Santo Cura de Ars:
Sermón sobre EL PECADO RENUEVA LA PASIÓN DE
JESUCRISTO
VIERNES SANTO
Prolapsi sunt: rursum
crucifigentes sibimetipsis Filium Dei.
Los que pecan, crucifican
nuevamente a Jesucristo dentro de sí mismos.
(S. Pablo a
los Hebreos, IV, 6.)
¿Podemos concebir un crimen más
horrible que el de los judíos al dar muerte al Hijo de Dios, a aquel que
estaban esperando desde hacía cuatro mil años, al que había sido la
admiración de los profetas, la esperanza de los patriarcas, el consuelo
de los justos, la alegría del cielo, el tesoro de la tierra, la
felicidad del universo? Pocos días antes le recibieron triunfalmente al
entrar en ,Jerusalén, manifestando con ello claramente que le reconocían
por el Salvador del mundo. Decidme, ¿es posible que, a pesar de todo
esto, quieran darle muerte, después de haberle llenado de toda suerte de
ultrajes? ¿Que daño les había causado, pues, este divino Salvador? O
mejor, ¿qué bien dejaba de otorgarles, al bajar a librarlos de la
tiranía del demonio, a reconciliarlos con su Padre celestial, ya
abrirles las puertas del cielo que el pecado de Adán había cerrado?
¡Ay!, ¡de qué no es capaz el hombre cuando se deja cegar por sus
pasiones!. Pilato dejó escoger a los judíos entre dar libertad a Jesús o
a Barrabás, que era un criminal. Y ellos libertaron al malhechor cargado
de crímenes y pidieron la muerte de Jesús, que era la misma inocencia, y
más aún, su Redentor! ¡Oh, Dios mío!, ¡qué elección tan indigna! Os
admira, y razón tenéis para ello; sin embargo, si me atreviese, os diría
que nosotros, siempre que pecamos, hacemos parecida elección. Y para
mejor hacéroslo sentir, voy ahora a mostraros cuán grande sea el ultraje
que hacemos a Jesucristo al preferir el camino donde nos guían nuestras
inclinaciones al camino que conduce a Dios.
Sí, la malicia humana nos ha
dado medios para renovar los sufrimientos y la muerte de Jesucristo, no
sólo de una manera tan cruel como los judíos, sino además de una manera
sacrílega y horrible. Mientras vivió en este mundo, Jesucristo: no tuvo
más que una vida por perder y sólo en un Calvario fué crucificado; pero,
desde su muerte, el hombre, con sus pecados, le ha hecho hallar tantas
cruces cuantos son los corazones que palpitan sobre la tierra. Para
mejor convenceros de ello, mirémoslo más de cerca. ¿Qué observamos en la
Pasión de Jesucristo? ¿No es, por ventura, un Dios traicionado,
abandonado hasta por sus discípulos; un Dios puesto en parangón con un
infame criminal: un Dios expuesto al furor de la soldadesca y tratado
como un rey de burlas? No me negaréis que todo esto resultaba en gran
manera humillante y cruel en la muerte del Salvador. Sin embargo, no
vacilo en afirmaros que lo que sucede todos los días entre los
cristianos, es aún más sensible a Jesucristo que cuanto pudieron hacerle
sufrir los judíos.
1.° No ignoro que Jesucristo fué
traicionado y abandonado por sus apóstoles; tal vez ésta fué la llaga
que más sensiblemente hirió su corazón lleno de bondad. Mas os diré
también que, por la malicia del hombre v del demonio, esta tan dolorosa
llaga es renovada todos los días por un gran número de malos cristianos.
Si Jesucristo nos ha dejado en la santa Misa el recuerdo y el mérito de
su pasión, ha permitido también que hubiese hombres que, con todo y ser
cristianos y por lo tanto discípulos suyas, no vacilasen en traicionarle
en cuanto se les ofreciese ocasión. No tienen escrúpulo en renunciar al
bautismo y en renegar de su fe; y ello solamente por el temor de ser
objeto de burla y menosprecio por parte de algunos libertinos o
ignorantes. A esta clase pertenecen las tres cuartas partes de la gente
de nuestros días, en extremo temerosas de mostrar sus convicciones
cristianas a la faz del mundo. Pues bien, es como si abandonásemos a
nuestro Dios, cuantas veces omitimos las oraciones de la mañana o de la
noche, siempre que faltamos a la santa Misa... Hemos abandonado también
a Dios, desde el momento en que ya no frecuentamos los Sacramentos. ¡Ah!
Señor, ¿dónde están los que os permanecen fieles y os siguen hasta el
Calvario?... A la hora de su Pasión, preveía ya Jesucristo cuán pocos
serían los cristianos que iban a seguirle a todas partes, cuán pocos
estarían dispuestos a arrostrar toda suerte de tormentos y la misma
muerte antes que mostrasen valor para acompañarle hasta el Calvario.
Mientras Jesucristo colmaba de favores a sus discípulos, ellos estaban
dispuestos a sufrir. Así obraron San Pedro y Santo Tomás; mas,
llegado el momento de la prueba, todos huyeron, todos le abandonaron.
Retrato perfecto de muchísimos cristianos que no dejan de formular muy
buenos propósitos; mas, a la menor dificultadtad, abandonan a Dios ; no
reconocen su existencia ni su providencia; una pequena calumnies, la
mess insignificance injusticia de que sewn victimas, una enfermedad
demasiado larga, el temor de perder la amistad de cierta persona de la
cual han recibio o esperan recibir algún favor, les hace olvidar la
religion y sus preceptos; la dejan a un lado y llegan hasta enojarse
contra los que la observan fielmente. Todo lo echan a la mala, maldicen
a las personas que consideran como causantes del daño que experimentan.
¡Dios mio, cuantos desertores! ¡Cuan raros son los cristianos que, como
la Santisima Virgen, esten dispuestos a seguiros hasta el Calvario! ...
Me preguntareis, empero: ¿Cómo
llegaremos a conocer si seguimos verdaderamente a Jesucristo? Nada mas
facil. Cuando observais fielmente los mandamientos. Se nos ordena que
por la manana y por la noche nos encomendernos a Dios con gran respeto:
pues bien, ¿lo haceis vosotros, poniendoos de rodillas, antes de
comenzar el trabajo con el deseo de agradar a Dios y salvar vuestra alma
? O, por el contrario, lo practicais solo por costumbre, por rutina, sin
pensar en Dios, sin atender a que estais en peligro de perderos, y por
consiguiente, muy (falta una linea en el original) vuestra condenacion ?
Los preceptos de la Ley de Dios os prohiben trabajar en dias festivo.
Pues bien, mirad si to habeis observado fielmente, si habeis empleado
santamente el dias del domingo, dedicandoos a la oracion, a confesar
vuestros pecados, a fin de evitar que la muerte os sorprenda en un
estado que os conduzca al infierno. Examinad la manera como asistis a la
Santa Misa, y ved si habeis estado siempre bien penetrados de la
grandeza de aquel acto, si habeis considerado que es el mismo
Jesucristo, como hombre y como, Dios, quien esta realmente presente en
el altar. ¿Estais alli con las mismas disposiciones que la Virgen
Santisima estaba en el Calvario, tratandose de la presencia de un mismo
Dios, y de la consumación de igual sacrificio? ¿Testimoniasteis a Dios
el pesar que sentiais por haberle ofendido y le dijisteis que, con el
auxilio de su gracia, en lo venidero prefeririais la muerte al pecado?
¿Hicisteis siempre cuanto estaba de vuestra parte para merecer los
favores que Dios tuvo a bien concederos? ¿Le habeis pedido la
gracia de saberos aprovechar de los sermones que teneis la suerte de
oir, y cuyo objeto no es otro que el de instruiros acerca de vuestros
deberes para con Dios y para con el projimo? Los mandamientos Os
prohiben jurar en vano: mirad que palabras salen de vuestra boca,
consagrada a Dios por el bautismo; examinad si habéis jurado falsamente
por el santo nombre de Dios, si habéis proferido malas palabras,
etcétera. Nuestro Señor, en uno de sus preceptos, os ordena amar y
reverenciar a los padres, etc., etc. Decís que sois hijos de la Iglesia:
ved si cumplís lo que ella os ordena...
Si somos fieles a Dios cual la
Santísima Virgen, no temeremos al mundo, ni al demonio ; estaremos
prestos a sacrificarlo todo, incluso nuestra vida. Aquí vais a ver un
ejemplo de ello. La historia nos cuenta que, después de la muerte de San
Sixto, todos los bienes de la Iglesia fueron confiados a San Lorenzo. El
emperador Valeriano llamó al Santo y le ordenó la entrega de todos
aquellos tesoros. San Lorenzo, sin inmutarse, pidió al soberano un plazo
de tres días. En aquel lapso, reclutó a cuantos ciegos, cojos y toda
clase de pobres y enfermos le fué posible, seres todos llenos de miseria
y cubiertos de llagas. Pasados los tres días, San Lorenzo los presentó
al emperador diciéndole que allí estaba todo el tesoro de la Iglesia.
Valeriano, sorprendido y espantado al hallarse en presencia de aquella
turba que parecía reunir en sí todas las miserias de la tierra, se
enfureció, y dirigiéndose a sus soldados, les ordenó prendiesen a
Lorenzo y le cargasen de hierros y cadenas, reservándose el placer de
hacerle morir con muerte lenta y cruel. En efecto, hízole azotar con
varas; hízole desgarrar la piel y experimentar toda suerte de tormentos:
el Santo se regocijaba con tales torturas; al verlo Valeriano, fuera de
sí, hizo preparar una cama de hierro sobre la cual mandó fuese tendido
Lorenzo; luego ordenó se encendiese debajo un fuego suave a fin de
asarle despacio, para que su muerte fuese más lenta y cruel. Cuando el
fuego hubo ya consumido una parte de su cuerpo, San Lorenzo, burlándose
siempre de los suplicios, volvióse hacia el emperador, y, con semblante
risueño y radiante, le dijo: «¿No ves que mi carne está ya bastante
asada de un lado?. Vuélveme, pues, del otro, a fin de que sea igualmente
gloriosa en el cielo.» Por orden del tirano, los verdugos volvieron
entonces al mártir del otro lado. Pasado algún tiempo, San Lorenzo habló
así al emperador: «Mi carne está suficientemente asada, puedes ya comer
de ella.» ¿No reconocéis aquí a un cristiano que, imitando a la Virgen
Santísima y a Santa Magdalena, sabe seguir a su Dios hasta el Calvario?
¡Ay !, ¿qué será de nosotros, cuando Nuestro Señor nos ponga en parangón
con aquellos santos, que prefirieron sufrir toda suerte de tormentos
antes que hacer traición a su religión y a su conciencia.
2.° Mas no nos contentamos con
abandonar a Jesucristo, como los apóstoles, que, después de haber
recibido innumerables favores y cuando el Maestro más necesitado estaba
de consuelo, huyeron. ¡Ay!, ¡ cuántos son los que osan dar preferencia a
Barrabás, es decir, les gusta más seguir al mundo y sus pasiones, que a
Jesucristo con la cruz a cuestas! ¡Cuántas veces le hemos recibido en
son de triunfo en la sagrada mesa, y poco tiempo después, seducidos por
nuestras pasiones, hemos preferido a ese Rey, ora un placer momentáneo,
ora un vil interés, tras el cual andamos, a pesar de nuestros
remordimientos de conciencia! ¡Cuántas veces, hemos estado vacilando
entre la conciencia y las pasiones, y en semejante lucha hemos ahogado
la voz de Dios, para no oir más que la de nuestras malas inclinaciones!
Si dudáis de ello, escuchadme un momento, y vais a comprenderlo con toda
claridad. Cuando realizamos alguna acción contra la ley de Dios, nuestra
conciencia, que es nuestro juez, nos dice interior
mente: «¿ Qué vas a hacer?... He
aquí tu placer por un lado y a tu Dios por otra; es imposible agradar a
ambos al, mismo tiempo: ¿ por cuál de los dos te vas a declarar?...
Renuncia o a tu Dios o a tu placer». ¡Ay!, ¡Cuántas veces, en semejante
ocasión, hacemos como los judíos : nos decidimos por Barrabás, esto es,
por nuestras pasiones ! ¡ Cuántas veces hemos dicho: «¡Quiero mis
placeres» ! Nuestra conciencia nos ha advertido: «Mas ¿qué será de tu
Dios ?» - «No me importa lo que va a ser de mi Dios, responden las
pasiones; lo que quiero es gozar.» - «No ignoras, nos dice la
conciencia, mediante los remordimientos que nos sugiere, que,
entregándote a esos placeres prohibidos, vas a dar nueva muerte a tu
Dios.» - «¿Qué me importa, replican las pasiones, que sea crucificado mi
Dios, con tal que satisfaga yo mis deseos? - Mas ¿qué mal te hizo Dios,
y qué razones hallas para abandonarle? ¡Sabes muy bien que cuantas veces
le despreciaste, te has arrepentido después, y no ignoras tampoco que,
siguiendo tus malas inclinaciones, pierdes tu alma, pierdes el cielo y
pierdes a tu Dios!» - Mas la pasión, que arde en deseos de verse
satisfecha, dice: «¡Mi placer, he aquí mi razón: Dios es el enemigo de
mi placer, sea, pues, crucificado!» - « ¿Preferirás a tu Dios el placer
de un instante? » - « Sí, clama la pasión, venga lo que viniere a mi
alma y a mi Dios, con tal que pueda yo gozar.»
Y aquí tenéis, lo que hacemos
cuantas veces pecamos. Es cierto que no siempre nos damos cuenta con
toda claridad de ello; mas sabemos muy bien que nos es imposible desear
y cometer un pecado, sin que perdamos a nuestro Dios, el cielo y nuestra
alma. ¿No es verdad, que, cuantas veces estamos a punto de caer en
pecado, oímos una voz interior que nos invita a detenernos, diciéndonos
que de lo contrario vamos a perdernos y a dar muerte a nuestro Dios?
Podemos afirmar muy bien que la pasión que los judíos hicieron sufrir a
Jesucristo era casi nada comparada con la que le hacen soportar los
cristianos, con los ultrajes del pecado mortal. Los judíos antes que a
Jesús prefirieron un criminal que había cometido muchos asesinatos; y
¿qué hace el cristiano pecador?... Ni tan sólo es un hombre el objeto
que pone por encima de su Dios, sino, digámoslo con pena, un miserable
pensamiento de orgullo, de odio, de venganza o de impureza; un acto de
gula, un vaso de vino, una ganancia miserable que tal vez no llega a dos
reales; una mirada deshonesta o alguna acción infame: ¡ved lo que
antepone al Dios de toda santidad! Desgraciados, ¿qué hacemos? ¡Cuál va
a ser nuestro horror cuando Jesucristo nos muestre las cosas por las
cuales le hemos abandonado!.., ¡ Hasta tal punto osamos llevar nuestro
furor contra un Dios que tanto nos amó !...
No nos admire que los Santos,
que conocían la magnitud del pecado, prefirieran sufrir cuanto pudo
inventar el furor de los tiranos, antes que caer en él. Vemos de ello un
admirable ejemplo en Santa Margarita. Al ver su padre, sacerdote
idólatra de gran reputación, que era cristiana y que no lograba hacerle
renunciar a su religión, la maltrató de la manera más indigna y arrojóla
después de su casa. No se desanimó por ello Margarita, sino que, a pesar
de la nobleza de su origen, resignose a llevar una vida humilde y oscura
al lado de su nodriza, la cual, ya desde su infancia, le había inspirado
las virtudes cristianas. Cierto prefecto del pretorio llamado Olybrio,
prendado de su belleza, mandó que fuese conducida a su presencia, a fin
de inducirla a renegar de su fe, para casarse después con ella. A las
primeras preguntas del prefecto, le respondió que era cristiana, y que
permanecería constantemente esposa de Cristo, Irritado Olybrio por la
respuesta de la Santa, mandó, a los verdugos la despojasen de sus
vestiduras y la tendiesen sobre el potro de tormento. Puesta allí, la
hizo azotar con varas, con tanta crueldad que la sangre manaba de todos
sus miembros. Mientras se la atormentaba, la invitaban a sacrificar a
los dioses del imperio, representándole cómo su tenacidad le haría peder
su hermosura y su vida. Pero, en medio de los tormentos, ella exclamaba:
«No, no, jamás por unos bienes perecederos y por unos placeres
vergonzosos dejaré a mi Dios. Jesucristo, que es mi esposo, me tiene
bajo su cuidado, y no me abandonará». Al ver el juez aquel valor, al que
él llamaba terquedad, hízola golpear tan cruelmente que, a pesar de sus
bárbaros sentimientos, veíase obligado a apartar la vista del
espectáculo. Temiendo que ella no sucumbiese a tales tormentos, ordenó
conducirla a la prisión. Allí aparecióse a la joven el demonio en forma
de dragón que parecía quererla devorar. La Santa hizo la señal de la
cruz, y el dragón reventó a sus pies. Después de aquella terrible lucha
vió una cruz brillante como un foco de luz, encima de la cual volaba una
paloma de admirable blancura. Con ello sintióse la Santa en gran manera
fortalecida. Pasando algún tiempo, viendo aquel juez inicuo que, a pesar
de las torturas, de las que los mismos verdugos estaban asustados, nada
podía lograr de ella, mandóla degollar.
Pues bien, ¿imitamos a Santa
Margarita, cuando anteponemos un vil interés a Jesucristo? ¿Cuándo
optamos por quebrantar los preceptos de la ley de Dios o de la Santa
Iglesia antes que desagradar al mundo? ¿Cuándo, para complacer a un
amigo impío, comemos carne en los días prohibidos? ¿Cuando, para servir
a un vecino, no tenemos escrúpulo en trabajar o en prestar nuestros
animales de trabajo el santo día del domingo? ¿Cuándo, para no
desagradar a algún amigo, empleamos buena parte del día festivo, tal vez
las mismas horas de las funciones religiosas, en la taberna o en la casa
de juego? ¡Ay!, los cristianos dispuestos a imitar a Santa Margarita, o
sea a sacrificarlo todo, sus bienes y su vida, antes que desagradar a
Jesucristo, son tan raros como los escogidos, es decir, como los que
irán al cielo. ¡Cuánto ha cambiado el mundo, Dios mío!
3.° Os he dicho que Jesucristo
fué abandonado a los insultos de la plebe, y tratado como un rey de
burlas por una comparsería de falsos adoradores. Mirad a aquel Dios que
no pueden contener el cielo v la tierra, y de quien, si fuese su
voluntad, bastaría una mirada para aniquilar el mundo: le echan sobre
las espaldas un manto de escarlata; ponen en sus manos un cetro de caña
y ciñen su cabeza con una corona de espinas; y así es entregado a la
cohorte insolente de la soldadesca. ¡Ay!, ¡en qué estado ha venido a
parar Aquel a quien los ángeles adoran temblando! Doblan ante Él la
rodilla en son de la más sangrienta burla; arrebátanle la caña que tiene
en la mano, y golpéanle con ella la cabeza. ¡Oh!, ¡qué espectáculo!
¡Oh!, cuánta impiedad!... Mas es tan grande la caridad de Jesús, que a
pesar de tantos ultrajes, sin dejar oir la menor queja, muere
voluntariamente para salvarnos a todos. Y no obstante, este espectáculo,
que no podemos contemplar sino temblando, se reproduce todos los días
por obra de un gran número de malos cristianos.
Consideremos la manera cómo se
portan esos infelices durante los divinos oficios; en la presencia de un
Dios que se anonadó por nosotros, y que permanece en nuestros altares y
tabernáculos para colmarnos de toda suerte de bienes, ¿qué homenaje de
adoración le tributan? ¿No es por ventura peor tratado Jesucristo por
los cristianos que par los judíos, quienes no tenían, como nosotros, la
dicha de conocerle?. Ved aquellas personas comodonas: apenas si doblan
una rodilla en el momento más culminante del misterio; mirad las
sonrisas, las conversaciones, las miradas a todos los lados del templo,
los signos y muecas de aquellos pobres impíos e ignorantes: y esto es
sólo lo exterior; si pudiésemos penetrar hasta el fondo dé sus
corazones, ¡ay!, ¡ cuántos pensamientos de odio, de venganza, de
orgullo! ¿Me atreveré a decirlo, que los más abominables pensamientos
impuros corrompen quizás todos aquellos corazones? Aquellos infelices
cristianos no usan libros ni rosarios durante la santa Misa, y no saben
cómo emplear el tiempo que dura su celebración; oidles cómo se quejan y
murmuran por retenérseles demasiado tiempo en la santa presencia de
Dios. ¡Oh, Señor!, ¡cuántos ultrajes y cuántos insultos se os infieren,
en los momentos mismos en que Vos con tanta bondad y amor abría las
entrañas de vuestra misericordia¡ ... No me admiro de que los judíos
llenasen a Jesucristo de oprobios, después de haberle considerado como
un criminal, y creyendo realizar una buena obra; pues «si le hubiesen
conocido, nos dice San Pablo nunca habrían dado muerte al Rey de la
gloria» (I Cor., II, 8.). Mas los cristianos, que con tanta certeza
saben que es el mismo Jesucristo quien está sobre los altares, y conocen
cuánto le ofende su falta de respeto y comprenden el desprecio que
encierra su impiedad! ... ¡ Oh, Dios mío! y, si los cristianos no
hubiesen perdido la fe, ¿podrían comparecer en vuestros templos sin
temblar y sin llorar amargamente sus pecados? ¡Cuántos os escupen el
rostro con el excesivo cuidado de adornar su cabeza; cuántos os coronan
de espinas con su orgullo; cuántos os hacen sentir los rudos golpes de
la flagelación, con las acciones impuras con que profanan su cuerpo y su
alma! ¡Cuántos¡ ¡ay! os dan muerte con sus sacrilegios; cuántos os
retienen clavado en la cruz, obstinándose en su pecado! ..: ¡Oh, Dios
mío!, ¡cuántos judíos volvéis a encontrar entre los cristianos! ...
4.° No podemos considerar sin
temblor lo que sucedió al pie de la cruz: aquel era el lugar donde el
Padre Eterno esperaba a su Hijo adorable para descargar sobre Él todos
los golpes de su justicia. Igualmente, podemos afirmar que es al pie de
los altares donde Jesucristo recibe los más crueles ultrajes. ¡Ay!,
¡Cuántos desprecios de su santa presencia! ¡Cuántas confesiones mal
hechas! ¡Cuántas misas mal oídas! ¿Cuántas comuniones sacrílegas? ¿No
podré deciros yo como San Bernardo: ¿«que pensáis de vuestro Dios, cuál
es la idea que de Él tenéis»? Desgraciados, si tuvieseis de Él el
concepto que debéis, ¿osarías venir a sus pies para insultarle? Es
insultar a Jesucristo acudir a nuestras templos, ante nuestros altares,
con el espíritu distraído y ocupado en los negocios mundanos; es
insultar a la majestad de Dios comparecer en su presencia con menos
modestia que en las casas de los grandes de la tierra. Le ultrajan
también aquellas señoras y jóvenes mundanas que parecen venir al pie de
los altares sólo para ostentar su vanidad, atraer las miradas y
arrebatar la gloria y la adoración que sólo a Dios son debidas. Dios lo
aguanta con paciencia, mas no por eso dejará de llegar la hora
terrible... Dejad que llegue la eternidad...
Si en la antigüedad Dios se
quejaba de la infidelidad de su pueblo, porque profanaba su santo
Nombre, ¡cuáles serán las quejas que tendrá ahora para echarnos en cara,
cuando, no contentos con ultrajar su santo Nombre con blasfemias v
juramentos que hacen temblar el infierno, profanamos el Cuerpo adorable
y la Sangre preciosa de su Hijo!... Dios mío, ¿a qué os veis reducido?..
En otro tiempo no tuvisteis más que un calvario, pero ahora, ¡tenéis
tantos cuantos son los malos cristianos!...
¿Qué sacaremos de todo esto,
sino que somos realmente unos insensatos al causar tales sufrimientos a
un Salvador que tanto nos amó? No volvamos a dar muerte a Jesucristo con
nuestros pecados, dejemos que viva en nosotras, y vivamos también en su
gracia. De esta manera nos cabrá la misma suerte que cupo a cuantos
procuraron evitar el pecado y obrar el bien guiados solamente por el
anhelo de agradarle.