Perdono a los que me hacían bullying: una carta del cordero a los lobos
Elizabeth Scalia, aleteia
A veces, la misericordia que practicamos con los demás es por nuestra propia
autoestima
De pequeña me acosaban.
Por supuesto, nadie merece ser víctima de acosos o abusos, pero la madurez
me ha enseñado algo sobre el victimismo: si nos criamos como víctimas, eso
nos persigue allá donde vamos. Es como si desprendiéramos un aroma de
vulnerabilidad que los violentos perciben y que convierten en su objetivo.
En mi caso, el acoso era un fenómeno que ocurría durante la enseñanza
primaria pero, cuando lo recuerdo y pienso en ello (me ha vuelto mucho a la
mente, en los momentos más extraños de mi vida), me doy cuenta de lo que
ocurrió en la escuela fue sólo después de que primero sucediera en casa.
Y lo que sucedió en casa fue una serie de traumas familiares que dejaron a
los adultos tan destrozados que apenas eran funcionales, lo que me dejaba a
mí (la más pequeña de mis hermanos con diferencia) un tanto olvidada.
Debía arreglármelas por mí misma, algo que —debido a mi carácter de niña
tímida y sumisa— hice bastante mal.
Los abusos verbales y físicos por parte de algunos miembros de la familia
empezaron a manifestarse abiertamente.
Me mandaban al colegio sucia y despeinada, con un almuerzo que consistía en
un sándwich de queso cremoso y mermelada (servilleta no incluida) y con
semblante ausente y confuso, así que era muy fácil que, incluso sin
desprender ningún tipo de aroma, cualquiera que albergara cierta
sensibilidad lupina captara mi esencia: corderito débil y herido localizado,
que den comienzo la carnicería y el festín.
Después de los años, he llegado a darme cuenta de que la sarta de
estupideces de la que era víctima —que me empujaran en el patio y despertara
del golpe en la cabeza justo a tiempo para volver a la fila al final del
recreo; las notitas amenazantes; las falsas invitaciones y las consiguientes
burlas; los empujones propios de una mentalidad de manada y las crudelísimas
mofas— eran todas normales en la trayectoria de los típicos abusones, que
tiene poca imaginación y aún menos valor.
Tenía unos diez u once años. En total la situación duró dos años, hasta que
mi familia se mudó a la otra punta del país.
Yo odiaba la ciudad nueva, pero ya tenía una mejor idea de lo que buscaban
los abusones; el abandono personal, según he aprendido, era buena parte de
ello, así que llegué a mi nueva escuela limpia como los chorros del oro y,
puesto que era el comienzo de la secundaria y todos eran a su manera
“nuevos”, tenía la sensación de que de verdad tenía una segunda oportunidad,
no tanto para “encajar” (que era algo que nunca había hecho ni aspiraba a
hacerlo), sino al menos para no destacar como un corderito herido.
Mi éxito fue manifiesto. Aunque mi hogar siguiera balanceándose entre la
monotonía y la disfuncionalidad, la escuela al menos se había convertido en
una experiencia bastante feliz.
Y aun así, durante esos extraños momentos que mencionaba al principio,
volvían a la palestra de mi mente los recuerdos de los nombres y las caras
de esos niños y niñas de la escuela católica, de los peores años de mi vida.
Los podía ver con claridad; escuchaba sus burlas; recordaba la sensación del
rechazo y del rotundo menosprecio, la sensación de ser merecedora de este
trato, porque era fea; porque no era guay; porque era —como decían por aquel
entonces— una marginada, es decir, desconectada de la sexualidad, también
conocida como empollona, pringada o, más actual, una friki, en el sentido
ofensivo de la palabra. No se andaban con rodeos.
Un día, sentada delante del sagrario con todos estos ecos reverberando en mi
alma, sentí el impulso de escribirles a todos.
En la carta, decía que casi lograba entender por qué una chica sucia con el
pelo grasiento, que se tropezaba con el día a día de la gente normal como un
desorientado veterano de guerra, era demasiado diferente como para librarse
del odio de los demás.
Les escribí que mi estado de por aquel entonces no era culpa de nadie, en
realidad; mi familia había quedado tan hecha pedazos como un pueblecito que
hubiera sido víctima de un bombardeo y —aunque, de nuevo, no era culpa de
nadie— los escombros que quedaban del pueblo eran precisamente el tipo de
ruinas donde gustan ir a jugar los niños, en su ignorancia.
Y por eso les perdonaba. Les perdonaba por tener una edad en la que carecían
de la capacidad de sentir el tipo de compasión que, al mirarme, haría pensar
“alguien tiene que cuidar de esa niña”.
Les perdonaba en mi carta por sentirse superiores a mí y también por tenerme
miedo porque, en algún nivel de consciencia, creo que era miedo lo que
sentían.
Cuando tienes una infancia suburbana normal y corriente, con un nivel de
cordura aceptable, con unos padres atentos, y ves a un niño que solía ser
como tú y que de repente va por ahí como un coche estrellado —con las ruedas
girando, pero vuelta del revés, como dice la canción de U2—, debe de suponer
un ataque aterrador a tu propio sentido de la precaución.
Escribí esa carta y caminé hacia la pila de agua bendita. Rocié la carta con
el agua y luego dejé la hoja de papel ante el sagrario. Una ofrenda de paz
ante Aquél que es la Paz. Una súplica de misericordia para mí misma, para
poder pasar página, para perdonar y curarme así de aquellas viejas heridas,
para ser perdonada también por todos mis propios fracasos humanos en el
amor: mis fracasos a la hora de reconocer a otros corderos heridos y
ofrecerles protección contra los lobos.
Y que no me convierta en lobo, en el lobo de nadie, ni de mí misma.