La Nube del No-Saber y el libro de la Orientación Particular
Nuestro tiempo ha sido testigo de un resurgimiento del interés por la mística de Occidente. Se diría que Occidente, largo tiempo abierto al Zen y al Yoga así como a los sistemas espirituales de Oriente, quiere buscar ahora su tradición y su herencia espiritual propia. Y lo extraño es que este interés por la mística no es solamente académico. Es también práctico. Son muchos los que ansían leer a los místicos para practicar la doctrina que enseñan y de este modo experimentar los estados de conciencia que describen. En pocas palabras, el interés por la mística cristiana forma parte de un ansia muy generalizada de meditación, de contemplación, de hondura. Es un deseo de superar los fenómenos cambiantes, el shock del futuro y la vida de la ciudad para llegar a una realidad más honda que se encuentra en el centro de las cosas. La mística ha dejado de ser algo intrascendente; está en el aire que respiramos. En este clima, los que buscan un guía místico no pueden hacer nada mejor que dirigirse al autor anónimo del siglo XIV de La Nube del No Saber Se trata de un inglés, místico, teólogo y director de almas, que se sitúa en plena corriente de la tradición espiritual de Occidente. Un escritor de gran fuerza y de notable talento literario, que compuso cuatro tratados originales y tres traducciones. Sus dos obras principales, La Nube del No Saber y El Libro de la Orientación Particular que incluimos en este volumen, las hemos puesto en inglés moderno sirviéndonos de los textos originales. Estoy persuadido de que el lector, cautivado por el encanto místico del autor, encontrará en su lectura una experiencia auténticamente contemplativa. Los dos libros se completan mutuamente. La Nube es bien conocida como obra literaria de gran belleza en su estilo y en su mensaje. Ampliamente leída en el siglo XIV cuando fue escrita, nunca ha perdido su sitio de honor entre los clásicos espirituales de lengua inglesa. Menos conocido es El Libro de la Orientación Particular Es la obra de madurez del autor. Como suele suceder con alguna frecuencia, el autor, un poco mas viejo, ha perdido algo de su festivo encanto de juventud. Ello hace que la lectura de su segunda obra sea más difícil. Pero, en todo caso, la pérdida de encanto queda más que compensada por la precisión teológica, la hondura espiritual y la equilibrada autoridad, fruto de años de profunda experiencia. Ahora tiene confianza en sí mismo y está convencido de que, aunque alguien diga lo contrario, la contemplación enseñada por él es valiosísima. Este último libro es ya en muchos aspectos un libro de orientación, tal como entendemos hoy esta palabra. Es la obra de un amigo, deseoso de ayudar y orientar, de un hombre dotado de penetración psicológica sutil, que conoce el espíritu humano, que se da cuenta de la triste capacidad que tiene el hombre de engañarse a sí mismo, y, no obstante, posee una delicada compasión hacia los que sufren cuando luchan por permanecer en un amor silencioso en el centro de su ser. Pero, confesémoslo, su orientación no es de tipo no-directivo sobre la que hoy tanto se habla. Es más bien autoritaria, como conviene a un hombre que ha recorrido la senda mística personalmente y que da la mano a quienes quieran escuchar sus palabras. Si esta edición que ofrecemos al público tiene algún valor especial, quizá se deba a la inclusión de El Libro de la Orientación Particular
Guía práctica de la Contemplación Los dos tratados, pues, son eminentemente prácticos. Guían al lector en la senda de la contemplación. Hay muchos libros que enseñan la meditación de tipo discursivo, pero no abundan los que enseñan la oración contemplativa que va más allá de la idea y de la imagen, adentrándose hasta la nube supraconceptual del no-saber. Y esto es precisamente lo que el autor inglés nos enseña. En su rechazo de la conceptualización es tan radical como cualquier Zen-Budista. Todo concepto, todo pensamiento y toda imagen han de ser sepultados bajo una nube de olvido. Mientras tanto, nuestro amor desnudo -desnudo por estar despojado de pensamiento- ha de elevarse hacia Dios, oculto en la Nube del No-Saber. Con La Nube del No Saber por encima de mi, entre mi Dios y yo, y la nube del olvido debajo, entre todas las criaturas y yo, me encuentro en el silentium miysticum, que el autor inglés conoce por la obra de Dionisio. Si La Nube es radical en su rechazo de la conceptualización, lo es más todavía la Orientación Particular, cuyo primer párrafo contiene palabras que resumen el tema de todo el tratado: «Rechaza todo pensamiento, sea bueno o malo». Es algo bastante duro. Dios puede ser amado, pero no puede ser pensado; puede ser percibido por el amor, jamás por los conceptos. Así que... menos pensar y más amar. La meditación que va más allá del pensamiento es popular en el mundo moderno. Por eso mismo pienso que estos dos libros tienen una especial relevancia hoy día. Por lo que se refiere a ir más allá del pensamiento, nuestro autor inglés tiene una metodología concreta. Después de hablar de meditaciones buenas y piadosas sobre la vida y muerte de Cristo, introduce al discípulo a un camino que no dejará de ser atractivo también para el lector moderno, es decir, el mantra o palabra sagrada: «Si quieres centrar todo tu deseo en una simple palabra que tu mente pueda retener fácilmente, elige una palabra breve mejor que una larga. Palabras tan sencillas como "Dios' o 'Amor" resultan muy adecuadas. Pero has de elegir una que tenga significado para ti. Fíjala luego en tu mente, de manera que permanezca allí suceda lo que suceda. Esta palabra será tu defensa tanto en la guerra como en la paz. Sírvete de ella para golpear la nube de la oscuridad que está sobre ti y para dominar todas las distracciones, fijándolas en la nube del olvido, que tienes debajo de ti. Si algún pensamiento te siguiera molestando queriendo saber lo que tú haces, respóndele con esta única palabra. Si tu mente comienza a intelectualizar el sentido y las connotaciones de esta "palabrita", acuérdate de que su valor estriba en su simplicidad. Haz esto y te aseguro que tales pensamientos desaparecerán. ¿Por qué? Porque te has negado a desarrollarlos discutiendo con ellos». Como puede verse, la palabrita se usa para barrer de la mente toda imagen y pensamiento dejándola libre para amar con el ímpetu ciego que tiende hacia Dios. En la Orientación Particular el autor habla de dos pasos bien definidos en el camino de la iluminación. El primero es el rechazo de todos los pensamientos acerca de qué soy yo y qué es Dios, con el fin de quedar consciente únicamente de que yo existo y de que Dios existe. Quisiera llamar a esta oración existencial, por razón de su abandono de todas las esencias o modos de ser. Pero es sólo el primer paso. El segundo es el rechazo de todo pensamiento y sentimiento de mi propio ser, para estar consciente solamente del ser de Dios. De este modo, el autor lleva a un total autoolvido, a una pérdida total de si mismo para pasar a una conciencia exclusiva del ser a quien amamos. ¿Cómo podemos aceptar esto los hombres del siglo XX, que tanto hablamos de personalidad?
La pérdida del «yo» Permítaseme decir que este problema de la pérdida del «yo» es de suma importancia en el clima religioso de hoy. Clima que se halla dominado por la confluencia de las grandes religiones en un foro común y en un diálogo fascinante que el historiador Arnold Toynbee no ha dudado en calificar como el acontecimiento más significativo del siglo. En este momento el intercambio religioso de Oriente-Occidente, el problema central sobre el que gravita toda la discusión es el de la existencia y la naturaleza del «yo». ¿Puede una religión tan sumamente personalizada como el cristianismo tener un campo común con un sistema aparentemente autoaniquilante como es el budismo? Es este un problema que aparece constantemente sobre el tapete en las reuniones ecuménicas a las que yo mismo he asistido. Cualquiera que se enfrente con él hará bien en escuchar la sabiduría del autor inglés. Enraizado en la tradición cristiana, habla un lenguaje que entiende el budista. Es un gran portavoz de Occidente. Detengámonos en algunos pasajes en que justifica su consejo de que debemos olvidarnos de nuestro propio «yo». En La Nube afirma que el sentimiento de la propia existencia es el mayor sufrimiento para el hombre: «Todo hombre tiene muchos motivos de tristeza, pero sólo entiende la razón universal y profunda de la tristeza el que experimenta que es (existe). Todo otro motivo palidece ante este. Sólo siente auténtica tristeza y dolor quien se da cuenta no sólo de lo que es sino de que es. Quien no ha sentido esto debería llorar, pues nunca ha experimentado la verdadera tristeza». Es un pasaje importante. Pudiera parecer como un rechazo de la vida y de la existencia, si no tuviéramos la afirmación explícita del autor de que este no es su significado. «Y sin embargo, en todo esto no desea dejar de existir, pues esto es locura del diablo y blasfemia contra Dios. De hecho, se alegra de existir y desde lo hondo de su corazón rebosante de agradecimiento da gracias a Dios por el don y el bien de su existencia. Al mismo tiempo, sin embargo, desea incesantemente verse libre del conocimiento y sentimiento de su ser». Está claro que el autor no aboga por la autoaniquilación, ni niega tampoco la existencia ontológica del «yo». Más bien afirma que hay una conciencia del «yo» que produce alegría y gratitud. Y existe una conciencia del «yo» que reporta agonía. ¿Qué clase de conciencia del «yo» es causa de esta tristeza? Pienso que la mística cristiana puede entenderse únicamente a la luz de la resurrección, así como el misticismo budista sólo puede entenderse a la luz del nirvana. Sin la resurrección, la personalidad del hombre, su verdadero «yo», está incompleta. Esto vale también para Cristo, de quien Pablo dice «que fue constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación por su resurrección de la muerte» (Rom 1,4). En otras palabras, Cristo se perfeccionó a través de su resurrección, encontrando su verdadero «yo» y su última identidad. Hasta esta etapa final el hombre se encuentra separado de su fin. Y no sólo el hombre, sino todo el universo, que gime esperando la revelación de los hijos de Dios. Este estado imperfecto de incompletez, aislamiento y separación de la meta es el origen básico de la angustia existencial del hombre -angustia que surge no por su existencia, sino por su existencia separada-. La tristeza por esta separación, afirma el autor, es mucho más fundamental y más engendradora de humildad que la tristeza de los propios pecados o de cualquier otra cosa. De aquí nace la angustia que corre a través de los escritos de los místicos y que se refleja en el grito angustioso de san Juan de la Cruz: «¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?». Vemos al místico separado de su amado, cuya experiencia había comenzado a sentir. Y anhela la plenitud, la unión, la meta. Si esto significa morir, morirá gozosamente. «Rompe ya la tela de este suave encuentro». Es como si dijera: aparta el velo que me separa de mi amado y de mi todo. Está claro que la angustia es la de la separación e incompletez a nivel de la existencia. Se puede experimentar la propia limitación emocional o económicamente, cultural o sexualmente; y todo ello es doloroso. Pero qué terrible es su experiencia al más profundo nivel, el de la existencia! Todas las demás tristezas son experiencias parciales de una experiencia fundamental de la contingencia existencial. Y esta, a mi juicio, es la tristeza del hombre que sabe no sólo lo que es sino que es. Todo esto no está lejos de la angustia de los filósofos existencialistas de la que tanto se oye hablar desde hace tiempo. Su agonía no es necesariamente teísta. Más bien tenía su origen en un sentido radical de la insuficiencia del hombre, de su contingencia, incompletez, mortalidad, tal como queda resumido en la terrible definición que Heidegger hace del hombre como «ser para la muerte». Una vez más, no es precisamente la existencia la que causa el dolor, sino una existencia limitada. El hombre, enfrentado a la perspectiva de la extinción, no tiene el control de su propio destino. Dejemos a los existencialistas. En La Orientación Particular del autor inglés se insiste fundamentalmente en la idea de separación con todo el sufrimiento que esto supone. Pero aquí su lenguaje es más preciso. El sufrimiento del hombre no nace de su existencia, sino de ser como es. Y el autor hace esta oración existencial: «(Yo te ofrezco) lo que soy y la manera como soy» (p. 202): Ahora ya ha dejado suficientemente claro que el problema no es la existencia misma, sino una existencia limitada, por eso ya no necesita otra explicación. Al principio de este tratado hace una afirmación que se repite a lo largo de toda la obra: «Él es tu ser y en él eres lo que eres». Para que esto no suene a panteísta, el autor se apresura a añadir: «Él es tu ser, pero tú no eres el suyo». Como para recordarnos que aunque Dios es nuestro ser, nosotros no somos Dios. Pero, una vez hecha esta distinción, sigue insistiendo en que el gran sufrimiento e ilusión del hombre es su incapacidad para experimentar que Dios es su ser. Más bien tiene la experiencia de estar alejado de Dios. Todo el anhelo de su dirección consiste en llevarnos a la experiencia de que él «es tu ser y de que en él tú eres lo que eres». El hombre no encuentra su verdadero «yo» en el aislamiento ni en la separación del todo, sino sólo en Dios. El conocimiento y el sentimiento de cualquier otro «yo» distinto a este ha de destruirse. Esto nos lleva a la ley inexorable de que el «yo» incompleto debe morir, a fin de que pueda surgir el verdadero «yo». «Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto». En este contexto podemos quizá entender la constante afirmación del autor de que el pensamiento y el sentimiento del «yo» ha de ser aniquilado. Pero esta aniquilación es menos terrible porque es obra del amor. «Tal es el proceder de todo verdadero amor. El amante se despojará plenamente de todo, aun de su mismo ser, por aquel a quien ama. No puede consentir vestirse con algo si no es del pensamiento de su amado. Y no es un capricho pasajero. No, desea siempre y para siempre permanecer desnudo en un olvido total y definitivo de si mismo». Si amamos, la muerte sobrevendrá inevitablemente y el «yo» quedará anegado en un final terrible. Pero será una muerte gozosa. Permítaseme una palabra sobre la conexión entre amor y muerte. En la filosofía tomista, a la que el autor inglés es tan fiel, el amor es «extático», en cuanto nos saca de nosotros mismos para vivir en lo que amamos. Si amamos el dinero, vivimos en el dinero; si amamos a nuestros amigos, vivimos en ellos; si los amamos en Dios, vivimos en Dios. Esto significa que en el amor hay una unión real, como lo expresa san Juan de la Cruz (otro tomista profundo) en sus enigmáticas palabras: «Mas ¿cómo perseveras, oh vida!, no viviendo donde vives...?». ¿No es porque su vida, fuera de su cuerpo, palpita en aquel a quien ama? Y se pregunta cómo puede continuar esta vida. Pues la muerte es una consecuencia inevitable del amor extático. El dilema es terrible. Si el hombre se niega a amar, su «yo» separado permanece en su angustioso aislamiento sin un acabamiento definitivo, aunque ontológicamente Dios esté en su ser. Si ama, elige la muerte para el «yo» separado y la vida para el «yo» resucitado. Precisamente el «yo» resucitado es el que actúa en la contemplación, y esta ya nunca cesará. «Pues en la eternidad no habrá necesidad de obras de misericordia como la hay ahora. La gente no tendrá hambre ni sed, ni morirá de frío o de enfermedad, sin hogar o cautiva. Nadie necesitará una sepultura cristiana, pues no morirá nadie. En el cielo ya no habrá que lamentarse por nuestros pecados o por la Pasión de Cristo. Por eso, si la gracia te llama a elegir la tercera parte, elígela con Maria». Esto nos lleva al problema de la relación del verdadero «yo» con el todo. El autor afirma que hay una unión total («Él es tu ser») y, sin embargo, no es total, porque yo no soy el ser de Dios («Tú no eres el suyo»). Un riguroso tomista del siglo XIV lo hubiera explicado según la noción platónica de las ideas en la mente de Dios, esto es, que la creación existe desde la eternidad en su mente, de forma que existe una total unidad frente a la variedad. La experiencia de esto sería el «casto y perfecto amor» en el que uno está «ciegamente» unido a Dios; es decir, sin pensamientos, sentimientos o imágenes de ninguna clase, experimentándose a sí mismo en Dios y por Dios. San Juan de la Cruz parece estar apuntando a esto cuando dice que al principio experimentamos al Creador a través de sus criaturas, mas en la cumbre experimentamos las criaturas a través del Creador. Pero estoy convencido de que esta metafísica tiene menos sentido para el hombre moderno que la concepción dinámica de Teilhard de Chardin. La de este último es más bíblica, poniendo como centro a Cristo resucitado omega así como la resurrección de todos los hombres. Contempla la unión escatológica definitiva como una total inhabitación de Dios en el hombre y del hombre en Dios y de todos en Cristo que va hacia el Padre de acuerdo con las palabras de Jesús en Jn 17. Por lo que se refiere a la paradoja de que todo es uno y no uno, Teilhard contesta con un principio que se repite a lo largo de su obra: en el ámbito de la personalidad, la unión crea la diferencia: cuanto más unido estoy con Dios, más soy yo mismo. Aquí la unión se distingue claramente de la absorción aniquilante: en la unión con el otro encuentro mi verdadero ser. ¿Paradoja increíble? Sin embargo, en este mismo sentido explicamos la Trinidad. ¿Y no se aplica también el principio de que la unión crea la diferencia a las uniones humanas y a las relaciones interpersonales? En la más honda y amorosa unión con otro, lejos de perdernos a nosotros mismos, descubrimos nuestro «yo» más profundo en el centro de nuestro ser. Si esto es cierto de las relaciones humanas, se ha de aplicar también a la unión más íntima: la de Yavé con su pueblo. He tratado de explicar la posición del autor con respecto a la pérdida del «yo», que es parte integral de su dirección y problema importante del escenario religioso moderno. Pero me apresuro a delatar que el autor es reacio a dar explicaciones y, cuando las da, lo hace solamente como concesión a los teólogos eruditos que pudieran leerlo y criticar su libro. Cuántas veces observa que «sólo quien tiene experiencia puede realmente entender». Si existe algún problema, existe solamente a nivel verbal o metafísico. Pero a nivel del amor experiencial no existe tal problema ya que entonces uno sabe existencialmente lo que es perderse y encontrarse a si mismo al mismo tiempo. El talante del autor es no explicar (pues no es posible explicación alguna), sino conducir al discípulo a un estado de conciencia en que pueda verlo por si mismo. «Por eso te insto: ve en pos de la experiencia más que del conocimiento. Con respecto al orgullo, el conocimiento puede engañarte con frecuencia, pero este afecto delicado y dulce no te engañará. El conocimiento tiende a fomentar el engreimiento, pero el amor construye. El conocimiento está lleno de trabajo, pero el amor es quietud» Es lo mismo que en el caso de los zen budistas, que, sin explicarlo, insisten en que uno se ha de sentar simplemente a meditar.
El lugar de Cristo Otro punto crucial en estos dos libros, lo mismo que en las obras de todos los místicos cristianos, se refiere al lugar de Cristo. En pocas palabras, el problema es este: la teología cristiana, siguiendo al Nuevo Testamento, sitúa a Cristo en el centro mismo de la oración. Cristo el hombre, la Palabra Encarnada. Pero ¿cómo se acopla el hombre Cristo en este vacío sin imágenes, supraconceptual? ¿Dónde está Cristo cuando yo me encuentro entre La Nube del No Saber y la nube del olvido? Es un verdadero dilema. Creo, no obstante, que el autor de La Nube puede ciertamente ser calificado de cristocéntrico. Digamos primero que podemos considerar a Cristo en su existencia histórica o en su existencia de resucitado. En ambos casos tenemos, por supuesto, al mismo Jesús; pero su modo de existencia es totalmente diferente. Sobre el Cristo histórico podemos tener pensamientos, ideas o imágenes de la misma manera que podemos describir las aldeas por las que caminó; pero de Cristo resucitado no podemos tener una imagen adecuada. Así lo afirma categóricamente san Pablo, cuando al ser preguntado cómo es el cuerpo resucitado, responde diciendo (traduciéndolo en el argot moderno): ¡No preguntéis sandeces! «Alguno preguntara: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo? ¡Necio1 no todos los cuerpos son iguales; uno es el cuerpo de los hombres, otro el de los ganados, otro el de las aves y otro el de los peces» (I Cor 15,3539). De la misma manera hay muchas formas de existencia y la del resucitado es diferente de la que ahora gozamos. Ahora bien, el cristiano, siguiendo a san Pablo, no se dirige en su oración a una figura histórica, sino al Cristo resucitado y actualmente vivo que lleva en si toda la experiencia de su existencia histórica pero transformada, como él mismo indicó al mostrar sus heridas a sus discípulos. Por lo que se refiere a la manera de hablar sobre Cristo que vive entre nosotros hoy, Teilhard de Chardin, influenciado por las últimas cartas paulinas, habla del «Cristo cósmico» que corre paralelo al universo. Por la muerte, su cuerpo se universalizó, entrando en una nueva dimensión y en una nueva relación con la materia. En esta dimensión, Cristo resucitado se hace presente a nosotros. Dimensión en la que también nosotros entramos por la muerte. Pero en esta vida podemos tocarla en algún modo por el amor en la Nube del No-Saber. El autor inglés, a mi juicio, está hablando aquí del Cristo cósmico, aunque no emplee esta terminología. De hecho, hace una unión brillante y ortodoxa del Jesús histórico y del Jesús resucitado en el motivo de Maria Magdalena, que, como es obvio, le atrae sobremanera: «En el Evangelio de san Lucas leemos que nuestro Señor entró a casa de Marta, y mientras ella se puso inmediatamente a prepararle la comida, su hermana Maria no hizo otra cosa que estar sentada a sus pies. Estaba tan embelesada escuchándole que no prestaba atención a lo que hacia Marta. Ciertamente las tareas de Marta eran santas e importantes... Pero Maria no les daba importancia. Ni se daba cuenta tampoco del aspecto humano de nuestro Señor, de la belleza de su cuerpo mortal, o de la dulzura de su voz y conversación humanas, si bien esta podría haber sido una obra más santa y mejor... Pero se olvidó de todo esto y estaba totalmente absorta en la altísima sabiduría de Dios oculta en la oscuridad de su humanidad. Por lo que acabamos de ver está claro que la entrada en la nube no significa abandonar a Cristo. Jesús está presente; es el centro divino al que se dirige el amor de María. Pero no mira las imágenes precisas de su hermoso y mortal cuerpo, ni tiene oídos para la suavidad de su voz humana. Ha ido más allá de todo esto, hacia un conocimiento, un amor y una belleza más hondos. Aquí está en la práctica la paradoja de una contemplación que es a un tiempo cristocéntrica y sin imágenes. Ejemplos de este acercamiento sin imágenes al hombre Cristo abundan en nuestro autor inglés. No es necesario citar aquí su alusión en La Orientación Particular a Cristo, que es al mismo tiempo el portero y la puerta. O su interesante interpretación de la ascensión de Cristo que tiene que irse («Es conveniente que yo me vaya») para que sus discípulos no queden tan apegados a su cuerpo histórico que no puedan amar su cuerpo glorificado. Como ya he dicho, nuestra palabra «cósmico» no aparece; pero la idea está incesantemente presente. Con la comprensión de que Cristo está presente al universo, entra en la contemplación una dimensión cósmica y social. La mística cristiana no puede reducirse a una preocupación egoísta por el propio «yo»; ha de ser una apertura a los demás y al universo. Una vez más, el autor inglés nos explica esto en la cosmología de su tiempo. «Pues cuando pones tu amor en él y te olvidas de todo lo demás, los santos y los ángeles se regocijan y se apresuran a asistirte en todos los sentidos, aunque los demonios rabien y conspiren sin cesar para perderte. Los hombres, tus semejantes, se enriquecen de modo maravilloso por esta actividad tuya, aunque no sepas bien cómo. Las mismas almas del purgatorio se benefician, pues sus sufrimientos se ven aliviados por los efectos de esta actividad. Y por supuesto, tu propio espíritu queda purificado y fortalecido por la actividad contemplativa más que por todas las demás juntas». Ningún rincón del universo está ausente de este ejercicio del amor. En términos teilhardianos podríamos decir que la noosfera está constituida por este ejercicio contemplativo; o que este fresco impulso es debido al empuje de la conciencia en su movimiento hacia la omega. No deja de ser, por supuesto, una gran paradoja el que podamos ayudar a las personas olvidándonos precisamente de ellas. «Has de rechazar, por tanto, con firmeza todas las ideas claras por piadosas o placenteras que sean. Créeme lo que te digo: un amoroso y ciego deseo hacia Dios.., es... de más ayuda a tus amigos, tanto vivos como difuntos, que cualquier otra cosa que pudieras hacer». Esto sólo se conoce por la experiencia nacida de la fe. La dimensión social y progresivamente cósmica de la contemplación es puesta de relieve en La Orientación Particular en que se describe esta labor como desarrollo de lo «corporal» a lo «espiritual». Y he traducido estas palabras por la «carne» y «espíritu» paulinos. Para Pablo naturalmente «carne» no es carne sensual y platónica; no es la parte instintiva del hombre, significa más bien el hombre enraizado en este mundo. Y cuando lo usa en un sentido peyorativo, apunta hacia el hombre que sólo ve este mundo y está ciego a cuanto lo trasciende. Por otra parte, el hombre espiritual es el hombre abierto al universo y que está bajo la influencia del Espíritu. De ahí que el crecimiento en la contemplación, crecimiento hacia el espíritu, es un desarrollo hacia la conciencia cósmica, de manera que el contemplativo se sitúa en la mente del Cristo cósmico y se ofrece a si mismo al Padre por la salvación de la raza humana. Aquí está, realmente, el verdadero clímax del pensamiento del autor, vertido en la bella oración de La Orientación Particular
Esta es la verdadera cima en que el contemplativo unido a Cristo se ofrece a si mismo al Padre por el género humano. Ahora se ha adentrado tan de lleno en el espíritu de Cristo que en cierto sentido sólo existe el Padre. Es Cristo quien desde el interior ora y se ofrece a si mismo al Padre. «Vivo yo, mas no yo, es Cristo, quien vive en mi». Y naturalmente, toda la oración es eminentemente trinitaria y desconcertadamente paradójica. Hay un Dios que es mi misma existencia. Y sin embargo, mi existencia es algo distinto y yo se la puedo ofrecer a él. En esta cristología, no obstante, algunos lectores pueden quedar desorientados por el uso que el autor hace de la Biblia. Aquí, lo mismo que en La Orientación Particular y en todas sus obras, su aparente retorcimiento de la Escritura para ilustrar y probar su punto de vista puede hacer surgir una sonrisa en los labios del exégeta moderno. Sin embargo, esta postura es típica de los místicos desde Orígenes hasta san Juan de la Cruz. Y a mi modo de ver, es legítima, e incluso provechosa al moderno exégeta. Que hay un acercamiento a la Escritura, típicamente contemplativo, lo señaló ya el Vaticano II al escribir: «Pues hay un crecimiento en la comprensión de las realidades que acabamos de exponer. Tal acontece en la contemplación y el estudio de aquellos creyentes que atesoran estas cosas en sus corazones a través de una íntima comprensión de las cosas espirituales que experimentan» (Documento sobre la Divina Revelación, 2, 8). El crecimiento en la comprensión viene de los místicos que, por así decirlo, viven las Escrituras desde dentro. Cierto que, como dice san Pablo, nadie puede entender el espíritu del hombre si no es su propio espíritu. Pero qué verdad es que nadie puede comprender las Escrituras (por mucha exégesis que haga) excepto el que posee el Espíritu que las compuso. El acercamiento contemplativo a la Escritura completa a la exegética y está, según creo, poniéndose cada vez más de actualidad.
Primacía del Amor Por lo dicho está claro que en el autor inglés el lugar central del ejercicio contemplativo está reservado al amor. Que el amor es la esencia de todo el problema se afirma una y otra vez en palabras como estas: «Pues en la caridad verdadera uno ama a Dios por sí mismo, por encima de todo lo creado, y ama a su hermano el hombre porque esta es la ley de Dios. En la actividad contemplativa, Dios es amado por encima de toda criatura pura y simplemente por él mismo. En realidad, el verdadero secreto de esta obra no es otra cosa que un puro impulso hacia Dios por ser él quien es». Por lo mismo, el secreto de esta obra es el amor, al que el autor inglés hace referencia con expresiones como estas: «amorcito secreto», «puro impulso de la voluntad», «tensión ciega», «suave movimiento de amor», «esta obra», o simplemente «esto». Habría que notar, sin embargo, que emplea estas expresiones para una actividad que incluye un conocimiento o conciencia de alguna clase. De cara al análisis es posible hablar de conocimiento y amor en la contemplación. Pero la actividad de que habla el autor es una mezcla de ambos, una experiencia totalmente simple que surge en lo más íntimo del corazón del contemplativo. En último análisis, es algo indescriptible, como declara el mismo autor cuando dice que: «Lo que podemos decir de ella no es ella, sino sólo sobre ella» (p. 218). No duda en afirmar, sin embargo, que su elemento predominante es el amor, y sobre este pone todo el acento. La práctica del no-saber con su dejación de todo conocimiento claro bajo la nube del olvido no es más que la preparación para el cultivo de este movimiento ciego que es lo más importante de la vida. Lo repite muchas veces, como, por ejemplo, en las palabras siguientes: «Así, pues, para mantenerte firme y evitar las trampas, mantente en la senda en que estás. Deja que tu incesante deseo golpee en La Nube del No Saber que se interpone entre ti y tu Dios. Penetra esa nube con el agudo dardo de tu amor, rechaza el pensamiento de todo lo que sea inferior a Dios y no dejes esta actividad por nada. La misma obra contemplativa del amor por si misma llegará a curarte de todas las raíces del pecado». Este pasaje típico muestra cómo el problema del olvido queda relegado a un segundo plano, ya que no se trata más que de dar lugar al «agudo dardo.., del amor» que, sin embargo, va acompañado de una profunda conciencia de Dios. Podríamos multiplicar los ejemplos en que el autor expresa su entusiasmo por el pequeño amor que llega a dominar la vida rústica. «Tu personalidad quedará totalmente transformada, tu porte irradiará una belleza interior, y mientras lo sientas nada te entristecerá. Correrías mil kilómetros para hablar con otro del que supieras que efectivamente también lo siente, y, sin embargo, cuando llegaras allí, te encontrarías sin palabras». A medida que el contemplativo penetra más hondamente en la nube, el amor llega a guiarle, enseñándole a elegir a Dios, que no puede ser pensado, entendido o hallado por ninguna actividad racional. A medida que se fortalece, llega a tomar posesión de él de tal forma que domina toda acción. Le ordena que elija a Dios, y si no sigue su mandato, le hiere y no le deja en paz hasta que hace su voluntad. Tenemos una hermosa ilustración de esto en un pasaje de otra obra del autor que, por desgracia, no aparece en este libro. Permítaseme citar de Una Carta sobre los Impulsos un párrafo sobre la calidad dinámica del impulso ciego del amor: «Eso mismo que sientes te hará saber cuándo has de hablar y cuándo has de estar callado. Y te dirigirá discretamente en toda tu vida sin mezcla de error, enseñándote misteriosamente cómo has de comenzar y cesar en todos tus actos naturales con una grande y soberana discreción. Si con la gracia puedes mantener esto habitualmente en continuo ejercicio, cuando te sea necesario hablar, comer dentro de lo que es normal o vivir en comunidad, o realizar cualquier otra acción propia de los cristianos o de la naturaleza, primero te impulsará suavemente a hablar o hacer cualquier otra obra de la naturaleza. Y luego, si no lo haces, punzará como un aguijón tu corazón sin dejarte reposo, y no tendrás paz hasta que lo hagas. Por lo que acabamos de decir, podemos ver que el impulso ciego del amor se convierte en una viva llama que guía todas las decisiones del contemplativo. Le impulsa blanda y suavemente a obrar; pero le impele también a hacer la voluntad de Dios con una cierta inevitabilidad, de tal forma que es inútil luchar: parece estar atrapado por algo más fuerte que él a lo que ha de obedecer aun a riesgo de perder la paz interior cuando golpea su corazón. Que esta sea la dirección de Dios mismo lo vemos indicado en La Nube, donde el autor habla de la acción directiva de Dios en lo más profundo del alma, donde no puede entrar ningún espíritu y donde ningún razonamiento puede hacer impacto. Y esto, repito, es la suma de la moralidad cristiana. No más fidelidad a la ley sino sumisión a la dirección del amor. Además, es precisamente este amor el que da la sabiduría, el conocimiento más verdadero. En realidad, el proceso meditacional que nos enseña nuestro autor inglés podría describirse en tres etapas. En primer lugar existe el conocimiento claro y distinto producido por la meditación discursiva. Esta queda abandonada por la dirección del amor. Después este amor encuentra la sabiduría. En otra obra, Tratado del Estudio de la Sabiduría, el autor describe este proceso con un símil tradicional. Como la vela encendida se ilumina a si misma y los objetos de su alrededor, así la luz del amor nos permite ver tanto nuestra miseria como la gran bondad de Dios: «Lo mismo que cuando la vela está encendida puedes ver la vela misma por la luz que sale de ella, y también las demás cosas, así cuando tu alma arde en amor de Dios, es decir, cuando sientes que tu corazón arde en deseos del amor de Dios, entonces a la luz de su gracia que envía a tu razón, podrás ver tu indignidad y su gran bondad. Por tanto... acerca tu vela al fuego» (S. W 43, 8). Santo Tomás enseña una doctrina semejante. Sostiene que un gran amor de Dios hace descender al Espíritu, según la promesa de Cristo en la última cena de que si alguien le ama será amado por el Padre, quien enviaría otro Paráclito: progreso en la caridad significa, pues, progreso en la sabiduría. Esta clase de sabiduría es, creo yo, evidente en las relaciones humanas, donde el amor puede descubrir una belleza y potencialidad que la razón sola no puede encontrar. Y así el autor se afirma en la corriente de la tradición que considera la mística como un asunto de amor entre el novio y la novia, entre Yavé y su pueblo. Es aquí donde hay que encontrar el más hondo significado de la mística occidental.
Dionisio Este inglés pertenece a la tradición llamada «apofática» por su tendencia a acentuar que Dios es mejor conocido por la negación: podemos saber más sobre lo que no es Dios que sobre lo que es. Influido por el neoplatonismo, es una doctrina que debe mucho a Gregorio de Nisa y a Dionisio Areopagita. A este último se le reconoce al final de su obra: «Quien lea el libro de Dionisio verá confirmado en él todo lo que he venido tratando de enseñar en este libro desde el principio hasta el final» (p. 139). De la sinceridad de estas palabras da fe el hecho de que el autor inglés hizo una traducción de la Teología Mística de Dionisio, que corre con el nombre de Hid Divinity. Sin embargo, eruditos recientes han demostrado que tal obra era menos dionisiana de lo que él mismo suponía. Una razón de ello es que ningún medieval logró una visión objetiva de los escritos del Areopagita. Sólo recientemente ha quedado establecido con certeza que Dionisio fue un monje sirio de principios del siglo VI. Para los de la Edad media fue un convertido de san Pablo que escribe a Timoteo con una autoridad que raya en la de las Escrituras mismas. Sus escritos influyeron no sólo en los místicos griegos, especialmente Máximo el Confesor, en el siglo VIII, sino que después de la traducción de Juan Escoto Eriúgena en el 877 tuvieron un impacto incalculable en toda la Iglesia latina. Se multiplicaron los comentarios; Tomás de Aquino y Buenaventura no escaparon a la influencia del Areopagita, incluso Dante cantó las alabanzas del Areopagita. En consecuencia, el Dionisio que llegó al autor de La Nube, como el Aristóteles que a veces llega a los tomistas, venía cargado de una tradición que ningún medieval podría haber reconocido. Y fue este Dionisio adornado el que influyó en nuestro autor inglés. No oculta, además, el hecho de que no quiere seguir «la pura letra» del libro de Dionisio; trata de interpretarlo por si mismo y de echar mano de otros intérpretes. Es casi seguro que no leyó el texto original de Dionisio sino que usó la versión latina de Juan Sarraceno, junto con el comentario de Thomas Gallus, abad de Vercelli. Sin embargo, aun concediendo que Dionisio fue bastante adornado en los años que transcurren entre el siglo VI y el XlV todavía es cierto que sus ideas básicas son fundamentales al pensamiento del autor de La Nube. Intentaré, pues, hacer un breve resumen de su doctrina. Según Dionisio, el hombre puede conocer a Dios de dos maneras: una por la vía de la razón (logos) y la otra por la contemplación mística (mystikon zeama). El conocimiento racional de Dios se obtiene por medio de la teología especulativa y la filosofía. Pero el conocimiento místico es infinitamente superior a este, ya que proporciona un conocimiento de Dios intuitivo e inefable. De ahí su nombre de «místico» o «escondido». Dionisio habla mucho de la trascendencia de Dios, destacando el hecho de que por el razonamiento conocemos poco sobre él. Pero nunca niega el poder de la razón discursiva para darnos algún conocimiento de Dios, acentuando simplemente la superioridad del conocimiento místico. De hecho, enseña dos vías de conocimiento de Dios por la razón, una afirmativa y otra negativa. Podemos afirmar de Dios todo bien que puede atribuirse a su creación diciendo que él es santo, sabio, benevolente, que es luz y vida. Todas estas cosas vienen de Dios, de manera que podemos afirmar que la fuente posee sus perfecciones en su más alto grado. Pero (y este es el punto que pone de relieve Dionisio) hay también una forma negativa de saber de Dios, puesto que está por encima de todas sus criaturas. Es sabio, pero con una sabiduría diferente de la de los hombres. Su belleza, su bondad y su verdad son diferentes de las que conocemos. Por eso, en un sentido, Dios es distinto a todo lo que conocemos: hemos de grabar en la mente que las ideas que tenemos de él son totalmente inadecuadas para contenerle. Pero hay una manera superior de conocer a Dios. «Además del conocimiento de Dios, fruto de un proceso de especulación filosófica y teológica, existe el más divino conocimiento de Dios que tiene lugar a través de la ignorancia. En este conocimiento el intelecto es iluminado por «la insondable hondura de la sabiduría». Este conocimiento no se encuentra en los libros ni se obtiene mediante el esfuerzo humano, pues es un don divino. El hombre, sin embargo, puede prepararse a recibirlo, y lo hace por la oración y la purificación. Este es el consejo de Dionisio: «A la hora, pues, de intentar la práctica de la contemplación mística, has de dejar atrás los sentidos y las operaciones del intelecto, todo lo que los sentidos y el intelecto pueden percibir, las cosas que son y las que no son, y has de adentrarte hacia el no-saber y, en lo posible, hacia la unión con aquel que está por encima de todas las cosas y de todo conocimiento. Por el constante y absoluto abandono de ti mismo y de todas las cosas, dejando todo y viéndote libre de todo, te abrirás al rayo de la divina oscuridad que supera a todo ser» (De myst. Theol., 1,1). La idea de Dionisio es que los sentidos humanos y el intelecto son incapaces de llegar hasta Dios y por tanto, han de «vaciarse» de las criaturas o purificarse a fin de que Dios pueda derramar su luz sobre ellos. En este sentido están en completa oscuridad con respecto a las cosas creadas, pero al mismo tiempo quedan llenos de la luz de Dios. De ahí que podamos decir que «la Divina Oscuridad es la luz inaccesible en que, según se dice, Dios habita». Cuando las facultades están vacías de todo conocimiento humano, reina en el alma un «silencio místico» que la lleva al clímax que es unión con Dios y la visión de él tal cual es en sí mismo. Tal es la doctrina que fluye desde los místicos apofáticos hasta el tiempo de san Juan de la Cruz. El punto fundamental es que nuestras facultades ordinarias, tanto sensibles como intelectuales, son incapaces por si mismas de representarnos a Dios. Por lo mismo, ha de abandonarse su uso ordinario. Dios está por encima de todo lo que podemos representar en nuestra imaginación o concebir en nuestra mente. Los capítulos 4 y 5 de la Teología mística de Dionisio dan un formidable y detallado catálogo de todas las cosas que no se parecen a Dios. En primer lugar ninguna cosa sensible semeja a Dios, de manera que «quitamos de él todas las cosas corporales, y todas las que pertenecen al cuerpo o a cosas corporales como son la figura, la forma, la calidad, cantidad, peso, posición, visibilidad, sensibilidad... Pues él ni es ninguna de estas cosas ni tiene ninguna de ellas; ni parcial ni conjuntamente no es ni tiene ninguna de estas cosas sensibles». Una vez más, no se parece a nada de cuanto podamos concebir en nuestra mente, y una vez más, sigue el catálogo de las cosas espirituales que no se parecen a Dios. Tal es la teología negativa que subyace a los místicos apofáticos. En su versión de la Mystica Theologia, el autor inglés añade por su cuenta algunas anotaciones al texto original. La principal de todas es su inserción del amor como el elemento más importante de la oración contemplativa. En esto va más adelante que Dionisio y sigue probablemente a un escritor anterior, Thomas Gallus, cuyo comentario debe haber usado. Ya he hablado detenidamente sobre el énfasis que el autor inglés pone en el amor. Permítaseme, no obstante, citar un pasaje más de La Nube en que volvemos a encontrar un acento dionisiano sobre la incapacidad del conocimiento, unido a un nuevo y fuerte acento sobre la centralidad del amor: «Intenta entender este punto; las criaturas racionales, como los hombres y los ángeles, poseen dos facultades principales, una facultad de conocer y una facultad de amar. Nadie puede comprender totalmente al Dios increado con su entendimiento; pero cada uno, de maneras diferentes, puede captarlo plenamente por el amor. Tal es el incesante milagro del amor: una persona que ama, a través de su amor, puede abrazar a Dios, cuyo ser llena y trasciende la creación entera. Y esta obra maravillosa del amor dura para siempre, pues aquel a quien amamos es eterno». De este modo, el autor inglés, que comienza en un marco neoplatónico, se ha adentrado más hondamente en una contemplación que está llena del amor cristiano. En ciertos aspectos, su obra puede considerarse como un himno al amor, lo mismo que la de ese gran español que cantó: «¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma el más profundo centro ! ». En este ensayo introductorio he puesto de relieve la doctrina del amor de nuestro autor no sólo porque es la clave para entender su pensamiento, sino también porque es particularmente relevante para nuestros días, en que la ciencia está explorando los «estados alterados de la conciencia», que no son muy distintos de los estados a los que apunta el místico. No hay por qué hablar aquí de bio-retroalimentación, del control de la mente, de las drogas, ni de otras técnicas que transportan a la gente más allá del pensamiento hacia la conciencia silenciosa e intuitiva. Lo que distingue a la contemplación enseñada por el autor inglés y otros místicos cristianos es la centralidad del amor. Motivada por el amor es una respuesta a una llamada que termina en un ágape mutuo y cualquier cambio de conciencia no es más que una consecuencia de este puro impulso del amor.
El fondo histórico Creo que el lector está ya ansioso de saber algo más sobre este autor. Por desgracia, los datos son mínimos y poco podemos decir. Sin duda, la mejor manera de conocerlo es leer sus obras, donde, como siempre, el estilo es el hombre. A pesar de los muchos intentos, nadie ha conseguido darle un nombre; tampoco sabemos a qué orden religiosa perteneció, si es que realmente fue religioso. Hasta tal punto llegó su humilde deseo de permanecer anónimo. Los manuscritos de sus obras son, sin embargo, numerosos; el más antiguo de los manuscritos data de principios del siglo XV Puesto que el autor parece haber conocido la obra de Richard Rolle, y Walter Hilton parece haberle conocido a él, los historiadores concluyen que debió escribir en los últimos años del siglo XIV Ello está corroborado por su estilo, que, además, indica que los tratados están escritos en las tierras centrales del nordeste. Pertenece a un siglo famoso en los anales de la espiritualidad por los nombres de Richard Rolle, Juliana de Norwich y Walter Hilton en Inglaterra; por el maestro Eckhart, Juan Taulero y Enrique Suso en Alemania; por Jan van Ruysbroeck en Flandes; por Jacopone da Todi y Catalina de Siena en Italia. Es una época vinculada a los nombres de Ángela de Foligno y Tomás de Kempis, una edad, en fin, en que, a pesar de las convulsiones y de los inminentes presagios de tormenta, Europa era profundamente religiosa. La fe penetraba hasta el fondo de los corazones del pueblo e influía no sólo su arte, su música y literatura, sino todos los aspectos de su vida. La alegre Inglaterra estaba saturada de una fe religiosa que irrumpe en Piers Plowman y en Canterbury Tales. Chaucer puede reírse con buen humor de las debilidades de monjas y frailes, pero aceptaba la religión establecida con espíritu sumiso. Tal era la sociedad en que el autor de La Nube vivió y escribió: tanto él como su público daban por buena una Iglesia, una fe y una vida sacramental que ya no son aceptadas sin cuestionárselo por muchos de sus lectores de hoy. Fue, pues, un medieval perfecto, anclado en el espíritu de su tiempo e incluso de su tradición. Tantas palabras, frases e ideas suyas se encuentran también en La Imitación de Cristo, De Adhaerendo Deo, en los escritos de los místicos de las orillas del Rin y en otros tratados devocionales de la época que uno lo ve inmediatamente como parte de la gran corriente de la espiritualidad medieval. Estaba también al tanto de lo que se decía y pensaba en la cristiandad, pues no existía ningún «espléndido aislamiento» en aquel tiempo. Los monjes ingleses y los sabios frecuentaban los grandes centros del saber diseminados por Europa. Si necesitáramos pruebas de su carácter tradicionalista, no tendríamos más que citar su constante alusión no sólo a la Escritura sino también a Agustín, Dionisio, Gregorio, Bernardo, Tomás de Aquino, Ricardo de San Víctor y demás. La modestia y el miedo a la vanidad le prohíben citar ampliamente a estos autores con alguna extensión, pero no puede evitar el referirse a sus obras y reflexionar sobre su pensamiento. Y una vez más, la riqueza de la tradición latente en sus escritos aparece en las figuras e ilustraciones que llenan sus páginas. La misma «nube del no-saber», el motivo Marta-María, la figura de Moisés que sube a la montaña, la noción del alma como espejo en el que puede ver a Dios, la comparación de la oración mística con el sueño, «el puro impulso de la voluntad», «el casto y perfecto amor de Dios», «el punto soberano del espíritu», todas ellas, expresiones tan impregnadas de tradición y usadas por tantos autores cristianos que es casi imposible afirmar categóricamente de quién toma prestado el autor inglés o de quién saca fundamentalmente su inspiración. Pero cuando se llega a estudiar a este autor en su marco histórico, surge otro problema que es necesario mencionar aquí: su sorprendente semejanza con san Juan de la Cruz. No pocos comentaristas se han percatado de esto, llamando al autor inglés un san Juan de la Cruz de dos siglos antes que él. Pues la verdad es que casi todos los detalles de su doctrina tienen su paralelismo en el místico español posterior, y no sólo la doctrina sino también las palabras y frases son en muchos casos idénticas. ¿Cómo explicar esta afinidad digna de tenerse en cuenta? No es imposible que el místico español leyera la versión de La Nube que pudo haber circulado en el continente europeo de su época. Sea lo que fuere, parece claro que ambos escritores pertenecen a la misma tradición espiritual. A través de sus páginas hablan Agustín, Dionisio, Los Victorinos, Taulero, Ruysbroeck y demás; y sabemos, también, que ambos eran tomistas declarados. Es, pues, la gran corriente de una tradición común la que ha tomado los espíritus de estos dos hombres, Los dos forman parte de una corriente mística que ha fluido a través de la cultura cristiana, rompiendo las barreras de tiempo y espacio que separan la Inglaterra del siglo XIV y la España del siglo XVI. Sus potentes olas no han perdido fuerza ni siquiera en el siglo XX. En las notas he dado una lista de las citas de las obras de san Juan de la Cruz. No quieren ser exhaustivas, pero son suficientes para demostrar que ambos escritores pertenecen a la misma tradición. Y quizá ellos nos ayuden a refutarla teoría, sugerida a veces, de que el autor inglés fue un rebelde, un extraño a la tradición, innovador sospechoso y heterodoxo. Nada más lejos de la verdad. Es el místico occidental más representativo, un guía seguro tanto en el siglo XX como en el XIV Y su orientación será altamente valiosa tanto para los que siguen la oración tradicional como para los que practican la meditación trascendental u otras formas contemplativas recientemente importadas de Oriente.
Respecto a la edición inglesa Diré, finalmente, una palabra sobre esta edición, que es un esfuerzo para hacer accesible e inteligible al mundo moderno el pensamiento del autor. Y de modo particular al lector actual que desee practicar la forma de oración aquí descrita. He usado como base el texto critico verdaderamente excelente del profesor Phyllis Hodgson: The Cloud of Unknowing y The Book of Priv y Counseling, edición tomada de los manuscritos, con introducción, notas y glosario, Oxford University Press, 1944 (reimpresión 1958). Sólo una vez me he apartado de este texto. Es al final de El Libro de la Orientación Particular Mi último párrafo no se encuentra en la edición del profesor Hodgson. Aparece, sin embargo, en algunos manuscritos tardíos y lo he incluido en mi edición, porque creo que sin él el libro termina con bastante brusquedad. Por lo que se refiere a las citas de la Escritura, me he servido de la versión de Donay cuando la exégesis del autor parecía exigirlo. En otros casos me he valido de traducciones modernas. He mantenido el título de El Libro de la Orientación Particular (The Book of Priv y Counseling), en parte porque creo que no hay por qué discutir el titulo de un clásico y, en parte, porque es más o menos intraducible. Además, la palabra «counseling, «orientación», como he señalado ya, tiene pleno sentido para la gente de nuestro tiempo. Por lo que respecta a la palabra «privy», «particular», supone por una parte que la carta no va dirigida a cualquiera sino sólo a los que quieran entender y también, que el contenido es íntimo y confidencial. Pienso que ambos sentidos se mantienen mejor conservando la palabra original. Las divisiones de capítulos de El Libro de la Orientación Particular son mías. El texto original es de una pieza y no tiene capítulos. Creí, sin embargo, que esta edición seria más fácil de leer dividiendo el texto más o menos en la misma forma que La Nube. Concluiré haciendo mías las palabras del autor: «Me despido de ti con la bendición de Dios y la mía. Que Dios te dé a ti y a todos los que le aman la verdadera paz, la orientación sabia y prudente, y su alegría interior en la plenitud de la gracia. Amén».
William Johnston Universidad de Sophia, Tokyo, sept. 1973 |