San Roberto Belarmino, SOBRE LAS SIETE PALABRAS PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ: Primera Palabra
Libro 1
CAPÍTULO I Explicación literal de la primera Palabra:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”
CAPÍTULO II El primer fruto que ha de ser cosechado de la
consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
CAPÍTULO III El segundo fruto que ha de ser cosechado de
la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Cristo Jesús, el Verbo del Padre Eterno,
de quien el mismo Padre había dicho “Escuchadle”[21],
quien había dicho de sí mismo “Porque uno solo es vuestro Maestro”[22],
para realizar la tarea que había asumido, nunca dejó de instruirnos. No
solamente durante su vida, sino incluso en los brazos de la muerte, desde el
púlpito de la Cruz, nos predicó pocas palabras, pero ardientes de amor, de
suma utilidad y eficacia, y en todo sentido dignas de ser grabadas en el
corazón de todo cristiano, para ser ahí preservadas, meditadas, y realizadas
literalmente y en obra. Su primera palabra es ésta: “Y dijo Jesús: Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”[23].
Plegaria que, aun siendo nueva y nunca antes escuchada, quiso el Espíritu
Santo que sea predicha por el Profeta Isaías en estas palabras: “e
intercedió por los transgresores”[24].
Y las peticiones de Nuestro Seńor en la Cruz prueban cuán verdaderamente
habló el Apóstol San Pablo cuando dijo: “la Caridad no busca su provecho”[25],
pues de las siete palabras que habló nuestro Redentor, tres fueron por el
bien de los demás, tres por su propio bien, y una fue común tanto para Él
como para nosotros. Su atención, sin embargo, fue primero para los demás.
Pensó en sí mismo al final.
De las tres primeras palabras que Él
habló, la primera fue para sus enemigos, la segunda para sus amigos, y la
tercera para sus parientes. Ahora bien, la razón por la cual oró, entonces,
es que la primera demanda de la caridad es socorrer a aquellos que están
necesitados, y aquellos que estaban más necesitados de socorro espiritual
eran sus enemigos, y lo que nosotros, discípulos de tan gran Maestro,
necesitamos más es amar a nuestros enemigos, virtud que sabemos muy difícil
de obtener y que raramente encontramos, mientras que el amor a nuestros
amigos y parientes es fácil y natural, crece con los ańos y muchas veces
predomina más de lo que debería. Por lo cual escribió el Evangelista “Y dijo
Jesús”[26]:
donde la palabra “y” manifiesta el tiempo y la ocasión de esta oración por
sus enemigos, y pone en contraste las palabras del Sufriente y las palabras
de los verdugos, sus obras y las obras de ellos, como si el Evangelista
quisiera explicarse mejor de esta manera: estaban crucificando al Seńor, y
en su misma presencia estaban repartiendo su túnica entre ellos, se burlaban
y lo difamaban como embustero y mentiroso, mientras que Él, viendo lo que
estaban haciendo, escuchando lo que estaban diciendo, y sufriendo los más
agudos dolores en sus manos y pies, devolvió bien por mal, y oró: “Padre,
perdónalos”.
Lo llama “Padre”, no Dios o Seńor,
porque quiso que Él ejerciese la benignidad del Padre y no la severidad de
un Juez, y como quiso Él evitar la cólera de Dios, que sabía provocada por
los enormes crímenes, usa el tierno nombre de Padre. La palabra Padre parece
contener en sí misma este pedido: Yo, Tu Hijo, en medio de todos mis
tormentos, los he perdonado. Haz tú lo mismo, Padre Mío, extiende tu perdón
a ellos. Aunque no lo merecen, perdónalos por Mí, Tu Hijo. Acuérdate también
que eres su Padre, pues los has creado, haciéndolos a tu imagen y semejanza.
Muéstrales por tanto un amor de Padre, pues aunque son malos, son sin
embargo hijos tuyos.
“Perdona”. Esta palabra contiene la
petición principal que el Hijo de Dios, como abogado de sus enemigos, hace a
su Padre. La palabra “perdona” puede referirse tanto al castigo debido al
crimen como al crimen mismo. Si está referido al castigo debido al crimen,
fue entonces la oración escuchada: pues ya que este pecado de los judíos
demandaba que su perpetradores sientan instantánea y merecidamente la ira de
Dios, siendo consumidos por fuego del cielo o ahogados en un segundo
diluvio, o exterminados por el hambre y la espada, aun así, la aplicación de
este castigo fue pospuesta por cuarenta ańos, período durante el cual, si el
pueblo judío hubiese hecho penitencia, hubiesen sido salvados y su ciudad
preservada, pero puesto que no hicieron penitencia, Dios mandó contra ellos
al ejército romano que, durante el reino de Vespasiano, destruyó sus
metrópolis, y parte de hambruna durante el sitio, y parte por la espada
durante el saqueo de la ciudad, mató a una gran multitud de sus habitantes,
mientras que los sobrevivientes eran vendidos como esclavos y dispersados
por el mundo.
Todas estas desgracias fueron predichas
por Nuestro Seńor en las parábolas del vińador que contrató obreros para su
vińa, del rey que hizo una boda para su hijo, de la higuera estéril, y más
claramente, cuando lloró por la ciudad el Domingo de Ramos. La oración de
Nuestro Seńor fue también escuchada si es que hacía referencia al crimen de
los judíos, pues obtuvo para muchos la gracia de la compunción y la reforma
de la vida. Hubieron algunos que “volvieron golpeándose el pecho”[27].
Estuvo el centurión que dijo “verdaderamente éste era el Hijo de Dios”[28].
Y hubo muchos que unas semanas después se convirtieron por la prédica de los
Apóstoles, y confesaron a Aquel que habían negado, adoraron a Aquel que
habían despreciado. Pero la razón por la cual la gracia de la conversión no
fue otorgada a todos es que la voluntad de Cristo se conforma a la sabiduría
y la voluntad de Dios, que San Lucas manifiesta cuando nos dice en los
Hechos de los Apóstoles: “Y creyeron cuantos estaban destinados a una vida
eterna”[29].
“[Perdona]Los”. Esta palabra es aplicada
a todos por cuyo perdón Cristo oró. En primer lugar es aplicada a aquellos
que realmente clavaron a Cristo en la Cruz, y jugaron a la suerte sus
vestiduras. Puede ser también extendida a todos los que fueron causa de la
Pasión de Nuestro Seńor: a Pilato que pronunció la sentencia; a las personas
que gritaron “crucifícalo, crucifícalo”[30];
a los sumos sacerdotes y escribas que falsamente lo acusaron, y, para ir más
lejos, al primer hombre y a toda su descendencia que por sus pecados
ocasionaron la muerte de Cristo. Y así, desde su Cruz, Nuestro Seńor oró por
el perdón de todos sus enemigos. Cada uno, sin embargo, se reconocerá a sí
mismo entre los enemigos de Cristo, de acuerdo a las palabras del Apóstol:
“Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su
Hijo”[31].
Por tanto, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, hizo una conmemoración para todos
nosotros, incluso antes de nuestro nacimiento, en aquel sacratísimo
“Memento”, si puedo así decirlo, que Él hizo en el primer Sacrificio de la
Misa que celebró en el altar de la Cruz. żQué retribución, oh alma mía,
harás al Seńor por todo lo que ha hecho por ti, aún antes de que seas?
Nuestro amado Seńor vio que tú también algún día estarías en las filas con
sus enemigos, y aunque no lo pediste, ni lo buscaste, Él oró por ti a su
Padre, para que no cargue sobre ti la falta cometida por ignorancia. żNo te
importa por tanto tener en cuenta a tan dulce Patrón, y hacer todo esfuerzo
por servirle fielmente en todo? żNo es justo que con tal ejemplo delante
tuyo aprendas no sólo a perdonar a tus enemigos con facilidad, y orar por
ellos, sino incluso a atraer a cuantos puedas para hacer lo mismo? Es justo,
y esto deseo y tengo el propósito de hacer, con la condición de que Aquel
que me ha dado tan brillante ejemplo me dé también en su bondad la ayuda
suficiente para realizar tan grande obra.
Pues no saben lo que hacen. Para que su
oración sea razonable, Cristo se disminuye, o más aún da la excusa que pueda
por los pecados de sus enemigos. Él ciertamente no podía excusar la
injusticia de Pilato, o la crueldad de los soldados, o la ingratitud de la
gente, o el falso testimonio de aquellos que perjuraron. Entonces no quedó
para Él más que excusar su falta alegando ignorancia. Pues con verdad el
Apóstol observa: “pues de haberla conocido, no hubieran crucificado al Seńor
de la Gloria”[32].
Ni Pilato, ni los sumos sacerdotes, ni el pueblo sabían que Cristo era el
Seńor de la Gloria. Aun así, Pilato lo sabía un hombre justo y santo, que
había sido entregado por la envidia de los sumos sacerdotes, y los sumos
sacerdotes sabían que Él era el Cristo prometido, como enseńa Santo Tomás,
porque no podían --ni lo hicieron-- negar que había obrado muchos de los
milagros que los profetas habían predicho que el Mesías obraría. En fin, la
gente sabía que Cristo había sido condenado injustamente, pues Pilato
públicamente les había dicho: “No encuentro en este hombre culpa alguna”[33],
e “Inocente soy de la sangre de este hombre justo”[34].
Pero aunque los judíos, tanto el pueblo
como los sacerdotes, no sabían el hecho de que Cristo era Seńor de la
Gloria, aun así, no habrían permanecido en este estado de ignorancia si su
malicia no los hubiera cegado. De acuerdo a las palabras de San Juan:
“Aunque había realizado tan grandes seńales delante de ellos, no creían en
Él, porque había dicho Isaías: Ha cegado sus ojos, ha endurecido su corazón,
para que no vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni se
conviertan, ni yo los sane”[35].
La ceguera no es excusa para un hombre ciego, porque es voluntaria,
acompańando, no precediendo, el mal que hace. De la misma manera, aquellos
que pecan en la malicia de sus corazones siempre pueden alegar ignorancia,
lo que no es sin embargo una excusa para su pecado pues no lo precede sino
que lo acompańa. Por lo que el Hombre Sabio dice: “Yerran los que obran
iniquidad”[36].
El filósofo de igual modo proclama con verdad que todo el que hace mal es
ignorante de lo que hace, y por consiguiente se puede decir de los pecadores
en general: “No saben lo que hacen”. Pues nadie puede desear aquello que es
malo en base a su maldad, porque la voluntad del hombre no tiende hacia el
mal tanto como hacia el bien, sino sólo a lo que es bueno, y por esta razón
aquellos que eligen lo que es malo lo hacen porque el objeto les es
presentado bajo apariencia de bien, y así puede entonces ser elegido. Esto
es resultado del desasosiego de la parte inferior del alma que ciega la
razón y la hace incapaz de distinguir nada sino lo que es bueno en el objeto
que busca. Así, el hombre que comete adulterio o es culpable de robo realiza
estos crímenes porque mira sólo el placer o la ganancia que puede obtener, y
no lo haría si sus pasiones no lo cegaran hasta lo la vergonzosa infamia de
lo primero y la injusticia de lo segundo. Por tanto, un pecador es similar a
un hombre que desea lanzarse a un río desde un lugar elevado. Primero cierra
sus ojos y luego se lanza de cabeza, así aquel que hace un acto de maldad
odia la luz, y obra bajo una voluntaria ignorancia que no lo exculpa, porque
es voluntaria. Pero si una voluntaria ignorancia no exculpa al pecador, żpor
qué entonces Nuestro Seńor oró: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”? A
esto respondo que la interpretación más directa a ser hecha de las palabras
de Nuestro Seńor es que fueron dichas para sus verdugos, que probablemente
ignoraban completamente no sólo la Divinidad del Seńor, sino incluso su
inocencia, y simplemente realizaron la labor del verdugo. Para aquellos, por
tanto, dijo en verdad el Seńor: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen”.
Una vez más, si la oración de
Nuestro Seńor ha de ser interpretada como aplicable a nosotros mismos, que
no habíamos aún nacido, o a aquella multitud de pecadores que eran sus
contemporáneos, pero que no tenían conocimiento de lo que estaba sucediendo
en Jerusalén, entonces dijo con mucha verdad el Seńor: “No saben lo que
hacen”. Finalmente, si Él se dirigió al Padre en nombre de todos los que
estaban presentes, y sabían que Cristo era el Mesías y un hombre inocente,
entonces debemos confesar la caridad de Cristo que es tal que desea paliar
lo más posible el pecado de sus enemigos. Si la ignorancia no puede
justificar una falta, puede sin embargo servir como excusa parcial, y el
deicidio de los judíos habría tenido un carácter más atroz de haber conocido
la naturaleza de su Víctima. Aunque Nuestro Seńor era consciente de que esto
no era una excusa sino más bien una sombra de excusa, la presentó con
insistencia, en realidad, para mostrarnos cuánta bondad siente hacia el
pecador, y con cuánto deseo hubiese Él usado una mejor defensa, incluso para
Caifás y Pilato, si una mejor y más razonable apología se hubiese
presentado.
[21] Mt
17,5.
[22] Mt
23,10.
[23] Lc
23,34.
[24] Is
53,12.
[25] 1Cor
13,5.
[26] Lc
23,34.
[27] Lc
23,48.
[28] Mt
27,54.
[29] Hch
13,48.
[30] Mt
27,22.
[31] Rom
5,10.
[32] 1Cor
2,8.
[33] Lc
23,14.
[34] Mt
27,24.
[35] Jn
12,37-40.
[36] Prov
4,22.
Habiendo dado el significado literal de
la primera palabra dicha por Nuestro Seńor en la Cruz, nuestra próxima tarea
será esforzarnos por recoger algunos de sus frutos más preferibles y
ventajosos. Lo que más nos impacta en la primera parte del sermón de Cristo
en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más brillante que el
que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió San Pablo a los
Efesios: “Y conocer la caridad de Cristo que excede todo conocimiento”[37].
Pues en este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz cómo
la caridad de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más
allá de la capacidad de nuestro limitado intelecto. Pues cuando sufrimos
cualquier dolor fuerte, como por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de
cabeza, o un dolor en los ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro
cuerpo, nuestra mente está tan atada a esto como para ser incapaz de
cualquier esfuerzo. Entonces no estamos de humor ni para recibir a nuestros
amigos ni para continuar con el trabajo. Pero cuando Cristo fue clavado en
la Cruz, usó su diadema de espinas, como está claramente manifestado en las
escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano entre los Padres Latinos,
en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre los Padres griegos, en
su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no podía ni mover su
cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor adicional. Toscos
clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que desgarraban su carne,
ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo estaba desnudo,
desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir, expuesto
ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso las
heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía. Todas estas
cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras
tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente sobrepasando nuestro
entendimiento, Él no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo,
sino que solícito sólo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir
la pena de sus crímenes, clamó fuertemente a su Padre: “Padre, perdónalos”.
żQué hubiese hecho Él si estos infelices fuesen las víctimas de una
persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos,
y no sus enemigos, sus traidores y parricidas? Verdaderamente,
ˇOh benignísimo Jesús! Tu
caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio de tal
tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano que
permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente
contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir
heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de tu paciencia, y
aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo
que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos,
como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo
que Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al
cuidado de Tu Padre Todopoderoso, para que Él los cure y los haga enteros.
Este es el efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con
todos los hombres, considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo
pacíficamente con aquellos que odian la paz.
Esto es lo que es cantado en el Cántico
del amor sobre la virtud de la perfecta caridad: “Grandes aguas no pueden
apagar el amor, ni los ríos anegarlo”[38].
Las grandes aguas son los muchos sufrimientos que nuestras miserias
espirituales, como tormentas del infierno, cargan sobre Cristo a través de
los Judíos y los Gentiles, quienes representaban las pasiones oscuras de
nuestro corazón. Aún así, esta inundación de aguas, es decir de dolores, no
puede extinguir el fuego de la caridad que ardió en el pecho de Cristo. Por
eso, la caridad de Cristo fue más grande que este desborde de grandes aguas,
y resplandeció brillantemente en su oración: “Padre, perdónalos”. Y no sólo
fueron estas grandes aguas incapaces de extinguir la caridad de Cristo, sino
que ni siquiera luego de ańos pudieron las tormentas de la persecución
sobrepasar la caridad de los miembros de Cristo. Así, la caridad de Cristo,
que poseyó el corazón de San Esteban, no podía ser aplastada por las piedras
con las cuales fue martirizado. Estaba viva entonces, y él oró: “Seńor, no
les tengas en cuenta este pecado”[39].
En fin, la perfecta e invencible caridad de Cristo que ha sido propagada en
los corazones de mártires y confesores, ha combatido tan tercamente los
ataques de perseguidores, visibles e invisibles, que puede decirse con
verdad incluso hasta el fin del mundo, que un mar de sufrimiento no podrá
extinguir la llama de la caridad.
Pero de la consideración de la Humanidad
de Cristo ascendamos a la consideración de Su Divinidad. Grande fue la
caridad de Cristo como hombre hacia sus verdugos, pero mayor fue la caridad
de Cristo como Dios, y del Padre, y del Espíritu Santo, en el día último,
hacia toda la humanidad, que había sido culpable de actos de enemistad hacia
su Creador, y, de haber sido capaces, lo hubiesen expulsado del cielo,
clavado a una cruz, y asesinado. żQuién puede concebir la caridad que Dios
tiene hacia tan ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardó a los ángeles
cuando pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin embargo con
frecuencia soporta pacientemente al hombre pecador, a blasfemos, y a
aquellos que se enrolan bajo el estandarte del demonio, Su enemigo, y no
sólo los soporta, sino que también los alimenta y cría, incluso hasta los
alienta y sostiene, pues “en Él vivimos, nos movemos y existimos”[40],
como dice el Apóstol. Ni tampoco preserva solo al justo y bueno, sino
igualmente al hombre ingrato y malvado, como Nuestro Seńor nos dice en el
Evangelio de San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Seńor meramente alimenta y
cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que frecuentemente acumula sus
favores sobre ellos, dándoles talentos, haciéndolos honorables, y los eleva
a tronos temporales, mientras que Él aguarda pacientemente su regreso de la
senda de la iniquidad y perdición.
Y para sobrepasar varias de las
características de la caridad que Dios siente hacia los hombres malvados,
los enemigos de su Divina Majestad, cada uno de los cuales requeriría un
volumen si tratáramos singularmente con cada uno, nos limitaremos ahora a
aquella singular bondad de Cristo de la que estamos tratando. ż“Pues amó
Dios tanto al mundo que dio su único hijo”?[41].
El mundo es el enemigo de Dios, pues “el mundo entero yace en poder del
maligno”[42],
como nos dice San Juan. Y “si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está
en él”[43],
como vuelve a decir en otro lugar. Santiago escribe: “Cualquiera, pues, que
desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios” y “la amistad
con el mundo es enemistad con Dios”[44].
Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo con la
intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha enviado a su Hijo,
“Príncipe de la Paz”[45],
para que por medio suyo el mundo pueda ser reconciliado con Dios. Por eso al
nacer Cristo los ángeles cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la
tierra paz”[46].
Así ha amado Dios al mundo, su enemigo, y ha tomado el primer paso hacia la
paz, dando a su Hijo, quien puede traer la reconciliación sufriendo la pena
debida a su enemigo. El mundo no recibió a Cristo, incrementó su culpa, se
rebeló frente al único Mediador, y Dios inspiró a este Mediador devolver
bien por mal orando por sus perseguidores. Oró y “fue escuchado por su
reverencia”[47].
Dios esperó pacientemente qué progreso harían los Apóstoles por su prédica
en la conversión del mundo. Aquellos que hicieron penitencia recibieron el
perdón. Aquellos que no se arrepintieron luego de tan paciente tolerancia
fueron exterminados por el juicio final de Dios. Por tanto, de esta primera
palabra de Cristo aprendemos en verdad que la caridad de Dios Padre, que
“tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él
no perezca sino que tenga vida eterna”[48],
sobrepasa todo conocimiento.
[37] Ef
3,19.
[38] Cant
8,7.
[39] Hch
7,59.
[40] Hch
17,28.
[41] Jn
3,16.
[42] 1Jn
5,19.
[43] 1Jn
2,I[5].
[44] Stgo
4,4.
[45] Is
2,6.
[46] Lc
2,14.
[47] Hb
5,7.
[48] Jn
3,16.
Si los hombres aprendiesen a
perdonar las injurias que reciben sin murmurar, y así forzar a sus enemigos
a convertirse en sus amigos, aprenderíamos una segunda y muy saludable
lección al meditar la primera palabra. El ejemplo de Cristo y la Santísima
Trinidad han de ser un poderoso argumento para persuadirnos en esto. Pues si
Cristo perdonó y oró por sus verdugos, żqué razón puede ser alegada para que
un cristiano no actúe de igual modo con sus enemigos? Si Dios, nuestro
Creador, el Seńor y Juez de todos los hombres, quien tiene en su poder el
tomar venganza inmediata sobre el pecador, espera su regreso al
arrepentimiento, y lo invita a la paz y la reconciliación con la promesa de
perdonar sus traiciones a la Divina Majestad, żpor qué una creatura no
podría imitar esta conducta, especialmente si recordamos que el perdón de
una ofensa obtiene una gran recompensa? Leemos en la historia de San
Engelberto, Arzobispo de Colonia, asesinado por algunos enemigos que lo
estaban esperando, que en el momento de su muerte oró por ellos con las
palabras de Nuestro Seńor, “Padre, perdónalos”, y fue revelado que esta
acción fue tan agradable a Dios, que su alma fue llevada al cielo por manos
de los ángeles, y puesta en medio del coro de los mártires, donde recibió la
corona y la palma del martirio, y su tumba fue hecha famosa por el obrar de
muchos milagros.
Oh, si los cristianos aprendiesen
cuán fácilmente pueden, si quieren, adquirir tesoros inagotables, y obtener
notables grados de honor y gloria al ganar el seńorío sobre las varias
agitaciones de sus almas, y despreciando magnánimamente los pequeńos y
triviales insultos, ciertamente no serían tan duros de corazón y
obstinadamente en contra del indulto y el perdón. Argumentan que actuarían
en contra de la naturaleza si se permitiesen ser injustamente rechazados con
desprecio o ultrajados de obra o palabra. Si los animales salvajes, que
meramente siguen el instinto natural, atacan salvajemente a sus enemigos en
el momento que los ven, matándolos con sus garras o dientes, así nosotros, a
la vista de nuestro enemigo, sentimos que nuestra sangre empieza a hervir, y
nuestro deseo de venganza aflora. Tal razonamiento es falso. No hace la
distinción entre la defensa propia, que es válida, y el espíritu de
venganza, que es inválido.
Nadie puede hallar falta en un
hombre que se defiende por una causa justa, y la naturaleza nos enseńa
rechazar la fuerza con la fuerza, pero no nos enseńa a tomar venganza
nosotros mismos por una injuria que hayamos recibido.
Nadie nos impide tomar las precauciones
necesarias para prepararnos para un ataque, pero la ley de Dios nos prohibe
ser vengativos. El castigar una injusticia pertenece no al individuo
privado, sino al magistrado público, y porque Dios es el Rey de reyes, por
eso Él clama y dice: “Mía es la venganza, yo daré el pago merecido”[49].
En cuanto al argumento de que un animal
es arrastrado por su propia naturaleza para atacar al animal que es enemigo
de su especie, respondo que esto es el resultado de ser animales
irracionales, que no pueden distinguir entre la naturaleza y lo que es
vicioso en la naturaleza. Pero los hombres, dotados de razón, han de trazar
una línea entre la naturaleza o la persona que ha sido creadas por Dios y es
buena, y el vicio o el pecado que es malo y no procede de Dios. De la misma
manera, cuando un hombre ha sido insultado, él ha de amar a la persona de su
enemigo y odiar el insulto, y debe más aún compadecerse de él que molestarse
con él, así como un doctor ama a sus pacientes y prescribe para ellos con el
necesario cuidado, pero odia la enfermedad y lucha con todos los recursos a
sus disposición para alejarla, destruirla y hacerla inofensiva. Y esto es lo
que el Maestro y Doctor de nuestras almas, Cristo nuestro Seńor, enseńa
cuando dice: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a aquellos que os odian,
y rogad por los que os persiguen y calumnian”[50].
Cristo nuestro Maestro no es como los Escribas y Fariseos que se sentaban en
la silla de Moisés y enseńaban, pero no llevaban su enseńanza a la práctica.
Cuando ascendió al púlpito de la Cruz, Él practicó lo que enseńó, al orar
por los enemigos que amaba: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen”. Ahora, la razón por la que la vista de un enemigo hace que en
algunas personas la sangre hierva en las mismas venas es esta: que son
animales que no han aprendido a tener las mociones de la parte inferior del
alma, común tanto a la raza humana como a la creación salvaje, bajo el
dominio de la razón, mientras que los hombres espirituales no son sujetos a
estos movimientos de la carne, pero saben como mantenerlas controlados, no
se molestan con aquellos que los han injuriado, sino que, por el contrario,
se compadecen, y al mostrarles actos de bondad se esfuerzan por llevarlos a
la paz y unidad.
Se objeta que esto es una prueba
demasiado difícil y severa para hombres de noble nacimiento, que han de ser
diligentes por su honor. No es así sin embargo. La tarea es fácil, pues,
como atestigua el Evangelista; “el yugo” de Cristo, que ha dado esta ley
para la guía de sus seguidores, “es suave, y su carga ligera”[51];
y sus “mandamientos no son pesados”[52],
como afirma San Juan. Y si parecen difíciles y severos, parecen así por el
poco o nada amor que tenemos por Dios, pues nada es difícil para aquel que
ama, de acuerdo a lo dicho por el Apóstol: “la caridad es paciente, es
servicial, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”[53].
Ni es Cristo el único que ha amado a sus enemigos, aunque en la perfección
con la que practicó la virtud ha sobrepasado a todos los demás, pues al
Santo Patriarca José amó con amor especial a sus hermanos que lo habían
vendido a la esclavitud. Y en la Sagrada Escritura leemos cómo David con
mucha paciencia sobrellevó las persecuciones de su enemigo Saúl, quien por
largo tiempo buscó su muerte, y cuando estuvo en las manos de David quitarle
la vida a Saúl, no lo mató. Y bajo la ley de la gracia el proto-mártir, San
Esteban, imitó el ejemplo de Cristo al hacer esta oración mientras era
apedreado a muerte: “Seńor, no les tengas en cuenta este pecado”[54].
Y Santiago Apóstol, Obispo de Jerusalén, que fue arrojado de cabeza desde la
cornisa del Templo, clamó al cielo en el momento de su muerte: “Seńor,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y San Pablo escribe de sí mismo y
de sus compańeros apóstoles: “Nos insultan y bendecimos, nos persiguen y lo
soportamos, nos difaman y respondemos con bondad”[55].
En fin, muchos mártires e innumerables otros, luego del ejemplo de Cristo,
no han encontrado ninguna dificultad en cumplir este mandamiento. Pero
pueden haber algunos que continuaran argumentando: no niego que debemos
perdonar a nuestros enemigos, pero escogeré el tiempo que desee para
hacerlo, cuando en realidad haya casi olvidado la injusticia que me ha sido
hecha, y me haya calmado luego de haber pasado el primer arrebato de
indignación. Pero cuáles serán los pensamientos de estas personas si durante
este tiempo fuesen llamado a dar su cuenta final, y fuesen encontrados sin
el traje de la caridad, y fuesen preguntados: “żCómo has entrado aquí sin
traje de boda?”[56].
No estarían acaso aturdidos de asombro mientras Nuestro Seńor pronuncia la
sentencia sobre ellos: “Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de
fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”[57].
Actúa mejor con prudencia ahora, e imita la conducta de Cristo, quien oró a
su Padre “Padre, perdónalos” en el momento cuando era objeto de sus burlas,
cuando la sangre le chorreaba gota a gota de sus manos y pies, y su cuerpo
entero era presa de dolorosas torturas. El es el verdadero y único Maestro,
a cuya voz todos deben escuchar quienes no serán guiados al error: a Él se
refirió el Padre Eterno cuando una voz fue escuchada del cielo diciendo:
“Escuchadle”[58].
En Él están “todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” de Dios[59].
Si pudieras preguntar la opinión de Salomón en cualquier punto, podrías con
seguridad haber seguido su consejo, pero “aquí hay algo más que Salomón”[60].
Aún sigo escuchando más objeciones. Si
decidimos devolver bien por mal, la bondad por el insulto, una bendición por
una maldición, los malvados se harán insolentes, los canallas se harán más
aplomados, los justo serán oprimidos, y la virtud será pisoteada bajo sus
pies. Este resultado no se dará, pues a menudo, como dice el Hombre Sabio,
“Una respuesta suave calma el furor”[61].
Además, la paciencia de un hombre justo no pocas veces llena de admiración a
su opresor, y lo persuade de ofrecer la mano de la amistad. Más aún,
olvidamos que el Estado nombra magistrados, reyes y príncipes, cuyo deber es
hacer que los malvados sientan la severidad de la ley, y proveer medios para
que los hombres honestos vivan una vida tranquila y pacífica. Y si en
algunos casos la justicia humana es tardía, la Providencia de Dios, que
nunca permite que un acto malévolo pase sin castigo o un acto bueno sin
recompensa, está continuamente observándonos, y está cuidando de una manera
imprevista que las ocurrencias con las cuales los malvados creen que los
aplastarán, conducirá a la exaltación y el honor de los virtuosos. Por lo
menos así lo dice San León: “Has estado furioso, oh perseguidor de la
Iglesia de Dios, has estado furioso con el mártir, y has aumentado su gloria
al incrementar su dolor. Pues żqué ha ideado tu ingenuidad que se haya
vuelto para su honor, cuando incluso los mismo instrumentos de su tortura
han sido tomados en triunfo?”. Lo mismo debe ser dicho de todos los
mártires, así como los santos de la antigua ley. żPues qué trajo más
renombre y gloria al patriarca José que la persecución de sus hermanos? El
haberlo vendido por envidia a los ismaelitas fue la ocasión de que se
convirtiera en seńor de todo Egipto y príncipe de todos sus hermanos.
Pero omitiendo estas consideraciones,
pasaremos revista a los muchos y grandes inconveniencias que sufren aquellos
hombres que, para escapar meramente de una sombra de deshonra frente a los
hombres, están obstinadamente determinados a tomar su venganza sobre
aquellos que les han hecho cualquier mal. En primer lugar, hacen la parte de
tontos al preferir un mayor mal que uno menor. Pues es un principio aceptado
en todo lugar, y declarado a nosotros por el Apóstol en estas palabras: “no
hagamos el mal para que venga el bien”[62].
Se sigue que en consecuencia un mayor mal no ha de ser cometido para poder
obtener alguna compensación por uno menor. Aquel que recibe la injuria
recibe lo que es llamado el mal de la injuria: aquel que se venga de una
injuria es culpable de lo que es llamado el mal del crimen. Ahora bien, sin
duda, la desgracia de cometer un crimen es mayor que la desgracia de tener
que soportar la injuria, pues aunque la ofensa puede hacer a un hombre
miserable, no necesariamente lo hace malo. Un crimen, sin embargo, lo hace
tanto miserable y malvado. La injuria priva al hombre del bien temporal, un
crimen lo priva tanto del bien temporal y eterno. Así, un hombre que remedia
el mal de una injuria cometiendo un crimen es como un hombre que se corta
una parte de sus pies para que le entren un par de zapatos más pequeńos, lo
cual sería un completo acto de locura. Nadie es culpable de tal insensatez
en sus preocupaciones temporales, pero sin embargo hay algunos hombres tan
ciegos a sus intereses reales que no temen ofender mortalmente a Dios para
poder escapar aquello que tiene la apariencia de desgracia, y mantienen un
honorable semblante a los ojos de los hombres. Pues ellos caen bajo el
desagrado y la ira de Dios, y a menos que se corrijan a tiempo y hagan
penitencia, tendrán que soportar la desgracia y el tormento eternos, y
perderán el interminable honor de ser ciudadanos del cielo. Ańádase a esto
que realizan un acto de lo más agradable para el diablo y sus ángeles, que
urgen a este hombre a hacer una cosa injusta a aquel hombre con el propósito
de sembrar la discordia y la enemistad en el mundo. Y cada uno debe
reflexionar con calma cuán desgraciado es agradar al enemigo más fiero de la
raza humana, y desagradar a Cristo. Además, ocasionalmente sucede que el
hombre injuriado que anhela venganza hiere mortalmente a su enemigo y lo
mata, por lo que es ignominiosamente ejecutado por asesinato, y toda su
propiedad es confiscada por el Estado, o por lo menos es forzado al exilio,
y tanto él como su familia viven una miserable existencia. Así es como el
diablo juega y se burla de aquellos que escogen aprisionarse con las
ataduras del falso honor, más que hacerse siervos y amigos de Cristo, el
mejor de los Reyes, y ser reconocidos como herederos del reino más vasto y
más durable. Por lo tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del
mandamiento de Cristo, se niega a reconciliarse con sus enemigos, se expone
al desastre total, todos los que son sabios escucharán la doctrina que
Cristo, el Seńor de todo, nos ha enseńado en el Evangelio con sus palabras,
y en la Cruz con sus obras.
[49] Rom
12,19.
[50] Mt
5,44.
[51] Mt
11,39.
[52] 1Jn
5,3.
[53] 1Cor
13,4-7.
[54] Hch
7,59.
[55] 1Cor
4,12.13.
[56] Mt
12,12.
[57] Mt
21,13.
[58] Mt
17,5.
[59] Col
2,3.
[60] Mt
12,42.
[61] Prov
15,1.
[62] Rom
3,8.