Mensaje del Papa San Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la Juventud 2005
En Colonia (Alemania) del 16 al 21 de agosto de 2005 con el lema
«Hemos venido a adorarle» (Mt 2,2).
El Papa Juan Pablo II participó desde el cielo
Queridísimos jóvenes:
1. Este año hemos celebrado la XIX Jornada Mundial de la Juventud meditando
sobre el deseo expresado por algunos griegos que con motivo de la Pascua
llegaron a Jerusalén: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Y ahora nos
encontramos en camino hacia Colonia, donde en agosto de 2005 tendrá lugar la
XX Jornada Mundial de la Juventud.
«Hemos venido a adorarle» (Mt 2,2): este es el tema del próximo encuentro
mundial juvenil. Es un tema que permite a los jóvenes de cada continente
recorrer idealmente el itinerario de los Reyes Magos, cuyas reliquias se
veneran según una pía tradición precisamente en aquella ciudad, y encontrar,
como ellos, al Mesías de todas las naciones.
En verdad, la luz de Cristo ya iluminaba la inteligencia y el corazón de los
Reyes Magos. «Se pusieron en camino» (Mt 2,9), cuenta el evangelista,
lanzándose con coraje por caminos desconocidos y emprendiendo un largo viaje
nada fácil. No dudaron en dejar todo para seguir la estrella que habían
visto salir en el Oriente (cfr. Mt 2,2). Imitando a los Reyes Magos, también
vosotros, queridos jóvenes, os disponéis a emprender un «viaje» desde todas
las partes del globo hacia Colonia. Es importante que os preocupéis no sólo
de la organización práctica de la Jornada Mundial de la Juventud, sino que
cuidéis en primer lugar la preparación espiritual en una atmósfera de fe y
de escucha de la Palabra de Dios.
2. «Y la estrella ... iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo
encima del lugar donde estaba el niño» (Mt 2,9). Los Reyes Magos llegaron a
Belén porque se dejaron guiar dócilmente por la estrella. Más aún, «al ver
la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). Es importante,
queridos amigos, aprender a escrutar los signos con los que Dios nos llama y
nos guía. Cuando se es consciente de ser guiado por Él, el corazón
experimenta una auténtica y profunda alegría acompañada de un vivo deseo de
encontrarlo y de un esfuerzo perseverante de seguirlo dócilmente.
«Entraron en la casa, vieron al niño con María su madre» (Mt 2,11). Nada de
extraordinario a simple vista. Sin embargo, aquel Niño es diferente a los
demás: es el Hijo primogénito de Dios que se despojó de su gloria (cfr. Fil
2,7) y vino a la tierra para morir en la Cruz. Descendió entre nosotros y se
hizo pobre para revelarnos la gloria divina que contemplaremos plenamente en
el Cielo, nuestra patria celestial.
¿Quién podría haber inventado un signo de amor más grande? Permanecemos
extasiados ante el misterio de un Dios que se humilla para asumir nuestra
condición humana hasta inmolarse por nosotros en la cruz (cfr. Fil 2,6-8).
En su pobreza, vino para ofrecer la salvación a los pecadores. Aquel que -
como nos recuerda san Pablo - «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro,
para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2Cor 8,9). ¿Cómo no dar
gracias a Dios por tanta bondad condescendiente?
3. Los Reyes Magos encontraron a Jesús en «Bêt-lehem», que significa «casa
del pan». En la humilde cueva de Belén yace, sobre un poco de paja, el
«grano de trigo» que muriendo dará «mucho fruto» (cfr. Jn 12,24). Para
hablar de sí mismo y de su misión salvífica, Jesús, en el curso de su vida
pública, recurrirá a la imagen del pan. Dirá: «Yo soy el pan de vida», «Yo
soy el pan que bajó del cielo», «El pan que yo le daré es mi carne, vida del
mundo» (Jn 6,35.41.51).
Recorriendo con fe el itinerario del Redentor desde la pobreza del Pesebre
hasta el abandono de la Cruz, comprendemos mejor el misterio de su amor que
redime a la humanidad. El Niño, colocado suavemente en el pesebre por María,
es el Hombre-Dios que veremos clavado en la Cruz. El mismo Redentor está
presente en el sacramento de la Eucaristía. En el establo de Belén se dejó
adorar, bajo la pobre apariencia de un neonato, por María, José y los
pastores; en la Hostia consagrada lo adoramos sacramentalmente presente en
cuerpo, sangre, alma y divinidad, y Él se ofrece a nosotros como alimento de
vida eterna. La santa Misa se convierte ahora en un verdadero encuentro de
amor con Aquel que se nos ha dado enteramente. No dudéis, queridos jóvenes,
en responderle cuando os invita «al banquete de bodas del Cordero» (cfr. Ap
19,9). Escuchadlo, preparaos adecuadamente y acercaos al Sacramento del
Altar, especialmente en este Año de la Eucaristía (octubre 2004-2005) que he
querido declarar para toda la Iglesia.
4. "Y postrándose le adoraron" (Mt 2,11). Si en el Niño que María estrecha
entre sus brazos los Reyes Magos reconocen y adoran al esperado de las
gentes anunciado por los profetas, nosotros podemos adorarlo hoy en la
Eucaristía y reconocerlo como nuestro Creador, único Señor y Salvador.
«Abrieron sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra» (Mt
2,11). Los dones que los Reyes Magos ofrecen al Mesías simbolizan la
verdadera adoración. Por medio del oro subrayan la divinidad real; con el
incienso lo reconocen como sacerdote de la nueva Alianza; al ofrecerle la
mirra celebran al profeta que derramará la propia sangre para reconciliar la
humanidad con el Padre.
Queridos jóvenes, ofreced también vosotros al Señor el oro de vuestra
existencia, o sea la libertad de seguirlo por amor respondiendo fielmente a
su llamada; elevad hacia Él el incienso de vuestra oración ardiente, para
alabanza de su gloria; ofrecedle la mirra, es decir el afecto lleno de
gratitud hacia Él, verdadero Hombre, que nos ha amado hasta morir como un
malhechor en el Gólgota.
5. ¡Sed adoradores del único y verdadero Dios, reconociéndole el primer
puesto en vuestra existencia! La idolatría es una tentación constante del
hombre. Desgraciadamente hay gente que busca la solución de los problemas en
prácticas religiosas incompatibles con la fe cristiana. Es fuerte el impulso
de creer en los falsos mitos del éxito y del poder; es peligroso abrazar
conceptos evanescentes de lo sagrado que presentan a Dios bajo la forma de
energía cósmica, o de otras maneras no concordes con la doctrina católica.
¡Jóvenes, no creáis en falaces ilusiones y modas efímeras que no pocas veces
dejan un trágico vacío espiritual! Rechazad las seducciones del dinero, del
consumismo y de la violencia solapada que a veces ejercen los medios de
comunicación.
La adoración del Dios verdadero constituye un auténtico acto de resistencia
contra toda forma de idolatría. Adorad a Cristo: Él es la Roca sobre la que
construir vuestro futuro y un mundo más justo y solidario. Jesús es el
Príncipe de la paz, la fuente del perdón y de la reconciliación, que puede
hacer hermanos a todos los miembros de la familia humana.
6. «Se retiraron a su país por otro camino» (Mt 2,12). El Evangelio precisa
que, después de haber encontrado a Cristo, los Reyes Magos regresaron a su
país «por otro camino». Tal cambio de ruta puede simbolizar la conversión a
la que están llamados los que encuentran a Jesús para convertirse en los
verdaderos adoradores que Él desea (cfr. Jn 4,23-24). Esto conlleva la
imitación de su modo de actuar transformándose, como escribe el apóstol
Pablo, en una «hostia viva, santa, grata a Dios». Añade después el apóstol
de no conformarse a la mentalidad de este siglo, sino de transformarse por
la renovación de la mente, «para que sepáis discernir cuál es la voluntad de
Dios, buena, grata y perfecta» (cfr. Rom 12,1-2).
Escuchar a Cristo y adorarlo lleva a hacer elecciones valerosas, a tomar
decisiones a veces heroicas. Jesús es exigente porque quiere nuestra
auténtica felicidad. Llama a algunos a dejar todo para que le sigan en la
vida sacerdotal o consagrada. Quien advierte esta invitación no tenga miedo
de responderle «sí» y le siga generosamente. Pero más allá de las vocaciones
de especial consagración, está la vocación propia de todo bautizado: también
es esta una vocación a aquel «alto grado» de la vida cristiana ordinaria que
se expresa en la santidad (cfr. «Novo millennio ineunte», 31). Cuando se
encuentra a Jesús y se acoge su Evangelio, la vida cambia y uno es empujado
a comunicar a los demás la propia experiencia.
Son tantos nuestros compañeros que todavía no conocen el amor de Dios, o
buscan llenarse el corazón con sucedáneos insignificantes. Por lo tanto, es
urgente ser testigos del amor contemplado en Cristo. La invitación a
participar en la Jornada Mundial de la Juventud es también para vosotros,
queridos amigos que no estáis bautizados o que no os identificáis con la
Iglesia. ¿No será que también vosotros tenéis sed del Absoluto y estáis en
la búsqueda de "algo" que dé significado a vuestra existencia? Dirigíos a
Cristo y no seréis defraudados.
7. Queridos jóvenes, la Iglesia necesita auténticos testigos para la nueva
evangelización: hombres y mujeres cuya vida haya sido transformada por el
encuentro con Jesús; hombres y mujeres capaces de comunicar esta experiencia
a los demás. La Iglesia necesita santos. Todos estamos llamados a la
santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad. En este camino de
heroísmo evangélico nos han precedido tantos, y es a su intercesión a la que
os exhorto recurrir a menudo. Al encontraros en Colonia, aprenderéis a
conocer mejor a algunos de ellos, como a san Bonifacio, el apóstol de
Alemania, a los Santos de Colonia, en particular a Úrsula, Alberto Magno,
Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) y al beato Adolfo Kolping. Entre
éstos quisiera citar en modo particular a san Alberto y a santa Teresa
Benedicta de la Cruz que, con la misma actitud interior de los Reyes Magos,
buscaron la verdad apasionadamente. No dudaron en poner sus capacidades
intelectuales al servicio de la fe, testimoniando así que la fe y la razón
están ligadas y se atraen recíprocamente.
Queridísimos jóvenes encaminados idealmente hacia Colonia, el Papa os
acompaña con su oración. Que María, «mujer eucarística» y Madre de la
Sabiduría, os ayude en vuestro caminar, ilumine vuestras decisiones y os
enseñe a amar lo que es verdadero, bueno y bello. Que Ella os conduzca a su
Hijo, el único que puede satisfacer las esperanzas más íntimas de la
inteligencia y del corazón del hombre.
¡Con mi bendición!
Desde Castel Gandolfo, 6 de agosto de 2004
JUAN PABLO II