CAMINOS LAICALES DE PERFECCION: 4. Regla de vida
Contenido
Es natural atenerse a una regla .
Los religiosos buscan la perfección sujetándose a una Regla
La regla de vida en los laicos
Por la regla de vida se establece una alianza con Dios
La victoria sobre los tres enemigos
Planes y reglas de vida personales o comunitarios
Fidelidad a la norma y santo abandono
Hemos recordado antes cómo los religiosos, para mantener toda su vida
orientada hacia Dios por el amor, se ayudan con una Regla de vida; en tanto
que los laicos, por un cierto desorden hasta cierto punto inevitable de sus
vidas, suelen verse desprovistos de este auxilio providencial. Pues bien,
consideremos ahora en qué medida es aconsejable que los laicos se ayuden
también con algún plan o regla de vida.
Es natural atenerse a una regla
Cuando un hombre pretende algo con verdadero interés —estudiar una carrera,
aprender un idioma, ejercitarse en un deporte, sacar adelante un oficio o
una profesión laboral, etc.—, en seguida sujeta su vida a regla en esa
dirección: adquiere y ordena los medios que sean necesarios, organiza un
horario, asegurando bien la protección diaria de ciertos tiempos, y se fija
un calendario, de tal modo que su empeño cobre así estabilidad y constancia,
y no se vea abandonado a las ganas personales, tan cambiantes, o a las
circunstancias exteriores, más cambiantes todavía. De otro modo, es
evidente, no saldrá adelante con su intento. Una persona, por ejemplo, que
quiera aprender a tocar la guitarra, y en ratos sueltos, cuando no tiene
otra cosa que hacer o cuando le viene en gana, se entretiene en rasguear sus
cuerdas, nunca aprenderá a tocar decentemente ese instrumento. Para ello
habría de dedicarse con más constancia y regularidad.
Pues bien, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y la
eleva. Sin duda «es Dios quien da el crecimiento» espiritual (1Cor 3,7), por
medio de la gracia divina. Pero la acción de la gracia no prescinde de los
modos propios de ejercitarse la naturaleza humana, sino que, por el
contrario, los suscita, los perfecciona y eleva. Hay gracias, ya lo sabemos,
que Dios da al hombre en la vida mística al «modo divino», sin que éste
colabore a ellas activamente, es decir, ejercitándose en ellas según sus
modos naturales propios, con su pensamiento y voluntad. Pero en la fase
ascética del camino de la perfección, que es en la que se halla la mayoría
de los cristianos, el modo normal por el que Dios actúa en la persona es el
«modo humano», en el que la gracia sobrenatural suscita la actividad del
entendimiento (por la fe) y de la voluntad (por la caridad) en sus modos
propios de ejercicio.
Según esto, no parece excesivo concluir que no pretenden seriamente la
perfección evangélica aquellos cristianos que no se sujetan a una cierta
disciplina, es decir, que no dan al intento de su voluntad la ayuda de un
cierto plan o regla de vida.
Andando sin camino
Es posible, desde luego, que una persona vaya andando hacia una ciudad sin
sujetarse a camino alguno. Pero el intento le resultará mucho más lento, y
sumamente fatigoso, pues con frecuencia habrá de atravesar por barrancos,
lugares cercados, zonas pantanosas y bosques. Es muy probable que se
extravíe más de una vez, que dé muchos rodeos innecesarios, que se pierda
totalmente, o que incluso acabe por seguir caminando, pero ya sin intentar
mantener una orientación continua hacia la meta que en un principio
pretendía.
En la vida espiritual, éstos son los cristianos que rezan de vez en cuando,
más o menos, según cómo se sienten, según vaya su devoción. La frecuencia de
sus confesiones es muy cambiante, pues depende sobre todo de las
circunstancias. Dan limosnas o ejercitan su caridad hacia el prójimo, pero
normalmente en respuesta ocasional a los estímulos que eventualmente
reciben, cuando los reciben. Quizá leen un libro espiritual, si alguien se
lo recomienda con entusiasmo, pero pueden pasar luego meses sin que apenas
lean ningún escrito cristiano...
Al paso de los días, las ganas (la carne) y las circunstancias (el mundo) -y
con ellas la acción callada del Maligno-, irán dejando sin fruto las
semillas preciosas sembradas por la Palabra divina en el corazón de estos
cristianos (Mt 13,1-23). A los que así van se les puede asegurar que, si no
cambian, ciertamente no llegarán a la santidad.
Esta situación de anomía (anomía, es decir, sin norma, anomos), llevada al
extremo, equivale ya simplemente a una vida de pecado, es decir, a una vida
frecuentemente desviada de su orientación de amor hacia Dios (+Rom 2,12). Y
de ahí es, precisamente, de donde ha de salir todo cristiano, si quiere
reorientar y convertir toda su vida hacia Dios.
En efecto, «mientras fuimos niños vivíamos en servidumbre, bajo los
elementos del mundo» (Gál 4,3), o por decirlo de otro modo, a merced de las
ganas y circunstancias cambiantes. «Hubo un tiempo -dice San Pablo- en que
estábais muertos por vuestros delitos y pecados, cuando seguíais la
corriente del mundo presente, bajo el príncipe que manda en esta zona
inferior, el espíritu que ahora actúa contra Dios en los rebeldes [el
demonio]. Antes procedíamos también nosotros así, siguiendo los deseos de la
carne, obedeciendo los impulsos de la carne y de la imaginación. Y
naturalmente estábamos destinados a la reprobación, como los demás» (Ef
2,1-3).
Conviene andar por un camino
Por el contrario, cuando se anda por un camino, se consigue, con mucho menos
esfuerzo mental, volitivo y físico, un avance in comparablemente más rápido
y seguro. Y si son varios los que andan juntos por el mismo camino, unos se
animan a otros, ayudándose mutuamente, y también el camino les ayuda a
mantenerse unidos y a acrecentar esa unidad amistosa. Tanto facilita un
camino el avance del caminante, que suele decirse: «Este camino lleva a tal
lugar».
Pues bien, si todos los cristianos hemos de realizar un Éxodo espiritual,
saliendo del mundo-Egipto, y atravesando el Desierto, hacia la Tierra
Prometida -es decir, saliendo del pecado a la gracia, y avanzando hacia la
perfecta santidad-, en esa travesía una norma de vida será para nosotros
como un camino, que facilite nuestro progreso y asegure siempre la
dirección.
Todo esto es, realmente, bastante obvio, tanto en la consideración teórica
como en la comprobacion práctica de la experiencia. ¿Por qué hoy, sin
embargo, al menos en las naciones ricas descristianizadas, se comprueba la
existencia de una aversión generalizada a toda ley que ayude la vida del
espíritu? Se trata, sin duda, de una enfermedad de época, cuyos orígenes más
definidos podrían hallarse en el luteranismo y el liberalismo.
La alergia luterana a la ley
Puede decirse que, en el siglo XVI, es Lutero quien introduce en la Iglesia
el odio a la ley, tanto en los teólogos, como en el pueblo que se sujeta a
su influjo. Según su doctrina, existe entre la Ley religiosa y el Evangelio
de Cristo un abismo infranqueable, pues justamente «para que fuésemos
libres, Cristo nos libró de la maldición de la ley» (Gál 3,13). La Ley es
judía, pertenece al Antiguo Testamento, y nada puede hacer para salvarnos.
El Evangelio, en cambio, es la gracia, que nos libera del pecado por la pura
fe en Jesús. Hay entre Ley y Espíritu un antagnosmo irreconciliable:
sencillamente, donde está operante la constricción externa de la Ley, está
ausente la acción interior del Espíritu. En efecto, la Ley espera la
salvación del cumplimiento de unas ciertas obras por ella prescritas, y hace
que el hombre ponga en éstas su esperanza; pero la salvación no es por las
obras, sino puramente por la fe en Cristo Salvador: es decir, por pura
gracia. Por tanto, la ley eclesial -en cualquiera de sus formas: normas
eclesiásticas, generalmente conciliares , que regulen la vida del clero o de
los laicos, o Reglas religiosas de vida perfecta- es algo abominable, es una
judaización del cristianismo, una falsificación perversa del mismo.
Otros protestantes clásicos -Melanchton, Calvino- o modernos -Barth- no
acompañaron a Lutero en ese radicalismo anómico. Pero ya desde entonces el
espíritu de la anomía quedó inoculado, si no como tesis, al menos como
tentación e inclinación, en el cuerpo eclesial de las antiguas naciones
cristianas. De hecho, como es sabido, allí donde arraigó el luteranismo,
desapareció la vida religiosa sujeta a Reglas y votos.
La alergia liberal a la ley
La Ilustración del siglo XVIII y el Liberalismo del XIX agudizan la aversión
a la ley, enfatizando ahora la autonomía subjetivista del hombre, que sólo
en sí mismo ha de hallar su norma de vida. Éstos son ya planteamientos de
orientación en el fondo atea, muy diversos de los luteranos, pero que, de
hecho, difunden más y más en el antiguo Occidente cristiano un cierto
espíritu semejante, que desprecia e incluso odia toda sujeción a ley.
Si el hombre ha de crecer en forma auténtica, ha de verse libre de toda
norma fija objetiva, que limite y condicione su desarrollo. Ha de estar
siempre disponible a nuevas y muchas veces imprevisibles incitaciones de la
vida. La libertad personal sólo puede adquirirse prescindiendo de las
ataduras de cualquier regla o atadura de compromiso perpetuo. No tiene
sentido, más aún, es una agresión a la dignidad del hombre, todo compromiso
definitivo -el matrimonio para siempre, los votos religiosos o los
compromisos sacerdotales, entendidos como ataduras insoltables-. La persona
únicamente debe ser fiel a sí misma, no a normas exteriores, que pretenden
aprisionar su vida y su conducta. Según esto, si en el planteamiento
cristiano todo el desarrollo perfectivo del hombre ha de fundamentarse en la
verdad -«santifícalos en la verdad» (Jn 17,17); «la verdad os hará libres»
(8,32)-, en este planteamiento del liberalismo la verdad se ve cambiada por
el valor supremo de la autenticidad. Y un hombre es auténtico en la medida
en que obra por sí mismo (autós, uno mismo). Ésta es la atmósfera espiritual
que necesariamente envuelve a todo hombre que vive en el siglo XX.
La difusión de este error -de este mal espíritu- ha sido tan grande, sobre
todo en los últimos decenios, que una buena parte del pueblo cristiano se ha
visto inficcionado. Entre aquellos cristianos, incluso, que de verdad
tienden a la perfección, se da con frecuencia una clara repugnancia para
obligarse a una cierta disciplina de vida, que tanto podría contribuir a
liberar en ellos su caridad, haciéndoles superar las trabas que aún les
sujetan en alguna medida a carne, mundo y demonio. Es indudable también que
la agudísima carencia actual de vocaciones religiosas se explica en buena
parte por esta aversión a sujetar y orientar la propia vida en el Espíritu
con la ayuda de una Ley. Y a muchos religiosos actuales, por su parte, les
cuesta mucho -no sólo volitiva, sino también mentalmente- buscar la
perfección a través de la observancia fiel y cuidadosa de una Regla -y en la
obediencia a un superior-.
Pues bien, de modo semejante, hoy es patente en muchos laicos, incluso en
los mejores, una cierta aversión institiva a toda manera de regular su vida
con normas que prescriban ciertas obras -o a sujetarla sinceramente a la
guía de un director espiritual-. Estamos pues, evidentemente, ante un mal de
siècle, hecho sobre todo de soberbia, y al que sólo escapan completamente
unos pocos cristianos: aquellos que están más sujetos al Espíritu Santo,
aquellos que de verdad buscan con todas sus fuerzas la santidad, aquellos
que quieren sobre todas las cosas morir del todo a sí mismos, para vivir
plenamente de Cristo.
El amor católico a la ley
El error consiste muchas veces en no conciliar extremos aparentemente
contrapuestos. Lutero, ante los binomios gracia/libertad, fe/obras,
justicia/misericordia, etc., renuncia a un extremo, y afirma sólamente el
otro. Y concretamente, como hemos visto, en el tema ley/gracia, él suprime
la ley y afirma la gracia. Pero la verdad de Dios se halla en el misterio de
la Iglesia Católica, que, enseñada siempre por el Espíritu Santo, afirma
juntamente gracia-libertad, fe-obras, justicia-misericordia, ley-espíritu.
Ella sabe, en cuanto al tema que nos ocupa, que Cristo no ha venido «para
abrogar la Ley, sino para consumarla» (Mt 5,17). Y por eso da a sus hijos
ley y gracia: no les da sólo ley, pero tampoco sola gratia.
La Iglesia, efectivamente, desde sus primeros Concilios, ha sido siempre
consciente del poder que Cristo le ha dado de «atar y desatar» (Mt 16,19;
18,18), y ha reconocido, como dice el Vaticano II, que tiene «el sagrado
derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos» (LG 27a).
Ella sabe muy bien que no hay contraposición entre ley y gracia, pues la ley
eclesial es una gracia del Señor: es un camino, que Dios ofrece, para que
por él anden sus hijos, bajo la moción de la gracia, con más seguridad,
facilidad y prontitud. Y de igual modo, siempre la Iglesia católica, lo
mismo en Oriente que en Occidente, ha prestado una indudable veneración
hacia las Reglas de vida religiosa, viendo en ellas verdaderos caminos de
perfección, y las ha bendecido, reconociendo así con su autoridad que quien
ajusta a ellas su vida llegará ciertamente a la santidad.
Procede en esto la Iglesia como una madre en la educación de sus hijos. Una
madre, por ejemplo, que quiere inculcar en su hijo la higiene, procura
transmitirle el espíritu de la limpieza, que cuendo el niño es muy pequeño
no está en condiciones de entender. Por eso la madre, no espera a que su
hijo tenga el espíritu de la higiene para que entonces se lave por
espontáneo impulso, sino que desde el primer momento, antes incluso de que
el niño posea ese espíritu, le obliga a cumplir ciertas leyes familiares de
higiene. Y el hijo, sujetándose a las prácticas de higiene exigidas por esas
normas familiares, va creciendo en el espíritu higiénico. Así llega un
tiempo en el que la madre no tiene ya que recordarle al hijo las normas
externas de la higiene, pues él mismo, ya humanamente crecido, se lava por
la interior exigencia de su espíritu.
De modo semejante, la Santa Madre Iglesia Católica educa a sus hijos
dándoles juntamente espíritu y ley, al menos en algunas cuestiones más
fundamentales -la misa dominical, la confesión y comunión anual, las
penitencias cuaresmales, etc.-. En el precepto eclesiástico de la misa
dominical, por ejemplo, se educa a los cristianos para que vivan de la
Eucaristía, dándoles no sólamente espíritu (catequesis, predicación,
ejemplo, etc.), sino también ley (obligación de la misa dominical: Código
c.1246-1247). De este modo, así como San Pablo dice de los judíos que «la
Ley fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo» (Gál 3,24), así también
para los cristianos cumple la ley una función pedagógica, que conduce a la
plenitud del Espíritu. En efecto, en el pleno crecimiento espiritual, ya el
cristiano sólo se mueve por amor, y no por ley: ya «para el justo no hay
ley». Pero advirtamos que, precisamente, sólo la ley es cumplida con
perfección cuando el cristiano vive ya de la plenitud del Espíritu. Su vida
va entonces mucho más allá de las obras prescritas por la ley. El que posee
plenamente, por ejemplo, el espíritu de la Eucaristía, no va a misa
sólamente los domingos -la ley siempre exige únicamente mínimos vitales-,
sino todos los días que puede.
Según esto, la función de la ley va teniendo una importancia cada vez menor
en las diversas edades espirituales del cristiano. Pero recordemos aquí que
todos los santos, es decir, los cristianos más crecidos en el Espíritu, han
dado siempre ejemplo de amor y veneración por las leyes y cánones de la
Iglesia —«qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia», decía
Santa Teresa (Vida 31,4)—, y tratándose de santos religiosos, como en
seguida veremos, han guardado observancia fidelísima de la Regla de su
orden, y han encarecido su obediencia con todo entusiasmo. Y nunca han
planteado enfrentamientos esquizoides entre ley y gracia, entre ley y amor,
entre norma y Espíritu, pues han entendido que precisamente la fidelidad a
las normas va conduciendo hacia la plenitud del Espíritu.
Los religiosos buscan la perfección sujetándose a una Regla
Desde que hacia el siglo IV comienza a organizarse la vida religiosa
comunitaria, la Iglesia ha bendecido siempre las Reglas de vida por las que
caminan los religiosos, asegurándoles así que su cumplimiento les ayuda a
alcanzar la perfección de la caridad. Más aún, la Iglesia nunca ha aprobado
como «camino de perfección» un movimiento que sólamente diera espíritu, pero
que no lo concretara por ciertas leyes, en unas exigencias estimulantes
claramente prescritas, como obligación de conciencia.
La Iglesia sabe que en un río es agua y cauce. Lo más valioso y vivificante
es el agua (el espíritu); pero ha querido siempre que esa agua discurra por
un cauce bien concreto (la regla). Y si normalmente es la misma agua la que
se forma su propio cauce, en todo caso no tendremos un río si no hay más que
un cauce sin agua, o un agua dispersa sin cauce. Un río es agua que discurre
por un cauce. Y la vida religiosa hace discurrir un espíritu determinado por
un cauce cierto, en el que todos los que la profesan coinciden y avanzan.
Por otra parte, todos los santos fundadores han dado suma importancia a la
virtualidad santificante de sus Reglas religiosas, y no las han considereado
meras orientaciones aconsejables. Ellos sabían perfectamente que la
perfección sólamente está en la caridad, y que la Regla sólo impulsa obras
mínimas; pero también creían que era imposible llegar a la perfección de la
caridad sin guardar fidelísimamente la Regla profesada. Por otra parte, no
han considerado que daba más o menos lo mismo que la Regla fuera así o de
otromodo. Al contrario, han procurado con enorme empeño la aprobación
eclesial de su Regla, tal como el Señor se la había inspirado, y han puesto
sumo empeño en que no se modificaran por relajación, sino que se guardaran
fielmente.
Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, insiste con sorprendente insistencia en
que sus carmelitas guarden con absoluta fidelidad todas las normas de la
Orden, que «no las han fundado los hombres... sino la mano poderosa de Dios»
(Fundaciones 27,11). Y muestra la Santa un celo sumamente enérgico para que
en la fidelidad a las leyes del Carmelo reformado, que tanto ha costado
establecer y que tan buenos frutos van dando, «en ninguna manera se
consienta en nada relajación. Mirad que de muy pocas cosas se abre puerta
para muy grandes, y que sin sentirlo se os irá entrando el mundo» (ib). Es
significativo que la Santa hiciera muy poco antes de morir esta última
exhortación: «Hijas mías y señoras mías, por amor de Dios les pido tengan
gran cuenta con la guarda de la Regla y Constituciones, que si la guardan
con la puntualidad que deben, no es menester otro milagro para canonizarlas»
(Mª de S. Francisco).
En fin, baste con esto para que recordemos cómo los grandes espirituales
cristianos han dado siempre una gran importancia a la observancia de ciertas
reglas de vida, ordenadas todas ellas a conservar y llevar a plenitud la
vida de la caridad, en la que consiste la santidad.
La regla de vida en los laicos
A la vista de lo anteriormente expuesto, podemos ya preguntarnos: si los
religiosos no pueden buscar la perfección de la caridad sin la ayuda de una
regla, a la que se obligan por unos votos, ¿podrán los laicos aspirar a la
santidad sin ayudarse de cierto plan o regla de vida, al que de uno u otro
modo se obligan en conciencia? Dejo para el próximo capítulo la segunda
parte de esta cuestión, y atiendo ahora a la primera. Es una cuestión
compleja, que, como veremos, no admite una respuesta única y simple.
Pero antes, una distinción de términos. Por plan de vida entiendo aquí un
conjunto de propósitos, firmemente establecido por una o más personas,
aunque revisable, no propiamente obligatorio en conciencia. Con el término
regla de vida me refiero a un plan de vida al que la persona, sóla o con
otras, se obliga en conciencia, con promesa, voto u otras formas de
compromiso. Y cuando hablo de vivir según normas, ajustándose a una
disciplina, o empleando otras fórmulas equivalentes, me refiero
indistintamente, como podrá apreciarse por el contexto, al plan o a la regla
de vida.
-1. La Iglesia da a todos los laicos cristianos ciertas leyes, cuyo
cumplimiento, por supuesto, es necesario para la perfección. Ya las he
aludido antes. Versan sobre cuestiones de suma importancia -eucaristía,
confesión, comunión, penitencia, antes diezmos, etc.-, y son llamativamente
poco numerosas. Esto último se explica porque «la ley mira la generalidad»,
y es tal la diversidad de situaciones y de edades espirituales en los fieles
laicos, que resulta prácticamente imposible establecer para todos ellos unas
leyes que les sean espiritualmente favorables. Consiguientemente, la Iglesia
se abstiene de hacerlo, y solamente legisla acerca de lo más imprescindible.
Incluso la Iglesia es consciente de que dar una ley universal no está exento
de ciertos peligros, habiendo muchos cristianos carnales, sumamente
incipientes. Puede dar ocasión, por ejemplo, a problemas innecesarios de
conciencia o a cumplimientos sacrílegos. Viniendo a un caso bien grave:
¿está generalmente en condiciones de comulgar con fruto aquel cristiano que
no comulgaría en todo un año si la Iglesia no se lo mandara?... Apunto sólo
el problema.
-2. No parece imprescindible para la santificación de los laicos un camino
de vida bien trazado. Si no, la Iglesia lo recomendaría vivamente, y no lo
hace. No parece tampoco que todos los laicos puedan tenerlo, pues en no
pocos casos su vida, inevitablemente, es completamente imprevisible. Sí será
necesaria, en un sentido más general, una cierta ordenación de su vida, si
de verdad han de tender a la perfección. El orden conduce a Dios («ordo
ducit ad Deum», dice San Agustín). Ahora bien, esta ordenación no es sino
una finalización de todos los aspectos de la vida hacia Dios, por amor y
servicio; sin que implique necesariamente un conjunto de propósitos o de
normas bien determinado.
-3. En todo caso, sin un cierto plan de vida no parece viable la búsqueda de
la perfección. Aunque sea un plan muy elemental. Ya vimos que es natural a
todo intento humano de importancia procurarlo con un cierto plan bien
ordenado. O dicho en otras palabras: quien pretende sinceramente la santidad
sujeta su vida a una disciplina adecuada a sus circunstancias personales, y
no permite que el intento falle una y otra vez, en buena parte por estar
abandonado a los discernimientos eventuales de cada ocasión. En la práctica,
y dado lo que es el ser humano, muchas veces la búsqueda de la perfección
quedará así a merced de su gana interior o de las circunstancias exteriores,
cambiantes unas y otras de cada día.
-4. El laico ha de considerar el seguimiento de una regla de vida, a la que
se obliga en conciencia, como un gran don de Dios, es decir, como algo
sumamente aconsejable. Y aún más deseable, en principio, es que esa regla de
vida sea seguida al mismo tiempo por varios laicos, unidos en un solo
espíritu. De hecho, ya desde antiguo, terciarios, cofrades, penitentes, como
también los miembros de los modernos movimientos o asociaciones de fieles,
han protegido y estimulado su caridad ajustando su vida a ciertas reglas,
comúnmente profesadas.
En efecto, la profesión fiel de una regla de vida da al laico -como al
religioso- una constante orientación hacia la santidad, le facilita
grandemente la realización de ciertas obras buenas, y le libra al mismo
tiempo de muchos discernimientos aislados, que al haberse de realizar para
cada acto, se ven con frecuencia sujetos al error, por atenerse de hecho a
los cambiantes estados de ánimo o a las circunstancias. De este modo,
obligarse en conciencia a una regla de vida puede ayudar notablemente al
cristiano laico para vencer juntamente la debilidad de la carne, los
condicionamientos adversos del mundo y los engaños del demonio. Volveré
sobre todo esto.
-5. No siempre, sin embargo, será posible o aconsejable para un laico
sujetarse en conciencia a una regla comunitaria de vida. Esta afiliación a
un cierto camino espiritual concreto, realizada en forma asociada, es una
gracia que no siempre quiere Dios conceder a todos. Los religiosos sí que
pueden obligarse en conciencia al cumplimiento de una regla bien
determinante, pues habiendo «dejado el mundo», es decir, estando plenamente
descondicionados de trabajos, familia y ambiente social, pueden constituir
libremente entre sí, con la gracia de Dios y sin especiales problemas, un
medio homogéneo de vida, en el que coinciden tanto en los fines como en los
medios. Pero los laicos, viviendo normalmente al interior de una familia, y
viéndose en una situaciones sociales y labores, que en buena parte les
vienen impuestas y escapan a su dominio, experimentan para esto con
frecuencia dificultades especiales.
-6. Una regla individual de vida, obligatoria en conciencia, será en cambio
muchas veces posible y aconsejable para el laico. Por lo demás, siendo
personal, será siempre una regla revisable, si así lo requieren los cambios
individuales o circunstanciales, o si así lo aconsejara el director
espiritual.
Obligatoria en conciencia. Del contenido de esta expresión, que he utilizado
varias veces, trataré en el próximo capítulo.
Por la regla de vida se establece
una alianza con Dios
Cuando, por gracia divina, un cristiano profesa una cierta regla de vida
religiosa o laical, establece con Dios una alianza personal. Según el lado
visible de esa alianza, el cristiano se obliga en conciencia a la práctica
de ciertas obras buenas. Pero el lado más importante de la alianza es
invisible: es, si así puede decirse, el compromiso que Dios adquiere para
asistir al cristiano en el cumplimiento de esa regla de vida que Él, por su
gracia, le ha concedido profesar.
Y toda alianza debe ser guardada con fidelidad. Las obras en ella acordadas
entre Dios y el hombre deben ser hechas con obstinada constancia, sean
cuales fueren las ganas que el cristiano sienta o las circunstancias de cada
momento. Son obras acerca de las cuales el cristiano normalmente no debe
ejercitar discernimientos particulares; simplemente, debe hacerlas, pues la
misma alianza le asegura que Dios quiere moverle a ellas por su gracia.
Sólamente si, en un momento determinado, mandan otra cosa la caridad, la
prudencia o la obediencia, deberá omitir toda o parte de la obra acordada.
Y por otra parte, cuando un cristiano religioso o laico profesa una regla
común de vida espiritual, establece también una alianza con otros hermanos,
que han recibido de Dios también la misma gracia de profesarla. En adelante,
por amorosa providencia de Dios, unos y otros se ayudarán a recorrer el
mismo camino. Y también aquí la gracia asume le naturaleza, pues es natural
al hombre, aunque no necesario, recorrer su camino acompañado y ayudado por
otros.
La victoria
sobre los tres enemigos
La semilla divina de las buenas intenciones, según enseña el Señor, puede
quedar infecunda en el corazón del hombre por la flaqueza de su carne, que
es voluble e inconstante, y cede fácilmente ante las dificultades (lo
sembrado en tierra pedregosa); por las incesantes fascinaciones del mundo,
asuntos propios, seducciones, riquezas (lo sembrado entre espinas); o por la
acción del Maligno, que arrebata, como un pájaro perverso, la semilla
celeste (lo sembrado en el camino) (Mt 13,1-23).
Pues bien, el cristiano se sujeta a un plan de vida o a una regla, con la
gracia de Dios, para poder vencer mejor a sus tres enemigos:
—1. Para librarse de la carne. Quisiera el cristiano, por ejemplo, entregar
a Dios diariamente en la oración una hora de las veinticuatro que Él le da
con amor cada día. Pero si no está guiado en esto por una norma, consciente
y libremente asumida en su momento, si cada vez que va a la oración ha de
formular un discernimiento justo en la fe, y ha de impulsar en la caridad un
acto volitivo que le lleve a ella y en ella le mantenga, será muy difícil
que guarde con fidelidad constante su buen propósito. Una y otra vez fallará
el discernimiento de su mente y desfallecerá así el esfuerzo de su voluntad.
Un día se dirá «hoy me viene muy mal»; otro decidirá «ahora no, porque estoy
muy cansado; después», pero después surgirá otra cosa que lo hará imposible,
etc. Y así una y otra vez. «El espíritu está pronto, pero la carne es flaca»
(Mt 26,41). La debilidad de nuestro amor se ve confortada no poco por la
fidelidad a la ley.
-Los sacerdotes, por ejemplo, que estamos obligados al rezo de las Horas en
conciencia, vamos a ellas sin mayores esfuerzos de discernimiento y
decisión: nuestro conciencia impulsa una y otra vez esa oración bajo el
imperativo directo de una gracia claramente entendida: «debo rezar esta
Hora» -Dios lo quiere, Dios ciertamente me lo quiere dar-. Tiene que haber
serias causas, que no se dan muchas veces, para que en un momento dado
hayamos de pensar lo contrario, y renunciemos al rezo de una Hora. Y así se
afirma en nuestra vida una costumbre, mejor, un hábito virtuoso, una virtud,
que nos facilita alabar al Señor cada día, y cada día interceder por los
hombres. ¿Qué sería en nosotros de las Horas litúrgicas si el rezo de cada
Hora quedara condicionado en cada ocasión al discernimiento o al impulso
devocional del momento?
-Y los religiosos, del mismo modo, están obligados también a la oración
privada y litúrgica, de tal modo que, cuando llega la hora, van a la oración
con ganas o sin ellas, lo mismo si durmieron bien o si tuvieron insomnio,
sin discernimientos previos innecesarios. Van porque tienen claro que deben
ir; mejor aún, van porque saben que Dios, por la alianza de la regla, les
quiere dar su gracia para realizar, en compañía de su hermanos, esa buena
obra que la regla prescribe.
-¿Y los laicos? ¿No querrá Dios fomentar la oración en la vida de los laicos
cristianos mediante compromisos análogos, aunque no idénticos?
Es tan grande el desgaste energético de la voluntad, valga la expresión,
para ir impulsando en cada ocasión, aquí y ahora, una obra buena, que muchas
veces queda ésta sin realizarse, paralizada por discernimientos falsos o
demorada a otra ocasión, que no llegará a darse. La norma de vida, por el
contrario, da a las buenas obras un impulso sostenido, el propio de la
virtud, que es un hábito bueno. Por eso, mientras el cristiano no logre para
la oración, la lectura espiritual, la misa y la confesión frecuente, etc. un
estatuto volitivo tan firme y estable como el que le asiste para ir a
trabajar, a comer o a dormir, las prácticas religiosas de su vida espiritual
serán normalmente escasas, intermitentes, crónicamente insuficientes.
Esos ejercicios de la vida interior, la más profunda y explícitamente
arraigada en Dios, serán siempre el pariente pobre en el conjunto de los
asuntos de su vida, y cualquier otra cosa será suficiente para desplazarla.
Parece entonces como si todas las cosas del mundo secular -trabajo, comida,
sueño, diversión- tuvieran un derecho indiscutible en la vida de los laicos;
en tanto que las cosas más vinculadas a Dios sólo con el permiso de todas
las demás cosas profanas pudieran lograr un espacio eventual, vergonzante,
normalmente escaso -muy medido- y siempre amenazado. Y ésa es una miseria
que mantiene a muchos cristianos seglares, año tras año, en una crónica
mediocridad.
—2. Para librarse del mundo. Un camino de vida ha de orientar
permanentemente la existencia del cristiano a la luz de la fe y de la
caridad. Este camino, que se ha trazado, partiendo de la experiencia, en una
hora de especial lucidez espiritual, ha de ser defendido de las innumerables
llamadas del mundo, muchas veces fascinantes y sumamente persuasivas, que
invitan a dejar el camino -¡por una vez, al menos!, que en realidad serán
muchas-, y a caminar por otras direcciones. Es así como la fidelidad al
camino trazado en Cristo no sólamente conforta la debilidad de la carne,
sino también libera de la esclavitud embrutecedora del mundo.
—3. Para liberarse del demonio. Éste, «padre de la mentira» (Jn 8,44),
separa de Dios a los cristianos sirviéndose normalmente de la complicidad de
la carne y del mundo. Por eso, si una norma de vida, personal o comunitaria,
nos ayuda a vencer carne y mundo, nos ayuda también a vencer las insidias
continuas del demonio.
Planes y reglas de vida personales o comunitarios
-Cada uno haga en estas cosas lo que Dios le dé hacer, no más, ni menos, ni
otra cosa. Si Dios le da comprometerse sólamente a una o dos obras
fundamentales, bien está. Mejor aún, en principio, si le concede vivir según
un plan completo de vida, o incluso si el don de Dios le lleva a ajustarse
con voto a una regla. Todas estas alternativas y otras posibles son buenas,
y se trata únicamente de hacer lo que Dios quiera para cada persona. «Cada
uno ande según el Señor le dió y le llamó» (1Cor 7,17; +20. 24).
-Trácese el plan o regla personal de vida en la hora de mayor luz
espiritual, en unos Ejercicios espirituales, después de mucha oración,
tratando del tema con el director espiritual. Y una vez trazado el camino,
sígase después siempre con toda fidelidad, especialmente cuando se camina
con poca luz, y más aún cuando llega la hora diabólica y «el poder de las
tinieblas» (Lc 22,53). Entonces es justamente cuando perseverar en el camino
que Dios nos dió muestra todo su valor espiritual. Caminamos a oscuras,
guardando la dirección establecida en la hora de luz.
-Si un conjunto de cristianos laicos es bastante heterogéneo, no pretenda
vivir según una norma común bien determinada, pues lo que a unos conviene a
otros les perjudica. Síga cada uno un camino, eso sí, pero que sea el
propio. Y si a pesar de todo pretenden caminar juntos, oblíguense sólamente
a ciertas obras comunes, pocas y de segura aceptación unánime : el rezo del
Rosario, por ejemplo, los Ejercicios anuales, etc.
-Una norma de vida ofrece ciertas ventajas y desventajas según sea personal
o comunitaria. Y habrá que evaluar esto con prudencia en cada caso. Si es
personal, puede ser más concreta y determinante, y ajustarse más a la
condición de la persona y a su gracia peculiar. Si es común, habrá de ser
más amplia y general, pero su seguimiento favorece la unión fraterna de
caridad, facilita las mutuas ayudas, y hace posible ciertas actividades,
quizá muy valiosas, que de otro modo apenas serían viables.
-En todo caso, suelen convenir a los laicos normas de vida bien sencillas ,
de pocos y fundamentales preceptos. Ésta ha sido siempre la tradición
evangélica y eclesial, como ya he señalado antes. «Hemos decidido el
Espíritu Santo y nosotros [los apóstoles] no imponeros ninguna carga más,
fuera de éstas que son necesarias» (Hch 15,28). Desde luego, un grupo de
laicos muy homogéneo puede darse con provecho espiritual una ley de
numerosos preceptos. Pero aún entonces tengan cuidado, y no olviden que
todas las personas son distintas, y que cada una tiene su gracia peculiar.
Siendo ésta la verdad, ¿cómo un conjunto de personas, por homogéneo que sea,
pero integrado por personas tan diversas, se atreverá a darse una ley única,
bien minuciosa y determinada?... Basta, además, con asegurar en la vida de
los cristianos unos cuantos aspectos fundamentales de la vida espiritual,
para que todos los demás se vean fortalecidos y reorientados hacia la
santificación.
-Para que convenga sujetar a ley alguna obra de la vida cristiana han de
darse estas condiciones, tanto se si trata de una norma personal o de otra
comunitaria: 1.- que la experiencia muestre con claridad que sin la ayuda de
la ley esa obra no se realiza con una constancia aceptable; 2.- que esa obra
sea realmente importante para el crecimiento de la vida espiritual; 3.- que
se espere con prudencia espiritual que Dios querrá conceder esa obra a la
persona o al grupo; 4.- que haya alguna experiencia, propia o ajena, de que
esa ley suele favorecer la realización en el Espíritu de tal obra.
En ocasiones una persona decidirá profesar una regla comunitaria no
atendiendo tanto a su propio bien espiritual -pues quizá no vea en esa norma
de vida especiales ayudas para ella-, sino al bien de otras personas que sí
necesitan ayudarse con esa ley común.
Comprometerse personal o comunitariamente, por ejemplo, al rezo de algunas
Horas litúrgicas o a la donación de un cierto diezmo, reune sin duda, al
menos en algunos casos, esas cuatro condiciones.
Fidelidad y flexibilidad
-Fidelidad. La fidelidad a la norma conduce a la plenitud del amor y del
espíritu. Cumpliendo una norma fielmente, el cristiano descubre una nueva
facilidad y seguridad para ejercitarse con sorprendente constancia en obras
que, sin norma, durante años había intentado practicar sin conseguirlo. Ya
he insistido suficientemente en ello. En efecto, la fidelidad a una norma de
vida -que se ha adoptado como querida por Dios- produce grandísimos frutos
de paz, perseverancia y fecundidad espiritual y apostólica, pues está hecha
de humildad, de abnegación y de caridad. Un cristiano, es verdad, no puede
mantenerse fiel a una práctica espiritual si no ejercita mucho, y a veces
con heroísmo, la humildad -sin ésta, pronto se sacude la norma, pensando
que, después de todo, no le es tan necesaria-, la abnegación de sí mismo, y
la caridad a Dios y a los hermanos.
Como es obvio, una cierta disciplina de vida ayuda con tal de que se ponga
un gran empeño en cumplirla fielmente. Por eso, según los casos, cuando en
la vida concreta de un laico van siendo más frecuentes las excepciones a la
norma que las observancias, habrá que pensar si no le convendrá dejar de
atenerse a esa ley personal o, a veces, si es comunitaria, abandonar la
asociación. Otras veces, en cambio, lo que deberá hacer es convertirse y
volver a la fidelidad de la observancia. Un incomplimiento habitual de la
norma es intolerable, pues trae muchos males. Por eso, en lo que se refiere
a las carmelitas, Santa Teresa manda que se cambie a la priora y se
dispersen las monjas en diversos conventos, si en esto de no guardar la
Regla «hubiese ya costumbre -lo que Dios no quiera-» (Visitas 23).
-Flexibilidad. Aunque el laico esté sujeto con toda voluntad a un plan de
vida personal o incluso a una regla de vida, es evidente que, por las
condiciones cambiantes de su existencia secular, no siempre podrá observar
las normas concretas por las que quiere regir su vida. Un día irá de viaje,
otro día tendrá que estar pendiente de un enfermo o le reclaman de su lugar
de trabajo, en ocasiones habrá de plegarse por caridad -¡y por prudencia!- a
las exigencias del cónyuge, más o menos razonables... Así las cosas, es
claro que un apego inflexible a la norma sería algo carnal, no procedente
del Espíritu Santo. Sería buscar más la propia justificación en las obras,
que en la fe, la confianza y el amor. Podría equivaler, efectivamente, a una
judaización del cristianismo, en la que se olvidara que «Cristo nos redimió
de la maldición de la ley» (Gál 3,13). Esta tentación, es cierto, queda muy
lejos del espíritu de época hoy predominante; pero debe ser conocida.
Quienes viven en la gracia de Cristo, deben guardar fidelidad a las normas
de la Iglesia o a las que ellos mismos han profesado por iniciativa propia,
pero deben hacerlo siempre con la peculiar «libertad de los hijos de Dios»
(Rm 8,21). Desde el bautismo, participamos ya del señorío de nuestro Señor
Jesucristo, y a Él le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra»
(Mt 28,18). Por eso, si los cristianos nos acogemos humildemente a la
observancia de leyes y normas de vida, no por eso hemos de olvidar que
nuestra ley suprema es la docilidad al Espíritu Santo, que está por encima
de todas las leyes, siendo al mismo tiempo Él quien las ha inspirado,
suscitándolas como ayudas en nuestro camino de perfección.
Siempre la Iglesia ha enseñado que sus leyes positivas «no obligan con grave
inconveniente (grave incommodo)». Y con más razón ha de decirse esto de
otras normas personales o asociativas que puedan asumirse por iniciativa
personal. Por eso los cristianos laicos, en conciencia, deberán suspender la
observancia de un precepto positivo, siempre que ello venga aconsejado 1.-
por la caridad, 2.- por la obediencia, o 3.- por la prudencia; o que por las
circunstancias 4.- venga a hacerse imposible. «Nadie está obligado a lo
imposible (ad impossibilia nemo tenetur)».
«En todo es muy necesario discreción», dice Santa Teresa una y otra vez
(Vida 19,13; +11,16; 13,1; 29,9). Y esa discrecionalidad en lo referente a
las normas de vida ha de darse, sin duda, con mucha más frecuencia en la
vida seglar que en la de los religiosos. Si éstos, en el caso de una
observancia especialmente difícil, se atienen al juicio del superior, que
puede dar la dispensa prudente de la norma, de modo semejante, los laicos
pueden ser dispensados por su confesor o director espiritual, o en el caso
concreto, por ellos mismos. Y aunque no sea para ellos estrictamente
necesaria esta consulta, puede ser aconsejable en determinadas
circunstancias personales. En todo caso, el cristiano religioso o laico
habrá de mantenerse siempre atento al Espíritu Santo, y sólo a su luz podrá
discernir con verdad, sin trampas, cuándo es la hora de la fidelidad a la
norma, aunque cueste mucho, y cuándo es la de una flexibilidad respecto de
ella, aconsejada por la caridad, la obediencia y la prudencia, o impuesta
por la imposibilidad.
Fidelidad a la norma
y santo abandono
Algunos cristianos recelan sujetar sus vidas a unas normas, temiendo que eso
disminuya en ellos el santo abandono a la acción del Espíritu Santo. «El
espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni
adónde va; así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8).
Sin embargo, ya desde San Francisco de Sales, la espiritualidad providencial
del santo abandono se ha formulado siempre en forma binaria: fidelidad y
abandono. Es significativo, en este sentido, el título de la obra del P.
Réginald Garrigou-Lagrange, La Providence et la confiance en Dieu: fidélité
et abandon (1953). En efecto, lejos de haber contraposición alguna entre
fidelidad y abandono, ambas actitudes se complementan, buscando siempre lo
mismo: conocer y realizar la voluntad de Dios, que es lo único necesario.
La fidelidad a lo que Dios quiere nos lleva a adherirnos cada día, nos
agrade o nos duela, a la voluntad de Dios, claramente significada en sus
mandamientos, en los preceptos de la Iglesia o en aquellas normas que Él nos
ha concedido adoptar, individual o comunitariamente, para el más libre y
constante crecimiento de nuestra vida espiritual.
El abandono a lo que Dios quiera nos lleva, a su vez, a adherirnos a esa
voluntad de la divina Providencia, que día a día se nos va manifestando en
las circunstancias cambiantes de nuestra vida. Si el plan o regla de vida es
sin duda un camino divino, también éste constituye ciertamente un camino
diario misterioso, por el cual Dios, a través de las pequeñas cosas de la
vida nos va conduciendo, si nos dejamos llevar, por donde su amor dispone.
No hay contrariedad alguna entre fidelidad y abandono. Por ejemplo, el pleno
y absoluto abandono de San Claudio La Colombière al libre beneplácito de la
divina Providencia jamás dificultó en él su extrema fidelidad a las reglas
de la Compañía de Jesús.
Modificación de las normas
Las Reglas comunitarias de vida no deben modificarse fácilmente, pues ellas
conducen a muchas personas. Sólo por graves razones y en los modos
convenientes -en un capítulo, en una asamblea- podrán ser modificadas.
Pero los planes o reglas de vida personales sí deben a veces modificarse, a
medida que se desarrolla la persona espiritualmente, o si cambian las
circunstancias de su vida. También los vestidos de una persona deben ir
haciéndose nuevos en las diversas fases de su crecimiento.
Téngase en cuenta en esto que las normas exigen siempre deberes mínimos -ir
a misa tres veces por semana, al menos-, y por eso mismo, en la medida en
que Dios va dando el crecimiento espiritual, deben ser modificadas y
llevadas a más -ir a misa todos los días-. De otro modo, la sujeción a
ciertos planes o reglas de vida espiritual llevaría en sí el peligro de
frenar el crecimiento, cuando en realidad se han dispuesto sólamente para
estimularlo.
Andar sin camino
Es indudable que el cristiano carnal suele sentir repugnancia a sujetar su
vida a normas, y ve con recelo todo lo que sea plan o regla de vida, por muy
modificables que sean. Él prefiere vivir con «más libertad» (?), haciendo
nacer sus obras buenas una a una, según su ánimo y el momento. Es la
tentación más común.
Pero también existe la tentación contraria. Es indudable que el cristiano
carnal tiende a apoyarse en sí mismo, procura controlar su propia vida
espiritual, y pretende -con la mejor voluntad (?)- avanzar en ella según sus
propias ideas sobre la vida cristiana y según su temperamento personal. En
vez de perderse de sí mismo, dejándose conducir por Dios, muchas veces a
ciegas, a él le gusta caminar con mapa, por un camino claro y previsible.
Pues bien, también esta tentación debe ser conocida por aquellos que
pretenden ayudar su espíritu con ciertas leyes personales o comunitarias.
Conviene, pues, saber en esto que algunas veces dispone Dios que ciertos
hijos suyos vayan conducidos día a día por su mano, sin un camino bien
trazado, en completa disponibilidad a su gracia providente, lo que implica
un despojamiento personal no pequeño. Quizá estos cristianos pretenden
clarificar y asegurar sus vidas encauzándolas por ciertos caminos bien
determinados. Pero si eso no está de Dios, al menos por ahora, y ellos son
realmente de los que «obran la verdad» (Jn 3,21), acabarán por entender y
aceptar que el Señor no quiere para ellos camino cierto, al menos por ahora,
y que pretenderlo, asumiendo, por ejemplo, un buen conjunto de normas, sería
contrariar su bendita voluntad. ¡Qué más querrían que tener un camino bien
trazado! Pero Dios no se los da. Sólo tienen a Cristo, que les dice: «yo
mismo soy cada día vuestro Camino. ¿No os basto?».
Quédense, pues, estos cristianos con los diez mandamientos de Dios y los
cinco de la Iglesia, y busquen con toda su alma la perfección evangélica,
dejándose llevar por Dios, y no pretendan tomar sobre sí otras normas
positivas más concretas, que a ellos no les serían ayuda sino estorbo.ialmente
a:...)
en el refugio de tu SAGRADO CORAZÓN.
Guarda sin mancha sus MANOS CONSAGRADAS,
que a diario tocan tu SAGRADO CUERPO,
y conserva puros sus labios teñidos con tu PRECIOSA SANGRE.
Haz que se preserven puros sus Corazones,
marcados con el sello sublime del SACERDOCIO,
y no permitas que el espíritu del mundo los contamine.
Aumenta el número de tus apóstoles, y que tu Santo Amor los proteja de todo
peligro.
Bendice Sus trabajos y fatigas,
y que como fruto de Su apostolado obtenga la salvación de muchas almas
que sean su consuelo aquí en la tierra y su corona eterna en el Cielo. Amén