El Cielo: el destino final después de la muerte hacia el cual camina toda la Iglesia (Papa Francisco)
Audiencia General
26 de Noviembre 2014
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Un poco feo el día, pero ustedes son valientes. ¡Felicitaciones! Esperamos
rezar juntos hoy.
Al presentar la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, el Concilio
Vaticano II tenía bien presente un verdad fundamental, que no hay que
olvidar jamás: la Iglesia no es una realidad estática, detenida, con fin en
sí misma, sino que está continuamente en camino en la historia, hacia la
meta última y maravillosa que es el Reino de los cielos, del cual la Iglesia
en la tierra es el germen y el inicio.
Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos damos cuenta que nuestra
imaginación se detiene, revelándose apenas capaz de intuir el esplendor del
misterio que domina nuestros sentidos. Y surgen espontáneas en nosotros
algunas preguntas: ¿cuándo llegará este pasaje final? ¿Cómo será la nueva
dimensión en la cual la Iglesia entrará? ¿Qué será entonces la humanidad? ¿Y
de lo creado que nos circunda?
Pero estas preguntas no son nuevas, las habían hecho los discípulos a Jesús
en aquel tiempo ¿pero cuándo sucederá esto? ¿Cuándo será el triunfo del
Espíritu sobre la creación, sobre lo creado, sobre todo? Son preguntas
humanas, preguntas antiguas. También nosotros hacemos estas preguntas.
La Constitución conciliar Gaudium et spes, de frente a estos interrogativos
que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma: “Ignoramos el
tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco
conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este
mundo, deformada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara
una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia y cuya
bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que
surgen en el corazón humano”. He aquí la meta a la cual aspira la Iglesia:
es como dice la Biblia la “Jerusalén nueva”, el “Paraíso”. Más que de un
lugar, se trata de un “estado” del alma, en el cual nuestras expectativas
más profundas serán cumplidas de manera superabundante y nuestro ser, como
criaturas y como hijos de Dios, alcanzará la plena maduración. ¡Seremos
finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios en modo
completo, sin más ningún límite, y estaremos cara a cara con Él! ¡Es bello
pensar esto! Pensar en el cielo. Todos nosotros nos encontraremos allí.
Todos, todos, allí, todos. Es bello. ¡Da fuerza al alma!
2. En esta perspectiva, es bello percibir cómo hay una continuidad y una
comunión de fondo entre la Iglesia que está en el cielo y aquella todavía en
camino sobre la tierra. Aquellos que ya viven en la presencia de Dios, de
hecho, nos pueden sostener e interceder por nosotros, rezar por nosotros.
Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer buenas
acciones, oraciones y la Eucaristía misma para aliviar las tribulaciones de
las almas que todavía están esperando la beatitud sin fin. Sí, porque en la
perspectiva cristiana, la distinción no es más entre quien ya está muerto y
quien todavía no lo está, sino entre quien está en Cristo y quien no lo
está. Éste es el elemento determinante, realmente decisivo para nuestra
salvación y para nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de
este diseño maravilloso no puede no interesar también todo aquello que nos
rodea, y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol
Pablo lo afirma explícitamente, cuando dice que también “la creación será
liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa
libertad de los hijos de Dios”.
Otros textos utilizan la imagen del “cielo nuevo” y la “tierra nueva”, en el
sentido de que todo el universo será renovado y liberado de una vez para
siempre de todos los rastros del mal y de la misma muerte. Lo que se
prospecta, como cumplimiento de una transformación que en realidad ya está
en acto a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es por lo tanto una
nueva creación; no una aniquilación del cosmos y de todo lo que nos rodea,
sino que es llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza.
Este es el diseño que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre
quiere realizar y está realizando.
Queridos amigos, cuando pensamos en estas maravillosas realidades que nos
esperan, nos damos cuenta del maravilloso don que es pertenecer a la
Iglesia, que lleva inscrita una vocación altísima. Pidamos entonces a la
Virgen María, Madre de la Iglesia, que vigile siempre sobre nuestro camino y
nos ayude a ser, como ella, un signo gozoso de confianza y esperanza entre
nuestros hermanos.