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La Reforma de la Iglesia: Conversión

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LAS PALABRAS DE LA DOCTRINA
a cargo de don Nicola Bux y
don Salvatore Vitiello

 

Reforma de la Iglesia: la conversión



La reforma universal de la Iglesia estuvo en el corazón de los Santos que la iniciaron en sí mismos, bajo el ejemplo de los Apóstoles: es esto lo que contra distingue la verdadera reforma de la Iglesia.

La misión de la Iglesia en el mundo es dar gloria a Dios y salvar al hombre, de otro modo no podría corresponder a la vocación de espejo del “Lumen Gentium” que es Jesucristo. Entonces, solo de Él viene el auxilio para renovar las costumbres de los hombres de la Iglesia, cosa urgente para toda generación. Los eclesiásticos en particular, son puestos como candelas en el candelabro para atraer a cuantos necesitan conversión. Estar puestos en el candelabro, según el Apocalipsis, significa ser espejo de cada virtud y más aún antorcha de la fe, y así Cristo puede ejercitar su encanto para salvar al hombre. Este es el primer fundamental criterio de reforma: atraer dulcemente sin obligar, concientes que los fieles en general siguen a los eclesiásticos dócilmente, también cuando lamentablemente reciben enseñanzas y ejemplos malos que no saben discernir rápidame! nte. Y esto es el escándalo de los fieles o, como dice Pedro, lleva desorden a la familia del Señor. Si en cambio las cabezas son humildes y obedientes, se podrá exigir lo mismo de los miembros del cuerpo eclesial.

Un segundo criterio para una seria reforma es el atento diagnóstico de los males que desgastan a la Iglesia, o de las “llagas” como las llamaba Antonio Rosmini, para poder prescribir para cada uno de ellos el remedio correspondiente. Los han señalado varias veces en nuestros tiempos Juan Pablo II y ahora también el Papa Benedicto XVI. Al inicio de “Informe sobre la fe” de Joseph Ratzinger, entonces Cardenal, tenemos una óptima diagnosis y al mismo tiempo la terapia para una renovación contemporánea “in capite et in membris”, comenzando por quien está arriba, de modo que el ejemplo involucre a los miembros. Desde el Papa a los Cardenales, de los Patriarcas a los Arzobispos, de los Obispos a los Párrocos, todos han recibido tal encargo para cuidar del rebaño del Señor y no para apacentarse a sí mismos. Si se reflexiona sobre la etimología griega y latina de l! os títulos, se nota que todos se refieren en la raíz un ser cabeza para los otros “pater” para Papa, “cardo” para Cardenal, “archè” para Patriarca y Arzobispo, “super” para Obispo y Párroco: este ser cabeza, en realidad debe semejarse al Pastor supremo de nuestras almas, como dice san Pedro, que es el Señor. Ahora, ¿se da gloria a Dios y se edifica a los fieles si al principio de nuestro ministerio ponemos la afirmación de nosotros mismos en vez que la gloria de Dios? ¿Se da gloria a Dios y se edifica a los fieles si cuando hemos alcanzado el límite de edad para realizar todo aquello que debíamos hacer, continuamos ocupándole lugar al que habíamos sido llamados? ¿Se da gloria a Dios y se edifica a los hermanos si en vez de predicar el nombre de Jesús según el oficio sacerdotal que hemos asumido, nos inmiscuimos en los asuntos terrenos, económicos, sociales y políticos? Gregorio Magno estaba triste por este modo de vivir de los pastores y para hacer eficaz el llamado a la reforma, llegaba a incluirse a sí mismo: “Nosotros abandonamos el ministerio de la predicación y somos llamados obispos, pero tal vez para nuestra condena, dado que poseemos el título honorífico y no las cualidades… ¿Pero como será posible que nosotros enmendemos la vida de los otros si descuidamos la nuestra?”.

Hoy como ayer, la re-forma de la Iglesia debe comenzar por el poner todo cuidado en la formación de los fieles para que aprendan pocas cosas y esenciales para el ejercicio de las virtudes: el instrumento es el Catecismo de la Iglesia Católica; este ha sido objeto de actualización y es ahora cuando los Pastores lo hacen el instrumento esencial y ordinario de la formación de los fieles. Nada es más urgente e indispensable que la educación a la doctrina cristiana porque habilita a dar razón de nuestra fe, especialmente hoy, en el confronto con tantas opiniones, culturas y religiones. Si los fieles reciben la fe de la Iglesia desde pequeños, desde los primeros años, con el Catecismo y los Sacramentos, y no con las opiniones de algunos clérigos, florecerán todas las vocaciones eclesiásticas, sin excluir aquellas que fundan la familia y la política necesaria para la renovación de la sociedad.

La pureza de la fe y de las costumbres es la enseñanza y práctica fundamental para la reforma. Por ello las personas puestas a la educación de la fe, que es lo mismo que a lo humano, como Cristo ha dicho y hecho, deben tener la bondad y el temor de Dios cuales características preeminentes. San León Magno tras haber afirmado que la visión de Dios nos alcanza con la pureza del corazón y que para merecerla es necesario estar en paz con Él, destaca. “No pueden pretender poseer esta paz ni los vínculos estrechos de amistad, ni la semejanza más perfecta de carácter si no están en armonía con la voluntad de Dios. Fuera de esta sublime paz encontramos solo conveniencias y asociaciones para delinquir, alianzas malvadas y los pactos del vicio”. Porque la Iglesia es la amistad de Cristo, como afirmó al inicio de su ministerio el Papa Benedicto XVI, es necesario meditar sobre es! to, a partir también desde los eclesiásticos.

Por lo tanto, ciertamente la reforma no es fácil y no sucede jamás de una vez por todas, es más, tendrá que realizarse hasta el final de los siglos. Sin embargo, el esfuerzo exigido no es mínimo, sino en confronto con el fin de dar gloria a Dios y de salvar a los hombres, tal limpieza en la Iglesia, según la conocida meditación del Via Crucis de Joseph Ratzinger, tendrá que estar presente cada día y con frecuencia. Para tal fin el Señor suscita almas grandes, las cuales, en sí mismas, constituyen un medio grande y simple del que él se sirve para tal gran empresa. (Agencia Fides 19/10/2006)




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