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Este día se ha de contemplar la lanzada que se dio al Salvador y el
descendimiento de la Cruz, con el llanto de Nuestra Señora y oficio
de la sepultura.
Considera, pues, cómo habiendo ya expirado el Salvador en la
Cruz, y cumplídose el deseo de aquellos crueles enemigos, que tanto
deseaban verlo muerto, aun después de esto no se apagó la llama de su
furor, porque con todo esto se quisieron más vengar y encarnizar en
aquellas Santas Reliquias que quedaron, partiendo y echando suertes
sobre sus vestiduras y rasgando su sagrado pecho con una lanza cruel.
¡ Oh crueles ministros ¡Oh corazones de hierro, y tan poco os
parece lo que ha padecido el cuerpo vivo que no le queréis perdonar aun
después de muerto! ¿Qué rabia de enemistad hay tan grande que no se
aplaque cuando ve al enemigo muerto delante de sí? ¡Alzad un poco
esos crueles ojos, y mirad aquella cara mortal, aquellos ojos
difuntos, aquel caimiento de rostro y aquella amarillez y sombra de
muerte, que aunque seáis más duros que el hierro y que el diamante y
que vosotros mismos viéndolos amansaréis! Llega, pues, el ministro
con la lanza en la mano, y atraviésale con gran fuerza por los pechos
desnudos del Salvador. Estremecióse la Cruz en el aire con la
fuerza del golpe, y salió de allí agua y sangre, con que se sanan
los pecados del mundo. ¡Oh río que sales del Paraíso y riegas con
tus corrientes toda la sobrehaz de la tierra! ¡Oh llaga del costado
precioso, hecha más con el amor de los hombres que con el hierro de la
lanza cruel! ¡Oh puerta del cielo, ventana del paraíso, lugar de
refugio, torre de fortaleza, santuario de los justos, sepultura de
peregrinos, nido de palomas sencillas y lecho florido de la esposa de
Salomón! ¡Dios te salve, llaga del Costado precioso, que llagas
los devotos corazones; herida que hieres las ánimas de los justos;
rosa de inefable hermosura; rubí de precio inestimable; entrada para
el corazón de Cristo, testimonio de su amor y prenda de la vida
perdurable!
Después de esto considera cómo aquel mismo día en la tarde llegaron
aquellos dos santos varones José y Nicodemus y, arrimadas sus
escaleras a la Cruz, descendieron en brazos el Cuerpo del Salvador.
Como la Virgen vio que, acabada ya la tormenta de la pasión,
llegaba el sagrado Cuerpo a tierra, aparéjase Ella para darle puerto
seguro en sus pechos, y recibirlo de los brazos de la Cruz en los
suyos. Pide, pues, con grande humildad a aquella noble gente, que
pues no se había despedido de su Hijo, ni recibido de Él los
postreros abrazos en la Cruz al tiempo de su partida que la dejen ahora
llegar a Él y no quieran que por todas partes crezca su desconsuelo,
si habiéndoselo quitado por un cabo los enemigos vivo, ahora los
amigos se lo quiten muerto.
Pues cuando la Virgen le tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá
explicar lo que sintió? ¡Oh án- geles de la paz, llorad con esta
Sagrada Virgen; llorad, cielos; llorad, estrellas del cielo, y
todas las criaturas del mundo acompañad el llanto de María!
Abrázase la Madre con el cuerpo despedazado, apriétalo fuertemente
en sus pechos (para sólo esto le quedaban fuerzas), mete su cara
entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro,
tíñese la cara de la sacratísima Madre con la sangre del Hijo, y
riégase la del Hijo con lágrimas de la Madre. ¡Oh dulce Madre!
¿Es ése, por ventura, vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ése el que
concebiste con tanta gloria y pariste con tanta alegría? ¿Pues qué
se hicieron vuestros gozos pasados? ¿Dónde se fueron vuestras
alegrías antiguas? ¿Dónde está aquel espejo de hermosura en que os
mirábades?
Lloraban todos los que presentes estaban; lloraban aquellas santas
mujeres, aquellos nobles varones; lloraba el cielo y la tierra y todas
las criaturas acompañaban las lágrimas de la Virgen. Lloraba
otrosí el Santo Evangelista, y, abrazado con el Cuerpo de su
Maestro, decía: ¡Oh buen Maestro y Señor mío!, ¿quién me
enseñará ya de aquí en adelante? ¿A quién iré con mis dudas?
¿En cúyos pechos descansaré? ¿Quién me dará parte de los
secretos del cielo? ¿Qué mudanza ha sido ésta tan extraña?
¿Anteanoche me tuviste en tus sagrados pechos dándome alegría de
vida, y ahora te pago aquel tan grande beneficio teniéndote en los
míos muerto? ¿Este es el rostro que yo vi transfigurado en el monte
Tabor? ¿Ésta es aquella figura más clara que el sol de medio día?
Lloraba también aquella santa pecadora, y abrazada con los pies del
Salvador decía: ¡Oh lumbre de mis ojos y remedio de mi ánima!,
si me viera fatigada de los pecados, ¿quién me recibirá? ¿Quién
curará mis llagas? ¿Quién responderá por mí? ¿Quién me
defenderá de los fariseos? ¡Oh cuán de otra manera tuve yo estos
pies y los lavé cuando en ellos me recibiste! ¡Oh amado de mis
entrañas, ¿quién me diese ahora que yo muriese contigo? ¡Oh vida
de mi ánima!, ¿cómo puedo decir que te amo, pues estoy viva
teniéndote delante de mis ojos muerto?
De esta manera lloraban y lamentaban toda aquella santa compañía,
regando y lavando con lágrimas el Cuerpo sagrado. Llegaba, pues,
ya la hora de la sepultura, envuelven el santo Cuerpo en una sábana
limpia, atan su rostro con un sudario y, puesto encima de un lecho,
caminan con Él al lugar del monumento, y allí depositan aquel
precioso tesoro. El sepulcro se cubrió con una losa y el corazón de
la Madre con una oscura niebla de tristeza. Allí se despide otra vez
de su Hijo; allí comienza de nuevo a sentir su soledad; allí se ve
ya desposeída de todo su bien; allí se le queda el corazón sepultado
donde quedaba su tesoro.
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