'El día en que gané la lotería': un hijo con síndrome de Down
Micha Boyett
La historia de una madre al recibir un diagnóstico de síndrome de Down y un amor más espectacular de lo que nunca imaginó
10a) Descubrir cómo una desgracia es en realidad una bendición: "el día que gané la lotería" 56 maneras de ser misericordioso
En ocasiones, si subía a lo alto de la casa de juegos de mi patio trasero,
podía ver a Carey en la acera junto a su patio delantero, agachada con las
piernas flexionadas como solo ella podía contorsionar sus piernas (su bajo
tono muscular le daba una flexibilidad sorprendente).
Ahí jugaba con sus muñecas Barbie, llevando su camiseta favorita de Barbie
roquera con salpicones brillantes de color y sus shorts deportivos rosas.
Tenía el pelo rubio pálido y llamaba a todos juntando su nombre y apellido:
“Hola Michaboyett”, me decía siempre con convicción y determinación.
Las dos estábamos en el grupo de las Brownies de los Boy Scouts infantiles.
Ella jugaba a voleibol en mi equipo de tercer curso. Su madre me estuvo
llevando al colegio todas las mañanas durante el curso de sexto. Esas
mañanas entraba en su casa y la encontraba sentada en la cocina terminándose
sus cereales. “Hola Michaboyett”, me saludaba.
Cuando recibí el diagnóstico prenatal de que mi bebé probablemente tendría
síndrome de Down, de inmediato pensé en Carey. Pensé en su gran
personalidad, en cómo siempre sabía lo que quería y cómo debían comportarse
los demás. Pensé en la manera que balanceaba el pelo de Barbie adelante y
atrás, una y otra vez, al ritmo de la música en su cabeza durante aquellas
largas tardes de primavera en la vereda de su casa.
También pensé en lo joven que murió, hace tres años, con treinta y tantos
años. Mis primeras lágrimas por mi bebé eran de temor por lo que podría
perder, porque no podría soportar la muerte tan precoz de un hijo. No podía
soportar perder a mi hijo de la manera en que los padres de Carey la
perdieron a ella.
Los resultados de los análisis de sangre llegaron la mañana de un jueves de
diciembre. Estaba sola con mi hijo de por entonces tres años, le llevaba en
su cochecito por el parque de camino a nuestra clase de gimnasia, cuando
sonó el teléfono. La ecografía de hacía dos semanas mostraba un marcador
para síndrome de Down, pero seguían diciendo que había solo una probabilidad
de 1 entre 476 de que mi bebé lo tuviera. Nunca he sido de las que ganan
loterías o sorteos. Me hice el análisis de sangre solo para quitarme la
preocupación de la cabeza.
Respondí al teléfono, sosteniéndolo contra mi cara con el hombro, un termo
de té en una mano y el difícil control del carrito con la otra. Dejé de
caminar cuando empezó a hablar la mujer al otro lado de la línea. El cielo
se encogió, como si tirara de él la gravedad hacia mí, como si los árboles
dejaran de mecerse, como si el planeta dejara de girar, como si Dios hubiera
pausado el sol en el cielo, como si la naturaleza contuviera su respiración.
Entonces supe que yo era ella. Yo era esa una entre cuatrocientas setenta y
seis. Colgué y me quedé quieta en la acera, tratando de no olvidar respirar.
¿Cómo puedo escribir lo que sentí en ese momento que cambió mi vida? ¿Las
imágenes que destellaron por mi mente, una presentación mental de
diapositivas de pérdida, de un futuro que nunca había previsto? Mis manos
temblaban desde la grada del pabellón durante la clase de gimnasia.
Sentí un dolor de pérdida en los meses siguientes, pero no por una persona,
sino por los planes sobre el aspecto que supuestamente tenía que tener
nuestra familia. Sentí a mi bebé retorcerse dentro de mí y no conseguía
encontrar un sentido a que fuera mío pero con este diagnóstico incierto. Le
amé como la mayoría de las madres aman a ese ser que crece milagrosamente
bajo su piel estirada. Y aun así, esa parte de él, esos cromosomas
adicionales, eran un misterio.
Pensaba en Carey todos los días. La manera que tenía de sentarse, el tacto
de su piel, el sonido de su voz, ronca y expresiva. Pensaba en que todos la
queríamos. En que murió demasiado pronto.
Pensaba en mis hijos mayores. ¿Qué precio pagarían ellos? ¿Estarían
resentidos con su hermano por exigir una vida diferente de la que yo había
imaginado para nuestra familia? ¿Se avergonzarían de nuestro bebé?
¿Cuidarían de él cuando mi marido y yo no pudiéramos? ¿Sería yo capaz de
aprender a ser la madre de un niño con necesidades especiales?
El Día Mundial del Síndrome de Down es siempre el 21 de marzo. El año pasado
la fecha cayó a cuatro semanas antes de mi fecha prevista para el parto, que
al final fue dos semanas y media antes de que naciera Ace.
En aquellas semanas finales, el crecimiento de mi bebé se había ralentizado
y había preocupación por mis niveles de líquidos. Sabía que mi hijo estaba a
punto de llegar y que todo iba a cambiar. Sentía que debía hacer algo
significativo por el Día Mundial del Síndrome de Down, que debía decir algo,
a pesar de que no habíamos hecho público el diagnóstico más allá de nuestros
familiares y amigos íntimos.
Me senté en la cocina delante de mi portátil, con mi barriga embarazada
reposando contra el teclado y escribí y reescribí un breve reconocimiento
del día.
Quería decir algo sobre mi asombro, mi consciencia de que ese diminuto bebé
que llevaba en mi interior era intensamente mío y perfecto tal y como era,
con o sin síndrome de Down. Quería decir cuánto me encantó ser amiga de
Carey, cuánta alegría trajo a mi vida.
¿Qué sabía yo sobre el síndrome de Down? ¿Qué derecho tenía yo a decir nada?
Borré mis palabras y apagué el ordenador.
Cuando san Pablo habló de la vida de la fe, dijo que es como mirar en un
espejo borroso. “Después”, decía, “veremos cara a cara”.
Cuando Ace llegó, ese espejo borroso que lo separaba de su diagnóstico se
partió en pedazos: nació con la cara más redonda y perfecta que jamás había
visto. Tenía la cabeza cubierta de pelo dorado. Tenía el aspecto de mi bebé.
No tenía el aspecto de ningún síndrome.
Cortesía de Micha Boyett
Cuando contamos a sus hermanos lo que era el síndrome de Down, escucharon
con todo su cuerpo. Sus ojos grandes y quietos. “Algunas cosas serán más
sencillas para él”, les dije. “¡Será el más flexible de la familia!”.
“Y otras cosas le resultarán más complicadas, como leer o correr. Tendremos
que ayudarle y animarle más, pero sé que puedo contar con vosotros,
¿verdad?”.
¿Qué otra cosa podía decir?
Ace es un bebé de ensueño. Es más dulce que cualquier persona que conozca,
joven o adulta. Vive por sus hermanos, que le rodean de bailes y canciones,
o le dejan a sus anchas en su tiempo “boca abajo” en la manta, mientras
ellos meriendan o hacen los deberes, a veces riendo, a veces peleando o
llorando, a veces respondiéndome. Ace observa mientras yo desenredo a los
luchadores o sermoneo al pequeño respondón o reparto consecuencias. Y espera
a que nuestros ojos se crucen con los suyos. Y cuando se cruzan, a veces
suspiro por la pureza de su amor a nosotros. Nosotros, los indignos.
Ace simplemente anhela vernos y que nosotros le veamos.
La semana pasada leí algo sobre el poder, sobre las maneras en que los
humanos siempre tratamos de aferrarnos a él: ansiamos ser importantes, ser
suficientemente aptos, ganar el respeto, merecer el aplauso. Eso es, pensé.
No es que de alguna forma Ace sea mejor que nosotros, más angelical que
nosotros. Tampoco que esté operando a un nivel diferente de bondad humana.
Simplemente es que —incluso como bebé— no parece querer aferrarse al poder.
No le desespera la relevancia. Simplemente desea amar y ser amado, conocer y
ser conocido. Y cuando le miran, estalla en sonrisas y palmas.
El mes pasado en el coche después del colegio, mi hijo de siete años me
dijo: “Mamá, no quiero que Ace sea diferente. No quiero que parezca
diferente de los otros niños porque eso me pone muy triste”.
“Sí, debe de ser algo muy duro, cariño”, le dije. “Siento que te ponga
triste”. De nuevo, ¿qué otra cosa podía decir?
Sufrimos en esta vida. Y la cuestión no es sobre si llegará o no el
sufrimiento, sino cómo, cuándo y cómo responderemos. Doy gracias a Dios
porque mis hijos mayores estén aprendiendo esa verdad ahora: que ser
diferente es duro y hermoso, que la dicha no se encuentra en huir del
sufrimiento, sino en inclinarse hacia él y salir del desafío más sabio y más
generoso.
Sí, será doloroso para mis hijos mayores ver las dificultades de Ace, pero
creo que la vida de Ace les ayudará a desarrollarse de forma más natural
para ser hombres compasivos, de esos que aprendieron a amar a alguien que no
codiciaba el poder. Rezo para que aprendan de Ace a esforzarse, a amar a lo
grande, a dar prioridad a la amistad por encima del rendimiento.
Ha habido momentos en los que pensé en las otras 475, las otras mujeres
cuyos bebés mostraron marcadores de síndrome de Down pero cuyos análisis
sanguíneos resultaron negativos. Sentí celos y me pregunté por qué tenía que
ser más difícil para mí y para mi bebé.
Y ahora, después de un año de aquel Día Mundial del Síndrome de Down, cuando
no supe qué decir o cómo decirlo, cuando el rostro de mi dulce bebé estaba
temporalmente perdido en el espejo borroso de un diagnóstico que yo no sabía
aceptar, he estado aprendiendo a reconocer la realidad del don que he
recibido.
Las probabilidades eran de 1 contra 476, y yo gané la lotería.
Si pudiera escribir esa publicación de Facebook para mi yo embarazada, la
mujer sentada en la cocina con el portátil abierto, la mujer que temía estar
entrando en un mundo de pérdida y lamentos, esto es lo que le diría:
Querida niña, respira hondo. Acabas de ganar la lotería.
No es lo que tenías planeado y así son las mejores aventuras de todas.
Le diría que sus hijos mayores son capaces de una ternura que hasta ahora
desconocía. Le diría que amar a otra persona siempre es arriesgado, tenga o
no una discapacidad. Le hablaría de aquel día que puse a dormir la siesta a
Ace con tres meses y mi hijo mayor me pidió que rezáramos para “que el
síndrome de Down de Ace no le hiciera daño”.
Le contaría que cuando Ace llora, mi hijo de cinco años grita-canta la
canción que compusimos: “¡Soy Acey! ¡Soy Acey! ¡Soy un niño adorable!”. Le
diría que, a pesar del caos de todo, en cuanto Ace escucha la voz de su
hermano deja de llorar para poder escucharle.
Le diría que nunca existió una historia diferente a esta. Ninguna como la
que tenía en su cabeza, una historia con tres hijos de desarrollo típico,
todos creciendo fuertes y guapos y con vidas fáciles y de éxito.
Le diría que esta siempre fue la historia real. La verdadera historia de
nuestra familia: Tus hijos mayores fueron creados con este plan ya en
marcha. Y todo es perfecto de esta forma, le diría. Simplemente observa y
ve.
Le recordaría esos momentos de Carey jugando en la vereda con su camiseta de
Barbie, que ella quería a Carey y que Carey la quería a ella.
Le diría que merece la pena, con todos los riesgos, todos los miedos, todas
las terapias y desafíos y la incertidumbre del futuro. Merece la pena porque
el amor es más grande y más salvaje y más espectacular de lo que puede
imaginar.
Un año más tarde, ha sido el Día Mundial del Síndrome de Down.
Y yo he
ganado la lotería.