Santo Cura de Ars:
Sermón sobre LA PERSEVERANCIA
Qui autem perseveraverit usque in finem,
hic
salvus erit.
Aquel que persevere hasta el
fin, será salvo.
(S. Mat., X, 22.)
Aquel, nos dice el Salvador del
mundo, que luche y persevere hasta el fin de sus días, sin ser vencida,
o que al caer haya sabido levantarse y perseverar, será coronado, es
decir, salvado: palabras que deberían helar nuestra sangre y hacernos
temblar de espanta, si considerásemos, por una parte, los peligros a que
estamos expuestos, y por otra, nuestra debilidad y el número de enemigos
que nos rodean. No nos admire que los más grandes santos hayan dejado a
sus parientes y amigos, hayan abandonada sus bienes y placeres, para ir
a sepultarse en vida en medio de la selva agreste, a llorar sus pecados
entre los peñascos, a encerrarse entre cuatro paredes para llorar allí
durante el resto de sus días, a fin de quedar libres y desembarazados de
todo tráfago mundano, y no ocuparse en otra cosa que en combatir a los
enemigos de su salvación, persuadidos de que el cielo sólo será
concedido a su perseverancia. -Más, me dirá alguno, ¿qué es perseverar?
-Helo aquí, amigo mío. Es estar pronto a sacrificarlo todo: los bienes,
la voluntad, la libertad, la vida misma, antes que desagradar a Dios.
-Pero, me dirás aún, ¿que viene a ser no perseverar? -Helo aquí. Es
recaer en los pecados que habíamos ya confesado, es seguir las malas
compañías que nos indujeron al pecado, el mayor de todos los males, ya
que por él hemos perdido a Dios, hemos atraído sobre nosotros toda su
cólera, hemos arrebatada al cielo nuestra alma y la arrastramos al
infierno. ¡Quiera Dios que los cristianos que tienen la dicha de
reconciliarse con Él mediante el sacramento de la Penitencia, comprendan
esto bien! Para daros, pues, una idea de ello, voy ahora a mostraros los
medios que debéis adoptar para perseverar en la gracia cine recibisteis
en el santo tiempo pascual. Hallo que los principales son cinco, a
saber: la fidelidad en seguir los movimientos de la gracia de Dios, huir
de las malas compañías, la oración, la frecuencia de sacramentos y, por
fin, la mortificación...
I.- Digo, pues, en primer lugar,
que el primer medio para perseverar en el caminó que conduce al cielo,
es ser fiel en seguir y aprovechar los movimientos de la gracia que Dios
tiene a bien concedernos. Los santos no deben su felicidad más que a su
fidelidad en seguir los movimientos que el Espíritu Santo les enviara,
así como los condenados no pueden atribuir su desdicha a otra cosa que
al desprecio que de tales movimientos hicieron. Esto solo debe bastar
para haceros sentir la necesidad de ser fieles a la gracia. -Pero, me
dirá alguno. ¿por qué medio vamos a conocer si correspondemos o
resistimos a lo que la gracia quiere de nosotros? -Si no lo sabes,
amigo, escúchame un momento y conocerás lo más esencial. Digo, ante
todo, que la gracia es un pensamiento que nos hace sentir la necesidad
de evitar el mal y de hacer el bien. Entremos en algunos detalles
familiares, a fin de que lo comprendas mejor, y así verás cuándo eres
fiel a la gracia y cuándo resistes a ella. Por la mañana, al
despertarte, Nuestro Señor te sugiere el pensamiento de consagrarle tu
corazón, de ofrecerle los trabajos del día, y de rezar en de rodillas..
las de la mañana: si lo practicas, así, prontamente y de todo corazón,
sigues el movimiento de la gracia, mas si no lo practicas; o lo haces
mal, entonces dejas de seguir tal movimiento. En otra ocasión, sentirás
de pronto el deseo de ir a confesarte, de corregir tus defectos, y dejar
de ser lo que al presente; pensarás que, si llegases a morir, serías
condenado. Si sigues esas buenas aspiraciones que Dios te envía, eres
fiel a la gracia. Mas tú dejas pasar esto sin hacer nada. Te viene el
pensamiento de dar alguna limosna, de practicar alguna penitencia, de
asistir a Misa los días laborables, de hacer que asistan también tus
criados; más no lo haces. Aquí tenéis lo que es seguir los movimientos
de la gracia o resistir de ellos. Todo esto viene comprendido bajo el
nombre de «gracias interiores». En cuanto a las llamadas «gracias
exteriores», podemos citar como ejemplo una buena lectura, la
conversación con una persona virtuosa, que os hará sentir la necesidad
de cambiar de vida, de servir mejor al buen Dios, los remordimientos que
vais a tener a la hora de la muerte ; o también el buen ejemplo de otras
personas presentándose repetidamente ante vuestros ojos, como si os
estimulase a convertiros; o también un sermón o instrucción religiosa
que os enseñe los medios que se han de emplear para servir a Dios y
cumplir vuestros deberes con Él, con vosotros mismos y con el prójimo.
Tened presente que vuestra salvación o vuestra condenación, de esas
gracias dependen. Los santos, si se santifican, es por el gran cuidado
que ponen en seguir todas las buenas inspiraciones que Dios les envía, y
los condenados han caído en el infierno porque las despreciaron. Vais a
ver ahora una prueba de ello.
Vemos, efectivamente, en el
Evangelio, que todas las conversiones obradas por Jesucristo durante su
vida mortal, se apoyaron en la perseverancia. ¿ Cómo sabemos que San
Pedro se convirtió ? Bien se dice que Jesús le miró, que San Pedro lloró
su pecado (Luc., XXII, 61-62.); mas ¿qué es lo que nos asegura su
conversión sino el haber perseverado en la gracia, no pecando jamás?
¿Cómo ocurrió la conversión de San Mateo? Sabemos muy bien que,
habiéndole visto Jesucristo en la oficina, -le dijo que le siguiese, y
en efecto le siguió (Luc., V, 27-28.) ; mas lo que nos certifica que su
conversión fué verdadera, es el hecho de no haber vuelta a entrar en su
despacho, ni haber cometido en adelante injusticia alguna; en cuanto
comenzó a seguir a Jesucristo, ya no lo abandonó jamás. La perseverancia
en la gracia, el renunciar al pecado para siempre, fueron las señales
más ciertas de su conversión. Aunque vivieseis veinte o treinta años en
la virtud y en la penitencia, si no perseveraseis, toda lo habríais
perdido. Sí, dice un santo obispo a su pueblo, aunque hubieseis
repartido todos vuestros bienes a los pobres, aunque hubieseis
desgarrado y ensangrentado vuestro cuerpo; aunque hubieseis, vos solo,
sufrido tanto como todos los mártires juntos, aunque hubieseis sido
desollado como San Bartolomé, aserrado entre dos tablas como el profeta
Isaías, asado a fuego lento como San Lorenzo; si, a pesar de todo esto,
os faltase la perseverancia, esta es, recayeseis en alguno de los
pecados ya confesados, y la muerte os sorprendiese en tal estado, todo
estaría perdido para vos..¿Quién de nosotros será salvo? ¿Aquel que
habrá luchado cuarenta o sesenta años? No. ¿Será, pues aquel que habrá
encanecido en el servicio del Señor? No, si le falta perseverancia como
faltó a Salomón, de quien dice el Espíritu Santo que era el más sabio de
los reyes de la tierra ( III Reg. IV, 31.); el cual parece que debía
tener bien asegurada su salvación y, sin embargo, nos deja sobre este
punto en una gran incertidumbre. Saúl nos presenta aún una imagen más
espantosa. Escogido por Dios para que reinase sobre su pueblo, colmado
con toda suerte de favores, muere como un réprobo (I Reg., 6.). «¡Ah!,
¡desgraciado! nos dice San Juan Crisóstomo, anda con cuidado en no
despreciar la gracia de tu Dios, una vez la hayas recibido. ¡Ah!, yo
tiemblo al considerar cuán fácilmente el pecador recae en el pecado del
cual se confesó; ¿cómo se atreverá a pedir de nuevo perdón?»
Para no recaer en el pecado, os
bastaría, con el auxilio de la gracia, comparar la desgraciada situación
a que el pecado os tenía reducidos, con aquel estado en que os coloca la
gracia. El alma que recae en pecado, entrega su Dios al demonio, se
convierte en su verdugo, y le crucifica en su corazón ; arrebata su alma
de las manos de su Dios, la arrastra al infierno, la entrega al furor y
rabia de los demonios, le cierra las puertas del cielo, y hace que
sirvan para su condenación todos los sufrimientos de su Dios. Dios mío,
¿quién; al hacer estas reflexiones, podría volver a cometer un solo
pecado? Escuchad estas terribles palabras del Salvador (Marc. XIII,
13.)«Aquel que habrá luchado hasta el fin, será salvado». Al considerar
esto, temblemos los que caemos a cada instante. Nunca será para nosotros
el cielo, si no tenemos mayor firmeza que la que hemos mostrado hasta el
presente. Mas no está aún todo aquí. ¿Fueron bien hechas vuestras
confesiones? ¿Habéis tomado siempre todas las precauciones debidas para
hacer bien la confesión y la comunión? ¿Examinasteis bien vuestra
conciencia antes de acercaros al tribunal de la Penitencia?
¿Declarasteis rectamente vuestros pecados tal como estaban en vuestra
conciencia, sin decir, acaso, que tal cosa no era mala, que lo otro no
es nada, o «lo diré otra vez»? ¿Tuvisteis verdadera contricción de los
pecados; tan indispensable para que nos sean perdonados? ¿La pedisteis
con fervor a Dios al salir del confesionario? ¿Habríais preferido la
muerte antes que volver a cometer los pecados de que os acababais de
confesar? ¿Tenéis la firme resolución de no volver a ver a aquellas
personas con las cuales obrasteis el mal? ¿Dais testimonio al Señor de
que, si debíais volver a ofenderle, preferiríais antes que os enviase la
muerte? Y, sin embargo, aunque tengáis todas estas disposiciones,
temblad siempre, vivid entre una especie de desesperación y de
esperanza. Estáis hoy en amistad con Dios, mas temblad, ya que mañana
tal vez mereceréis su odio y seréis reprobados. Escuchad a San Pablo,
aquel vaso de elección, escogido por Dios para llevar su nombre delante
de los príncipes y reyes de la tierra, que había conducido tantas almas
a Dios, y cuyos ojos se anublaban a cada momento, a causa de la
abundancia de lágrimas que derramaba; pues bien, repetidamente
exclamaba: «No ceso de tratar duramente mi cuerpo, y reducirle a
servidumbre, pues temo que, después de haber predicado a los demás y
haberles mostrado los medios de ir al cielo, no sea yo desterrado de
allí y caiga en reprobación» (Cor. IX, 27.) En otro pasaje parece tener
mayor confianza, mas ¿sobre qué está fundada tal confianza? «Sí, Dios
mío, exclama, soy como una víctima a punto de ser inmolada, pronta mi
alma y mi cuerpo se separarán, conozco que no voy a vivir mucho tiempo;
mas lo que me inspira confianza, es el haber seguida siempre los
movimientos de la gracia que Dios me ha enviado. Desde el momento en que
tuve la suerte de convertirme, he guiado hacia Dios tantas cuantas almas
me ha sido posible, he luchado siempre, he hecho una guerra continuada a
mi cuerpo» (II Cor., XII, 8.). ¡ Ah !, cuántas veces he pedido a Dios la
gracia de librarme de este miserable cuerpo, siempre inclinado al mal! 2
; por fin, gracias a mi Dios, voy a recibir la «recompensa del que ha
luchado y perseverando hasta el fin» (II Tim., IV, 8.). ¡Oh, Dios mío !
¡cuán pocos son las que perseveran, y por consiguiente, cuán pocos los
que se salvan !
Leemos en la vida de San
Gregorio que una dama romana le escribió para pedirle el auxilio de sus
oraciones, a fin de que Dios la hiciese conocer si le habían sido
perdonados sus pecados, y si, a su tiempo, recibiría ella el premio de
sus buenas obras. «¡Ah !, decía, temo que Dios no me haya perdonado! »
-«¡ Ay !, contestaba San Gregorio, cosa muy difícil es la que me pedís;
sin embargo, os diré que podéis esperar el perdón de Dios y que iréis al
cielo si perseveráis; mas, a pesar de todo cuanto habéis obrado, seréis
condenada si no perseveráis». ¡Cuántas veces usamos nosotros el mismo
lenguaje y nos inquietamos por saber si nos vamos a salvar o a condenar!
¡Pensamientos inútiles! Escuchemos a Moisés, cuando, a punto de morir,
hizo congregar las doce tribus de Israel: «Ya sabéis, les dijo, que os
he amado entrañablemente, que solo he procurado vuestro bien y vuestra
salvación; ahora que voy a dar cuenta a Dios de todas mis acciones, es
necesario que os avise, que os excite a no olvidar jamás esto: servid
fielmente al Señor; acordaos siempre de las innumerables gracias de que
os ha colmado; por más que os sea dificultoso, no os separéis jamás de
El. No os faltarán enemigos que os persigan y hagan todo lo posible para
hacéroslo abandonar; pero revestíos de valor, pues tenéis la seguridad
de vencerlos, si sois fieles a Dios» (Deut., XXXI.).
¡ Ay!, las gracias que Dios nos
concede son aún más abundantes, y los enemigos que nos rodean mucho más
poderosos. Digo las gracias: porque ellos no habían recibido más que
algunos bienes temporales y el maná; pero nosotros tenemos la dicha de
recibir el perdón de nuestros pecados, de arrebatar nuestra alma del
poder del infierno, y de ser alimentados, no con el maná, sino con el
Cuerpo y la Sangre adorable de Jesucristo! ... ¡Oh, Dios mío!, ¡qué
dicha la nuestra! ¿ A qué, pues, volver a trabajar continuamente para
perder un tal tesoro? ¡Oh!, ¡cuántos son los que no perseveran, porque
les da miedo el luchar!
Leemos en la historia que un
santo sacerdote halló un día a un cristiano dominado por un temor
incesante de sucumbir a la tentación. «¿Por qué teméis?», le dijo el
sacerdote- « ¡Ay!, padre mío contestó, temo ser tentado y sucumbir y
perecer. ¡Ah !, exclamaba llorando; ¿no tengo motivos para temblar
cuando tantos millones de ángeles sucumbieron en el cielo, cuando Adán y
Eva fueron vencidos en el paraíso terrenal, cuando Salomón, que es
tenido por el más sabio de los reyes y que había llegado al más alto
grado de perfección, manchó sus canas con los crímenes más deshonrosos y
vergonzosos, cuando este hombre, después de haber sido la admiración del
mundo, se convirtió en oprobio y desdoro de la humanidad; cuando
considero a un judas sucumbiendo en compañía del mismo Jesucristo;
cuando tan grandes lumbreras se apagaron, ¿qué debo pensar de mí mismo,
que no soy más que pecado?, ¿quién podrá enumerar las almas que están en
el infierno, y que, a no ser la tentación, estarían en la gloria? ¡Oh,
Dios mío!, exclamaba, ¿quién no temblará?, ¿quién podrá tener esperanza
de perseverar?» - «Mas, amigo mío, le dijo el santo sacerdote, ¿no
sabéis lo que nos dice San Agustín, que el demonio es como un perro
encadenado: acosa y mete mucho ruido pero sólo muerde a los que se ponen
a su alcance? Tened confianza en Dios, huid de las ocasiones de pecar,
así no sucumbiréis. Si Eva no hubiese escuchado al demonio, si hubiese
huido en el mismo momento en que aquél le propuso la transgresión de los
preceptos de Dios, no habría sucumbido. Al veros tentado, rechazad al
momento la tentación, y, si tenéis oportunidad, haced devotamente la
señal de la cruz, pensad en los tormentos que deben experimentar los
réprobos por no haber sabido resistir la tentación; elevad al cielo
vuestra mirada, y veréis allí cuál sea la recompensa del que lucha;
llamad en vuestro socorro al ángel de la guarda; echaos prontamente en
brazos de la Virgen Santísima, implorando su protección: con eso tenéis
la seguridad de salir victorioso de vuestros enemigos, a los cuales
veréis al punto llenos de confusión».
Si sucumbimos, es porque no
queremos valernos de los medios que Dios nos envía para combatir. Es
preciso; sobre todo, estar bien convencidos de que, por nuestra parte,
no podemos hacer otra cosa que perdernos; mas, con una gran confianza en
Dios, lo podemos todo. Mirad a San Felipe Neri; decía él a Dios con
frecuencia: «¡ Ay! Señor, sostenedme, soy tan malo, que me parece que a
cada instante voy a haceros traición; soy tan poca cosa, que hasta
cuando salgo para hacer una buena obra, digo para mí: Sales cristiano,
tal vez volverás a entrar como un pagano, después de haber renegado de
tu Dios». Un día, creyéndose sólo en un lugar desierto, púsose a gritar:
« ¡Ay!, ¡estoy perdido, estoy condenado!» Alguien que le oyó, se acercó
a él y le dijo: «Amigo, ¿es que desesperáis de la misericordia de Dios?,
¿por ventura no es infinita?» - «¡Ay!, le dijo aquel gran Santo, no es
que desespere, sino que espero mucho; digo que estoy perdido y
condenado, si Dios me abandona a mí mismo. Cuando considero que tantas
personas habían perseverado hasta el fin, y una sola tentación las
perdió: esto es lo que me hace temblar noche y día, temiendo ser del
número de aquellos desgraciados».
Si todos los santos temblaron
durante su vida por temor de no perseverar, ¡qué será de nosotros que,
sin virtudes, casi sin confianza en Dios, cargados de pecados, no
ponemos diligencia alguna en librarnos de los lazos que el demonio nos
tiende ; nosotros que andamos cual ciegos en medio de los mayores
peligros, que dormimos tranquilamente en medio de una turba de enemigos,
encarnizadamente interesados en nuestra perdición!. Pero, me dirá
alguno, ¿qué deberemos hacer para no sucumbir? - Helo aquí, amigo mío:
hay que huir las ocasiones que otras veces nos hicieron caer; recurrir
constantemente a la oración, y por fin, recibir con frecuencia y
dignamente los sacramentos; si lo practicas así, si sigues este camino,
ten sede que vas a perseverar; pero, si no tomas estas precauciones, en
vano tomarás otras medidas, forzosamente vendrás a caer y perderte...
II.-¿Dónde oísteis aquellas
canciones malas, aquellos dichos infames, que son causa de una infinidad
de pensamientos y deseos perversos?, ¿no fué precisamente al hallaros en
compañía de aquellos libertinos? ¿Quién os hizo formular aquellos
juicios temerarios?, ¿no fué al oír hablar del prójimo en compañía de
aquel maldiciente? ¿Quién os indujo al hábito de dar miradas o tener
tocamientos abominables con vosotros mismos o con los demás?, ¿no fué
ello por haber frecuentado la compañía de aquel impúdico? ¿Cuál es la
causa de que no recibáis ya los sacramentos?, ¿no ocurre ello desde que
os tratáis con aquel impío, el cual ha procurado haceros perder la fe
diciéndoos que todo cuanto prédica el sacerdote son tonterías, que la
religión es sólo para dominar a la juventud; que es cosa de imbéciles ir
a contar a un hombre lo que uno ha hecho; que toda la gente ilustrada se
burla de todo esto? (entiéndase, hasta la hora de la muerte; entonces
habrán todos de reconocer que se habían engañado). Pues bien, amigo mío,
¿sin aquella mal compañía, te habrían ocurrido tales dudas?
Indudablemente que no. Dime, hermana mía, ¿desde cuando sientes tanto
gusto por los placeres, las danzas y bailes, las reuniones y los
atavíos mundanos?, ¿ no es, por ventura, desde que frecuentas aquella
mujer mundana, la cual no contenta aún con haber perdido su pobre alma,
está ocasionando también la perdición de la tuya? Dime, amigo, ¿cuánto
tiempo hace que frecuentas las tabernas y casas de juego?, ¿no es desde
que conociste aquel desenfrenado? Dime, ¿desde cuándo se te oye vomitar
toda suerte de juramentos y maldiciones?, ¿no es desde que estás al
servicio de aquel dueño cuya boca y cuya garganta no son más que un
canal de abominaciones?.
Sí, en el día del juicio, cada
libertino verá a otro libertino pedirle su alma, su Dios y su gloria. ¡
Ah!, desgraciado, se dirán unos a otros, vuélveme el alma que me
perdiste, y restitúyeme el cielo que me arrebataste. Desgraciado, ¿dónde
está mi alma?, arráncala del infierno donde me has arrojado. A no ser
por ti, no habría cometido aquel pecado que es causa de mi condenación.
No, no, yo no tenía de ello conocimiento. No, jamás hubiera tenido tal
pensamiento; ¡ah!, ¡hermoso cielo que tú me has hecho perder! ¡Adiós,
cielo delicioso que tú me has arrebatado! ¡Sí, cada pecador se arrojará
sobre el que le dio malos ejemplos y le indujo a cometer los primeros
pecados. ¡Ah !, dirá, ¡ojalá no te hubiese nunca conocido! ¡Ah!, si a lo
menos hubiese yo muerto antes de verte, ahora estaría en el cielo; mas
no es ya para mí... Adiós, hermoso cielo, por muy poca cosa te perdí...
No, nunca perseveraréis si no huís de las compañías mundanas; en vano
querréis salvaras; no tendréis más remedio que condenaros. O el infierno
o la huída, no hay término medio. Determinad cuál de los dos extremos
proferís. Desde el momento en un joven o una joven siguen sus placeres,
son joven y doncella condenados... En vano diréis que no obráis mal, que
quizá sea yo algo escrupuloso. No puedo menos de repetiros que siempre
vendremos a parar en lo mismo, a saber: que, si no cambiáis, un día
estaréis en el infierno; y no solamente lo veréis esto, sino que,
además, lo sentiréis. Echemos un velo sobre esta materia, y pasemos a
otro asunto.
III.- He dicho, en tercer lugar,
que la oración es absolutamente necesaria para acertar a perseverar en
la gracia, después de haber recibido ésta en el sacramento de la
Penitencia. Con la oración todo lo podéis, sois dueños, por decirlo así,
del querer de Dios, mas, sin la oración, de nada sois capaces. Esto es
suficiente para mostraros la gran necesidad de la oración. Todos los
santos comenzaron su conversión por la oración y por ella perseveraron;
y todos los condenados se perdieron por su negligencia en la oración.
Digo, pues, que la oración nos es absolutamente necesaria para
perseverar...
Mas la oración de que os hablo,
tan poderosa cerca de Dios, que nos atrae tantas gracias, que parece
hasta sujetar la voluntad de Dios, que parece, por decirlo así, forzarle
a concedernos lo que le pedimos, viene a ser una oración hecha al
impulso de una especie de desesperación y de esperanza. Digo
desesperación, considerando nuestra indignidad, y el desprecio que
hicimos de Dios y de sus gracias, reconociéndonos indignos de comparecer
ante su divina presencia v de atrevernos a pedir perdón después de
haberlo recibido ya tantas veces y pagado siempre con ingratitud...
Con el corazón quebrantado de
dolor por haber ofendido a un Dios tan bueno, dejamos correr nuestras
lágrimas de contrición y de gratitud; nuestro corazón y nuestra mente
hállanse abismadas en la profundidad de nuestra nada y en la grandeza de
Aquel a quien hemos ultrajado, y el cual nos deja aún la esperanza del
perdón. Lejos de mirar el tiempo de la oración como un momento perdido,
lo tenemos por el más feliz y precioso de nuestra vida, puesto que un
cristiana pecador no debe tener en este mundo otras ocupaciones que
llorar sus pecados a los pies de su Dios; lejos de considerar como
primeros los negocios temporales y preferirlos a los de su salvación,
los mira el cristiano como cosas de nada, o mejor, como obstáculos para
su salud espiritual; no le preocupan sino en cuanto Dios le ordena que
cuide de ellos, plenamente convencido de que, si él no los gestiona,
otros cuidarán de hacerlo; pero que si no tiene la dicha de alcanzar el
perdón v tener a Dios propicio, todo está perdido, ya que nadie cuidará
e ello. No deja la oración sino con gran pena, los momentos empleados en
la presencia de Dios le parecen brevísimos, pasan como el fulgor de un
rayo; si su cuerpo sale de la presencia de Dios, su corazón y su mente
se quedan constantemente delante de la divinidad. Durante la oración, no
hay que pensar en trabajo alguno, ni en arrellanarse en una poltrona, ni
en tenderse en el lecho...
He dicho que el cristiano debe
estar entre la desesperación y la esperanza. Digo la esperanza,
considerando la grandeza de la misericordia del Señor, el deseo que El
tiene de hacernos felices, lo que ha hecho para merecernos el cielo.
Animados por un pensamiento tan consolador, nos dirigiremos a El con
gran confianza, y, como San Bernardo, le diremos: « Dios mío, esto que
os pido no lo he merecido, mas lo merecisteis Vos por mí. Si me lo
concedéis, es solamente porque sois bueno y misericordioso». Animado por
estos sentimientos, ¿qué hace un cristiano? Vedlo aquí. Penetrado del
más vivo reconocimiento, toma la resolución firme de no ultrajar jamás a
un Dios que acaba de otorgarle el perdón. Tal es la oración a que quiero
referirme como cosa absolutamente necesaria para obtener el perdón y el
don precioso de la perseverancia.
IV.- En cuarto lugar, hemos
dicho que, para tener la dicha de conservar la gracia de Dios, debíamos
frecuentar los sacramentos.
Un cristiano que use santamente
de la oración y de los sacramentos, aparece formidable ante el demonio,
cual un dragón (Soldado de caballería. (N. del T.)) montado sobre un
corcel, los ojos centelleantes, armado con su coraza, su espada y sus
pistolas, en presencia de un enemigo desarmado: su sola presencia le
hace retroceder y emprender la fuga. Mas haced que descienda de su
caballo y abandone sus armas: pronta su enemigo se le echa encima, le
holla con sus pies, y coge cautivo al que, provisto de armas, con su
sola presencia parecía aniquilar al enemigo. Imagen sensible de un
cristiano provisto de las armas de la oración y los sacramentos. Sí, un
cristiano que ore y que frecuente los sacramentos con las disposiciones
necesarias, es más formidable ante el demonio que ese dragón de que
acabo de hablaros. ¿Qué es lo que hacía a San Antonio tan terrible ante
las potencias del infierno, sino la oración? Oíd cómo le hablaba cierto
día el demonio: decíale que era él su más cruel enemigo, pues le hacía
sufrir tanto. «¡Ah!, cuán poca cosa eres, le dijo San Antonio; Ya que no
soy más que un pobre solitario, que no puedo sostenerme sobre mis pies,
con una simple señal de la cruz provoco tu huida.». Ved además lo que el
demonio dijo a Santa Teresa, a saber, que por lo mucho que ella amaba a
su Dios, por su frecuencia de sacramentos, en el lugar donde ella había
pasado no podía él ni respirar. ¿Por qué? Porque los sacramentos nos dan
tanta fuerza para, perseverar en la gracia de Dios, que jamás se ha
visto a un santo apartarse de los sacramentos y perseverar en la amistad
de Dios; y porque en los sacramentos hallaron cuantas fuerzas les eran
necesarias para no dejarse vencer del demonio. Os indicaré aquí la razón
de ello. Cuando oramos, Dios nos envía amigos, ora sea un santo, ora un
ángel, para consolarnos; así sucedió a Agar, la esclava de Abraham
(Gen., XXI, 17.), al casto José cuando estaba en prisión, y también a
San Pedro...: nos hace sentir con mayor fuerza la eficacia de sus
gracias a fin de fortalecernos y armarnos de valor. Mas, al recibir los
sacramentos, no es un santo o un ángel, es Él mismo quien viene
revestido de todo su poder para aniquilar a nuestro enemigo. El demonio,
al verle dentro de nuestro corazón, se precipita a los abismos; aquí
tenéis, pues, la razón o motivo por el cual el demonio pone tanto empeño
en apartarnos de ellos, o en procurar que los profanemos. En cuanto una
persona frecuenta los sacramentos, el demonio pierde todo su poder sobre
ella. Añadamos, sin embargo, que es preciso distinguir: esto sucede en
aquellos que los frecuentan con las disposiciones debidas, que sienten
verdadero horror al pecado, que se aprovechan de todos los medios que
Dios nos concede para no recaer y para sacar fruto de las gracias que
nos otorga.
No quiero referirme a aquellos
que hoy se confiesan y mañana caen en las mismas culpas. No quiero
hablar de aquellos que se acusan de sus pecados con tanta falta de dolor
y arrepentimiento cual si narrasen, por gusto, una historia, ni de los
que comparecen sin ninguna o casi ninguna preparación, que acudirán a
confesarse quizá sin haber examinado su conciencia, y dirán lo primera
que les venga a la mente; que se acercarán a la Sagrada Mesa sin haber
sondeado las repliegues de su corazón, sin haber pedido gracia para
conocer sus pecados, ni implorar el dolor que de ellos deben concebir,
sin haber formado propósito alguno de no volver a pecar. No, éstos sólo
trabajan para su perdición. En vez de luchar contra el demonio, se ponen
a su lado, y se labran ellos mismos un infierno. No, no es de éstos de
quienes quiero hablar. Me refiero a los que salen del tribunal de la
penitencia, o de la Sagrada Mesa, dispuestos a comparecer con gran
confianza ante el tribunal de Dios, sin temor de verse, condenados por
no haberse preparado debidamente en sus confesiones a comuniones. ¡Oh,
Dios mío!, ¡cuán raros son éstos, cuantos cristianos se perdieron por
defectos tales de preparación!
V.-He dicho, en quinto lugar,
que, para tener la suerte de conservar la gracia recibida en el
sacramento de la Penitencia, hemos de practicar la mortificación: este
es el camino que siguieron todos los santos. O castigáis vuestro cuerpo
de pecado, o no permaneceréis mucho tiempo sin recaer. Ved al santo rey
David : para pedir a Dios la gracia de perseverar, castigó su cuerpo
durante toda su vida. Ved a San Pablo; quien nos dice que trataba a su
cuerpo como a un caballo. Ante todo, no hemos de dejar pasar comida
alguna sin abstenernos de algo, para que, al fin de la misma, podamos
ofrecer a Dios alguna privación. Las horas de dormir, de cuando en
cuando debemos cercenarlas un poco. Cuando sentimos la comezón de hablar
y desearnos decir algo, privémonos de ello en obsequio a Nuestro Señor.
Ahora bien, ¿quiénes hay que tomen todas estas precauciones cuya
importancia. os acabo de anunciar? ¿Dónde están? ¡Cuán raros son
ellos!, ¡cuán reducido es su número! Mas también son raros los que,
habiendo recibido el perdón de sus pecados, perseveran en el feliz
estado en que el sacramento de la Penitencia los pusiera. ¡Ay! Dios mío,
¿dónde iremos a buscarlos? Entre los que me escuchan, ¿existen algunos
de esos cristianos dichosos?
¿Qué debemos sacar de todo lo
dicho? Vedlo aquí. Si recaemos, como antes, apenas se presenta la
ocasión, es que no tomamos mejores resoluciones, que no aumentamos las
penitencias, que no redoblamos nuestras oraciones ni nuestras
mortificaciones. Temblemos acerca de nuestras confesiones, por temor de
que a la hora de la muerte sólo hallemos sacrilegios y, por
consiguiente, nuestra perdición eterna. Dichosos, mil veces dichosos,
los que perseverarán hasta el fin, ya que tan sólo para ellos es el
cielo!...