por la
Escritura o la Iglesia, nos ha dado un claro mandato sobre un punto
concreto, o si él nos ha concedido la gracia de pertenecer a un instituto
que tiene prescritas ciertas obras, debemos suponer -mientras graves razones
no hagan pensar otra cosa- que él nos quiere dar su gracia para que
realicemos esas obras buenas. No se presenta entonces otro problema que el
de aplicarse bien al cumplimiento de esas obras, es decir, hay que procurar
hacerlas con fidelidad y perseverancia, con intención recta y motivación
verdadera de caridad, en actitud humilde y con determinación firmísima.
-Cuando las buenas obras no son obligatorias, al menos en una medida y
frecuencia claramente determinadas por Dios y la Iglesia, es ahí cuando
surge propiamente la necesidad del discernimiento. Por ejemplo, en
referencia a la oración: ciertamente hemos de orar, pero ¿cuánto, cómo,
cuándo, en qué proporción cuantitativa con nuestro tiempo de trabajo y de
descanso?... Cinco avisos podrán ayudarnos a resolver estas cuestiones, tan
importantes y frecuentes al paso de los años, en el desarrollo diario de la
vida espiritual.
1. -Iniciativa divina. Hemos de hacer todo y sólo lo que la gracia de Dios
nos vaya dando hacer, ni más, ni menos, ni otra cosa. Es Dios quien tiene la
iniciativa en nuestra vida espiritual. Es Dios quien habita en nosotros, nos
ilumina y nos mueve desde dentro. «Hemos sido creados en Cristo Jesús para
las buenas obras que Dios dispuso de antemano para que nos ejercitáramos en
ellas» (Ef 2,10), no en otras, por buenas que sean, pues «no debe el hombre
tomarse nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27).
Por tanto, en la total sinergía de gracia y libertad está la perfección
cristiana. Los niños que van de la mano de su padre, rara vez acomodan
exactamente su paso al del padre: o se dejan remolcar, o van tirando para ir
más a prisa, o intentan ir en otra dirección. Nosotros, hijos de Dios, hemos
de caminar por la vida llevados de la mano por nuestro Padre celestial, y
debemos andar exactamente al paso que él nos lleva, ni más aprisa, ni más
despacio, ni por otro camino. En esto está la perfección y la paz.
((El apego a los planes propios suele ser uno de los obstáculos principales
de la vida espiritual, por buenos que esos planes sean en sí mismos,
objetivamente considerados. El cristiano carnal -hablamos, por supuesto, del
que intenta la perfección cristiana- está apegado a un cierto proyecto
propio de vida espiritual, compuesto por una serie de obras buenas, bien
concretas. Uno, por ejemplo, que valora mucho la oración, está empeñado en
orar tres horas al día. Otro, muy activo, apenas deja tiempo en su vida para
la oración, pues está firmemente convencido de que debe hacer muchas cosas.
Sin duda, estos proyectos personales pueden ser en sí mismos inobjetables,
pero con harta frecuencia no coinciden con los designios concretos de Dios
sobre la persona. De aquí viene la ansiedad, el cansancio, el poco provecho
espiritual, y quizá el abandono. ¿Pero quién le manda al hombre tener planes
propios? Lo que tiene que hacer es descubrir y realizar el plan de Dios
sobre él. Esa es la única actitud que va haciendo posible una sinergía
profunda entre gracia divina y libertad humana.))
2. -Humildad y conversión. Dios manifiesta claramente su voluntad a quien
sinceramente quiere conocerla y cumplirla. Dios no se esconde del hombre; es
el hombre el que se esconde de Dios (Gén 3,8; 4,14), porque no quiere que la
Luz divina denuncie sus malas obras (Jn 3,20). El Señor ama al cristiano, y
quiere por eso manifestarle sus designios sobre él para que cumpliéndolos se
perfeccione. Es el hombre el que se tapa ojos y oídos con sus apegos
desordenados -a ideas, a proyectos, a personas, a situaciones-, con sus
deseos y temores, y así no alcanza a conocer la voluntad de Dios.
Pero si el hombre se convierte de verdad a su Dios, y no quiere otra cosa
que hacer la voluntad divina, el Señor le muestra su voluntad, se la va
manifestando, quizá día a día, permaneciendo ella en el misterio, pero se la
muestra, al menos de modo suficiente como para que pueda cumplirla. Es
decir, en la medida en que el hombre, llevado por la gracia, va adelante en
el proceso de su conversión, en esa medida va adelante en el conocimiento
fácil y seguro de la voluntad de Dios sobre él, y su vida se va
estableciendo en la sinergía preciosa de gracia y libertad, en la que reside
la santidad y la paz.
Por eso, cuando viene la duda, a veces angustiosa, no hallaremos la solución
dándole mil vueltas al asunto, consultando ansiosamente a uno y a otro,
considerando los pros y los contras en una labor interminable -aunque
también habrá que hacer a veces todo eso, pero con mucha paz-, sino más bien
procurando que nuestra voluntad en ese asunto esté libre de todo apego
desordenado, atenta a Dios, entregada incondicionalmente a su voluntad,
exenta de temores y deseos concretos. Las dudas, más que con ajetreos
discursivos de la mente, se resuelven con abnegación de sí mismo y oración
de súplica, pues, como dice San Juan de la Cruz, «el camino de la vida es de
muy poco bullicio y negociación, y más requiere mortificación de la voluntad
que mucho saber» (Dichos 57).
El cristiano se centra en sí mismo (egocentrismo) cuando polariza su
atención espiritual en la producción de éstas o aquellas obras buenas. Y en
cambio se centra en Dios (indiferencia espiritual) cuando todo su empeño se
pone en guardar una fidelidad incondicional a la gracia de Dios, sea cual
fuere. Entonces es cuando, apagado el barullo de ansiedades, temores y gozos
vanos, va logrando el cristiano ese tan precioso silencio interior, en el
que escucha con facilidad la Voz divina, su voluntad, su mandato. Oración y
abnegación llevan, pues, al hombre, con el infalible instinto del amor, al
seguro y exacto discernimiento, muchas veces «sin que él sepa cómo» (Mc
4,27).
3. -Paz. La misericordia entrañable de nuestro Dios guía nuestros pasos por
el camino de la paz (+Lc 1,78-79). Nuestro «Dios no es un Dios de confusión,
sino de paz» (1 Cor 14,38). Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). Por eso todo
lo que se hace en Cristo, bajo el impulso de su gracia, se hace con paz -eso
sí, con gozo o con dolor, pero ésta es otra cuestión-. Por el contrario,
siempre que el cristiano hace más, o menos, o algo distinto de lo que Dios
quiere hacer con él, altera o pierde su paz.
Los maestros espirituales han visto siempre en la paz el criterio principal
para el discernimiento. Y en ese sentido enseña San Juan de la Cruz: «no es
voluntad de Dios que el alma se turbe de nada ni padezca trabajos» (Dichos
56). Y entiende aquí por trabajos aquellos esfuerzos que hace la voluntad
del hombre sin la asistencia de la gracia de Dios. «Suave es Su yugo -decía
Santa Teresa-, y es gran negocio no traer el alma arrastrada, sino llevarla
con Su suavidad para su mayor aprovechamiento» (Vida 11,17). La paz está en
la sinergía sagrada de gracia y libertad. Pero analicemos un poco más este
delicado punto.
Cuando la gracia cooperante de Dios mueve la persona a una buena obra, mueve
siempre su voluntad con interior impulso, ilumina normalmente su
entendimiento (en ocasiones muy poco, aunque lo bastante para conocer que
Dios quiere tal obra), y no siempre estimula la inclinación de su
sentimiento. Según eso, cuando la conciencia nos dice que la gracia divina
impulsa nuestra voluntad a una buena obra, debemos hacerla indudablemente,
vea nuestro entendimiento claro u oscuro, y sienta gozo o dolor nuestro
sentimiento; da lo mismo. Ahora bien, cuando, antes de intentar una obra, o
aleccionados por su ejercicio, la conciencia nos dice que la gracia no
asiste nuestra voluntad para realizarla, debemos no hacerla o cesarla, vea
nuestro entendimiento lo que vea, y sienta nuestro sentimiento en ello dolor
o gozo; da igual.
Santa Teresa, siempre armoniosa al unir gracia y libertad, nos podrá
ilustrar estos principios con algunos testimonios suyos biográficos,
referidos concretamente a la vida de oración.
-Hay que hacer una obra buena, aunque cueste cruz terrible, cuando hay
conciencia de que la gracia nos mueve a ella, o lo que es lo mismo, cuando
creemos que la voluntad de Dios quiere mover la nuestra a ello. Siguiendo
con el ejemplo de la oración: «Muy muchas veces, algunos años, tenía [en la
oración] más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar,
y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas
veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera
de mejor gana que recogerme a tener oración. Y es cierto que era tan
incomportable la fuerza que el demonio me hacía, o mi ruin costumbre, que no
fuese a la oración, y la tristeza que me daba entrando en el oratorio, que
era menester ayudarme de todo mi ánimo (que dicen no le tengo pequeño) para
forzarme, y en fin me ayudaba el Señor. Y después que me había hecho esta
fuerza, me hallaba con más quietud y regalo que algunas veces que tenía
deseo de rezar» (Vida 8,7; otro ejemplo similar, cuando se fue al
monasterio: «no creo será más el sentimiento cuando me muera»: 4,1-2).
-No debe hacerse una obra buena, cuando la conciencia nos dice que la gracia
no nos asiste para hacerla, o lo que es igual, cuando llegamos al
convencimiento honesto de que no quiere Dios que la hagamos. Supongamos, por
ejemplo, que «el maestro que enseña [oración] aprieta en que sea sin
lectura; si sin esta ayuda le hacen estar mucho rato en la oración, será
imposible durar mucho en ella, y le hará daño a la salud si porfía, porque
es muy penosa cosa. [Yo] si no era acabando de comulgar, jamás osaba
comenzar a tener oración sin un libro, y los pensamientos perdidos, con esto
los comenzaba a recoger, y como por halago llevaba el alma. Y muchas veces
en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco, otras mucho,
conforme a la gracia que el Señor me hacía» (4,9). Y en ocasiones, ni con
libro ni sin libro. Entonces, «no digo que no se procure [tener oración] y
estén con cuidado delante de Dios, mas que si no pudieran tener ni un buen
pensamiento, que no se maten. Siervos sin provecho somos, ¿qué pensamos
poder?» (22,11).
4.-Discreción. Haya en todo discreción. Cuando la intención de hacer algo
procede de Dios, «trae consigo la luz, y la discreción y la medida. Este es
punto importante para muchas cosas, así para acortar el tiempo de la oración
-por gustosa que sea- cuando se ven acabar las fuerzas corporales o hacer
daño a la cabeza. En todo es muy necesario discreción» (Camino Perf. 19,13).
Cierta impotencia para orar, al menos en buenos cristianos, «muy muchas
veces viene de indisposición corporal. Entiendan que son enfermos; múdese la
hora de la oración, pasen como pudieren este destierro. Con discreción,
porque alguna vez el demonio lo hará; y así está bien que, ni siempre se
deje la oración cuando hay gran distraimiento y turbación, ni siempre
atormentar el alma a lo que no puede. Otras cosas hay exteriores, de obras
de caridad y de lectura, aunque a veces no estará ni para esto. Nadie se
apriete ni aflija. Ya se ve que si el pozo no mana, nosotros no podemos
poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que cuando
la haya, sacarla» (Vida 11,16-18).
((El discernimiento espiritual nunca ha de realizarse en clave meramente
cuantitativa, haciendo «de más» (como la oración es tan buena, cuanto más
tiempo le dedique, mejor). Nunca el criterio cuantitativo, en cierto modo
automático, es principio válido de discernimiento espiritual. En todo es
preciso siempre la discreción, es decir, el discernimiento espiritual
consciente y libre, que según los casos requerirá consulta, y siempre
oración meditativa y suplicante. Si Dios quiere darnos una hora diaria de
oración, y nosotros hacemos tres, nuestra oración es más o menos carnal
durante al menos dos horas, pues entonces no viene del Espíritu, que para
esas dos horas quiere darnos otras obras buenas, que nosotros resistimos y
frustramos. Ya San Juan de la Cruz avisa: «¿Qué aprovecha dar a tu Dios una
cosa, si él te pide otra? Considera lo que Dios querrá y hazlo, que por ahí
satisfarás mejor tu corazón que con aquello a lo que tú te inclinas» (Dichos
72). «No pienses que el agradar a Dios está tanto en obrar mucho como en
obrarlo con buena voluntad, sin propiedad», sin apego (58).))
5. -Cruz. En la duda, hemos de inclinarnos a lo que más nos une a la cruz de
Cristo. El Señor nos dijo «es estrecha la puerta y angosta la senda que
lleva a la vida, y que pocos son los que dan con ella» (Mt 7,14). Así pues,
en la duda, debemos inclinarnos «más a lo dificultoso que a lo fácil, a lo
áspero que a lo suave, y a lo penoso de la obra y desabrido que a lo sabroso
y gustoso de ella, y no andar escogiendo lo que es menos cruz, pues es carga
liviana; y cuanto más carga, más leve es llevada por Dios» (Cuatro avisos 6;
+Avisos 162).
Unas veces la gracia de Dios nos impulsa a lo que nos es grato y otras a lo
que nos disgusta y duele; por tanto no podemos hallar en lo grato y lo
ingrato un criterio de discernimiento espiritual. En ese sentido, San Juan
de la Cruz avisa: «jamás dejes las obras por la falta de gusto o sabor que
en ellas hallares... ni las hagas por sólo el sabor o gusto que te dieren»
(Cautelas 16). Ahora bien, tengamos en cuenta que somos pecadores, y que
nuestra expiación penitencial suele ser vergonzosamente insuficiente;
procuremos con amor participar más de la pasión del Señor para la redención
de los hombres (+Col 1,24); reconozcamos que más peligro de afección
desordenada solemos hallar en lo atractivo que en lo repulsivo; recordemos
que Jesús prefirió la pobreza a la riqueza... Y así, por amor al
Crucificado, cuando se nos presente realmente una duda entre dos caminos,
uno ancho y otro estrecho, prefiramos el estrecho.
La infancia espiritual
«Hace ya mucho tiempo que no me pertenezco a mí misma -es la voz de Santa
Teresa del Niño Jesús-; me entregué totalmente a Jesús. Por lo tanto, él es
libre para hacer de mí lo que le plazca» (Manus. autobiogr. IX,23). A esta
Santa, grande y mínima, le fue dado expresar con singular elocuencia la
gratuidad de la gracia, la iniciativa continua del amor de Cristo, el
abandono heróico y fecundo en la Providencia, siempre solícita y activa, la
unión perfecta del amor con la humildad, la conciencia simultánea de la
propia impotencia y de la potencia infinita de la misericordia de Dios, que
se complace en obrar sus maravillas en los pequeños...
Teresa del Niño Jesús nos fue dada por Cristo como una medicina
especialmente preparada por Él para curarnos de nuestro orgulloso
voluntarismo, unas veces activista y otras perezoso, pero siempre
egocéntrico; para librarnos de la fascinación de la «pléyade de teólogos
nuevos y brillantes», o de la confianza puesta en la eficacia de los métodos
(«ver, juzgar y actuar», o cualquier otro), o de las esperanzas depositadas
en «la nueva ola de jóvenes obispos», que van a provocar una «nueva
primavera de la Iglesia»...
Teresa del Niño Jesús, completamente ajena a todo este imbécil triunfalismo
de lo humano, «desde hace mucho tiempo ha comprendido que Dios no necesita
de nadie para hacer el bien en la tierra» (IX,6). El Señor, al santificarnos
y al hacernos apóstoles suyos, nos toma, sí, como instrumentos de su gracia,
pero no porque nos necesite, sino por puro amor misericordioso, por
asociarnos a su obra, por comunicarnos la dignidad de causas, que actuamos
en nosotros mismos y en el mundo bajo la potencia de su gracia.
Pero entonces elige a los humildes, es decir, a los que son bien conscientes
de ser causas segundas, a los que no esperan nada de su propio saber y
poder, y en cambio lo esperan todo del amor misericordioso de Dios. Y no los
elige porque son humildes, sino que les da la humildad, como primera gracia
que abre a todas las otras. Santa Teresa del Niño Jesús puede ser hoy para
los cristianos, como decía Pío XII, «un reencuentro con el Evangelio, con el
corazón mismo del Evangelio» (radiom. 11-VII-1954), pues «quien no acepte el
Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15).