Cristo Jesús, el Verbo
del Padre Eterno, de quien el mismo Padre había dicho “Escuchadle”[21], quien había dicho de sí
mismo “Porque uno solo es vuestro Maestro”[22], para realizar la tarea que había asumido,
nunca dejó de instruirnos. No solamente durante su vida, sino incluso en los
brazos de la muerte, desde el púlpito de la Cruz, nos predicó pocas palabras,
pero ardientes de amor, de suma utilidad y eficacia, y en todo sentido dignas
de ser grabadas en el corazón de todo cristiano, para ser ahí preservadas,
meditadas, y realizadas literalmente y en obra. Su primera palabra es ésta: “Y
dijo Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”[23]. Plegaria que, aun siendo nueva y nunca
antes escuchada, quiso el Espíritu Santo que sea predicha por el Profeta Isaías
en estas palabras: “e intercedió por los transgresores”[24]. Y las peticiones de Nuestro Seńor en
la Cruz prueban cuán verdaderamente habló el Apóstol San Pablo cuando dijo: “la
Caridad no busca su provecho”[25],
pues de las siete palabras que habló nuestro Redentor, tres fueron por el bien
de los demás, tres por su propio bien, y una fue común tanto para Él como para
nosotros. Su atención, sin embargo, fue primero para los demás. Pensó en sí
mismo al final. De las tres primeras
palabras que Él habló, la primera fue para sus enemigos, la segunda para sus
amigos, y la tercera para sus parientes. Ahora bien, la razón por la cual oró,
entonces, es que la primera demanda de la caridad es socorrer a aquellos que
están necesitados, y aquellos que estaban más necesitados de socorro espiritual
eran sus enemigos, y lo que nosotros, discípulos de tan gran Maestro,
necesitamos más es amar a nuestros enemigos, virtud que sabemos muy difícil de
obtener y que raramente encontramos, mientras que el amor a nuestros amigos y
parientes es fácil y natural, crece con los ańos y muchas veces predomina
más de lo que debería. Por lo cual escribió el Evangelista “Y dijo Jesús”[26]: donde la palabra “y”
manifiesta el tiempo y la ocasión de esta oración por sus enemigos, y pone en
contraste las palabras del Sufriente y las palabras de los verdugos, sus obras
y las obras de ellos, como si el Evangelista quisiera explicarse mejor de esta
manera: estaban crucificando al Seńor, y en su misma presencia estaban
repartiendo su túnica entre ellos, se burlaban y lo difamaban como embustero y
mentiroso, mientras que Él, viendo lo que estaban haciendo, escuchando lo que
estaban diciendo, y sufriendo los más agudos dolores en sus manos y pies,
devolvió bien por mal, y oró: “Padre, perdónalos”. Lo llama “Padre”, no
Dios o Seńor, porque quiso que Él ejerciese la benignidad del Padre y no
la severidad de un Juez, y como quiso Él evitar la cólera de Dios, que sabía
provocada por los enormes crímenes, usa el tierno nombre de Padre. La palabra
Padre parece contener en sí misma este pedido: Yo, Tu Hijo, en medio de todos
mis tormentos, los he perdonado. Haz tú lo mismo, Padre Mío, extiende tu perdón
a ellos. Aunque no lo merecen, perdónalos por Mí, Tu Hijo. Acuérdate también
que eres su Padre, pues los has creado, haciéndolos a tu imagen y semejanza.
Muéstrales por tanto un amor de Padre, pues aunque son malos, son sin embargo
hijos tuyos. “Perdona”. Esta palabra
contiene la petición principal que el Hijo de Dios, como abogado de sus
enemigos, hace a su Padre. La palabra “perdona” puede referirse tanto al
castigo debido al crimen como al crimen mismo. Si está referido al castigo
debido al crimen, fue entonces la oración escuchada: pues ya que este pecado de
los judíos demandaba que su perpetradores sientan instantánea y merecidamente
la ira de Dios, siendo consumidos por fuego del cielo o ahogados en un segundo
diluvio, o exterminados por el hambre y la espada, aun así, la aplicación de
este castigo fue pospuesta por cuarenta ańos, período durante el cual, si
el pueblo judío hubiese hecho penitencia, hubiesen sido salvados y su ciudad
preservada, pero puesto que no hicieron penitencia, Dios mandó contra ellos al
ejército romano que, durante el reino de Vespasiano, destruyó sus metrópolis, y
parte de hambruna durante el sitio, y parte por la espada durante el saqueo de
la ciudad, mató a una gran multitud de sus habitantes, mientras que los
sobrevivientes eran vendidos como esclavos y dispersados por el mundo. Todas estas desgracias
fueron predichas por Nuestro Seńor en las parábolas del vińador que
contrató obreros para su vińa, del rey que hizo una boda para su hijo, de
la higuera estéril, y más claramente, cuando lloró por la ciudad el Domingo de
Ramos. La oración de Nuestro Seńor fue también escuchada si es que hacía
referencia al crimen de los judíos, pues obtuvo para muchos la gracia de la
compunción y la reforma de la vida. Hubieron algunos que “volvieron golpeándose
el pecho”[27]. Estuvo el
centurión que dijo “verdaderamente éste era el Hijo de Dios”[28]. Y hubo muchos que unas semanas después se
convirtieron por la prédica de los Apóstoles, y confesaron a Aquel que habían
negado, adoraron a Aquel que habían despreciado. Pero la razón por la cual la
gracia de la conversión no fue otorgada a todos es que la voluntad de Cristo se
conforma a la sabiduría y la voluntad de Dios, que San Lucas manifiesta cuando
nos dice en los Hechos de los Apóstoles: “Y creyeron cuantos estaban destinados
a una vida eterna”[29]. “[Perdona]Los”. Esta
palabra es aplicada a todos por cuyo perdón Cristo oró. En primer lugar es
aplicada a aquellos que realmente clavaron a Cristo en la Cruz, y jugaron a la
suerte sus vestiduras. Puede ser también extendida a todos los que fueron causa
de la Pasión de Nuestro Seńor: a Pilato que pronunció la sentencia; a las
personas que gritaron “crucifícalo, crucifícalo”[30]; a los sumos sacerdotes y escribas que
falsamente lo acusaron, y, para ir más lejos, al primer hombre y a toda su
descendencia que por sus pecados ocasionaron la muerte de Cristo. Y así, desde
su Cruz, Nuestro Seńor oró por el perdón de todos sus enemigos. Cada uno,
sin embargo, se reconocerá a sí mismo entre los enemigos de Cristo, de acuerdo
a las palabras del Apóstol: “Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con
Dios por la muerte de su Hijo”[31].
Por tanto, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, hizo una conmemoración para todos
nosotros, incluso antes de nuestro nacimiento, en aquel sacratísimo “Memento”,
si puedo así decirlo, que Él hizo en el primer Sacrificio de la Misa que
celebró en el altar de la Cruz. żQué retribución, oh alma mía, harás al
Seńor por todo lo que ha hecho por ti, aún antes de que seas? Nuestro
amado Seńor vio que tú también algún día estarías en las filas con sus
enemigos, y aunque no lo pediste, ni lo buscaste, Él oró por ti a su Padre,
para que no cargue sobre ti la falta cometida por ignorancia. żNo te
importa por tanto tener en cuenta a tan dulce Patrón, y hacer todo esfuerzo por
servirle fielmente en todo? żNo es justo que con tal ejemplo delante tuyo
aprendas no sólo a perdonar a tus enemigos con facilidad, y orar por ellos, sino
incluso a atraer a cuantos puedas para hacer lo mismo? Es justo, y esto deseo y
tengo el propósito de hacer, con la condición de que Aquel que me ha dado tan
brillante ejemplo me dé también en su bondad la ayuda suficiente para realizar
tan grande obra. Pues no saben lo que
hacen. Para que su oración sea razonable, Cristo se disminuye, o más aún da la
excusa que pueda por los pecados de sus enemigos. Él ciertamente no podía
excusar la injusticia de Pilato, o la crueldad de los soldados, o la ingratitud
de la gente, o el falso testimonio de aquellos que perjuraron. Entonces no
quedó para Él más que excusar su falta alegando ignorancia. Pues con verdad el
Apóstol observa: “pues de haberla conocido, no hubieran crucificado al
Seńor de la Gloria”[32].
Ni Pilato, ni los sumos sacerdotes, ni el pueblo sabían que Cristo era el
Seńor de la Gloria. Aun así, Pilato lo sabía un hombre justo y santo, que
había sido entregado por la envidia de los sumos sacerdotes, y los sumos
sacerdotes sabían que Él era el Cristo prometido, como enseńa Santo Tomás,
porque no podían --ni lo hicieron-- negar que había obrado muchos de los
milagros que los profetas habían predicho que el Mesías obraría. En fin, la
gente sabía que Cristo había sido condenado injustamente, pues Pilato
públicamente les había dicho: “No encuentro en este hombre culpa alguna”[33], e “Inocente soy de la
sangre de este hombre justo”[34]. Pero aunque los judíos,
tanto el pueblo como los sacerdotes, no sabían el hecho de que Cristo era
Seńor de la Gloria, aun así, no habrían permanecido en este estado de
ignorancia si su malicia no los hubiera cegado. De acuerdo a las palabras de
San Juan: “Aunque había realizado tan grandes seńales delante de ellos, no
creían en Él, porque había dicho Isaías: Ha cegado sus ojos, ha endurecido su
corazón, para que no vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni se
conviertan, ni yo los sane”[35].
La ceguera no es excusa para un hombre ciego, porque es voluntaria,
acompańando, no precediendo, el mal que hace. De la misma manera, aquellos
que pecan en la malicia de sus corazones siempre pueden alegar ignorancia, lo
que no es sin embargo una excusa para su pecado pues no lo precede sino que lo
acompańa. Por lo que el Hombre Sabio dice: “Yerran los que obran
iniquidad”[36]. El
filósofo de igual modo proclama con verdad que todo el que hace mal es
ignorante de lo que hace, y por consiguiente se puede decir de los pecadores en
general: “No saben lo que hacen”. Pues nadie puede desear aquello que es malo
en base a su maldad, porque la voluntad del hombre no tiende hacia el mal tanto
como hacia el bien, sino sólo a lo que es bueno, y por esta razón aquellos que
eligen lo que es malo lo hacen porque el objeto les es presentado bajo
apariencia de bien, y así puede entonces ser elegido. Esto es resultado del
desasosiego de la parte inferior del alma que ciega la razón y la hace incapaz
de distinguir nada sino lo que es bueno en el objeto que busca. Así, el hombre
que comete adulterio o es culpable de robo realiza estos crímenes porque mira
sólo el placer o la ganancia que puede obtener, y no lo haría si sus pasiones
no lo cegaran hasta lo la vergonzosa infamia de lo primero y la injusticia de
lo segundo. Por tanto, un pecador es similar a un hombre que desea lanzarse a
un río desde un lugar elevado. Primero cierra sus ojos y luego se lanza de
cabeza, así aquel que hace un acto de maldad odia la luz, y obra bajo una
voluntaria ignorancia que no lo exculpa, porque es voluntaria. Pero si una
voluntaria ignorancia no exculpa al pecador, żpor qué entonces Nuestro
Seńor oró: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”? A esto respondo que
la interpretación más directa a ser hecha de las palabras de Nuestro Seńor
es que fueron dichas para sus verdugos, que probablemente ignoraban
completamente no sólo la Divinidad del Seńor, sino incluso su inocencia, y
simplemente realizaron la labor del verdugo. Para aquellos, por tanto, dijo en
verdad el Seńor: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Una vez más, si la
oración de Nuestro Seńor ha de ser interpretada como aplicable a nosotros
mismos, que no habíamos aún nacido, o a aquella multitud de pecadores que eran
sus contemporáneos, pero que no tenían conocimiento de lo que estaba sucediendo
en Jerusalén, entonces dijo con mucha verdad el Seńor: “No saben lo que
hacen”. Finalmente, si Él se dirigió al Padre en nombre de todos los que
estaban presentes, y sabían que Cristo era el Mesías y un hombre inocente,
entonces debemos confesar la caridad de Cristo que es tal que desea paliar lo
más posible el pecado de sus enemigos. Si la ignorancia no puede justificar una
falta, puede sin embargo servir como excusa parcial, y el deicidio de los
judíos habría tenido un carácter más atroz de haber conocido la naturaleza de
su Víctima. Aunque Nuestro Seńor era consciente de que esto no era una
excusa sino más bien una sombra de excusa, la presentó con insistencia, en
realidad, para mostrarnos cuánta bondad siente hacia el pecador, y con cuánto
deseo hubiese Él usado una mejor defensa, incluso para Caifás y Pilato, si una
mejor y más razonable apología se hubiese presentado.
[21] Mt 17,5.
[22] Mt 23,10.
[23] Lc 23,34.
[24] Is 53,12.
[25] 1Cor 13,5.
[26] Lc 23,34.
[27] Lc 23,48.
[28] Mt 27,54.
[29] Hch 13,48.
[30] Mt 27,22.
[31] Rom 5,10.
[32] 1Cor 2,8.
[33] Lc 23,14.
[34] Mt 27,24.
[35] Jn 12,37-40.
[36] Prov 4,22.
Habiendo dado el
significado literal de la primera palabra dicha por Nuestro Seńor en la
Cruz, nuestra próxima tarea será esforzarnos por recoger algunos de sus frutos
más preferibles y ventajosos. Lo que más nos impacta en la primera parte del
sermón de Cristo en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más
brillante que el que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió
San Pablo a los Efesios: “Y conocer la caridad de Cristo que excede todo
conocimiento”[37]. Pues en
este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz cómo la caridad
de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más allá de la
capacidad de nuestro limitado intelecto. Pues cuando sufrimos cualquier dolor
fuerte, como por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de cabeza, o un dolor en
los ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro cuerpo, nuestra mente está tan
atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces no estamos
de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar con el trabajo.
Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, usó su diadema de espinas, como está
claramente manifestado en las escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano
entre los Padres Latinos, en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre
los Padres griegos, en su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no
podía ni mover su cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor
adicional. Toscos clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que
desgarraban su carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo
estaba desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir,
expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso
las heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía. Todas estas
cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras
tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente sobrepasando nuestro
entendimiento, Él no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo,
sino que solícito sólo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir la
pena de sus crímenes, clamó fuertemente a su Padre: “Padre, perdónalos”.
żQué hubiese hecho Él si estos infelices fuesen las víctimas de una
persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y
no sus enemigos, sus traidores y parricidas? Verdaderamente, ˇOh
benignísimo Jesús! Tu caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio
de tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano
que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente
contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir
heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de tu paciencia, y
aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo
que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos,
como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo que
Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al cuidado de
Tu Padre Todopoderoso, para que Él los cure y los haga enteros. Este es el
efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con todos los hombres,
considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos
que odian la paz. Esto es lo que es
cantado en el Cántico del amor sobre la virtud de la perfecta caridad: “Grandes
aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo”[38]. Las grandes aguas son los muchos
sufrimientos que nuestras miserias espirituales, como tormentas del infierno,
cargan sobre Cristo a través de los Judíos y los Gentiles, quienes
representaban las pasiones oscuras de nuestro corazón. Aún así, esta inundación
de aguas, es decir de dolores, no puede extinguir el fuego de la caridad que
ardió en el pecho de Cristo. Por eso, la caridad de Cristo fue más grande que
este desborde de grandes aguas, y resplandeció brillantemente en su oración:
“Padre, perdónalos”. Y no sólo fueron estas grandes aguas incapaces de
extinguir la caridad de Cristo, sino que ni siquiera luego de ańos
pudieron las tormentas de la persecución sobrepasar la caridad de los miembros
de Cristo. Así, la caridad de Cristo, que poseyó el corazón de San Esteban, no
podía ser aplastada por las piedras con las cuales fue martirizado. Estaba viva
entonces, y él oró: “Seńor, no les tengas en cuenta este pecado”[39]. En fin, la perfecta e
invencible caridad de Cristo que ha sido propagada en los corazones de mártires
y confesores, ha combatido tan tercamente los ataques de perseguidores,
visibles e invisibles, que puede decirse con verdad incluso hasta el fin del
mundo, que un mar de sufrimiento no podrá extinguir la llama de la caridad. Pero de la consideración
de la Humanidad de Cristo ascendamos a la consideración de Su Divinidad. Grande
fue la caridad de Cristo como hombre hacia sus verdugos, pero mayor fue la
caridad de Cristo como Dios, y del Padre, y del Espíritu Santo, en el día
último, hacia toda la humanidad, que había sido culpable de actos de enemistad
hacia su Creador, y, de haber sido capaces, lo hubiesen expulsado del cielo,
clavado a una cruz, y asesinado. żQuién puede concebir la caridad que Dios
tiene hacia tan ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardó a los ángeles
cuando pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin embargo con frecuencia
soporta pacientemente al hombre pecador, a blasfemos, y a aquellos que se
enrolan bajo el estandarte del demonio, Su enemigo, y no sólo los soporta, sino
que también los alimenta y cría, incluso hasta los alienta y sostiene, pues “en
Él vivimos, nos movemos y existimos”[40],
como dice el Apóstol. Ni tampoco preserva solo al justo y bueno, sino
igualmente al hombre ingrato y malvado, como Nuestro Seńor nos dice en el
Evangelio de San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Seńor meramente alimenta y
cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que frecuentemente acumula sus
favores sobre ellos, dándoles talentos, haciéndolos honorables, y los eleva a
tronos temporales, mientras que Él aguarda pacientemente su regreso de la senda
de la iniquidad y perdición. Y para sobrepasar varias
de las características de la caridad que Dios siente hacia los hombres
malvados, los enemigos de su Divina Majestad, cada uno de los cuales requeriría
un volumen si tratáramos singularmente con cada uno, nos limitaremos ahora a
aquella singular bondad de Cristo de la que estamos tratando. ż“Pues amó
Dios tanto al mundo que dio su único hijo”?[41]. El mundo es el enemigo de Dios, pues “el
mundo entero yace en poder del maligno”[42],
como nos dice San Juan. Y “si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en
él”[43], como vuelve a
decir en otro lugar. Santiago escribe: “Cualquiera, pues, que desee ser amigo
del mundo se constituye en enemigo de Dios” y “la amistad con el mundo es
enemistad con Dios”[44].
Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo con la
intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha enviado a su Hijo,
“Príncipe de la Paz”[45],
para que por medio suyo el mundo pueda ser reconciliado con Dios. Por eso al
nacer Cristo los ángeles cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra
paz”[46]. Así ha amado
Dios al mundo, su enemigo, y ha tomado el primer paso hacia la paz, dando a su
Hijo, quien puede traer la reconciliación sufriendo la pena debida a su
enemigo. El mundo no recibió a Cristo, incrementó su culpa, se rebeló frente al
único Mediador, y Dios inspiró a este Mediador devolver bien por mal orando por
sus perseguidores. Oró y “fue escuchado por su reverencia”[47]. Dios esperó pacientemente qué progreso
harían los Apóstoles por su prédica en la conversión del mundo. Aquellos que
hicieron penitencia recibieron el perdón. Aquellos que no se arrepintieron
luego de tan paciente tolerancia fueron exterminados por el juicio final de
Dios. Por tanto, de esta primera palabra de Cristo aprendemos en verdad que la
caridad de Dios Padre, que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que
todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna”[48], sobrepasa todo conocimiento.
[37] Ef 3,19.
[38] Cant 8,7.
[39] Hch 7,59.
[40] Hch 17,28.
[41] Jn 3,16.
[42] 1Jn 5,19.
[43] 1Jn 2,I[5].
[44] Stgo 4,4.
[45] Is 2,6.
[46] Lc 2,14.
[47] Hb 5,7.
[48] Jn 3,16. Si los hombres
aprendiesen a perdonar las injurias que reciben sin murmurar, y así forzar a
sus enemigos a convertirse en sus amigos, aprenderíamos una segunda y muy
saludable lección al meditar la primera palabra. El ejemplo de Cristo y la
Santísima Trinidad han de ser un poderoso argumento para persuadirnos en esto.
Pues si Cristo perdonó y oró por sus verdugos, żqué razón puede ser
alegada para que un cristiano no actúe de igual modo con sus enemigos? Si Dios,
nuestro Creador, el Seńor y Juez de todos los hombres, quien tiene en su
poder el tomar venganza inmediata sobre el pecador, espera su regreso al
arrepentimiento, y lo invita a la paz y la reconciliación con la promesa de
perdonar sus traiciones a la Divina Majestad, żpor qué una creatura no
podría imitar esta conducta, especialmente si recordamos que el perdón de una
ofensa obtiene una gran recompensa? Leemos en la historia de San Engelberto,
Arzobispo de Colonia, asesinado por algunos enemigos que lo estaban esperando,
que en el momento de su muerte oró por ellos con las palabras de Nuestro
Seńor, “Padre, perdónalos”, y fue revelado que esta acción fue tan
agradable a Dios, que su alma fue llevada al cielo por manos de los ángeles, y
puesta en medio del coro de los mártires, donde recibió la corona y la palma
del martirio, y su tumba fue hecha famosa por el obrar de muchos milagros. Oh, si los cristianos
aprendiesen cuán fácilmente pueden, si quieren, adquirir tesoros inagotables, y
obtener notables grados de honor y gloria al ganar el seńorío sobre las
varias agitaciones de sus almas, y despreciando magnánimamente los
pequeńos y triviales insultos, ciertamente no serían tan duros de corazón
y obstinadamente en contra del indulto y el perdón. Argumentan que actuarían en
contra de la naturaleza si se permitiesen ser injustamente rechazados con
desprecio o ultrajados de obra o palabra. Si los animales salvajes, que
meramente siguen el instinto natural, atacan salvajemente a sus enemigos en el
momento que los ven, matándolos con sus garras o dientes, así nosotros, a la
vista de nuestro enemigo, sentimos que nuestra sangre empieza a hervir, y
nuestro deseo de venganza aflora. Tal razonamiento es falso. No hace la
distinción entre la defensa propia, que es válida, y el espíritu de venganza,
que es inválido. Nadie puede hallar falta
en un hombre que se defiende por una causa justa, y la naturaleza nos
enseńa rechazar la fuerza con la fuerza, pero no nos enseńa a tomar
venganza nosotros mismos por una injuria que hayamos recibido. Nadie nos impide tomar
las precauciones necesarias para prepararnos para un ataque, pero la ley de
Dios nos prohibe ser vengativos. El castigar una injusticia pertenece no al
individuo privado, sino al magistrado público, y porque Dios es el Rey de
reyes, por eso Él clama y dice: “Mía es la venganza, yo daré el pago merecido”[49]. En cuanto al argumento
de que un animal es arrastrado por su propia naturaleza para atacar al animal
que es enemigo de su especie, respondo que esto es el resultado de ser animales
irracionales, que no pueden distinguir entre la naturaleza y lo que es vicioso
en la naturaleza. Pero los hombres, dotados de razón, han de trazar una línea
entre la naturaleza o la persona que ha sido creadas por Dios y es buena, y el
vicio o el pecado que es malo y no procede de Dios. De la misma manera, cuando
un hombre ha sido insultado, él ha de amar a la persona de su enemigo y odiar
el insulto, y debe más aún compadecerse de él que molestarse con él, así como
un doctor ama a sus pacientes y prescribe para ellos con el necesario cuidado,
pero odia la enfermedad y lucha con todos los recursos a sus disposición para
alejarla, destruirla y hacerla inofensiva. Y esto es lo que el Maestro y Doctor
de nuestras almas, Cristo nuestro Seńor, enseńa cuando dice: “Amad a
vuestros enemigos, haced bien a aquellos que os odian, y rogad por los que os
persiguen y calumnian”[50].
Cristo nuestro Maestro no es como los Escribas y Fariseos que se sentaban en la
silla de Moisés y enseńaban, pero no llevaban su enseńanza a la
práctica. Cuando ascendió al púlpito de la Cruz, Él practicó lo que
enseńó, al orar por los enemigos que amaba: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen”. Ahora, la razón por la que la vista de un enemigo hace que
en algunas personas la sangre hierva en las mismas venas es esta: que son
animales que no han aprendido a tener las mociones de la parte inferior del
alma, común tanto a la raza humana como a la creación salvaje, bajo el dominio
de la razón, mientras que los hombres espirituales no son sujetos a estos
movimientos de la carne, pero saben como mantenerlas controlados, no se
molestan con aquellos que los han injuriado, sino que, por el contrario, se
compadecen, y al mostrarles actos de bondad se esfuerzan por llevarlos a la paz
y unidad. Se objeta que esto es
una prueba demasiado difícil y severa para hombres de noble nacimiento, que han
de ser diligentes por su honor. No es así sin embargo. La tarea es fácil, pues,
como atestigua el Evangelista; “el yugo” de Cristo, que ha dado esta ley para
la guía de sus seguidores, “es suave, y su carga ligera”[51]; y sus “mandamientos no son pesados”[52], como afirma San Juan. Y
si parecen difíciles y severos, parecen así por el poco o nada amor que tenemos
por Dios, pues nada es difícil para aquel que ama, de acuerdo a lo dicho por el
Apóstol: “la caridad es paciente, es servicial, todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta”[53].
Ni es Cristo el único que ha amado a sus enemigos, aunque en la perfección con
la que practicó la virtud ha sobrepasado a todos los demás, pues al Santo
Patriarca José amó con amor especial a sus hermanos que lo habían vendido a la
esclavitud. Y en la Sagrada Escritura leemos cómo David con mucha paciencia
sobrellevó las persecuciones de su enemigo Saúl, quien por largo tiempo buscó
su muerte, y cuando estuvo en las manos de David quitarle la vida a Saúl, no lo
mató. Y bajo la ley de la gracia el proto-mártir, San Esteban, imitó el ejemplo
de Cristo al hacer esta oración mientras era apedreado a muerte: “Seńor,
no les tengas en cuenta este pecado”[54].
Y Santiago Apóstol, Obispo de Jerusalén, que fue arrojado de cabeza desde la
cornisa del Templo, clamó al cielo en el momento de su muerte: “Seńor,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y San Pablo escribe de sí mismo y de
sus compańeros apóstoles: “Nos insultan y bendecimos, nos persiguen y lo
soportamos, nos difaman y respondemos con bondad”[55]. En fin, muchos mártires e innumerables
otros, luego del ejemplo de Cristo, no han encontrado ninguna dificultad en
cumplir este mandamiento. Pero pueden haber algunos que continuaran
argumentando: no niego que debemos perdonar a nuestros enemigos, pero escogeré
el tiempo que desee para hacerlo, cuando en realidad haya casi olvidado la
injusticia que me ha sido hecha, y me haya calmado luego de haber pasado el
primer arrebato de indignación. Pero cuáles serán los pensamientos de estas
personas si durante este tiempo fuesen llamado a dar su cuenta final, y fuesen
encontrados sin el traje de la caridad, y fuesen preguntados: “żCómo has
entrado aquí sin traje de boda?”[56].
No estarían acaso aturdidos de asombro mientras Nuestro Seńor pronuncia la
sentencia sobre ellos: “Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de
fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”[57]. Actúa mejor con prudencia ahora, e imita
la conducta de Cristo, quien oró a su Padre “Padre, perdónalos” en el momento
cuando era objeto de sus burlas, cuando la sangre le chorreaba gota a gota de
sus manos y pies, y su cuerpo entero era presa de dolorosas torturas. El es el
verdadero y único Maestro, a cuya voz todos deben escuchar quienes no serán
guiados al error: a Él se refirió el Padre Eterno cuando una voz fue escuchada
del cielo diciendo: “Escuchadle”[58].
En Él están “todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” de Dios[59]. Si pudieras preguntar
la opinión de Salomón en cualquier punto, podrías con seguridad haber seguido
su consejo, pero “aquí hay algo más que Salomón”[60]. Aún sigo escuchando más
objeciones. Si decidimos devolver bien por mal, la bondad por el insulto, una
bendición por una maldición, los malvados se harán insolentes, los canallas se
harán más aplomados, los justo serán oprimidos, y la virtud será pisoteada bajo
sus pies. Este resultado no se dará, pues a menudo, como dice el Hombre Sabio, “Una
respuesta suave calma el furor”[61].
Además, la paciencia de un hombre justo no pocas veces llena de admiración a su
opresor, y lo persuade de ofrecer la mano de la amistad. Más aún, olvidamos que
el Estado nombra magistrados, reyes y príncipes, cuyo deber es hacer que los
malvados sientan la severidad de la ley, y proveer medios para que los hombres
honestos vivan una vida tranquila y pacífica. Y si en algunos casos la justicia
humana es tardía, la Providencia de Dios, que nunca permite que un acto
malévolo pase sin castigo o un acto bueno sin recompensa, está continuamente
observándonos, y está cuidando de una manera imprevista que las ocurrencias con
las cuales los malvados creen que los aplastarán, conducirá a la exaltación y
el honor de los virtuosos. Por lo menos así lo dice San León: “Has estado
furioso, oh perseguidor de la Iglesia de Dios, has estado furioso con el
mártir, y has aumentado su gloria al incrementar su dolor. Pues żqué ha
ideado tu ingenuidad que se haya vuelto para su honor, cuando incluso los mismo
instrumentos de su tortura han sido tomados en triunfo?”. Lo mismo debe ser
dicho de todos los mártires, así como los santos de la antigua ley. żPues
qué trajo más renombre y gloria al patriarca José que la persecución de sus
hermanos? El haberlo vendido por envidia a los ismaelitas fue la ocasión de que
se convirtiera en seńor de todo Egipto y príncipe de todos sus hermanos. Pero omitiendo estas
consideraciones, pasaremos revista a los muchos y grandes inconveniencias que
sufren aquellos hombres que, para escapar meramente de una sombra de deshonra
frente a los hombres, están obstinadamente determinados a tomar su venganza
sobre aquellos que les han hecho cualquier mal. En primer lugar, hacen la parte
de tontos al preferir un mayor mal que uno menor. Pues es un principio aceptado
en todo lugar, y declarado a nosotros por el Apóstol en estas palabras: “no
hagamos el mal para que venga el bien”[62].
Se sigue que en consecuencia un mayor mal no ha de ser cometido para poder
obtener alguna compensación por uno menor. Aquel que recibe la injuria recibe
lo que es llamado el mal de la injuria: aquel que se venga de una injuria es
culpable de lo que es llamado el mal del crimen. Ahora bien, sin duda, la
desgracia de cometer un crimen es mayor que la desgracia de tener que soportar
la injuria, pues aunque la ofensa puede hacer a un hombre miserable, no
necesariamente lo hace malo. Un crimen, sin embargo, lo hace tanto miserable y
malvado. La injuria priva al hombre del bien temporal, un crimen lo priva tanto
del bien temporal y eterno. Así, un hombre que remedia el mal de una injuria
cometiendo un crimen es como un hombre que se corta una parte de sus pies para
que le entren un par de zapatos más pequeńos, lo cual sería un completo
acto de locura. Nadie es culpable de tal insensatez en sus preocupaciones
temporales, pero sin embargo hay algunos hombres tan ciegos a sus intereses
reales que no temen ofender mortalmente a Dios para poder escapar aquello que
tiene la apariencia de desgracia, y mantienen un honorable semblante a los ojos
de los hombres. Pues ellos caen bajo el desagrado y la ira de Dios, y a menos
que se corrijan a tiempo y hagan penitencia, tendrán que soportar la desgracia
y el tormento eternos, y perderán el interminable honor de ser ciudadanos del
cielo. Ańádase a esto que realizan un acto de lo más agradable para el
diablo y sus ángeles, que urgen a este hombre a hacer una cosa injusta a aquel
hombre con el propósito de sembrar la discordia y la enemistad en el mundo. Y
cada uno debe reflexionar con calma cuán desgraciado es agradar al enemigo más
fiero de la raza humana, y desagradar a Cristo. Además, ocasionalmente sucede
que el hombre injuriado que anhela venganza hiere mortalmente a su enemigo y lo
mata, por lo que es ignominiosamente ejecutado por asesinato, y toda su
propiedad es confiscada por el Estado, o por lo menos es forzado al exilio, y
tanto él como su familia viven una miserable existencia. Así es como el diablo
juega y se burla de aquellos que escogen aprisionarse con las ataduras del
falso honor, más que hacerse siervos y amigos de Cristo, el mejor de los Reyes,
y ser reconocidos como herederos del reino más vasto y más durable. Por lo
tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del mandamiento de Cristo, se
niega a reconciliarse con sus enemigos, se expone al desastre total, todos los
que son sabios escucharán la doctrina que Cristo, el Seńor de todo, nos ha
enseńado en el Evangelio con sus palabras, y en la Cruz con sus obras.
[49] Rom 12,19.
[50] Mt 5,44.
[51] Mt 11,39.
[52] 1Jn 5,3.
[53] 1Cor 13,4-7.
[54] Hch 7,59.
[55] 1Cor 4,12.13.
[56] Mt 12,12.
[57] Mt 21,13.
[58] Mt 17,5.
[59] Col 2,3.
[60] Mt 12,42.
[61] Prov 15,1.
[62] Rom 3,8.
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