La última de las tres
palabras, que tienen una referencia especial a la caridad por el prójimo, es:
“Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre”[120]. Pero antes que expliquemos el significado
de esta palabra, debemos detenernos un poco en el pasaje precedente del
Evangelio de San Juan: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana
de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su
madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer,
ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu
madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”[121]. Dos de las tres
Marías que estaban de pie cerca a la Cruz son conocidas, a saber, María, la
Madre de nuestro Seńor, y María Magdalena. Acerca de María, la mujer de
Clopás, hay alguna duda; algunos la suponen ser la hija de Santa Ana, que tuvo
tres hijas, esto es, María, la Madre de Cristo, la mujer de Clopás, y María
Salomé. Pero esta opinión está casi desacreditada. Pues, en primer lugar, no
podemos suponer que tres hermanas se llamen por el mismo nombre. Más aún,
sabemos que muchos hombres piadosos y eruditos sostienen que nuestra
Bienaventurada Seńora era la única hija de Santa Ana; y no se menciona
otra María Salomé en los Evangelios. Puesto que donde San Marcos dice que
“María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a
embalsamarle”[122], la
palabra Salomé no está en caso genitivo, como si quisiera decir María, la madre
de Salomé, como justo antes había dicho María, la madre de Santiago, sino que
está en caso nominativo y en género femenino, como resulta claro de la versión
Griega, donde la palabra está escrita Salw[macron]mh. Más aún, esta María
Salomé era la esposa de Zebedeo[123],
y la madre de los Apóstoles Santiago y San Juan, como aprendemos de los dos
Evangelistas, San Mateo y San Marcos[124],
así como María, la madre de Santiago era la esposa de Clopás, y la madre de
Santiago el menor y de San Judas. Por lo cual la verdadera interpretación es
esta: que María, la mujer de Clopás, era llamada hermana de la Bienaventurada
Virgen porque Clopás era el hermano de San José, el Esposo de la Bienaventurada
Virgen, y las esposas de dos hermanos tienen el derecho de llamarse y ser
llamadas hermanas. Por la misma razón Santiago el menor es llamado el hermano
de nuestro Seńor, aunque sólo era su primo, pues era el hijo de Clopás,
quien, como hemos dicho, era el hermano de San José. Eusebio nos brinda este
relato en su historia eclesiástica, y cita, como autoridad digna de fe, a
Hegesipo, un contemporáneo de los Apóstoles. También tenemos a favor de la
misma interpretación la autoridad de San Jerónimo, como podemos deducir de su
trabajo contra Helvidio. También hay un aparente
desacuerdo en las narrativas evangélicas, en el que será bueno detenernos
brevemente. San Juan dice que estas tres mujeres estaban de pie cerca de la
Cruz del Seńor, mientras que tanto San Marcos[125] como San Lucas[126] dicen que estaban distantes. San Agustín
en su tercer libro acerca de la Armonía de los Evangelios hace armonizar estos
tres textos de la siguiente manera. Estas santas mujeres pueden haber dicho que
estaban al mismo tiempo distantes de la Cruz y cerca de la Cruz. Estaban
distantes de la Cruz en referencia a los soldados y ejecutores, que estaban en
una proximidad tal a la Cruz que podían tocarla, pero estaban suficientemente
cerca de la Cruz para escuchar las palabras del Seńor, que la multitud de
espectadores, que estaban a mayor distancia, no podían escuchar. También
podemos explicar los textos de la siguiente manera. Durante el momento mismo en
que el Seńor fue clavado a la Cruz, la concurrencia de soldados y gente
mantuvo a las santas mujeres a la distancia, pero apenas la Cruz fue fijada en
tierra, muchos de los Judíos volvieron a la ciudad, y entonces las tres mujeres
y San Juan se acercaron más. Esta explicación elimina la dificultad acerca de
la razón por la cual la Bienaventurada Virgen y San Juan se aplicaron a sí
mismos las palabras, “Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre”, cuando
habían tantos otros presentes, y Cristo no se dirigió ni a su Madre ni a su
discípulo por su nombre. La verdadera respuesta a esta objeción es que las tres
mujeres y San Juan estaban parados tan cerca de la Cruz como para permitir al
Seńor designar mediante Sus miradas las personas a las que Se estaba
dirigiendo. Además, las palabras fueron dichas evidentemente a Sus amigos
personales, y no a extrańos. Y entre Sus amigos personales que estaban
allí no había ningún otro hombre a quien pudiera decir, “Ahí tienes a tu
madre”, a excepción de San Juan, y no había ninguna otra mujer que quedara sin
hijos por su muerte, a excepción de su Madre Virgen. Por lo cual Él dijo a su
Madre: “Ahí tienes a tu hijo”, y a su discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Este
es pues el sentido literal de estas palabras: Estoy por cierto a punto de pasar
de este mundo al seno de Mi Padre Celestial, y pues tengo plena conciencia de
que Tú, Mi Madre, no tienes ni parientes, ni marido, ni hermanos, ni hermanas,
en orden a no dejarte totalmente desprovista de auxilio humano, Te encomiendo
al cuidado de Mi muy amado discípulo Juan: él actuará contigo como un hijo, y
Tú actuarás con él como una Madre. Y este consejo o mandato de Cristo, que lo
mostró tan preocupado por los otros, fue bienvenido igualmente por ambas
partes, y de ambos podemos creer que habrán inclinado sus cabezas como muestra
de su aquiescencia, pues San Juan dice de sí mismo: “Y desde aquella hora el
discípulo la acogió en su casa”, esto es, San Juan inmediatamente obedeció a
nuestro Seńor, y consideró a la Bienaventurada Virgen, junto con sus ya
ancianos padres Zebedeo y Salomé, entre las personas a las cuales era su deber
cuidar y atender. Todavía permanece una
pregunta adicional que puede hacerse. San Juan fue uno de aquellos que había
dicho: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; żqué
recibiremos, pues?”[127].
Y entre las cosas que habían abandonado, nuestro Seńor enumera padre y
madre, hermanos y hermanas, casa y tierras; y San Mateo, hablando de San Juan y
de su hermano Santiago, dijo: “Y ellos al instante, dejando la barca y a su
padre, le siguieron”[128].
żDe dónde viene pues que a quien había dejado una madre por Cristo, el
Seńor le diga que mire a la Bienaventurada Virgen como Madre? No tenemos
que ir muy lejos para encontrar una respuesta. Cuando los Apóstoles siguieron a
Cristo dejaron a su padre y a su madre, en la medida en que podían ser un
impedimento para la vida evangélica, y en la medida en que pudieran derivar una
ventaja mundana o un placer carnal de su presencia. Pero no dejaron esa
solicitud que un hombre está en justicia obligado a mostrar por sus padres o
sus hijos, si necesitan su dirección o su asistencia. Por lo cual algunos
escritores espirituales afirman que el hijo no puede entrar en una orden
religiosa si su padre está o tan abatido por la edad, u oprimido por la
pobreza, que no puede vivir sin su auxilio. Y así como San Juan dejó a su padre
y a su madre cuando no tenían necesidad de él, así cuando Cristo le ordenó
cuidar y atender a su Madre Virgen, ella estaba desprovista de todo auxilio
humano. Dios, por cierto, sin ninguna asistencia del hombre, hubiera podido
atender a su Madre con todas las cosas necesarias por el ministerio de los
ángeles, así como sirvieron a Cristo Mismo en el desierto, pero quiso que San
Juan hiciera esto para que mientras el Apóstol cuidaba de la Virgen, ella
pudiera honrar y auxiliar al Apóstol. Pues Dios envió a Elías a asistir a la
pobre viuda, no porque Él no pudiera haberla sostenido por medio de un cuervo,
como lo había hecho antes, sino, como observa San Agustín, para que el profeta
la pueda bendecir. Por lo cual complació a nuestro Seńor confiar su Madre
al cuidado de San Juan por el doble propósito de otorgarle a él una bendición,
y de probar ante todos que él por encima de los demás era su discípulo amado.
Pues verdaderamente en esta transferencia de su Madre se cumplió aquél texto:
“Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o
hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”[129]. Pues ciertamente
recibió el ciento por uno aquel que dejando a su madre, la esposa de un
pescador, recibió como madre a la Madre del Creador, la Reina del mundo, llena
de gracia, bendita entre las mujeres, y próxima a ser elevada por encima de
todos los coros de los ángeles en el reino celestial.
[120] Jn 19,26.27.
[121] Jn 19,25-27.
[122] Mc 16,1.
[123] Ver Mt 27,56.
[124] Ver Mc 15,40.
[125] Ver Mc 15,40.
[126] Ver Lc 23,49.
[127] Mt 19,27.
[128] Mt 4,22.
[129] Mt 19,29. Si examinamos
atentamente todas las circunstancias bajo las cuales esta tercera palabra fue
dicha, podemos recoger muchos frutos de su consideración. En primer lugar,
hemos puesto ante nosotros el intenso deseo que Cristo sintió de sufrir por
nuestra salvación para que nuestra redención pudiera ser copiosa y abundante.
Pues para no incrementar el dolor y la pena que sienten, algunos hombres toman
medidas para evitar que sus parientes estén presentes en su muerte,
particularmente si su muerte ha de ser violenta, acompańada de desgracia e
infamia. Pero Cristo no se sació con su propia y amarguísima Pasión, tan llena
de dolor y vergüenza, sino que quiso que su Madre y el discípulo a quien amaba
estuvieran presentes e incluso estuvieran de pie cerca de la Cruz para que la
visión de los sufrimientos de aquellos más queridos a Él aumentara su propio
sufrimiento. Cuatro ríos de Sangre manaban del cuerpo herido del Seńor en
la Cruz, y el deseaba que cuatro ríos de lágrimas fluyeran de los ojos de su
Madre, de su discípulo, de María la hermana de su Madre, y de Magdalena, la más
querida de las santas mujeres, para que la causa de sus sufrimientos fuera no
tanto el derramamiento de su propia Sangre, como la copiosa inundación de
lágrimas que la visión de su agonía arrancaba de los corazones de los que
estaban cerca. Me imagino que escucho a Cristo diciéndome: “Las olas de la
muerte me envolvían”[130],
pues la espada de Simeón atraviesa y hiere Mi Corazón, tan cruelmente como
atraviesa el alma de Mi inocentísima Madre. ˇEs pues así que una muerte
amarga separa no sólo el alma del cuerpo, sino también a la madre del hijo, y
tal Madre de tal Hijo! Por esta razón dijo, “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, pues
su amor por María no le permitía en un momento así dirigirse a Ella con el
nombre tierno de Madre. Dios tanto amó al mundo que le dio su Hijo Unigénito
para su Redención, y el Hijo Unigénito tanto amó al Padre que derramó
profusamente su propia Sangre por su honor, y no satisfecho con los dolores de
su Pasión, ha soportado las agonías de la compasión, para que hubiera una
redención abundante por nuestros pecados. Y para que no perezcamos, sino que
gocemos de la vida eterna, el Padre y el Hijo nos exhortan a imitar su caridad
al representarla en su más exquisita belleza; y aún así el corazón del hombre
todavía se resiste a esta caridad tan grande, y por lo tanto merece más bien
sentir la ira de Dios, que saborear la dulzura de su misericordia, y caer en
los brazos del Divino amor. Seríamos de verdad ingratos, y mereceríamos
tormentos eternos, si por su amor no soportásemos lo poco que es necesario
purgar para nuestra salvación, cuando contemplamos a nuestro Redentor amándonos
en una medida tal, como para sufrir por nosotros más de lo necesario, soportar
tormentos incontables y derramar cada gota de su Sangre, cuando una sola gota
hubiera sido ampliamente suficiente para nuestra redención. La única razón que
puede darse para nuestra desidia y locura es que ni meditamos en la Pasión de
Cristo, ni consideramos su inmenso amor por nosotros con la seriedad y atención
con que deberíamos. Nos contentamos con leer apuradamente la Pasión, o en
escucharla leer, en lugar de asegurarnos oportunidades adecuadas para penetrar
en nosotros mismos con el pensamiento de ella. Por eso el santo Profeta nos
exhorta: “Mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que me atormenta”[131]. Y el Apóstol dice:
“Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para
que no desfallezcáis faltos de ánimo”[132].
Pero vendrá el tiempo en que nuestra ingratitud hacia Dios y nuestro desinterés
por el asunto de nuestra salvación será fuente de sincero dolor para nosotros.
Pues hay muchos que en el Último Día gemirán “en la angustia de su espíritu”[133], y dirán: “Luego
vagamos fuera del camino de la verdad; la luz de la justicia no nos alumbró, no
salió el sol para nosotros”[134].
Y no sentirán este dolor estéril por primera vez en el infierno, sino que en el
Día del Juicio, cuando sus ojos mortales sean cerrados en la muerte, y los ojos
de su alma se abran, contemplarán la verdad de estas cosas frente a las cuales
durante su vida voluntariamente se cegaron.
[130] Sal 18,5.
[131] Lam 1,12.
[132] Hb 12,3.
[133] Sab 5,3.
[134] Sab 5,6.
Podemos extraer otro
fruto de la consideración de la tercera palabra dicha por Cristo en la Cruz de
esta circunstancia: que habían tres mujeres cerca de la Cruz de nuestro
Seńor. María Magdalena es la representante del pecador arrepentido, o de
aquél que está haciendo su primer intento de avanzar en el camino de la
perfección. María la mujer de Clopás es la representante de aquellos que ya han
hecho algún avance hacia la perfección; y María la Madre Virgen de Cristo es la
representante de aquellos que son perfectos. Podemos emparejar a San Juan con
nuestra Seńora, pues en poco tiempo sería, si es que no lo había sido ya,
confirmado en gracia. Estas eran las únicas personas que se encontraban cerca
de la Cruz, pues los pecadores abandonados, que nunca piensan en la penitencia
están muy distantes de la escala de la salvación, la Cruz. Más aún, estas almas
escogidas no estaban cerca de la Cruz sin un propósito, pues incluso ellos
necesitaban de la asistencia de Aquél que estaba clavado sobre ella. Los
penitentes, o principiantes en la virtud, para sostener la guerra contra sus
vicios y concupiscencias, requieren ayuda de Cristo, su Guía, y reciben esta
ayuda para luchar con la serpiente antigua por el aliento que les da su
ejemplo, pues Él no descendería de la Cruz hasta haber obtenido una victoria
total sobre el demonio, que es lo que somos enseńados por San Pablo en su
Epístola a los Colosenses: “Canceló la nota de cargo que había contra nosotros,
la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la suprimió
clavándola en la cruz. Y, una vez despojados los Principados y las Postestades,
los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal”[135]. María, la mujer de Clopás y madre de
hijos que son llamados hermanos de nuestro Seńor, es la representante de
aquellos que ya han hecho algún progreso en el sendero de la perfección. Estos
también necesitan asistencia de la Cruz, para que los cuidados y ansiedades de
este mundo, con los cuales necesariamente están mezclados, no ahoguen en ellos
la buena semilla, y una noche de trajín resulte en la captura de nada. Por eso
las almas en este estado de perfección deben todavía trabajar y lanzar muchas
miradas a Cristo clavado en su Cruz, el cual no se satisfizo con las grandes y
múltiples obras que realizó durante su vida, sino que quiso por medio de su
muerte avanzar hasta el grado más heroico de virtud, pues hasta que el enemigo
de la humanidad hubiera sido totalmente derrotado y puesto en fuga, Él no
descendería de su Cruz. Cansarse en la búsqueda de la virtud, y dejar de obrar
actos de virtud, son los mayores impedimentos a nuestro avance espiritual,
pues, como nota verazmente San Bernardo en su Epístola a Garino, “el que no
avanza en la virtud, retrocede”, y en la misma epístola se refiere a la
escalera de Jacob, sobre la cual todos los ángeles o bien ascendían o bien
descendían, pero ninguno estaba detenido. Más aún, incluso en los perfectos que
viven una vida de celibato y son vírgenes, como eran nuestra Bienaventurada
Seńora y San Juan, el cual por esta razón era el Apóstol escogido de
Cristo, incluso estos, digo, necesitan grandemente la asistencia del Él, que
fue crucificado, pues su misma virtud los expone al peligro de caer por la
soberbia espiritual, a menos que estén bien cimentados en la humildad. Durante
el curso de su ministerio público, Cristo nos dio muchas lecciones de humildad,
como cuando dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”[136]. Y de nuevo: “Vete a
sentarte en el último puesto”[137];
y “Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”[138]. Aun así, todas Sus
exhortaciones acerca de la necesidad de esta virtud no son tan persuasivas como
el ejemplo que nos puso en la Cruz. żPues qué mayor ejemplo de humildad
podemos concebir que que el Omnipotente se deje atar con sogas y clavar a una
Cruz? żY que Él, “en el cual están ocultos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia”[139],
permita que Herodes y su ejército lo traten como un loco y lo vistan con una
túnica blanca, y que Aquél que “se sienta en querubines”[140] sufra Él mismo ser crucificado entre dos
ladrones? Bien podemos decir después de esto, que el hombre que se arrodillase
ante un crucifijo, y mirase en el interior de su alma, y llegase a la
conclusión de que no es deficiente en la virtud de la humildad, sería incapaz
de aprender lección alguna.
[135] Col 2,14-15.
[136] Mt 11,29.
[137] Lc 14,10.
[138] Lc 18,14.
[139] Col 2,3.
[140] Sal 99,1.
En tercer lugar, de las
palabras que Cristo dirigió a su Madre y a su discípulo desde el púlpito de la
Cruz, aprendemos cuáles son los respectivos deberes de los padres hacia sus
hijos, y de los hijos hacia sus padres. Trataremos en primer lugar de los
deberes que los padres tienen para con sus hijos. Los padres cristianos deben
amar a sus hijos, pero de tal manera que el amor a sus hijos no debe interferir
con su amor a Dios. Esta es la doctrina que presenta nuestro Seńor en el
Evangelio: “El que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”[141]. Fue en obediencia a
esta ley que nuestra Seńora estuvo de pie junto a la Cruz viviendo ella
misma una intensa agonía, aunque con gran firmeza de ánimo. Su dolor fue una
prueba del gran amor que tenía para su Hijo, que moría en la Cruz junto a ella,
y su firmeza fue una prueba de su entrega a Dios que reina en el cielo. Mirar a
su inocente Hijo, a quien ella amó apasionadamente, muriendo en medio de tales
tormentos, era suficiente como para destrozar su corazón; pero aunque hubiese
estado en sus capacidades, no habría impedido la crucifixión, pues ella sabía
que todos estos sufrimientos eran infligidos a su Hijo según “el determinado designio
y previo conocimiento de Dios”[142].
El amor es la medida del dolor, y puesto que esta Madre Virgen amó mucho, por
tanto era ella afligida mas allá de toda medida al contemplar a su Hijo tan
cruelmente torturado. żY cómo podría no haber amado esta Virgen Madre a su
Hijo, sabiendo que sobrepasaba al resto de la humanidad en toda excelencia, y
cuando Él estaba unido a ella con un lazo más cercano que los demás hijos
estaban unidos a sus padres? Hay un doble motivo por que el que los padres aman
a sus hijos; uno, porque los han engendrado, y el otro, porque las buenas
cualidades de sus hijos redundan en sí mismos. Hay algunos padres, sin embargo,
que sienten apenas una pequeńa ligazón con sus hijos, y otros que
realmente los odian si son minusválidos o perversos, o si tienen la mala fortuna
de ser ilegítimos. Ahora bien, por las dos razones que acabamos de mencionar,
la Virgen Madre de Dios amó a su Hijo más que lo que cualquier otra madre
podría haber amado a sus hijos. En primer lugar, ninguna mujer ha engendrado
jamás a un hijo sin la cooperación de su marido, pero la Bienaventurada Virgen
tuvo a su Hijo sin contacto alguno con varón; como Virgen lo concibió, y como
Virgen lo dio a luz, y como Cristo nuestro Seńor según la generación
divina tiene Padre y no Madre, según la generación humana tiene Madre y no
Padre. Cuando decimos que Cristo nuestro Seńor fue concebido del Espíritu
Santo, no queremos decir que el Espíritu Santo sea el Padre de Cristo, sino que
Él formó y moldeó el Cuerpo de Cristo, no a partir de su propia sustancia, sino
de la pura carne de la Virgen. Verdaderamente entonces la Virgen lo ha
engendrado sola, sólo ella puede clamar que es su propio Hijo, y por tanto lo
ha amado con más amor que cualquier otra madre. En segundo lugar, el Hijo de la
Virgen no sólo fue y es hermoso más que los hijos de los hombres sino que
sobrepasa en todo también a todos los ángeles, y como consecuencia natural de
su gran amor, la Bienaventurada Virgen lloró en la Pasión y Muerte de su Hijo
más que otras, y San Bernardo no duda en afirmar en uno de sus sermones que el
dolor que sintió nuestra Seńora en la crucifixión fue un martirio del
corazón, según la profecía de Simeón: “ˇy a ti misma una espada te
atravesará el alma!”[143].
Y puesto que el martirio del corazón es más amargo que el martirio del cuerpo,
San Anselmo en su obra Sobre la excelencia de la Virgen dice que el dolor de la
Virgen fue más amargo que cualquier sufrimiento corporal. Nuestro Seńor,
en su Agonía en el Huerto de Getsemaní, sufrió un martirio del corazón al pasar
revista a todos los sufrimientos y tormentos que habría de soportar al día
siguiente, y abriendo en su alma las compuertas al dolor y al miedo empezó a
estar tan afligido que un Sudor de Sangre manó de su Cuerpo, algo que no
sabemos que haya resultado jamás de sus sufrimientos corporales. Por tanto, mas
allá de toda duda, nuestra Bienaventurada Seńora cargó una pesadísima
cruz, y soportó un dolor conmovedor, de la espada de dolor que atravesó su
alma, pero se mantuvo de pie junto a la Cruz como verdadero modelo de
paciencia, y contempló todos los sufrimientos de su Hijo sin manifestar signo
alguno de impaciencia, porque buscó el honor y la gloria de Dios más que la
gratificación de su amor materno. Ella no cayó el piso medio muerta de dolor,
como algunos imaginan; tampoco se cortó los cabellos, ni sollozó o gritó
fuertemente, sino que valientemente llevó la aflicción que era la voluntad de
Dios que llevase. Ella amó a su Hijo vehementemente, pero amó más el honor de
Dios Padre y la salvación de la humanidad, del mismo modo que su Divino Hijo
prefirió estos dos objetos a la preservación de su vida. Más aún, su
inconmovible fe en la resurrección de su Hijo acrecentó la confianza de su alma
al punto que no tuvo necesidad de consolación alguna. Ella fue consciente de
que la Muerte de su Hijo sería como una pequeńa dormición, tal como dijo
el Salmista Real: “Yo me acuesto y me duermo, y me despierto, pues Yahvé me
sostiene”[144]. Todos los fieles deben
imitar este ejemplo de Cristo subordinando el amor a sus hijos al amor a Dios,
que es el Padre de todos, y ama a todos con un amor mayor y más beneficioso que
el que podemos experimentar. En primer lugar, los padres cristianos deben amar
a sus hijos con un amor viril y prudente, no alentándolos si obran mal, sino
educándolos en el temor de Dios, y corrigiéndolos, e incluso amonestándolos y
castigándolos si han ofendido a Dios o son negligentes en su educación. Pues
esta es la voluntad de Dios, tal como nos es revelada en las Sagradas Escrituras,
en el libro del Eclesiástico: “żTienes hijos? Instrúyelos e inclínalos
desde su juventud”[145].
Y leemos de Tobías que “desde su infancia le enseńó a su hijo a temer a
Dios y abstenerse de todo pecado”[146].
El Apóstol advierte a los padres que no exasperen a sus hijo, no sea que se
vuelvan apocados, sino que los formen mediante la instrucción y la corrección
del Seńor, esto es, no tratarlos como esclavos, sino como hijos[147]. Los padres que son
muy severos con sus hijos, y que los reprochan y castigan incluso por una
pequeńa falta, los tratan como esclavos, y tal tratamiento los desalentará
y les hará odiar el techo paterno; y por el contrario, los padres que son muy indulgentes
criarán hijos inmorales, que serán luego víctimas del fuego del infierno en vez
de poseer una corona inmortal en el cielo. El método correcto que
han de adoptar los padres en la educación de sus hijos es enseńarles a
obedecer a sus superiores, y cuando sean desobedientes corregirlos, pero de
manera tal que se evidencia que la corrección procede de un espíritu de amor y
no de odio. Más aún, si Dios llama a un hijo al sacerdocio o a la vida
religiosa, ningún impedimento debe ponerse a esta vocación, pues los padres no
han de oponerse a la voluntad de Dios, sino más bien decir con el santo Job:
“El Seńor me lo dio, y el Seńor me lo quitó: bendito sea el nombre
del Seńor”[148].
Finalmente, si los padres pierden a sus hijos por una muerte intempestiva, como
nuestra Bienaventurada Madre perdió a su Divino Hijo, deben confiar en el buen
juicio de Dios, quien a veces toma un alma para sí si percibe que podría perder
su inocencia y así perecer por siempre. Verdaderamente, si los padres pudiesen
penetrar en los designios de Dios en relación a la muerte de un hijo, se
alegrarían en vez de llorar: y si tuviésemos una fe viva en la Resurrección,
como la tuvo nuestra Seńora, no nos lamentaríamos más porque una persona
muera en su juventud, que lo que habríamos de lamentarnos porque una persona
vaya a dormir antes de la noche, pues la muerte del fiel es una clase de
sueńo, como nos dice el Apóstol en su Epístola a los Tesalonicenses:
“Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los que están
dormidos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza”[149]. El Apóstol habla de
la esperanza y no de la fe, porque no se refiere a una resurrección incierta,
sino a una resurrección feliz y gloriosa, similar a la de Cristo, que fue un
despertar a la vida verdadera. Pues el hombre que tiene una fe firme en la
resurrección del cuerpo, y confía en que su hijo muerto se despertará de nuevo
a la gloria, no tiene motivo de pena, sino una gran razón para alegrarse, pues
la salvación de su hijo está asegurada. Nuestro siguiente punto
es tratar acerca del deber que los hijos tienen para su padres. Nuestro
Seńor nos dio en su Muerte el más perfecto ejemplo de respeto filial.
Ahora, según las palabras del Apóstol, el deber de los hijos es: “corresponder
a sus progenitores”[150].
Los hijos corresponden a sus padres cuando les proveen todo lo necesario para
ellos en su edad avanzada, tal como sus padres les procuraron alimento y vestido
en su infancia. Cuando Cristo estuvo a punto de morir confió su anciana Madre,
que no tenía nadie que la cuidase, a la protección de San Juan, y le dijo que
en adelante lo mire como a su hijo, y le mandó a San Juan que la reverenciara
como a su madre. Y así nuestro Seńor cumplió perfectamente las
obligaciones que un hijo debe a su madre. En primer lugar, en la persona de San
Juan. Le dio a su Madre Virgen un hijo que era de la misma edad que él, o tal
vez un ańo menor, y por tanto era en todo sentido capaz de proveer por el
bienestar de la Madre de nuestro Seńor. En segundo lugar, le dio por hijo
al discípulo a quien amaba más que a los demás, y quien ardientemente le había
retribuido amor por amor, y en consecuencia nuestro Seńor tuvo la mayor
confianza en la diligencia con la que su discípulo sostendría a su Madre. Más
aún, escogió al discípulo que sabía que viviría más que los otros apóstoles, y
que por lo tanto viviría más que su Madre. Finalmente, nuestro Seńor tuvo
esta atención para con su Madre en el momento más calamitoso de su vida, cuando
su Cuerpo entero fue presa de sufrimientos, cuando su Alma entera fue
atormentada por las insolentes mofas de sus enemigos, y tenía que beber el
cáliz amargo de la inminente muerte, de modo que parecería que no podría pensar
en nada sino en sus propios dolores. Sin embargo, su amor por su Madre triunfó
por encima de todo, y olvidándose de sí mismo, su único pensamiento fue cómo
confortarla y ayudarla, y no fue en vano su esperanza en la prontitud y
fidelidad de su discípulo, pues “desde aquella hora la acogió en su casa”[151]. Cada hijo tiene una
mayor obligación que la que nuestro Seńor tuvo de proveer por las
necesidades de sus padres, pues cada ser humano le debe más a sus padres que lo
que Cristo le debía a su Madre. Cada nińo recibe de sus padres un mayor
favor que el que pueden esperar devolver, pues ha recibido de sus manos lo que
para él es imposible darles, a saber, el ser. “Recuerda --dice el
Eclesiástico--, que no habrías nacido si no fuese por ellos”[152]. Sólo Cristo es una excepción a esta regla.
En efecto, Él recibió de su Madre su vida como hombre, pero Él le dio a ella
tres vidas; su vida humana, cuando con la cooperación del Padre y del Espíritu
Santo la creó; su vida de gracia, cuando la previno en la dulzura de sus
bendiciones creándola Inmaculada, y su vida de gloria cuando fue asumida al
reino de la gloria y exaltada por encima de los coros de los ángeles. En
consecuencia, si Cristo, quien le dio a su Bienaventurada Madre más de lo que
Él había recibido de ella en su nacimiento, deseó corresonderla, ciertamente el
resto de la humanidad está aún más obligada a corresponder a sus padres. Más
aún, al honrar a nuestros padres no hacemos sino lo que es nuestro deber, y aún
así la bondad de Dios es tal como para recompensarnos por ello. En los Diez
Mandamientos está grabada la ley: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se
prolonguen tus días sobre la tierra”[153].
Y el Espíritu Santo dice: “Aquél que honre a su padre tendrá gozo en sus
propios hijos, y en el día de su oración será escuchado”[154]. Y Dios no sólo recompensa a los que
reverencian a sus padres, sino que castiga a los que les son irrespetuosos,
pues éstas son las palabras de Cristo: “Dios ha dicho que el que maldiga a su
padre o a su madre, sea castigado con la muerte”[155]. “Y maldito es de Dios quien irrita a su
madre”[156]. Por lo
tanto, podemos concluir que la maldición de un padre traerá consigo la ruina,
pues Dios mismo lo ratificará. Esto se prueba por muchos ejemplos; y narraremos
brevemente uno que refiere San Agustín en su Ciudad de Dios. En Cesarea, una
ciudad de Capadocia, habían diez nińos, a saber siete varones y tres
mujeres, que fueron malditos por su madres, y fueron inmediatamente golpeados
por el cielo con tal castigo que todos sus miembros temblaron, y, en su penosa
situación, adonde fuera que fuesen, no podían soportar la mirada de sus
conciudadanos, y así vagaron por todo el mundo Romano. Al final, dos de ellos fueron
curados por las reliquias de San Esteban Proto-mártir, en presencia de San
Agustín.
[141] Mt 10,37.
[142] Hch 2,23.
[143] Lc 2,35.
[144] Sal 3,6.
[145] Eclo 7,24.
[146] Tob 1,10.
[147] Col 3,21; Ef 6,4.
[148] Job 1,21.
[149] 1Tes 4,12.
[150] 1Tim 5,4.
[151] Jn 19,27.
[152] Eclo 7,30.
[153] Ex 20,12.
[154] Eclo 3,6.
[155] Mt 15,4.
[156] Eclo 3,18. La carga y el yugo que
puso nuestro Seńor en San Juan, al confiar a su cuidado la protección de
su Madre Virgen, fueron ciertamente un yugo dulce y una carga ligera.
żQuién pues no estimaría una felicidad habitar bajo el mismo techo con
quien había llevado por nueve meses en su vientre al Verbo Encarnado, y había
disfrutado por treinta ańos la más dulce y feliz comunicación de
sentimientos con Él? żQuién no enviaría al discípulo elegido de nuestro
Seńor, cuyo corazón fue alegrado en la ausencia del Hijo de Dios por la
presencia constante de la Madre de Dios? Y aún así si no me equivoco está en
nuestro poder obtener por medio de nuestras oraciones que nuestro amabilísimo
Seńor, que se hizo Hombre por nuestra salvación y fue crucificado por amor
a nosotros, nos diga en relación a su Madre, “He ahí a tu Madre”, y diga a su
Madre por cada uno de nosotros “ˇHe ahí a tu hijo!”. Nuestro buen
Seńor no escatima sus gracias, con tal que nos acerquemos al trono de
gracia con fe y confianza, con corazones sinceros, abiertos y no hipócritas.
Aquel que desea tenernos como coherederos del reino de su Padre, no
desdeńará tenernos como coherederos en el amor de su Madre. Y tampoco
nuestra benignísima Madre llevará a mal tener una innumerable multitud de
hijos, pues ella tiene un corazón capaz de abrazarnos a todos, y desea
ardientemente que no perezca ninguno de esos hijos que su Divino Hijo redimió
con su preciosa Sangre y aún más preciosa Muerte. Aproximémonos por tanto con
confianza al trono de la gracia de Cristo, y con lágrimas roguémosle
humildemente que le diga a su Madre por cada uno de nosotros, “He ahí a tu
hijo”, y a nosotros en relación a su Madre, “He ahí a tu Madre”. ˇCuán
seguros estaremos bajo la protección de tal Madre! żQuién se atreverá a
apartarnos de debajo de su manto? żQué tentaciones, qué tribulaciones
podrían vencernos si nos confiamos a la protección de la Madre de Dios y Madre
nuestra? Y no seremos los primeros que han obtenido tan poderosa protección.
Muchos nos han precedido, muchos, digo, se han puesto bajo la singular y
maternal protección de tan poderosa Virgen, y nadie ha sido abandonado de ella
con su alma en un estado perplejo y abatido, sino que todos los que han
confiado en el amor de tal Madre están felices y gozosos. De ella se ha
escrito: “Ella te pisará la cabez”[157].
Quienes confían en ella pueden con seguridad “pisar sobre el áspid y la víbora,
y hollar al león y al dragón”[158].
Escuchemos, sin embargo, las palabras de unos pocos hombres ilustres de los
tanto que han reconocido haber encontrado la esperanza de su salvación el
Virgen, y a quienes podemos creer que nuestro Seńor les dijo “He ahí a tu
Madre”, y en relación a quienes le dijo a su Madre, “He ahí a tu hijo”. El primero será San
Efrén de Siria, un antiguo Padre de tanto renombre que San Jerónimo nos informa
que sus trabajos eran leídos públicamente en las iglesias antes que las
Sagradas Escrituras. En uno de sus sermones sobre las alabanzas de la Madre de
Dios, él dice: “La inmaculada y pura Virgen Madre de Dios, la Reina de todo, y
la esperanza de los que desesperan”. Y nuevamente: “Tú eres un puerto para los
que son atacados por tormentas, consuelo del mundo, liberadora de los que están
en prisión; tú eres madre de los huérfanos, redentora de los cautivos, alegría
del enfermo, y estrella para la seguridad de todos”. Y nuevamente: “Guárdame y
protégeme bajo tu brazo, ten piedad de mí que estoy manchado por el pecado. No
confío en nadie sino en ti, oh Virgen sincerísima. ˇSalve, paz, gozo y
seguridad del mundo!”. Citaremos a continuación a San Juan Damasceno, quien fue
uno de los primeros en mostrar el más grande honor y poner la mayor confianza
en la protección de la santísima Virgen. Así dice en un sermón sobre la
Natividad de la Bienaventurada Virgen: “Oh hija de Joaquín y Ana, oh
Seńora, recibe las oraciones de un pecador que te ama y honra
ardientemente, y mira a ti como su única esperanza de alegría, como la
sacerdotisa de la vida, y la guía de los pecadores para retornar a la gracia y
el favor de tu Hijo, y la segura depositaria de la seguridad, aligera el peso
de mis pecados, vence mis tentaciones, haz mi vida pía y santa, y concédeme que
bajo tu guía pueda llegar a la felicidad celestial”. Ahora seleccionaremos unos
pocos pasajes de dos Padres latinos. San Anselmo, en su trabajo Sobre la
Excelencia de la Virgen dice: “Considero como un gran signo de predestinación
para alguno que se le haya concedido el favor de meditar frecuentemente en
María”. Y nuevamente: “Recuerda que a veces obtenemos auxilio con más prontitud
invocando el nombre de la Virgen Madre que si hubiésemos invocado el Nombre del
Seńor Jesús, su único Hijo, y es no porque sea ella más grande o poderosa
que Él, ni porque sea Él más grande y poderoso por medio de ella, sino más bien
ella por medio de Él. żCómo es entonces que obtenemos auxilio más
prontamente al invocarla que al invocar a su Hijo? Digo que creo que es así, y
mi explicación es que su Hijo es el Seńor y Juez de todo, y es capaz de
discernir los méritos de cada uno. En consecuencia, cuando su Nombre es
invocado por alguien, puede con justicia prestar oídos sordos a la súplica,
pero si el nombre de su Madre es invocado, incluso suponiendo que los méritos
del que suplica no le dan derecho a ser escuchado, aún así los méritos de la
Madre de Dios son tales que su Hijo no puede negarse a escuchar su oración”.
Pero San Bernardo, en un lenguaje que es verdaderamente admirable, describe por
un lado el afecto santo y maternal con el que la Bienaventurada Virgen acoge a
los que le son devotos, y por otro el amor filial de quienes la miran como
Madre. En su segundo sermón sobre el texto “El Ángel fue enviado”, exclama: “Oh
tú, quienquiera que seas, que sabes que estás expuesto a los peligros del
tempestuoso mar de este mundo más que lo que gozas de la seguridad de la tierra
firme, no alejes tus ojos del esplendor de esta Estrella, del María Estrella
del Mar, a menos que desees ser devorado por la tempestad. Si los vientos de
las tentaciones surgen,, si eres arrojado a las rocas de las tribulaciones,
mira esta Estrella, llama a María. Si eres arrojado aquí y allá en las oleadas
del orgullo, de la ambición, de las calumnias, de la envidia, levanta la mirada
hacia esta Estrella, llama a María. Si tú, aterrorizado por la magnitud de tus
crímenes, perplejo ante el impuro estado de tu conciencia, y sacudido por el
temor de tu Juez, empiezas a ser engullido por el abismo de la tristeza o el
hoyo de la desesperanza, piensa en María; en todos tus peligros, en todas tus
dificultades, en todas tus dudas piensa en María, llama a María. No serás
confundido si la sigues, no desesperarás si le rezas, no te equivocarás si
piensas en ella”. El mismo Santo en este sermón sobre la Natividad de la Virgen
dice los siguiente: “Alza tus pensamientos y juzga con qué afecto quiere Él que
honremos a María que ha llenado su alma con la plenitud de su bondad, de modo
que toda esperanza, toda gracia, toda protección del pecado que recibamos la
reconozcamos como viniendo a través de sus manos”. “Veneremos a María con todo
nuestro corazón y todas nuestras oblaciones, pues esa es la voluntad de quien
ha hecho que recibamos todo por medio de María”. “Hijos míos, ella es la
escalera para los pecadores, ella es my mayor confianza, ella es todo el
fundamento de mi esperanza”. A estos extractos de los escritos de dos santos
Padres, ańadiré algunas citas de dos santos Teólogos. Santo Tomás, en su
ensayo sobre la salutación angélica, dice: “Ella es bendita entre todas las
mujeres porque ella sola ha quitado la maldición de Adán, ha traído bendiciones
a la humanidad, y ha abierto las puertas del Paraíso. Por eso es llamada María,
nombre que significa "Estrella del Mar", pues así como marineros
conducen sus naves a puerto mirando las estrellas, así los Cristianos son
llevados a la gloria por la intercesión de María”. San Buenaventura escribe en
su Pharetra: “Oh Santísima Virgen, así como todo el que te odia y es olvidado
por ti necesariamente perecerá, así todo el que te ama y es amado por ti
necesariamente será salvado”. El mismo Santo en su Vida de San Francisco habla
así de la confianza de éste en la Bienaventurada Virgen: “Amó a la Madre de
nuestro Seńor Jesucristo con un amor inefable, por ella nuestro Seńor
Jesucristo llegó a ser nuestro hermano, y por ella obtuvimos misericordia.
Junto a Cristo colocó toda su confianza en ella, la miró como abogada propia y
de su Ordena, y en su honor ayunó devotamente desde la fiesta de San Pedro y
San Pablo hasta la Asunción”. Con estos santos juntaremos el nombre del Papa
Inocencio III, quien fue eminentemente distinguido por su devoción a la Virgen,
y no sólo celebró sus grandezas en sus sermones, sino que construyó un
monasterio en su honor, y lo que es más admirable, en una exhortación que
dirigió a su grey para que confíen en ella, usó palabras cuya veracidad fue
luego ejemplificada en su propia persona. Así hablo en su segundo sermón sobre
la Asunción: “Que el hombre que está sentado en la oscuridad del pecado mire la
luna, que invoque a María para que ella interceda ante su Hijo, y le obtenga la
compunción de corazón. Pues żquién que la haya alguna vez llamado en su
desgracia no ha sido escuchado?”. El lector puede consultar el cap. IX, libro
2, sobre “Las lágrimas de la paloma”, y ver que allí hemos escrito sobre el
Papa Inocencio III. De estos extractos, y de estos signos de predestinación,
queda abundantemente evidente que una devoción cordial a la Virgen Madre de
Dios no es novedad alguna. Pues parecería increíble que perezca alguien en cuyo
favor Cristo le ha dicho a su Madre: “He ahí a tu hijo”, con tal que no preste
oídos sordos a las palabras que Cristo le dirigió a él mismo: “He ahí a tu
Madre”.
[157] Gén 3,15.
[158] Sal 90,13.
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