San Roberto Belarmino, SOBRE LAS SIETE PALABRAS PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ: Segunda Palabra
CAPÍTULO IV Explicación literal de la segunda Palabra:
“Amén, yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”
CAPÍTULO V El primer fruto que ha de ser cosechado de la
consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
CAPÍTULO VI El segundo fruto que ha de ser cosechado de
la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
CAPÍTULO VII El tercer fruto que ha de ser cosechado de
la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
CAPÍTULO IV
Explicación literal de la segunda Palabra: “Amén, yo te aseguro: hoy estarás
conmigo en el Paraíso”
La segunda palabra o la segunda frase pronunciada por Cristo en la Cruz fue,
según el testimonio de San Lucas, la magnífica promesa que hizo al ladrón
que pendía de una Cruz a su lado. La promesa fue hecha en las siguientes
circunstancias. Dos ladrones habían sido crucificados junto con el Senor,
uno a su mano derecha, el otro a su izquierda, y uno de ellos sumó a sus
crímenes del pasado el pecado de blasfemar a Cristo y burlarse de Él por su
carencia de poder para salvarlos, diciendo: “zNo eres tú el Cristo? Pues
?sálvate a ti y a nosotros!”[63]. De hecho, San Mateo y San Marcos acusan a
ambos ladrones de este pecado, pero es lo más probable que los dos
Evangelistas usen el plural para referirse al número singular, según se hace
frecuentemente en las Sagradas Escrituras, como observa San Agustín en su
trabajo sobre la Armonía de los Evangelios. Así San Pablo, en su Epístola a
los Hebreos, dice de los Profetas: “cerraron la boca a los leones ...
apedreados ..., aserrados ...; anduvieron errantes cubiertos de pieles de
oveja y de cabras”[64]. Sin embargo hubo un solo Profeta, Daniel, que cerró
la boca a los leones; hubo un solo Profeta, Jeremías, que fue apedreado;
hubo un sólo Profeta, Isaías, que fue aserrado. Más aún, ni San Mateo ni San
Marcos son tan explícitos con respecto a este punto como San Lucas, que dice
de manera muy clara, “Uno de los malhechores colgados le insultaba”[65].
Ahora bien, incluso concediendo que los dos vituperaron al Senor, no hay
razón para que el mismo hombre no lo haya maldecido en un momento, y en otro
haya proclamado sus alabanzas.
Sin embargo, la opinión de los que mantienen que uno de los ladrones
blasfemadores se convirtió por la oración del Senor, “Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen”, contradice manifiestamente la narración
evangélica. Pues San Lucas dice que el ladrón recién empezó a blasfemar a
Cristo luego de que Él hiciera esta oración; por ello nos vemos conducidos a
adoptar la opinión de San Agustín y de San Ambrosio, que dicen que sólo uno
de los ladrones lo vituperó, mientras el otro lo glorificó y defendió; y
según esta narración el buen ladrón increpó al blasfemador: “zEs que no
temes a Dios, tú que sufres la misma condena?”[66]. El ladrón fue feliz por
su solidaridad con Cristo en la Cruz. Los rayos de la luz Divina que
empezaban a penetrar la oscuridad de su alma, lo llevaron a increpar al
companero de su maldad y a convertirlo a una vida mejor; y este es el
sentido pleno de su increpación: “Tú, pues, quieres imitar la blasfemia de
los judíos, que no han aprendido aún a temer los juicios de Dios, sino que
se ufanan de la victoria que creen haber alcanzado al clavar a Cristo a una
cruz. Se consideran libres y seguros y no tienen aprensión alguna del
castigo. zPero acaso tú, que estás siendo crucificado por tus enormidades,
no temes la justicia vengadora de Dios? zPor qué anades tú pecado a
pecado?”. Luego, procediendo de virtud a virtud, y ayudado por la creciente
gracia de Dios, confiesa sus pecados y proclama que Cristo es inocente. “Y
nosotros” dice, somos condenados “con razón” a la muerte de cruz, “porque
nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha
hecho”[67]. Finalmente, creciendo aún la luz de la gracia en su alma, anade:
“Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”[68]. Fue admirable,
pues, la gracia del Espíritu Santo que fue derramada en el corazón del buen
ladrón. El Apóstol Pedro negó a su Maestro, el ladrón lo confesó, cuando Él
estaba clavado en su Cruz. Los discípulos yendo a Emaús dijeron, “Nosotros
esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel”[69]. El ladrón pide
con confianza, “Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”. El Apóstol
Santo Tomás declara que no creerá en la Resurrección hasta que haya visto a
Cristo; el ladrón, contemplando a Cristo a quien vio sujeto a un patíbulo,
nunca duda de que Él será Rey después de su muerte.
zQuién ha instruido al ladrón en misterios tan profundos? Llama Senor a ese
hombre a quien percibe desnudo, herido, en desgracia, insultado,
despreciado, y pendiendo en una Cruz a su lado: dice que después de su
muerte Él vendrá a su reino. De lo cual podemos aprender que el ladrón no se
figuró el reino de Cristo como temporal, como lo imaginaron ser los judíos,
sino que después de su muerte Él sería Rey para siempre en el cielo. zQuién
ha sido su instructor en secretos tan sagrados y sublimes? Nadie, por
cierto, a menos que sea el Espíritu de Verdad, que lo esperaba con Sus más
dulces bendiciones. Cristo, luego de su Resurrección dijo a Sus Apóstoles:
“zNo era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su
gloria?”[70]. Pero el ladrón milagrosamente previó esto, y confesó que
Cristo era Rey en el momento en que no lo rodeaba ninguna semblanza de
realeza. Los reyes reinan durante su vida, y cuando cesan de vivir cesan de
reinar; el ladrón, sin embargo, proclama en alta voz que Cristo, por medio
de su muerte heredaría un reino, que es lo que el Senor significa en la
parábola: “Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la
investidura real y volverse”[71]. Nuestro Senor dijo estas palabras un
tiempo corto antes de su Pasión para mostrarnos que mediante su muerte Él
iría a un país lejano, es decir a otra vida; o en otras palabras, que Él
iría al cielo que está muy alejado de la tierra, para recibir un reino
grande y eterno, pero que Él volvería en el último día, y recompensaría a
cada hombre de acuerdo a su conducta en esta vida, ya sea con premio o con
castigo. Con respecto a este reino, por lo tanto, que Cristo recibiría
inmediatamente después de su muerte, el ladrón dijo sabiamente: “Acuérdate
de mí cuando vengas con tu Reino”. Pero puede preguntarse, zno era Cristo
nuestro Senor Rey antes de su muerte? Sin lugar a dudas lo era, y por eso
los Magos inquirían continuamente: “zDónde está el Rey de los judíos que ha
nacido?”[72]. Y Cristo mismo dijo a Pilato: “Sí, como dices, soy Rey. Yo
para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de
la verdad”[73]. Pero Él era Rey en este mundo como un viajero entre
extranos, por eso no fue reconocido como Rey sino por unos cuantos, y fue
despreciado y mal recibido por la mayoría. Y así, en la parábola que
acabamos de citar, dijo que Él iría “a un país lejano, para recibir la
investidura real”. No dijo que Él la adquiriría por parte de otro, sino que
la recibiría como Suya propia, y volvería, y el ladrón observó sabiamente,
“cuando vengas con tu Reino”. El reino de Cristo no es sinónimo en este
pasaje de poder o soberanía real, porque lo ejerció desde el comienzo de
acuerdo a estos versículos de los salmos: “Ya tengo yo consagrado a mi rey
en Sión mi monte santo”[74]. “Dominará de mar a mar, desde el Río hasta los
confines de la tierra”[75]. E Isaías dice, “Porque una criatura nos ha
nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el senorío sobre su hombro”[76]. Y
Jeremías, “Suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente,
practicará el derecho y la justicia en la tierra”[77]. Y Zacarías, “?Exulta
sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que
viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en
un pollino, cría de asna”[78]. Por eso en la parábola de la recepción del
reino, Cristo no se refería a un poder soberano, ni tampoco el buen ladrón
en su petición, “Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”, sino que ambos
hablaron de esa dicha perfecta que libera al hombre de la servidumbre y de
la angustia de los asuntos temporales, y lo somete solamente a Dios, Al cual
servir es reinar, y por el cual ha sido puesto por encima de todas Sus
obras. De este reino de dicha inefable del alma, Cristo gozó desde el
momento de su concepción, pero la dicha del cuerpo, que era Suya por
derecho, no la gozó actualmente hasta después de su Resurrección. Pues
mientras fue un forastero en este valle de lágrimas, estaba sometido a
fatigas, a hambre y sed, a lesiones, a heridas, y a la muerte. Pero como su
Cuerpo siempre debió ser glorioso, por eso inmediatamente después de la
muerte Él entró en el gozo de la gloria que le pertenecía: y en estos
términos se refirió a ello después de su Resurrección: “zNo era necesario
que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Esta gloria que Él
llama Suya propia, pues está en su poder hacer a otros partícipes de ella, y
por esta razón Él es llamado el “Rey de la gloria”[79] y “Senor de la
gloria”[80], y “Rey de Reyes”[81] y Él mismo dice a Sus Apóstoles, “yo, por
mi parte, dispongo un Reino para vosotros”[82]. Él, en verdad, puede recibir
gloria y un reino, pero nosotros no podemos conferir ni el uno ni el otro, y
estamos invitados a entrar “en el gozo de tu senor”[83] y no en nuestro
propio gozo. Este entonces es el reino del cual habló el buen ladrón cuando
dijo, “Cuando vengas con tu Reino”.
Pero no debemos pasar por alto las muchas excelentes virtudes que se
manifiestan en la oración del santo ladrón. Una breve revista de ellas nos
preparará para la respuesta de Cristo a la petición; “Senor, acuérdate de mí
cuando vengas con tu Reino”. En primer lugar lo llama Senor, para mostrar
que se considera a sí mismo como un siervo, o más bien como un esclavo
redimido, y reconoce que Cristo es su Redentor. Luego anade un pedido
sencillo, pero lleno de fe, esperanza, amor, devoción, y humildad:
“Acuérdate de mí”. No dice: Acuérdate de mí si puedes, pues cree firmemente
que Cristo puede hacer todo. No dice: Por favor, Senor, acuérdate de mí,
pues tiene plena confianza en su caridad y compasión. No dice: Deseo, Senor,
reinar contigo en tu reino, pues su humildad se lo prohibía. En fin, no pide
ningún favor especial, sino que reza simplemente: “Acuérdate de mí”, como si
dijera: Todo lo que deseo, Senor, es que Tú te dignes recordarme, y vuelvas
tus benignos ojos sobre mí, pues yo sé que eres todopoderoso y que sabes
todo, y pongo mi entera confianza en tu bondad y amor. Es claro por las
palabras conclusivas de su oración, “Cuando vengas con tu Reino”, que no
busca nada perecible y vano, sino que aspira a algo eterno y sublime.
Daremos oído ahora a la respuesta de Cristo: “Amén, yo te aseguro: hoy
estarás conmigo en el Paraíso”. La palabra “Amén” era usada por Cristo cada
vez que quería hacer un anuncio solemne y serio a Sus seguidores. San
Agustín no ha dudado en afirmar que esta palabra era, en boca de nuestro
Senor, una suerte de juramento. No podía por cierto ser un juramento, de
acuerdo a las palabras de Cristo: “Pues yo digo que no juréis en modo
alguno... Sea vuestro lenguaje: "Sí, sí"; "no, no": que lo que pasa de aquí
viene del Maligno”[84]. No podemos, por lo tanto, concluir que nuestro Senor
realizara un juramento cada vez que usó la palabra Amén. Amén era un término
frecuente en sus labios, y algunas veces no sólo precedía sus afirmaciones
con Amén, sino con Amén, amén. Así pues la observación de San Agustín de que
la palabra Amén no es un juramento, sino una suerte de juramento, es
perfectamente justa, porque el sentido de la palabra es verdaderamente: en
verdad, y cuando Cristo dice: Verdaderamente os digo, cree seriamente lo que
dice, y en consecuencia la expresión tiene casi la misma fuerza que un
juramento. Con gran razón, por ello, se dirigió al ladrón diciendo: “Amén,
yo te aseguro”, esto es, yo te aseguro del modo más solemne que puedo sin
hacer un juramento; pues el ladrón podría haberse negado por tres razones a
dar crédito a la promesa de Cristo si Él no la hubiera aseverado
solemnemente. En primer lugar, pudiera haberse negado a creer por razón de
su indignidad de ser el receptor de un premio tan grande, de un favor tan
alto. zPues quién habría podido imaginar que el ladrón sería transferido de
pronto de una cruz a un reino? En segundo lugar podría haberse negado a
creer por razón de la persona que hizo la promesa, viendo que Él estaba en
ese momento reducido al extremo de la pobreza, debilidad e infortunio, y el
ladrón podría por ello haberse argumentado: Si este hombre no puede durante
su vida hacer un favor a Sus amigos, zcómo va a ser capaz de asistirlos
después de su muerte? Por último, podría haberse negado a creer por razón de
la promesa misma. Cristo prometió el Paraíso. Ahora bien, los Judíos
interpretaban la palabra Paraíso en referencia al cuerpo y no al alma, pues
siempre la usaban en el sentido de un Paraíso terrestre. Si nuestro Senor
hubiera querido decir: Este día tú estarás conmigo en un lugar de reposo con
Abraham, Isaac, y Jacob, el ladrón podría haberle creído con facilidad; pero
como no quiso decir esto, por eso precedió su promesa con esta garantía:
“Amén, yo te aseguro”.
“Hoy”. No dice: Te pondré a Mi Mano Derecha en medio de los justos en el Día
del Juicio. Ni dice: Te llevaré a un lugar de descanso luego de algunos anos
de sufrir en el Purgatorio. Ni tampoco: Te consolaré dentro de algunos meses
o días, sino este mismo día, antes que el sol se ponga, pasarás conmigo del
patíbulo de la cruz a las delicias del Paraíso. Maravillosa es la
liberalidad de Cristo, maravillosa también es la buena fortuna del pecador.
San Agustín, en su trabajo sobre el Origen del Alma, considera con San
Cipriano que el ladrón puede ser considerado un mártir, y que su alma fue
directamente al cielo sin pasar por el Purgatorio. El buen ladrón puede ser
llamado mártir porque confesó públicamente a Cristo cuando ni siquiera los
Apóstoles se atrevieron a decir una palabra a su favor, y por razón de esta
confesión espontánea, la muerte que sufrió en companía de Cristo mereció un
premió tan grande ante Dios como si la hubiera sufrido por el nombre de
Cristo. Si nuestro Senor no hubiera hecho otra promesa que: “Hoy estarás
conmigo”, esto sólo hubiera sido una bendición inefable para el ladrón, pues
San Agustín escribe: “zDónde puede haber algo malo con Él, y sin Él dónde
puede haber algo bueno?”. En verdad Cristo no hizo una promesa trivial a los
que lo siguen cuando dijo: “Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo
esté, allí estará también mi servidor”[85]. Al ladrón, sin embargo, le
prometió no sólo su companía, sino también el Paraíso.
Aunque algunas personas han discutido acerca del sentido de la palabra
Paraíso en este texto, no parece haber fundamento para la discusión. Pues es
seguro, porque es un artículo de fe, que en el mismo día de su muerte el
Cuerpo de Cristo fue colocado en el sepulcro, y su Alma descendió al Limbo,
y es igualmente cierto que la palabra Paraíso, ya sea que hablemos del
Paraíso celeste o terrestre, no se puede aplicar ni al sepulcro ni al Limbo.
No puede aplicarse al sepulcro, pues era un lugar muy triste, la primera
morada de los cadáveres, y Cristo fue el único enterrado en el sepulcro: el
ladrón fue enterrado en otro lugar. Más aún, las palabras, “estarás conmigo”
no se hubieran cumplido, si Cristo hubiera hablado meramente del sepulcro.
Tampoco se puede aplicar la palabra Paraíso al Limbo. Pues Paraíso es un
jardín de delicias, e incluso en el paraíso terrenal habían flores y frutas,
aguas límpidas y una deliciosa suavidad en el aire. En el Paraíso celestial
habían delicias sin fin, gloria interminable, y los lugares de los
bienaventurados. Pero en el Limbo, donde las almas de los justos estaban
detenidas, no había luz, ni alegría, ni placer; no por cierto que estas
almas estuviesen sufriendo, pues la esperanza de la redención y la
perspectiva de ver a Cristo era sujeto de consuelo y gozo para ellos, pero
se mantenían como cautivos en prisión. Y en este sentido el Apóstol,
explicando a los profetas, dice: “Subiendo a la altura, llevó cautivos”[86].
Y Zacarías dice: “En cuanto a ti, por la sangre de tu alianza, yo soltaré a
tus cautivos de la fosa en la que no hay agua”[87], donde las palabras “tus
cautivos” y “la fosa en la que no hay agua” apuntan evidentemente no a lo
delicioso del Paraíso sino a la oscuridad de una prisión. Por eso, en la
promesa de Cristo, la palabra Paraíso no podía significar otra cosa que la
bienaventuranza del alma, que consiste en la visión de Dios, y esta es
verdaderamente un paraíso de delicias, no un paraíso corpóreo o local, sino
uno espiritual y celestial. Por esta razón, al pedido del ladrón, “Acuérdate
de mí cuando vengas con tu Reino”, el Senor no replicó “hoy estarás conmigo”
en Mi reino, sino “Estarás conmigo en el Paraíso”, porque en ese día Cristo
no entró en su reino, y no entró en él hasta el día de su Resurrección,
cuando su Cuerpo se volvió inmortal, impasible, glorioso, y ya no era
pasible de servidumbre o sujeción alguna. Y no tendrá al buen ladrón como
companero suyo en su reino hasta la resurrección de todos los hombres en el
último día. Sin embargo, con gran verdad y propiedad, le dijo: “Hoy estarás
conmigo en el Paraíso”, pues en este mismo día comunicaría tanto al alma del
buen ladrón como a las almas de los santos en el Limbo esa gloria de la
visión de Dios que Él había recibido en su concepción; pues ésta es
verdadera gloria y felicidad esencial; éste es el gozo supremo del Paraíso
celeste. Debe admirarse también mucho la elección de las palabras utilizadas
por Cristo en esta ocasión. No dijo: Hoy estaremos en el Paraíso, sino: “hoy
estarás conmigo en el Paraíso”, como si quisiera explicarse más
extensamente, de la siguiente manera: Este día tú estás conmigo en la Cruz,
pero tú no estás conmigo en el Paraíso en el cual estoy con respecto a la
parte superior de Mi Alma. Pero en poco tiempo, incluso hoy, tú estarás
conmigo, no sólo liberado de los brazos de la cruz, sino abrazado en el seno
del Paraíso.
[63] Lc 23,39.
[64] Hb 11,33.37.
[65] Lc 23,39.
[66] Lc 23,40.
[67] Lc 23,41.
[68] Lc 23,42.
[69] Lc 24,21.
[70] Lc 24,26.
[71] Lc 19,12.
[72] Mt 2,2.
[73] Jn 18,37.
[74] Sal 2,6.
[75] Sal 72,8.
[76] Is 9,5.
[77] Jer 23,5.
[78] Zac 9,9.
[79] Sal 24,8.
[80] 1Cor 2,8.
[81] Ap 19,16.
[82] Lc 22,29.
[83] Mt 25,21.
[84] Mt 5,34.37.
[85] Jn 12,26.
[86] Ef 4,8.
[87] Zac 9,11.
CAPÍTULO V
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda
Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Podemos recoger algunos frutos escogidos de la segunda palabra dicha desde
la Cruz. El primer fruto es la consideración de la inmensa misericordia y
liberalidad de Cristo, y qué cosa buena y útil es servirlo. Los muchos
dolores que Él estaba sufriendo podrían haber sido alegados como excusa por
nuestro Senor para no escuchar la petición del ladrón, pero en su caridad
prefirió olvidar Sus propios graves dolores a no escuchar la oración de un
pobre pecador penitente. Este mismo Senor no contestó una palabra a las
maldiciones y reproches de los sacerdotes y soldados, pero ante el clamor de
un pecador confesándose, su caridad le prohibió permanecer en silencio.
Cuando es injuriado no abre su boca, porque Él es paciente; cuando un
pecador confiesa su culpa, habla, porque Él es benigno. zPero qué hemos de
decir de su liberalidad? Aquellos que sirven a amos temporales obtienen con
frecuencia una magra recompensa por muchas labores. Incluso en este día
vemos a no pocos que han gastado los mejores anos de su vida al servicio de
príncipes, y se retiran a edad avanzada con un magro salario. Pero Cristo es
un Príncipe verdaderamente liberal, un Amo verdaderamente magnánimo. No
recibe servicio alguno de manos del buen ladrón, excepto algunas palabras
bondadosas y el deseo cordial de asistirlo, y ?contemplad con qué gran
premio le devuelve! En este mismo día todos los pecados que había cometido
durante su vida son perdonados; es puesto al mismo nivel con los príncipes
de su pueblo, a saber, con los patriarcas y los profetas; y finalmente
Cristo lo eleva a la solidaridad de su mesa, de su dignidad, de su gloria, y
de todos Sus bienes. “Hoy”, dice, “estarás conmigo en el Paraíso”. Y lo que
Dios dice, lo hace. Tampoco difiere esta recompensa a algún día distante,
sino que en este mismo día derrama en su seno “una medida buena, apretada,
remecida, rebosante”[88].
El ladrón no es el único que ha experimentado la liberalidad de Cristo. Los
apóstoles, que dejaron o bien una barca, o bien un despacho de impuestos, o
bien un hogar para servir a Cristo, fueron hechos por Él “príncipes sobre
toda la tierra”[89] y los diablos, serpientes, y toda clase de enfermedades
les fueron sometidos. Si algún hombre ha dado alimento o vestido a los
pobres como limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras
consoladoras en el Día del Juicio: “Tuve hambre, y me disteis de comer...
estaba desnudo, y me vestisteis”[90], recibid, por lo tanto, y poseed mi
Reino eterno. En fin, para no detenernos en muchas otras promesas de
recompensas, zpodría hombre alguno creer la casi increíble liberalidad de
Cristo, si no hubiera sido Dios Mismo Quien prometió que “todo aquel que
haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi
nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”[91]? San Jerónimo
y los otros santos Doctores interpretan el texto arriba citado de esta
manera. Si un hombre, por el amor de Cristo, abandona cualquier cosa en esta
vida presente, recibirá una recompensa doble, junto con una vida de valor
incomparablemente mayor que la pequenez que ha dejado por Cristo. En primer
lugar, recibirá un gozo espiritual o un don espiritual en esta vida, cien
veces más precioso que la cosa temporal que despreció por Cristo; y un
hombre espiritual escogería más bien mantener este don que cambiarlo por
cien casas o campos, u otras cosas semejantes. En segundo lugar, como si
Dios Todopoderoso considerase esta recompensa como de pequeno o ningún
valor, el feliz mercader que negocia bienes terrenos por celestiales
recibirá en el próximo mundo la vida eterna, en la cual palabra está
contenido un océano de todo lo bueno.
Tal, pues, es la manera en que Cristo, el gran Rey, muestra su liberalidad a
aquellos que se dan a su servicio sin reservas. zNo son acaso necios
aquellos hombres que, dejando de lado la bandera de Monarca como este,
desean hacerse esclavos de Mamón, de la gula, de la lujuria? Pero aquellos
que no saben qué cosas Cristo considera ser verdaderas riquezas, podrían
decir que estas promesas son meras palabras, pues muchas veces hallamos que
Sus amigos queridos son pobres, escuálidos, abyectos y sufridos, y por el
otro lado, nunca vemos esta recompensa centuplicada que se proclama como tan
verdaderamente magnífica. Así es: el hombre carnal nunca verá el ciento por
uno que Cristo ha prometido, porque no tiene ojos con los cuales pueda
verlo; ni participará jamás en ese gozo sólido que engendra una pura
conciencia y un verdadero amor de Dios. Aduciré, sin embargo, un ejemplo
para mostrar que incluso un hombre carnal puede apreciar los deleites
espirituales y las riquezas espirituales. Leemos en un libro de ejemplos
acerca de los hombres ilustres de la Orden Cisterciense, que un cierto
hombre noble y rico, llamado Arnulfo, dejó toda su fortuna y se convirtió en
monje Cisterciense, bajo la autoridad de San Bernardo. Dios probó la virtud
de este hombre mediante los amargos dolores de muchos tipos de sufrimientos,
particularmente hacia el final de su vida; y en una ocasión, cuando estaba
sufriendo más agudamente que de costumbre, clamó con voz fuerte: “Todo lo
que has dicho, Oh Senor Jesús, es verdad”. Al preguntarle los que estaban
presentes, cuál era la razón de su exclamación, replicó:
“El Senor, en su Evangelio, dice que aquellos que dejan sus riquezas y todas
las cosas por Él, recibirán el ciento por uno en esta vida, y después la
vida eterna. Yo entiendo largamente la fuerza y gravedad de esta promesa, y
yo reconozco que ahora estoy recibiendo el ciento por uno por todo lo que
dejé. Verdaderamente, la gran amargura de este dolor me es tan placentera
por la esperanza de la Divina misericordia que se me extenderá a causa de
mis sufrimientos, que no consentiría ser liberado de mis dolores por cien
veces el valor de la materia mundana que dejé. Porque, verdaderamente, la
alegría espiritual que se centra en la esperanza de lo que vendrá, sobrepasa
cien veces toda la alegría mundana, que brota del presente”. El lector, al
ponderar estas palabras, podrá juzgar qué tan grande estima ha de tenerse
por la virtud venida del cielo de la esperanza cierta de la felicidad
eterna.
[88] Lc 6,38.
[89] Sal 45,17.
[90] Mt 25,35.36.
[91] Mt 19,29.
CAPÍTULO VI
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda
Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
El conocimiento del poder de la Divina gracia y de la debilidad de la
voluntad humana, es el segundo fruto a ser recogido de la consideración de
la segunda palabra, y este conocimiento equivale a decir que nuestra mejor
política es poner toda nuestra confianza en la gracia de Dios, y desconfiar
enteramente de nuestra propia fuerza. Si algún hombre quiere conocer el
poder de la gracia de Dios, que ponga sus ojos en el buen ladrón. Era un
pecador notorio, que había pecado en el perverso curso de su vida hasta el
momento en que fue sujeto a la cruz, esto es, casi hasta el último momento
de su vida; y en este momento crítico, cuando su salvación eterna estaba en
juego, no había nadie presente para aconsejarlo o asistirlo. Pues aunque
estaba en gran proximidad a su Salvador, sin embargo sólo escuchaba a los
sumos sacerdotes y Fariseos declarando que Él era un seductor y un hombre
ambicioso que buscaba tener poder soberano. También escuchaba a su
companero, burlándose perversamente en términos similares. No había nadie
que dijera una palabra buena por Cristo, e incluso Cristo Mismo no refutaba
estas blasfemias y maldiciones. Sin embargo, con la asistencia de la gracia
de Dios, cuando las puertas del cielo parecían cerradas para él, y las
fauces del infierno abiertas para recibirlo, y el pecador mismo tan alejado
como parece posible de la vida eterna, fue iluminado repentinamente de lo
alto, sus pensamientos se dirigieron hacia el canal apropiado, y confesó que
Cristo era inocente y el Rey del mundo por venir, y, como ministro de Dios,
reprobó al ladrón que lo acompanaba, lo persuadió de que se arrepintiera, y
se encomendó humilde y devotamente a Cristo. En una palabra, sus
disposiciones fueron tan perfectas que los dolores de su crucifixión
compensaron por cuanto sufrimiento pudiera estar guardado para él en el
Purgatorio, de tal modo que inmediatamente después de la muerte ingresó en
el gozo de su Senor. Por esta circunstancia resulta evidente que nadie debe
desesperar de la salvación, pues el ladrón que entró en la vina del Senor
casi a la hora duodécima recibió su premio con aquellos que habían venido en
la primera hora. Por otro lado, en orden a permitirnos ver la magnitud de la
debilidad humana, el mal ladrón no se convierte ni por la inmensa caridad de
Cristo, Quien oró tan amorosamente por Sus ejecutores, ni por la fuerza de
sus propios sufrimientos, ni por la admonición y ejemplo de su companero, ni
por la inusual oscuridad, el partirse de las rocas, o la conducta de
aquellos que, después de la muerte de Cristo, volvieron a la ciudad
golpeándose el pecho. Y todas estas cosas sucedieron después de la
conversión del buen ladrón, para mostrarnos que mientras uno pudo ser
convertido sin estas ayudas, el otro, con todos estos auxilios, no pudo, o
en realidad no quiso, ser convertido.
Pero puede preguntarse, zpor qué Dios ha dado la gracia de la conversión a
uno y se la ha negado al otro? Contestó que a ambos se le dio gracia
suficiente para su conversión, y que si uno pereció, pereció por su propia
culpa, y que si el otro se convirtió, fue convertido por la gracia de Dios,
pero no sin la cooperación de su propia libre voluntad. Todavía podría
argüirse, zpor qué no dio Dios a ambos esa gracia eficaz que capaz de
sobreponerse al corazón más endurecido? La razón de que no lo haya hecho así
es uno de esos secretos que debemos admirar pero no penetrar, pues debemos
quedar satisfechos con el pensamiento de que no puede haber injusticia en
Dios[92], como dice el Apóstol, pues, como lo expresa San Agustín, los
juicios de Dios pueden ser secretos, pero no pueden ser injustos. Aprender
de este ejemplo a no posponer nuestra conversión hasta la proximidad de la
muerte, es una lección que nos concierne de forma más inmediata. Pues si uno
de los ladrones cooperó con la gracia de Dios en el último momento, el otro
la rechazó, y encontró su perdición definitiva. Y todo lector de historia, u
observador de lo que sucede alrededor, no puede sino saber que la regla es
que los hombres terminen una vida perversa con una muerte miserable,
mientras que es una excepción que el pecador muera de manera feliz; y, por
el otro lado, no sucede con frecuencia que aquellos que viven bien y
santamente lleguen a un fin triste y miserable, sino que muchas personas
buenas y piadosas entran, después de su muerte, en posesión de los gozos
eternos. Son demasiado presuntuosas y necias aquellas personas que, en un
asunto de tal importancia como la felicidad eterna o el tormento eterno,
osan permanecer en un estado de pecado mortal incluso por un día, viendo que
pueden ser sorprendidas por la muerte en cualquier momento, y que después de
la muerte no hay lugar para el arrepentimiento, y que una vez en el infierno
ya no hay redención.
[92] Ver Rom 9,14.
CAPÍTULO VII
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda
Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Se puede extraer un tercer fruto de la segunda palabra de nuestro Senor,
advirtiendo el hecho de que hubieron tres personas crucificadas al mismo
tiempo, uno de los cuales, a saber, Cristo, fue inocente; otro, a saber, el
buen ladrón, fue un penitente; y el tercero, a saber, el mal ladrón,
permaneció obstinado en su pecado: o para expresar la misma idea en otras
palabras, de los tres que fueron crucificados al mismo tiempo, Cristo fue
siempre y trascendentemente santo, uno de los ladrones fue siempre y
notablemente perverso, y el otro ladrón fue primero un pecador, pero ahora
un santo. De esta circunstancia hemos de inferir que todo hombre en este
mundo tiene su cruz y que aquellos que buscamos vivir sin tener una cruz que
llevar, apuntamos a algo que es imposible, mientras que debemos tener por
sabias a aquellas personas que reciben su cruz de la mano del Senor, y la
cargan incluso hasta la muerte, no sólo pacientemente sino alegremente. Y el
que toda alma piadosa tiene una cruz que cargar puede deducirse de estas
palabras de nuestro Senor: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz y sígame”[93], y de nuevo, “El que no lleve su cruz y
venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”[94], que es precisamente la
doctrina del Apóstol: “Todos los que quieran vivir piadosamente”, dice, “en
Cristo Jesús, sufrirán persecuciones”[95]. Los Padres Griegos y Latinos dan
su entera adhesión a esta ensenanza, y para no ser polijo haré sólo dos
citas. San Agustín en su comentario a los salmos escribe: “Esta vida corta
es una tribulación: si no es una tribulación no es un viaje: pero si es un
viaje o bien no amas el país hacia el cual estás viajando, o bien sin duda
estarás en tribulación”. Y en otro lugar: “Si dices que no has sufrido nada
aún, entonces no has empezado a ser Cristiano”. San Juan Crisóstomo, en una
de sus homilías al pueblo de Antioquía, dice: “La tribulación es una cadena
que no puede ser desvinculada de la vida de un Cristiano”. Y de nuevo: “No
puedes decir que un hombre es santo si no ha pasado la prueba de la
tribulación”. En verdad esta doctrina puede ser demostrada por la razón. Las
cosas de naturaleza contraria no pueden ser puestas en presencia de la otra
sin una oposición mutua; así el fuego y el agua, mientras se mantengan
aparte, permanecerán quietas; pero júntalas, y el agua empezará a sonar, a
convertirse en glóbulos, y a transformarse en vapor hasta que o el agua se
consuma, o el fuego se extinga. “Frente al mal está el bien”, dice el
Eclesiástico, “frente a la muerte, la vida. Así frente al piadoso, el
pecador”[96]. Los hombres justos se comparan al fuego. su luz brilla, su
celo arde, siempre están ascendiendo de virtud en virtud, siempre
trabajando, y todo lo que emprenden lo realizan eficazmente. Por el otro
lado los pecadores son comparados al agua. Son fríos, moviéndose siempre en
la tierra, y formando lodo por todos lados. zEs pues, por lo tanto, extrano
que los hombres malos persigan a las almas justas? Pero porque, incluso
hasta el fin del mundo, el trigo y la cizana crecerán en el mismo campo, la
chala y el maíz pueden estar en el mismo almacén, los peces buenos y malos
pueden ser hallados en la misma red, esto es hombres derechos y perversos en
el mismo mundo, e incluso en la misma Iglesia; de esto necesariamente se
sigue que los buenos y los santos serán perseguidos por los malos y los
impíos.
Los perversos también tienen sus cruces en este mundo. Pues aunque no sean
perseguidos por los buenos, aún así serán atormentados por otros pecadores,
por sus propios vicios, e incluso por sus conciencias perversas. El sabio
Salomón, que ciertamente hubiera sido feliz en este mundo, si la felicidad
fuera posible aquí, reconoció que tenía una Cruz que cargar cuando dijo:
“Consideré entonces todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi
hacer y vi que todo es vanidad y atrapar vientos”[97]. Y el escritor del
Libro del Eclesiástico, que era también un hombre muy prudente, pronuncia
esta sentencia general: “Grandes trabajos han sido creados para todo hombre,
un yugo pesado hay sobre los hijos de Adán”[98]. San Agustín en su
comentario a los Salmos dice que “la mayor de las tribulaciones es una
conciencia culpable”. San Juan Crisóstomo en su homilía sobre Lázaro muestra
extensamente cómo los perversos deben tener sus cruces. Si son pobres, su
pobreza es su cruz; si no son pobres, la avaricia es su cruz, que es una
cruz más pesada que la pobreza; si están postrados en un lecho de
enfermedad, su lecho es su cruz. San Cipriano nos dice que todo hombre desde
el momento de su nacimiento está destinado a cargar una cruz y a sufrir
tribulación, lo cual es preanunciado por las lágrimas que derrama todo
infante. “Cada uno de nosotros”, escribe, “en su nacimiento, en su misma
entrada al mundo, derrama lágrimas. Y aunque entonces somos inconscientes e
ignorantes de todo, sin embargo sabemos, incluso en nuestro nacimiento, qué
es llorar: por una previsión natural lamentamos las ansiedades y trabajos de
la vida que estamos comenzando, y el alma ineducada, por sus lamentos y
llanto, proclama las farragosas conmociones del mundo al que está
ingresando”.
Siendo las cosas así no puede haber duda de que hay una cruz guardada para
el bueno así como para el malo, y sólo me resta probar que la cruz de un
santo dura poco tiempo, es ligera y fecunda, mientras que la de un pecador
es eterna, pesada y estéril. En primer lugar no puede haber duda en el hecho
de que un santo sufre sólo por un breve periodo, pues no puede tener que
soportar nada cuando esta vida haya pasado. “Desde ahora, sí --dice el
Espíritu--” a las almas justas que parten, “que descansen de sus fatigas,
porque sus obras los acompanan”[99]. “Y [Dios] enjugará toda lágrima de sus
ojos”[100]. Las sagradas Escrituras dicen de forma muy positiva que nuestra
vida presente es corta, aunque a nosotros nos pueda parecer larga: “Están
contados ya sus días”[101] y “El hombre, nacido de mujer, corto de
días”[102] y “zQué será de vuestra vida? ... ?Sois vapor que aparece un
momento y después desaparece!”[103]. El Apóstol, sin embargo, que llevó una
cruz muy pesada desde su juventud hasta su edad anciana, escribe en estos
términos en su Epístola a los Corintios: “En efecto, la leve tribulación de
un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria
eterna”[104], pasaje en el cual habla de sus sufrimientos como sin medida, y
los compara a un momento indivisible, aunque se hayan extendido por un
periodo de más de treinta anos. Y sus sufrimientos consistieron en estar
hambriento, sediento, desnudo, apaleado, en haber sido golpeado tres veces
con varas por los Romanos, cinco veces flagelado por los judíos, una vez
apedreado, y haber tres veces naufragado; en emprender muchos viajes, en ser
muchas veces prisionero, en recibir azotes sin medida, en ser reducido
muchas veces hasta el último extremo[105]. zQué tribulaciones, pues,
llamaría pesadas, si considera estas como ligeras, como realmente son? zY
qué dirías tú, amable lector, si insisto en que la cruz es no sólo ligera,
sino incluso dulce y agradable por razón de las superabundantes
consolaciones del Espíritu Santo? Cristo dice de su yugo que puede ser
llamado cruz: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”[106]; y en otro lugar
dice: “Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes,
pero vuestra tristeza se convertirá en gozo”[107]. Y el Apóstol escribe:
“Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras
tribulaciones”[108]. En una palabra, no podemos negar que la cruz del justo
es no sólo ligera y temporal, sino fecunda, útil, y portadora de todo buen
regalo, cuando escuchamos a nuestro Senor decir: “Bienaventurados los
perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los
Cielos”[109], a San Pablo exclamando que “Los sufrimientos del tiempo
presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en
nosotros”[110], y a San Pedro exhortándonos a regocijarnos si “participáis
en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en
la revelación de su gloria”[111].
Por otro lado no es necesaria una demostración para mostrar que la cruz de
los perversos es eterna en su duración, muy pesada y carente de mérito. Con
certeza que la muerte del mal ladrón no fue un descenso de la Cruz, como lo
fue la muerte del buen ladrón, pues hasta ahora ese hombre desdichado está
morando en el infierno, y morará allí para siempre, porque el “gusano” del
perverso “no morirá, su fuego no se apagará”[112]. Y la cruz del glotón
rico, que es la cruz de aquellos que almacenan riquezas, que son muy
aptamente comparadas por el Senor a espinas que no pueden ser manipuladas o
guardadas con impunidad, no cesa con esta vida como cesó la cruz del pobre
Lázaro, sino que lo acompana al infierno, donde incesantemente arde y lo
atormenta, y lo fuerza a implorar una gota de agua para refrescar su lengua
ardiente: “porque estoy atormentado en esta llama”[113]. Por eso la cruz de
los perversos es eterna en su duración, y los lamentos de aquellos de
quienes leemos en el libro de la Sabiduría, dan testimonio de que es pesada
y ardua: “Nos hartamos de andar por sendas de iniquidad y perdición,
atravesamos desiertos intransitables”[114]. ?Qué! zNo son senderos difíciles
de andar la ambición, la avaricia, la lujuria? zNo son senderos difíciles de
andar los acompanantes de estos vicios: ira, contiendas, envidia? No son
senderos difíciles de andar los pecados que brotan de estos acompanantes:
traición, disputas, afrentas, heridas y asesinato? Lo son ciertamente y no
es poco frecuente que obliguen a los hombres a suicidarse en desesperación,
y, buscando por medio de ello evitar una cruz, preparar para sí mismos una
mucho más pesada.
zY qué ventaja o fruto derivan los perversos de su cruz? No es más capaz de
traerles una ventaja que los espinos lo son de producir uvas, o los cardos
higos. El yugo del Senor trae la paz, según Sus propias palabras: “Tomad
sobre vosotros mi yugo ... y hallaréis descanso para vuestras almas”[115].
zPuede el yugo del demonio, que es diametralmente opuesto al de Cristo,
traer otra cosa que preocupación y ansiedad? Y esto es de mayor importancia
aún: que mientras la Cruz de Cristo es el paso a la felicidad eterna, “zNo
era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”[116],
la cruz del demonio es el paso a los tormentos eternos, de acuerdo a la
sentencia pronunciada sobre los perversos: “Apartaos de mí, malditos, al
fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles”[117]. Si hubiera
hombres sabios que están crucificados en Cristo, no buscarían bajar de la
Cruz, como el ladrón buscó tontamente, sino que permanecerán más bien cerca
a su lado, con el buen ladrón, y pedirán perdón de Dios y no la liberación
de la cruz, y así sufriendo sólo con Él, reinarán también con Él, de acuerdo
a las palabras del Apóstol: “Sufrimos con Él, para ser también con él
glorificados”[118]. Si, sin embargo, hubieran sabios entre aquellos que son
oprimidos por la cruz del demonio, se preocuparían de sacársela de encima de
una vez, y si tienen algún sentido cambiarán las cinco yugadas[119] de
bueyes por el único yugo de Cristo. Por las cinco yugadas de bueyes se
refiere a los trabajos y cansancio de los pecadores que son esclavos de sus
cinco sentidos; y cuando un hombre trabaja en hacer penitencia en lugar de
pecar, trueca las cinco yugadas de bueyes por el único yugo de Cristo. Feliz
es el alma que sabe cómo crucificar la carne con sus vicios y
concupiscencias, y distribuye las limosnas que pudieran haberse gastado en
gratificar sus pasiones, y pasa en oración y en lectura espiritual, en pedir
la gracia de Dios y el patrocinio de la Corte Celestial, las horas que
podrían perderse en banquetear y en satisfacer la ambición incansable de
hacerse amigo de los poderosos. De esta manera la cruz del mal ladrón, que
es pesada y baldía, puede ser con provecho intercambiada por la Cruz de
Cristo, que es ligera y fecunda.
Leemos en San Agustín cómo un soldado distinguido discutía con uno de sus
companeros acerca de tomar la cruz. “Díganme, les pido, a qué meta nos han
de conducir todos los trabajos que emprendemos? zQué objeto nos presentamos
a nosotros mismos? zPor quién servimos como soldados? Nuestra mayor ambición
es hacernos amigos del Emperador; zy no está acaso el camino que nos conduce
a su honor, lleno de peligros, y cuando hemos alcanzado nuestro punto, no
estamos colocados entonces en la posición más peligrosa de todas? zY por
cuántos anos tendremos que laborar para asegurar este honor? Pero si deseo
volverme amigo de Dios, me puedo hacer amigo Suyo en este momento”. Así
argumentaba que como para asegurarse la amistad del Emperador tiene que
emprender muchas fatigas largas y estériles, actuaría más sabiamente si
emprendiera menores y más leves trabajos para asegurarse la amistad de Dios.
Ambos soldados tomaron su decisión en el momento; ambos dejaron el ejército
en orden a servir en serio a su Creador, y lo que incrementó su alegría al
tomar este primer paso fue que las dos damas con las cuales estaban a punto
de casarse, ofrecieron espontáneamente su virginidad a Dios.
[93] Mt 16,24.
[94] Lc 14,27.
[95] 2Tim 3,12.
[96] Eclo 33,14.
[97] Ecl 2,11.
[98] Eclo 40,1.
[99] Ap 14,13.
[100] Ap 21,4.
[101] Job 14,5.
[102] Job 14,1.
[103] Stgo 4,14.
[104] 2Cor 4,17.
[105] Ver 2Cor 11,24.
[106] Mt 11,30.
[107] Jn 16,20.
[108] 2Cor 7,4.
[109] Mt 5,10.
[110] Rom 8,18.
[111] 1Pe 4,13.
[112] Is 66,24.
[113] Lc 16,24.
[114] Sab 5,7.
[115] Mt 11,29.
[116] Lc 24,26.
[117] Mt 25,41.
[118] Rom 8,17.
[119] Ver Lc 14,19.
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