Los Discapacitados y la Visión de la Fe
«Tu caminar cansado te hace también maestro de
sufrimiento, pero de tu sufrimiento surge una sabiduría que, como la proa de
un barco, surca las olas para trazar una
estela que conduce al sentido de la vida y del sufrimiento», así le decía
Francesca, una joven de 16 años con hidrocefalia, al Papa Juan Pablo II el 3
de diciembre del Año Jubilar 2000, en la gran fiesta del Jubileo de los
discapacitados. Por la mañana de aquel primer domingo de Adviento, en la
basílica de San Pablo Extramuros, completamente abarrotada con los 4.500
familiares y voluntarios que acompañaban a los que ya llenaban la basílica:
7.500 minusválidos, «en sillas de rueda, con muletas y con alegría» –así
informó en su día Alfa y Omega–, antes de despedirse, Juan Pablo II
manifestó que la palabra discapacitados no es quizá la más exacta, y él
prefería considerarlos como personas con una habilidad diferente.
En la homilía, ya les había dicho: «Con vuestra presencia, reafirmáis que la
minusvalidez no es sólo necesidad, sino también y sobre todo impulso y
estímulo»; añadía esta reflexión: «Ciertamente, es petición de ayuda, pero
ante todo es desafío frente a los egoísmos individuales y colectivos; es
invitación a formas siempre nuevas de fraternidad. Con vuestra realidad,
cuestionáis las concepciones de la vida vinculadas únicamente a la
satisfacción, la apariencia, la prisa y la eficiencia».
Sin duda, no cabía definir mejor la radical
incapacidad de la autosuficiencia hoy enaltecida, más que nunca, por la
cultura dominante: creerse lleno de capacidades cuando falta la única
indispensable, la que hace verdaderas a todas las demás, la de saberse amado
y amar, aquella «sabiduría que conduce al sentido de la vida», que decía la
joven Francesca.
La celebración jubilar de las personas con otras
capacidades –dijo el Santo Padre al final de aquella jornada– «ha sido una
de las más significativas y queridas para mí». No era una pura manifestación
sentimental. Expresaba la certeza ante la verdad de toda vida humana, el
«profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre», a que se
refería el mismo Juan Pablo II para definir el cristianismo, en su primera
encíclica, Redemptor hominis, y aquel día del gran Jubileo del año 2000 se
hacía bien visible en Roma, en aquellos rostros marcados por la fragilidad y
los límites, como el caminar cansado del Papa anciano, pero llenos de la
felicidad por la presencia de ese secreto de la vida sin fin que es el amor.
Así lo dijo en su homilía: «Sabemos que el discapacitado –persona única e
irrepetible en su dignidad igual e inviolable– no sólo requiere atención,
sino ante todo amor que se transforme en reconocimiento, respeto e
integración: desde el nacimiento», y a lo largo de la vida entera. En el año
1984 ya lo había subrayado de modo magistral, en su Carta Salvifici doloris:
«El mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor
humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras,
el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento». Palabras ciertamente
evocadoras del «amor más grande –proclamado y vivido por el mismo
Jesucristo– que es dar la vida por los amigos».
Ante el dolor que, sin duda, implica toda
discapacidad, la mentalidad del mundo que se ha hecho incapaz del amor sólo
sabe hablar de derechos y de justicia, ¡y termina por defender la mayor de
las injusticias: su eliminación!, con el sarcasmo añadido de llamarlo muerte
digna. Pero, como decía Juan Pablo II, hay otro mundo, en verdad. ¡Qué
fácilmente se separan la caridad y la justicia, como si ésta pudiera existir
sin la primera!
«Desde el siglo XIX –escribe Benedicto XVI en su encíclica Dios es amor, luz
preciosa que todo lo ilumina, y especialmente esas otras capacidades– se ha
planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia,
desarrollada después con insistencia, sobre todo por el pensamiento
marxista: los pobres –se dice– no necesitan obras de caridad, sino de
justicia». Y el Papa actual responde: «No hay orden estatal, por justo que
sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse
del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre». No cabe
duda de que adquieren una extraordinaria actualidad estas palabras del hoy
Siervo de Dios Juan Pablo II, en aquella memorable jornada del Jubileo de
cuantos tienen una habilidad diferente: «Se deben tutelar vuestros derechos
civiles, sociales y espirituales; pero es más importante aún salvaguardar
las relaciones humanas: relaciones de ayuda, de amistad y de comunión».
Ciertamente, la auténtica capacidad humana es el amor.
La enfermedad Catecismo de la Iglesia católica(nn. 1.500-1.508)
La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas
más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre
experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede
hacernos entrever la muerte.
La enfermedad puede conducir a la angustia, al
repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión
contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a
discernir en su vida lo que no es esencial, para volverse hacia lo que lo
es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un
retorno a Él.
Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo
se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: Él tomó
nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades. No curó a todos los
enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios.
Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte
por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó
el pecado del mundo, del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por
su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al
sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión
redentora.
Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando
a su vez su cruz. Siguiéndole, adquieren una nueva visión sobre la
enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde.
Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación.
El Espíritu Santo da a algunos un carisma
especial de curación, para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado.
Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación
de todas las enfermedades. Así, san Pablo aprende del Señor que mi gracia te
basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza.