Santo Cura de Ars: Sermón sobre la Penitencia
Convertíos, pues, y haced penitencia, para que sean borrados vuestros
pecados (Actos de los Apóstoles, 3, 19).
Este es el único recurso que San Pedro propone a los judíos culpables de
la muerte de Jesús. Les dice este gran apóstol: "Vuestro crimen es
horrible, puesto que abusasteis de la predicación del Evangelio y de los
ejemplos de Jesucristo, despreciasteis sus favores y prodigios, y, no
contentos con esto, lo desechasteis y condenasteis a la muerte más
infame y cruel. Después de un crimen tal, ¿qué otro recurso os puede
quedar, si no es el de la conversión y penitencia?" A estas palabras
todos los que estaban presentes prorrumpieron en llanto y exclamaron:
"¡Ay!
¿qué tendremos que hacer, oh gran apóstol, para alcanzar misericordia?"
San Pedro, para consolarlos, les dijo: "No desconfiéis: el mismo
Jesucristo
que vosotros crucificasteis, ha resucitado, y aún más, se ha convertido
en la salvación de todos los que esperan en Él; murió por la remisión de
todos los pecados del mundo. Haced penitencia y convertíos, y vuestros
pecados quedarán borrados".
Este es el lenguaje que usa también la Iglesia con los pecadores que
reconocen la magnitud de sus pecados y desean sinceramente volver a
Dios. ¡Ay! ¡Cuántos hay entre nosotros que resultan mucho más culpables
que los judíos, ya que aquellos dieron muerte a Jesús por ignorancia!
¡Cuántos renegaron y condenaron a muerte a Jesucristo, despreciaron su
palabra santa, profanaron sus misterios, omitieron sus deberes,
abandonaron los Sacramentos y cayeron en el más profundo olvido de Dios
y de la salvación de su pobre alma! Pues bien, ¿qué otro remedio puede
quedarnos en este abismo de corrupción y de pecado, en este diluvio que
mancilla la tierra y provoca la venganza del cielo? Ciertamente no hay
otro, que la penitencia y la conversión. Decidme: ¿aún no habéis vivido
bastantes años en pecado? ¿Aún no habéis vivido bastante para el mundo y
el demonio? ¿No es ya tiempo de vivir para Dios Nuestro Señor y para
aseguraros una eternidad bienaventurada? Haga cada cual desfilar la vida
pasada ante sus ojos, y veremos cuanta necesidad tenemos todos de
penitencia. Mas, para induciros a ella, voy ahora a mostraros hasta qué
punto las lágrimas que derramamos por nuestros pecados el dolor que por
ellos experimentamos y las penitencias que hacemos, nos consuelan y nos
confortan a la hora de la muerte; veremos, en segundo lugar, que,
después de haber pecado, debemos hacer penitencia en este o en el otro
mundo; en tercer lugar, examinaremos las maneras cómo puede uno
mortificarse para hacer penitencia.
I.- Hemos dicho que nada nos consuela tanto durante nuestra vida y nos
conforta a la hora de la muerte como las lágrimas que derramamos por
nuestros pecados, el dolor que por los mismos experimentamos y las
penitencias a que nos entregamos. Es esto muy fácil de comprender,
puesto que por semejante medio tenemos la dicha de expiar nuestras
culpas, o satisfacer a la justicia de Dios. Por Él merecemos nuevas
gracias para que nos ayuden a tener la dicha de perseverar. Nos dice San
Agustín que es necesario, de toda necesidad, que el pecado sea
castigado, o por aquel que lo ha cometido, o por aquel contra el cual se
ha cometido. Si no queréis que Dios os castigue, nos dice, castigaos
vosotros mismos. Vemos que el mismo Jesucristo, para mostrarnos cuán
necesaria nos es la penitencia después del pecado, se coloca al mismo
nivel de los pecadores (Marc. 2. 16).
Nos dice Él que, sin el santo bautismo, nadie entrará en el reino de los
cielos (Juan. 3, 5); y en otra parte, que si no hacemos penitencia;
todos pereceremos (Luc. 13. 3).
Todo se comprende fácilmente. Desde que el hombre pecó, sus sentidos
todos se revelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la
carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario mortificarla;
si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso
castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es
necesario mortificar el alma con todas sus potencias. Y si aun queréis
convenceros más de la necesidad de la penitencia, abrid la Sagrada
Escritura, y allí veréis cómo todos cuantos pecaron y quisieron volver a
Dios, derramaron abundantes lágrimas, se arrepintieron de sus culpas e
hicieron penitencia.
Mirad a Adán: desde que pecó se entregó a la penitencia, a fin de poder
ablandar la justicia de Dios (Gen. 3. 15-5)... Mirad a David después de
su pecado: por todos los ámbitos del palacio resonaban sus exclamaciones
y gemidos; guardaba los ayunos hasta un exceso tal, que sus pies eran ya
impotentes para sostenerle (Ps. 58, 24). Cuando, para consolarle, se le
decía que, puesto que el Señor le había asegurado que estaba perdonada
su gran culpa, debía moderar su dolor, exclamaba: ¡Desgraciado de mí!
¿qué es lo que he hecho? He perdido a mi Dios, he vendido mi alma al
demonio; ¡ah! no, no, mi dolor durará lo que dure mi vida y me
acompañará al sepulcro. Corrían sus lágrimas con tanta abundancia, que
con ellas remojaba el pan que comía, y regaba el lecho donde descansaba
(PS. 51, 10. y 6, 7)
¿Por qué sentimos tanta repugnancia por la penitencia, y experimentamos
tan escaso dolor de nuestros pecados? Porque no conocemos ni los
ultrajes que el pecado infiere a Jesucristo, ni los males que nos
prepara para la eternidad. Estamos convencidos de que después del pecado
es necesaria hacer penitencia irremisiblemente. Mas, ved lo que hacemos:
lo guardamos para más adelante, como si fuésemos dueños del tiempo y de
las gracias de Dios. ¿Quién de nosotros, si está en pecado, no temblará
sabiendo que no tenemos un instante seguro? ¿Quién de nosotros no se
estremecerá, al pensar que hay fijada en las gracias una cierta medida,
cumplida la cual Nuestro Señor no concede ya ni una más? ¿Quién de
nosotros no se estremecerá al pensar que hay una medida de la
misericordia, terminada la cual todo se acabó? ¿Quién no temblará, al
pensar que hay un determinado número de pecados después del cual Dios
abandona el pecador a sí mismo? ¡Ay! cuando la medida está llena,
necesariamente ha de derramarse. Después que el pecador lo ha llenado
todo, es preciso que sea castigado, ¡que caiga en el infierno a pesar de
sus lágrimas y de su dolor! ... ¿Pensáis, que después de haberos
arrastrado, haber rodado, haberos anegado en la más infame impureza y en
las más bajas pasiones; pensáis que después de haber vivido muchos años
a pesar de los remordimientos que la conciencia os sugirió para
retornaros a Dios; pensáis que después dé haber vivido como libertinos e
impíos, despreciando todo lo que de más santo y sagrado tiene la
religión, vomitando contra ella todo lo que la corrupción de vuestro
corazón ha podido engendrar; pensáis que, cuando os plazca exclamar:
Dios mío, perdonadme, ¿está ya todo hecho? ¿Que ya no nos queda mas que
entrar en el cielo? No, no seamos tan temerarios, ni tan ciegos,
esperando tal cosa. ¡Ay! en ese momento precisamente, es cuando se
cumple aquella terrible sentencia de Jesucristo que nos dice:
"Me despreciasteis durante vuestra vida, os burlasteis de mis leyes; mas
ahora que queréis recurrir a mí, ahora que me buscáis, os volveré la
espalda para no ver vuestras desdichas (Jerem., 18. 17); me taparé los
oídos para no oír vuestros clamores; huiré lejos de vosotros, por temor
a sentirme conmovido por vuestras lágrimas".
Para convencernos de esto, no tenemos más que abrir la Sagrada Escritura
y la historia, dónde están contenidas y reseñadas las acciones de los
más famosos impíos; allí veremos como tales castigos son más terribles
de lo que se cree....
Mas, ¿por qué? ir tan lejos a buscar los espantosos ejemplos de la
justicia
de Dios sobre el pecador que ha despreciado las gracias divinas? Mirad
el espectáculo que nos han ofrecido los impíos, incrédulos y libertinos
del pasado siglo; mirad su vida impía, incrédula y libertina. ¿Acaso no
vivieron tan desordenadamente con la esperanza de que el buen Dios les
perdonaría cuando ellos quisiesen implorar perdón?
Mirad a Voltaire. ¿Acaso, cuantas veces se veía enfermo, no exclamaba:
misericordia? ¿No pedía, por ventura, perdón a aquel mismo Dios que
cuando sano insultaba, y contra el cual no cesaba de vomitar todo lo que
su corrompido corazón era capaz de engendrar? D'Alembert, Diderot, Juan
Jacobo Rousseau, al igual que todos sus compañeros de libertinaje,
creían también que, cuando fuese de su gusto pedir perdón a Dios, les
sería otorgado; mas podemos decirles lo que el Espíritu Santo dijo a
Antíoco:
"Estos impíos imploran un perdón que no les ha de ser concedido" (2
Marc., 9. 13)."
¿Y por qué esos impíos no fueron perdonados, a pesar de sus lágrimas?
Esto fue porque su dolor no procedía de un verdadero arrepentimiento, ni
de pesar por los pecados cometidos, ni del amor de Dios, sino solamente
del temor del castigo.
¡Ay! por terribles y espantosas que sean estas amenazas, aun no abren
los ojos de los que andan por el mismo camino que aquellos infelices.
¡Ay! cuán ciego y desgraciado es aquel que, siendo impío y pecador,
tiene la esperanza de que algún día dejará de serlo! ¡A cuántos el
demonio conduce, de esta manera al infierno! Cuando menos lo piensan,
reciben el golpe de la justicia de Dios. Mirad a Saúl; él no sabía que,
al burlarse de las órdenes que le daba el profeta, ponía el sello a su
reprobación y al abandono, que de Dios hubo dé sufrir (1 Reg. 15. 23).
Ved si pensaba Amán que, al preparar la horca para Mardoqueo; él mismo
sería suspendido en ella para entregar allí su vida (Est. 7. 9). Mirad
al rey Baltasar bebiendo en los vasos sagrados que su padre había robado
en Jerusalén, si pensaba que aquel sería el último crimen que Dios iba a
permitirle (Dan. 5. 23).
Mirad aún a los dos viejos infames, si pensaban
que iban a ser apedreados y de allí bajar al infierno, cuando osaron
tentar a la casta Susana (Dan.,13. 61). Indudablemente que no. Sin
embargo, aunque esos impíos y libertinos ignoren cuándo ha de tener fin
tanta indulgencia, no dejan por eso de llegar al colmo de sus crímenes,
hasta un extremo en que no pueden menos de recibir el castigo.
Pues bien, ¿Qué pensáis de todo esto, vosotros que tal vez habéis
concebida el propósito espantoso de permanecer algunos años en pecado, y
quizá hasta la muerte? No obstante; estos ejemplos terribles han
inducido a muchos pecadores a dejar el pecado y hacer penitencia; ellos
han poblado los desiertos de solitarios, llenado los monasterios de
santos, religiosos, é inducido a tantos mártires a subir al patíbulo,
con más alegría que los reyes al subir las gradas del trono: todo por
temor de merecer los mismos castigos que aquellos de que os he hablado.
Si dudáis de ello, escuchadme un momento; y si vuestro endurecimiento no
llegó hasta el punto en que Dios abandona el pecador a sí mismo, los
remordimientos de conciencia van á despertarse en vosotros hasta
desgarraros el alma.
San Juan Clímaco nos refiere (La escala Santa, grado 5º) que fue un día
a un monasterio; los religiosos que en él moraban tenían tan fuertemente
grabada en su corazón la magnitud de la divina justicia, estaban
poseídos de un temor tal de haber llegado al punto en que nuestros
pecados agotan la misericordia de Dios; que su vida hubiera sido para
vosotros un espectáculo capaz de haceros morir de pavor; llevaban una
vida tan humilde, tan mortificada, tan crucificada; sentían hasta tal
punto el peso de sus faltas; eran tan abundantes sus lágrimas y sus
clamores tan penetrantes, que, aun teniendo un corazón más duro que la
piedra, era imposible impedir que las lágrimas saltasen de los ojos. Con
sólo cruzar los umbrales del monasterio, nos dice el mismo Santo,
presencié acciones verdaderamente heroicas...
Pues bien, ahí tenéis unos cristianos como nosotros v mucho menos
pecadores que nosotros; ahí tenéis, unos penitentes que esperaban el
mismo cielo que nosotros, que tenían un alma por salvar como nosotros.
¿Por qué, pues, tantas lágrimas, tantos dolores y tantas penitencias? Es
que ellos sentían el gran peso de los pecados, y conocían cuán espantoso
es el ultraje que infiere a Dios el pecado; ahí tenéis lo que hicieron
los que habían comprendido cuán gran desdicha es perder el cielo. ¡Oh,
Dios mío!
¿no es el mayor de todos los males ser insensible a tanta desdicha? ¡Oh,
Dios mío! ¿los cristianos que me oyen teniendo la conciencia cargada de
pecados y que no han de esperar otra suerte que la de los réprobos,
podrán vivir tranquilos? ¡Ay! ¡cuán desdichado es el que perdió la fe!
II.- Decimos que, necesariamente, después del pecado es preciso hacer
penitencia en este mundo, o bien ir a hacerla en la otra vida.
Al establecer la Iglesia los días de ayuno y abstinencia, lo hizo para
recordarnos que, pecadores como somos, debemos hacer penitencia, si
queremos que Dios nos perdone; y aun más, podemos decir que el ayuno y
la penitencia empezaron con el mundo. Mirad a Adán; ved a Moisés que
ayunó cuarenta días. Ved también a Jesucristo, que era la misma
santidad, retirarse por espacio de cuarenta días en un desierto sin
comer ni beber, para manifestarnos hasta qué punto nuestra vida debe ser
una vida de lágrimas, de mortificación y de penitencia. ¡Desde el
momento en que un cristiano abandona las lágrimas, el dolor de sus
pecados y la mortificación, podemos decir que de él ha desaparecido la
religión! Para conservar en nosotros la fe, es preciso que estemos
siempre ocupados en combatir nuestras inclinaciones y en llorar nuestras
miserias.
Voy a referir un ejemplo que os mostrará cuánta sea la cautela que hemos
de poner en no dar a nuestros apetitos cuanta ellos nos piden. Leemos en
la historia que había un marido cuya mujer era muy virtuosa, y tenían
ambos un hijo cuya conducta en nada desmerecía de la de su madre. Madre
e hijo hacían consistir su felicidad en entregarse a la oración y
frecuentar los Sacramentos. Durante el santo día del domingo, después de
los divinos oficios, empleábanse enteramente en hacer el bien:
visitaban a los enfermos y les proporcionaban los socorros que sus
posibilidades les permitían. Mientras se hallaban en casa, pasaban el
tiempo dedicados a piadosas lecturas, a propósito para animarlos en el
servicio de Dios. Alimentaban su espíritu con la gracia de Dios, y esto
era para ellos toda su felicidad. Mas, como el padre era un impío y un
libertino, no cesaba de vituperar aquel comportamiento y de burlarse de
ellos, diciéndoles que aquel género de vida le desagradaba en gran
manera y que tal modo de vivir era sólo propio de gente ignorante; al
mismo tiempo procuraba poner a su alcance los libros más infames y más
adecuados para desviarlos del camino de la virtud que tan felices
seguían.
La pobre madre lloraba al oír aquella manera de hablar, y el hijo, por
su parte, no dejaba tampoco de lamentarlo grandemente. Mas, tanto
duraron las asechanzas, que, hallando repetidamente aquellos libros ante
sus ojos, tuvieron la desgraciada curiosidad de mirar lo que ellos
contenían; ¡ay! sin darse cuenta aficionáronse a aquellas lecturas
llenas de torpezas contra la religión y las buenas costumbres. ¡Ay! sus
pobres corazones, en otros tiempos tan llenos de Dios, pronto se
inclinaron hacia el mal; su manera de vivir cambió radicalmente;
abandonaron todas sus prácticas; ya no se habló más de ayunos, ni
penitencias, ni confesión, ni comunión, hasta el punto de abandonar
totalmente sus deberes de cristianos. Al ver aquel cambio quedó el
marido muy satisfecho, por considerarlos así inclinados a su parte. Como
la madre era joven aún, no pensaba entonces más que engalanarse, en
frecuentar los bailes, teatros y cuantos lugares de placer estaban a su
alcance.
El hijo, por su parte, seguía las huellas de su madre: convirtióse en
seguida en un gran libertino, que escandalizó a su país cuanto
anteriormente lo había edificado. No pensaba más que en placeres y
desórdenes, de manera que madre e hijo gastaban enormemente; no tardó
mucho en vacilar su fortuna. El padre, viendo que empezaba a contraer
deudas, quiso saber si su caudal sería bastante para dejarlos continuar
aquel género de vida a que los indujera; mas hubo de quedar fuertemente
sorprendido al ver que los bienes ni tan sólo podían hacer frente a sus
deudas. Entonces apoderóse de él una especie de desesperación, y, un día
de madrugada, levantóse y, con toda sangre fría y hasta con
premeditación, cargó tres pistolas, entró en la habitación de su mujer,
y levantóle la tapa de los sesos; pasó después al cuarto de su hijo, y
descargó contra él el segundo golpe; el tercero fue para sí mismo. ¡Ay,
padre desgraciado! si al menos hubiese dejado a aquella pobre mujer y a
ese pobre hijo en sus oraciones, sus lágrimas y sus penitencias, ellos
habrían merecido el cielo, mientras que tú los has arrojado al infierno
al precipitarte a ti mismo en aquellos abismos. Pues bien, ¿qué otra
causa señalaremos a tan gran desdicha, sino que dejaron de practicar
nuestra santa religión?
¿Qué castigo puede compararse con el de un alma a la que Dios, en pena
de sus pecados, priva de la fe? Sí, para salvar nuestras almas, la
penitencia nos es tan necesaria, a fin de perseverar en la gracia de
Dios, como la respiración para vivir, para conservar la vida del cuerpo.
Sí, persuadámonos de una vez, que, si queremos que nuestra carne quede
sometida al espíritu, a la razón, es necesario mortificarla; si queremos
que cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso mortificarlo en cada
uno de sus sentidos: si queremos que nuestra alma quede sometida a Dios,
precisa mortificarla en todas sus potencias.
Leemos en la Sagrada Escritura que, cuando el Señor mandó a Gedeónque fuese a pelear contra los Madianitas, ordenóle hiciese retirar a
todos los soldados tímidos y cobardes. Fueron muchos miles los que
retrocedieron. No obstante, aun quedaron diez mil. Entonces el Señor
dijo a Gedeón: Aun tienes demasiados soldados; pasa otra revista, y
observa todos los que para beber toman el agua con la mano para llevarla
a la boca, pero sin detenerse; éstos son los que habrás de llevar al
combate. De diez mil sólo quedaron trescientos (Iud. 7. 2-6). El
Espíritu Santo nos presenta este ejemplo para darnos a entender cuán
pocas son las personas que practican la mortificación, y por lo tanto,
cuán pocas las que se salvarán.
Es cierto que no toda la mortificación se reduce a las privaciones en la
comida y en la bebida, aunque es muy necesario no conceder a nuestro
cuerpo todo lo que él nos pide, pues nos dice San Pablo: "Trato yo
duramente a mi cuerpo, por temor de que, después de haber predicado a
los demás, no caigo yo mismo en reprobación" (1 Cor. 9, 27).
Pero también es muy cierto que aquel que ama los placeres, que busca
sus comodidades, que huye las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que
murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa mas insignificante
no marcha según su voluntad y deseo; el tal, de cristiano sólo tiene el
nombre; solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha
dicho: "Aquel que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo,
lleve su cruz todos los días de su vida, y sígame" ( Luc., 9. 23).
Es
indudable que nunca un sensual poseerá aquellas virtudes que nos hacen
agradables a Dios y nos aseguran el cielo. Si queremos guardar la más
bellas de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber que
ella es una rosa que solamente florece entre espinas; y, por
consiguiente, sólo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una
persona mortificada. Leemos en la Sagrada Escritura que, apareciéndose
el ángel Gabriel al profeta Daniel, le dijo: "El Señor ha oído tu
oración, porque fue hecha en el ayuno y en la ceniza " (Dan., 3. 22); la
ceniza simboliza la humildad...
III.- Mas, me diréis vosotros, ¿cuántas clases de mortificaciones hay?
Vedlas aquí, hay dos: una es la interior, otra es la exterior, pero
ellas van siempre juntas.
La exterior consiste en mortificar nuestro cuerpo, con todos sus
sentidos.
1.° Debemos mortificar nuestros ojos: abstenernos de mirar, ni por
curiosidad, los diversos objetos que podrían inducirnos a algún mal
pensamiento; no leer libros inadecuados para conducirnos por la senda de
la virtud, los cuales, al contrario, no harían más que desviarnos de
aquel camino y extinguir la poca fe que nos queda.
2.° Debemos mortificar nuestro oído : nunca escuchar con placer
canciones o razonamientos que puedan lisonjearnos, y que a nada
conducen: será siempre un tiempo muy mal empleado y robado a los
cuidados que debemos tener para la salvación de nuestra alma; nunca
hemos de complacernos tampoco en dar oídos a la maledicencia y a la
calumnia. Sí, debemos mortificarnos en todo esto, procurando no ser de
aquellos curiosos que quieren saber todo lo que se hace, de dónde se
viene, lo que se desea, lo que nos han dicho los demás.
3.° Decimos que debemos mortificarnos en nuestro olfato: o sea, no
complacernos en buscar lo que pueda causarnos deleite. Leemos en la vida
de San Francisco de Borja que nunca olía las flores, antes al contrario,
se llevaba con frecuencia a la boca ciertas píldoras, que mascaba (Vita
S. Franc. Borgiae, Cap. XV: Act. SS.,t. V., oct., p. 286); a fin de
castigarse, por algún olor agradable que hubiese podido sentir o por
haber tenido que comer algún manjar delicado.
4.° En cuarto lugar, digo que hemos de mortificar nuestro paladar: no
debemos comer por glotonería, ni tampoco más de lo necesario; no hay que
dar al cuerpo nada que pueda excitar las pasiones; ni comer fuera de las
horas acostumbradas sin una especial necesidad. Un buen cristiano no
come nunca sin mortificarse en algo.
5.° Un buen cristiano debe mortificar su lengua, hablando solamente lo
necesario para cumplir con su deber, para dar gloria a Dios y para el
bien del prójimo...
Nos dice San Agustín que es perfecto aquel que no peca con la lengua (
Esta sentencia la pronunció primeramente el Apóstol Santiago: " Si quis
in
verbo non offendit, hic perfectus est" (Jac., 3, 2)) Debemos, sobre
todo, mortificar nuestra lengua cuando el demonio nos induzca a sostener
pláticas pecaminosas, a cantar malas canciones, a la maledicencia y a la
calumnia contra el prójimo; tampoco deberemos soltar juramentos ni
palabras groseras.
6.° Digo también que hemos de mortificar nuestro cuerpo no dándole todo
el descanso que nos pide; tal ha sido, en efecto, la conducta de todas
los santos.
Mortificación interior. Hemos dicho después, que debemos practicar la
mortificación interior. Mortifiquemos, ante todo, nuestra imaginación.
No debe dejársela, divagar de un lado a otro, ni entretenerse en cosas
inútiles ni, sobre todo, dejarla que se fije en cosas que podrían
conducirla al mal, como sería pensar en ciertas personas que han
cometido algún pecado contra la santa pureza, o pensar en los afectos de
los jóvenes recién casados: todo esto no es más que un lazo que el
demonio nos tiende para llevarnos al mal. En cuanto se presentan tales
pensamientos, es necesario apartarlos. Tampoco he de dejar que la
imaginación se ocupe en lo que yo me convertiría, en lo que haría, si
fuese... si tuviese esto, si me diese aquello, si pudiese conseguir lo
otro. Todas estas cosas no sirven más que para hacernos perder un tiempo
precioso durante el cual podríamos pensar en Dios y en la salvación de
nuestra alma.
Por el contrario, es precisa ocupar nuestra imaginación
pensando en nuestros pecados para llorarlos y enmendarnos; pensando con
frecuencia en el infierno, para huir de sus tormentos; pensando mucho en
el cielo, para vivir de manera que seamos merecedores de alcanzarlo;
pensando a menudo en la pasión y muerte de Jesucristo Nuestro Señor,
para que tal consideración nos ayude a soportar las miserias de la vida
con espíritu de penitencia.
Debemos también mortificar nuestra mente: huyendo de examinar
temerariamente la posibilidad de que nuestra religión no sea buena, no
esforzándonos en comprender los misterios, sino solamente discurriendo
de la manera más segura acerca de cómo hemos de portarnos para agradar a
Dios y salvar el alma.
Igualmente hemos de mortificar nuestra voluntad, cediendo siempre al
querer de los demás cuando no hay compromisos para nuestra conciencia.
Y esta sujeción hemos de tenerla sin mostrar que nos cause enojo; por el
contrario, debemos estar contentos al hallar una ocasión de
mortificarnos y poder así expiar los pecados de nuestra voluntad. Ahí
tenéis, en general, las pequeñas mortificaciones que a todas horas
podemos practicar, a las que podemos aun añadir el soportar los defectos
y malas costumbres de aquellos con quienes convivimos. Es muy cierto,
que las personas que no aspiran más que a procurarse satisfacción en la
comida, en la bebida y en los placeres todos que su cuerpo y su espíritu
puedan desear, jamás agradarán a Dios, puesto que nuestra vida debe ser
una imitación de Jesucristo. Yo os pregunto ahora: ¿qué semejanza
podremos hallar entre la vida de un borracho y la de Jesucristo, que
empleó sus días en el ayuno y las lágrimas; entre la de un impúdico y la
pureza de Jesús; entre un vengativo y la caridad de Jesucristo? y así de
lo demás. ¡Ay! ¿qué será de nosotros cuando Jesucristo proceda a
confrontar nuestra vida con la suya? Hagamos, pues, algo capaz de
agradarle.
Hemos dicho, al principio, que la penitencia; las lágrimas y el dolor de
nuestros pecados serán un gran consuelo en la hora de la muerte; de ello
no os quepa duda alguna. ¡Qué dicha para un cristiano recordar, en aquel
postrer momento, en que tan minucioso examen de conciencia se hace, cómo
no sólo observó puntualmente los mandamientos de la ley de Dios y de la
Iglesia, sino que pasó su vida en medio de lágrimas y penitencia, en el
dolor de sus pecados y en una mortificación continua acerca de todo
cuanto pudiera satisfacer sus gustos! Si nos quedase algún temor, bien
podremos decir como San Hilarión: "¿Qué temes, alma mía? ¡tantos años
hace que te ocupas en hacer la voluntad de Dios y no la tuya¡ No
desconfíes, el Señor tendrá piedad de ti" (Vida de los padres del
desierto, t, V, p.208).
Para que mejor lo comprendáis, voy a citaros un hermoso ejemplo. Nos
cuenta San Juan Climaco (La escala santa) que cierto joven concibió un
gran deseo de emplear su vida haciendo penitencia y preparándose para la
muerte; no puso límites a sus mortificaciones. Cuando llegó la muerte,
hizo llamar a su superior y le dijo: "¡Ah! padre mío, ¡qué consuelo para
mí!.
¡Oh! cuán dichoso me siento de haber vivido en medio de las lágrimas,
del
dolor de mis pecados y de la penitencia. Dios, que es tan bueno, me ha
prometido el cielo. Adiós, padre mío, voy a unirme a mi Dios, cuya vida
he procurado imitar cuanto me ha sido posible; adiós, padre mío, os doy
gracias por haberme animado a seguir este dichoso camino. ¡Qué dicha
para nosotros, en aquellos momentos, será el haber vivido para Dios; el
haber temido y huido el pecado, el habernos abstenido no solamente de
los placeres malos y prohibidos, sino también de los inocentes y
permitidos; el haber recibido frecuente y dignamente los Sacramentos, en
los que tantas gracias y fuerzas habremos hallado para combatir al
demonio, al mundo y a nuestras pasiones!
Pero, decidme, ¿qué puede
esperar, en aquella hora tremenda, el pecador, si ve ante sus ojos una
vida que no es más que una cadena de crímenes? ¿Qué esperanza ha de
abrigar un pecador que ha casi vivido como si no tuviese alma que salvar
y como si creyese que con la muerte se acaba todo; que apenas ha
frecuentado nunca los Sacramentos, y aun, al recibirlos, no hizo más que
profanarlos acudiendo con malas disposiciones; un pecador que, no
contento con haberse burlado y hecho menosprecio de su religión y de los
que tenían la dicha de practicarla, puso además todo su esfuerzo en
arrastrar a otros a seguir por la senda de la infamia y del libertinaje?
¡Ay! ¡cuál será entonces el pavor y la desesperación de ese pobre
desgraciado al reconocer que tan sólo vivió para hacer sufrir a
Jesucristo, perder su pobre alma y precipitarse en el infierno! ¡Qué
desgracia, Dios mío y tanto más cuanto él sabía muy bien que, a haberlo
querido podía obtener el perdón de sus pecados. Dios mío,
¡qué desesperación por toda una eternidad!
Traeremos aquí un admirable ejemplo que nos muestra cómo, si nos
condenamos, será ciertamente porque no habremos querido salvarnos. Se
refiere en la historia (Vida de los Padres, t. 1, cap. XV. San Pafnucio)
que Santa Thais había sido en su juventud una de las más famosas
cortesanas que ha habido en el mundo: sin embargo, era cristiana.
Precipitóse en todo lo que su corazón, que era todo él una hoguera de
fuego impuro, pudo desear: profanó en la disolución todo lo que, en
cuanto a gracias y belleza, le concediera el cielo; hasta su propia
madre fue un instrumento de que se valió el infierno para sumergirla con
el más espantoso furor en tantas obscenidades, haciendo que empleara su
miserable juventud abandonada a los desórdenes más infames y deshonrosos
para una persona de su calidad. De sus admiradores, unos se arruinaban
para ofrecerle regalos, muchos se suicidaban por no haber podido
poseerla solos. En fin, los desórdenes de aquella comedianta eran el
escándalo de todo el país, y un motivo de aflicción para los buenos.
Dejo, pues, a vuestra consideración el mal que causaría aquella mujer,
las almas que haría perder, los ultrajes que inferiría a Jesucristo por
causa de las personas que arrastraba al pecado. En su juventud había
sido muy bien instruida, pero sus desarreglos y la violencia de sus
pasiones habían ahogado todas las verdades de la religión.
No obstante, Nuestro Señor, sabiendo hasta que punto su conversión
provocaría la de muchos otros, quiso manifestar la magnitud de sus
misericordias; y, lanzando una mirada compasiva, fuese É1 mismo a
buscarla en medio de su torpeza la más infame. Para obrar aquel gran
milagro de la gracia, valióse de un santo solitario a quien dio a
conocer aquella famosa pecadora y todos sus desórdenes. El Señor le
ordena que fuese a entrevistarse con la cortesana. Aquel solitario era
San Pafnucio. Tomó un traje de caballero, proveyose de dinero, y partió
para la ciudad en donde aquella mujer habitaba. Siendo llevado por el
mismo Dios, pronto dio con la casa de aquella mujer y pidió ser recibido
por ella.
Aquella mujer, que nada sabía ni sospechaba, le condujo a un cuarto
reservado y lleno de adornos. Entonces el Santo le preguntó si había
otro cuarto aun más escondido donde poder sustraerse hasta de los ojos
de Dios. "¡Oh!, díjole la cortesana, ten por seguro que nadie ha de
venir; mas si temes la presencia de Dios, ¿no está, por ventura, en
todas partes?" Quedó el Santo muy admirado al oírla hablar así de Dios.
"¡Cómo!, díjole él, ¿es decir, que conoces al buen Dios?" "Sí, contestó
ella; y aun más, sé que hay un paraíso para los que le sirven con
fidelidad y un infierno para los que le desprecian." "Pero ¿cómo, le
dijo el Santo, sabiendo todo esto, puedes vivir como vives, durante
tantos años, preparándote tú misma un horroroso infierno?" Estas solas
palabras del Santo, junto con la gracia de Dios, fueron como un rayo que
derribó a nuestra cortesana, al igual que a San Pablo en el camino de
Damasco. Arrojóse a sus pies, deshecha en lágrimas y suplicando la
gracia de que tuviese piedad de ella, e implorase la misericordia del
Señor. Estuvo enteramente dispuesta a hacer todo cuanto él quisiese, a
fin de intentar el divino perdón. No le pidió más que
tres horas de plazo para poner en orden sus negocios; y al momento
estaría ella en el lugar que le indicase. Habiéndole el Santo concedido
el plazo pedido, congregó ella a cuantos libertinos le fue posible, de
los que con ella se habían abandonado al pecado y los llevó a la plaza
pública: allí, en presencia de todos, se despojó de sus galas, ordenó
fuesen llevados allí los muebles que había comprado con el dinero de sus
infamias, hizo de ellos un montón y le pegó fuego, sin decir nada ni dar
explicación alguna de por qué obraba así. Después de esto, abandonó la
plaza pública para ponerse a disposición del Santo, quien la condujo a
un monasterio de recogidas. La encerró en una celda cuya puerta selló él
mismo, y rogó a una religiosa que le llevase algunos mendrugos de pan y
un poco de agua. Thais preguntó al Santo qué oración debía hacer en su
retiro para mover el corazón de Dios. Y el Santo le contestó : "No eres
digna de pronunciar el nombre de Dios, puesto que tus labios están
llenos de iniquidades, ni de elevar al cielo unas manos tan criminales.
Conténtate con dirigirte hacia Oriente, y con todo el dolor de tu
corazón y con toda la amargura de tu alma, di: "Oh, Vos que me
criasteis, tened piedad de mí".
Esta fue toda su oración en los tres años que permaneció encerrada en
aquellas cuatro paredes, durante cuyo tiempo jamás olvidó el recuerdo de
sus pecados. Tal fue su llanto, de tal manera y tan cruelmente maltrató
su cuerpo, que cuando San Pafnucio fue a consultar a San Antonio a fin
de saber si Dios la acogía bajo su misericordia, San Antonio, después de
haber pasado con sus religiosos la noche en oración a tal objeto, le
dice que el Señor había revelado a uno de dichos religiosos, San Pablo
el Simple, que el cielo había preparado un trono radiante para la
penitente Thais. Entonces el Santo, lleno de alegría y muy admirado por
haber ella en tan poco tiempo satisfecho a la justicia de Dios, fuese a
su encuentro para comunicarle que sus pecados estaban perdonados y que
debía salir de aquella celda. El Santo le pregunta, qué era lo que había
hecho durante aquellos tres años. Y ella le respondió: "Padre mío, puse
mis pecados ante mis ojos como en un montón, y no cesé de llorarlos y de
pedir misericordia" "Precisamente por esto, díjole San Pafnucio, y no
por las demás penitencias, has cautivado el corazón de Dios". Habiendo
abandonado, aquella celda para dirigirse a un monasterio, sobrevivió
solamente quince días, después de los cuales voló al cielo a cantar las
grandezas de la misericordia de Dios.
Este ejemplo nos muestra, con cuánta facilidad, y sin hacer ninguna de
aquellas grandes penitencias, ganaríamos, si quisiésemos, el corazón de
Dios. ¡Cuántos remordimientos nos atormentarán por toda una eternidad,
por haber rehusado hacernos la menor violencia a fin de dejar el
pecado!. Día vendrá en que veremos cómo hubiéramos podido satisfacer a
la justicia de Dios, sólo con las pequeñas molestias de la vida que
necesariamente hemos de sufrir en el estado en que Dios se ha servido
colocarnos, si hubiésemos acertado a unir a ellas algunas lágrimas y un
sincero dolor de nuestros pecados. ¡Cuánto nos pesará haber vivido y
muerto en pecado, al ver que Jesucristo padeció tanto por nosotros y que
su deseo hubiera sido el perdonarnos con sólo haber implorado nosotros
de Él esta gracia! Dios mío, ¡cuán ciego y desgraciado es el pecador!
Tenemos la penitencia. Ved, empero, cómo eran tratados los pecadores en
los primeros tiempos de la Iglesia. Los que querían reconciliarse con
Dios se presentaban, el miércoles de Ceniza, en la puerta del templo,
con vestiduras sucias y rasgadas. Después de haber entrado en la
iglesia, se les cubría la cabeza de ceniza y se les entregaba un cilicio
para que lo llevasen durante todo el tiempo de la penitencia. Luego se
les mandaba que se postrasen en la tierra, mientras se cantaban los
siete salmos penitenciales para implorar sobre ellos la misericordia de
Dios; seguidamente se les dirigía una exhortación para inducirlos a
practicar la penitencia con el mayor celo posible, esperando que así tal
vez Nuestro Señor sería movido a perdonarlos.
Después de todo esto, se les advertía que se les iba a arrojar del
templo con cierta violencia, a la manera como Dios arrojó a Adán del
paraíso
después de haber pecado. Apenas tenían tiempo de salir cuando se cerraba
tras ellos la puerta del templo. Y si deseáis saber cómo pasaban aquel
tiempo y cuánto duraba aquella penitencia, vedlo aquí: primeramente,
quedaban obligados a vivir en el retiro o bien emplearse en los más
duros trabajos; según el número y gravedad de sus pecados, se les
asignaban determinados días de la semana en los cuales debían ayunar a
pan y agua; durante la noche y postrados en tierra; tenían largas horas
de oración; dormían sobre duras tablas; por la noche se levantaban
varias veces a llorar sus pecados.
Se les hacía pasar por diferentes
grados de penitencia; los domingos, se presentaban a las puertas del
templo ciñendo el cilicio, con la cabeza cubierta de ceniza,,
permaneciendo fuera, expuestos a la intemperie; se postraban ante los
fieles que entraban en la iglesia, y, con lágrimas, imploraban a rogar
por ellos. Pasado algún tiempo, se les permitía acudir a escuchar la
palabra de Dios; mas, en cuanto había terminado el sermón, se les
arrojaba del templo; muchos, solamente a la hora de la muerte, eran
admitidos a recibir la gracia de la absolución. Y aun miraban esto como
una muy apreciable gracia que la Iglesia les hacía después de haber
pasado diez, veinte años o a veces más, en las lágrimas y la penitencia.
Así es como se portaba la Iglesia, en otro tiempo, con aquellos
pecadores que querían convertirse de veras.
Si deseáis ahora saber quiénes se sometían a tales penitencias, os diré
que todos, desde los humildes pastores hasta el emperador. Si me pedís
un ejemplo, aquí tenéis uno en la persona del emperador Teodosio.
Habiendo pecado aquel príncipe, más por sorpresa que por malicia, San
Ambrosio le escribió diciéndole: "Esta noche he tenido una visión en la
que Dios me ha hecho ver a vuestra persona encaminándose al templo, y me
ha ordenado que os prohibiese la entrada". Al leer aquella carta, el
emperador lloró amargamente; sin embargo, fue a postrarse ante las
puertas del templo como de ordinario, con la esperanza de que sus
lágrimas y su arrepentimiento moverían al Santo obispo. San Ambrosio, al
verle venir, le dijo: "Deteneos, emperador, sois indigno de entrar en la
casa del Señor". Respondióle el emperador: "Es verdad, mas también pecó
David, y el Señor le perdonó". "Pues bien, le dijo San Ambrosio, ya que
le habéis imitado en la culpa, seguidle en la penitencia". A estas
palabras, el emperador, sin replicar más, se retiró a su palacio, dejó
sus ornamentos imperiales, se postró con la faz en tierra, y se abandonó
a todo el dolor de que su corazón era capaz. Permaneció ocho meses sin
poner los pies en el templo. Al ver que sus criados se dirigían a la
iglesia en tanto que él se hallaba privado de concurrir allí, se le oía
dar unos clamores capaces de mover los corazones más endurecidos. Cuando
le fue permitido asistir a las preces públicas, no se ponía de pie o
arrodillado como los demás, sino postrado, la faz en tierra, de la
manera más conmovedora, golpeándose el pecho, arrancándose los cabellos
y llorando amargamente. Durante toda su vida conservó el recuerdo de su
pecado; no podía pensar en él sin derramar lágrimas en abundancia. Aquí
tenéis lo que hizo un emperador que no quería perder su alma.
¿Qué hemos de sacar de aquí? Vedlo: ya que es necesario de toda
necesidad llorar nuestros pecados, y hacer penitencia en este mundo o en
el otro, escojamos la menos rigurosa y la más corta. ¡Qué pena llegar a
la hora de la muerte sin haber hecho nada para satisfacer a la justicia
de Dios! ¡Qué desgracia haber perdido tantos medios como tuvimos cuando,
al sufrir algunas miserias, si las hubiésemos aceptado por Dios, nos
habrían merecido el perdón! ¡Qué desgracia haber vivido en pecado,
esperando siempre librarnos de él, y morir sin haberlo hecho! Tomemos,
pues, otro camino que nos será más consolador en aquel momento: cesemos
de obrar mal; comencemos a llorar nuestros pecados, y suframos todo
aquello que el buen Dios tenga a bien enviarnos. Que nuestra vida sea
una vida de arrepentimiento por nuestros pecados y de amor a Dios, a fin
de que tengamos la dicha de ir a unirnos a Él por toda una eternidad...