Santo Cura de Ars:
Sermón sobre LA HUMILDAD
Onmis qui se exaltat, humiliabitur, et qui se humiliat, exaltabitur.
Aquel que se exalta, será
humillado, y aquel que se humilla será exaltado.
(S. Lucas, XVIII, 14.)
¿Podía manifestarnos de una
manera más evidente, nuestro, divino Salvador, la necesidad de
humillarnos, esto es, de formar bajo concepto de nosotros mismos, yo, en
nuestros pensamientos, yo, en nuestras palabras, yo, en nuestras
acciones, como condición indispensable para ir a cantar las divinas
alabanzas por toda una eternidad?.
- Hallándose un día en compañía
de otras personas y viendo que algunos se alababan del bien por ellos
obrado y despreciaban a los demás, Jesucristo les propuso esta parábola:
«Dos, hombres, dijo, subieron al templo a orar; uno de ellos era
fariseo, y el otro publicano. El fariseo permanecía en pie, y hablaba a
Dios de esta manera: «Os doy gracias, Dios mío, porque no soy como los
demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como ese
publicano»: ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de cuanto poseo».
Tal era su oración, nos dice San Agustín (Serm. CXV, cap. 2, in Mud
Lucae.). Bien veis que ella no es más que una afectación llena de
orgullo y vanidad; el fariseo no viene para orar ante Dios, ni para
darle las gracias, sino para alabarse a si propio y aun para insultar a
aquel que realmente Ora. El publicano, por el contrario, apartado del
altar, sin atreverse ni siquiera a elevar al cielo su mirada, golpeaba
su pecho diciendo: «Dios mío, tened piedad de mi, que soy un miserable
pecador».
- «Habéis de saber, añade
Jesucristo, que este regresó justificado a su casa, más no el otro». Al
publicano le fueron perdonados sus pecados, mientras que el fariseo, con
todas sus pretendidas virtudes, volvió a su casa más criminal que antes.
Y la razón de ello es esta: la humildad del publicano, aunque pecador,
fue más agradable a Dios que todas las buenas obras del fariseo,
mezcladas de orgullo (Ps., CL,, 18.). Y Jesucristo saca de aquí la
consecuencia de que «el que quiera exaltarse será humillado, y el que se
humille será exaltado». Desengañémonos, esta es la regla; la ley es
general, nuestro divino Maestro es quien la ha publicado. «Aunque
remontes lo cabeza hasta el cielo, de allí lo arrojare (Ier., XLIX, 16.)
», dice el Señor. Si, el único camino que conduce a la exaltación
provechosa para la otra vida, es la humildad. Sin esta bella y preciosa
virtud de la humildad, no entrareis en el cielo; será como si os faltase
el bautismo. De aquí podéis ya colegir la obligación que tenemos de
humillarnos, y los motivos que a ello deben impulsarnos. Voy, pues,
ahora a mostraros: 1.° Que la humildad es una virtud absolutamente
necesaria para que nuestros acciones sean agradables a Dios y premiadas
en la otra vida; 2.° Tenemos grandes motivos para practicarla, sea
mirando a Dios, sea mirando a nosotros mismos.
I.-Antes de haceros comprender
la necesidad de esta hermosa virtud, para nosotros tan necesaria como el
Bautismo después del pecado original; tan necesaria, digo yo, como el
sacramento de la Penitencia después del pecado mortal, debo primero
exponeros en que consiste una tal virtud, que tanto merito atribuye a
nuestras buenas obras, y que tan pródigamente enriquece nuestros actos.
San Bernardo, aquel gran santo que de una manera tan extraordinaria la
practicó nos dice que la humildad es una virtud por la cual nos
conocemos a nosotros mismos y, mediante esto, nos sentimos llevados a
despreciar nuestra propia persona y a no hallar placer en ninguna
alabanza que de nosotros se haga (De gradibus humilitatis et superbiae,
cap. 1).
Digo: 1.º Que esta virtud nos es
absolutamente necesaria, si queremos que nuestros obras sean premiadas
en el cielo ; puesto que el mismo Jesucristo nos dice que tan imposible
nos es salvarnos sin la humildad como sin el Bautismo. Dice San Agustín:
«Si me preguntáis cual es la primera virtud de un cristiano, os
responderé que es la humildad; si me preguntáis cual es la segunda, os
contestare que la humildad ; si volvéis a preguntarme cual es la
tercera, os contestaré aun que es la humildad; y cuantas veces me hagáis
esta pregunta, os daré la misma respuesta» (Epist. CXVIII ad Dioscorum,
cap. III, 22.) .
Si el orgullo engendra todos los
pecados (Eccli., X, 15.), podemos también decir que la humildad engendra
todas las virtudes. Con la humildad tendréis todo cuanto os hace Falta
para agradar a Dios y salvar vuestra alma; más sin ella, aun poseyendo
todas las demás virtudes, será cual si no tuvieseis nada. Leemos en el
santo Evangelio (Matth., XIX, 13.) que algunas madres presentaban sus
hijos a Jesucristo para que les diese su bendición. Los apóstoles las
hacían retirar, más Nuestro Señor desaprobó aquella conducta, diciendo:
«Dejad que los niños vengan a Mi; pues de ellos y de los que se
asemejan, es el reino de los cielos». Los abrazaba y les Baba su santa
bendición. ¿A que viene esa buena acogida del divino Salvador?. Porque
los niños son sencillos, humildes y sin malicia. Asimismo, si queremos
ser bien recibidos de Jesucristo, es preciso que nos mostremos sencillos
y humildes en todos nuestros actos. « Esta hermosa virtud, dice San
Bernardo, fue la causa de que el Padre Eterno mirase a la Santísima
Virgen con complacencia; y si la virginidad atrajo las miradas divinas,
su humildad fue la causa de que concibiese en su seno al Hijo de Dios.
Si la Santísima Virgen es la Reina de las Vírgenes, es también la Reina
de los humildes» (Hom.1.ª super Missus est, 5.)
2. Preguntaba un día Santa
Teresa al Señor por que, en otro tiempo, el Espíritu Santo se comunicaba
con tanta facilidad a los personajes del Antiguo Testamento, patriarcas
o profetas, declarándoles sus secretos, cosa que no hace al presente. El
Señor le respondió que ello era porque aquellos eran más sencillos y
humildes, mientras que en la actualidad los hombres tienen el corazón
doble y están llenos de orgullo y vanidad. Dios no comunica con ellos ni
los ama como amaba a aquellos buenos patriarcas y profetas, tan simples
y humildes. Nos dice San Agustín: «Si os humilláis profundamente, si
reconocéis vuestra nada y vuestra falta de meritos, Dios os dará gracias
en abundancia; más, si queréis exaltaros y teneros en algo, se alejara
de vosotros y os abandonara en vuestra pobreza».
Nuestro Señor Jesucristo, para
darnos a entender que la humildad es la más bella y la más preciosa de
todas las virtudes, comienza a enumerar las bienaventuranzas por la
humildad, diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de
ellos es el reino de los cielos». Nos dice San Agustín que esos pobres
de espíritu son aquellos que tienen la humildad por herencia (Serm.
LIII, in iflud Matth. Beati Pauperes spiritu.). Dijo a Dios el profeta
Isaías: «Señor, ¿sobre quienes desciende el Espíritu Santo? ¿Acaso sobre
aquellos que gozan de gran reputación en el mundo, o sobre los
orgullosos? -No, dijo el Señor, sino sobre aquel que tiene su corazón
humilde» (Isaías, LXVI, 2.).
Esta virtud no solamente nos
hace agradables a Dios, sino también a los hombres. Todo el mundo ama a
una persona humilde, todos se deleitan en su compañía. ¿De dónde viene;
en efecto, que por lo común los niños son amados de todos, sino de que
son sencillos y humildes?. La persona que es humilde cede, no contraria
a nadie, no causa enfado a nadie, conténtase de todo y busca siempre
ocultarse a los ojos del mundo. Admirable ejemplo de esto nos lo ofrece
San Hilarión. Refiere San Jerónimo que este gran Santo era solicitado de
los emperadores, de los reyes y de los príncipes, y atraía hacia el
desierto a las muchedumbres por el olor de su santidad, por la fama. y
renombre de sus milagros; más el se escondía y huía del mundo cuanto le
era posible. Frecuentemente cambiaba de celda, a fin de vivir oculto y
desconocido; lloraba continuamente a la vista de aquella multitud de
religiosos y de gente que acudían a el para que les curase sus males.
Echando de menos su pasada soledad, decía, llorando «He vuelto otra vez
al mundo, mi recompensa será solo en esta vida, pues todos me miran ya
como persona de consideración». «Y nada tan admirable, nos dice San
Jerónimo, como el hallarle tan humilde en medio de los muchos honores
que se le tributaban... Decidme, ¿ es esto humildad y desprecio de si
mismo?. ¡Cuán raras son estas virtudes!. ¡Más también cuanto escasean
los santos!. En la misma medida que se aborrece a un orgulloso, se
aprecia a un humilde, puesto que este toma siempre para si el último
lugar, respeta a todo el mundo, y ama también a todos; esta es la causes
de que sea tan buscada la compañías de las personas que están adornadas
de tan bellas cualidades.
2.º Digo
que la humildad es el fundamento de todas las demás virtudes. Quien
desea servir a Dios y salvar su alma, debe comenzar por practicar esta
virtud en toda su extensión. Sin ella nuestra devoción será como un
montón de paja que habremos levantado muy voluminoso, pero al primer
embate de los vientos queda derribado y deshecho. El demonio teme muy
poco esas devociones que no están fundadas en la humildad, pues sabe muy
bien que podrá echarlas al traste cuanto le plazca. Lo cual vemos
aconteció a aquel solitario que llego hasta a caminar sobre carbones
encendidos sin quemarse ; pero, falto de humildad, al poco tiempo cayo
en los más deplorables excesos (Vida de los Padres del desierto, t. 1.°,
pag. 256.) . Si no tenéis humildad, podéis decir que no tenéis nada, a
la primera tentación seréis derribados. Refiérese en la vida de San
Antonio (Ibid., pag. 52.) que Dios le hizo ver el mundo sembrado de
lazos que el demonio tenia preparados para hacer caer a los hombres en
pecado. Quedó de ello tan sorprendido, que su cuerpo temblaba cual la
hoja de un árbol, y dirigiéndose a Dios, le dijo: «Señor, ¿quien podrá
escapar de tantos lazos? ». Y oyó un voz que le dijo: «Antonio, el que
sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria pares que
puedan resistir a las tentaciones; mientras permite que el demonio se
divierta con los orgullosos, los cuales caerán en pecado en cuanto
sobrevenga la ocasión. Mas a las personas humildes el demonio, no se
atreve a atacarlas». Al verse tentado San Antonio, no hacia otra cosa
que humillarse profundamente ante Dios, diciendo: «¡Señor, bien sabéis
que no soy más que un miserable pecador!». Y al momento el demonio
emprendía la fuga.
Cuando nos sintamos tentados,
mantengámonos escondidos bajo el velo de la humildad y veremos cuan
escasa sea la fuerza que el demonio tiene sobre nosotros. Leemos en la
vida de San Macario que, habiendo un día salido de su celda en busca de
hojas de palma, apareciósele el demonio con espantoso furor, amenazando
herirle; más, viendo que le era imposible porque Dios no le había dado
poder para ello, exclamo: «¡Macario, cuanto me haces sufrir! No tengo
facultad para maltratarte, aunque cumpla más perfectamente que tu lo que
tu prácticas pues tu ayunas algunos días, y yo no como nunca; tu pasas
algunas noches en vela, yo no duermo nunca. Solo hay una cosa en la cual
ciertamente me aventajas». San Macario le pregunto cual era aquella
cosa. «Es la humildad». El Santo postróse, la faz en tierra, pidió a
Dios no le dejase sucumbir a la tentación, y al momento el demonio
emprendió la fuga (Vida de los Padres del desierto, t. II, p. 358.) .
¡Cuan agradables nos pace a Dios esta virtud, y cuan poderosa es para
ahuyentar el demonio!. ¡Pero también cuan rara!. Lo cual raramente se ve
con solo considerar el escaso numero de cristianos que resisten al
demonio cuando son tentados...
No son todas las palabras, todas
las manifestaciones de desprecio de si mismo lo que nos prueba que
tenemos humildad. Voy a citaros ahora un ejemplo, el cual os probara lo
poco que vales las palabras. Hallamos en la Vida de los Padres del
desierto que, habiendo venido un solitario a visitar a San Serapio
(Ibid., p. 417.), no quiso acompañarle en sus oraciones, porque, decía,
he cometido tantos, pecados que soy indigno de ello, ni me atrevo a
respirar allá donde vos estáis. Permanecería sentado en el suelo por no
atreverse a ocupar el mismo asiento que San Serapio. Este Santo,
siguiendo la costumbre entonces muy común, quiso lavarle los pies, y aun
fue mayor la resistencia del solitario. Veis aquí una humildad que,
según los humanos juicios, tiene todas las apariencias de sincera; más
ahora vais también a ver en que paró. San Serapio se limito a decirle, a
manera de aviso espiritual, que tal vez haría mejor permaneciendo en su
soledad, trabajando para vivir, que no corriendo de celda en celda como
un vagabundo. Ante este aviso, el solitario no supo ya disimular la
falsedad de su virtud; enojóse en gran manera contra el Santo y se
marcho. Al ver esto, le dijo aquel: «Hijo mío, me decíais hace un
momento que habíais cometido todos los crímenes imaginables, que no os
atrevíais a rezar ni a comer conmigo, y ahora, por una sencilla
advertencia que nada tiene de ofensiva, os dejáis llevar del enojo!.
Vamos, hijo mío, vuestra virtud y todas las buenas obras que practicáis,
están desprovistas de la mejor de las cualidades, que es la humildad».
Por este ejemplo podéis ver cuan
rara es la verdadera humildad. Cuanto abundan los que, mientras se los
alaba, se los lisonjea, o a lo menos, se les manifiesta estimación, son
todo fuego en sus practicas de piedad, lo darían todo, se despojarían de
todo ; más una leve reprensión, un gesto de indiferencia, llena de
amargura su corazón, los atormenta, les arranca lágrimas de sus ojos,
los pone de mal humor, los induce a mil juicios temerarios, pensando que
son tratados injustamente, que no es este el trato que se da a los
demás. ¡Cuán rara es esta hermosa virtud entre los cristianos de
nuestros días!. ¡Cuantas virtudes tienen solo la apariencia de tales, y
a la primera prueba vienense abajo.!
Pero, ¿en que consiste la
humildad? Vedlo aquí : ante todo os dice que hay dos clases de humildad,
la interior y la exterior. La exterior consiste:
1.° En no alabarse del éxito de
alguna acción por nosotros practicada, en no relatarla al primero que
nos quiera oír; en no divulgar nuestros golpes audaces, los viajes que
hicimos, nuestras mañas o habilidades, ni lo que de nosotros se dice
favorable;
2.° En ocultar el bien que
podemos haber hecho, como son las limosnas, las oraciones, las
penitencias, los favores hechos al prójimo, las gracias interiores de
Dios recibidas;
3.° En no complacernos en las
alabanzas que se nos dirigen ; para lo cual deberemos procurar cambiar
de conversación, y atribuir a Dios todo el éxito de nuestras empresas; o
bien deberemos dar a entender que el hablar de ello nos disgusta, o
marcharnos, si nos es posible.
4.° Nunca deberemos hablar ni
bien ni mal de nosotros mismos. Muchos tienen por costumbre hablar mal
de si mismos, para que se los alabe esto es una falsa humildad a la que
podemos llamar humildad con anzuelo. No habléis nunca de vosotros,
contentaos con pensar que sois unos miserables, que es necesaria toda la
caridad de un Dios para soportaros sobre la tierra.
5.° Nunca se debe disputar con
los iguales; en todo cuanto no sea contrario a la conciencia, debemos
siempre ceder; no hemos de figurarnos que nos asiste siempre el derecho;
aunque lo tuviésemos, hemos de pensar al momento que también podríamos
equivocarnos, como tantas veces ha sucedido; y, sobre todo, no hemos de
tener la pertinacia de ser los últimos en hablar en la discusión, ya que
ello revela un espíritu repleto de orgullo.
6.º Nunca hemos de mostrar
tristeza cuando nos parece ser despreciados, ni tampoco ir a contar a
los demás nuestras cuitas; esto daría a entender que estamos faltos de
toda humildad, pues, de lo contrario, nunca nos sentiríamos bastante
rebajados, ya que jamás se nos tratará cual debemos dar gracias a Dios,
a semejanza del santo rey David, quien volvía bien por mal (Ps. VII,
5.), pensando cuanto había el también despreciado a Dios con sus
pecados.
7.° Debemos estar contentos al
vernos despreciados, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, de quien se
dijo que se «vería harto de oprobios» (Thren., III, 30.) , y el de los
apóstoles, de quienes se ha escrito (Act., V, 41.) «que experimentaban
una grande alegría porque habían sido hallados dignos de sufrir
ignominia por amor de Jesucristo» ; todo lo cual constituirá nuestra
mayor dicha y nuestra más firme esperanza en la hora de la muerte.
8.° Cuando hemos cometido algo
que pueda sernos echado en cara, no debemos excusar nuestra culpa ; ni
con rodeos, ni con mentiras., ni con el gesto debemos dar lugar a pensar
que no lo cometimos nosotros. Aunque fuésemos acusados falsamente,
mientras la gloria de Dios no sufra menoscabo, deberíamos callar.
9.° Esta humildad consiste en
practicar aquello que más nos desagrada, lo que los demás no quieren
hacer, y en complacerse en vestir con sencillez.
En esto consiste la humildad
exterior. Mas ¿en que consiste la interior?. Vedlo aquí. Consiste: 1.º
En sentir bajamente de si mismo; en no aplaudirse jamás en lo intimo de
su corazón al ver coronadas por el éxito las acciones realizadas ; en
creerse siempre indigno e incapaz de toda buena obra, fundándose en las
palabras del mismo Jesucristo cuando nos dice que sin Él nada bueno
podemos realizar (Ioan, XV, 5.) , pues ni tan solo una palabra, como,
por ejemplo, «Jesús», podemos pronunciar sin el auxilio del Espíritu
Santo (1 Cor., XII, 3.). 2.° Consiste en sentir satisfacción de que los
demás conozcan nuestros defectos, a fin de tener ocasión de mantenernos
en nuestra insignificancia; 3.° En ver con gusto que los demos nos
aventajen en riquezas, en talento, en virtud, o en cualquier otra cosa;
en someternos a la voluntad o al juicio ajenos, siempre que ello no sea
contra conciencia...
En esto consiste poseer la
humildad cristiana, la cual tan agradables nos hace a Dios y tan
apreciables a los ojos del prójimo. Considerad ahora si la tenéis o no.
Y si desgraciadamente no la poseéis, no os queda otro camino, para
salvaros, que pedirla a Dios hasta obtenerla; ya que sin ella no
entraríamos en el cielo. Leemos en la vida de San Elzear que, habiendo
corrido el peligro de perecer engullido por el mar, junto con todos los
que se hallaban con el en el barco, pasado va el peligro, Santa Delfina,
su esposa, le pregunto si había tenido miedo. Y el Santo contesto :
«Cuando me hallo en peligro semejante, me encomiendo a Dios junto con
todos los que conmigo se hallan; y le pido que, si alguien debe morir,
este sea yo, como el más miserable y el más indigno de vivir» (V.
Ribadeneyra, 27 septietnbre, t. IX, p. 395.). ¡Cuánta humildad..!. !San
Bernardo estaba tan persuadido de su insignificancia, que, al entrar en
una ciudad, hincábase antes de hinojos, pidiendo a Dios que no castigase
a la ciudad por causa de sus pecados; pues se creía capaz de atraer la
maldición de Dios sobre aquel lugar. ¡Cuánta humildad!. ¡Un Santo tan
grande cuya vida era una cadena de milagros!.
Es preciso que, si queremos que
nuestras obras sean premiadas en el cielo, vayan todas ellas acompañadas
de la humildad. Al orar, ¿poseéis aquella humildad que os hace
consideraros como miserables e indignos de estar en la santa presencia
de Dios?. Si fuese así, no haríais vuestras oraciones vistiéndoos o
trabajando. No, no la tenéis. Si fueseis humildes, ¡con que reverencia,
con que modestia, con que santo temor estaríais en la Santa Misa!. !No
se os vería reír, conversar, volver la cabeza, pasear vuestra mirada por
el templo, dormir, orar sin devoción, sin amor de Dios!. Lejos de hallar
largas las ceremonial y funciones, os sabría mal el termino de ellas, y
pensaríais en la grandeza de la misericordia de Dios al sufriros entre
los fieles, cuando por vuestros pecados merecéis estar entre los
réprobos. Si tuvieseis esta virtud, al pedir a Dios alguna gracia,
haríais como la Cananea, que se postró de hinojos ante el Salvador, en
presencia de todo el mundo (Matth., XV, 25.); como Magdalena, que besó
los pies de Jesús en medio de una numerosa reunión (Luc., VII, 38.). Si
fueseis humildes, haríais como aquella mujer que hacia doce años que
padecía flujo de sangre y acudió con tanta humildad a postrarse a los
pies del Salvador, a fin de conseguir tocar el extremo de su manto
(Marc., V, 25.). ¡Si tuvieseis la humildad de un San Pablo, quien, aun
después de ser arrebatado hasta el tercer cielo (II Cor. XII, 2.) , solo
se tenia por un aborto del infierno, el último de los apóstoles, indigno
del nombre que llevaba !... (1 Cor., XV, 8-9.).
¡Dios mío!, ¡cuán hermosa, pero
cuán rara es esta virtud !... Si tuvieseis esta virtud al confesaros,
¡cuán lejos andaríais de ocultar vuestros pecados, de referirlos como
una historia de pasatiempo y, sobre todo, de relatar los pecados de los
demás! ¿Cual seria vuestro temor al ver la magnitud de vuestros pecados,
los ultrajes inferidos a Dios, y al ver, por otro lado, la caridad que
muestra al perdonaros?. ¡Dios mío!, ¿no moriríais de dolor y de
agradecimiento?... Si, después de haberos confesado, tuvieseis aquella
humildad de que habla San Juan Clímaco (La Escala Santa, grado quinto.),
el cual nos cuenta que, yendo a visitar un cierto monasterio, vio allí a
unos religiosos tan humildes, tan humillados y tan mortificados, y que
sentían de tal manera el peso de sus pecados, que el rumor de sus
gritos, y las preces que elevaban a Dios Nuestro Señor eran capaces de
conmover a corazones tan duros como la piedra. Algunos había que estaban
enteramente cubiertos de llagas, de las cuales manaba un hedor
insoportable; y tenían tan poco atendido su cuerpo, que no les quedaba
sino la piel adherida al hueso. El monasterio resonaba con gritos los
más desgarradores. «¡Desgraciados de nosotros miserables!. ¡Sin faltar a
la justicia, oh Señor, podéis precipitarnos en los infiernos! » Otros
exclamaban: «¡Señor, perdonadnos si es que nuestras almas son aún
capaces de perdón!». Tenían siempre ante sus ojos la imagen de la
muerte, y se decían unos a otros: ¿Que será de nosotros después de haber
tenido la desgracia de ofender a un Dios tan bueno?. ¿Podremos todavía
abrigar alguna esperanza para el día de las venganzas? ».
Otros pedían ser arrojados al
rió para ser comidos de las bestias. Al ver el superior a San Juan
Clímaco, le dijo: «Padre mío, habéis visto a nuestros soldados?». Nos
dice San Juan Clímaco que no pudo allí hablar ni rezar: pues los gritos
de aquellos penitentes, tan profundamente humillados, arrancabanle
lágrimas y sollozos sin que en manera alguna pudiera contenerse. ¿De
dónde proviene que nosotros, siendo mucho más culpables, carezcamos
enteramente de humildad?. ¡Porque no nos conocemos!.
II.-Al cristiano que bien se
conozca, todo debe inclinarle a ser humilde, y especialmente estas tres
cosas, a saber : la consideración de las grandezas de Dios, el
anonadamiento de Jesucristo, y nuestra propia miseria.
1.° Quien podrá contemplar la
grandeza de un Dios, sin anonadarse en su presencia, pensando que con
una sola palabra ha creado el cielo de la nada, y que una sola mirada
suya podría aniquilarlo?. ¡Un Dios tan grande, cuyo poder no tiene
límites, un Dios lleno de toda suerte de perfecciones, un Dios de una
eternidad sin fin, con la magnitud de su justicia, con su providencia
que tan sabiamente lo gobierna todo y que con tanta diligencia provee a
todas nuestras necesidades!. No deberíamos temer, con mucha mayor razón
que San Martin, que la tierra se abriese bajo nuestros pies por ser
indignos de vivir? Ante esta consideración, ¿no haríais como aquella
gran penitente de la cual se habla en la vida de San Pafnucio? (Vida de
los Padres del desierto, t. 1.°, p. 212.). Aquel buen anciano dice el
autor de su vida, quedó en extremo sorprendido, cuando, al conversar con
aquella pecadora, la oyó hablar de Dios. El santo abad le dijo: «¿Ya
sabes que hay un Dios?»- «Si, dijo ella; y aun más se que hay un reino
de los cielos para aquellos que viven según sus mandamientos, y un
infierno donde serán arrojados los malvados para abrasarse allí.» -«Si
conoces todo esto, ¿cómo te expones a abrasarte en el infierno, causando
la perdición de tantas almas?» Al oír estas palabras, la pecadora
conoció que era un hombre enviado de Dios, se arrojó a sus pies y,
deshaciéndose en lágrimas: «Padre mío, le dijo, imponedme la penitencia
que queráis, y yo la cumpliré». El anciano la encerró en una celda y le
dijo: «Mujer tan criminal como tu has sido, no merece pronunciar el
santo nombre de Dios; te limitaras a volverte hacia el oriente, y dirás
por toda oración: «Vos que me creasteis, tened piedad de mi!». Esta era
toda su oración, derramando lágrimas y exhalando amargos sollozos noche
y día. ¡Dios mío!, ¡cuanto nos hace profundizar en el propio
conocimiento la humildad!.
2.° Decimos que el anonadamiento
de Jesucristo debe humillarnos aun más y más. «Cuando contemplo, nos
dice San Agustín, a un Dios que, desde su encarnación hasta la cruz, no
hizo otra cosa que llevar una vida de humillaciones e ignominias, un
Dios desconocido en la tierra, ¿habré yo de sentir temor de humillarme?.
Un Dios busca la humillación,
y yo, gusano de la tierra, querré ensalzarme?. ¡Dios mío!, dignaos
destruir este orgullo que tanto nos aparta de Vos».
Lo tercero que debe conducirnos
a la humildad, es nuestra propia miseria. No tenemos más que mirarla
algo de cerca, y hallaremos una infinidad de motivos de humillación. Nos
dice el profeta: «En nosotros mismos llevamos el principio y los motivos
de nuestra humillación. ¿No sabemos por ventura, dice, que nuestro
origen es la nada, que antes de venir a la vida transcurrieron una
infinidad de siglos, y que, por nosotros mismos, nunca habríamos podido
salir de aquel espantoso e impenetrable abismo?. ¿Podemos ignorar que,
aun después de ser creados, conservamos una vehemente inclinación hacia
la nada, siendo preciso que la mano poderosa de Aquel que de ella nos
sacó, nos impida Volver al caer, y que, si Dios dejase de mirarnos y
sostenernos, seriamos borrados de la faz de la tierra con la misma
rapidez que una brizna de paja es arrastrada por una tempestad furiosa».
¿Qué es, pues, el hombre para envanecerse de su nacimiento y de sus
demás cualidades?. Nos dice el santo varón Job: ¿qué es lo que somos?,
inmundicia antes de nacer, miseria al venir al mundo, infección cuando
salimos de él. Nacemos de mujer, nos dice (Iob. XIV, 1.), y vivimos
breve tiempo; durante nuestra vida, por corta que sea, mucho hemos de
llorar, y la muerte no tarda en herirnos». «Tal es nuestra herencia, nos
dice San Gregorio, Papa; juzgad, según esto, si tenemos lugar a
ensalzarnos por nada del. mundo ;.así es que quien temerariamente se
atreve a creer que es algo, resulta ser un insensato que jamás se
conoció a sí mismo, puesto que, conociéndonos tal cual somos, sólo
horror podemos sentir de nosotros mismos».
Pero no son menos los motivos
que tenemos de humillarnos en el orden de la gracia. Por grandes
talentos y dones que poseamos, hemos de pensar que todos nos vienen de
la mano del Señor, que los da a quien le place, v, por consiguiente, no
nos podemos alabar de ellos. Un concilio ha declarado que el hombre,
lejos ele ser el autor de su salvación, sólo es capaz de perderse, ya
que de sí mismo sólo tiene el pecado y la mentira. San Agustín nos. dice
que toda nuestra ciencia consiste en saber que nada somos, y que todo
cuanto tenemos, de Dios lo hemos recibido.
Finalmente, digo que debemos
humillarnos considerando la gloria y la felicidad que esperamos en la
otra vida, pues, de nosotros mismos, somos incapaces de merecerla.
Siendo Dios tan magnánimo al concedérnosla, no hemos de confiar sino en
su misericordia y en los infinitos méritos de Jesucristo su Hijo. Como
hijos de Adán, sólo merecemos el infierno. Cuán caritativo en Dios al
permitirnos tener esperanza de tantos y tan grandes bienes, a nosotros
que nada hicimos para merecerlos.
¿Qué hemos de concluir de todo
esto?. Vedlo aquí: todos los días hemos de pedir a Dios la humildad,
esto es, que nos conceda la gracia de conocer nuestra nada, que de
nosotros mismos nada tenemos, que los bienes que poseemos, tanto del
cuerpo como del alma, nos vienen todos de Él.... Practiquemos la
humildad cuantas veces nos sea posible....; quedemos bien persuadidos de
que no hay virtud más agradable a Dios que la humildad, y de que con
ella obtendremos todas las demás. Por muchos que sean los pecados que
pesen sobre nuestra conciencia, estemos seguros de que, con la humildad,
Dios nos perdonará. Cobremos afición a esa virtud tan hermosa; ella será
la que nos unirá con Dios, la que nos hará vivir en paz con el prójimo,
la que aligerara nuestras cruces, la que mantendrá nuestra esperanza de
ver otro día a Dios. Él mismo nos lo dice: «Bienaventurados los pobres
de espíritu, pues ellos verán a Dios» (Matth., V,3.).