El Discernimiento de espíritus: Capítulo 4 Modo habitual de proceder de los espíritus
Los modos de proceder del buen y del mal espíritu son en algunas cosas
totalmente diversos y en otras guardan cierta semejanza, lo que dificulta,
precisamente, su discernimiento.
1) El mal espíritu
a) En las personas que viven en pecado mortal: el mal espíritu trata de
conservarlos en tal estado; para ello propone placeres aparentes, haciendo
imaginar delectaciones y placeres sensuales (EE, 314).
b) En las personas que van adelantando en la vida espiritual: el mal
espíritu trata de disuadirlos de la vida espiritual emprendida; para esto
causa desolación: muerde con escrúpulos, entristece, turba, pone obstáculos,
inquieta con falsas razones (como, por ejemplo, el miedo a las dificultades
de la perseverancia) (EE, 315-317). Si la persona va aprovechando en la vida
espiritual usará de “razones aparentes” (razones destituidas de todo
fundamento, como los miedos al futuro, a las dificultades que podrán surgir
si se intenta vivir la gracia), “sutilezas” (razones traídas de los pelos,
como, por ejemplo, los escrúpulos sobre confesiones pasadas), “falacias”
(razones a las que se le da un sentido que no viene al caso, como por
ejemplo, negarse a misionar en tierras lejanas amparándose en que “la
caridad empieza por casa”) (EE, 329).
c) Para ambos tipos de personas:
– Trabaja siempre en el secreto, es decir, que tiene éxito en la medida en
que las dudas, escrúpulos y temores no se consultan con el director
espiritual o con un confesor. Su triunfo depende de que el alma se quede a
solas con sus tentaciones (EE, 326).
– Ataca siempre por el lado más débil: el defecto dominante, los vicios
principales (EE, 327).
– Aumenta su fuerza cuando la persona tentada se achica y empieza a ceder a
la tentación. Su fuerza disminuye si la persona se agranda o se pone firme
(EE, 325).
– Sus toques y mociones suelen ser estrepitosos, sensibles y perceptibles
(EE, 335).
– De modo extraordinario puede causar consolación (lo ordinario es que cause
desolación): esta “consolación” apunta a distraer al alma y tiene como
objeto un bien aparente ; pero esta consolación es siempre “con causa”, es
decir, responde a una causa, estímulo u objeto que explica “naturalmente”
por qué se ha originado (EE, 331).
2) El buen espíritu
a) En las personas que viven en pecado mortal: el buen espíritu trata de
apartarlos de la mala vida; para esto los punza con remordimientos (EE,
314).
b) En quienes van progresando en la vida espiritual: da ánimo,
consolaciones, inspiración, quietud. En general puede reconocérselo en que:
– Empuja a la mortificación exterior, pero regulada por la discreción y la
obediencia. Y hace comprender que la principal es la mortificación del
corazón y del juicio.
– Inspira una humildad verdadera, que conserva en silencio los favores
divinos, los cuales no niega ni rechaza sino que por ellos da toda la gloria
a Dios.
– Nutre la fe con lo más simple y elevado del Evangelio y da una gran
sumisión al Magisterio de la Iglesia.
– Reaviva la esperanza haciendo desear las aguas vivas de la oración, pero
recordando que allí se llega pasando por los sucesivos pasos de la humildad
y la cruz.
– Acrecienta el fervor de la caridad infundiendo celo por la gloria de Dios
y el olvido total de uno mismo. Hace desear que el Nombre de Dios sea
santificado, que venga su Reino, que se haga su Voluntad.
– Finalmente, da la paz y el gozo interior y fructifica en lo que San Pablo
llama los frutos del Espíritu Santo: el fruto del Espíritu es amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre (Gál 5,22-23).
En cuanto a las consolaciones, el buen espíritu puede consolar con causa o
sin causa. “Con causa” quiere decir que consuela sirviéndose como medio de
causas humanas (con ocasión de una buena lectura, en medio de la meditación
o contemplación o presenciando una solemne y emotiva ceremonia litúrgica,
etc.); en esto hay que estar atentos pues también el mal espíritu puede
“consolar con causa” aunque se trata de consolaciones aparentes (EE, 331).
En cambio “sin causa” sólo Dios puede consolar porque Él es dueño del alma y
por tanto puede entrar, salir, tocarla y llevarla a un enorme grado de amor
de Dios, sin que haya habido ejercicio alguno preparatorio para ello; se
trata de toques de la gracia divina (EE, 330).