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El diablo propone un brindis

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brindis del diablo

 

Más de una vez me han pedido o aconsejado que continuara las primitivas Cartas del diablo a su sobrino. Sin embargo, durante muchos años no he sentido la menor inclinación a hacerlo. A pesar de no haber escrito nunca nada más fácilmente, jamás hice algo con menos placer. La facilidad derivaba, sin duda alguna, de que el recurso de las cartas al diablo explota espontáneamente después de haberlo pensado, como los grandes y pequeños hombres de Swift, la filosofía ético-médica de «Erewhon» y la Piedra Garuda de Anstey. Si damos rienda suelta a ese ardid, nos arrebatará a lo largo de cientos de páginas. Aunque fue fácil retorcer la propia mente para pene­trar en la actitud diabólica, no supuso diversión hacerlo, o al menos no durante mucho tiempo. El esfuerzo producía una especie de calambre espiritual. El mundo en el que debía proyectarme mientras hablaba a través del diablo era basura, cas­cajo, sed y sarna. Fue preciso excluir todo vestigio de belleza, frescura y genialidad. Casi llego a ahogarme antes de haberlo hecho, y hubiera ahogado a mis lectores si lo hubiera prolongado.

Además de todo ello, guardaba cierto rencor contra mi libro por no ser una obra tan diferente que nadie pudiera escribir. Idealmente, el consejo del diablo a Wormwood (Orugario) podría haber sido equilibrado por la sugerencia arcangélica al ángel custodio del paciente. Sin ello la imagen de la vida humana resulta desproporcionada. Mas, ¿quien podría suplir la deficiencia? Incluso si algún hombre —y debería ser mucho mejor que yo— pudiera trepar a las alturas espirituales requeridas, ¿qué «estilo responsable» podría usar? El estilo formaría parte realmente del contenido. El mero consejo no sería bueno. Cada una de las frases debería tener el aroma del cielo. Pero hoy día no se permitiría una cosa así aunque se escribiera una prosa como la de Trahernes, pues el canon del «funcionalismo» ha incapacitado a la literatura para la mitad de sus funciones. (En el fondo, cualquier ideal de estilo no establece exclusivamente como deberíamos decir las cosas, sino también que cosas deberíamos decir.)

Posteriormente, conforme fueron pasando los años y la sofocante experiencia literaria de las Cartas se fue tornando un débil recuerdo, empezaron a ocurrírseme ideas sobre diferentes cuestiones que parecían exigir de algún modo un tratamiento como el de las cartas del diablo. Con todo, estaba resuelto a no escribir otra Carta. La idea de algo así como una conferencia o un «discurso» rondaba vagamente alrededor de mi cabeza. A veces me olvidaba de ella, otras la traía a la memoria, pero nunca me puse a escribirla. Entonces llegó una invitación de The Saturday Evening Post y apreté el gatillo.

C. S. L
.



La escena tiene lugar en el infierno durante el banquete anual de la Academia de Entrenamiento de Tentadores para jóvenes Diablos. El rector, Doctor Slubgob, acaba de brindar a la salud de los convidados. Screwtape, el invitado de honor, se pone en pie para responder:

«Señor Rector, su Inminencia, sus Desgracias, Espinas, Som­bríos y Gentilesdiablos míos:

En ocasiones como ésta el orador se suele dirigir principalmente a aquellos de ustedes recientemente graduados que serán destinados muy pronto a Tentadurías Oficiales en la Tierra. Sigo esa costumbre gustosamente. Recuerdo muy bien con qué inquietud aguardaba yo mi primer destino. Espero y creo que cada uno de ustedes sentirá esta noche el mismo desasosiego. Su carrera está ante ustedes. El infierno espera y exige que sea, como fue la mía, una de éxito ininterrumpido. Si no lo es, ustedes saben lo que les aguarda.

No tengo la menor intención de reducir el saludable y realista elemento de terror ni la incesante ansiedad que harán de látigo y aguijón de sus esfuerzos. ¡Cuántas veces envidiarán a los humanas su capacidad de dormir! Pero a la vez desearía poner ante ustedes una visión moderadamente animosa de la situación estratégica en su conjunto.

En un discurso lleno de puntos, su temido rector ha incluido una especie de apología del banquete que él dispuso para nosotros. Bien, gentiles diablos, nadie se lo reprocha. Sería vano, empero, negar que las almas humanas con cuya congoja nos hemos regalado esta noche eran de bastante mala calidad. Ni siquiera el hábil arte culinario de nuestros atormentadores podría mejorar su insulsez. ¡Oh! ¡Hincarle de nuevo el diente a un Farinata, un Enrique VIII o incluso un Hitler! Allí había algo realmente crujiente, algo para masticar: una furia, un egoísmo, una crueldad solo un poco menos robusta que la nuestra. Ofrecía una deliciosa resistencia a ser devorada. Calentaban las entrañas cuando se engullían.

En lugar de ello, ¿qué hemos tenido esta noche? Ha habido una autoridad municipal con salsa de corrupción. Pero personalmente no pude detectar en ella el sabor de una avaricia verdaderamente apasionada y brutal con que uno se deleitaba en los grandes magnates del siglo pasado. ¿Acaso no era inequívocamente un hombre insignificante —un producto de esas mezquinas tajadas atrapado con un chiste vulgar en privado y negado con trasnochados lugares comunes en sus discursos públicos—, un manoseado y pequeño don nadie arrastrado a la corrupción, solamente reconociendo que era corrupto, y tan solo porque los demás lo hacían? Luego hubo una tibia cacerola de adúlteros. ¿Pudieron encontrar ustedes en ella alguna huella de lujuria realmente inflamada, provocadora, rebelde e insaciable? Yo no pude. A mí me supieron todos a imbéciles insatisfechos deslizados o escurridos en camas equivocadas como respuesta automática a anuncios incitantes, o para sentirse modernos y emancipados, o para reafirmar su virilidad o «normalidad», o incluso porque no tenían nada más que hacer. A mí, que he saboreado a Messalina y Casanova, me resultaron francamente nauseabundos. El sindicalista aderezado con sedición estuvo tal vez un poquito mejor. Él había hecho verdadero daño. Él había contribuido, de forma no del todo inadvertida, a que hubiera derramamientos de sangre, hambre y la supresión de la libertad. Sí. En cierto modo. ¡Pero en qué modo! Pensaba muy poco en estos objetivos finales. Acatar la línea del partido, renombre y, por encima de todo, pura rutina, fueron las cosas que realmente dominaron su vida.

Pero el punto viene ahora. Todo esto es gastronómicamente deplorable. Espero, no obstante, que la gastronomía no sea lo primero para ninguno de nosotros. En cambio, ¿no es esperanzador y prometedor en otro sentido mucho más serio?

Consideren primero la mera cantidad. La calidad puede ser miserable, pero nunca tuvimos almas (de algún tipo) en mayor abundancia.

Y luego el triunfo. Estamos tentados a decir que esas almas —o esos charcos residuales de lo que una vez fueron almas— difícilmente son dignas de condenarse. Sí, pero el Enemigo (por alguna razón inescrutable y perversa) las consideraba dignas para intentar salvarlas. Créanme: así las consideraba. Ustedes los más jóvenes que no han entrado todavía en servicio activo no tienen idea de con qué esfuerzo, con qué exquisita destreza fue finalmente capturada cada una de estas miserables criaturas.

La dificultad estriba en su misma pequeñez y debilidad. Eran parásitos con una mente tan confundida, con unas reacciones tan pasivas frente al entorno, que resultaba muy difícil elevarlos al nivel de claridad y deliberación en que se hace posible el pecado mortal. Era preciso levantarlos lo suficiente, pero no ese milímetro fatal de «demasiado» pues entonces, por supuesto, probablemente se habría echado todo a perder. Podrían haber visto; podrían haberse arrepentido. Por otro lado, si hubieran sido elevados demasiado poco, muy posiblemente hubie­ran merecido el limbo, como criaturas no idóneas ni para el cielo ni para el infierno: cosas a las que, habiendo fracasado en lograr el nivel, se les permite hundirse para siempre en una infrahumanidad más o menos satisfecha.

En cada elección individual de lo que el Enemigo podría llamar el «mal» camino, es muy difícil, por no decir imposible, que esas criaturas se sitúen en un estado de plena responsabilidad espiritual. No entienden ni el motivo ni el verdadero carácter de las prohibiciones que están quebrantando. Su conciencia apenas existe aparte de la atmósfera social que los rodea. Y, naturalmente, nosotros hemos logrado que su mismo lenguaje sea todo confuso y borroso. Un soborno en la profesión de otra persona es una propina o un regalo en la suya. Claro: la primera tarea de sus tentadores consistió en forzar esas elecciones del camino del infierno en un hábito por repetición continuada. Pero luego (y esto era de primera importancia) fue preciso transformar el hábito en un principio —un principio que la cria­tura está dispuesta a defender—. Después de esto todo irá bien. La conformidad con el entorno social, al principio meramente instintiva e incluso mecánica —¿cómo podría no conformarse una gelatina?—, se convierte ahora en un credo no reconocido o ideal de Solidaridad o Ser Como Los Demás. La mera ignorancia de la ley violada se convierte ahora en una vaga teoría sobre ella —recuerden: no saben historia—, una teoría a la que se refieren llamándola «moralidad» convencional, puritana o burguesa. Así comienza a existir gradualmente en el centro de la criatura un núcleo sólido, compacto y arraigado de resolución de seguir siendo lo que es e, incluso, a combatir estados de ánimo que podrían intentar alterarlo. Es un núcleo muy pequeño; no reflexivo en absoluto (son muy ignorantes), ni provocador (lo excluye su pobreza emocional e imaginativa); a su modo, casi mojigato y modesto: como un gui­jarro o un cáncer incipiente. Pero servirá a nuestro propósito. He aquí al final un rechazo real y deliberado, aunque no completamente articulado, de lo que el Enemigo llama Gracia.

Estos son, pues, dos fenómenos bienvenidos. Primero la abundancia de nuestras capturas; aunque insípidas viandas no corremos peligro de pasar hambre. Y en segundo lugar el triunfo: la habilidad de nuestros tentadores nunca ha sido superior. Pero la tercera moraleja, que todavía no he extraído, es lo más importante de todo.

El tipo de almas con cuya desesperación y ruina nos he­mos… —bueno… no diré regalado, pero por lo menos nutrido— esta noche, está aumentando en número y continuará haciéndolo. Nuestros consejeros del Mando Inferior nos aseguran que así es, y nuestros directivos nos advierten que orientemos nuestras tácticas a la vista de esta situación. Los “grandes” pecadores, aquellos cuyas vívidas y geniales pasiones fueron fomenta­das más allá de todo límite y en quienes una inmensa concentración de voluntad fue dedicada a objetos aborrecidos por el Enemigo, no desaparecerán. Pero aumentará su escasez. Nuestras capturas serán cada vez más numerosas. Sin embargo consistirán en desperdicios que en otro tiempo hubiéramos arrojado a Cerbero y a los perros de presa del infierno como no aptas para el consumo diabólico. Y quiero que entiendan dos cosas al respecto: en primer lugar que, aun cuando pueda parecer deprimente, es realmente un cambio para bien. En segundo lugar quisiera dirigir su atención hacia los medios por los cuales se ha conseguido.

Es un cambio para bien. Los grandes (y suculentos) pecadores están hechos de la mismísima materia que esos horribles fenómenos que son los Santos egregios. La casi total desaparición de esa mate­ria puede significar comida insípida para nosotros. Pero ¿no es absoluta frustración y hambre para el Enemigo? Él no creó a los humanos —no se hizo uno de ellos ni murió torturado en medio de los hombres— para producir candidatos para el limbo, humanos «malogrados». El quería hacer santos, dioses, cosas como Él. ¿No es la insulsez de la presente comida un precio muy pequeño a pagar por el delicioso conoci­miento de que Su gran experimento en conjunto no está dando resultado? Pero no solo eso. Conforme disminuyan los grandes pecadores y la mayoría pierda toda individualidad, los grandes pecadores se convertirán en agentes mucho más eficaces para nosotros. Cada dic­tador o incluso demagogo —casi toda estrella del cine o del rock— podrá arrastrar ahora consigo decenas de miles de ovejas del rebaño humano. Se entregarán (lo que hay de ellos) a él; en él, a nosotros. Puede llegar un tiempo en que, salvo para la minoría, no tendremos necesidad de preocuparnos en absoluto de la tentación individual. Si atrapamos el cabestro, el rebaño entero vendrá tras él.

Pero ¿entienden cómo hemos triunfado al reducir buena parte de la raza humana al nivel de las cifras? Eso no ha llegado por accidente. Ha sido nuestra respuesta —¡una magnífica respuesta!— a uno de los más serios desafíos que hayamos tenido que afrontar jamás.

Permítanme recordarles cuál era la situación humana en la segunda mitad del siglo XIX, la época en que dejé de ser tenta­dor activo y fui recompensado con un cargo administrativo. El gran movimiento hacia la libertad y la igualdad entre los hom­bres había producido para ese entonces sólidos frutos y se había hecho maduro. La esclavitud había sido abolida. La Guerra de la Independencia Estadounidense había triunfado. La Revolución Francesa había tenido éxito. En ese movimiento hubo originariamente muchos elementos a nuestro favor. En él estaban mezclados mucho ateísmo, mucho anticlericalismo, mucha envidia y sed de venganza, incluso algunos intentos (más bien absurdos) de reavivar el paganismo. No era fácil determinar cuál debía ser nuestra propia actitud. Por un lado, fue un golpe duro para nosotros —todavía lo es— ver cómo los hombres antes hambrientos estaban ahora alimentados, o los que habían llevado cadenas durante mucho tiempo se habían liberado de ellas. Por otro lado, sin embargo, en el movimiento hubo un gran rechazo de la fe, mucho materialismo, secularismo y odio, lo cual nos hacía sentir que debíamos alentarlo.

Pero a finales de siglo la situación era mucho más simple y también considerablemente más amenazadora. En el sector inglés, donde presté la mayor parte de mis servicios de primera línea, había ocurrido algo horrible. El Enemigo, con Su habitual juego de manos, se había apro­piado de gran parte de este movimien­to progresista o liberador y lo había pervertido para Sus propios fines. Quedaba muy poco de su viejo anticristianismo. El peligroso fenómeno llamado socialismo cristiano era rampante. Los propietarios de fábricas de los buenos tiempos pasados, que se enriquecieron a costa del sudor ajeno, eran desaprobados por su propia clase en lugar de ser asesinados por los obreros —eso podría habernos sido útil—. Los ricos renuncia­ban progresivamente a su poder, no de cara a la revolución o la fuerza sino obedeciendo a sus propias conciencias. Los pobres, beneficiarios de esta situación, se comportaban de modo muy decepcionante. En lugar de utilizar sus nuevas libertades, como nosotros esperábamos y suponíamos razonablemente, para la masacre, la violación, el pillaje o incluso para emborracharse continuamente, se entregaron perversamente a hacerse mas limpios, ordenados, frugales, educados e incluso virtuosos. Creedme, gentilesdiablos: la amenaza de algo como una situación realmente saludable de la sociedad parecía entonces perfectamente seria.

La amenaza fue conjurada gracias a nuestro Padre de las Profundidades. Nuestro contraataque se llevó a cabo en dos niveles. En el más profundo, nuestros dirigentes lograron poner plenamente en actividad un elemento implícito en el movimiento desde sus primeros días. Oculto en el corazón de la lucha par la libertad había también un profundo odio a la libertad personal. Un hombre inestimable, Rousseau, fue el primero en ponerlo de manifiesto. En su democracia perfecta solo está permitido, como recordarán, la religión del Estado, la esclavitud es restaurada y al individuo se le dice que quiere realmente (aunque no lo sepa) todo lo que el Gobierno le dice que haga. Desde el punto de partida via Hegel, otro imprescin­dible propagandista de nuestra causa, urdimos fácilmente el estado nazi y el comunista. Incluso en Inglaterra tuvimos bas­tante éxito. Hace unos días oí que en ese país un hombre no podía cortar, sin un permiso, un árbol de su propiedad con su propia hacha, ni hacer tablones con él utilizando su propia sierra, ni utilizarlos para construir en su propio jardín un cobertizo para guardar las herramientas.

Ése fue nuestro contraataque en un determinado nivel. A ustedes, meros principiantes, no se les confiarán traba­jos de ese tipo. Se les destinará como tentadores de personas particulares. Nuestro ataque adopta contra ellas, o a través de ellas, una forma diferente.

Democracia es la palabra con que deben conducirlos por las narices. El buen trabajo realizado ya par nuestros exper­tos filólogos en la corrupción del lenguaje humano hace inne­cesario advertirles que no se les deberá permitir nunca dar a esta palabra un significado claro y definible. No lo harán. Nunca se les ocurrirá pensar que democracia es en realidad el nombre de un sistema político; es más: de un siste­ma de votación, y que sólo tiene una remotísima conexión con lo que ustedes están intentando venderles. Ni, por supuesto, se les debe permitir nunca plantear la pregunta de Aristóteles acerca de si «comportamiento democrático» significa el comportamiento que gusta a las democracias o el comportamiento que preserva una democracia, pues si lo hicieran sería difícil que no se les ocurriera que ambas cosas no necesariamente son la misma.

Deben utilizar la palabra puramente como un conjuro; si prefieren, por su poder de venta exclusivamente. Es un nombre que veneran. Y está conectado, por supuesto, con el ideal político según el cual los hombres deberían ser tratados de forma igualitaria. Después deberán hacer una sigilosa transición en sus mentes desde este ideal político a una creencia efec­tiva en que todos los hombres son iguales, especialmente aquel del que se están ocupando. Como resultado ustedes pueden usar la palabra democracia para sancionar en su pensamiento el más vil (y también el menos deleitable) de todos los sentimientos humanos. No les será difícil conseguir que adopte, no solo sin vergüenza sino con una sensación agradable de autoaprobación, una conducta que sería ridiculizada universalmente si no estuviera protegida por la palabra mágica. El sentimiento a que me refiero es, naturalmente, aquel que induce a un hombre a decir yo soy tan bueno como tú.

La primera y más evidente ventaja de ese sentimiento es que entonces ustedes lo inducen a entronizar en el centro de su vida una buena, sólida y clamorosa falsedad. No quiero decir simplemente que la afirmación indi­cada sea falsa de hecho; que su bondad, honestidad y sentido común sean tan distintos de los de los demás como su estatura o la medida de su cintura. Quiero decir que ni él mismo la cree. Nadie que dice soy tan bueno como tú se lo cree. Si lo creyera no lo diría. El San Bernardo no se lo dice nunca al perro de juguete, ni el estudioso al zopenco, ni el trabajador al holgazán, ni la mujer hermosa a la carente de atractivo. Fuera del campo estrictamente político, la declaración de igualdad es hecha ex­clusivamente por quienes se consideran a sí mismos inferiores de algún modo. La afirmación expresa, precisamente, la lace­rante, hiriente y atormentadora[1] conciencia de una inferioridad que el paciente rehúsa aceptar.

Y por lo tanto se ofende. Sí; lo ofende cualquier género de superioridad de los demás; la denigra; desea su aniquilación. Sospecha, incluso, que toda diferencia sea una proclamación de superioridad. Nadie debe ser diferente de él ni por su voz, vestidos, modales, distracciones o gustos culinarios. «He aquí a alguien que habla inglés más clara y eufónicamente que yo: debe ser una pantomima vil, altanera, cursi. Aquí hay un tipo que dice que no le gustan los perros calientes: sin duda se cree demasiado bueno para comerlos. he ahí un hombre que no ha prendido el tocadiscos: debe ser uno de esos malditos intelectuales y lo hace para presumir. Si fueran tipazos como Dios manda deberían ser como yo; no tienen por qué ser diferentes. Es antidemocrático.»

Ahora bien. Este útil fenómeno no es nuevo en modo alguno. Los humanos lo han conocido desde hace miles de años bajo el nombre de envidia. Pero hasta ahora lo habían considerado siempre el más odioso —y el más ridículo— de los vicios. Quienes eran conscientes de sentirla lo hacían con vergüenza; quienes no lo eran no le daban cuartel en los demás. La deliciosa novedad de la situación actual consiste en la posibilidad de sancionarla —hacerla respetable e, incluso, encomiable— merced al uso hipnotizador de la palabra democrático.

Bajo la influencia de este encantamiento quienes son infe­riores en algún sentido —o en todos— pueden trabajar con más entusiasmo y mayor éxito que en ninguna otra época para rebajar a los demás a su mismo nivel. Pero esto no es todo. Bajo la misma influencia, quienes se aproximan —o podrían aproximar­se— a una humanidad plena retroceden ante el temor de ser antidemocráticos. He recibido información fidedig­na de que los jóvenes humanos reprimen algunas veces un gusto incipiente por la música clásica o la buena literatura porque eso podría impedirles ser Como Todo el Mundo; personas que desearían realmente ser honestas, castas o templadas —y a las que se les brinda la gracia que les permitiría serlo— lo rehúsan. Aceptarlo podría hacerlas Diferentes, ofender el Estilo de Vida, excluírlos de la Solidaridad, dificultar su Integración en el Gru­po. Podrían —¡horror de los horrores!— convertirse en indi­viduos.

Todo ello queda resumido en la oración que, dicen, pronunció hace poco una joven humana: «¡Oh, Señor: haz de mí una muchacha normal del siglo XX!». Gracias a nuestra labor esto significara cada vez más: «haz de mí una descarada, una imbécil y un parásito».

Mientras tanto, como un delicioso subproducto, la mino­ría (menor cada vez) que se niegue a ser Normal o Corrien­te, Como Todos e Integrados, se convertirán cada vez más en realidad en los mojigatos y excéntricos como la chusma los habría considerado de cualquier manera, pues la sospecha crea a menudo lo que espera. («Ya que haga lo que haga los vecinos me van a considerar una bruja o un agente comunista, también podría ser tildado de oveja siendo cordero, y llegar a serlo en realidad».) Como consecuencia ahora tenemos una intelectualidad que, a pesar de su reducido número, es muy útil para la causa del infierno.

Pero eso es un mero subproducto. En lo que quiero que fijen su atención es en el vasto movimiento general hacia el descrédito y, en última instancia, la eliminación de cualquier género de excelencia humana: moral, cultural, social e intelec­tual. ¿Y no es hermoso observar como la democracia (en el sentido encantador) está haciendo ahora para nosotros el mis­mo trabajo —y con los mismos métodos— realizado en otro tiempo por las dictaduras más antiguas? Recordarán que uno de los dictadores griegos, que entonces llamaban «tiranos», envió un emisario a otro dictador para pedirle consejo sobre los principios de gobierno. El segundo dictador condujo al mensajero a un campo de maíz, y allí cortó con su bastón la copa de los tallos que sobresalían un centímetro o así por encima del nivel general. La moraleja era evidente: no tolere preeminencia alguna entre sus súbditos; no permita vivir a nadie que sea más sabio, mejor, o más famoso, o incluso más hermoso que la masa. Córtelos a todos reduciéndolos al mismo nivel: todos esclavos, todos números, todos «don nadies». Todos iguales. Así los tiranos podrían ejercer la «democracia» en cierto sentido. Pero ahora la «democracia» puede hacer el mismo trabajo sin otra tiranía que la suya propia. Nadie necesita en la actualidad penetrar en el campo de maíz con un bastón. Los propios tallos pequeños cortarán las copas de los grandes. Incluso los grandes están comenzando a cortar las suyas en su deseo de Ser Como Tallos.

He dicho que conseguir la condenación de estas mezquinas almas, estas criaturas que casi han dejado de ser indi­viduos, es un trabajo laborioso y difícil. Pero si se emplean la habilidad y el esfuerzo convenientes, pueden tener una razonable con­fianza en el resultado. Los grandes pecadores parecen más fáciles de atrapar. Pero luego son imprevisibles. Después de haberlos dirigido durante setenta años el Enemigo puede arre­batárselos de las garras en el septuagésimo primero. Los gran­des pecadores son capaces, créanme, de auténtico arrepenti­miento. Ellos son conscientes de verdadera culpa. Si las cosas se tuercen están dispuestos a desafiar la presión social del entorno por amor al Enemigo como antes estuvieron a desafiarla por nosotros. En cierto sentido es más problemático seguir y aplastar una avispa huidiza que pegarle un tiro a un elefante salvaje situado a corta distancia. Pero el elefante es más problemático si fallan.

Mi propia experiencia procede básicamente, como ya he dicho, del sector inglés, y todavía recibo más noticias de él que de ningún otro. Es posible que lo que voy a decir ahora no se pueda aplicar completamente a los sectores en que puedan estar actuando algunos de ustedes. Pero pueden hacer los ajustes necesarios cuando lleguen allí. Es casi seguro que tendrá alguna aplicación. Si tiene muy poca deben esforzarse por hacer que el país del que se ocupan se parezca a lo que ya es Inglaterra.

En ese prometedor país el espíritu expresado en la fórmula soy tan bueno como tú ya ha comenzado a ser algo más que una influencia generalmente social. Comienza a trabajar él mismo en el sistema educativo. Cuán lejos han llegado sus efectos en el momento presente no me gustaría decirlo con certeza. Ni eso importa. Una vez han captado la tendencia pueden predecir fácilmente sus desarrollos futuros; especialmente por cuanto nosotros mis­mos jugaremos un papel en el desarrollo. El principio básico de la nueva educación ha de ser evitar que los zopencos y ociosos se sientan inferiores a los alumnos inteligentes y trabajadores. Eso sería «antidemocrático». Estas diferencias entre los alumnos —por ser obvia y claramente diferencias individuales— se deben disimular. Esto puede hacerse en varios niveles. En las universidades, los exámenes se deben plantear de modo que la mayoría de los estudiantes consiga buenas notas. Los exámenes de admisión deben ser organizados de manera que todos o casi todos los ciudadanos puedan ir a la universidad, tanto si tienen posibilidades (o ganas) de bene­ficiarse de la educación superior como si no. En las escuelas, los niños torpes o perezosos para aprender lenguas, matemáti­cas o ciencias elementales pueden dedicarse a hacer las cosas que los niños acostumbran a realizar en sus ratos libres. Déjenlos hacer pasteles de barro, por ejemplo, y llámenlo modelar. En ningún momento debe haber, no obstante, ni el más mínimo indicio de que son inferiores a los niños que están trabajando. Sea cual sea la tontería que los mantenga ocupados deben tener —creo que los ingleses usan ya la expresión— «paridad de estima». No es posible urdir un plan aún más drástico. Los niños capacitados para pasar a una clase superior pueden ser retenidos artificialmente porque los demás podrían sufrir un trauma —¡por Belcebú, qué utilísima palabra,!— al ser rezagados. Así, pues, el alum­no brillante permanece democráticamente encadenado a su grupo de edad a lo largo de toda su carrera escolar, y un niño capaz de acometer la lectura de Esquilo o Dante permanece sentado escuchando los intentos de sus coetáneos de deletrear A cat sat on a mat.

En una palabra: podemos esperar razonablemente la abolición virtual de la educación cuando el soy tan bueno como tú se haya impuesto definitivamente. Todos los incentivos para apren­der y todas las consecuencias negativas por no hacerlo se evitarán; a quienes desearan aprender se les impedirá hacerlo. ¿Quiénes son ellos para descollar sobre sus compañeros? De cualquier modo, los profesores —¿o debería decir niñeras?— estarán muy ocupados alentando a los zopencos y dándoles palmaditas en la espalda como para perder el tiempo en la verdadera enseñanza. No tendremos que hacer más planes ni fatigarnos en propagar entre los hombres la presunción imperturbable y la ignorancia incurable. Los mismos pequeños gusanos lo harán por nosotros.

Por supuesto, esto no sucederá a menos que toda la educación llegue a ser estatal. Pero lo será. Eso es parte del mismo movimiento. Impuestos durísimos, ideados con ese propósito, están liquidando la clase media, la clase que estaba dispuesta a ahorrar, gastar y hacer sacrificios para educar a sus hijos en instituciones privadas. La supresión de esta clase, además de estar en relación con la abolición de la educación, es, afortunadamente, un efecto inevitable del espíritu que afirma soy tan bueno como tú. Ese fue, después de todo, el grupo social que dio a los humanos la abrumadora mayoría de sus científicos, médicos, filósofos, teólogos, poetas, artistas, compositores, arquitectos, juristas y administradores. Si alguna vez ha habido un manojo de tallos elevados cuyas cabezas fuera preciso cortar, ha sido sin duda alguna ése. Como observaba no hace mucho un político inglés: «Una democracia no quiere grandes hombres».

Sería ocioso preguntar a una criatura así si por querer entiende «necesitar» o «gustar». Para ustedes mejor tenerlo claro, pues aquí surge de nuevo la pregunta de Aristóteles.

En el infierno veríamos con gusto la desaparición de la democracia en el sentido estricto de esa palabra: el sistema político llamado de ese modo. Como todas las formas de go­bierno, trabaja a menudo en beneficio nuestro. Pero, por lo general, con menos frecuencia que las demás. Y lo que debemos entender es que «democracia» en sentido diabólico (soy tan bueno como tú, Ser Como Todos, Solidaridad) es el más refinado instrumento de que podríamos disponer para extirpar las democracias políticas de la faz de la tierra.

Pues «democracia» o «espíritu democrático» (en sentido diabólico) da lugar a una nación sin grandes hombres, integrada básicamente por iletrados, fláccida moralmente por falta de disciplina entre los jóvenes, llena de la petulancia que la adulación engendra en la ignorancia y pronta a gruñir o quejarse al primer signo de crítica. El infierno desea que sea así todo pueblo democrático, pues cuando una nación como esa entra en conflicto con otra en la que se ha enseñado a los niños a trabajar en la escuela, en la que el talento ocupa los puestos elevados y en la que a la masa ignorante no le está permitido opinar sobre los asuntos públicos, solo cabe un resultado.

Cierta democracia se sorprendía recientemente al descubrir que Rusia la había adelantado en el terreno de la ciencia. ¡Qué delicioso ejemplo de ceguera humana! Si la tendencia general de la sociedad se opone a todo género de excelencia, ¿por qué esperaban que sus científicos sobresalieran?

Nuestra función consiste en alentar la conducta, las costumbres, la completa actitud mental general de la que gozan y disfrutan las democracias, pues esas mismas son las cosas que las destruirán si no se atienden. Casi se asombrarían ustedes de que los mismos humanos no lo vean. Aún cuando no lean a Aristóteles (eso sería antidemocrático) ustedes creerían que la Revolución Francesa les hubiera enseñado que la conducta que naturalmente disfrutan los aristócratas no es la que preserva las aristocracias. Podrían haber aplicado, pues, el mismo principio a todas las formas de gobierno. Pero no quisiera acabar en esta nota. No desearía fomentar en sus mentes —¡prohíbalo el infierno!— la ilusión que ustedes deben fortalecer cuidadosamente en la de sus víctimas humanas. Me refiero al espejismo del destino de las naciones como algo en sí mismo más importante que el de las almas individuales. El derrocamiento de los pueblos libres y la mul­tiplicación de estados esclavizados son solamente medios para nosotros (además, por supuesto, de ser divertido); pero el verdadero fin es la destrucción de los individuos. Pues solo los individuos se pueden salvar o condenar, llegar a ser hijos del Enemigo o alimento nuestro. Para nosotros el valor último de las revolu­ciones, las guerras o el hambre consiste en la angustia, la traición, el odio, la rabia y la desesperación individuales que pueden producir.

Soy tan bueno como tú es un medio útil para la destrucción de las sociedades democráticas. Pero tiene un valor mu­cho mas profundo como fin en sí mismo, como estado mental que, al excluir necesariamente la humildad, la caridad, la satisfacción y los placeres de la gratitud o la admiración, aparta al ser humano de casi toda senda que podría conducirlo finalmente al Cielo.

Pero ahora viene la parte más agradable de mi misión. Me ha caído en suerte proponer un brindis en nombre de los invitados a la salud del rector Slubgob y de la Academia de Entrenamien­to de Tentadores. Llenen sus copas. ¿Qué es lo que veo? ¿Qué es este delicioso aroma que aspiro? ¿Es posible? Me desdigo, Señor Rector, de mis duras palabras sobre la cena. Veo y huelo que la bodega de la Academia tiene todavía, incluso bajo con­diciones bélicas, algunas docenas de excelente Fariseo añejo. Bien, bien, bien. Esto es como los viejos tiempos. Manténgalo un momento bajo sus narices, gentilesdiablos. Álcenlo a la luz. Contemplen las ardientes venas retorcidas de dolor y enredadas en su negro corazón como si estuvieran luchando. Y efectivamente lo están. ¿Saben cómo se elabora este vino? Para conseguir su delicado sabor ha sido necesario cosechar, pisar y fermentar conjuntamente diferentes tipos de Fariseo. De los tipos más antagónicas entre sí en la Tierra. Unos fueron todo normas, reliquias y rosarios; otros fueron todo vestidos sin vida, caras largas y mezquinas abstinencias tra­dicionales de vino o cartas o el teatro. Ambos tenían en común su auto rectitud y una casi infinita distancia entre su verdadero punto de vista y cualquier cosa que el Enemigo es o manda. La maldad de las demás religiones era la doctrina verdaderamente viva de la suya. La calumnia fue su evangelio y la denigración su letanía. ¡Cómo se odiaban unos a otros allá arriba donde brilló el sol! ¡Cuán mucho más se odiarán mutuamente ahora que están unidos —pero no reconciliados— para siempre! Su asombro, su resentimiento, por la mezcla, el enconamiento de su rencor eternamente impenitente obrará como el fuego al pasar a nuestra digestión espiritual. Fuego oscuro. A fin de cuentas, amigos míos, será un mal día para nosotros si lo que la mayoría de los humanos entiende por «Religión» llega a desaparecer alguna vez de la Tierra. Todavía puede enviarnos los más deliciosos pecados. En ningún lugar tentamos con tanto éxito como en los mismos peldaños del altar.

Su Inminencia, Sus Desgracias, Espinas, Sombríos y Gentiles­diablos míos: ¡Brindo por el rector Slubgob y la Academia!

Tomado de C. S. Lewis, “El diablo propone un brindis”, Editorial Rialp, Madrid, 1995, que a su vez fue tomado de “Screwtape proposes a toast and other pieces”, publicado en 1965. El original, según creo, es de 1961, dos años antes de la muerte de Lewis.



[1] Este pasaje no queda bien traducido de este modo, pues no “dice” todo lo que el autor dice en inglés. Su frase es: “What it expresses is precisely the itching, smarting, writhing awareness …”. Itch es picazón, smart, escocer, y writhing, retorcerse. Claro; nadie se atrevería a escribir en español algo así como “la picuda, escoceante y retorturante conciencia” por miedo a que los lectores no lo entiendan. Pero con esta nota queda aclarado. Espero.




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