CAMINOS LAICALES DE PERFECCION: 1. Vocación universal a la santidad
José María Iraburu
Contenido
Verdad fundamental de la fe
Cuando Jesús exhorta a todos sus discípulos: «Sed perfectos, como vuestro
Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), prolonga la norma antigua: «Sed
santos para mí, porque yo, el Señor, soy santo» (Lev 20,26). Pero Cristo da
ahora a ese imperativo un nuevo acento filial. En efecto, el Padre celestial
nos «ha predestinado a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste
[como nuevo Adán, cabeza de una nueva humanidad] venga a ser primogénito
entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Así pues,«ésta es la voluntad de Dios, que
seáis santos» (1Tes 4,3).
No quiere nuestro Padre divino tener unos hijos que inicien su desarrollo en
la vida de la gracia, para quedarse después fijos en la mediocridad de una
vida espiritual incipiente, limitada, crónicamente infantil. Por el
contrario, Él quiere que todos, bajo la acción de su Espíritu Santo, vaya
mos creciendo «como varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo,
para que ya no seamos como niños» (Ef 4,13-14). Con ese fin Cristo se hizo
hombre, murió por nosotros, resucitó, ascendió a los cielos y nos comunicó
el Espíritu Santo, para que tuviésemos «vida, vida sobreabundante» (Jn
10,10). Y no para que languideciéramos indefinidamente en una vida
espiritual débil, sin apenas crecimientos notables. Así pues,
«purifiquémonos de toda mancha de nuestra carne y nuestro espíritu,
realizando el ideal de la santidad en el respeto de Dios» (2Cor 7,1).
«Éste es el más grande y primer mandamiento» (Mt 22,38): «amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con
toda tu mente» (Lc 10,27; +Dt 6,5). Ahora bien, si ése es el mandato
fundamental que recibe todo cristiano, y la santidad consiste precisamente
en la plenitud del amor a Dios, es bien evidente que todo los cristianos
están llamados a ser santos, lo mismo los laicos, que los sacerdotes y
religiosos (Vat.II, LG cp.V).
La santidad, fin único
La santidad es, pues, el fin único de la vida del cristiano: es «lo único
necesario» (Lc 10,41). La enseñanza de Jesús insiste siempre en ese
planteamiento tan absoluto: «Buscad primero de todo el Reino y su justicia,
y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). «Es semejante el reino
de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que quien lo encuentra lo
oculta y, lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel
campo» (13,44).
Según esto, para ser cristiano es preciso renunciar, o estar dispuesto a
renunciar, a todo, padres y hermanos, mujer e hijos, y aún a la propia vida
(Lc 14,26-33); es, pues, necesario condicionarlo todo a las exigencias del
amor de Dios; o lo que es lo mismo, es preciso sujetarlo todo a la voluntad
de Dios, sin límites restrictivos ni condicionamiento alguno, tal como ésta
se vaya manifestando.
No pretender dos fines
La santidad sólo acepta unirse al hombre que la toma como única esposa. No
acepta dársele como una esposa segunda. El cristiano ha sido llamado en la
Iglesia sólamente a ser santo, y todo el resto —sabiduría o ignorancia,
riqueza o pobreza, matrimonio o celibato, relaciones sociales o aislamiento,
vivir aquí o allí, etc.— habrá de darse en él sea como consecuencia de la
santidad o sea como medio mejor para tender hacia ella; es decir, según lo
que Dios quiera. San Ignacio de Loyola, por ejemplo, deja esto muy claro en
el principio y fundamento de sus Ejercicios espirituales. Todo lo que el
cristiano encuentre en la tierra habrá de ser tomado o dejado tanto en
cuanto le ayude o perjudique para su vocación única, que es glorificar a
Dios y crecer en santidad.
Por eso el cristiano que quiere vivir la vida cristiana, pero no quiere en
realidad tender a la perfecta santidad, hace de su vida un tormento
interminable, pues introduce en ella una contradicción gravísima e
insuperable. Es como si un hombre se empeñara en levantar un saco pesado con
una sola mano, no con las dos. Con las dos podría levantarlo perfectamente,
pero con una sola mano le resulta agotador e imposible. De modo semejante,
aquél cristiano que no pretende llegar a la plena santidad, no puede menos
de experimentar el cristianismo, en mayor o menor medida, como un problema,
como una tristeza, como un peso aplastante.
Y es que no acaba de reconocer que «nadie puede servir a dos señores. No
podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24). El que quiere agradar a
Dios y también al mundo está perdiendo el tiempo, pues no va a conseguir ni
lo uno ni lo otro; al menos, no lo primero. Sus esfuerzos —si es que
persiste en ellos— van a ser interminables. Tan inacabables como los
esfuerzos de un hombre que pretendiera colmar una tinaja, acarreando
laboriosamente a ella agua y más agua, pero dejando al mismo tiempo que
permaneciera en su base una grieta. Sería una tarea condenada al fracaso.
Renuncia, igualmente, a la santidad quien, en el camino de la perfección
evangélica —camino de bondad, amor y ofrenda personal—, no quiere ir más
allá de lo razonable, y se autoriza a sí mismo a rehusar aquellas formas
esplendorosas de verdad y de vida, que van más allá de lo razonable y que se
adentran en lo que ya es «locura y escándalo de la cruz» (+1Cor 1,23).
¿Verdad sabida?
Se podría alegar, con cierto hastío, que ya todo esto es muy sabido. Pero
¿de veras es sabido que los laicos, concretamente, han de tender con todas
sus fuerzas a la santidad?... No diría yo tanto. Más bien se observa con
demasiada frecuencia, incluso en buenos cristianos laicos, que aducen su
condición laical y secular para cerrarse a los planteamientos más
intensamente evangélicos, aquéllos precisamente en los que hallarían su paz
y su alegría. Cuando Dios quiere darles mucho más de lo que ahora tienen,
dicen cosas tan peregrinas como que «Dios no pide tanto»... ¿Pedirles Dios?
¡Pero si lo que precisamente quiere Dios es darles, darles con una
abundancia que ni siquiera imaginan!...
Si Dios quiere, por ejemplo, conceder a un laico que haga dos horas diarias
de oración o que participe especialmente de la Pasión de Cristo con
determinadas obras penitenciales, ¿quién es él para rechazar su gracia y
frenar la acción de su Espíritu, alegando que «eso no es conforme a la
vocación laical»? ¿Acaso la idea del laico que pueda tener un cristiano
seglar será más exacta que la que tiene Dios?...