Vía Crucis 2014: EL ROSTRO DE CRISTO, EL ROSTRO DEL HOMBRE
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MEDITACIONES 2014 de
S.E. Mons. Giancarlo Maria BREGANTINI,
Arzobispo de Campobasso-Boiano
Coliseo
INTRODUCCIÓN
«El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que
dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se
cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la
Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”» (Jn 19,35-37).
Dulce Jesús,
subiste al Gólgota sin titubear, como gesto de amor,
y te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde hijo de María,
cargaste con nuestra noche
para mostrarnos con cuánta luz
querías henchir nuestro corazón.
En tu dolor, reside nuestra redención,
en tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete veces perdonados
en tus últimos suspiros de hombre entre los hombres,
nos devuelves a todos al corazón del Padre,
para indicarnos en tus últimas palabras
la vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú, el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz,
solamente comprendido por Ella, la Madre,
que permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo.
Tu sed es fuente de esperanza siempre encendida,
mano tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso.
Concédenos a todos nosotros, Señor Jesús crucificado,
tu infinita misericordia,
perfume de Betania en el mundo,
gemido de vida para la humanidad.
Y, confiados finalmente en las manos de tu Padre,
ábrenos la puerta de la vida que nunca muere. Amén.
PRIMERA ESTACIÓN
Jesús condenado a muerte
El dedo acusador
(clic en la imagen para verla ampliada)
«Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero
ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Por tercera vez les
dijo: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa
que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Pero
ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba
creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que
pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por
revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc 23,20-25).
Un Pilato atemorizado que no busca la verdad, el dedo acusador y el
creciente clamor de la multitud, son los primeros pasos de la muerte de
Jesús. Inocente como un cordero cuya sangre salva a su pueblo. Ese Jesús,
que ha pasado entre nosotros curando y bendiciendo, es condenado ahora a la
pena capital. Ninguna palabra de gratitud por parte del gentío que, en
cambio, elige a Barrabás. Para Pilato, se convierte en un caso embarazoso.
Lo entrega a la muchedumbre y se lava las manos, enteramente apegado a su
poder. Lo entrega para que sea crucificado. No quiere saber nada de él. Para
él, el caso está cerrado.
La condena apresurada de Jesús acoge así las acusaciones fáciles, los
juicios superficiales entre la gente, las insinuaciones y prejuicios, que
cierran el corazón y se convierten en cultura racista, de exclusión y
descarte, con cartas anónimas y horribles calumnias. Si acusados, se salta
inmediatamente en primera página; si absueltos, se termina en la última.
¿Y nosotros? ¿Sabremos tener una conciencia recta y responsable,
transparente, que nunca dé la espalda al inocente, sino que luche con valor
en favor de los débiles, resistiéndose a la injusticia y defendiendo por
doquier la verdad ultrajada?
ORACIÓN
Señor Jesús,
hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y verdaderas. Amén.
SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas
El pesado madero de la crisis
«Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos al
pecado, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados. Pues
andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y
guardián de vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa el madero de la cruz, porque, en él, Jesús lleva consigo todos nuestros
pecados. Se tambalea bajo este peso, demasiado grande para un solo hombre
(cf. Jn 19,17).
Es también el peso de todas las injusticias que ha causado la crisis
económica, con sus graves consecuencias sociales: precariedad, desempleo,
despidos; un dinero que gobierna en lugar de servir, la especulación
financiera, el suicidio de empresarios, la corrupción y la usura, las
empresas que abandonan el propio país.
Esta es la pesada cruz del mundo del trabajo, la injusticia en la espalda de
los trabajadores. Jesús la carga sobre sus hombros y nos enseña a no vivir
más en la injusticia, sino a ser capaces, con su ayuda, de crear puentes de
solidaridad y esperanza, para no ser ovejas errantes ni extraviadas en esta
crisis.
Volvamos, pues, a Cristo, pastor y guardián de nuestras almas. Luchemos
juntos por el trabajo en reciprocidad, superando el miedo y el aislamiento,
recuperando la estima por la política y tratando de solventar juntos los
problemas.
La cruz, entonces, se hará más ligera, si la llevamos con Jesús y la
levantamos todos juntos, porque con sus heridas – resquicios de luz – hemos
sido curados.
ORACIÓN
Señor Jesús,
cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad. Amén.
TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
La fragilidad que se abre a la acogida
«Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo
estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por
nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo
saludable cayó sobre él» (Is 53,4-5).
Es un Jesús frágil, muy humano, el que contemplamos con asombro en esta
estación de gran dolor. Pero es precisamente esta caída en tierra lo que
revela aún más su inmenso amor. Está acorralado por el gentío, aturdido por
los gritos de los soldados, cubierto por las llagas de la flagelación, lleno
de amargura interior por la inmensa ingratitud humana. Y cae. Cae por
tierra.
Pero en esta caída, en este ceder al peso y la fatiga, Jesús vuelve a ser
una vez más maestro de vida. Nos enseña a aceptar nuestras fragilidades, a
no desanimarnos por nuestros fallos, a reconocer con lealtad nuestras
limitaciones: «El deseo del bien está a mi alcance – dice san Pablo – pero
no el realizarlo» (Rm 7,18).
Con esta fuerza interior que viene del Padre, Jesús también nos ayuda a
aceptar las debilidades de los demás; a no indignarnos con quien ha caído, a
no ser indiferentes con quien cae. Y nos da la fuerza para no cerrar la
puerta a quien llama a nuestra casa pidiendo asilo, dignidad y patria.
Conscientes de nuestra fragilidad, acogeremos entre nosotros la fragilidad
de los emigrantes, para que encuentren seguridad y esperanza.
En efecto, en el agua sucia del cántaro del Cenáculo, es decir, en nuestra
fragilidad, es donde se refleja el verdadero rostro de nuestro Dios. Por
eso, «todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios»
(1 Jn 4,2).
ORACIÓN
Señor Jesús,
que te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino que es verdadera madre de todos. Amén.
CUARTA ESTACIÓN
Jesús se encuentra con la Madre
Lágrimas solidarias
«Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este ha sido puesto
para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de
contradicción: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una
espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35). «Llorad con los que lloran.
Tened la misma consideración y trato unos con otros» (Rm 12,15-16).
Este encuentro de Jesús con María, su madre, está cargado de emoción, de
lágrimas amargas. En él se expresa la fuerza invencible del amor materno,
que supera todo obstáculo y sabe abrir caminos. Pero impresiona aún más la
mirada solidaria de María, que comparte e infunde fuerza al Hijo. Nuestro
corazón se llena así de asombro al contemplar la grandeza de María,
precisamente en su hacerse, ella misma criatura, «prójimo» para con su Dios
y su Señor.
Ella recoge las lágrimas de todas las madres por sus hijos lejanos, por los
jóvenes condenados a muerte, asesinados o enviados a la guerra,
especialmente por los niños soldados. En ellas escuchamos el lamento
desgarrador de las madres por sus hijos, moribundos a causa de tumores
producidos por la quema de residuos tóxicos.
¡Qué lágrimas tan amargas! ¡Solidaridad en compartir la ruina de los hijos!
Madres que velan en la noche, con las luces encendidas, temblando por los
jóvenes abrumados por la inseguridad o en las garras de la droga y el
alcohol, especialmente las noches del sábado.
Junto a María, nunca seremos un pueblo huérfano. Nunca olvidados. Como a san
Juan Diego, María también nos ofrece a nosotros la caricia de su consuelo
materno, y nos dice: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy
tu Madre?» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).
ORACIÓN
Salve, Madre,
dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad. Amén
(San Gaspar Bertoni).
QUINTA ESTACIÓN
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
La mano amiga que levanta
«A uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de
Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz» (Mc 15,21).
Simón de Cirene pasa casualmente por allí. Pero se convierte en un encuentro
decisivo en su vida. Él volvía del campo. Hombre de fatigas y vigor. Por eso
se le obligó a llevar la cruz de Jesús, condenado a una muerte infame (cf.
Flp 2,8).
Pero este encuentro, el principio casual, se trasformará en un seguimiento
decisivo y vital de Jesús, llevando cada día su cruz, negándose a sí mismo
(cf. Mt 16,24-25). En efecto, Simón es recordado por Marcos como el padre de
dos cristianos conocidos en la comunidad de Roma: Alejandro y Rufo. Un padre
que ha impreso ciertamente en el corazón de los hijos la fuerza de la cruz
de Jesús. Porque la vida, si uno se aferra demasiado a ella, enmohece y se
agosta. Pero si la ofrece, florece y se convierte en espiga de grano, para
él y para toda la comunidad.
En esto radica la verdadera cura de nuestro egoísmo, siempre al acecho. La
relación con el otro nos rehabilita y crea una hermandad mística,
contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe
descubrir a Dios en cada ser humano, que puede soportar las penas de la
vida, apoyándose en el amor de Dios. Sólo con el corazón abierto al amor
divino, me veo impulsado a buscar la felicidad de los demás en tantos gestos
de voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo sin intereses, una
lágrima enjugada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso con altas
miras por el bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo toda
forma de recelo y envidia.
El mismo Jesús nos lo recuerda: «Lo que hicisteis con uno de estos, mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
ORACIÓN
Señor Jesús,
en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia,
que se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti.
La ayuda fraterna es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida.
No permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar de largo,
y ayúdanos a derramar el ungüento de consolación en las heridas de los
otros,
para hacernos compañeros leales de camino,
sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad. Amén.
SEXTA ESTACIÓN
Verónica enjuga el rostro de Jesús
La ternura femenina
«Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me
escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús se arrastra con dificultad, jadeando. Pero la luz de su rostro se
mantiene intacta. No hay ofensa que pueda oponerse a su belleza. Los
salivazos no la han empañado. Los golpes no han conseguido quebrarla. Este
rostro se parece a una zarza ardiente que, cuanto más se le ultraja, más
consigue emanar una luz de salvación. De los ojos del Maestro manan lágrimas
silenciosas. Lleva el peso del abandono. Sin embargo, Jesús avanza, no se
detiene, no vuelve atrás. Afronta la opresión. Está turbado por la crueldad,
pero él sabe que su muerte no será en vano.
Jesús, entonces, se detiene ante una mujer que viene a su encuentro sin
titubeos. Es la Verónica, verdadera imagen femenina de la ternura.
El Señor encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad amorosa, de sentirnos
amados y protegidos por gestos de solicitud y de cuidados. Las caricias de
esta criatura se empapan de la sangre preciosa de Jesús y parecen
purificarlo de las profanaciones recibidas en aquellas horas de tortura. La
Verónica consigue tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo para
aliviar, sino para participar en su sufrimiento. Reconoce en Jesús a cada
prójimo que ha de consolar, con un toque de ternura, para entrar en el
gemido de dolor de los que hoy no reciben asistencia ni calor de compasión.
Y mueren de soledad.
ORACIÓN
Señor Jesús,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,
que también tú sufriste injustamente.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno. Amén.
SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
La angustia de la cárcel y de la tortura
«Me rodeaban cerrando el cerco... Me rodeaban como avispas, ardiendo como el
fuego en las zarzas, en el nombre del Señor los rechacé. Empujaban y
empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó... Me castigó, me castigó
el Señor, pero no me entregó a la muerte»(Sal 117,11.12-13.18).
En Jesús se cumplen verdaderamente las antiguas profecías del Siervo humilde
y obediente, que carga sobre sus hombros toda nuestra historia de dolor. Y
así, Jesús, llevado a empellones, se desploma por la fatiga y la opresión,
rodeado, circundado por la violencia, ya sin fuerzas. Cada vez más solo,
cada vez más en la oscuridad. Lacerado en la carne, con los huesos
magullados.
En él reconocemos la amarga experiencia de los detenidos en prisión, con
todas sus contradicciones inhumanas. Rodeados y cercados, «empujados para
derribarlos». A la cárcel se la mantiene aún hoy demasiado lejana, olvidada,
rechazada por la sociedad civil. Hay absurdos de la burocracia, lentitud de
la justicia. El hacinamiento es una doble pena, un dolor agravado, una
opresión injusta, que desgasta la carne y los huesos. Algunos – demasiados –
no sobreviven... Y aun cuando un hermano nuestro sale, lo seguimos
considerando «ex recluso», cerrándole así las puertas del rescate social y
laboral.
Pero más grave es la tortura, por desgracia muy practicada en varias partes
de la tierra de muchos modos. Como lo fue para Jesús, también él golpeado,
humillado por la soldadesca, torturado con la corona de espinas, azotado con
crueldad.
Ante esta caída, cómo nos percatamos de la verdad de aquellas palabras de
Jesús: «Estuve en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,36). En toda cárcel,
junto a cada torturado, siempre está él, el Cristo que sufre, encarcelado y
torturado. Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda, para no ser
entregados al miedo. Sólo juntos nos levantamos, acompañados por agentes
apropiados, apoyados en la mano fraterna de los voluntarios y rescatados de
una sociedad civil que hace suyas las muchas injusticias cometidas dentro de
los muros de una prisión.
ORACIÓN
Señor Jesús,
una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias,
debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la
condena.
Haz que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de
omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo. Amén.
OCTAVA ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Compartir, no sólo conmiseración
«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros
hijos» (Lc 23,28).
Las figuras femeninas en el camino del dolor se presentan como antorchas
encendidas. Mujeres de fidelidad y valor que no se dejan intimidar por los
guardias ni escandalizar por las llagas del Buen Maestro. Están dispuestas a
encontrarlo y consolarlo. Jesús está allí, ante ellas. Hay quien lo pisotea
mientras cae por tierra agotado. Pero las mujeres están allí, listas para
darle ese cálido latido que el corazón ya no puede contener. Antes lo
observan desde lejos, pero luego se acercan, como hace el amigo, el hermano
o hermana cuando se da cuenta de las dificultades del ser querido.
Jesús se impresiona por su llanto amargo, pero les exhorta a no desgastar el
corazón en verlo tan maltratado, a no ser mujeres que lloran, sino
creyentes. Pide un dolor compartido y no una conmiseración sollozante. No
más lamentos, sino deseos de renacer, de mirar hacia adelante, de proceder
con fe y esperanza hacia esa aurora de luz que surgirá aún más cegadora
sobre la cabeza de quienes caminan con los ojos puestos en Dios. Lloremos
por nosotros mismos si aún no creemos en ese Jesús que nos ha anunciado el
Reino de la salvación. Lloremos por nuestros pecados no confesados.
Y lloremos también por esos hombres que descargan sobre las mujeres la
violencia que llevan dentro. Lloremos por las mujeres esclavizadas por el
miedo y la explotación. Pero no basta compungirse y sentir compasión. Jesús
es más exigente. Las mujeres deben ser amadas como un don inviolable para
toda la humanidad. Para hacer crecer a nuestros hijos, en dignidad y
esperanza.
ORACIÓN
Señor Jesús,
frena la mano que ataca a las mujeres.
Libera su corazón del abismo de la desesperación
cuando se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas.
Y abre nuestro corazón para compartir todo dolor,
con sinceridad y fidelidad,
más allá de la compasión natural,
para hacernos instrumentos de la verdadera liberación. Amén.
NOVENA ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez
Superar la nociva nostalgia
«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?,
¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?...
Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm
8,35.37).
San Pablo enumera sus pruebas, pero sabe que Jesús ha pasado antes por
ellas, que en el camino hacia el Gólgota cayó una, dos, tres veces.
Destrozado por la tribulación, la persecución, la espada; oprimido por el
madero de la cruz. Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos momentos
de oscuridad: «¡Ya no puedo más!».
Es el grito de los perseguidos, los moribundos, los enfermos terminales, los
oprimidos por el yugo.
Pero en Jesús se ve también su fuerza: «Si hace sufrir, se compadece» (Lm
3,32). Nos muestra que en la aflicción siempre está su consuelo, un «más
allá» que se entrevé en la esperanza. Como la poda de la vid que el Padre
celestial, con sabiduría, hace precisamente con los sarmientos que dan fruto
(cf. Jn 15,8). Nunca para cercenar, sino siempre para rebrotar. Como una
madre cuando llega su hora: se inquieta, gime, sufre en el parto. Pero sabe
que son los dolores de la nueva vida, de la primavera en flor, precisamente
por esa poda.
Que la contemplación de Jesús caído, pero capaz de ponerse en pie, nos ayude
a vencer la congoja que el temor por el mañana imprime en nuestro corazón,
especialmente en este tiempo de crisis. Superemos la nociva nostalgia del
pasado, la comodidad del inmovilismo, del «siempre se ha hecho así». Ese
Jesús que se tambalea y cae, pero que luego se levanta, es la certeza de una
esperanza que, alimentada por la oración intensa, nace precisamente durante
la prueba, y no después de la prueba ni sin prueba. Por la fuerza de su
amor, saldremos más que victoriosos.
ORACIÓN
Señor Jesús,
te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del
pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8;
2 Co 8,9). Amén.
DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es despojado de las vestiduras
La unidad y la dignidad
«Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo
cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica
sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No la
rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca”. Así se cumplió
la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”. Esto
hicieron los soldados»(Jn 19,23-24).
No dejaron ni un trozo de tela que cubriera el cuerpo de Jesús. Lo
despojaron. No tenía manto ni túnica, ningún vestido. Lo desnudaron como un
acto de humillación extrema. Sólo le cubría la sangre, que borbotaba de sus
numerosas heridas.
La túnica queda intacta: es símbolo de la unidad de la Iglesia, una unidad
que se ha de recobrar mediante un camino paciente, una paz artesana,
construida día a día en un tejido recompuesto con los hilos de oro de la
fraternidad, en un clima de reconciliación y perdón mutuo.
En Jesús, inocente, despojado y torturado, reconocemos la dignidad violada
de todos los inocentes, especialmente de los pequeños. Dios no impidió que
su cuerpo despojado fuera expuesto en la cruz. Lo hizo para rescatar todo
abuso injustamente cubierto, y demostrar que él, Dios, está irrevocablemente
y sin medias tintas de parte de las víctimas.
ORACIÓN
Señor Jesús,
queremos volver a ser inocentes como niños,
para poder entrar en el reino de los cielos,
purificados de nuestra suciedad y de nuestros ídolos.
Retira de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones,
que hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para vivir según tus preceptos
y observar y poner en práctica tus leyes. Amén.
UNDÉCIMA ESTACIÓN
Jesús clavado en la cruz
En el lecho de los enfermos
«Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver
lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el
letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron
con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se
cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron como un malhechor”» (Mc
15,24-28).
Y lo crucificaron. La pena de los infames, de los traidores, de los esclavos
rebeldes. Esta es la pena que se aplica a nuestro Señor Jesús: ásperos
clavos, dolor lacerante, la congoja de la madre, la vergüenza de verse
acomunado a dos bandidos, la ropa repartida entre los soldados como un
botín, la burlas crueles de quienes pasaban por allí: «A otros ha salvado y
él no se puede salvar..., que baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt
27,42).
Y lo crucificaron. Jesús no desciende, no abandona la cruz. Permanece
obediente hasta el fin a la voluntad del Padre. Ama y perdona.
También hoy, como Jesús, muchos hermanos y hermanas nuestros están clavados
al lecho de dolor, en hospitales, asilos de ancianos, en nuestras familias.
Es el tiempo de la prueba, de días amargos, de soledad e incluso de
desesperación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Que nuestra mano nunca sea para clavar, sino siempre para acercar, consolar
y acompañar a los enfermos, levantándolos de su lecho de dolor. La
enfermedad no pide permiso. Llega siempre de improviso. A veces trastoca,
limita los horizontes, pone a dura prueba la esperanza. Su hiel es amarga.
Sólo si tenemos junto a nosotros a alguien que nos escucha, que nos es
cercano, que se sienta en nuestro lecho..., entonces la enfermedad puede
convertirse en una gran escuela de sabiduría, en encuentro con el Dios
paciente. Cuando alguno toma sobre sí nuestra enfermedad por amor, también
la noche del dolor se abre a la luz pascual de Cristo crucificado y
resucitado. Lo que humanamente es una condena, puede transformarse en un
ofrecimiento redentor por el bien de nuestras comunidades y familias. A
ejemplo de los Santos.
ORACIÓN
Señor Jesús,
no te alejes de mí,
siéntate en mi lecho de dolor y hazme compañía.
No me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo creo que tú eres el Amor,
y creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad,
porque me confío a tu amor. Amén.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz
El suspiro de las siete palabras
«Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se
cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de
vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo,
se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está
cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,28-30).
Las siete palabras de Jesús en la cruz son una obra maestra de esperanza.
Jesús, lentamente, con pasos que también son los nuestros, atraviesa toda la
oscuridad de la noche, para abandonarse confiado en los brazos del Padre. Es
el gemido de los moribundos, el grito de los desesperados, la invocación de
los perdedores. Es Jesús.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es el grito de
Job, de todo hombre bajo el peso de la desgracia. Y Dios guarda silencio.
Calla porque su respuesta está allí, en la cruz: él mismo, Jesús, es la
respuesta de Dios, Palabra eterna encarnada por amor.
«Acuérdate de mí...» (Lc 23,42). La invocación fraterna del malhechor,
convertido en compañero de dolor, llega al corazón de Jesús, que siente en
ella el eco de su propio dolor. Y Jesús acoge la súplica: «Hoy estarás
conmigo en el Paraíso» (Lc 23,42-43). El dolor del otro nos redime siempre,
porque nos hace salir de nosotros mismos.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo...» (Jn 19,26). Pero es su Madre, María, que
estaba con Juan al pie de la cruz, rompiendo el acoso del miedo. La llena de
ternura y esperanza. Jesús ya no se siente solo. Como nos pasa a nosotros
cuando junto al lecho del dolor está quien nos ama. Fielmente. Hasta el
final.
«Tengo sed» (Jn 19,28). Como el niño pide de beber a su mamá; como el
enfermo abrasado por la fiebre... La sed de Jesús es la todos los sedientos
de vida, de libertad, de justicia. Y es la sed del mayor de los sedientos,
Dios, que infinitamente más que nosotros tiene sed de nuestra salvación.
«Está cumplido» (Jn 19,30). Todo cumplido: cada palabra, cada gesto, cada
profecía, cada instante de la vida de Jesús. El tapiz está completo. Los mil
colores del amor lucen ahora con hermosura. Nada se ha desperdiciado. Nada
se ha desechado. Todo se ha convertido en amor. Todo está cumplido, para mí
y para ti. Y, así, también el morir tiene un sentido.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Ahora,
heroicamente, Jesús sale del miedo a la muerte. Porque si vivimos en el amor
gratuito, todo es vida. El perdón renueva, sana, transforma y consuela. Crea
un pueblo nuevo. Frena las guerras.
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Ya no más
desesperación ante la nada. Más bien plena confianza en sus manos de Padre,
recostado en su corazón. Porque, en Dios, cada fragmento se compone
finalmente en unidad.
ORACIÓN
Oh Dios, que en la pasión de Cristo nuestro Señor,
nos has liberado de la muerte, heredad del antiguo pecado,
transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo;
y, así como hemos llevado en nosotros por nacimiento
la imagen del hombre terrenal,
haz que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
El amor es más fuerte de la muerte
«Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era
también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de
Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran» (Mt 27,57-58).
Antes de ser puesto en la tumba, Jesús es entregado finalmente a su Madre.
Es el icono de un corazón destrozado, que nos dice cómo la muerte no impide
el último beso de la madre a su hijo. Postrada ante el cuerpo de Jesús,
María se encadena a él en un abrazo total. Este icono se llama simplemente
«Piedad». Es desgarrador, pero demuestra que la muerte no quiebra el amor.
Porque el amor es más fuerte que la muerte. El amor puro es perdurable. Ha
llegado la tarde. La batalla está vencida. El amor no se ha truncado. Quién
está dispuesto a sacrificar su vida por Cristo, la encontrará. Transfigurada
más allá de la muerte.
En esta trágica entrega, se mezclan lágrimas y sangre. Como en la vida de
nuestras familias, atribuladas a veces por pérdidas imprevistas y dolorosas,
creando un vacío insalvable, sobre todo cuando muere un niño.
Piedad, entonces, significa hacerse cercanos de los hermanos en luto y que
no se resignan. Es una caridad muy grande cuidar de quien está sufriendo en
el cuerpo llagado, en la mente deprimida, en el ánimo desesperado. Amar
hasta el final es la suprema enseñanza que nos han dejado Jesús y María. Y
la misión fraterna diaria de consuelo, que se nos entrega en este abrazo
fiel entre Jesús muerto y su Madre Dolorosa.
ORACIÓN
Oh, Virgen de los Dolores,
que en nuestros santuarios nos muestras tu rostro de luz,
mientras que con los ojos hacia el cielo
y las manos abiertas
ofreces al Padre un signo de ofrenda sacerdotal,
la víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos la dulzura del último fiel abrazo
y danos tu maternal consuelo,
para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de la muerte. Amén.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Jesús es puesto en el sepulcro
El jardín nuevo
«Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un
sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía... Allí pusieron a
Jesús» (Jn 19,41-42).
Aquel jardín, donde se encuentra la tumba en la que Jesús fue sepultado,
recuerda otro jardín: el Jardín del Edén. Un jardín que, a causa de la
desobediencia, perdió su belleza y se convirtió en desolación, lugar de
muerte en vez de vida.
Las ramas silvestres que nos impiden respirar la voluntad de Dios, como el
apego al dinero, la soberbia, el derroche de la vida, se han de cortar e
injertarlas ahora en el madero de la cruz. Este es el nuevo jardín: la cruz
plantada en la tierra.
Desde allí, Jesús puede ahora llevar todo a la vida. Cuando retorne de los
abismos infernales, donde Satanás ha encerrado a muchas almas, comenzará la
renovación de todas las cosas. Aquel sepulcro representa el fin del hombre
viejo. Y, como para Jesús, Dios tampoco ha permitido para nosotros que sus
hijos fueran castigados con la muerte definitiva. La muerte de Cristo abate
todos los tronos del mal, basados en la codicia y la dureza de corazón.
La muerte nos desarma, nos hace entender que estamos expuestos a una
existencia terrenal que termina. Pero, ante ese cuerpo de Jesús puesto en el
sepulcro, tomamos conciencia de lo que somos: criaturas que, para no morir,
necesitan a su Creador.
El silencio que rodea ese jardín nos permite escuchar el susurro de una
suave brisa: «Yo soy el que vive, y yo estoy con vosotros» (cf. Ex 3,14). El
velo del templo se rasgó. Finalmente vemos el rostro de nuestro Señor. Y
conocemos plenamente su nombre: misericordia y fidelidad, para no quedar
nunca confusos, ni siquiera ante la muerte, porque el Hijo de Dios fue libre
en medio de los muertos (cf. Sal 87,6 Vulg.).
ORACIÓN
Protégeme, oh Dios, en ti me refugio.
Tú eres mi heredad y mi copa,
en tus manos está mi vida.
Te pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo a mi derecha, no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se regocija mi alma,
y también mi carne descansa segura.
No abandones mi vida en el abismo
ni dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. Amén.
(cf. Sal 15)