Jesucristo, vida del alma III: La vida para Dios
DOM COLUMBA MARMION, O.S.B.
PARTE II-B
La vida para Dios
5 La verdad en la caridad
El Cristianismo, religión de vida
El Cristianismo es un misterio de muerte y de vida pero, ante todas las
cosas, misterio de vida.
La muerte, como ya sabéis, no se hallaba comprendida en el plan divino; fue
el pecado del hombre quien la introdujo en la tierra; y la negación de Dios,
que es el pecado, ha producido la negación de la vida, que es la muerte (Rom
5,12). Si el Cristianismo nos impone el renunciamiento es con el objeto de
destruir en nosotros aquello que contraría a la vida, debemos eliminar los
estorbos, porque se oponen al libre desarrollo en nosotros de la vida divina
que nos comunica Cristo, agente principalísimo de nuestra santificación, y
sin el cual nada podemos. No se trata pues, de buscar o practicar la
mortificación por sí misma sino, ante todas las cosas, para facilitar el
desarrollo dei germen divino depositado en nosotros en el Bautismo. Al decir
San Pablo al neófito «que debe morir para el pecado», no limita a esa sola
fórmula toda la práctica del Cristianismo, sino que añade, además, «que debe
vivir para Dios en Cristo Jesús». Esta expresión, que encierra un sentido
profundo, como lo iremos viendo en el curso de las instrucciones siguientes,
resume la segunda operación del alma.
La vida sobrenatural, como cualquiera otra vida, está regida por leyes
específicas, a las cuales ha de someterse para poder subsistir. En las dos
instrucciones anteriores, os he mostrado los elementos que integran la
«muerte para el pecado»; consideremos ahora cuáles son los elementos que
informan la «vida para Dios en Cristo Jesús».
Conviene, en primer lugar, establecer el principio fundamental que regula
toda la actividad cristiana y determina su valor a los ojos de Dios. Veamos
cuál es ese orden esencial y general, que en el dominio de lo sobrenatural
debe dirigir la infinita variedad de acciones de que está tejida la trama
ordinaria de nuestra existencia.
1. Carácter fundamental de nuestras obras: la verdad; obras conformes a
nuestra naturaleza de seres racionales: armonía de la gracia y de la
naturaleza en conformidad con nuestra individualidad y especialización
Ya conocéis aquel texto de San Pablo en su Epístola a los de Efeso:
«Realizad la verdad en la caridad» (Ef 4,15). Quisiera detenerme unos
instantes con vosotros para ver cómo el Apóstol condensa en estas palabras
la ley fundamental que en el orden de la gracia regula nuestra actividad
sobrenatural.
«Realizar la verdad en la caridad» quiere decir que la vida sobrenatural
debe mantenerse en nosotros por medio de actos humanos, animados por la
gracia santificante y dirigidos a Dios por la caridad.
El término facientes (realizad) indica la necesidad de las obras. No
necesito insistir mucho en este punto. Toda la vida debe traducirse en
actos; «sin las obras, la fe, que es fundamento de la vida sobrenatural, es
una fe muerta» (Sant 2,17); escribe el apóstol Santiago. Y San Pablo, que no
cesa de mostrarnos las riquezas de que podemos disponer en Nuestro Señor, no
vacila en decirnos que Cristo no es «causa de salvación y de vida eterna
sino para aquellos que le obedece» (Heb 5,9). Si es sincero nuestro deseo de
agradar a Dios, oigamos lo que dice Jesucristo: «Si me amáis, guardad mis
mandamientos (Jn 14,15) porque no son aquellos que dicen sólo con los
labios: "Señor, Señor", quienes entrarán en el reino de los cielos, sino
aquellos que cumplan la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21). Eso es lo que desea
Cristo de nosotros; nos rescata, nos purifica, para que viviendo de su vida,
y animados de su espíritu, hagamos obras que sean dignas de El y de su Padre
(Tit 2,14); eso es lo que de nosotros espera. Y, ¿qué obras hemos de
realizar? ¿De qué índole y carácter han de ser? «Obras verdaderas». ¿Qué
entiende San Pablo por obras verdaderas? Decir la verdad es expresar algo en
conformidad con lo que realmente pensamos. Un objeto es verdadero cuando
existe conformidad entre lo que debe ser según su naturaleza y lo que es en
realidad; se dice que el oro es verdadero, cuando posee todas las
propiedades que sabemos son propias de dicho metal; y es oropel, cuando
tiene las apariencias, pero no las propiedades del oro; no hay conformidad
entre lo que parece ser y lo que debería ser según los elementos que sabemos
son distintivos de su naturaleza.- Una acción humana será verdadera si
corresponde realmente a nuestra naturaleza humana de criaturas dotadas de
razón, de voluntad y de libertad. Debemos ejecutar. dice San Pablo, obras
verdaderas, es decir, obras que sean conformes a nuestra naturaleza humana;
todo acto contrario, que no corresponda a nuestra naturaleza de hombres
racionales, es un acto falso. No somos estatuas, ni tampoco autómatas, ni
tampoco ángeles: somos hombres, y el carácter que, ante todas las cosas,
debe manifestarse en nuestras acciones, y que Dios quiere ver reflejado en
ellas, es el carácter de obras humanas, realizadas por una criatura libre
dotada de una voluntad ilustrada por la razón.
Mirad el universo en torno vuestro: Dios encuentra su gloria en todas las
criaturas, pero únicamente cuando se conforman con las leyes que regulan su
naturaleza. Los astros de los cielos alaban a Dios en silencio por medio de
su curso armonioso a través de los espacios inconmensurables: «Los cielos
pregonan tu gloria» (Sal 18,2); las aguas de los mares, conteniéndose «en
unos limites que Dios les ha asignado»: «Les fijaste unos límites que no
traspasarán» (ib. 103,9) [todo este Salmo, que es un himno grandioso al
Creador, señala las diferentes operaciones propias de los tres reinos,
racional, vegetal y animal]; la tierra, guardando las leyes de estabilidad:
«Creaste la tierra y subsistirá» (Sal 118,90); los arbustos, dando sus
flores y frutos, según su especie, y en armonía con las distintas
estaciones; los animales, siguiendo el instinto que en ellos ha depositado
el Creador. Cada orden de seres tiene sus leyes especiales que regulan su
existencia y que manifiestan el poder y sabiduría de Dios y constituyen un
cántico de alabanza a su gloria: «Señor, Señor nuestro, cuán admirable es tu
nombre en toda la tierra» (ib. 8,1,10). El hombre, en fin, a quien hizo el
Señor rey de la creación, tiene leyes que determinan su naturaleza y
actividad como criatura racional.
El hombre, como todas las criaturas, ha sido creado para glorificar a Dios;
pero no puede glorificarle sino ejecutando, en primer lugar, actos conformes
a su naturaleza, y respondiendo así al ideal que Dios se formó al crearle,
con lo cual le glorifica y le es agradable. Ahora bien, el hombre, de suyo,
es un ser racional; no puede, como el animal, desprovisto de razón, obrar
por su solo instinto. Lo que le distingue de los demás seres de la creación
terrestre es el estar dotado, de razón y de libertad; Ia razón ha de ser,
pues, en el hombre, soberana, pero en calidad de criatura, sometida ella
misma a la voluntad divina de quien depende. Exponente de esta voluntad
divina son para nosotros la ley natural y las leyes positivas.
Para que un acto humano sea verdadero -y ésta es la primera cualidad que
debe ostentar si ha de ser agradable a Dios- debe conformarse con nuestra
condición de criatura libre y racional, sumisa a la voluntad divina; de lo
contrario, no corresponde a nuestra naturaleza, ni a las propiedades que la
caracterizan, ni a las leyes que la rigen; resulta falso.
No olvidéis que la ley natural es algo esencial en orden a la Religión. Dios
hubiera podido no crearme, mas una vez creado, soy y continúo siendo
criatura, y las relaciones que para mí se derivan de esta cualidad son
inmutables; no puede, por ejemplo, concebirse que a un hombre después de ser
creado le sea lícito blasfemar oontra su Creador.
Este carácter de acto humano plenamente libre, pero en armonía con nuestra
naturaleza y ultimo fin para el que fuimos creados y, de consiguiente,
moralmente bueno, es el que sobre todo debe distinguir nuestras obras a los
ojos de Dios: «Quien afirma que conoce a Dios y no guarda sus mandatos, es
mentiroso y en él no está la verdad» (1Jn 2,4).
Para obrar como cristianos, debemos antes obrar como hombres, lo cual es de
gran importancia, pues no cabe duda que un cristiano, si es perfecto,
cumplirá necesariamente con sus deberes de hombre, porque la ley evangélica
contiene y perfecciona la ley natural; pero encuéntranse almas cristianas, o
mejor, que se dicen cristianas, y no sólo entre los simples fieles, sino
entre religiosas, religiosos y sacerdotes, que, exactas hasta el escrúpulo
en la observancia de las prácticas de piedad que ellas mismas han escogido,
hacen caso omiso de ciertos preceptos de la ley natural. Tales almas pondrán
empeño en no faltar a sus ejercicios de devoción, lo cual es digno de loa;
pero no renunciarán a desacreditar al prójimo en su reputación, ni a
propalar falsedades, ni a dejar de cumplir la palabra dada, ni a tergiversar
el pensamiento de otro; no se preocuparán de respetar las leyes de la
propiedad literaria o artística, importándoles poco diferir, a veces con
detrimento de la justicia, el pago de deudas o la observancia exacta de las
clausulas de un contrato. En esas almas, según las palabras célebres del
estadista inglés Gladstone, «la religión debilita la moralidad»; no han
comprendido el precepto de San Pablo: «Obras verdaderas». Hay falta de
lógica, hay falsedad en su vida espiritual, falsedad que tal vez en muchas
almas sea inconsciente, pero no por eso menos perjudicial, porque Dios no
encuentra en ellos ese orden que quiere ver reinar en todas sus obras.
[Este mismo pensamiento vienen a expresar aquellas palabras de Bossuet: «Hay
quien se inquieta si no ha rezado el rosario y demás oraciones, o si se le
ha pasado alguna avemaría en alguna decena. Me guardaré de reprender a tal
persona, alabo esa religiosa exactitud en los ejercicios de piedad; pero
¿quién podrá tolerar que cada día pase por alto, sin la menor dificultad, la
observancia de cuato o cinco preceptos, que sin el menor escrúpulo eche por
tierra los deberes más santos del cristianismo? Extraña ilusión con la cual
nos fascina el enemigo del género humano. Como no puede extirpar del corazón
del hombre el principio de la religión, que tan profundamente va grabado en
él, hace que haga de dicho principio, no su legítimo empleo, sino un
peligroso entretenimiento, a fin de que, engañados con esta apariencia,
creamos que con esos insignificantes cuidados, ya hemos satisfecho las
imperiosas obligaciones que la religión nos impone; no os engañéis,
cristianos. Al realizar esas obras de supererogación, no olvidéis las que
son de necesidad». Sermón de la Concepción de la Sma. Virgen].
Así, pues, debemos ser «veraces»; éste es el primer requisito para que la
gracia pueda comenzar a operar en nosotros. Como sabéis, la gracia no
destruye la naturaleza. Aunque por la adopción divina hayamos recibido como
un nuevo ser, nova creatura, la gracia, que en nosotros debe convertirse en
fuente y principio de nuevas operaciones sobrenaturales, supone la
naturaleza y operaciones propias que de ella se derivan. En vez de oponerse
la gracia y la naturaleza en lo que esta última tiene de bueno y de puro, se
armonizan, conservando cada una su carácter y belleza propias.
Considerad lo que ocurría en Jesucristo, que es a quien en todo debemos
contemplar. ¿No es por ventura modelo de toda santidad? Es Dios y hombre. Su
condición de Hijo de Dios es fuente de donde emana el valor divino de todos
sus actos. Pero también es hombre, perfectus homo. Su naturaleza humana,
bien que unida de una manera inefable a la persona divina del Verbo, en modo
alguno perdió su actividad propia ni su manera específica de obrar; fue
siempre principio de operaciones humanas perfectamente auténticas.
Jesucristo oraba, trabajaba, se alimentaba,padecía y se daba al descanso,
demostrando con estas acciones humanas que era verdaderamente hombre; y aun
me atrevería a decir que nadie ha sido tan hombre como El, porque su
naturaleza humana fue de una incomparable perfección. Solamente que en El la
naturaleza humana subsistía en la divinidad.
Cosa análoga ocurre en nosotros. La gracia no suprime, no destruye la
naturaleza, ni en su esencia ni en sus buenas cualidades; constituye, sin
duda un nuevo estado, añadido, superior infinitamente a nuestro estado
natural, y si bien es verdad que por razón de este nuestro destino, con
todo, nuestra naturaleza no queda por eso ni perturbada ni debilitada. [El
estado sobrenatural propende a excluir lo que hay de viciado en la
naturaleza como consecuencia del pecado original, lo cual los autores
ascéticos llaman vida natural por oposición a la sobrenatural.Antes hemos
visto que la mortificación consiste precisamente en destruir esa vida
natural]. Precisamente ejercitando nuestras propias facultades
-inteligencia, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación- es como la
naturaleza humana, aun adornada de la gracia, debe realizar sus operaciones;
ahora bien, los actos que así emanan de la naturaleza se convierten por la
gracia en dignos de Dios. Debemos, desde luego, seguir siendo lo que somos y
vivir de acuerdo con nuestra naturaleza de criaturas libres y racionales,
pues esto es lo primero que se requiere para que nuestras acciones sean
verdaderas; y aun añadiría que hemos de vivir de un modo que corresponda a
nuestra individualidad.
En la vida sobrenatural debemos guardar nuestra personalidad en lo que tiene
de bueno. Esto forma parte de esa verdad que para vivir la vida de la gracia
se reclama de nosotros. La santidad no es un molde único en el que deban
vaciarse y fundirse las cualidades naturales que caracterizan la
personalidad propia de cada uno, para no representar después más que un tipo
uniforme. Por el contrario, al crearnos Dios, nos dotó a cada uno
individualmente de dones, talentos y privilegios especiales; cada alma tiene
su belleza natural particular, una brilla por la profundidad de su
inteligencia, otra se distingue por la firmeza de la voluntad, otra en fin
atrae por su mucha caridad. La gracia respetará esa belleza, como respeta la
naturaleza en que se basa; solamente que al esplendor nativo añadirá un
brillo divino que le eleva y transfigura. En su acción santificadora respeta
Dios la obra de la creación, pues El es quien dispuso esa diversidad, y cada
alma, al reproducir uno de los pensamientos divinos, ocupa su lugar especial
en el corazón de Dios.
Finalmente, debemos ser verdaderos, conformándonos con la vocación a que
Dios nos ha llamado. No somos individuos aislados, sino que formamos parte
de una sociedad que comprende diferentes modos de vivir la vida. Es claro
que, para estar en la verdad, debemos guardar también los deberes propios
que impone a cada uno el estado especial en que la Providencia nos ha
colocado, y la gracia no puede oponerse a ello. Sería falsear la verdad que
una madre de familia pasase largas horas en la iglesia, cuando su presencia
fuera necesaria en el hogar para el arreglo de la casa (+1Tim 5,4 y 8), o
que un religioso, por devoción mal entendida, prefiriese hacer una hora de
oración a realizar el trabajo prescrito por la obediencia, por humilde que
éste sea. Tales actos no son verdaderos, en el sentido que venimos dando a
esta palabra.
Padre, decía Jesús, en la última Cena, rogando por sus discípulos,
santi-fícales en la verdad.
2. Realizar nuestras obras en la caridad, en estado de gracia; ne-cesidad y
fecundidad de la gracia para la vida sobrenatural
¿Bastará que nuestras acciones sean verdaderas, conformes a nuestra
condición de criaturas racionales sumisas a Dios, libremente ejecutadas y
conformes a nuestro estado, para que sean actos de vida sobrenatural? -No,
ciertamente; eso solo no basta; es menester, además, y éste es el punto
capital, que procedan de la gracia, que sean realizadas por un alma adornada
de la gracia santificante. En lo que San Pablo indica con esa palabra: In
caritate.
En la caridad, es decir, en esa caridad fundamental y esencial por la cual,
al darnos nosotros enteramente a Dios, encontramos en El el supremo bien,
preferido por nosotros a otro cualquiera; ése es el fruto de la gracia que
nos hace agradables a Dios hasta el punto de convertirnos en hijos suyos. Es
verdad que la caridad sobrenatural no es la gracia, pero ambas son
inseparables: «La caridad ha sido derramada en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido comunicado» (Rom 5,5). [«La gracia
santificante y la divina caridad nos son dadas por el Espíritu Santo... pues
la gracia habitual y el don sobrenatural de la caridad no se distinguen
entre sí sino como el sol se distingue de sus rayos. La gracia santificante
es la vida del alma; la caridad es esta misma energía de vida, dispuesta a
producir todas las operaciones de la vida sobrenatural y especialmente el
amor actual de Dios, fuente de toda vida y de toda belleza». Hedley,
Retraite].
La gracia eleva nuestro ser, la caridad transforma nuestro ser; la caridad
transforma nuestra actividad, y ambas están siempre unidas; el grado de la
una señala el de la otra, y toda falta grave, de cualquier naturaleza que
sea, mata en nosotros, a la vez, la gracia y la caridad.
La gracia santificante debe ser el manantial de donde se alimente nuestra
actividad humana; sin ella, no podemos realizar acto alguno sobrenatural que
resulte meritorio con vistas a la bienaventuranza de la vida eterna. Dios,
en primer lugar, nos constituyó en un estado, el estado de la gracia, y es
lo que importa principalmente. Un ser no obra sino en virtud de su
naturaleza, y así como nosotros no realizaríamos actos humanos si no
poseyéramos la naturaleza humana, del mismo modo no podemos practicar actos
de vida sobrenatural si no poseemos, por la gracia, algo así como una nueva
naturaleza: Nova creatura.
Representaos un hombre tendido en tierra; puede ser que esté dormido, o
también que sea un cadáver. Si está dormido, pronto despertará; todo su
cuerpo se pondrá eu movimiento y sus energías naturales comenzarán a
manifestarse. ¿Por qué? Porque conserva todavía en sí el principio de donde
emanan las energías que le animan, es decir, el alma. Pero si el alma está
ausente, el cuerpo no se moverá; podréis, si queréis, sacudirle, pero
permanecerá en su inercia de cadáver; y en adelante ninguna actividad
brotará de ese cuerpo muerto, pues le ha abandonado el principio vital de
donde emanaban sus energías.
Lo propio sucede con la vida sobrenatural. La gracia santificante es su
principio interior, de donde procede toda actividad sobrenatural. Si el alma
posee esta gracia, puede producir actos de vida sobrenaturalmente
meritorios; de lo contrario, el alma está muerta a los ojos de Dios.
[Naturalmente, esto no es más que una comparación que sirve para mostrarnos
la necesidad de la gracia como principio de vida sobrenatural; pues el alma
en estado de pecado mortal puede por el Sacramento de la Penitencia revivir,
recuperando la gracia; además, el alma debe prepararse y recurrir a ese
sacramento, por medio de actos libres sobrenaturales (es decir, ejecutados
bajo el impulso de auxilios actuales sobrenaturales otorgados por Dios) de
temor, esperanza, caridad, contrición].
Jesucristo nos propuso una comparación que hace comprender bien la función
de la gracia en nosotros. Le gustaba servirse de imágenes para hacer más
asequible la verdad. Después de la Cena, Nuestro Señor con sus discípulos
deja el cenáculo para ir al Monte de los Olivos. En el camino, saliendo de
la ciudad, atraviesa una colina poblada de viñedo. Esta vista inspira a
Jesucristo su último discurso. «¿Veis estas viñas?, dice a los apóstoles;
pues bien, la verdadera viña soy yo, vosotros los sarmientos; el que mora en
Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada. Y así
como el sarmiento no puede dar fruto si no está adherido al tronco de la
vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos a Mí por la gracia».
La gracia es la savia que sube de las raíces a las ramas. Lo que da fruto no
es la raíz ni el tronco, sino la rama, pero unida por el tronco a la raíz y
recibiendo de ella la savia nutritiva. Cortad la rama, separadla del tronco,
y al no recibir la savia, se seca y se convierte en leña muerta, incapaz de
producir fruto de ningún género.
Eso es lo que sucede al alma desposeída de la gracia; no está unida a
Cristo, pues no saca de El esa savia de la gracia que le permitiría vivir
una vida sobrenatural y fecunda. No lo olvidéis; solamente Cristo es fuente
de la vida sobrenatural; toda nuestra actividad, nuestra existencia misma,
no tienen ningún valor con relación a la vida eterna sino en cuanto estamos
unidos a Cristo por la gracia; de otra suerte ya puede uno agitarse,
gastarse, deshacerse en actos los rnás extraordinarios a los ojos de los
hombres; ante Dios esa actividad carece de fecundidad sobrenatural y de
mérito para la vida eterna.
Me diréis: ¿Son acaso malas estas acciones? -No, no son necesariamente
malas. Si son honestas de suyo, no dejan de ser agradables a Dios, que a
veces las recompensa con favores temporales, y confieren al que las hace
cierto mérito en el más amplio sentido de la palabra; o mejor, hay cierta
conveniencia en que Dios las recompense. Mas como falta la gracia
santificante, no existe la proporción necesaria entre esos actos y la
herencia eterna que Dios sólo prometió a los que son sus hijos por la gracia
(Rom 8,17). Y Dios no puede reconocer en esas acciones el carácter
sobrenatural requerido para que las estime merecedoras de un galardón
eterno.
Considerad a dos hombres que dan limosna a un pobre: el uno está en amistad
con Dios por la gracia y hace la limosna por un movimiento de caridad
divina, el otro, en cambio, está desprovisto de la gracia santificante,
ambos exteriormente realizan la misma acción, es verdad, pero, ¡qué
diferencia a los ojos de Dios! La limosna del primero le reportará el
aumento de una dicha infinita y eterna, y de él dijo Nuestro Señor que «un
vaso de agua dado en su nombre no quedará sin recompensa» (Mt 10,42); por el
contrario, el acto del segundo con relación a esta bienaventuranza eterna
carecerá por completo de valor, aun cuando repartiera puñados de oro: lo que
procede de la naturaleza sola, no se computará para la vida eterna.
Sin duda Dios, que es la bondad misma, no ha de mirar sin benevolencia las
acciones honestas hechas por el pecador, sobre todo tratándose de actos de
caridad para con el prójimo ejecutados, no por ostentación humana, sino por
un movimiento de compasión hacia los desgraciados. A menudo (y hay en ello
un motivo grande de confianza) la misericordia inclina a Dios a otorgar, a
los que se dan a esos actos de caridad, gracias de conversión que finalmente
les devolverán el bien supremo de la amistad de Dios; pero, en puro rigor,
únicamente la gracia santificante es la que da a nuestra vida su verdadera
significación y su valor fundamental. Tanto es así que cuando el pecador
vuelve a la gracia, por muy numerosas y sublimes en el orden natural que
hayan sido las acciones ejecutadas sin la gracia, permanecen sin valor
respecto del mérito sobrenatural y de la bienaventuranza que lo recompensa:
están perdidas sin remedio. San Pablo puso bien en claro esta verdad,
escuchad lo que dice: «Si yo gozara del don de hablar las lenguas de los
hombres y de los ángeles y no tuviese caridad, sería como metal que suena o
címbalo que retiñe, si poseyera el don de profecía, si conociera los
misterios, si atesorara toda la ciencia y si tuviera una fe tan eficaz que
trasladase los montes y no tuviese caridad, nada sería, si distribuyera
todos mis bienes en dar de comer a los pobres, entregara mi cuerpo a las
llamas y no tuviese caridad, de nada me serviría» (1Cor 13, 1-3). En otros
términos, los dones más extraordinarios, los talentos más sobresalientes,
las empresas más generosas, las acciones más brillantes, los esfuerzos más
considerables, los dolores más taladrantes no son de ningún provecho para la
vida eterna sin la caridad, es decir, sin ese amor soberano del alma a Dios,
considerado en sí mismo, amor sobrenatural que nace de la gracia
santificante, como la flor brota de su tallo.
Dirijamos, pues, a Dios, fin último y bienaventuranza eterna, toda nuestra
vida; la caridad de Dios que poseemos con la gracia santificante debe ser el
motor de toda nuestra actividad. Cuando poseemos la gracia divina en
nosotros realizamos el anhelo de Nuestro Señor: «Permanecemos en El» y El
«en nosotros». El no viene solo, sino que mora en nosotros con el Padre y el
Espíritu Santo: «Vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn
14,23). La Santísima Trinidad, que habita verdaderamente en nosotros como en
un templo, no está inactiva, sino que continuamente nos sostiene para que
nuestra alma pueda ejercer su actividad sobrenatural: «Mi Padre, hoy como
siempre, está obrando y Yo lo mismo» (ib. 5,17).
Sabéis que en el orden natural Dios, por su acción nos sostiene
incesantemente en la existencia y en el ejercicio de nuestros actos, es el
«concurso divino». Pues este concurso divino existe también en el orden
sobrenatural; no podemos hacer nada sobrenaturalmente más que cuando Dios
nos da la gracia de obrar. Esta gracia, a causa de su efecto transitorio, se
llama actual (con oposición, en nuestro lenguaje, a la gracia santificante,
que siendo de suyo permanente, se llama gracia habitual); forma parte de ese
conjunto admirable que, con la gracia santificante, las virtudes infusas y
los dones del Espíritu Santo, constituye el orden sobrenatural.
En el ejercicio ordinario de la vida sobrenatural, esa gracia no es sino el
concurso divino aplicado al orden sobrenatural; pero en ocasiones especiales
en las que infiuye el estado en que quedó nuestra alma después del pecado
original -tinieblas de la inteligencia, flaqueza de la voluntad distraída
del cuidado de buscar el verdadero infinito bien por la concupiscencia, el
demonio y el mundo-, ese concurso divino se traduce y se manifiesta de un
modo también particular: iluminación especial de la inteligencia,
robustecimiento de la voluntad para resistir una grave tentación o realizar
una obra difícil. Sin este concurso particular que Dios otorga a los que se
lo piden no podriamos alcanzar el fin supremo, no podríamos, como dice el
Concilio de Trento, «perseverar en la justicia». (Sess. VI, cap.18; +can.13)
[No obstante, es evidente que el alma en estado de pecado mortal puede
recibir gracias actuales sobrenaturales que iluminen su inteligencia y
afirmen su voluntad en la obra de su conversión; pero esas gracias no se
unen en el alma que está en pecado como en la que posee la gracia
santificante a «el concurso divino» de que hablamos y que conserva la gracia
santificante en el alma de los justos. El Espíritu Santo excita al pecador a
la conversión, no habita en su alma].
Tal es, expuesta esquemáticamente, la ley fundamental del ejercicio de
nuestra vida sobrenatural. Sin cambiar nada de lo que es esencial a nuestra
naturaleza, de lo que requiere nuestro estado de vida particular, debemos
vivir de la gracia de Cristo, orientando por la caridad, toda nuestra
actividad a procurar la gloria de su Padre. La gracia se injerta en la
naturaleza, en sus energías nativas, y desarrolla sus operaciones propias,
ésta es la primera razón de la diversidad que encontramos en los Santos.
3. Maravillosa variedad de los frutos de la gracia en las almas; la raíz de
que procede es sin embargo para todos la misma
Amás de esto, el grado mismo de gracia varía en las almas. Verdad es, como
ya lo he dicho, que no existe más que un modelo único de santidad, como no
hay más que una fuente de gracia y de vida: Cristo Jesús; la justificación y
la bienaventuranza eterna son, específicamente, en su raíz y en su
sustancia, las mismas para todos: «Un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo», dice San Pablo (Ef 4,5).
Pero del mismo modo que todos los que poseen la naturaleza humana, se
diversifican en sus cualidades, así Dios distribuye libremente sus dones
sobrenaturales, según los amorosos planes de su sabiduría. «A cada uno de
nosotros, dice San Pablo, es otorgada la gracia en la medida del don de
Cristo» (ib. 7). En el rebaiio de Cristo, cada oveja lleva su nombre de
gracia: «El buen pastor, decía Jesús, conoce a sus ovejas y las llama por su
nombre» (Jn 10,3), como «el Creador conoce la multitud de estrellas y las
llama a todas por su nombre» (Sal 146,4), pues cada una tiene su forma y su
perfección [+Bar 3, 34-35: «Las estrellas brillan en su puesto y están
contentas; el Señor las llama y ellas dicen: "¡Henos aquí!" Y continúan
brillando alegremente en honra de quien las creó»].
«Cada alma recibe dones diversos del mismo Espíritu, dice San Pablo; las
operaciones de Dios en las almas son múltiples v diversas, pero es el mismo
Dios quien obra todo en todos. A uno se le concede el don de sabiduría, a
otro un don elevado de fe; a éste el de las curaciones, a aquél el poder de
obrar milagros; el uno es evangelista, el otro profeta, el otro doctor, pero
el que produce todos esos dones es uno y el mismo Espíritu Santo,
distribuyéndolos a cada uno en particular como le place» (1Cor 12, 4-11).
Y cada alma responde a la idea divina de una manera que le es propia; cada
uno de nosotros cultiva los talentos confiados a su libertad, reproduce en
sí mismo, por medio de una cooperación que lleva su impronta individual, los
rasgos de Cristo.
Así, bajo la acción infinitamente delicada y rica en matices del Espíritu
Santo, cada una de nuestras almas debe esforzarse por reproducir a través de
su actividad individual, ensalzada y transformada por la gracia, el modelo
divino, de este modo se consigue esa variedad armoniosa que hace a Dios
«admirable en sus santos» (Sal 67,36). Todos le glorifican, pero puede
decirse de cada uno de ellos, con la Iglesia: «No se ha encontrado otro que
como él haya puesto en práctica la ley del Señor» (Ecli 44,20; +Oficio de
los santos confesores). El brillo de la santidad de un San Francisco de
Sales no es el mismo que el de un San Francisco de Asís, y el esplendor de
que está adornada en el cielo el alma de una Santa Gertrudis o de una Santa
Teresa es muy diferente del que rodea a una Santa Magdalena.
En cada uno de los santos ha respetado el Espíritu Consolador la naturaleza
con los rasgos particulares que la creación les asignó, la gracia los ha
transfigurado y les ha añadido los dones propios del orden sobrenatural; y
el alma, guiada por el que la Iglesia llama «Dedo de la diestra del Padre»
(Digitus paternæ desteræ. Himno Veni Creator Spiritus), ha correspondido a
esos dones y así ha labrado su santidad. Embeleso nos producirá ciertamente
el contemplar en el cielo las maravillas que la gracia de Cristo habrá hecho
resplandecer en un fondo tan variado como el de nuestra naturaleza humana.
Por grandes que sean los santos y por elevado que sea el grado de su unión
sobrenatural, el fundamento de toda su santidad no es oho que la gracia de
la adopción divina.- Ya os lo he dicho y lo repito de nuevo: todas las
gracias, todos los dones que recibimos van engarzados a ese primer eslabón
que es la mirada divina que nos ha predestinado a ser hijos de Dios por la
gracia de Jesucristo; ella es la aurora de todas las misericordias de Dios
con respecto a nosotros; todas las deferencias y atenciones de Dios sobre
cada uno de nosotros, provienen de esa gracia de adopción regalo de Jesús y
que hemos recibido en el Bautismo. ¡Oh, si conociésemos el don de Dios! ¡Si
supiéramos el valor de esta gracia que, sin cambiar nuestra naturaleza, nos
eleva al rango de hijos de Dios y nos hace vivir como tales mientras
esperamos la herencia eterna! Sin ella, como hemos visto, la vida natural
más rica en dones, la más exuberante en obras, la más brillante y genial, es
estéril en orden a la bienaventuranza eterna.
Por eso pudo escribir Santo Tomás que «la perfección que resulta para una
sola alma del don de la gracia, supera a todo el bien esparcido en el
universo» [bonum gratiæ unius maius est quam totius universi. I-II, q.113,
a.9, ad 2]. Y ¿no es esto lo que ha proclamado Nuestro Señor mismo? «De nada
sirve al hombre, dice Jesús, ganar el mundo, conquistar su estima, si por no
tener la gracia está excluido para siempre de mi reino» (Mt 16,26). La
gracia es el principio de nuestra verdadera vida, el germen de la gloria
futura y de la felicidad eterna.
Comprendemos, desde luego, cuán inestimable joya es para un alma la gracia
santificante; es una piedra preciosa cuya brillantez se debe a la sangre de
Cristo. Comprendemos, además, que nuestro divino Salvador lanzase tan
terribles anatemas contra los que, por escándalos, arrastran un alma al
pecado y la privan de la gracia: «Más les valdría que se les atara al cuello
una rueda de molino y se los lanzase al mar» (Lc 17,2). Comprendemos,
finalmente, por qué las almas santas que llevan una vida de trabajo, de
oración, de penitencia o de expiación por la conversión de los pecadores,
para que se les restituyera el bien de la gracia, son tan gratas a
Jesucristo.
Nuestro divino Maestro mostró un día a Santa Catalina de Siena un alma cuya
salud había conseguido por su oración y su paciencia. «La hermosura de esta
alma era tal, refirió la Santa al bienaventurado Ramón, su confesor, que no
hay palabra que la pueda expresar». Y, sin embargo, esta alma aun no estaba
revestida de la gloria de la visión beatífica, no tenía mas que la claridad
de la gracia recibida en el Bautismo. «Mira, decía Nuestro Señor a la Santa,
mira que por ti he recuperado yo esta alma perdida». Y después añadió: «¿No
te parece muy graciosa y bella? ¿Quién, pues, no aceptaría cualquier pena
para ganar una criatura tan admirable?... Si te he mostrado esta alma es
para animarte más a procurar la salvación de todas y para que muevas a otros
a ocuparse en esta obra, según la gracia que te será dada» (Vida de Santa
Catalina de Siena, por el Bto. Raimundo de Capua).
Pongamos, pues, esmero en guardar celosamente en nosotros la gracia divina;
apartemos de ella con cuidado todo lo que pueda debilitarla hasta dejarla
indefensa contra los golpes mortales del demonio; esas resistencias
deliberadas a la acción del Espíritu Santo, que habita en nosotros y que sin
cesar quiere orientar nuestra actividad hacia la gloria de Dios. Permanezca
nuestra alma arraigada en la caridad, como dice San Pablo (Ef 3,17); pues
poseyendo en ella esa raíz divina de la gracia santificante y de la caridad,
los frutos que produzca serán frutos de vida. Permanezcamos unidos por la
gracia y la caridad a Cristo Jesús, como el sarmiento a la vid: «Que estéis
enraizados en Cristo», dice en otro sitio el Apóstol (Col 2,7). El Bautismo
nos ha «injertado en Cristo» (Rom 11,16), y desde entonces poseemos la savia
divina de su gracia, y merced a ella nuestra actividad llevará un sello
divino, porque divino es su principio íntimo.
Y cuando este resorte sea ya tan poderoso que llegue a ser único, de forma
que toda nuestra actividad derive de El, entonces realizaremos las palabras
de San Pablo (Gál 2.20): «Vivo yo», es decir, ejerzo mi actividad humana y
personal; «o, más bien, no yo, sino que es Cristo quien vive en mí»; es
Cristo quien vive, porque el principio de donde dimana toda mi actividad
propia, toda mi vida personal, es la gracia de Cristo; todo viene de El por
la gracia, todo vuelve a su Padre por la caridad: yo vivo para Dios en
Cristo Jesús (Rom 6,2).
NOTA.- ¿Podemos saber si estamos en estado de gracia, en la amistad divina?
-A ciencia cierta, de forma que se excluya hasta la sombra de toda duda, no;
pero podemos y aun debemos suponerlo si no tenemos conciencia de pecado
mortal y si buscamos sinceramente servir a Dios con firme y buena voluntad;
esta última señal la expone Santa Magdalena de Pazzi en alguno de sus
escritos. En las almas generosas y dóciles a las inspiraciones de lo alto,
el Espíritu Santo añade a veces su testimonio: Ipse Spiritus testimonium
reddit spiritui nostro quod sumus filii Dei (Rm 8,16). Hay, pues, una
certeza práctica que no excluye el temor, pero que debe bastarnos para que
vivamos con confianza de la vida divina a la que Dios nos llama Y para que
gustemos la alegría profunda que hace nacer en el alma el pencamiento de
ser, en Jesús, el objeto de las complacencias del Padre celestial.
6 Nuestro progreso sobrenatural en Jesucristo
La vida sobrenatural está sujeta a una ley de progreso
Toda vida tiende, no solamente a manifestarse por los actos que le son
propios y que emanan de su principio interior, sino también a crecer, a
progresar, a desarrollarse y a perfeccionarse. El niño que vio el día, no
permanece siempre niño; por ley de su naturaleza ha de llegar a la edad
viril.
La vida sobrenatural sigue también esta ley. De haberlo querido así, pudo
Nuestro Señor constituirnos, en un instante, después de un acto de adhesión
de nuestra voluntad, en el grado de santidad y de gloria a que destinaba
nuestras almas, como se realizó en los ángeles.- No lo quiso, y determinó,
no obstante ser sus méritos la causa de toda santidad, y su gracia el
principio de la vida sobrenatural, que cooperásemos incesantemente por
nuestra parte en la obra de nuestra perfección y de nuestro progreso
espiritual, pues para eso se nos ha otorgado el tiempo que pasamos en este
mundo en la fe.
Debemos, como hemos visto, apartar, en primer lugar, los obstáculos que se
oponen a la vida divina en nosotros, y al mismo tiempo ejecutar los actos
destinados a desarrollar esta vida hasta que, en el momento de la muerte,
adquiera su perfección definitiva. Eso es lo que San Pablo llama «llegar a
la edad perfecta de Cristo».
El mismo Apóstol tuvo buen cuidado de señalar la necesidad de este
crecimiento y progreso y cómo debe ordenarse. Después de encargarnos que
«practiquemos la verdad en la caridad», añade al punto: «crezcamos por todas
las cosas en aquel que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,15).
Ya hemos visto en la conferencia anterior lo que San Pablo entiende por
«vivir en la verdad y en la caridad»; ya hemos demostrado cómo estas
palabras contienen el principio fundamental conforme al cual debemos ordenar
nuestras acciones para vivir sobrenaturalmente, y que consiste en permanecer
unidos a Cristo Jesús por la gracia santificante y en enderezar a la gloria
de su Padre por el amor, todas nuestras acciones humanas. Tal es la ley
fundamental que regula en nosotros la vida divina.
Veamos ahora cómo esta vida, cuyo germen hemos recibido en el Bautismo,
debe, en cuanto depende de nosotros, crecer y desarrollarse. El asunto es
importante. Fijad vuestra mirada en Jesucristo: toda su vida está consagrada
a la gloria del Padre, cuya nvoluntad hacía siemprer, (Jn 5,30; 6,38); no
tiene otra aspiración; en el momento de acabar su existencia dice a su Padre
que nha cumphdo su misión, la de procurar su gloria» (ib. 17,4). Su corazón
divino desea que nosotros también, a ejemplo suyo, busquemos la gloria de su
Padre. ¿Y cómo podremos nosotros glorificar al Padre?
Escuchemos lo que nos dice Nuestro Señor: «Que demos fruto abundante», que
no nos contentemos con una perfección a medias, sino que sea intensa nuestra
vida sobrenatural (ib. 15,8). Por otra parte, ¿para qué si no para eso vino
Jesucristo, derramó su sangre. y nos hizo partícipes de sus méritos? «Vino
precisamente para que tuviéramos vida, y la tuviéramos sobreabundante» (ib.
10,10). Digámosle, como la Samaritana, a quien reveló la grandeza del «don
divino», que nos «dé del agua viva»; pidámosle que nos enseñe, por mediación
de su Iglesia, a qué fuentes debemos ir a sacar agua para dar con esos
abundantes veneros que nos pondrán en condiciones de producir copiosos
frutos de vida y de santidad con los que conseguiremos agradar a su Padre;
esas aguas que nos servirán de refrigerio hasta tanto consigamos la vida
eterna.
Los sacramentos son las principales fuentes del acrecentamiento de la vida
divina en nosotros, obran en nuestras almas ex opere operato, como el sol
produce la luz y el calor; basta sólo que en nosotros no se oponga ningún
obstáculo a su operación. La Eucaristía es entre todos los sacramentos el
que más aumenta la vida divina, porque en ella recibimos a Cristo en
persona; bebemos en la fuente misma de aguas vivas. Por eso, a causa de la
grandeza de este sacramento os expondré más adelante, en una plática
especial, la naturaleza de su acción en nosotros, y condiciones a que esa
acción está supeditada.
Lo que ahora trato de mostraros son las leyes generales en virtud de las
cuales podemos aumentar en nosotros fuera de la recepción de los
sacramentos, la vida de la gracia.
1. Aparte de los sacramentos, la vida sobrenatural se perfecciona con el
ejercicio de las virtudes
He aquí cómo el Concilio de Trento expone la doctrina sobre esta cuestión:
«Una vez que somos purificados y nos hacemos amigos de Dios y miembros de su
linaje (por la gracia santificante), nos renovamos de día en día como dice
San Pablo, caminando de virtud en virtud..., crecemos por la observancia de
los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, en el estado de justicia en que
fuimos colocados por la gracia de Jesucristo; la fe coopera a nuestras
buenas obras y así avanzamos en la gracia que nos convierte en justos a los
ojos de Dios. Pues escrito esta: Que el justo, es decir, el que posee por la
gracia santificante la amistad de Dios, se haga cada vez más justo. Y
también: Progresad en el estado de justicia, hasta la muerte. Y este aumento
de gracia es el que pide la Iglesia cuando dice a Dios (Domingo XIII después
de Pentecostés): «Danos un aumento de fe, esperanza y caridad» (Sess. VI,
can.10).
Como veis, el santo Concilio nos señala el ejercicio de las virtudes,
principalmente el de las teologales, como fuente de nuestro progreso, y de
nuestro acrecentamiento en la vida espiritual, cuyo principio es la gracia.
¿Cómo se realiza esto? -Primeramente, por las buenas obras. Os he dicho que
toda obra buena hecha en estado de gracia, a impulso de la caridad divina,
es meritoria, «toda obra meritoria es un motivo de aumento de la gracia en
nosotros» [Quolibet actu meritorio meretur homo augmentum gratiæ. Santo
Tomás, I-II, q.114, a.8]. Las buenas acciones del alma en estado de gracia,
no sólo son frutos o manifestaciones de nuestra cualidad de hijos de Dios,
sino también, dice el Concilio, causa de aumento de la justificación que nos
hace agradables a los ojos de Dios [Si quis dixerit iustitiam acceptam non
conservari atque etiam augeri coram Deo per bona opera, sed opera ipsa
fructus solummodo et signa esse iustificationis acceptæ, non autem ipsius
augendæ causam, anathema sit. Sess. VI, can.24]. A medida, pues, que
nuestras buenas obras se multiplican, la gracia aumenta, se hace más fuerte
y poderosa, y con ella aumenta también la caridad y como consecuencia de
esto aumentará asimismo nuestra gloria futura, que no es otra cosa sino la
manifestación, el florecimiento en el cielo del grado de gracia que poseamos
aquí en la tierra [Si quis diserit... ipsum (hominem) iustificatum bonis
operibus quæ ab eo per Dei gratiam et Iesu Christi meritum cuius vivum
membrum est, fiunt, non vere mereri augmentum gratiæ, vitam æternam et
ipsius vitæ æternæ, si tamen in gratia decesserit, consecutionem atque etiam
gloriæ augmentum, anathema sit. Conc. Trid., Sess. VI, can.32].
Por eso el Concilio nos repite las palabras de San Pablo: «Sed firmes y
constantes trabajando más y más en la obra del Señor, sabiendo que vuestro
trabajo no será inútil delante de Dios» (Sess. VI, cap.16; +1Cor 15,58).
Pero como principalmente se acrecienta la vida de la gracia aquí abajo, es
por el ejercicio de las virtudes.
Sabéis que, en el hombre la naturaleza hace surgir de su fondo ciertas
facultades -inteligencia, voluntad, sensibilidad, imaginación-, que en
nosotros son principios de acción, potencias de operación, que nos permiten
obrar plenamente como hombres; sin ellas, el hombre no es perfecto en su
concreta realidad de hombre.
Cosa análoga acontece en la vida sobrenatural. La gracia santificante
informa nuestra alma, y dándonos como un ser nuevo, nova creatura, nos hace
hijos de Dios; pero Dios, que lo hace todo con sabiduría, y reparte sus
dones con munificencia, ha dotado a este ser de facultades que,
proporcionadas a su nueva condición, le capacitan para obrar según el fin
sobrenatural que ha de alcanzar, es decir, como hijo de Dios que espera la
herencia de Cristo en la eterna bienaventuranza: éstas son las virtudes
sobrenaturales infusas.
Estas facultades se llaman virtudes (de la palabra latina virtus, «fuerza»),
porque son aptitudes para la acción, principios de operación, energías que
permanecen en nosotros en estado de hábitos estables, y que actualizándose
en el momento deseado, nos hacen producir con prontitud comodidad y alegría,
obras agradables a Dios.
Como estas potencias de operación no tienen su origen en nosotros y
propenden a hacernos obrar con vistas a un fin que sobrepuja las exigencias
y excede las fuerzas de nuestra naturaleza, se las llama sobrenaturales.
Finalmente, la palabra infusa indica que Dios mismo las deposita
directamente en nosotros, el día del bautismo, junto con la gracia
santificante.
Por la gracia somos hijos de Dios, por las virtudes sobrenaturales infusas
podemos obrar como hijos de Dios, y ejecutar actos dignos de nuestro destino
sobrenatural.
Debemos distinguir las virtudes infusas de las virtudes naturales. Estas son
cualidades, «hábitos», que el hombre, aun el mas descreído, adquiere y
desarrolla en él por sus esfuerzos personales y actos reiterados, tales son
por ejemplo, el valor, la fuerza, la prudencia, la justicia, la dulzura, la
lealtad, la sinceridad. Son, en otros términos, disposiciones naturales que
personalmente hemos cultivado y que llegan, por el ejercicio, al estado de
hábitos adquiridos, perfeccionan y embellecen nuestro ser natural en el
plano intelectual o simplemente moral (+Santo Tomás, I-II, q.110, a.3).
Una comparación sencilla os hará penetrar la naturaleza de la virtud natural
adquirida. Poseéis el conocimiento de varias lenguas extranjeras,
conocimiento que no lo habéis recibido al nacer, sino adquirido por
ejercicios y esfuerzos repetidos; y una vez adquirido, existe en vosotros en
estado de hábito, de potencia, dispuesta a manifestarse al menor mandato de
la voluntad: cuando queráis, hablaréis esas lenguas sin dificultad.
Así sucede también al que ha adquirido el arte de la música; no podrá estar
ejerciendo este arte en todo momento, pero con todo permanece en él como
hábito, y cuando el artista quiera, tomará un instrumento músico o se
colocará delante de un teclado, y tocará con la misma facilidad con que otro
realiza las acciones naturales de andar o de abrir los ojos... Comprendéis
igualmente que la virtud natural adquirida, como todo hábito que se
adquiere, para no perderse, debe ser sostenida y cultivada, y precisamente
por el mismo procedimiento que la ha hecho nacer, es decir, por el
ejercicio.
De muy distinta esencia son las virtudes sobrenaturales infusas. En primer
lugar, nos elevan por encima de nuestra naturaleza; las ejercemos, sin duda,
por las facultades de que la naturaleza nos ha dotado, inteligencia y
voluntad, pero estas facultades son ensalzadas, levantadas, si puedo así
expresarme, hasta el nivel divino; de suerte que los actos de estas virtudes
alcanzan la adecuación requerida para obtener nuestro fin sobrenatural.
Además las adquirimos, no por esfuerzos personales, sino que su germen lo
deposita libremente Dios en nosotros junto con la gracia cuyo cortejo
forman.
2. Las virtudes teologales. Naturaleza de esas virtudes; son características
de la cualidad de hijo de Dios
¿Qué son estas virtudes? Como oslo he dicho, son potencias para obrar
sobrenaturalmente, fuerzas que nos hacen capaces de vivir como hijos de Dios
y llegar a la eterna bienaventuranza.
El Concilio de Trento, cuando habla del aumento de la vida divina en
nosotros, distingue, ante todas las cosas la fe, la esperanza y la caridad.
Se llaman teologales porque tienen a Dios por objeto inmediato [Santo Tomás
(I-II, q.112, a.1) indica otras dos razones de este término «virtudes
teologales»; estas virtudes son otorgadas únicamente por Dios, y, de otra
parte, sólo la Revelación divina nos las hace conocer]; por ellas podemos
conocer a Dios, esperar en El, amarle de una manera sobrenatural, digna de
nuestra vocación a la gloria futura y de nuestra condición de hijos de Dios.
Estas son propiamente las virtudes del orden sobrenatural; de ahí su
primacía y eminencia. Ved qué bien responden estas virtudes a nuestra divina
vocación. ¿Qué se necesita, en efecto, para poseer a Dios?
Es menester, en primer lugar, conocerle; en el cielo ·de veremos cara a
cara, y por eso seremos semejantes a El» (Jn 3,2), pero en la tierra no le
vemos; únicamente por la fe en El y en su Hijo, creemos en su palabra y le
conocemos con un conocimiento oscuro. Pero lo que nos dice de sí mismo, de
su naturaleza, de su vida y de sus planes de Redención por su Hijo, eso lo
conocemos con certeza, el Verbo, que está siempre en el seno del Padre, nos
dice lo que ve, y nosotros le conocemos porque creemos lo que dice: «Nadie
jamás ha visto a Dios; el Hijo Unigénito, que permanece en el seno del
Padre, es quien nos le dará a conocer» (Jn 1,18). Este conocimiento de fe
es, pues, divino, y por eso dijo Nuestro Señor que es «un conocimiento que
procura la vida eterna». «En esto consiste la vida eterna, en conocerte a
Ti, oh Dios verdadero, y a Jesucristo a quien nos enviaste» (ib. 17,3).
Por la luz de la fe, sabemos dónde está nuestra bienaventuranza; sabemos lo
que «el ojo no ha visto, ni el oído oyó, ni el corazón sospechó, es decir,
la hermosura y grandeza de la gloria que Dios reserva a los que le aman»
(1Cor 2,9). Mas esta inefable bienaventuranza está por encima de la
capacidad de nuestra naturaleza; ¿podremos, pues, llegar a ella? Sí,
indudablemente; es más: Dios hace nacer en nuestra alma el sentimiento o la
convicción interna de que estamos seguros de alcanzar este objetivo supremo,
mediante su gracia, fruto de los méritos de Jesús y a pesar de los
obstáculos que se opongan a ello. Podemos decir, con San Pedro: «Bendito sea
Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que, según su gran misericordia,
nos ha regenerado en el Bautismo, y nos dio esta viva esperanza de una
herencia incorruptible que nos es reservada en los cielos» (1Pe 1,3; +2Cor
1,3).
Finalmente, la caridad, el amor, acaba esta obra de acercamiento a Dios
mientras permanecemos en el mundo, en espera de poseerle en el otro; la
caridad completa y perfecciona la fe y la esperanza, hace que experimentemos
en Dios una real complacencia, que le antepongamos a todas las cosas, y
deseemos manifestarle esa complacencia y preferencia por el cumplimiento de
su voluntad. «La compañera de la fe, dice San Agustín, es la esperanza, es
necesaria, porque no vemos lo que creemos y con ella no se nos hace
insoportable la espera; luego viene la caridad, que aviva en nuestro corazón
la sed y hambre de Dios e imprime en nuestra alma un deseo o impulso hacia
El» (Sermo LIII). El Espíritu Santo ha infundido en nuestros corazones la
caridad que nos mueve a clamar a Dios: ¡Padre, Padre! Es una facultad
sobrenatural que hace que nos adhiramos a Dios, como a la bondad infinita
que amamos más que a toda otra cosa. «¿Quién nos separará de la caridad de
Cristo?» (Rom 8,35).
Tales son las virtudes teologales: admirables principios, potencias
maravillosas para vivir de la vida divina, mientras moramos en la tierra. Lo
mejor que podemos hacer para que sea una realidad nuestra cualidad de hijos
de Dios y para caminar hacia la posesión de esta presencia eterna de la cual
estamos llamados a participar con Cristo, nuestro hermano primogénito, es
conocer a Dios tal como se ha revelado por Nuestro Señor Jesucristo, esperar
en El y en la bienaventuranza que nos promete, por los méritos de su Hijo
Jesús, y amarle sobre todas las cosas.
Dios nos ha dotado liberalmente con estas potencias pero no olvidemos que si
bien nos son dadas sin nuestro concurso, no perseveran, no las conservamos
ni las desarrollamos si no enderezamos a ello nuestros esfuerzos.
Es propio de la naturaleza y perfección de una potencia realizar el acto que
le es correlativo (Santo Tomás, II-III, q.56, a.2; +I-II, q.55, a.2); una
potencia que permaneciera inerte, por ejemplo, una inteligencia que jamás
produjera un pensamiento, nunca alcanzaría el fin y, por consiguiente, la
perfección que le es debida. Las facultades nos son dadas precisamente para
que las ejercitemos.
Las virtudes teologales, aunque infusas, están sujetas a esa ley de
perfeccionamiento, y si quedan inactivas padecerá un grave detrimento
nuestra vida sobrenatural. De todos modos no son hijas del ejercicio, pues
en este caso no serían infusas; y por esta misma razón sólo Dios puede
acrecentarlas en nosotros. Por eso el Santo Concilio de Trento nos dice que
solicitemos de Dios el aumento de estas virtudes (Sess. X, cap.18). Y en el
Evangelio veis que los Apóstoles piden a Nuestro Señor les aumente la fe (Lc
17,5); San Pablo escribe a los fieles de Roma que está pidiendo a Dios haga
abundar en ellos la esperanza (Rom 15,13); suplica igualmente al Señor que
avive la caridad en el corazón de sus caros Filipenses (Fil 1,9).
A la oración, a la recepción de los sacramentos, conviene añadir la práctica
de las mismas virtudes.- Si Dios es la causa eficiente del aumento de estas
virtudes en nosotros, nuestros actos, hechos en estado de gracia, son la
causa meritoria. Por los actos merecemos que Dios aumente en nuestras almas
estas virtudes tan vitales; además, el ejercicio facilita en nosotros la
repetición de estos actos. Este es un punto muy importante, puesto que esas
virtudes son características y específicas de nuestra condición de hijos de
Dios.
Pidamos, pues, con frecuencia a nuestro Padre celestial que las aumente en
nosotros; digámosle, especialmente cuando nos acercamos a los sacramentos,
en la oración, en la tentación: «Señor, creo en Ti, mas aumenta mi fe; eres
mi única esperanza, mas afirma mi confianza, te amo sobre todas las cosas,
pero acrecienta este amor, a fin de que nada busque fuera de tu santa
voluntad...»
3. Por qué debe ser dada la preeminencia a la caridad
La virtud que de un modo especial hemos de practicar es la caridad.- Cuando
hayamos llegado al final de la carrera, la fe y la esperanza no tendrán
razón de ser, por cuanto veremos y poseeremos lo que en esta vida creímos y
esperamos, y de esa visión perfecta y posesión asegurada irradiará el amor
que no tendrá fin. Por esta razón, como dice San Pablo, la caridad es la
«más eminente de todas las virtudes teologales; sólo ella dura siempre». «La
mayor, entre todas éstas, es la caridad» (Cor 13,13). La caridad tiene este
puesto de honor ya en este mundo, y es una verdad capital en la que quiero
detenerme con vosotros.
Sabéis que cuando acompaña a las otras virtudes en su ejercicio, la caridad
les añade un nuevo brillo, les confiere nueva eficacia, es el principio de
un mérito nuevo. Si sufrís y aceptáis de buen grado una humillación, es un
acto de humildad; si renunciáis libremente a un placer permitido, es acto de
la virtud de templanza; si honráis a Dios, cantando sus alabanzas, lo que
hacéis es un acto de religión; cada uno de esos actos, hechos por un alma en
estado de gracia, tiene su valor peculiar, su mérito específico, su brillo
característico, pero si cada uno de esos actos es realizado, además, con la
intención explícita de amar a Dios, ese último motivo tornasola, por decirlo
así, los actos de las demás virtudes, y sin quitarles nada de su mérito
particular, añade uno nuevo (Santo Tomás, II-II, q.23, a.8).
¿Qué se sigue de esto? Esta consecuencia, que acaba de poner de relieve la
excelencia de la caridad: que nuestra vida sobrenatural y nuestra santidad
aumentan y progresan en razón del grado de amor con que ejecutamos nuestras
acciones. Cuanto más perfecto, puro, desinteresado, intenso, sea el amor a
Dios que nos mueve a realizar un acto (supuesto, claro está, que ese acto
sea, como lo hemos visto, sobrenatural y conforme al orden divino),
ejercicio de piedad, de justicia, de religión, de humildad, de obediencia,
de paciencia; es decir, cuanto más inspirada esté nuestra actividad en el
amor a Dios, a sus intereses y a su gloria, tanto más elevado será el grado
de mérito inherente a todas nuestras acciones y, desde luego, más rápido el
aumento de la gracia y el desarrollo de la vida divina en nosotros.
Escuchad lo que dice San Francisco de Sales, el Doctor eminente de la vida
interior, que tan bien ha tratado de estas materias: «En la medida en que la
caridad que anida en un alma sea ardiente, poderosa y pura, en esa misma
medida contribuirá a enriquecer y perfeccionar los actos ejecutados a
impulso de las otras virtudes. Se puede padecer la muerte y el fuego sin
tener la caridad, como lo presupone San Pablo; con mayor razón se podrá
padecer con una exigua caridad: Según eso, digo, Teótimo, que muy bien puede
suceder que un pequeño acto de virtud ejecutado por un alma en la que reina
ardiente la caridad, tenga más valor que el mismo martirio soportado por
otra en la que el amor divino es lánguido, flojo y tibio... Así, las
pequeñas naderías, abyecciones y humillaciones en que los santos se han
complacido tanto para ocultarse y poner su corazón al abrigo de la
vanagloria, por haber sido hechas a impulsos de un puro y ardiente amor
divino, fueron más agradables a Dios que las grandes y llamativas obras de
muchos otros que fueron hechas con poca caridad y devoción» (Tratado del
amor de Dios, L. XI, c. 5).
En la misma página, San Francisco nos propone como ejemplo a Nuestro Señor
Jesucristo; y con mucha razón. Contemplad un instante al divino Salvador,
por ejemplo, en el taller de Nazaret. Hasta la edad de treinta años vivió en
la oscuridad y el trabajo, tanto que, cuando comenzó sus predicaciones e
hizo sus primeros milagros, sus compatriotas se extrañaban de ello, y aun se
escandalizaban: «¿No es ése el hijo del carpintero que hemos conocido? ¿De
dónde, pues, le vienen estas cosas?» (Mt 13,55).
En efecto, durante aquellos años, Nuestro Señor no hizo nada de
extraordinario que atrajese sobre El las miradas; vivió trabajando, un
trabajo humildísimo. Sin embargo, aquel trabajo era infinitamente agradable
a Dios su Padre. ¿Por qué? -Por dos razones: primera, porque Aquel que
trabajaba era el mismo Hijo de Dios; en cada instante de aquella vida
oscura, podía decir el Padre: «He ahí a mi hijo muy amado en quien tengo
todas mis complacencias». Además, Cristo Tesús no sólo ponía en su, trabajo
una gran perfección material, sino que lo hacía todo únicamente para la
gloria de su Padre: «No busco hacer mi voluntad, sino la del Padre que me ha
enviado» (Jn 5,30); he ahí el móvil único de todas sus acciones, de toda su
vida: «Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre» (ib. 8,29). Nuestro Señor
obraba siempre con una perfección incomparable de amor interior hacia su
Padre.
Estos son los dos motivos por los que las obras de Jesús, aunque al exterior
no tuvieran nada de extraordinario, fueran tan gratas a Dios y rescataran al
mundo. ¿Podemos nosotros imitar en eso a Jesucristo? -Sí. Lo que en nosotros
corresponde a la unión hipostática, que hace de Jesús el propio Hijo de
Dios, es el estado de gracia. La gracia nos hace hijos de Dios: el Padre
puede decir al contemplar al que posee la gracia santificante: «Ese es mi
hijo amado». Nuestro Señor lo ha dicho: «Sois semejantes a Dios». «¿Acaso no
está escrito... Yo dije: Dioses sois?» (Jn 10,34, y Sal 81,6). Bien es
verdad que Cristo no es como nosotros, adoptivo, sino hijo natural. Lo que
en segundo lugar confiere valor sobrenatural a nuestras obras es el ser
practicadas como las de Cristo, a impulsos de la caridad; variando aquel
valor en función del mayor o menor grado de perfección interior de la
caridad con que las ejecutamos; del mayor o menor grado de amor que inspira
nuestras acciones; siendo la caridad la que determina nuestro progreso en la
vida divina.
Esto es muy importante, si queremos, no contentarnos solamente con lo que es
estrictamente requerido para que mlestras acciones sean meritorias, sino
aumentar el grado de este mérito y avanzar rápidamente hacia la unión con
Dios. Observad en torno nuestro: encontraréis, tal vez, dos personas
piadosas en estado de gracia, que llevan una vida idéntica; ambas ejecutan
exteriormente las mismas acciones materiales, y, sin embargo, puede haber, y
hay a veces entre ellas, a los ojos de Dios, una diferencia enorme. La una
no progresa lo más mínimo; la otra da pasos de gigante en la vida de la
gracia, de la perfección y de la santidad.
¿Qué es lo que origina esta diferencia? ¿El estado de gracia? -No; puesto
que suponemos a estas dos personas en posesión de la amistad de Dios. ¿La
excelencia particular de las acciones de una de ellas? -Tampoco, pues
suponemos también que esas acciones materiales son las mismas en su
sustancia. ¿Acaso el cuidado puesto en hacer materialmente las acciones? -De
ningún modo, porque, aunque haya algo de eso, se supone que es igual en las
dos la perfección exterior.
¿De dónde, pues, proviene la diferencia? -De la perfección interior, de la
intensidad de amor, del grado de caridad con que cada una ejecuta sus actos.
La una, atenta a Dios, obra con un amor elevado, poderoso; obra únicamente
por agradar a Dios; queda interiormente anonadada en espíritu de adoración
al Señor; su actividad no procede, en su raíz, más que de Dios, y por eso,
cada uno de sus actos la aproxima más a Dios, avanza rápidamente en la unión
divina.
La otra realiza la misma obra, pero en ella la fe está adormecida, el alma
no piensa en los intereses de Dios, su amor es poco fervoroso, de un grado
ordinario, mediocre; sin duda, su acción no deja de ser meritoria, pero la
medida de ese mérito es escasa, y aun puede ser disminuida por la
disipación, el amor propio, la vanidad, y tantos otros móviles humanos que
por negligencia o ligereza se deslizarán en todos los actos de esta alma de
fe adormecida.
Ese es el secreto de la diferencia considerable que puede existir, a los
ojos de Dios, entre ciertas almas que viven la una junto a la otra y cuyo
género de vida exteriormente es idéntico. [He dicho «a los ojos de Dios»,
porque el ojo humano no puede siempre distinguir esta diferencia. Puede
suceder que exteriormente la una sea más «correcta» y dé menos motivos a la
crítica de los hombres; mientras que en la otra, en realidad más adelantada
en la unión con Dios, la manifestación exterior de la gracia halle
obstáculos por defectos de temperamento, independientes de su voluntad].
Tal es la eminencia de la virtud de la caridad; pues ella es la que
determina propiamente la medida de vida divina en nosotros.
Procuremos, pues, obrar en todo exclusivamente para imitar a Nuestro Señor,
y procurar la gloria de su Padre; pidamos frecuentemente a Jesucristo, en
nuestros tratos íntimos con El, que toda nuestra actividad brote, como la
suya, del amor; que nos permita compartir el amor que profesaba a su Padre,
y que le hacía obrar siempre y en todo con suma perfección. «Porque amo al
Padre» (Jn 14,31). Nuestro divino Salvador no puede dejar de escucharnos.
4. Necesidad de las virtudes morales adquiridas e infusas
Pero, me diréis, si así es, ¿no podrá uno contentarse con la caridad? ¿No
hace inútiles las demás virtudes? -No; sería un grave error creer eso. ¿Por
qué? -Porque la caridad, el amor, es un tesoro más expuesto que los otros.
Sabéis que la fe y la esperanza no se pierden sino por faltas graves,
directamente contrarias a su objeto, por ejemplo, la herejía, la
desesperación; mientras que la caridad se pierde, como la gracia, que es su
raíz, por todo pecado mortal, de cualquier naturaleza que sea. Todo pecado
grave es para la caridad un enemigo mortal; por él, el alma se aparta
completamente de Dios para volverse a la criatura, lo cual va en contra de
la caridad sobrenatural. Esta es una preciosa perla y un tesoro de
inestimable valor, pero está expuesta a perderse por cualquier falta grave,
así que es menester protegerla contra todos los ataques; y ése es el papel
de las virtudes morales, las cuales son como los centinelas del amor, ellas
protegen al alma contra las faltas veniales deliberadas y contra las graves
que amenazan la caridad.
Debo deciros a este propósito algunas palabras sobre las virtudes morales;
el cuadro y carácter de nuestras pláticas no me permiten hacer una
exposición muy extensa; espero, a pesar de esto, demostraros suficientemente
la necesidad de estas virtudes y el lugar que ocupan en nuestra vida
sobrenatural.
Como lo indica el nombre, virtudes morales son las que regulan nuestras
costumbres, es decir, los actos libres que debemos ejecutar para que nuestra
conducta concuerde con la ley divina (Mandamientos de Dios, preceptos de la
Iglesia, deberes de estado), para de este modo conseguir nuestro fin último.
Ya veis que el objeto inmediato de estas virtudes no es Dios en sí mismo
como en las virtudes teologales.
Las virtudes morales son muy numerosas: la paciencia, la obediencia, la
humildad, la abnegación, la mortificación, la piedad, y muchas otras; pero
todas se reducen o se encierran en cuatro principales llamadas cardinales
[de la palabra latina cardo, «quicio, eje, gozne»; estas cuatro virtudes
constituyen como el eje o quicio sobre el que gira y se apoya toda nuestra
vida moral] (fundamentales), y que son: prudencia, justicia, fortaleza y
templanza.- Estas virtudes cardinales son, a la vez, naturales (adquiridas),
y sobrenaturales (infusas), y éstas se corresponden con aquéllas; hay una
templanza adquirida y otra infusa, una fortaleza adquirida y otra infusa, y
así las demás. ¿Cuál es su relación mutua? -Tienen tolas el mismo campo de
acción, y el concurso de las virtudes adquiridas es necesario para el pleno
desarrollo de las virtudes morales infusas. ¿Por qué así?
Después del pecado original, nuestra naturaleza está viciada; hay en
nosotros inclinaciones depravadas que resultan del atavismo, del
temperamento y también de los malos hábitos que contraemos y que son otros
tantos obstáculos para el perfecto cumplimiento de la voluntad divina.
¿Quién va a suprimir esos obstáculos? ¿Acaso esas virtudes morales infusas
que Dios deposita en nosotros con la gracia? No, éstas, de por sí no tienen
esa eficacia.
Sin duda que son admirables principios de operación; pero es una ley
psicológica que toda destrucción de los hábitos viciosos y la corrección de
las malas inclinaciones no pueden realizarse sino por hábitos contrarios, y
estos mismos no se adquieren sino con la repetición de actos; de ahí las
virtudes morales adquiridas. A éstas corresponde destruir los malos hábitos
y crear en nosotros la facilidad para el bien: facilidad que las virtudes
morales adquiridas aportan como un auxilio a las virtudes morales infusas,
las cuales aceptan este concurso, muy humilde, sí, pero necesario, y en
cambio, elevan los actos de la virtud natural al nivel divino y les
convierten en meritorios. Retened esta verdad; ninguna virtud natural, por
vigorosa que sea, es capaz de remontarse por sí misma al nivel sobrenatural,
pues esto es propio de las virtudes infusas y constituye su superioridad y
su eminencia.
Un ejemplo aclarará más la exposición de esta doctrina. Como consecuencia
del pecado original, llevamos en nosotros mismos una inclinación a los
placeres sensuales. Puede un hombre, obedeciendo a su razón natural, hacer
esfuerzos para abstenerse de los desarreglos y del abuso de estos placeres;
multiplicando los actos de templanza, adquiere una facilidad, cierto hábito,
que constituye en él una fuerza (virtus) de resistencia. Esta facilidad
adquirida es de orden puramente natural; si ese hombre no posee la gracia
santificante, los actos de templanza no son meritorios para la vida eterna.
Viene la gracia con las virtudes infusas, y si ese hombre no poseía ya, a
consecuencia de la virtud moral ad quirida, cierta facilidad para la
templanza, la virtud moral infusa (de templanza) se desarrollará con
dificultad, a causa de los obstáculos que resultan de las malas
inclinaciones del hombre, aún no contrarrestadas por los buenos hábitos
contrarios; pero si, en cambio, se encuentra con cierta facilidad para el
bien, la utiliza para ejercitarse ella misma con más comodidad.
Después, no solamente la virtud infusa impulsará al hombre a mayor
perfección y le hará subir a más alto grado de virtud, hasta el punto de
hacerle despreciar incluso los placeres permitidos, a fin de imitar más de
cerca a Jesús crucificado, sino que también la gracia, sin la que no hay
virtud infusa, dará a los actos de la virtud moral adquirida un valor
sobrenatural y meritorio que jamás alcanzarían por sí mismos.
Donde se encuentren las dos virtudes, adquirida e infusa, se establece entre
ellas un intercambio necesario; la virtud natural o adquirida remueve el
obstáculo y crea la facilidad para el bien; la virtud infusa o sobrenatural
se sirve de esta facilidad para desarrollarse ella misma y además, para
elevar el valor de esa buena costumbre, aportarle un aumento de fuerza,
extender su campo de operaciones y convertirla sobrenaturalmente en
merecedora de la eterna felicidad.
5. Las virtudes morales salvaguardan la caridad, la cual a su vez las
preside y las perfecciona
Semejante intercambio de servicios existe entre las virtudes morales,
adquiridas e infusas, y la caridad. Os decía que ésta es un tesoro expuesto
a perderse por cualquier falta grave; a las virtudes morales, custodios
natos del amor, toca el protegerla. Por esas virtudes, el alma se libra de
las faltas mortales, que amenazan la existencia de la caridad, y de los
estados que conducen al pecado grave.
Esto es verdad, tratándose sobre todo de las almas poco adiestradas aún en
la vida interior y en las que el amor todavía no ha alcanzado aquel grado
eminente que lo hará fuerte y estable. Esas almas reciben a Nuestro Señor en
la Comunión; si la Comunión es fervorosa, las almas rebosan de amor en el
comulgatorio; pero si durante el día las solicita una tentación sensual, es
menester que la virtud moral de templanza las incline a la resistencia pues
de lo contrario, consentirían, y el amor peligraría. Del mismo modo, si el
alma es tentada por la ira, es necesario que la virtud moral de paciencia o
de mansedumbre se imponga para obligarla a aceptar una humillación si no, se
dejará dominar por la cólera, o la venganza, con riesgo de perder la gracia
santificante y, con ella, la caridad.
No sólo el pecado mortal amenaza la caridad, toda falta leve habitual no
reprimida, como he dicho antes, llega a ser un peligro para ella, porque
expone al alma a caídas graves.- Ahora bien, para combatir las faltas
veniales deliberadas o de hábito, se necesita el ejercicio de las virtudes
morales que nos hacen resistir a las múltiples solicitaciones de la
concupiscencia.
Nuestra voluntad quedó debilitada después del pecado original; es de gran
versatilidad y propende fácilmente al mal. Para que se incline al bien, es
preciso una fuerza esa fuerza es la virtud, es un «hábito» que inclina
constantemente al alma hacia el bien. Es un hecho, probado por la
experiencia, que obramos casi siempre, por no decir siempre, según la
inclinación de nuestros hábitos; de un hábito, sobre todo no combatido,
salen sin cesar chispas, como de un ardiente foco.
Un alma inclinada al vicio del orgullo caerá constantemente, si no lo
combate, en actos de orgullo y de vanidad.
Lo mismo pasa con las virtudes: son hábitos de donde proceden sin cesar los
actos correspondientes. Las virtudes morales, adquiridas e infusas, sirven,
pues, principalmente para remover todos los obstáculos que nos detienen en
la marcha hacia Dios; nos ayudan a usar de los medios que nos son necesarios
para cumplir nuestras diversas obligaciones en la vida moral y de esa manera
salvaguardan la existencia en nosotros de la caridad. Tal es el servicio que
las virtudes morales deben rendir a la caridad. En correspondencia, la
caridad, sobre todo allí donde ella reina poderosa y ardiente, perfecciona
los actos de las otras virtudes, confiriéndoles un brillo especial y
añadiéndoles un nuevo mérito.
La influencia de la caridad va aún más lejos: puede de tal modo dirigir
todas nuestras acciones, que, en caso necesario, ella hará que florezcan en
el alma las virtudes morales adquiridas; el alma, empujada por la caridad,
ejecuta poco a poco los actos cuya repetición provoca el nacimiento de las
virtudes morales adquiridas. El impulso viene en tal caso de la caridad;
pero ella no puede ejercer todos los actos de cada virtud, y a cada facultad
le incumbe su papel propio y su especial ejercicio.
Esto sucede a las almas adelantadas en la vida divina. En ellas la caridad
ha llegado a tan gran perfección, que no anida solamente en los labios ni en
lo recóndito del corazón, sino que se traduce en obras. Si amamos
verdaderamente a Dios, guardaremos sus Mandamientos. «Si me amáis, guardad
mis mandamientos» (Jn 14,15).
El amor afectivo es necesario para la perfección de la caridad; cuando
amamos a uno, le alabamos, le ensalzamos, nos felicitamos de sus buenas
cualidades; y el alma que ama a Dios, se complace en sus infinitas
perfecciones repite constantemente como el Salmista: «¿Quién es semejante
ati, oh Dios mío? ¡Oh Señor, cuán digno de admiración es tu nombre, escrito
en todas tus obras!» (Sal 76,14, y Sal 8,2). Se entrega con ardor a cantar
la gloria de Dios de su corazón sube su alabanza a los labios: «Cantar es
propio de quien ama» [Cantare amantis est. San Agustín, Sermón CCCXXXVI, c.
1]. Porque amaban, compusieron, San Francisco de Asís, sus admirables
Cánticos, y Santa Teresa sus ardientes Exclamaciones.
Pero, ¿son suficientes estos afectos? -No, porque el amor, para ser
perfecto, necesita manifestarse en las obras; el amor afectivo debe
enlazarse con el efectivo, que se identifica con la voluntad divina y a ella
se entrega totalmente; ésa es la verdadera señal de que hay amor. [«Tenemos
dos principales ejercicios de amor para con Dios, el uno afectivo, y
efectivo el otro; por aquél amamos a Dios y a lo que El ama; por éste le
servimos y hacemos lo que ordena; el uno nos hace deleitar en Dios; el otro
nos hace agradables a Dios». San Francisco de Sales, Tratado del amor de
Dios, L. IV, cap.1]. Y cuando ese amor es ardiente y está bien arraigado en
el alma, rige a las demás virtudes y a las buenas obras, pues es el
soberano, y como tal, inclina continuamente la voluntad al bien, y a Dios.
[+San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, L. XI, cap.8]. El amor
efectivo se traduce por una constante fidelidad al querer divino, a las
inspiraciones del Espíritu Santo. A esas almas llenas de amor pudo decir San
Agustín: «Ama y haz lo que quieras» (Dilige, et quod vis fac. In Epist.
Joan. Tract., VII, cap.4), porque esas almas no admiten más que lo que
agrada a Dios, y, a ejemplo de Jesucristo, pueden ellas decir: «Yo hago
siempre lo que agrada a mi Padre celestial». En eso consiste la perfección.
6. Aspirar a la caridad perfecta por la pureza de intención
Ahora bien, ¿cómo adquirir ese amor perfecto? ¿Cómo aumentarle en nosotros
de manera que vivamos de él? Porque, cuando es verdadero, contiene el germen
de todas las virtudes; a todas pone en movimiento, a cada una en el momento
oportuno, como hace un capitán con sus soldados (San Francisco de Sales,
Introducción a la vida devota, L. III, cap.1). «La caridad lo cree todo, lo
espera todo, lo sufre todo y lo soporta todo» (1Cor 13,7). Cada paso que
damos en el amor es un paso que damos en la santidad, en la unión con Dios.
[He aquí lo que escribía Santa Juana de Chantal a propósito de San Francisco
de Sales: «La divina bondad había puesto en esta santa alma una caridad
perfecta, y como él dice que, entrando la caridad en un alma, se aloja en
ella todo el cortejo de virtudes, no hay duda que las había traído y
colocado en su corazón con un orden admirable, cada una en el puesto y
autoridad que le pertenece, y tan ordenadas, que la una no emprendía nada
sin la otra, pues veía el santo claramente lo que convenía a cada una y los
grados de su perfección, y todas producían sus acciones según las ocasiones
que se presentaban y a medida que la caridad le excitaba a ello dulcemente y
sin ruido». Cta. al Rv. P. D. Juan de San Francisco, Feuillant, Abrégé de
l’esprit intérieur... de la Visitation, Ruan 1744, 95].
¿Cómo podremos llegar a esa perfección de la santidad? ¿Cómo sostener en
nosotros la intensidad del amor? Por el sacramento de la Eucaristía, que es
el sacramento de la Unión, es como principalmente se intensiíica ese amor,
según veremos pronto detalladamente; aquí consideramos la cuestión fuera de
la acción de los sacramentos, en el plano de nuestra cooperación.
La caridad se mantiene y su intensidad aumenta en nosotros, sobre todo, por
la renovación de la intención que nos mueve a obrar. La intención, como lo
dicen muy bien los Padres de la Iglesia, comentando unas palabras de Nuestro
Señor, es el ojo del alma que orienta todo el ser hacia Dios. Si ese ojo es
puro y no está ofuscado por ningún estorbo humano creado, toda la actividad
del alma se dirige a Dios (+Santo Tomás, I-II, q.12, a.1 y 2).
¿Es necesario que la intención que nos mueve a obrar por amor de Dios, es
decir, para procurar su gloria haciendo su voluntad, sea siempre actual? No,
de ninguna manera; ni se requiere ni tampoco es posible; pero la experiencia
y la ciencia de los Santos han demostrado la conveniencia y la sobrenatural
oportunidad de la práctica de renovar frecuentemente nuestra intención para
avanzar y progresar en el amor de Dios y en la vida divina. [No hablamos
aquí de lo que es estrictamente requerido para que un acto sea meritorio,
sino del aumento de perfección. «Nuestras intenciones, dice en una parte
Bossuet, están sujetas naturalmente a extinguirse, si no se las hace
revivir». Prácticamente, la intención se renueva por una señal de la cruz,
una oración jaculatoria, un suspiro del corazón hacia Dios]. ¿Por qué así?
-Porque la pureza de intención mantiene nuestra alma en la presencia de
Dios, la excita a buscarle en todas las cosas, e impide que la curiosidad,
la ligereza, la vanidad, el amor propio, el orgullo, la ambición, se
insinúen o se infiltren en nuestras acciones para disminuir su mérito.
La intención pura, frecuentemente renovada, hace oblación del alma a Dios en
su ser y en su actividad, aviva y mantiene sin cesar en ella la hoguera del
amor divino, y de esta suerte, por cada obra buena que promueve y endereza a
Dios, acrecienta la vida del alma. «Para hacer excelentes progresos en la
devoción, dice San Francisco de Sales, hay que ofrecer todas las acciones a
Dios cada día, pues en esta diaria renovación del ofrecimiento comunicamos a
nuestras acciones el vigor y la virtud de dilección por una nueva
consagración de nuestro corazón a la gloria divina mediante la cual se
santifica cada vez más. Además de esto dediquémonos una y otra vez durante
el día a fomentar en nosotros el divino amor mediante la práctica de
oraciones jaculatorias, elevaciones de corazón y recogimiento espiritual del
alma, pues estos santos ejercicios, impulsando y orientando constantemente
nuestro espíritu hacia Dios harán que todos nuestros actos se los
consagremos a El. ¿Cómo puede concebirse que un alma que se lanza en todo
momento hacia la divina bondad y suspira incesantemente palabras de amor,
descansando siempre su corazón en el seno de este Padre celestial, no
ejecute todas sus buenas obras pensando únicamente en El y con vistas a
complacerle?» (Tratado del amor de Dios, L. XIII, c. 9).
Tengamos buen cuidado de no obrar habitualmente, sino por la gloria de Dios,
para complacerle y serle agradables y para que, según la oración misma de
Cristo, «el nombre de nuestro Padre celestial sea santificado, venga a nos
su reino y se haga su voluntad». En el alma así dispuesta y orientada
prenderá cada día con más fuerza el amor divino, pues a cada paso se abisma
más en ese fuego sagrado, renovando continuamente sus actos amorosos. El
amor es entonces un peso que arrastra al alma, gradual y progresivamente,
hacia una mayor generosidad y fidelidad en el servicio de Dios. «Mi amor es
mi fuerza de gravedad» (Amor meus, pondus meum. San Agustín, Confess., L.
XIII, c. 9). De ahí la prontitud con que responde el alma cuando se trata de
dedicarse al servicio de Dios y buscar los intereses de su gloria; ésa es,
en suma, la verdadera devoción.
¿Qué significa la palabra devoción? -El término latino devovere lo indica:
estar dado y consagrado al servicio de Dios, y esto hacerlo con alegría. La
devoción no consiste únicamente en haber sido consagrado a Dios en el
Bautismo, sino principalmente en dedicar con prontitud y de buen grado a su
servicio y a la gloria del Padre todas sus energías, todas sus obras.
[Devotio est quidam voluntatis actus ad hoc quod homo prompte se tradat ad
divinum obsequium. Santo Tomás, II-II, q.82, a.3]. Es lo que la Iglesia pide
a menudo para nosotros: «Haz, Señor, que nuestra voluntad te sea siempre
adicta y que nuestro corazón se consagre siempre al servicio de tu Majestad»
[Fac nos tibi semper et devotam gerere voluntatem et maiestati tuæ sincero
corde servire. Oración del domingo en la octava de la Ascensión]. En otra
ocasión nos hace pedir la gracia de ser «consagrados a Dios de modo que
procuremos la gloria de su nombre por nuestras buenas obras» [In bonis
actibus nomini tuo sit devota. Oración del XXI domingo después de
Pentecostés].
No tener en la práctica de nuestra actividad otro principio que la gracia,
ni otro fin que el cumplimiento de la voluntad de Dios, que nos ha hecho sus
hijos, ni otro móvil supremo que el amor de Dios y los intereses de su
gloria, es, como dice San Pablo, «caminar de una manera digna de Dios y
complacerle en todas las cosas, produciendo frutos en toda clase de obras
buenas y progresando en el conocimiento del que es nuestro Dios» (Col 1,10).
Sea éste, pues, nuestro, ideal, y cumpliremos así el precepto promulgado por
Jesús, precepto que es el primero de todos y resume mejor que otro alguno la
vida sobrenatural: «Amar a Dios con todo nuestro espíritu, con toda nuestra
alma, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas» (Mc 12,30).
7. La caridad puede informar todas las acciones humanas; sublimidad y
sencillez de la vida cristiana
San Pablo acaba de decirnos que para cumplir este precepto hay que agradar a
Dios en todo; y emplea la misma expresión cuando se trata del
acrecentamiento de la vida divina en nosotros. El Apóstol emplea más de una
vez esta misma locución «en todo», que está llena de sentido. ¿Qué quiere
decir San Pablo con ese: «crecer en todas las cosas»?
Que ninguna acción, desde el momento que es «verdadera» en el sentido que
hemos dicho, se sustraiga al dominio de la gracia, de la caridad y del
mérito; que no haya ninguna que no pueda servir para aumentar en nosotros la
vida de Dios. San Pablo mismo explicó esta frase per omnia en su primera
Epístola a los de Corinto: «Ya comáis, dice, ya bebáis o hagáis cualquier
cosa, hacedlo todo por la gloria de Dios» (1Cor 10,31); y a los Colosenses:
«Todo lo que hagáis en palabras y en obras, hacedlo todo en nombre del Señor
Jesús, dando por El gracias a Dios Padre» (Col 3,17).
Ya lo veis; no sólo los actos que por su naturaleza se refieren directamente
a Dios, como los «ejercicios» de piedad, la asistencia a la santa Misa, la
comunión y la recepción de los demás sacramentos, las obras de caridad
espiritual y corporal, sino también las acciones más ordinarias y comunes,
los incidentes más vulgares de nuestra vida cotidiana, como tomar alimento,
ocuparse en los propios negocios o trabajos, desempeñar en la sociedad las
distintas obligaciones necesarias o simplemente útiles, de hombre y de
ciudadano; descansar, dormir; en una palabra, todas las acciones que se
repiten cada día y tejen literalmente, en su monótona y rutinaria sucesión,
la trama de toda nuestra vida, pueden ser transformadas, por la gracia y el
amor, en actos agradabilísimos a Dios y muy ricos en merecimientos. Es como
el grano de incienso, un poco de polvo disgregado; pero cuando se arroja al
fuego, se convierte en perfume agradable. Cuando la gracia y el amor lo
impregnan y colorean todo en nuestra vida, entonces toda ella es como un
himno perpetuo a la gloria del Padre celestial; es para El, por nuestra
unión con Cristo, como un grauo de incienso, que exhala suaves aromas:
«Somos para Dios el buen olor de Cristo» (2Cor 2,15). Cada acto de virtud
reporta una alegría inmensa al corazón de Dios, pues es una flor y un fruto
de la gracia que nos ha sido procurada por los méritos de Jesús: «En
alabanza de la gloria de su gracia» [In laudem gloriæ gratiæ suæ (Ef 1,6).
«Las menudencias de cada día: un dolorcillo de cabeza, de dientes, de
fluxión, la quebradura de un vaso, el menosprecio, la mofa, en suma,
cualquier ligero padecimiento, todo esto y mucho más que puede tener lugar
todos los días, tomándolo y abrazándolo con amor, contenta en gran manera de
la divina bondad, la cual por un solo vaso de agua prometió un mundo de
felicidad a todos sus fieles... Las grandes ocasiones de servir a Dios se
presentan rara vez, pero las pequeñas son frecuentes... Haced, pues, todas
las cosas en nombre de Dios y estarán bien hechas». San Francisco de Sales,
Introducción a la vida devota, III parte, cap.35].
No está, pues, exceptuado ningún acto bueno; toda clase de esfuerzo, trabajo
u obra, toda renuncia, todo padecimiento, toda pena o lágrima, recibe, si
queremos, la influencia saludable de la gracia y de la caridad. ¡Oh, cuán
sencilla y sublime es la vida cristiana! Sublime porque es la vida misma de
Dios, que teniendo en El su principio nos ha sido dispensada por la gracia
de Cristo y nos lleva hacia Dios: «Reconoce, oh cristiano, tu dignidad»
[Agnosce, o Christiane, dignitatem tuam. San León, Sermo I de nativitate
Domini]. Sencilla, porque esta vida divina se injerta en la humana por baja,
humilde, enferma, pobre y ordinaria que ésta sea. Dios no nos exige, para
que seamos sus hijos y lleguemos a ser coherederos de su Hijo, la ejecución
de muchos actos heroicos; no nos pide que «atravesemos los mares, ni que nos
alcemos hasta los cielos» (Dt 30, 12-13). No; en nosotros mismos es donde se
halla el reino de Dios, y en nosotros se edifica, se embellece y se
perfecciona. «El reino de Dios está en vuestro interior» (Lc 17,21); la vida
sobrenatural es una vida interior cuyo principio está ocuito con Cristo en
Dios y en el alma. «Vuestra vida discurre escondida con Cristo en Dios» (Col
3,3).
No necesitamos cambiar de naturaleza, sino corregir lo que tiene de
defectuoso; no es preciso usar fórmulas largas, pues la intensidad del amor
puede consistir en una sola mirada del corazón; nos basta estar en gracia,
hacerlo todo por Dios, para darle gloria con intención pura, y desde luego,
vivir como hombres en el lugar en que nos ha destinado la Providencia,
haciendo la voluntad divina y cumpliendo el deber del momento presente; y
esto sencilla y tranquilamente, sin agitarse y con la confianza íntima y
profunda hecha de libertad y de gozo interior, propia del hijo que se siente
amado de su padre y le ama a su vez en la medida de su debilidad.
No siempre se trasluce al exterior esta vida animada de la gracia e
inspirada en el amor; sin duda, dice Nuestro Señor (Mt 12,33), todo árbol se
conoce por sus frutos; el Espíritu Santo, que habita en el alma, le hace
producir esos frutos de caridad, de benignidad, que descubren al exterior el
poder de su acción; pero el principio de esa acción es totalmente íntimo; su
brillo sustancial queda en el interior. «Toda la gloria de la hija del Rey
se halla en su interior» (Sal 4,12); su resplandor sobrenatural está con
frecuencia oculto bajo las toscas apariencias de la vida cotidiana.
No seamos, pues, indolentes, dejando de aprovechar con tanta frecuencia
todos los bienes que tenemos a nuestro alcance, dándonos a «bagatelas
engañadoras» (Sab 4,12). ¿Qué diríamos de aquellas pobres gentes a quienes
un principe magnánimo abriese sus tesoros, y que en lugar de coger a manos
llenas para enriquecerse, los miraran con indiferencia? Pues que eran unos
insensatos.
No seamos nosotros esos pobres insensatos. Ya os lo he dicho: por nosotros
mismos nada podemos, y Nuestro Sei;or quiere que no olvidemos esto: Sin Mí
no podéis hacer nada» (Jn 15,5); pero cuando poseemos su gracia, ésta debe
llegar a ser, con el amor, el principio de una vida completamente divina.
Es menester que con la gracia de Cristo lo hagamos todo para complacer a su
Padre. «Todo lo puedo, dice San Pablo, en aquel que me fortalece» (Fil
4,13); procuremos que todas nuestras acciones, lo mismo las grandes que las
pequeñas, las ocultas que las brillantes, nos sirvan para avanzar a grandes
pasos en la vida divina, por el amor intenso con que las hagamos.
Si lo hacemos así, Dios nos mirará con agrado, porque podrá contemplar en
nosotros la imagen de su Hijo, imagen que va perfeccionándose más y más. Con
el aumento de la gracia, de la caridad y de las demás virtudes, los rasgos
de Cristo se reproducen en nosotros cada día con mayor perfección para
gloria de Dios y alegría de nuestra alma.
8. Fruto de la caridad y de las virtudes que ella rige: hacernos crecer en
Cristo, para completar su cuerpo místico
En efecto, para que seamos semejantes a Cristo, debemos vivir en todas las
cosas, por la caridad: «Crezcamos por todos los medios en Aquel que es
nuestra cabeza, esto es, Cristo». El fin que perseguimos con el desarollo de
la vida sobrenatural en cada uno de nosotros, no es sino el de «llegar a la
perfección de la edad de Cristo». Os dije, al tratar de la Iglesia, que
Cristo, en su realidad personal y física, es perfecto; pero forma con su
Iglesia un cuerpo místico que todavía no ha conseguido su completa
perfección. Esta perfección se realiza poco a poco en las, almas en el
transcurso de los siglos, «según la medida de la gracia de Cristo, que Dios
da a cada uno» (Ef 4,7) pues en un cuerpo hay muchos miembros, y todos no
tienen la misma función ni la misma nobleza. Este cuerpo místico forma una
sola cosa con Cristo, que es la cabeza; nosotros formamos parte de él por la
gracia, pero debemos ser miembros perfectos, dignos de la cabeza divina;
esto es lo que buscamos con nuestro perfeccionamiento sobrenatural. Cristo
es el fundamento de ese progreso, porque es la cabeza. No lo olvidemos
jamás: Jesucristo, después de haberse revestido de nuestra naturaleza,
santificó todas nuestras acciones y sentimientos; su vida humana fue
semejante a la nuestra, y su corazón divino es el foco de todas las
virtudes. Jesucristo ejercitó todas las formas de la actividad humana, pues
no hay que imaginarse que estuviera inmovilizado en éxtasis, por lo
contrario, en la visión beatifica de las perfecciones de su Padre encontraba
el estímulo para su actividad; quiso glorificar a su Padre, santificando en
su persona las formas de actividad en que nosotros mismos tenemos que
ejercitarnos. Si nosotros rezamos, también El pasó noches en oración;
trabajamos, mas El también se fatigó en el trabajo hasta la edad de treinta
años; comemos, y El se sentó a la mesa con sus discípulos; tenemos que
soportar contrariedades de parte de los hombres, pues El también las
conoció, porque, ¿acaso le dejaron tranquilo los fariseos? Padecemos, y El
derramó lágrimas, padeció por nosotros, antes que nosotros, en su cuerpo y
en su alma, como nadie lo hará jamás; disfrutamos alegrías, y su santa alma
las sintió inefables, nos entregamos al descanso, y el sueño también cerró
sus párpados. En una palabra, hizo todo lo que nosotros hacemos. Y todo
ello, ¿para qué? No solamente para darnos ejemplo, puesto que es nuestro
Jefe, sino también para merecernos, por estas acciones, la gracia de poder
santificar todos nuestros actos; para darnos la gracia que nos hace
agradables a su Padre. Esta gracia nos une a El, nos hace miembros de su
cuerpo, y no necesitamos, para crecer en El, y llegar a la perfección que
debemos alcanzar como miembros de ese cuerpo, más que dejar que esa gracia
vivifique a nuestra alma y a toda nuestra actividad.
Cristo habita en nosotros con todos sus méritos, a fin de vivificar todas
nuestras acciones. Cuando por una intención recta y pura, frecuentemente
renovada, unimos los actos de nuestra jornada a las acciones del mismo
género que Jesús realizó en la tierra, la virtud divina de su gracia influye
constantemente en nosotros, y si todo lo hacemos unidos a El por el amor, no
cabe duda que avanzaremos rápidamente. Oíd estas consoladoras y magnííicas
palabras de Nuestro Señor: «Mi padre no me deja solo, porque hago siempre lo
que le es agradable» (Jn 8,29). Cada uno de nosotros ha de hacer lo mismo:
«¡Oh Padre celestial hago esta acción únicamente para complacerte, por tu
gloria y por la de tu Hijo. Cristo Jesús, en unión, contigo quiero realizar
este acto para que lo santifiques con tus méritos infinitos».
El amor que llenaba el corazón de Cristo hacia su Padre debe ser el móvil de
los actos de sus miembros como lo fue de los suyos, la gloria de su Padre
fue ei primero y último pensamiento en todas las obras de Cristo por
consiguiente, séalo también de las nuestras por la unión continua con la
gracia y caridad de Cristo. Por eso, la santa Iglesia nos exhorta a que
pidamos a Dios que conformemos nuestros actos con su divino querer, ya que
permaneciendo unidos al «Hijo de su predilección», mereceremos abundar en
obras buenas. «Caminad en la caridad, a ejemplo de Cristo», dice San Pablo
(Ef 5,2); de esa manera estaréis acordes del todo con vuestro Jefe. «Habéis
de abundar en los mismos sentimientos en que abundaba Cristo Jesús» (Fil
2,5). Así iremos de virtud en virtud (Sal 83,8); aspiraremos a la perfección
de nuestro modelo por un crecimiento constante porque Cristo mora en
nosotros con su Padre, que nos ama (Jn 14,23), y con el Espíritu Santo, que
nos guía con sus inspiraciones; esto dará origen a un progreso continuo y
fecundo con vistas al cielo. De esta suerte, alcanzaremos esa sólida
perfección que nace de la constancia y de la plenitud en el obrar
enteramente de acuerdo con la voluntad divina: «Para que os conservéis
perfectos y cabales en todo querer divino» (Col 4,12).
9. El progreso sobrenatural puede ser continua hasta la muerte: «donec
occurramus omnes... in mensuram ætatis plenitudinis Christi»
Mientras vivimos en este mundo podemos crecer en la gracia. El rio de vida
divina comenzó en nosotros por una fuente el día del Bautismo, pero puede
ensancharse sin cesar para alegría de mlestra alma, a la que riega y fecunda
hasta que desemboque en el océano divino. «El ímpeu de las aguas del río
alegra la ciudad de Dios» (Sal 45,5).
No me digáis que eso es una idea de mercenario. Verdad que el dilatar en
nosotros la vida divina redunda en provecho nuestro, pues cuanto más
crecemos en gracia y caridad, más se acrecientan nuestros méritos y mayor
será nuestra gloria futura y nuestra bienaventuranza eterna. Pero Dios, en
su magnificencia, lo ha querido así, y si de ello depende nuestra felicidad
durante toda la eternidad, también va en ello la voluntad de Dios y la
gloria que procura al Padre celestial el cumplimiento de esa voluntad. [«Un
alma que ama a Dios debe desear sinceramente reunir en sí todas las
perfecciones en que Dios se complace, y poseerlas en la medida conforme a su
voluntad». Vida de Santa Magdalena de Pazzi, por P. Cepari].
San Pablo es, en esto, un admirable modelo. Después de llegar al término de
su carrera, contando ya con poco tiempo de vida, pues espera la muerte en
las prisiones de Roma; después de predicar, a Cristo con infatigable
perseverancia y de procurar reproducir en sí los rasgos divinos de Jesús, a
quien tanto ama, ved lo que escribe a los de Filipo, al cabo de tantos
trabajos sobrellevados por Jesús, de tantas luchas reñidas por su gloria, de
tantas tribulaciones soportadas con aquel amor ardiente que nada era capaz
de enfriar: «Aun no he llegado a la perfección, pero sigo mi carrera
interior para tratar de obtenerla, ya que para ello fui llamado por
Jesucristo; no creo haberlo alcanzado, mas sólo procuro una cosa: olvidando
lo que queda atrás, voy derecho a lo que está delante; prosigo mi carrera,
por ver si alcanzo el premio de la soberana vocación a la que fui llamado
por Dios, en Jesucristo» (Fil 3, 12-24).
¿Por qué persigue San Pablo este objetivo con toda la energía de su alma
grande? Sin duda por «el premio», pero por el premio «al cual ha sido
llamado por vocación divina en Jesucristo». Ya os he dicho, al principio,
que glorificamos al Padre si damos mucho fruto, como Nuestro Señor mismo nos
lo ha asegurado; y si Dios nos dio a su Hijo y Este la Iglesia, su Espíritu
y todos sus méritos, fue para que la vida divina abunde en nosotros.
Por esta razón exhortaba tanto San Pablo a los cristianos de su época para
que progresaran en la vida cristiana: «Pues así como recibisteis a
Jesucristo, Nuestro Señor, les decía, andad con El, arraigados y
sobreedificados en El, fortalecidos en la fe, creciendo en El, en hacimiento
de gracias» (Col 3, 6-7). También desde la prisión escribía a los
Filipenses: «Lo que pido a Dios es que vuestra caridad abunde más y más, a
fin de que seáis sinceros e irreprochables para el día de Cristo, llenos de
frutos de justicia, por Jesucristo, para gloria y loor de Dios» (Fil 1,
9-11).
Y todavía con más insistencia: «Que el Señor fortalezca vuestros corazones y
los haga irreprensibles, en santidad, delante de Dios Padre, el día en que
Nuestro Señor venga con todos sus santos. Hermanos, os lo pido y os lo
suplico, por el Señor Jesús; habéis aprendido de nosotros cómo hay que
conducirse para complacer a Dios; caminad, pues, progresando más y más cada
día, pues ya conocéis los preceptos que os hemos dado de parte del Señor,
Jesús, puesto que lo que Dios quiere es vuestra santificación» (Tes 3,13; 4,
1-3).
Procuremos, pues, cumplir esta voluntad de nuestro Padre celestial. Nuestro
Señor quiere que el esplendor de nuestras obras sea tal, que muevan a los
que las contemplen a glorificar a su Padre (Mt 5,16). No temamos ni la
tentación pues hasta de ella saca Dios provecho para nosotros cuando la
resistimos (1Cor 10,13), porque es buena coyuntura para una victoria que nos
afianza en el amor de Dios; ni las pruebas, pues podemos vernos envueltos en
grandes dificultades, padecer graves contradicciones, soportar hondos
padecimientos, pero desde el momento en que nos ponemos al servicio de Dios
por amor, esas dificultades, esas contrariedades, esos padecimientos, sirven
de alimento al amor.
Cuando se ama a Dios, se puede sentir la cruz, Dios mismo nos la hará sentir
más y más, a medida que avancemos, porque la cruz nos hace más semejantes a
Cristo; pero entonces se ama, si no la cruz misma, al menos la mano de
Jesús, que la coloca sobre nuestros hombros, pues esta mano nos da también
la unción de la gracia para soportar su peso. El amor es un arma poderosa
contra las tentaciones y una fuerza invencible en las adversidades.
No nos dejemos tampoco abatir por nuestras miserias, por las imperfecciones
que deploramos, pues no impiden el aumento de la gracia, «porque Dios conoce
de qué barro estamos formados» (Sal 102,14); son el tributo pagado por
nuestra naturaleza humana y son a la vez raíz fecunda de humildad. Tengamos
paciencia con nosotros mismos en este anhelo incesante por llegar a la
perfección; la vida cristiana no tiene nada de agitada ni de inquieta; su
desenvolvimiento en nosotros se concilia perfectamente con nuestras
miserias, servidumbres y flaquezas, porque «en medio de éstas es donde
sentimos que habita en nosotros la fuerza triunfante de Cristo». «Para que
habite en mí la fortaleza de Cristo» (2Cor 12,9).
Dios es, en efecto, el principal autor de nuestra santificación y de nuestra
salvación. [«Que el Dios de paz, escribía San Pablo, os haga capaces de toda
buena obra, por el cumplimiento de su voluntad, obrando en vosotros lo que
es más agradable a sus ojos, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los
siglos de los siglos». Heb 13,21]. No lo olvidemos jamás. Dice el Concilio
de Trento: «No hemos de vanagloriarnos como si lo obrásemos todo por
nosotros mismos, sino que Dios, que es tan rico en misericordia, quiere
recompensar los dones que El mismo depositó en nosotros» (Sess VI, cap.16)
[Lo cual declara muy bien una oración del Sábado Santo (después de la 12ª
profecía): Omnipotens sempiterne Deus, spes unica mundi... auge populi tui
vota placcatus, quia in nullo fidelium, nisi ex tua inspiratione, proveniunt
quarumlibet incrementa virtutum]. «Por la gracia de Dios, dice San Pablo,
soy lo que soy», y añade (1Cor 15,10): «y yo no he dejado la gracia inactiva
en mí, he trabajado más que todos los otros, pero no sólo, sino la gracia de
Dios conmigo». «Para que Dios, dice también, dé el aumento, es preciso
plantar y regar» (ib. 3,6).
Procuremos, pues, con toda la energía de nuestra alma, por medio del
ejercicio meritorio de las virtudes, en especial de las teologales y por esa
disposición fundamental de hacerlo todo por la gloria de nuestro Padre
celestial, procuremos, digo, y no impidamos que la acción de Dios y del
Espíritu Santo se desenvuelva en nosotros con la más amplia libertad, porque
de esa manera «creceremos en Cristo, que es nuestra cabeza». Fijemos en El
nuestras miradas, pues para eso fuimos llamados por Cristo Jesús (Fil 3,12).
Detenerse en el camino de la santificación es, para el alma, retroceder.
Por otra parte, podemos adelantar siempre, mientras vivamos en este mundo:
«Es preciso, decía Nuestro Señor de sí mismo, que mientras dura el día,
realice yo las obras del que me ha enviado; pues una vez que se eche encima
la noche, nadie puede hacer nada» (Jn 9, 4-5). Sólo la muerte pondrá término
a «esas ascensiones del corazón propias de este valle de lágrimas» (Sal 83,
6-7).
¡Ojalá lleguemos, en ese momento decisivo, «a la edad de la perfección de
Cristo» y a la plenitud de vida y bienaventuranza que Dios determinó para
cada uno de nosotros al predestinarnos en su Hijo muy amado (Ef 4,13)!
NOTA.- Creemos útil terminar esta conferencia con una ojeada muy rápida
sobre el conjunto del organismo sobrenatural: esta exposición sintética
acabará de fijar el orden de los distintos elementos que constituyen la vida
de hijo de Dios. A este obieto, lo mejor que podemos hacer es considerar,
durante unos instantes, la persona misma de Nuestro Señor, ya que es nuestro
modelo. En virtud de la gracia de unión hipostática, Jesucristo es, por
naturaleza, el Hijo Unigénito de Dios; nosotros somos hijos de Dios por la
adopción.- En Cristo, la gracia santificante existe en su plenitud; nosotros
participamos de esa plenitud en una medida más o menos abundante, según el
don que nos hace de ella Cristo: Secundum mensuram donationis Christi (Ef
4,7).- La gracia santificante lleva consigo el cortejo de las virtudes
infusas, teologales y morales. Nuestro Señor no tenía, propiamente hablando,
la fe: la esperanza, hasta cierto punto; pero la caridad la llevó al mas
alto grado; mientras vivimos en este mundo, permanecen con nosotros la fe,
la esperanza y la caridad, en un grado de mayor o menor desarrollo.
Jesucristo poseía las virtudes cardinales infusas y las otras virtudes
morales compatibles con su diviuidad; pero en El se desarrollaron
libremente, sin trabas y sin esfuerzo, porque Nuestro Señor revestía una
naturaleza humana perfecta, exenta de pecado y de sus consecuencias; esas
virtudes no encontraban obstáculo alguno en su práctica; pero, en cambio, en
nosotros, a consecuencia del pecado orignal, el desenvolvimiento de las
virtudes morales infusas encuentra obstáculos y reclama el concurso de las
virtudes morales adquiridas.- Finalmente, el Espíritu Santo difundió la
plenitud de sus dones en el alma de Jesús. El nos concede una participación
de ellos, la cual, aunque limitada, produce admirables frutos.
Añadamos que las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo nos
transportan a un terreno especial que no necesita el auxilio directo de las
virtudes naturales, mientras que las virtudes morales infusas reclaman, para
su pleno desarrollo, el concurso de las virtudes morales naturales
correspondientes, concurso que al utilizarlo lo dignifican y lo elevan; sólo
la caridad da a las demás virtudes virtualidad sobrenatural, razón por la
cual posee la primacía.
Tal es, a grandes rasgos, el maravilloso organismo sobrenatural que la
infinita bondad y la soberana sabiduría de Dios ha establecido para realizar
nuestra santificación.
7 El sacrificio eucarístico
La Eucaristía, fuente de vida divina
En todas las páginas que preceden he procurado demostraros cómo Dios quiere
hacernos partícipes de su vida y cómo la gracia de Cristo, elevándonos a la
categoría de hijos de Dios, es el principio de la vida divina en nosotros.
El Bautismo nos confiere esa gracia, que es el germen de la vida
sobrenatural y como el río divino en su hontanar. Hay obstáculos que se
oponen al desarrollo de esa vida y al crecimiento de ese río; ya os he dicho
de qué modo debemos eliminarlos. Finalmente, en las dos últimas conferencias
os he expuesto cuáles son las leyes generales que determinan la permanencia
de esa vida en nuestras almas, y los medios de que disponemos para
acrecentarla; cómo es preciso permanecer unidos a Cristo por la gracia
santificante, y hacer todas y cada una de nuestras acciones por la gloria de
su Padre, con intención recta y movidos de una ardiente caridad. Esta ley se
extiende a toda nuestra actividad, y abarca todas nuestras obras, de
cualquier naturaleza que sean.
Cuando un alma se percata de la grandeza de esta vida sobrenatural y se
convence de que el fundamento de ella no es otro que nuestra unión con
Cristo por la fe y por la caridad, aspira a la perfección de esa unión;
anhela la plenitud de esa vida, que debe, según el pensamiento eterno de
Dios, poseer en sí misma. Esta perfección ¿no será una utopía, una quimera?,
se pregunta el alma. No, no es pura entelequia; aunque parezca una cosa
sublime e inasequible, puede y debe convertirse en realidad. «Esto es
imposible para los hombres; para Dios todas las cosas son posibles» (Mt
19,26).
Es cierto, en efecto, que todos los esfuerzos de la naturaleza humana
abandonada a sí misma, sin Cristo, no pueden hacernos avanzar un paso en la
realización de esa unión, ni provocar el nacimiento y desarrollo de la vida
que la unión engendra. Dios sólo es el dispensador del germen y crecimiento;
es necesario, indispensable, como dice San Pablo (1Cor 3,6), que nosotros
plantemos y reguemos; pero los frutos de vida no se producen sino por la
savia de la gracia divina que Dios hace correr por nosotros.
Dios Nuestro Señor pone a nuestra disposición medios incomparables para
mantener esa savia, pues si en cuanto es Bondad infinita y soberanamente
eficaz, quiere hacernos participantes de su naturaleza y felicidad, como
Sabiduría eterna, proporciona también los medios para el fin; de una
virtualidad y eficacia a las que nada iguala si no es la dulzura con que esa
sabiduría eterna obra: «Alcanza poderoso del uno al otro extremo y todo lo
gobierna suavemente» (Sab 8,1).
Ahora bien, si después de haber considerado cómo Dios nos infunde en el
Bautismo el germen de esta vida y las primicias de esta unión, y la ley
general que rige su desarrollo, deseamos conocer, en concreto, los medios
que Dios pone a nuestra disposición, veremos que se reducen principalmente a
la oración y a la recepción del Sacramento de la Eucaristía.
Dios se ha comprometido con el alma que se dirige a El: «Si pedís alguna
cosa a mi Padre en mi nombre, dice Jesús, os la concederá»; y añade: «Pedid
y recibiréis, a fin de que vuestra alegría sea perfecta»; y esta alegría es
la alegría de Cristo -«para que posean en toda su plenitud mi gozo» (Jn 16,
23-24)-, la alegría de su gracia, la alegría de su vida la cual, como rio
divino, nace de El y fluye hasta nosotros para regocijarnos (Sal 45,5).
La Eucaristía es el otro medio, mucho más poderoso aún. En la oración, Dios
comunica sus dones con ciertas condiciones; en el sacramento de la
Eucaristía, es el mismo Cristo quien se da a nosotros, la Eucaristía es
propiamente el sacramento de la unión que alimenta y mantiene la vida divina
en nosotros. A ella se refiere particularmente lo que dijo Nuestro Señor:
«Yo he venido para dar a las almas la abundancia de la vida» (Jn 10,10). Al
recibir a Cristo en la comunión, nos unimos a la vida misma.
Pero antes de darse al alma en alimento, Cristo se inmola, puesto que no se
hace presente bajo las especies sacramentales sino en el sacrificio de la
Misa. Por esta razón, debo, en primer lugar, tratar de la oblación del
altar, aplazando para la próxima conferencia el hablaros de la comunión
eucarística.
Digamos, pues, lo que es el sacrificio de la Misa y cómo hay en él
virtualidad para irnos transformando en Jesús.
Este tema es inefable; el mismo sacerdote, para quien el sacrificio
eucarístico es como el centro y el sol de su existencia, es incapaz de dar a
comprender con su palabra las maravillas que el amor de Cristo ha acumulado
en él. Todo lo que el hombre, simple criatura, puede decir de ese misterio,
salido del corazón de un Dios, queda tan por debajo de la realidad, que
después de decir todo cuanto se sabe de él, parece que no se ha dicho nada.
Este misterio es tan santo y elevado que no hay tema que el sacerdote ame y
a la vez tema tanto tratar.
Pidamos a la fe que nos ilumine, pues el sacrificio eucarístico es por
excelencia un misterio de fe, mysterium fidei, y así, para comprender algo
de él, es preciso recurrir a Cristo, repitiéndole las palabras de San Pedro,
cuando Jesús anunció este misterio a los judíos, y varios de sus discípulos
le abandonaron escandalizados: «¿A quién iremos, Señor, únicamente tú tienes
palabras de vida eterna» (ib. 6,69), y sobre todo, creamos al amor, como
dice San Juan (ib. 4,16). Nuestro Señor quiso instituir este sacramento en
el instante en que iba a darnos, por su Pasión, el testimonio más grande de
su amor para con nosotros, y quiso que se perpetuase entre nosotros, «en
memoria de El»; es como su último pensamiento y el testamento de su sagrado
corazón: «Haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24).
1. La Eucaristía considerada como sacrificio; trascendencia del sacerdocio
de Cristo
El Concilio de Trento, como sabéis, definió que la Misa es «un verdadero
sacrificio», que recuerda y renueva la inmolación de Cristo en el Calvario.
La Misa es ofrecida como «un verdadero sacrificio» (Sess 22, can.1). En «ese
divino sacrificio», que se realiza en la Misa, se inmola de una manera
incruenta el mismo Cristo que sobre el altar de la Cruz se ofreció de un
modo cruento. No hay, por consiguiente, más que una sola víctima; el mismo
Cristo que se ofreció sobre la Cruz es ofrecido ahora por ministerio de los
sacerdotes; la diferencia, pues, consiste únicamente en el modo de ofrecerse
e inmolarse (ib. cap.2).
El sacrificio del altar, según acabáis de ver por el Concilio de Trento,
renueva esencialmente el del Gólgota, y no hay más diferencia que la del
modo de oblación. Pues si queremos comprender la grandeza del sacrificio que
se ofrece en el altar, debemos considerar un instante de dónde proviene el
valor de la inmolación de la Cruz. El valor de un sacrificio depende de la
dignidad del pontífice y de la calidad de la víctima por eso vamos a decir
unas palabras del sacerdocio y del sacrificio de Cristo.
Todo sacrificio verdadero supone un sacerdocio, es decir, la institución de
un ministro encargado de ofrecerlo en nombre de todos.- En la ley judía, el
sacerdote era elegido por Dios de la tribu de Aarón y consagrado al servicio
del Templo por una unción especial. Pero en Cristo el sacerdocio es
trascendental; la unción que le consagra pontífice máximo es única: consiste
en la gracia de unión que, en el momento de la Encarnación, une a la persona
del Verbo la humanidad que ha escogido. El Verbo encarnado es «Cristo», que
significa «ungido» no con una unción externa, como la que servía para
consagrar a los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, sino
ungido por la divinidad, que se extiende sobre la humanidad, según dice el
Salmista, «como aceite delicioso»; «Has amado la justicia y odiado la
iniquidad; por eso te ungió el Señor, tu Dios, anteponiéndote a tus
compañeros, con aceite de alegría» (Sal 44,8).
Jesucristo es «ungido», consagrado y constituido sacerdote y pontífice, es
decir, mediador entre Dios y los hombres, por la gracia que le hace
Hombre-Dios, Hijo de Dios, y en el momento mismo de esa unión. Y de esta
suerte quien le constituye pontifice máximo es su Padre. Escuchemos lo que
dice San Pablo: «Cristo no se glorificó a sí mismo para llegar a ser
pontifice, sino que Aquel que le dijo (en el día de la Encarnación): «Tú
eres mi Hijo; Te he engendrado hoy», le llamó para constituirle sacerdote
del Altísimo» (Heb 5,5; +6, y 7,1).
De ahí, pues, que, por ser el Hijo único de Dios, Cristo podrá ofrecer el
único sacrificio digno de Dios. Y nosotros oímos al Padre Eterno ratificar
por un juramento esta condición y dignidad de pontífice: «El Señor lo juró,
y no se arrepentirá de ello: Tú eres sacerdote por siempre, según el orden
de Melquisedec» (Sal 109,4). ¿Por qué es Cristo sacerdote eterno? -Porque la
unión de la divinidad y de la humanidad en la Encarnación, unión que le
consagra pontífice, es indisoluble: «Cristo, dice San Pablo, posee un
sacerdocio eterno porque El permanece siempre» (Heb 7,3).
Y ese sacerdocio es según «el orden», es decir, la semejanza «del de
Melquisedec». San Pablo recuerda ese personaje misterioso del Antiguo
Testamento, que representa, por su nombre y por su ofrenda de pan y vino, el
sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Melquisedec significa «Rey de
justicia», y la Sagrada Escritura nos dice que era «Rey de Salem» (Gén
14,18; Heb 7,1), que quiere decir «Rey de paz». Jesucristo es Rey; El
afirmó, en el momento de su Pasión, ante Pilato, su realeza: «Tú lo has
dicho» (Jn 18,37). Es rey de justicia porque cumplirá toda justicia. Es rey
de paz (Is 9,6) y vino para restablecerla en el mundo entre Dios y los
hombres, y precisamente en su sacrificio fue donde la justicia, al fin
satisfecha, y la paz, ya recobrada, pactaron, con un beso, su alianza (Sal
84,11).
Lo veis bien: Jesús, Hijo de Dios desde el momento de su Encarnación, es por
esta razón el pontífice máximo y eterno y el mediador soberano entre los
hombres y su Padre; Cristo es el pontífice por excelencia. Así, pues, su
sacrificio posee, como su sacerdocio, un carácter de perfección única y de
valor infinito.
2. Naturaleza del sacrificio; cómo los sacrificios antiguos no eran más que
figuras; la inmolación del Calvario, única realidad; valor infinito de esta
oblación
Jesucristo comienza el ejercicio de su sacerdocio desde la Encarnación.
«Todo pontífice ha sido, en efecto, instituido para ofrecer dones y
sacrificios» (Heb 5,1); por eso convenía, o mejor dicho, era necesario que
Cristo, pontífice supremo, tuviera también alguna cosa que ofrecer. ¿Qué es
lo que va a ofrecer? ¿Cuál es la materia de su sacrificio? Veamos y
consideremos lo que se ofrecía antes de El.
El sacrificio pertenece a la esencia misma de la religión; es tan antiguo
como ella.
Desde que hay criaturas, parece justo y equitativo que reconozcan la
soberanía divina, en eso consiste uno de los elementos de la virtud de
religión, que es, a su vez, una manifestación de la virtud de justicia. Dios
es el ser subsistente por sí mismo y contiene en sí toda la razón de ser de
su existencia, es el ser necesario, independiente de todo otro ser, mientras
que la esencia de la criatura consiste en depender de Dios. Para que la
criatura exista, salga de la nada y se conserve en la existencia, para que
luego pueda desplegar su actividad, necesita el concurso de Dios. Para
conformarse, pues, con la verdad de su naturaleza, la criatura debe confesar
y reconocer esta dependencia; y esta confesión y reconocimiento es la
adoración. Adorar es reconocer con humildad la soberanía de Dios: «Venid,
adoremos al Señor y postrémonos ante El... Porque El nos ha formado y no
nosotros a nosotros mismos» (Sal 94,6, y Sal 99,3).
A decir verdad, en presencia de Dios, nuestra humillación debería llegar al
anonadamiento, lo cual constituiría el homenaje supremo, aunque ni siquiera
este anonadamiento seria bastante para expresar convenientemente nuestra
condición de simples criaturas y la trascendencia infinita del Ser divino.
Mas como Dios nos ha dado la existencia, no tenemos derecho a destruirnos
por la inmolación de nosotros mismos, por el sacrificio de nuestra vida. El
hombre se hace sustituir por otras criaturas, principalmente por las que
sirven al sostenimiento de su existencia, como el pan, el vino, los frutos,
los animales (Secreta del Jueves después del Domingo de Pasión). Por la
ofrenda, la inmolación o la destrucción de esas cosas, el hombre reconoce la
infinita majestad del Ser supremo, y eso es el sacrificio. Después del
pecado, el sacrificio, a sus otros caracteres, une el de ser expiatorio.
Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo mejor que tenían en sus
rebaños, para testimonar así que Dios era dueño soberano de todas las cosas.
Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica.
Existían, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración; la
víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de
acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra
reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se
ofrecía el sacrificio. Se ofrecían finalmente -y éstos eran los más
importantes de todos- sacrificios expiatorios por el pecado.
Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras (1Cor
10,11); «imperfectos y pobres rudimentos» (Gál 4,9); no agradaban a Dios
sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser
digno de El: el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz. [Deus... legalium
differentiam hostiarum unius sacrificii perfectione sanxisti. Secreta del 7º
Domingo después de Pentecostés].
De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación,
ofrecido una vez al año por el gran sacerdote en nombre de todo el pueblo de
Israel, y en el cual la víctima sustituía al pueblo (Lev 15,9 y 16). ¿Qué
vemos, en efecto? -Una víctima presentada a Dios por el sumo sacerdote.
Este, revestido de los ornamentos sacerdotales, impone primero las manos
sobre la víctima, mientras la muchedumbre del pueblo permanece postrada en
actitud de adoración. ¿Qué significaba este rito simbólico? -Que la víctima
sustituía a los fieles; representábalos delante de Dios, cargada, por
decirlo así, con todos los pecados del pueblo. [Dios mismo, en el Levítico,
había declarado que era El el autor de esta sustitución. Lev 17, 11]. Luego
la víctima es inmolada por el sumo sacerdote, y este golpe, esta inmolación
hiere moralmente a la multitud, que reconoce y deplora sus crimenes delante
de Dios, dueño soberano de la vida y de la muerte. Después, la víctima
puesta sobre la pira, es quemada y sube ante el trono de Dios, in odorem
suavitatis símbolo de la ofrenda que el pueblo debía hacer de sí mismo a
Aquel que es, no sólo su primer principio, sino también su último fin. El
sumo sacerdote, habiendo rociado los ángulos del altar con la sangre de la
víctima, penetra en el santo de los santos para derramarla también delante
del arca de la Alianza, y a continuación de este sacrificio, Dios renovaba
el pacto de amistad que había concertado con su pueblo.
Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que alegoría. ¿En qué consiste la
realidad? -En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario, Jesús, dice
San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y
un sacrificio de agradable olor (Ef 5,2). Cristo ha sido propuesto por Dios
a los hombres como la víctima propiciatoria en virtud de su sangre, por
medio de la fe (Rom 3,25).
Pero notad bien que Cristo Jesús consumó su sacrificio en la cruz. Lo
inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por todos
los hombres.- Ya sabéis que el más mínimo padecimiento de Cristo,
considerado en sí mismo, hubiera bastado para salvar al género humano;
siendo Dios, sus acciones tenían, a causa de la dignidad de la persona
divina, un valor infinito. Pero el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría
incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la
Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo que este decreto de la
adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el
mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada
todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el
pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el
decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser
inmolado. Oigamos a San Pablo: «Cristo, entrando en el mundo, dice a su
Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no
aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme
aquí... Vengo, oh Dios mío, a hacer tu voluntad» (Heb 10,5 y 8-9). Y
habiendo comenzado así la obra de su sacerdocio por la perfecta aceptación
de la voluntad de su Padre y la oblación de sí mismo, Jesucristo consumó el
sacrificio sobre la Cruz con una muerte sangrienta. Inauguró su Pasión
renovando la oblación total que había hecho de sí mismo en el momento de la
Encarnación. «Padre, dijo al ver el cáliz de dolores que se le presentaba,
no lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres»; y su última palabra antes de
expirar será: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).
Considerad por algunos instantes este sacrificio y veréis que Jesucristo
realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más
perfecto.- El pontífice es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que
ofreció el sacrificio de su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre
puede morir; es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración
histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta
dignidad confiere a la inmolación un valor infinito.- La víctima es santa,
pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que
con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los
holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez
de nosotros; nos ha sustituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se
hizo víctima por nuestros pecados.·«Dios cargó sobre El las iniquidades de
todos nosotros» (Is 53,6).- Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este
sacrificio con una libertad llena de amor: «No se le ha quitado la vida sino
porque El ha querido» (Jn 5,18); y El lo ha querido únicamente «porque ama a
su Padre». «Obro así para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31).
De esta inmolación de un Dios, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado
la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos rescata, nos
reconcilia con Dios, restablece la alianza de donde se derivan para nosotros
todos los bienes, nos abre las puertas del cielo, nos hace herederos de la
vida eterna. Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo
muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los
sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el
único sacrificio digno de Dios. En adelante, no habrá salvación, no habrá
santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son
inagotables: «Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado
para siempre la perfección a los que han de ser santificados» (Heb 10,14).
3. Se reproduce y renueva por el sacrificio de la Misa
No os extrañéis que me haya extendido tratando del sacrificio del Calvario;
esta inmolación se reproduce en el altar: el sacrificio de la Misa es el
mismo que el de la Cruz. No puede haber, en efecto, otro sacrificio, sino el
del Calvario; esta oblación es única, dice San Pablo; es suficientísima,
pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus
méritos sean aplicados a todas las almas.
¿Cómo ha provisto Jesús a la realización de este su deseo, puesto que ya
subió a los cielos? Es verdad que sigue siendo eternamente el Pontífice por
excelencia; pero, por el sacramento del Orden, ha escogido a ciertos
hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio. Cuando el obispo
extiende, en la ordenación, las manos para consagrar a los sacerdotes, la
voz de los ángeles repite sobre cada uno: «Tú eres sacerdote para siempre;
el carácter sacerdotal que recibes, nunca te será quitado; ese carácter lo
recibes de manos de Jesucristo, y su Espíritu es quien toma posesión de ti
para convertirte en ministro de Jesucristo». Jesús va a renovar su
sacrificio por medio de los hombres.
Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? -Después de
algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el
pan y el vino: es la «ofrenda» u «ofertorio»; esos elementos serán muy
pronto transformados en el cuerpo y en la sangre de Nuestro Señor. El
sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear
el altar, que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con
alabanzas y homenajes la acción santa. Después de lo cual, entra
silenciosamente en comunicación más íntima con Dios, llega el momento de la
consagración: extiende las manos sobre las ofrendas como el sumo sacerdote
lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar, recuerda todos
los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el
momento de instituir este sacrificio: «En el dia antes de padecer»; después,
identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: «Este es mi
cuerpo», «Esta es mi sangre»... Estas palabras verifican el cambio del pan y
del vino en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa
y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y
sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que
permanecen y le ocultan a nuestra vista.
Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas
palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: «Este es mi
cuerpo», Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las
especies del pan; por las palabras: «Esta es mi sangre», pone su sangre bajo
las especies del vino. Separa de ese modo, místicamente, su carne y su
sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas; separación que le
produjo la muerte. Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir,
«la muerte no hará presa en El ya nunca más» (Rom 6,9); la separación del
cuerpo y de la sangre, que se verifica en el altar, es mística. «El mismo
Cristo que fue inmolado sobre la Cruz es inmolado en, el altar, aunque de un
modo diferente»; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un
verdadero sacrificio. [In hoc divino sacrificio quod in Missa peragitur,
idem ille Christus continetur et immolatur, qui in ara crucis seipsum
cruentum obtulit. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2].
La comunión consuma el sacrificio; es el último acto importante de la Misa.-
El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de
sustitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio.
Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha sustituido, el hombre se
inmola a su vez, si así puede decirse; siendo la hostia una cosa santa y
sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que
resulta de su consagración.
En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la
comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y
más íntima participación en los frutos de alianza y de vida divina que nos
ha procurado la inmolación de Cristo.
Así, pues, la Misa no es sólo una simple representación del sacrificio de la
Cruz; no tiene únicamente el valor de un simple recuerdo, sino que es un
verdadero sacrificio, el mismo del Calvario, el cual reproduce y prolonga, y
cuyos frutos aplica.
4. Frutos inagotables del sacrificio del altar; homenaje de perfecta
adoración, sacrificio de propiciación plenaria; única acción de gracias
digna de Dios; sacrificio de poderosa impetración
Los frutos de la Misa son inagotables, porque son los frutos mismos del
sacrificio de la Cruz. El mismo Jesucristo es quien se ofrece por nosotros a
su Padre. Es verdad que después de la Resurrección no puede ya merecer; pero
ofrece los méritos infinitos adquiridos en la Pasión; y los méritos y las
satisfacciones de Jesucristo conservan siempre su valor, al modo como El
mismo eonserva siempre, juntamente con el earácter de pontífice supremo y de
mediador universal, la realidad divina de su sacerdocio. Ahora bien, después
de los sacramentos, en la Misa es donde, según el Santo Concilio de Trento,
tales méritos nos son particularmente aplicados con mayor plenitud.
[Oblationis cruentæ fructus per hanc incruentam uberrime percipiuntur. Sess.
XXII, cap.2]. Y por eso, todo sacerdote ofrece cada Misa no sólo por sí
mismo, sino «por todos los que a ella asisten, por todos los fieles, vivos y
difuntos» [Suscipe, sancte Pater omnipotens... hanc immaculatam hostiam...
pro omnibus circumstantibus, sed et pro omnibus fidelibus christianis vivis
atque defunctis: ut mihi et illis proficiat ad salutem in vitam æternam].
¡Tan extensos e inmensos son los frutos de este sacrificio, tan sublime es
la gloria que procura a Dios!
Así, pues, cuando sintamos el deseo de reeonocer la infinita grandeza de
Dios y de ofrecerle, a pesar de nuestra indigencia de criaturas, un homenaje
que sea, con seguridad aceptado, ofrezcamos el santo sacrificio, o asistamos
a él, y presentemos a Dios la divina víctima el Padre Eterno recibe de ella,
como en el Calvario, un homenaje de valor infinito, un homenaje
perfectamente digno de sus inefables perfecciones.
Por Jesucristo, Dios y Hombre, inmolado en el altar, se da al Padre todo
honor y toda gloria. [Per ipsum et cum ipso et in ipso et tibi Deo Patri
omnipotenti... omnis honor et gloria per omnia sæcula sæculorum. Ordinario
de la Misa]. No hay, en la religión, acción que calme tanto al alma
convencida de su nada, y ávida, no obstante esto, de rendir a Dios homenajes
dignos de la grandeza divina. Todos los homenajes reunidos de la creación y
del mundo de los escogidos no dan al Padre Eterno tanta gloria como la que
recibe de la ofrenda de su Hijo. Para llegar a comprender el valor de la
Misa, es necesaria la fe, esa fe que es a modo de participación del
conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de las cosas divinas. A la luz de
la fe, podemos considerar el altar, tal como lo considera el Padre
celestial. ¿Qué es lo que ve el Eterno Padre sobre el altar en que se ofreee
el santo sacrificio? Ve «al Hijo de su amor» [Filius dilectionis suæ. Sess
XXII, cap.2], al Hijo de sus complacencias, presente, con toda verdad y
realidad, y renovando el sacrificio de la Cruz. El precio y valor de las
cosas lo tasa Dios en proporción de la gloria que éstas le tributan; pues
bien, en este sacrificio, como en el Calvario, recibe una gloria infinita
por mediación de su amado Hijo; de suerte que no pueden ofrecerse a Dios
homenajes más perfectos que éste, que los contiene y excede a todos.
El santo sacrificio es también fuente de confianza y de perdón.
Cuando nos abate el recuerdo de nuestras faltas y procuramos reparar
nuestras ofensas y satisfacer más ampliamente a la justicia divina, para que
nos absuelva de las penas del pecado, no hallamos medio más eficaz ni más
consolador que la Misa. Oíd lo que a este propósito dice el Concilio de
Trento: «Mediante esta oblación de la Misa Dios, aplacado, otorga la gracia
y el don de la penitencia perdona los crímenes y los pecados, aun los más
horrendos». [Si así podemos expresarnos, la Eucaristía como Sacramento
procura (o, si se quiere, tiene por fin primario) la gracia in recto
(directa o formalmente), y la gloria de Dios in obliquo (indirectamente), en
tanto que el santo sacrificio procura in recto la gloria de Dios, e in
obliquo la gracia de la penitencia y de la contrición por los sentimientos
de compunción que excita en el alma]. ¿Quiere esto decir que la Misa perdona
directamente los pecados? -No, ése es privilegio reservado únicamente al
sacramento de la Penitencia y a la perfecta contrición; pero la Misa
contiene abundantes y eficaces gracias, que iluminan al pecador y le mueven
a hacer actos de arrepentimiento y de contrición, que le llevarán a la
penitencia y por ella le devolverán la amistad con Dios (Conc. Trid. XXII,
c. 1). Si esto puede decirse con verdad del pecador a quien aun no ha
absuelto la mano del sacerdote, con sobrada razón podrá decirse de las almas
justificadas, que anhelan una satisfacción tan completa como sea posible de
sus faltas y que llegue a colmar el deseo que tienen de repararlas. ¿Por qué
así? -Porque la Misa no es solamente un sacrificio laudatorio o un mero
recuerdo del de la Cruz es verdadero sacrificio de propiciación, instituido
por Jesucristo opara aplicarnos cada día la virtud redentora de la
inmolación de la Cruz» (Secreta del Domingo IX después de Pentecostés). De
ahí que veamos al sacerdote, aun cuando ya disfruta de la gracia y amistad
de Dios, ofrecer este sacrificio «por sus pecados, sus ofensas y sus
negligencias sin número». La divina víctima aplaca a Dios y nos le vuelve
propicio. Por tanto, cuando la memoria de nuestras faltas nos acongoja,
ofrezcamos este sacrificio: en él se inmola por nosotros Jesucristo:
«Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» y que «renueva, cuantas
veces se sacrifica, la obra de nuestra redención» (Sal 83,10). ¡Qué
confianza, pues, no debemos tener en este sacrificio expiatorio! Por grandes
que sean nuestras ofensas y nuestra ingratitud, una sola Misa da más gloria
a Dios que deshonra le han inferido, digámoslo así, todas nuestras injurias.
«¡Oh Padre Eterno, dignaos echar una mirada sobre este altar, sobre vuestro
Hijo, que me ama y se entregó por mí en la cima del Calvario, y que ahora os
presenta en favor mío sus satisfacciones de valor infinito: "mirad al rostro
de vuestro Hijo" (+Rom 5, 8-9), y dad al olvido las faltas que yo cometí
contra vuestra soberana bondad! Os ofrezco esta oblación, en la que
encontráis vuestras complacencias, como reparación de todas las injurias
inflingidas a vuestra divina majestad». Semejante oración indudablemente
será atendida por Dios, por cuanto se apoya en los méritos de su Hijo, que
por su Pasión todo lo ha expiado.
Otras veces lo que nos embarga es la memoria de las misericordias del Señor:
el beneficio de la fe cristiana que nos ha abierto el camino de la salvación
y hecho participantes de todos los misterios de Cristo, en espera de la
herencia de la eterna bienaventuranza; una infinidad de gracias que desde el
Bautismo se van escalonando en el camino de toda nuestra vida. Al echar una
mirada retrospectiva, el alma siéntese como abrumada a la vista de las
gracias innumerables de que Dios, a manos llenas, la ha colmado; y entonces,
fuera de sí por verse objeto de la divina complacencia, exclama: «Señor,
¿qué podré daros yo, miserable criatura, a cambio de tantos beneficios? ¿Qué
os daré que no sea indigno de Vos?» Aunque Vos «no tengáis necesidad de mis
bienes» (Sal 15,2), sin embargo, es justo que os muestre gratitud por
vuestra infinita liberalidad para conmigo; siento esta necesidad en lo
íntimo de mi ser «¿cómo, pues, satisfacerla, Señor y Dios mío, de una manera
digna a la vez de vuestra grandeza y de vuestros beneficios?» (ib. 115,12).
«¿Con qué corresponderé al Señor por todos los beneficios que de El he
recibido?» Tal es la exclamación del sacerdote después de la sunción de la
Hostia. Y, ¿cual es la respuesta que en sus labios pone la Iglesia? «Tomaré
el cáliz de la salud»... La Misa es la acción de gracias por excelencia, la
más perfecta y la más grata que podemos ofrecer a Dios. Leemos en el
Evangelio que, antes de instituir este sacrificio, Nuestro Señor «dio
gracias» a su Padre: eujaristesas. San Pablo usa de la misma expresión, y la
Iglesia ha conservado este vocablo con preferencia a cualquier otro, sin
querer con esto excluir los otros caracteres de la Misa, para significar la
oblación del altar: sacrificio eucarístico, esto es, sacrificio de acción de
gracias. Ved cómo, en todas las misas, después del ofertorio y antes de
proceder a la consagración, el sacerdote, a ejemplo de Jesucristo, entona un
cántico de acción de gracias: «Verdaderamente es digno y justo, equitativo y
saludable, Señor santo Dios omnipotente, el tributaros siempre y en todo
lugar acciones de gracias... Por Jesucristo Señor nuestro» (Prefacio de la
Misa). Tras esto, inmola la Víctima Sacrosanta: Ella es quien rinde las
debidas gracias por nosotros y quien agradece en su justo valor, pues Jesús
es Dios, los beneficios todos que desde el cielo, y del seno del Padre de
las luces descienden sobre nosotros (Sant 1,17). Por mediación de
Jesucristo, nos han sido otorgados, y por El asimismo, toda la gratitud del
alma se remonta hasta el trono divino. Finalmente, la Misa es sacrificio de
impetración.
Nuestra indigencia no tiene límites: necesidad tenemos incesantemente de
luz, de fortaleza y de consuelo: pues en la Misa es donde hallaremos todos
estos auxilios.- Porque, en efecto, en este sacramento está realmente Aquel
que dijo: «Yo soy la luz del mundo; Yo soy el camino; Yo soy la verdad, Yo
soy la vida. Venid a Mí todos los que andáis trabajados, que Yo os aliviaré.
Si alguien viniere a Mí, no lo rechazaré» (Jn 7,37). Es el mismo Jesús, que
«pasó por doquier haciendo bien» (Hch 10,38); que perdonó a la Samaritana, a
Magdalena y al Buen Ladrón, pendiente ya en la Cruz; que libraba a los
posesos, sanaba a los enfermos, restituia la vista a los ciegos y el
movimiento a los paralíticos; el mismo Jesús que permitió a San Juan
reclinar su cabeza sobre su sagrado corazón. Con todo, es de advertir, que
en el altar se halla de modo y a título especial, a saber, como víctima
sacrosanta que se está ofreciendo a su Padre por nosotros; inmolado y, con
todo, vivo y rogando por nosotros. «Siempre vivo para interceder por
nosotros» (Heb 7,25). Ofrenda también sus infinitas satisfacciones a fin de
obtenernos las gracias que nos son necesarias para conservar la vida
espiritual en nuestras almas; apoya nuestras peticiones y nuestras súplicas
con sus valiosos méritos; así que nunca estaremos más ciertos que en este
momento propicio de alcanzar las gracias que necesitamos. San Pablo, al
hablar precisamente del «Pontífice soberano que penetró por nosotros en los
cielos y que está lleno de piedad para con aquellos a quienes se digna
llamar hermanos suyosn, dice refiriéndose al altar donde Cristo se inmola
que es uel trono de la gracia, al que debemos acercarnos con plena
confianza, a fin de alcanzar la gracia y ser socorridos en la hora oportuna»
(Heb 4,16).
Notad estas palabras de San Pablo: Cum fiducia: «confianza», es la condición
imprescindible para ser atendido. Hemos, pues, de ofrecer el santo
sacrificio, o asistir a él con fe y confianza. No obra en nosotros este
sacrificio a la manera de los sacramentos, ex opere operato; sus frutos son
inagotabies, pero, en general, son proporcionados a nuestras disposiciones
interiores. Cada Misa contiene un infinito potencial de perfección y
santidad; pero según sea nuestra fe y nuestro amor, así serán las gracias
que en ella obtengamos. Habréis reparado en que cuando el celebrante hace
memoria, antes de la consagración, de aquellos que quiere recomendar a Dios,
termina mencionando «a todos los asistentes», pero con la particularidad de
que indica las disposiciones propias de cada uno. «Acordaos, Señor... de
todos los fieles aquí presentes, cuya fe y devoción os son conocidas» [Et
omnium circumstantium quorum tibi fides cognita est et nota devotio. Canon
de la Misa]. Estas palabras nos dicen que las gracias que fluyen de la Misa
nos son otorgadas en la medida de la intensidad de nuestra fe y de la
sinceridad de nuestra devoción. Tocante a la fe, ya os he dicho lo que es;
mas esa nota devotio, ¿qué puede ser? -No es otra cosa que la entrega pronta
y completa de todo nuestro ser a Dios, a su voluntad y a su servicio; Dios,
que es el único que escudriña el fondo de nuestros corazones, ve si nuestro
deseo y nuestra voluntad de serle fieles y de ser todo para El son sinceros.
Caso de que así sea, formaremos parte de aquellos «cuya fe y devoción os son
conocidas», por quienes el sacerdote ora especialmente y que harán abundante
acopio en el tesoro inagotable de los méritos de Jesucristo, que, a través
de la santa Misa, se pone de nuevo a su disposición.
Si, pues, tenemos la convicción profunda de que todo nos viene del Padre
celestial por mediación de Jesucristo; que Dios ha depositado en El todos
los tesoros de santidad a que los hombres pueden aspirar; que este mismo
Jesús está sobre el altar, con todos estos tesoros, no sólo presente, sino
también ofreciéndose por nosotros a la gloria de su Padre, tributándole de
este modo el homenaje en que más se complace y perpetuando la renovación del
sacrificio de ]a Cruz, a fin de que así podamos aprovecharnos de su soberana
eficacia; si tenemos, repito, esta convicción profunda, estad ciertos de que
podremos solicitar y conseguir cualquier género de gracia. Porque, en estos
solemnes momentos, es lo mismo que si nos halláramos en compañía de la
Santísima Virgen, de San Juan y de la Magdalena, al pie de la Cruz, y junto
a la fuente misma de donde mana toda salud y toda redención. ¡Ah, si
conociésemos el don de Dios!... ¡Si supiéramos de qué tesoros disponemos,
tesoros que podríamos utilizar en favor nuestro y de la Iglesia
universal!...
5. Intima participación en la oblación del altar por nuestra unión con
Cristo, Pontífice y víctima
Sin embargo, no debemos detenernos aquí, si ansiamos investigar
cumplidamente las intenciones que tuvo Jesucristo al instituir el santo
sacrificio, las mismas que expresa la Iglesia, Esposa suya, en las
ceremonias y palabras que acompañan a la oblación. Valiéndonos de este
divino sacrificio, podemos, ya os lo he dicho, ofrecer a Dios un acto de
adoración perfecto, solicitar la remisión completa de nuestras faltas,
tributarle dignas acciones de gracias, y obtener la luz y fortaleza que
necesitamos. Pero, con todo, estas disposiciones del alma, por excelentes
que sean, es posible que no pasen de actos y disposiciones de un mero
espectador que asiste con devoción, mas sin tomar parte activa en la acción
santa.
Hay una participación más íntima y debemos esforzarnos por lograrla. ¿Qué
participación es ésta? -No otra que la de identificarnos, lo más
completamente que sea posible, con Jesucristo en su doble calidad de
pontífice y de víctima a fin de transformarnos en El. ¿Es esto hacedero? -Ya
os dije que en el instante mismo de la Encarnación, Jesucristo quedó
consagrado pontífice, y que sólo en cuanto hombre pudo ofrecerse a Dios en
holocausto. Así, pues, en su Encarnación. el Verbo asoció a sus misterios y
a su Persona, por mística unión, a la humanidad entera; es ésta una verdad
de la que os he hablado largamente y que deseo tengáis siempre presente.
Toda la humanidad está llamada a constituir un cuerpo místico cuya cabeza es
Cristo, una sociedad de la que El es Jefe y cuyos miembros somos nosotros.
Por ley natural, los miembros no pueden separarse de la cabeza ni ser ajenos
a su acción. La acción por excelencia de Jesucristo, que resume toda su vida
y le confiere todo su valor, es su sacrificio. Al modo que asumió en sí
nuestra naturaleza humana, excepto el pecado, de igual manera quiere
hacernos participar del misterio capital de su vida. Sin duda que no
estábamos corporalmente en el Calvario cuando El se inmoló por nosotros,
ocupando el lugar que debiéramos ocupar nosotros, mas quiso -son palabras
del Concilio de Trento- que su sacrificio se perpetuase, con su inagotable
virtud, por la acción de su Iglesia y de sus ministros [Seipsum ab Ecclesia,
per sacerdotes sub signis sensibilibus immolandum. Sess XXII, cap.1].
Verdad es que sólo los presbíteros que son admitidos, por el sacramento del
Orden, a participar del sacerdocio de Cristo, tienen el derecho de ofrecer
oficialmente el cuerpo y la sangre de Jesucristo.- Sin embargo, todos los
fieles pueden, claro está que a título inferior, pero verdadero, ofrecer la
sagrada hostia. Por el Bautismo, participamos en algún modo del sacerdocio
de Cristo, por lo mismo que participamos de la vida divina de Jesucristo,
con sus cualidades y diferentes estados. El es Rey, reyes somos con El; es
Sacerdote, sacerdotes somos con El. Oíd lo que a este propósito dice San
Pedro a los recién bautizados: «Sois un pueblo escogido, una familia regia y
sacerdotal, una nación santa, un pueblo que Dios ha adquirido» (1Pe 2,9)
[+Ap 1,5-6. «A Aquel que nos amó, que nos purificó de nuestros pecados con
su sangre y que nos hizo reyes y sacerdotes de Dios, su Padre, a El sea la
gloria y poderío»]. Así, pues, los fieles pueden ofrecer, en unión con el
sacerdote, la hostia sacrosanta.
Las oraciones con que la Iglesia acompaña este divino sacrificio nos dan a
conocer con evidencia que los asistentes tienen también su parte en la
oblación.- Así, ¿cuáles son las palabras que el sacerdote profiere,
terminado el ofertorio, al volverse por última vez hacia el pueblo, antes
del canto del Prefacio? «Orad, hermanos, para que mi sacrificio, también
vuestro, sea aceptado por Dios Padre omnipotente» [Orate, fratres, ut meum
ac vestrum sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem omnipotentem]. De
igual manera, en la oración que antecede a la consagración, el celebrante
pide a Dios que tenga a bien acordarse de los fieles presentes, de
«aquellos, dice, por quienes te ofrecemos este sacrificio, o que ellos
mismos te lo ofrecen por sí y por sus allegados» [Memento, Domine, famulorum
tuorum... pro quibus tibi offerimus vel qui tibi offerunt hoc sacrificum
laudis, pro se suisque omnibus]. Y al punto, extendiendo las manos sobre la
oblata, ruega a Dios se digne aceptarla «como sacrificio de toda la familia
espiritual» congregada en torno del altar [Hanc igitur oblationem servitutis
nostræ sed et cunctæ familiæ tuæ quæsumus, Domine, ut placatus accipias].
Bien se echa de ver, por lo dicho, que los fieles, en unión con el
sacerdote, y, por él, con Jesucristo, ofrecen este sacrificio. Cristo es el
Pontífice supremo y principal, el sacerdote es el ministro por El elegido, y
los fieles, en su grado, participan de este divino sacerdocio y de todos los
actos de Jesucristo.
«Asistamos, pues, con atención; sigamos al sacerdote, que actúa en nombre
nuestro y por nosotros habla, acordémonos de la antigua costumbre de ofrecer
cada uno el pan y el vino para suministrar la materia de este celestial
sacrificio. Si la ceremonia ha cambiado, el espíritu, esto no obstante, es
el mismo; todos ofrecemos con el sacerdote; nos solidarizamos con todo lo
que él hace, con todo lo que él dice... Ofrezcamos, sí, pero ofrezcamos con
él, ofrezcamos a Jesucristo, y ofrezcámonos a nosotros mismos con toda la
Iglesia católica, diseminada por todo el orbe» (Bossuet, Meditaciones sobre
el Evangelio).
No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos
de enunciar. Cristo es pontífice, pero también es víctima, y es deseo de su
divino corazón el que compartamos con El esta cualidad. Precisamente esta
disposición de víctimas es lo que principalmente nos capacita para llegar a
la santidad.
Detengamos por un momento nuestra consideración en la materia del
sacrificio, a saber, en el pan y en el vino que han de ser transmutados en
el cuerpo y la sangre del Señor. Los Padres de la Iglesia han insistido
sobre el significado simbólico de ambos elementos. El pan está formado por
granos de trigo molidos y unidos para formar una sola masa; el vino, por las
uvas reunidas y prensadas para fabricar un solo líquido: ved ahí la imagen
de la unión de los fieles con Cristo y de los fieles todos entre sí.
En el rito griego, esta unión de los fieles con Jesucristo en su sacrificio,
se patentiza con toda la viveza de las figuras orientales. Al comienzo de la
Misa el celebrante, con una lanceta de oro, divide el pan en diferentes
fragmentos y asigna a cada uno de éstos, con una oración especial, la misión
de representar a las personas o a las distintas categorías de personas en
cuyo honor, o en cuyo beneficio, se ofrecerá el sacrificio augusto. La
primera porción representa a Jesucristo; la segunda a la Santísima Virgen
como corredentora; otras a los Apóstoles, Mártires, Vírgenes, al Santo del
día y a toda la corte de la Iglesia triunfante. Siguen los fragmentos
reservados a la Iglesia purgante y a la Iglesia militante; al Soberano
Pontífice, a los Obispos y a los fieles asistentes. Acabada esta ceremonia,
el sacerdote deposita todas las porciones sobre la patena y las ofrece a
Dios, ya que todas serán luego transformadas en el cuerpo de Jesucristo.
Esta ceremonia simboliza lo íntima que debe ser nuestra unión con Cristo en
este sacrificio. Si la liturgia latina es más sobria en este particular, no
es menos expresiva. Así, conserva una ceremonia de origen muy antiguo, que
el celebrante no puede omitir so pena de falta grave, y que muestra a las
claras que debemos ser inseparables de Jesucristo en su inmolación. Me
refiero a lo que hace, al tiempo del ofertorio, mezclando un poco de agua
con el vino que puso en el cáliz. ¿Cuál es el significado de esta ceremonia?
La oración de que va acompañada nos proporciona la clave para comprender su
significado: «Oh Dios, que formaste al hombre en un estado tan noble y, por
la obra de la Encarnación, lo restableciste de un modo aun más admirable,
haz, te suplicamos, que por el misterio de esta agua y de este vino seamos
participantes de la divinidad de Aquel que se dignó formar parte de nuestra
humanidad, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro que, siendo Dios, vive y
reina contigo en unidad con el Espíritu Santo, por todos los siglos». Al
punto, el celebrante ofrece el cáliz para que Dios lo reciba in odorem
suavitatis: «como suave aroma». Así, pues, el misterio que simboliza esta
mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la
persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad; misterio del que
resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con
Cristo en su sacrificio. El vino representa a Cristo, y el agua figura al
pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio
de Trento [Aquæ populi sunt. (Ap 17,15). Hac mixtione, ipsius populi fidelis
cum capite Christo unio repræ-sentatur. Sess XXII, c. 7].
Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El,
para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su
Padre, en olor agradable; la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos
de donar, no es otra que la de nosotros mismos. Si los fieles participan,
por el Bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, «para ofrecer
sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo» (1Pe
2,15). Tan cierto es esto, que repetidas veces en la oración que sigue a la
ofrenda dirigida a Dios, antes del solemne momento de la consagración, la
Iglesia atestigua esta unión de nuestro sacrificio con el de su divino
Esposo. «Dígnate, Señor -son sus palabras-, santificar estos dones, y
aceptando el ofrecimiento que te hacemos de esta hostia espiritual, haz de
nosotros una oblación eterna para gloria tuya por Jesucristo Nuestro Señor»
[Propitius, Domine, quæsumus, hæc dona sanctifica, et hostiæ spiritualis
oblatione suscepta, nosmetipsos tibi perfice munus æternum. Misa del lunes
de Pentecostés. Esta oración (secreta) está también en la Misa de la fiesta
de la Santísima Trinidad].
Mas, para que así seamos aceptos a los ojos de Dios, preciso es que nuestra
oblación vaya unida a la que Jesucristo hizo de su persona sobre la Cruz y
que renueva sobre el altar; porque Nuestro Señor, al inmolarse, ocupó
nuestro lugar, nos reemplazó; y por esta razón, el mismo golpe mortal que lo
hizo sucumbir, nos dio místiea muerte a nosotros. «Si murió uno por todos,
luego todos murieron» (2Cor 5,14). Por lo que a nosotros toea, sólo
moriremos con El si nos asociamos a su sacrificio en el altar. ¿Y cómo nos
uniremos a Jesucristo en esta condición suya de víctima? Muy sencillo:
imitándolo en ese total rendimiento al beneplácito, divino.
Dios debe disponer con entera libertad de la víctima que se le inmola; y por
lo mismo, nuestra disposición de ánimo debe ser la de abandonar todas las
cosas en las manos de Dios, debemos realizar aetos de renunciamiento y
mortificación, y aceptar los padecimientos, las pruebas y las cruces
cotidianas por amor de El, de tal suerte que podamos decir, como dijo
Jesucristo momentos antes de su Pasión: «Obro de este modo para que conozca
el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31). Esto será ofrecerse verdaderamente
eon Jesueristo. Así, pues, cuando ofrecemos al Eterno Padre su divino Hijo y
realizamos al mismo tiempo la oblación de nosotros mismos con la de la
«sagrada hostia» en disposiciones semejantes a las que animaban al deífico
Corazón de Jesús sobre el ara de la Cruz, como son: amor intenso a su Padre
y a nuestros prójimos, ardiente deseo de la salvación de las almas, total
abandono a la voluntad y decisiones del Todopoderoso, en particular si son
penosas y contrarían a nuestra naturaleza; en tal caso, podemos estar
seguros de que tributamos a Dios el homenaje más grato que está a nuestro
aleanee rendirle.
Disponemos eon este saerificio del medio más poderoso para transformarnos en
Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el
modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Porque Jesucristo,
al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace
agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su
gracia, nos hace cada día más semejantes a El.
Es lo que quiere dar a entender esta oración misteriosa que el celebrante
recita después de la consagración: «Te suplicamos, Dios omnipotente, ordenes
que estas nuestras ofrendas sean presentadas por mano de tu santo Mensajero,
sobre el altar de la gloria, ante el acatamiento de tu divina Majestad, para
que todos cuantos participamos de este sacrificio por la recepción del
sacratísimo cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda suerte de
bendiciones y de gracias».
Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir
con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el
altar, asociándose a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa
Iglesia en boca de sus ministros. Si así nos asociamos, por una profunda
reverencia, una fe viva, un amor vehemente y un sincero arrepentimiento de
nuestras culpas, a Jesucristo, que hace de Pontífice y de víctima en este
sacrificio, El, que mora en nosotros, hace suyas todas nuestras
aspiraciones, y ofrece en lugar y en favor nuestro a su divino Padre una
adoración perfecta y una cumplida satisfacción. Tribútale también dignos
hacimientos de gracias, y las peticiones que formula siempre son atendidas.
Todos estos actos del Pontífice eterno, cuando sobre el ara reitera la
inmolación del Gólgota, vienen a ser propios nuestros. [Docet sancta synodus
per istud sacrificium fieri ut si cum vero corde et recta fide, cum metu et
reverentia, contriti ac pænitentes, ad Deum accedamus, misericordiam
consequamur et gratiam inveniamus in auxilio opportuno. Conc. Trid., Sess.
XXII, cap.2]
Y en tanto que rendimos a Dios, por intervención de Jesucristo, todo honor y
toda gloria [Omnis honor et gloria, Canon de la Misa], un copioso raudal de
luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda a la Iglesia entera [Fructus
uberrime percipiuntur. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2], porque, en efecto,
cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz.
Mas para entrar en posesión de elloj es preciso que nuestra alma se
encuentre penetrada de aquellas disposiciones que animaron a la de Cristo al
realizar su inmolación cruenta. Si compartimos así los sentimientos del
corazón de Jesús (Fil 2,5), el eterno Pontifice nos introducirá consigo
hasta el Santo de los Santos, ante el trono de la divina Majestad, al borde
mismo de la fuente de donde brota toda gracia, toda vida y toda
bienaventuranza.
¡Si conocieseis el don de Dios!...
8 Panis vitæ
La Comunión eucarística es el medio más eficaz para mantener en nosotros la
vida sobrenatural
«Haz, Señor de toda majestad, que todos los que participando de este altar,
recibamos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos llenos de toda
bendición celestial y de toda gracia» [Ut quotquot, ex hac altaris
participatione, sacrosanctum Filii tui corpus et sanguinem sumpserimus, omni
benedictione cælesti et gratia repleamur. Canon de la Misa].
Con estas palabras finaliza una de las oraciones que en el santo sacrificio
de la Misa se dicen después del augusto rito de la consagración. Cristo,
bien lo sabéis, está realmente presente en el altar, no ya sólo para
tributar al Padre homenaje perfecto con su mística inmolación, que renueva
la del sacrificio del Calvario, sino también para darse en alimento a
nuestras almas bajo las especies sacramentales.
Claramente manifestó Jesús esta intención de su corazón sagrado al instituir
este sacramento: «Tomad y comed pues éste es mi cuerpo»; «tomad y bebed,
pues ésta es mi sangre» (1Cor 11,24; Lc 22,17 y 20).
Si Nuestro Señor quiso quedarse presente bajo las especies de pan y de vino,
fue para ser nuestro alimento.- Así, pues, si queremos conocer por qué
Cristo instituyó este sacramento a modo de manjar, veremos que, ante todo,
lo hizo para mantener en nosotros la vida divina; y luego para que,
recibiendo de El esa vida sobrenatural, siempre le estemos unidos. La
Comunión sacramental, fruto del sacrificio eucarístico, es para el alma el
medio más seguro de vivir unida a Cristo Jesús.
La verdadera vida del alma, la santidad sobrenatural, consiste, ya lo he
dicho también, en esa unión con Cristo. Jesús es la vid, nosotros los
sarmientos; la gracia es la savia que del tronco pasa a las ramas para que
den fruto. Pues bien, es sobre todo al entregarse a nosotros en la
Eucaristía, cuando Jesucristo nos colma de sus gracias.
Contemplemos con reverencia y fe, con amor y confianza, este misterio de
vida, en el cual nos unimos con Aquel que es a un mismo tiempo nuestro
divino modelo, nuestra satisfacción y aun la fuente misma de nuestra
santidad (Catecismo del Concilio de Trento, cap.XX, 1).
Luego veremos cuales han de ser las disposiciones para recibirle, si hemos
de llegar a la perfecta unión a la que Cristo aspira al darse así a
nosotros.
1. La Comunión es el convite en que Cristo se da como pan de vida
Cuando, al orar, pedimos al Señor que nos diga por qué, en su eterna
sabiduría, se dignó instituir este inefable sacramento, ¿qué nos responde el
Señor?
Nos dice lo que por vez primera dijo a los judíos, al anunciarles la
institución de la Eucaristía: «Como el Padre que vive me envió, y yo vivo
por el Padre, así el que me comiere vivirá por mí» (Jn 6,58). Como si
dijera: Todo mi anhelo es comunicaros mi vida divina. A mí, el ser, la vida,
todo me viene de mi Padre, y porque todo me viene de El, vivo únicamente
para El; así, pues, yo sólo ansío que vosotros también, que todo lo recibís
de mí, no viváis más que para mí. Vuestra vida corporal se sustenta y se
desarrolla mediante el alimento; yo quiero ser manjar de vuestra alma para
mantener y dar auge a su vida, que no es otra que mi propia vida. [Sumi
autem voluit sacramentum hoc tamquam spirituale animarum cibum quo alantur
et confortentur viventes vita illius qui dixit: et qui manducat me et ipse
vivet propter me. Conc. Trid., Sess. XIII, cap.2]. El que me comiere, vivirá
mi vida; poseo en mí la plenitud de la gracia, y de ella hago partícipes a
los que me doy en alimento. El Padre tiene en sí mismo la vida, pero ha
otorgado al Hijo el tenerla también en sí (Jn 5,26); y como yo poseo esa
vida, vine para comunicárosla abundante y plena (ib. 10,10). Os doy la vida
al darme a mí mismo como manjar. Yo soy el pan de vida, el pan vivo que bajó
del cielo para traeros la vida divina; ese pan que da la vida del cielo, la
vida eterna, cuyo preludio es la gracia (Jn 6,35,48,51). Los judíos en el
desierto comieron el mana, alimento corruptible; pero yo soy el pan que
siempre vive, y siempre es necesario a vuestras almas, pues «si no le
comiereis, pereceréis sin remedio» (ib. 6,54).
Tales son las palabras mismas de Jesús. Luego Cristo no se hace realmente
presente sobre el altar tan sólo para que le adoremos, y le ofrezcamos a su
Eterno Padre como satisfacción infinita; no viene tan sólo a visitarnos,
sino para ser nuestro manjar como alimento del alma, y para que, comiéndole,
tengamos vida, vida de gracia en la tierra, vida de gloria en el cielo.
«Como el Hijo de Dios es la vida por esencia, a El le corresponde prometer,
a El comunicar la vida. La Humanidad santa que le plugo asumir en la
plenitud de los tiempos, toca tan de cerca la vida, y tan bien se apropia su
virtud, que de ella brota una fuente inagotable de agua viva... ¿No es el
pan de vida, o mejor dicho, no es un pan vivo el que comemos para tener
vida? Porque ese pan sagrado es la carne de Cristo, carne viva, carne unida
a la vida, carne llena y penetrada del espíritu vivificador. Pues si el pan
común, que carece de vida, mantiene y conserva la del cuerpo, ¿cuán
admirable no será la vida del alma en nosotros, que comemos un pan vivo, que
comemos la vida misma en la mesa del Dios vivo? ¿Quién oyó jamás semejante
prodigio: que la vida pudiera ser comida? Sólo Jesús pudo darnos tal manjar.
Es vida por naturaleza quien la come, come la vida. ¡Oh banquete delicioso
de los hijos de Dios!» (Bossuet, Sermon pour le Samedi Saint).- Por eso el
sacerdote, al dar la Comunión, dice a cada uno: «¡El cuerpo de Nuestro Señor
Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna!».
Ya os dije que los sacramentos producen la gracia que significan.- En el
orden natural, el alimento conserva y sustenta, aumenta, restaura y prolonga
la vida del cuerpo. [Son, según Santo Tomás, los cuatro efectos del
alimento: el santo Doctor los aplica a la Eucaristía, alimento del alma.
III, q.79, a.1]. Así, ese pan celeste es manjar del alma que conserva,
repara, acrecienta y dilata en ella la vida de la gracia, puesto que le
comunica al Autor mismo de la gracia.
Por otras puertas puede entrar en nosotros la vida divina, pero en la
Comunión inunda nuestras almas «cual torrente impetuoso». De tal modo es la
Comunión sacramento de vida que, por sí misma, perdona y borra los pecados
veniales, a los que no sentimos apego; obra de tal manera, que, recobrando
en el alma la vida divina su vigor y su hermosura, crece, se desarrolla y da
frutos abundantes. ¡Oh festín sagrado, convite en el que el alma recibe a
Cristo y la mente se siente inundada de gracia! [O sacrum convivium in quo
Christus sumitur... mens impletur gratia. Antíf. del Magnificat de las II
Vísperas del Corpus].- Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado!, «en quien habita
corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), ven a mí para hacerme
partícipe de esa plenitud; ahí está mi vida, puesto que recibir es llegar a
ser hijo de Dios (Jn 1,12); es tener parte en la vida que del Padre
recibiste y mediante la cual vives para el Padre; vida que de tu Humanidad
se desborda sobre todos tus hermanos en la gracia: ¡Ven, Señor, sé mi
manjar, para que tu vida sea la mía!
2. Por la Comunión, Jesucristo mora dentro de nosotros y nosotros dentro de
El
Una de las intenciones del corazón de Jesús, al instituir el sacramento de
la Eucaristía, fue el convertirse en el pan celestial que conserve y aumente
en nosotros la vida divina; pero aun perseguía Cristo otra finalidad que
viene a completar la anterior: «El que come mi carne y bebe mi sangre, en Mí
mora, y yo en él» (ib. 6,55). ¿Qué quiere decir la palabra «morar»?
Cuando se lee el Evangelio de San Juan -que nos refiere las palabras de
Jesús- se advierte que casi siempre emplea ese vocablo para expresar la
unión perfecta. No hay unión más estrecha que la del Padre y del Hijo en la
Trinidad adorable, puesto que entrambos poseen, en unión también con el
Espíritu Santo, la misma y única naturaleza divina; pues bien: San Juan dice
que «el Padre mora en el Hijo»
«Morar en Cristo» es, en primer lugar, tener parte por la gracia en su
filiación divina; es ser uno con El, siendo como El hijo de Dios, aunque a
título diverso. Es la unión íntima y fundamental, a la que el mismo Cristo
alude en la parábola de la viña: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el
que mora en mí y yo en él, da frutos abundantes» (Jn 15,5).
Esa unión no es la única. «Morar» en Cristo es identificarse con El en todo
lo tocante a nuestra inteligencia voluntad y actividad.- «Moramos» en Cristo
por la inteligencia, al acatar por un acto de fe simple, puro e íntegro
cuanto Cristo nos enseña. El Verbo está siempre en el seno del Padre, ve los
divinos arcanos y nos manifiesta lo que ve (ib. 1,18). Por la fe respondemos
«así es», Amén, a cuanto el Verbo encarnado nos dice; creemos en su palabra,
y de este modo nuestra inteligencia se identifica con Cristo. La sagrada
Comunión nos hace morar en Cristo por la fe; no podemos recibirle si no
aceptamos por la fe cuanto El es y cuanto enseña. Mirad cómo, al anunciar
Jesús la Eucaristía les dice: «Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí, no
tendrá hambre y el que cree en Mí no tendrá sed jamás» (ib. 6,35). Y viendo
que los judíos incrédulos murmuran, repíteles sus palabras: «En verdad, en
verdad os digo, el que cree en Mí tiene la vida eterna» (ib. 6,47). Cristo,
pues, se nos da en alimento, mediante la fe, y unirse a El es aceptar,
inclinando la inteligencia ante su palabra, todo cuanto El nos revela.
Cristo es alimento de nuestra inteligencia al comunicarnos toda verdad.
Morar en El es también someter nuestra voluntad a la suya y hacer que toda
nuestra actividad sobrenatural dependa de su gracia. Es decir, que debemos
permanecer en su amor, acatando reverentes su santísima voluntad: «Si
guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, del mismo modo que yo he
guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor» (ib. 15,10). Es
anteponer sus deseos a los nuestros, abrazar sus intereses, entregarnos a El
enteramente, sin cálculo ni reserva alguna, pues no puede permanecer quien
no es constante y estable, con la confianza ilimitada de la esposa para con
su esposo. Nunca la esposa es más grata al esposo que cuando lo fía todo a
su prudencia, poder, fuerza y amor. De aquí que este pan celestial, siendo
sustento del amor, conserve la vida de nuestra voluntad.
Tal es la divina disposición que Cristo quiere despertar en el alma del que
le recibe. El Señor viene a ella para que ella «permanezca en El», esto es,
para que, teniendo confianza plena en su palabra. se abandone a El dispuesta
a cumplir en todo su divino beneplácito, sin tener otro móvil en toda su
actividad que la acción de su Espíritu. «El que se une al Señor es un
espíritu con El» (1Cor 6,17).
Nuestro Señor también mora en el alma. «Y yo en él» (Jn 15,5).- Mirad lo que
ocurría en el Verbo encarnado. Existía en El una actividad natural, humana
muy intensa pero el Verbo, al que estaba indisolublemente unida la
humanidad, era la hoguera en que se alimentaba y de donde irradiaba toda su
actividad.
Lo que Cristo anhela obrar al darse al alma es algo parecido. Sin que la
unión llegue a ser tan estrecha como la del Verbo con su santa humanidad,
Cristo se da al alma para ser en ella, por medio de su gracia y la acción de
su Espíritu, fuente y principio de toda su actividad interior. Et ego in eo;
está en el alma, mora en ella, mas no inactivo; quiere obrar en ella (Jn
5,17), y cuando el alma se entrega de veras a El, a su voluntad, tan
poderosa se manifiesta entonces la acción de Cristo, que esa alma llegará
infaliblemente a la más alta perfección, en conformidad con los designios
que Dios tenga sobre ella. Pues Cristo viene a ella con su divinidad, con
sus méritos, sus riquezas, para ser su luz, su camino, su verdad, su
sabiduria, su justicia, su redención; «Cristo al que hizo Dios ruestra
sabiduría y justicia y santificación y redención» (1Cor 1,30); en una
palabra, para ser la vida del alma, para vivir El mismo en ella: «Vivo yo,
mas no yo, sino Cristo vive en mí» (Gál 2,20). El anhelo del alma es no
formar más que una sola cosa con el amado; la Comunión, en la que el alma
recibe a Cristo en alimento, realiza ese anhelo, transformando poco a poco
al alma en Cristo.
3. Diferencia entre los efectos del sustento corporal y los frutos de la
manducación eucarística; cómo Cristo nos transforma en El: influencia que en
el cuerpo ejerce este maravilloso alimento
Los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre
la acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma
produce el pan eucarístico.
Al asimilar el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia
sustancia, en tanto que Cristo se da a nosotros a modo de manjar para
transformarnos en El.- Son muy notables estas palabras de San León: «No hace
otra cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en
aquello mismo que tomamos» [Nihil aliud agit participatio corporis et
sanguinis Christi, quam ut in quod sumimus transeamus. Sermón LXIV, de
Passione, 12, c. 7]. Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca
de Cristo estas palabras: «Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme.
Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí» (Confess.,
Lib. VII, c. 4). Y Santo Tomás condensa esta doctrina en pocas líneas, con
su habitual claridad: «El principio para llegar a comprender bien el efecto
de un Sacramento no es otro que el de juzgarlo por analogía con la materia
del Sacramento... La materia de la Eucaristía es un alimento; es, pues,
necesario que su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el
manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas
del organismo y le da el desarrollo conveniente. No ocurre así en el
alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma,
transforrna en sí al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese
Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con
toda verdad decir: "Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en mí" (Gál
2,20)» (In IV Senten., Dist. 12, q.2, a.1).
¿Cómo se realiza esa transformación espiritual? Al recibir a Cristo, lo
recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su
humanidad. Nos hace participar de cuanto piensa y siente, nos comunica sus
virtudes, pero sobre todo «enciende en nosotros, el fuego que vino a traer a
la tierra» (Lc 12,49), fuego de amor, de caridad. En esto consiste la
transformación que la Eucaristía produce. «La eficacia de este sacramento,
escribe Santo Tomás, consiste en transformarnos de algún modo en Cristo
mediante la caridad. Ese es su fruto específico. Y propio es de la caridad
transformar al amante en el amado».- Así pues, la venida de Cristo a
nosotros tiende por naturaleza a establecer entre sus pensamientos y los
nuestros, entre sus sentimientos y nuestros sentimientos, entre su voluntad
y la nuestra, tal intercambio, correspondencia y semeianza, que ya nuestros
pensamientos, nuestro sentir y nuestro querer no sean otros que los de
Jesucristo. «Sentid en vosotros lo mismo que sentía Jesucristo» (Fil 2,5). Y
esto tan sólo por amor: el amor entrega a Cristo la voluntad entera, y con
ella todo nuestro ser, todas nuestras energías de aquí que, siendo el amor
el que somete enteramente el hombre a Dios, sea también el que origina
nuestra transformación y nuestro desarrollo espiritual. Bien dijo San Juan:
«El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él» (Jn 4,16).
Si eso falta, ya no hay verdadera «Comunión»; recibimos a Cristo con los
labios, cuando es menester unirnos a El con el espíritu, con el corazón, con
la voluntad, con nuestra alma toda para participar, en cuanto en la tierra
es posible, de su vida divina, de modo que, realmente, por la fe que en El
tenemos, por el amor que le profesamos, su vida y no nuestro «yo» llegue a
ser el principio de la nuestra. Bien claramente lo indica una oración que la
Iglesia pone en labios del sacerdote después de la Comunión: «Haz, Señor,
que nuestra alma y nuestro cuerpo estén tan rendidos a la operación de este
don celestial, que no sea nuestro propio sentir, sino el efecto de este
sacramento el que siempre domine en nosotros» [Mentes nostras et corpora
possideat, quæ sumus, Domine, doni cælestis operatio; ut non sensus in
nobis, sed iugiter eius præveniat effectus. Postcomunión del 15º Domingo
después de Pentecostés]. De esta oración de la Iglesia se colige que la
acción de la Eucaristía trasciende del alma aun sobre el mismo cuerpo.
Cierto que Cristo se une inmediatamente al alma; cierto que viene, en primer
lugar, a asegurar y confirmar su deificación [Ut inter eius membra numeremur
cuius corpori communicavimus et sanguini. Postcomunión del sábado de la 3ª
semana de Cuaresma]. Pero la unión del cuerpo y del alma es tan honda e
íntima, que a la vez que acrecienta la vida del alma y la hace desear
ardientemente las delicias de lo Alto, la Eucaristía mitiga los ardores de
la carne y pone en paz todo nuestro ser.
Los Padres de la Iglesia [San Justino, Apolog. ad Anton. Pium, n.66. San
Ireneo, Contra haereses, lib.V, c.2. San Cirilo de Jerusalén, Catech., XII
(Mystag. IV), n.3; Catech., XIII (Mystag. V), n.15] hablan de una influencia
aun más directa; y ¿qué tiene esto de particular? Cuando Jesucristo vivía en
el mundo, bastaba el solo contacto con su Humanidad para sanar los cuerpos.
Y, ¿habrá disminuido esta virtud curativa porque Cristo se esconda tras los
velos de las especies sacramentales? «¿Pensáis, decía Santa Teresa, que no
es mantenimiento, aun para estos cuerpos, este santísimo manjar, y gran
medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es, y conozco una
persona de grandes enfermedades, que estando muchas veces con grandes
dolores, como con la mano se le quitaban, y quedaba buena del todo...
Cierto, nuestro adorable Maestro no suele mal pagar la morada que hace en la
posada de nuestra alma cuando recibe buen hospedaje» (Camino de perfección,
cap.34). [La Santa es aún más explícita en el cap.30 de su Vida]. Antes de
comulgar, el sacerdote suplica a Cristo que «la recepción de su carne
santísima aproveche para defensa del alma y del cuerpo». La misma oración
nos hace repetir la Iglesia en varias de sus postcomuniones, al dar gracias
a Dios por el don celestial que nos otorga: «Purifica, Señor, nuestras
almas, renuévalas por tus celestiales sacramentos, para que aun nuestros
cuerpos experimenten tu virtud todopoderosa así en esta vida como en la
otra» [Sit nobis, Domine, reparatio mentis et corporis cæleste mysterium.
Postcomunión 8º domingo de Pentecostés; Purifica quæsumus, Domine, mentes
nostras et renova cælestibus sacramentis: ut consequenter et corporum
præsens pariter et futurum capiamus auxilium. Postcomunión 16º dom. de
Pentecostés].
No echemos en olvido que Cristo está siempre vivo, siempre activo; cuando
viene a nosotros, une nuestros miembros a los suyos; purifica, eleva,
santifica, transforma en cierto modo nuestras facultades, de suerte que,
conforme al hermoso pensamiento de un autor antiguo, amamos a Dios con el
corazón de Cristo, le alabamos con sus labios, nuestra vida es su vida. La
presencia divina de Jesús y su virtud santificadora impregnan tan
íntimamente todo nuestro ser, cuerpo y alma con todas sus potencias, que
llegamos a ser otros Cristos.
Tal es el efecto verdaderamente sublime de nuestra unión con Cristo en la
Eucaristía, unión que cada Comunión tiende a estrechar más y más. ¡Si
conociésemos el don de Dios! Porque los que en esta fuente beben el sgua de
la gracia no tendrán ya más sed quedan satisfechos (Jn 4,13); hallan en esa
fuente todos los bienes. «¿Cómo, juntamente con El, no nos dará todas las
cosas?» (Rm 8,32). Del altar fluye para nosotros toda bendición y toda
gracia.
4. La preparación es necesaria para asimilarse los frutos de la Comunión
Tan maravillosos efectos no se obran en el alma sin que ésta se haya
aparejado para recibir la efusión de tantos bienes. Es verdad, como ya os he
dicho, que los sacramentos producen por sí mismos el fruto para que han sido
instituidos, pero siempre que ningún obstáculo se oponga a su accion.
Pues bien, ¿cuál es aquí el óbice?
Claro que no puede haberle por parte de Cristo: «en El están todos los
tesoros de la divinidad», y ansía infinitamente comunicárselos dándose a
nosotros; y no los escatima, pues si viene para darnos la vida, quiere darla
con sobreabundancia, repitiendo a cada uno de nosotros lo que decía a sus
Apóstoles la vispera de la institución de este Sacramento: «Ardientemente he
deseado comer esta pascua con vosotros» (Lc 22,15).
No echemos en olvido que la Comunión no es invención humana, sino un
sacramento instituido por la Eterna Sabiduría. Pues a la Sabiduría incumbe
el hacer que los medios sean proporcionados con el fin. Luego si nuestro
divino Salvador instituyó la Eucaristía para unirse a nosotros y hacernos
vivir su vida, tengamos por cierto que este Sacramento contiene cuanto es
menester para realizar esa unión y llevarla hasta el supremo grado. Virtud y
eficacia incomparable contiene esta invención maravillosa para obrar en
nosotros una transformación divina.
Los obstáculos, pues, están en nosotros.- ¿Cuáles son? -Para saberlo sólo
precisamos considerar la naturaleza de este Sacramento. Es un manjar que ha
de conservar la vida y cimentar la unión.
Todo cuanto se opone a la vida sobrenatural y a la unión es obstáculo para
recibir y sacar fruto de la Eucaristía. El pecado mortal, que causa la
muerte del alma es obstáculo absoluto; como el alimento no se da más que a
los vivos, así la Eucaristía no se da más que a los que tienen ya la vida de
la gracia. Es la primera condición, y basta ella, con «la recta intención»,
para que todo cristiano pueda acercarse a Cristo y recibir el pan de vida.
Así lo declaró en un memorable documento el gran Pontífice Pío X [Decreto
del 20-XII-1905. 1905. El Sumo Pontífice explica así la recta intención:
«Consiste en acercarse a la sagrada mesa no por rutina, o por vanidad, o por
miras humanas, sino por cumplir la voluntad de Dios, unirse a El más
estrechamente por la caridad, y, merced a este divino remedio, combatir los
propios defectos y debilidades»]. El sacramento obra ex opere operato; por
sí misma, la Eucaristía nutre al alma y acrecienta la gracia, al propio
tiempo que el hábito de la caridad. Ese es el fruto primario y esencial del
sacramento.
Produce, además, otros frutos, secundarios, es cierto pero tan grandes, no
obstante, que bien merecen no los pasemos por alto: son las gracias actuales
de unión que excitan nuestra caridad a obrar [«el Sacramento excita la
caridad no sólo en cuanto al hábito, sino también en cuanto al acto», Santo
Tomás, III, q.89, a.4], nos estimulan a devolver amor por amor, a cumplir la
voluntad divina, a evitar el pecado, y llenan de gozo el alma: «La Dulzura
de ese pan celestial, lleno de suavidad», se comunica al alma para avivar su
devoción en el servicio de Dios, y fortalecerla contra el pecado y las
tentaciones [+Catecismo del Concilio de Trento, cap.XX, 1].- Ahora bien,
estos efectos secundarios pueden ser más o menos abundantes; y, de hecho,
dependen, en no corta medida, de nuestras disposiciones, máxime cuando el
amor, principio de unión, es el móvil que nos impulsa a preparar al Señor
una morada menos indigna de su divinidad, y a tributarle con el mayor afecto
posible los obsequios a que se hace acreedor al venir a nosotros. Verdad que
Cristo, como soberanamente libre e infinitamente bueno, otorga sus dones a
quien le place; pero a mas de que su majestad infinita -pues permanece
siempre Dios- reclama de nosotros que le preparemos, en cuanto lo permita
nuestra indigencia, una morada digna en nuestro corazón, ¿podríamos dudar un
solo instante de que mirará con singular complacencia los esfuerzos de un
alma que desea recibirle con fe y con amor? [«Aunque los sacramentos de la
nueva ley producen su efecto ex opere operato (por sí mismos), sin embargo,
tanto mayor es ese efecto cuanto más perfectas son las disposiciones de los
que reciben el sacramento. Así, pues, debemos procurar que a la Sagrada
Comunión preceda una preparación diligente, y le siga la conveniente acción
de gracias». Pío X, Decreto del 20-XII-1905, acerca de la comunión diaria].
Mirad cómo recompensó los deseos y esfuerzos de Zaqueo. Este príncipe de los
publicanos sólo quería ver a Jesús; y el Señor, al encontrarle, se adelanta
a sus deseos y le dice que va a alojarse en su casa. Y la visita le vale el
perdón y la salvación. Ved también lo que acontece cuando Simón el fariseo
recibe a nuestro Señor. Durante el convite, una mujer, Magdalena, entra en
el aposento, se acerca a Jesús y derrama olorosos perfumes sobre sus pies, y
los besa reverente. Los comensales saben que aquella mujer es una pecadora,
y Simón fariseo se indigna y piensa en su interior: «¡Si Jesús supiese quién
es esa mujer!...» Conoce Cristo aquellos pensamientos secretos y se
convierte en abogado de la mujer, poniendo en parangón lo que ella hace por
agradarle con lo que el fariseo ha dejado de hacer al ejercer su
hospitalidad para con Jesús: «¿Ves esa mujer?, dice Jesús a Simón. Entré en
tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies, pero ella los ha
bañado con sus lágrimas y enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el
ósculo de paz; pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies.
Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado perfumes sobre mis
pies. Por todo lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados,
porque ha amado mucho...» Luego dijo a la mujer: «Perdonados te son tus
pecados, tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lc 7, 36-39; 44-50).
Ya veis, pues, cómo el Señor tiene en cuenta las disposiciones, las pruebas
de amor con que le recibimos. La Eucaristía es el sacramento de la unión, y
cuantos menos estorbos encuentra Cristo para que esa unión sea perfecta,
tanto más obra en nosotros la gracia del sacramento. El Catecismo del
Concilio de Trento nos dice que «recibimos toda la plenitud de los dones de
Dios cuando recibimos la Eucaristía con corazón bien dispuesto y
perfectamente preparado» (Cap. XX, 3).
5. Disposiciones remotas: absoluta donación de uno mismo a Jesucristo:
orientar todas nuestras acciones en orden a la comunión
Hay, con todo, una disposición general muy importante, fundada en ]a misma
naturaleza de la unión, y que sirve admirablemente de preparación habitual a
nuestra unión con Cristo, y muy particularmente a la perfección de esa
unión: es la donación total de uno mismo a Jesucristo, renovada con
frecuencia. Esa donación al Verbo humanado comenzó en el Bautismo; allí, por
vez primera, Cristo tomó posesión de nuestra alma, y nosotros empezamos por
la gracia a asemejarnos a Dios y a vivir unidos a El. Pues bien, cuanto más
arraigo tenga en nosotros esa disposición fundamental, iniciada con el
Bautismo, de morir para el pecado y vivir para Dios, tanto mejor será
nuestra preparación remota para recibir la abundancia de la gracia
eucarística. Guardar apego al pecado venial, a imperfecciones deliberadas, a
negligencias voluntarias, a inlidelidades meditadas, son cosas que
desagradan al Señor que viene a nosotros. Si ansiamos esa unión perfecta, no
hemos de «regatear» a Cristo nuestra libertad de corazón; ni reservar en ese
corazón un lugar, por angosto que sea, a la criatura amada en cuanto tal.
Hemos de vaciarnos de nosotros mismos, desasirnos de las criaturas, suspirar
por el advenimiento perfecto del reino de Jesucristo a nosotros mediante la
sumisión de todo nuestro ser a su Evangelio y a la acción del Espíritu
Santo.
Es ésta una de las mejores disposiciones. ¿Qué es lo que impide a Cristo el
identificarnos completamente con El cuando viene a nosotros? ¿Son tal vez
nuestras flaquezas de cuerpo y de espíritu, las miserias inherentes a
nuestra condición de desterrados, las servidumbres a que está sujeta nuestra
naturaleza humana? Cierto que no; esas imperfecciones. aun las mismas faltas
en que caemos, que lamentamos y procuramos corregir, no detienen a Cristo;
al contrario, viene a nosotros para ayudarnos a corregir esas faltas y a
llevar con paciencia esas flaquezas; es pontífice compasivo que «conoce de
qué barro estamos formados» (Sal 102,14), y que «ha cargado con todas
nuestras dolencias» (Is 53,4).
Lo que pone trabas a la perfecta unión son los hábitos malos, conocidos y de
los que no queremos despegarnos, y a los que, por falta de generosidad, no
nos atrevemos a combatir; es el apego voluntario a nosotros mismos o a las
criaturas. Mientras no trabajemos eficazmente por desarraigar esos malos
hábitos y por romper esas ligaduras a fuerza de una constante vigilancia
sobre nosotros mismos y de la mortificación, Cristo no podrá hacemos
participantes de la plenitud de su gracia.
Esto es sobre todo verdad tratándose de faltas deliberadas o habituales
contra la caridad para con el prójimo. Ya desarrollaré este punto cuando
exponga los motivos que tenemos para amarnos mutuamente, pero no estará de
más decir aquí algunas palabras. Cristo es uno con su cuerpo místico por la
gracia todos los cristianos son sus miembros. Cuando comulgamos, debemos
hacerlo con Cristo total, entero, es decir. unirnos por la caridad con
Cristo en su ser físico, y también con los miembros de Cristo. No podemos
separarlos. «Quiso Nuestro Señor, dice el Concilio Tridentino, dejarnos este
Sacramento como símbolo de la íntima unión de ese cuerpo místico, cuya
cabeza es El» (Sess. XIII, cap.2). «No hay más que un solo pan, dice San
Pablo hablando de la Eucaristía; así también, aunque seamos muchos, formamos
sólo un cuerpo todos los que participamos de un mismo pan» (1Cor 10,17).
Escuchad lo que el mismo Cristo dice: «Si al tiempo de presentar tu ofrenda
en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti,
deja allí mismo tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte
con tu hermano, y después volverás a presentar tus dones». (Mt 5, 23-24). De
aquí que la menor frialdad voluntaria, el más leve resentimiento para con el
prójimo, albergado en el corazón, constituye un grande estorbo para la
perfección de esa unión que Nuestro Señor quiere entablar con nosotros en la
Eucaristía.
Así, pues, si en nuestro corazón descubrimos algún apego voluntario y
desordenado a nuestro propio juicio o a nuestro amor propio, o sobre todo si
anidan en él hábitos contrarios a la caridad, estemos ciertos que mientras
nos avengamos a vivir en ese estado, será limitada la percepción de los
frutos del Sacramento.- En cambio, si un alma toma la resolución de
corregirse de los malos hábitos que halla en sí; si seriamente se esfuerza
por destruirlos; si se acerca a Cristo; en la Comunión para hallar en El la
fuerza que necesita para servirle de veras, tenga por cierto que el Señor la
mirará con misericordia, bendecirá sus esfuerzos y la recompensará
generosamente.
Verdad es, repitámoslo, que nuestras disposiciones no causan la gracia del
Sacramento, no hacen sino dejar que la gracia fluya libremente, apartando
todos los impedimentos; pero debemos, no obstante, abrir y dilatar nuestros
corazones cuanto podamos a la efusión de los dones divinos. Disposición
excelente es, por tanto, procurar con diligencia no rehusar nada a Cristo:
un alma que habitualmente se halla dispuesta a desechar de sí todo aquello
que en algo puede herir la vista del Divino huésped, y a cumplir siempre su
voluntad adorable, está admirablemente dispuesta para recibir la acción del
Sacramento.
La razón es obvia. La Eucaristía es Sacramento de unión, como lo indica el
mismo vocablo Comunión. Cristo viene a nosotros para unirnos a El. Unir es
hacer de dos cosas una sola. Y nosotros nos unimos a Cristo tal como El es.
Pues bien, toda Comunión supone el sacrificio del altar, y, por
consiguiente, el de la Cruz. En la ofrenda de la Misa, Cristo nos asocia a
su cualidad de pontífice; en la Comunión nos hace partícipes de su condición
de víctima. El santo sacrificio supone, según dejo explicado, la oblación
interior y plena que Jesús hizo de sí mismo a la voluntad de su Padre al
entrar en el mundo, oblación que renovó a menudo durante su vida y a la que
dio remate con su muerte cruenta en el Calvario.- Todo esto, en frase de San
Pablo, nos lo recuerda la sagrada Comunión.«Todas las veces que comiereis
este pan y bebiereis este cáliz, anunciaréis, o representaréis la muerte del
Señor» (1Cor 11,26). Cristo se da a nosotros, pero sólo después de haber
muerto por nosotros; se entrega como manjar, pero después de haberse
ofrecido como víctima. Y en la Eucaristía -sa-crificio y sacramento-, los
caracteres de víctima y alimento son inseparables. Por eso es tan importante
esta disposición habitual de oblación total de sí mismo. Cristo se nos da en
la medida con que nosotros nos damos a El a su Padre, a nuestros prójimos,
que son los miembros de su cuerpo místico esta disposición fundamental nos
hace semejantes a Cristo, pero a Cristo víctima, es el lazo de unión entre
El y nosotros.
Cuando el Señor halla un alma así dispuesta, entregada del todo y sin
reserva a su divino querer, se manifiesta en ella con aquella virtud divina
que por no encontrar obstáculo ninguno, obra maravillas de santidad. La
carencia de esa disposición requerida para que la unión sea más íntima es la
razón de que muchas almas adelanten tan poco en la perfección, aunque
comulguen a menudo. Cristo no encuentra la docilidad sobrenatural que
reclama para obrar libremente en ellas; sus afectos están divididos y
repartidos entre Dios y las criaturas, por el apego voluntario que conservan
a su vanidad, a su amor propio, a su susceptibilidad, a su egoísmo, a sus
celos, a su sensualidad, cosas todas que impiden que la unión entre ellas y
Cristo se realice con esa intensidad, esa plenitud mediante la cual se
realiza de un modo total y perfecto la transformación del alma.
Pidamos al Señor que El mismo nos ayude a adquirir poco a poco esa
disposición fundamental; es sobremanera deseable porque prepara
maravillosamente nuestra alma para la acción del Sacramento de amor y unión
divina.
A esta disposición de unión, que sirve admirablemente de preparación
habitual, podemos añadir otra, remota igualmente, pero más bien actual, que
consiste en orientar cada día, por un acto explícito, todas nuestras
acciones hacia la comunión, de modo que nuestra unión con Cristo en la
Eucaristía sea verdaderamente el sol y centro de nuestra vida. Cuando San
Francisco de Sales se ordenó sacerdote, tomó la resolución de convertir
todos los momentos del día en preparación al sacrificio eucarístico que
había de celebrar al día siguiente, de manera que pudiese responder con
verdad, si le preguntaban en qué se ocupaba: «Me preparo a celebrar la Misa»
(Hamon, Vida de San Francisco de Sales, t.I, lib.II, cp.1). Es práctica
recomendable y excelente.
Pero si es cierto «que nada podemos hacer sin Cristo Jesús», nunca es más
verdad esto que cuando tratamos de llevar a cabo la acción más santa de cada
dia. Unirse sacramentalmente a Cristo en la Eucaristía es para la criatura
el acto más sublime que puede realizar, en su comparación nada es toda la
sabiduría humana, por eminente y grande que ella sea. Sin la ayuda de
Cristo, somos incapaces de disponernos convenientemente para unirnos a El.
Nuestras plegarias demuestran el respeto que Jesús nos inspira; pero ha de
ser El mismo quien se ha de preparar una morada en nosotros, como lo afirma
el Salmista: «El Altísimo ha de santificar su tabernáculo» (Sal 45,5).- Sean
estas nuestras peticiones cuando por las tardes vayamos a visitar al Señor
Sacramentado: «Señor mío Jesucristo, Verbo humanado, quiero prepararte una
morada en mí, pero me reconozco incapaz de hacerlo: Tú, que eres sabiduría
eterna, por tus méritos infinitos, prepara mi alma para ser templo tuyo, haz
que sólo a Ti me adhiera; te ofrezco los actos y penas de este día, para que
los tornes gratos a tus divinos ojos, de forma que mañana no me presente yo
ante tu acatamiento falto y vacío de méritos». Esta oración es excelente,
pues mediante ella enderezamos todas las obras del día a la unión con
Cristo; el amor, principio de unión, inspira todos nuestros actos. Lejos de
murmurar, si algo nos acaece penoso o desagradable, por un movimiento de
dilección ofrezcámoselo a Cristo, y el alma se hallará de ese modo, casi sin
advertirlo, preparada para cuando llegue el instante de recibirle.
6. Disposiciones próximas: fe, confianza ya amor; cómo premia el Señor tales
disposiciones: la Comunión constituye la más alta participación de la divina
filiación de Jesucristo. Diversidad de «fórmulas» y disposiciones interiores
en la preparación inmediata
Después de esto, sólo resta hacer, cuando llegue el momento de la comunión,
la preparación inmediata que requiere la dignidad infinita de Aquel a quien
recibimos. Y aunque esa preparación reciba su valor y su virtud de esa
disposición fundamental de que nos hemos ocupado, no estará de más decir
breves palabras acerca de ella.
Una de las disposiciones inmediatas de mayor importancia es la fe.- La
Eucaristía es por esencia un «misterio de fe» [Mysterium fidei. Palabras
contenidas en la fórmula de consagración de la preciosa Sangre]. Pero,
¿acaso no son misterios de fe todos los misterios de Cristo? -Cierto que sí,
pero en ninguno es la fe tan útil y fecunda como en éste. ¿Por qué? -Porque
en él ni la razón ni los sentidos advierten cosa alguna de Cristo.- Id al
pesebre: Cristo es un niño pequeñuelo, pero los angeles cantan su venida
para manifestar que es Dios y el Salvador de los hombres. Durante su vida
pública, sus milagros y la sublimidad de su doctrina dan testimonio de que
es Hijo de Dios; en el Tabor, su humanidad se transfigura en su divinidad;
hasta en la Cruz no se vela del todo su divinidad; la Naturaleza proclama,
al conmoverse, que el crucificado es el creador del mundo (Lc 23,44 y 45).
En cambio, en el altar no aparecen ni la humanidad ni la divinidad [Latet
simul et humanitas. Himno Adoro te]. Para los sentidos, vista, gusto, tacto,
no hay sino pan y vino. Para rebasar esas apariencias y penetrar por entre
esos velos hasta las realidades divinas, menester son los ojos de la fe: es
lo primero que se requiere.
Con claridad meridiana se echa esto de ver cuando se lee el capítulo de San
Juan en que se narra cómo Jesús anunció a los judíos el misterio de la
Eucaristía (Jn 6, 30-70). La víspera acaba el Señor de mostrar su bondad y
su poder dando de comer a unos cinco mil hombres con sólo cinco panes y
algunos pececillos. Al ser testigos de este milagro estupendo, los judíos
exclamaron: «Este es el profeta que ha de venir». Y pasando del pasmo a la
acción, quisieron arrebatarle para crearle rey.- Mas he aquí que Jesús les
revela un misterio harto más estupendo que el prodigio que acaban de
presenciar: «Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo». Y esas palabras
bastan para que al punto se alcen murmullos entre los judíos. «¿No es acaso
el hijo de José? Conocemos a su padre y a su madre; pues ¿cómo dice él: He
bajado del cielo?» -Y Jesús les responde: «No andéis murmurando entre
vosotros. Yo soy el pan de vida; vuestros padres comieron el maná en el
desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, a fin de que,
quien comiere de él, no muera. Quien comiere de este pan, vivirá
eternamente; y el pan que yo daré es mi misma carne entregada por la vida
del mundo». Comenzaron entonces los judíos, cada vez más incrédulos, a
altercar unos con otros, diciendo: «¿cómo puede éste darnos a comer su
carne?» -Cristo, empero, no retira o desdice ninguna de sus afirmaciones,
antes al contrario, las confirma de un modo más explícito, diciendo: «En
verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y
no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y
bebe mi sangre, tiene vida eterna; y Yo le resucitaré en el último día,
porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». -La
incredulidad cunde entonces hasta entre sus mismos discípulos. Algunos de
entre ellos lo oyen y protestan. «Dura es esta doctrina, y, ¿quién puede
escucharla?». Y desde ese momento, añade San Juan, muchos de sus discípulos,
escandalizados, perdieron la fe en Jesús; le abandonaron y ya no andaban con
El...- Cuando se hubieron ido, Jesús, vuelto a los doce Apóstoles, les dijo:
«Y vosotros, ¿queréis también retiraros?» Respondióle Simón Pedro: «Señor,
¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído
y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».
Creamos también nosotros con Pedro y los Apóstoles que permanecieron fieles.
Que supla la fe a nuestros sentidos [Præstet fides supplementum sensuum
defectui. Himno Pange lingua]. Cristo lo ha dicho: Este es mi cuerpo, ésta
es mi sangre; tomad, comed, y tendréis vida». -Tú lo has dicho, Señor; esto
basta, yo creo. Ese pan que nos das, eres Tú mismo, Cristo, Hijo amado del
Padre; Tú mismo, que te encarnaste y entregaste por mí, que naciste en
Belén, que viviste en Nazaret, que sanaste a los enfermos, que diste vista a
los ciegos, que perdonaste a la Magdalena y al Buen Ladrón, que en la última
Cena dejaste a San Juan reclinar su cabeza sobre tu corazón; Tú, que eres
camino, verdad y vida, que diste tu vida por mi amor, que subiste a los
cielos, y ahora, a la diestra del Padre, reinas con El e intercedes sin
cesar por nosotros. ¡Oh Jesús, Verdad eterna! Tú afirmas que estás presente
en el altar, real y sustancialmente, con tu humanidad y con todos los
tesoros de tu divinidad; yo lo creo, y porque lo creo, me postro en tu
presencia para adorarte. Recibe, como mi Dios y mi todo, este tributo de mi
adoración.- Este acto de fe es el más sublime que podemos hacer, y el
homenaje más completo de nuestra inteligencia que podamos tributar a Cristo.
Es igualmente un acto de confianza, pues Cristo, al que contemplamos con los
ojos de la fe, viene a nosotros como cabeza nuestra y como el primogénito de
entre nuestros hermanos. Avivemos, pues, nuestros deseos. «¡Oh Señor Jesús!,
debemos decirle con el sacerdote, al tiempo de la comunión, no mires mis
pecados, que detesto, sino a la fe de tu Iglesia, que me dice que estás
realmente presente bajo los velos de la hostia, para venir a mí. Tienes,
Señor, poder para atraerme enteramente a Ti, para transformarme en Ti. Me
entrego por completo a Ti para que te hagas dueño de todo mi ser, de toda mi
actividad, para que yo no viva sino de Ti, por Ti y para Ti». Si pedimos esa
gracia, no dudemos que Cristo nos la otorgará; por eso hemos de llegar hasta
importunarle, sin poner límites a nuestros santos deseos. Si nos diéramos
cuenta de las riquezas que este sacramento encierra -son infinitas, puesto
que contiene al mismo Cristo [continet in se Christum passum. Santo Tomás,
In Ioan. Evg. c.VI, lect. 6. Y también: effectus quem passio Christi fecit
in mundo, hoc sacramentum facit in homine. III, q.79, a.1]-, si pudiésemos
comprender los frutos que en nosotros es capaz de producir la venida de
Cristo, arderíamos en deseos de verlos convertidos en realidad. Todos los
frutos de la Redención están en él contenidos «para nuestro provecho», «para
que sintamos constantemente en nosotros los frutos de tu Redención» [ut
redemptionis tuæ fructum un nobis iugiter sentiamus. Oración de la fiesta
del Santísimo Sacramento].
Desea ardientemente el Señor comunicárnoslos; pero exige que dilatemos
nuestros corazones por medio del deseo y de la confianza. «Dios sabe
ciertamente lo que necesitamos, dice San Agustín [Epist. CXXX, c. 8. Lo dice
de la vida eterna, pero puede muy bien aplicarse a la Eucaristía, que es
prenda de esa vida: Et futuræ gloriæ nobis pignus datur]; pero quiere que
nuestro deseo se inflame en la oración para hacernos más capaces de recibir
lo que El nos prepara. Y tanto más capaces seremos de recibir el pan de vida
cuanto nuestra fe en esta vida sea más grande nuestra esperanza más firme,
nuestro deseo más ardiente». «Abre tu boca y Yo la llenaré», nos dice
Cristo, como antaño al Salmista (Sal 80,11), «Abrete por la fe, por la
confianza, por el amor, por santos deseos, por el abandono en Mí, y Yo te
llenaré». -¿De qué, Señor? -De Mí mismo. Yo me daré a ti, todo entero, con
mi humanidad y mi divinidad, con el fruto de mis misterios con el mérito de
mis trabajos, con la satisfaccion de mis dolores, con el valor de mi Pasión.
Bajaré a ti, como cuando vine a la tierra, para «destruir y arruinar la obra
de Satanás» (1Jn 3,8), para tributar a mi Padre juntamente contigo,
homenajes divinos, te haré partícipe de los tesoros de mi divinidad, de la
vida eterna que yo recibo del Padre y que mi Padre quiere que te comunique
para que en todo te asemejes a mí; te colmaré de mi gracia para ser yo mismo
tu sabiduría, tu santificación, tu camino, tu verdad y tu vida. Serás como
otro yo mismo, en quien, como en mí y a causa de mí, pondra el Padre todas
sus complacencias... «Dilata tu alma y yo la llenaré».
¿No bastarán estas palabras para entregarnos de todas veras a Cristo, a fin
de que su gracia nos invada y realice en nosotros todos sus divinos anhelos?
Observad cómo Cristo nos devuelve lo que le damos, cómo acrecienta en
nosotros esa fe, esa confianza, ese amor con que nos disponemos a
recibirle.- Es el Verbo, la palabra eterna, que susurra en lo íntimo de
nuestro corazón los secretos divinos y nos inunda con su luz esplendorosa,
pues el Verbo ilumina a todo hombre que viene a este mundo.- Es también el
que bajó a la tierra para nuestra salud, y el que en esa unión eucaristica
nos va a aplicar los méritos infinitos de su muerte. ¡Qué paz y qué
inquebrantable seguridad comunica Jesús al alma que le recibe! No contento
con aplicarle sus méritos satisfactorios, le da prenda segura de la futura
gloria [Et futuræ gloriæ nobis pignus datur. Antífona de Vísperas de la
festividad del Corpus]. Por fin, Cristo aviva el amor; el amor vive de
unión. Verdaderamente, es éste el sacramento de vida y de acrecentamiento
espiritual. Cada comunión bien hecha, nos acerca más y más a nuestro modelo;
y en especial, nos hace penetrar y ahondar más en el conocimiento, en el
amor y en la práctica del misterio de nuestra predestinación y de nuestra
adopción en Cristo Jesús, nuestro hermano mayor, perfeccionando en nosotros
la gracia de la filiación divina.
Tan importante es esto, que insistiré sobre ello. Toda nuestra santidad se
reduce a participar, por medio de la gracia, de la filiación divina de
Jesucristo, a ser, por la adopción sobrenatural, lo que Cristo es por
naturaleza. Cuanto mayor sea esa participación, tanto más elevada será
nuestra santidad.- ¿Qué es lo que nos hace coherederos de Cristo e hijos de
Dios? Nos lo dice San Juan: «Es la fe, mediante la cual recibimos a Cristo,
origen de toda gracia». «A todos los que le recibieron les dio facultad para
convertirse en hijos de Dios; a todos los que creen en su nombre» (Jn 1,12).
Por tanto, cuanto más arraigada y profunda sea la fe con que a Cristo
recibimos, mayor donación nos hará de lo que en El hay de más sublime: su
cualidad de Hijo de Dios; tanto mayor será el grado de nuestra participación
en su filiación divina.
Pues bien; no hay acto en que nuestra fe pueda ejercitarse con mavor
intensidad que el de la Comunión, no hay homenaje de fe más sublime que el
de creer en Jesucristo, oculto en cuanto Dios y en cuanto Hombre tras los
velos de la sagrada hostia.- Cuando los judíos veían a Cristo realizar los
más estupendos milagros, como la multiplicación de los panes en el desierto,
se sentian inclinados por la realidad extraordinaria de esos hechos, a
reconocer la divinidad de Jesús, era ése un acto de fe, es cierto pero no
difícil de hacer.- En cambio, cuando el Señor decía a los judíos: «Yo soy el
pan de vida, que ha bajado del cielo», era ya cosa más ardua el asentir a
sus palabras, tanto, que muchos de sus oyentes no fueron capaces de este
acto, y abandonaron a Cristo para siempre.- Mas cuando Cristo, mostrándonos
un poco de pan, y un poco de vino, nos afirma: «Este es mi cuerpo», «ésta es
mi sangre», y nuestra inteligencia, descartando lo que ante los sentidos
aparece, presta asentimiento a estas palabras, y nuestra voluntad nos lleva
a la sagrada mesa con respeto y amor, para mostrar con obras ese
asentimiento nuestro, hacemos el acto de fe más excelso y más absoluto que
un hombre puede rendir.
Recibir a Cristo sacramentado es, pues, hacer el acto de fe más elevado, y
por tanto, participar en sumo grado de su filiación divina. Y he ahí por qué
toda comunión bien hecha es para el cristiano tan vital y tan fecunda; no ya
sólo porque en ella recibimos al mismo Cristo, sino también porque de
ningún, modo puede manifestarse nuestra fe más viva y más intensa; porque el
acto de fe que ejecutamos no es sólo de la inteligencia, sino que todo
nuestro ser concurre a él cuando nos acercamos al altar.
Así, pues, la comunión eucarística es el acto más perfecto de nuestra
adopción divina.- No hay instante en que con mayor razón podamos decir a
nuestro Padre celestial: «Oh Padre celestial, yo vivo en tu Hijo Jesús, y tu
Hijo vive en mí. Tu Hijo, que procede de Ti, recibe con toda plenitud
comunicación de tu vida divina; yo he recibido con fe a tu Hijo, la fe me
dice que en este momento yo estoy con El; y, puesto que participo de su
vida, mírame, Señor, en El, por El y con El, como a hijo de tus
complacencias». ¡Qué gracias, qué luz, qué fuerza infunde a los hijos de
Dios semejante plegaria! ¡Qué sobreabundancia de vida divina, qué unión tan
estrecha, qué adopción tan profunda no nos comunica este acto de fe!
Llegamos al último grado, a la cumbre más alta de la adopción divina, que
nos es dado alcanzar en este mundo.
En lo concerniente a las «fórmulas» que nos ayudan a la preparación próxima
de esa unión con Jesús, no se pueden fijar ni concretar de una forma
exclusiva. Tanto las necesidades de las almas como su modc de ser, son
variadísimas.
Unas se esfuerzan por seguir las oraciones y ceremonias del celebrante, y se
acercan a la sagrada mesa durante la Misa, en el momento de la comunión,
ésta es, cuando se puede hacer, la mejor manera de disponerse inmediatamente
a recibir a Cristo. ¿Por qué las plegarias que la Santa Madre Iglesia pone
en boca del sacerdote para prepararse a recibir a Cristo no habrían de ser
buenas para los simples fieles? Preparándose de ese modo, uno se une más
directamente al sacrificio de Cristo y a las intenciones de su sacratísimo
Corazón. Además el misal contiene, como en el Gloria in excelsis, encendidas
expresiones de fe, confianza y amor. «Te alabamos, te glorificamos, te damos
gracias, Señor Dios, Cordero de Dios... que quitas el pecado del mundo, ten
piedad de nosotros... Atiende nuestras súplicas; tú que estás sentado a la
derecha del Padre ten piedad de nosotros...» ¡Qué acto de fe! Ese pedazo de
pan que voy a recibir contiene a Aquel que «en los cielos está sentado a la
diestra del Padre, el solo Señor el solo Santo, el solo Altísimo,
Jesucristo, que con el Espíritu Santo está en la gloria de Dios Padre».
Otros repasan o leen, intercalando fervientes efusiones de fe, de esperanza
y de caridad, el capítulo VI del Evangelio de San Juan, en el cual el
Apóstol refiere las promesas de la Eucaristía. También se puede fomentar la
devoción con el libro IV de la Imitación de Cristo, especialmente consagrado
al Sacramento del Altar; o bien valerse de fórmulas que se hallan en
devocionarios debidamente aprobados.
En esto cada cual puede seguir lo que más se acomode con sus preferencias,
siempre, claro está, que la inteligencia y el corazón se asocien a las
palabras que pronuncian los labios. Si el alma aumenta su capacidad de
unión, mediante una fe viva, una reverencia profunda, una confianza
absoluta, un deseo y un amor ardientes, y sohre todo un generoso abandono al
divino querer, en este caso todo está bien dispuesto; no hay más que
acercarse a recibir el don divino...
7. Acción de gracias después de la Comunión: «Mea omnia tua sunt et tua mea»
La misma amplia libertad dejaría yo para la acción de gracias.- Unos,
silenciosamente recogidos, adoran al Verbo en su pecho. La humanidad que
recibimos es la humanidad del Verbo Eterno- por su mediación entramos en
comunión con el Verbo, que desde el seno del Padre in sinu Patris, ha bajado
a nosotros. Por esencia, el Verbo está todo entero en su Padre; todo lo
recibe de El, sin que por eso sea inferior al Padre. Pero todo lo endereza a
su Padre: su esencia es vivir por el Padre. Cuando así estamos unidos a El y
del todo nos entregamos a El, por la fe que en El tenemos, El nos lleva
hasta el Santo de los Santos. Allí nos es dado unirnos a esos actos de
adoración intensa que la humanidad de Cristo tributa a la Trinidad
beatísima. Tan unidos estamos a Cristo en ese instante, que podemos hacer
nuestros los actos de su santa humanidad y tributar al Padre, en unión del
Espíritu Santo, los homenajes que más pueden agradarle. Cristo mismo es
entonces nuestra acción de gracias, nuestra Eucaristía; El es, nunca lo
olvidéis, quien suple todas nuestras flaquezas, todas nuestras enfermedades,
todas nuestras miserias. ¡Qué ilimitada confianza despierta en nosotros esa
presencia de Cristo en el alma!
También pueden nuestros labios entonar el cántico de la creación que recibe
el ser del Verbo, para que todos los seres que han sido hechos por el Verbo
-«todas las cosas fueron hechas por El, y sin El no se hizo nada de cuanto
ha sido hecho» (Jn 1,3)-, ensalcen en El y por El la gloria de Dios. Esto
hace el sacerdote al volver del altar. La Iglesia, esposa de Cristo, que
conoce mejor que nadie los secretos de su divino Esposo, ordena al sacerdote
que cante, allá en el santuario de su alma, donde el Verbo reside, el
cántico interior de la acción de gracias. El alma convoca todas las
criaturas a los pies de su Dios y Señor, para que reciba el homenaje de
todos los seres que existen o se mueven (Dan 3,57): «Criaturas todas que
salisteis de las manos del Señor, bendecidle, alabadle y ensalzadle para
siempre jamás... Angeles del Señor, bendecid a Dios: bendecidle, cielos...
sol y luna; estrellas del cielo, bendecid al Señor. Lluvias, vientos y
tempestades, llamas y fuego, frio y calor, rocío y escarcha, hielos y
nieves, alabad al Señor. Noches y días, tinieblas y luz, nubes y relámpagos,
alabad al Señor...» El celebrante convida luego a la tierra, a montes y
collados, plantas, mares y rios; a los peces, aves y fieras; a los hombres,
a los sacerdotes, a los humildes de corazón y a los santos, a que
glorifiquen a la Trinidad, a quien todo honor le es tributado por medio de
la humanidad santa de Jesús. ¡Qué admirable cántico el de la creación
cantado de este modo por el sacerdote en el momento en que está unido al
Pontífice Eterno, al mediador único al Verbo divino, por quien todo fue
creado!
Otros, sentados como Magdalena a los pies de Jesús, se entretienen
familiarmente con El, escuchando sus palabras en el fondo del alma y
dispuestos a darle todo cuanto les pida; pues en esos momentos en que mora
en nosotros la luz divina, suele Jesús, no pocas veces, mostrar al alma lo
que de ella quiere y reclama. «Este, pues, es buen tiempo, dice Santa
Teresa, para que os enseñe nuestro Maestro, para que le oigamos y besemos
los pies, porque nos quiso enseñar, y le supliquemos no se vaya de con
nosotros» (Camino de Perfección, cap.34).
También puede leerse reposadamente, como si escuchásemos a Cristo, el
magnífico discurso después de la Cena, cuando Jesucristo hubo instituido
este Sacramento: «Creed que yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí...;
el que guarda mis mandamientos, ése me ama, y quien me ama, será amado de mi
Padre, y Yo también le amaré y me manifestaré a él... Como mi Padre me amó,
así también Yo os he amado; permaneced en mi amor... Os he dicho estas cosas
para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido... Os he
llamado mis amigos, porque todo cuanto he escuchado de mi Padre os lo he
manifestado... El mismo Padre os ama porque vosotros me habéis amado y
habéis creído que Yo he salido del Padre... Estas cosas os he dicho para que
en Mí tengáis paz; el mundo os perseguirá, pero confiad en Mí; Yo he vencido
al mundo» (Jn 14 y 15).
También podemos conversar mentalmente con Nuestro Señor, como si
estuviéramos al pie de la cruz, o bien orar vocalmente rezando los salmos
referentes a la Eucaristía. «El Señor me gobierna, nada me faltará; El me
hace descansar entre sabrosos pastos; me ha conducido junto a las aguas
refrescantes y hace revivir mi alma. Aunque anduviese envuelto por las
sombras de la muerte, no temeré ningún mal, pues tú, Señor, estás conmigo»
(Sal 23, 1-4).
Todas esas disposiciones del alma son excelentes; la inspiración del
Espíritu Santo es infinitamente variada. Todo estriba en que reconozcamos la
magnitud del don divino, que San Pablo llama «inefable» (2Cor 9,15) y
vayamos a sacar de los tesoros de ese don infinito cuanto necesitamos
nosotros, nuestros hermanos y la Iglesia entera; pues «el Padre ama al Hijo
y todo lo ha puesto en sus manos» (Jn 3,35) para que nos lo comunique.
Cristo, pues, al darse, nos da todas las cosas con El; igualmente nosotros
debemos entregarnos a El enteramente, repitiéndole, desde lo íntimo del
corazón, aquellas sus palabras: «Quiero obrar siempre lo que es grato a sus
ojos» (ib. 8,29); o también aquellas palabras de Jesús a su Padre en la
última Cena, palabras que son la expresión acabada de la unión perfecta:
«Todas mis cosas son tuyas, como las tuyas son mías» (ib. 17,10).
Ese es, lo repito, el fruto propio de la Eucaristía: la identificación del
hombre con Cristo, por la fe y el amor. Si recibís bien el cuerpo de Cristo,
dice admirablemente San Agustín, sois eso mismo que recibís. [La virtud
peculiar de este alimento es producir la unidad, unirnos tan estrechamente
al cuerpo de Cristo que, hecho miembros suyos, seamos nosotros mismos
aquello que recibimos. Virtus ipsa quæ ibi intelligitur unitas est, ut
redacti in corpus eius, effecti membra eius, simus quod accipimus. Sermo
LVII, c. 7].
Cierto que el acto mismo de la comunión es transitorio y pasajero; mas el
efecto que produce, la unión con Cristo, vida del alma, es de suyo
permanente, y se prolonga todo el tiempo y en la medida que nosotros
queremos. La Eucaristía no es el sacramento de la vida sino porque es el
sacramento de la unión; preciso es que «permanezcamos en Cristo y que Cristo
permanezca en nosotros». No dejemos que en el transcurso del día se amengue
el fruto de la unión y de la recepción eucarística, por causa de nuestra
veleidad, de nuestra disipación, de nuestra curiosidad, de nuestra vanidad,
de nuestro amor propio. Es un pan vivo, pan de vida, pan que hace vivir, el
que hemos recibido. Acabamos de realizar el acto vital sobrenatural por
excelencia. Por lo tanto, debemos ejecutar obras de vida, obras de hijos de
Dios, después de habernos alimentado con este pan divino para transformarnos
en El, pues el que afirma que permanece en Cristo, ha de vivir como Cristo
mismo vivió (1Jn 2,6). [Eso mismo nos manda pedir la Iglesia en la misa del
segundo domingo después de Pentecostés: «Haz, Señor, que esta oblación de tu
divino Hijo... nos vaya llevando de día en día a la práctica de una vida del
todo celestial»].
Y no digamos, para excusar nuestra pereza y ocultar la falta de generosidad,
que somos flacos y débiles. Cierto es y más de lo que pensamos, pero al lado
de ese abismo (pues lo es) de nuestra flaqueza, que no excluye la buena
voluntad, y que Cristo conoce mejor que nosotros, hay otro abismo: el de los
méritos y tesoros infinitos de Cristo; y mediante la comunión, nuestros son
esos méritos y esos tesoros, pues Cristo está en nosotros.
sigue