San Bernardo de Claraval te aconseja: El Cielo Aquí y Ahora
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San Bernardo
in Cant. Homilía 27
4. Es hermosa la belleza de este cielo visible y corporal, por la gran
variedad de astros dentro de su género. Pero de ninguna manera es comparable
con ese maravilloso conjunto de belleza espiritual que recibió la esposa con
el primer manto de su santidad. Pero existe además otro cielo, el cielo por
excelencia, del que dice el Profeta: Cantad al Señor, que avanza por los
cielos antiquísimos. Este cielo es intelectual y espiritual. El que formó
los cielos sabiamente, los creó y los asentó corno su morada perpetua. Pero
no creas que el amor de la esposa se queda fuera de ese cielo, que lo conoce
como morada del esposo, porque donde está su tesoro allí está su corazón.
Siente gran emulación de los que viven ante el rostro por el que ella
suspira. Y aunque todavía no puede reunirse con ellos en la visión, ansía
conformar su vida con la suya, exclamando más con su vida que con su boca:
Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria.
III. 5. Nunca se cree indigna de verse semejante a este cielo, desplegado
como los pabellones, pero no a través del espacio local, sino por los
afectos de su alma; diverso por la variedad y maravilla de las obras de su
artífice. Encierra una gama riquísima, pero no de colores, sino de
felicidad. Porque a unos ha establecido Ángeles, a otros Arcángeles, a otros
Virtudes, a otros Dominaciones, a otros Principados, a otros Potes-tades, a
otros Tronos, a otros Querubines y a otros Serafines. Estos son los astros
del cielo; así están decorados estos pabellones.
Esa es una de las tiendas de mi Salomón y la principal entre todas, por la
belleza de su gloria multiforme. Este inmenso pabellón encierra dentro de sí
otras muchas tiendas igualmente de Salomón, porque cada uno de los santos y
beatos que allí moran, es sin duda una tienda de Salomón. Son benignos,
están desplegados en el amor y llegan hasta nosotros. No recelan de su
propia gloria: la desean para otros. Por eso no les agobia nuestra compañía
ni ocuparse activamente de nosotros, como servidores espirituales enviados
para ejercer su ministerio en favor de los que reciben la herencia de la
salvación. De manera que los cielos antiquísimos lo forman especialmente esa
multitud universal de bienaventurados. Y se llaman cielos antiquísimos por
cada uno de ellos, que ciertamente constituyen el cielo y en ellos cobran
sentido estas palabras: Extiendes los cielos como una tienda. Así
entenderéis, a mi juicio, cuáles son esos pabellones y de qué Salomón se
trata, cuando la esposa se enorgullece de su parecido.
IV. 6. Ahora contemplad va su gloria comparada con el cielo, especialmente
con el que es más glorioso cuanto más divino. Con razón se apropia esa
semejanza en la misma raíz de donde deriva su origen. Si por razón de su
cuerpo, que es terreno, se parece a las tiendas de Cadar, ¿por qué su alma
celestial no puede gloriarse de ser semejante también al cielo, sobre todo
si su vida atestigua su origen y la dignidad de su naturaleza y de su
patria? Ella adora y reverencia a un solo Dios, como los ángeles; ama a
Cristo por encima de todo lo demás, como los ángeles; es casta como ellos,
bien que su vida en una carne de pecado y en un cuerpo frágil no se asemeja
a los ángeles. Finalmente, busca y saborea las cosas de arriba, no las de la
tierra. ¿Existe una señal más evidente de su origen celestial, que mantener
su innata semejanza en el país de la desemejanza, apropiarse la gloria de
una vida célibe en el destierro de la tierra y vivir la vida angélica con un
cuerpo casi bestial?
Todo esto se debe a un poder celestial, no terreno; v claramente indica que
esta alma capaz de realizar todo esto, proviene del cielo. Pero escúchalo
más claramente: Vi bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la
nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo. Y
añade: Oí una voz potente que decía desde el trono: Esta es la morada de
Dios con los hombres, él habitará con ellos. ¿Para qué? Yo creo que para
tomar una esposa de entre los hombres. ¡Inconcebible! ¡Buscar una esposa y
no venir sin ella! Buscaba una esposa y ya la tenía. ¿Buscaba acaso una
segunda esposa? De ninguna manera, pues dice: Una sola es mi paloma. También
quiso formar un solo rebaño con todas las ovejas, para hacer un solo rebaño
con un solo pastor. Y así como tuvo una esposa unida consigo desde el
principio -la multitud de los ángeles- también fue de su agrado convocar de
entre los hombres a la Iglesia, para unirla con la que proviene del cielo y
ser un esposo y una esposa. Por tanto, a esa que ha entresacado la hizo
perfecta, no duplicada, y sabe que se dice de ella: Una sola es mi perfecta.
Esta conformidad crea la unidad, ahora de un amor semejante y después de una
gloria igual.
7. Los dos son celestiales: el esposo, Jesús, y la esposa, Jerusalén. El
para hacerse visible se vació de sí mismo, tomando la forma de siervo y
haciéndose hombre. ¿Y bajo qué forma pensáis que el vidente Juan vio bajar a
la esposa? ¿Acaso rodeada de ángeles, como los vio bajar y subir sobre el
Hijo del hombre? Lo diremos más claramente: vio a la esposa cuando contempló
el Verbo hecho carne, reconociendo a dos en una sola carne. Después que
aquel santo Emmanuel trajo a la tierra el magisterio de la doctrina
celestial, apareció manifestada en Cristo una imagen visible y figura de la
belleza de aquella Jerusalén de arriba, que es nuestra madre. ¿Qué
contemplamos entonces sino a la esposa en el esposo, admirando al único y
mismo Señor de la gloria, como novio que se pone la corona o como novia que
se adorna con sus joyas? Por tanto, fue el mismo que bajó el que subió.
Nadie ha subido arriba al cielo sino el que bajó del cielo, el mismo y único
Señor que es esposo en la cabeza y esposa en el cuerpo. Después vivió entre
los hombres este hombre celestial y no en vano; pues a muchísimos los hizo
semejantes a sí, celestiales cuando eran terrenos. Así lo leemos: El hombre
del cielo es el modelo de los celestes.
Desde entonces la vida en la tierra es como la del cielo: igual que la de
las criaturas celestes y bienaventuradas. También la reina de Saba vino a
admirar la sabiduría de Salomón, con un amor casto se adhiere a un hombre
celestial; aunque todavía no se unió totalmente con él, sí que está unida
por la fe, tal como prometió Dios por el Profeta: Me casaré contigo a precio
de misericordia y clemencia, me casaré contigo a precio de fidelidad. Por
eso procura por todos los medios acomodar su vida al modelo que bajó del
cielo, aprendiendo de él a ser modesta y sobria, pudorosa y santa, paciente
y compasiva, sencilla y humilde. Con este modo de vivir, su amor y empeño es
complacer en su ausencia a quien los ángeles están deseosos de ver, y a
medida que se consume en deseos angélicos demuestra igualmente que es
conciudadana de los santos y familia de Dios, la esposa y la amada.
V. 8. Yo creo que todas estas almas no sólo son celestiales por su origen,
sino que con razón pueden llamarse cielos por su imitación. Claramente
demuestran que su verdadero origen es el cielo, porque son conciudadanos del
cielo. Por tanto, un alma santa es el cielo, porque el sol es su
inteligencia, la luna su fe y sus virtudes los astros. O en otras palabras,
el sol es su celo por la justicia o su amor ferviente, y la luna es su
continencia. Así como dicen que la luna recibe del sol su claridad, de la
misma manera, sin caridad o sin justicia la continencia carece de mérito.
Por eso dice el Sabio: Es bella la generación casta con caridad. Yo no me
arrepiento de haber comparado las virtudes con las estrellas, pensando en la
congruencia de su semejanza. Pues así como las estrellas brillan durante la
noche y se ocultan durante el día, así la verdadera virtud, que muchas veces
no aparece en la prosperidad, descuella en la adversidad. Lo primero lo
aconseja la cautela, lo segundo lo exige la necesidad. Así pues, la virtud
es una estrella y el hombre virtuoso el cielo. A no ser que alguien, cuando
lea lo que dice el Profeta: El cielo es mi trono, crea que debe entenderse
de este cielo cambiante y visible, y no recuerda lo que más claramente dice
en otro lugar la Escritura: El alma del justo es el trono de la sabiduría.
Asigna sin duda un trono espiritual a Dios el que por la enseñanza del
Salvador saborea que Dios es espíritu, y que hay que adorarlo en espíritu y
en verdad.
Yo al menos lo aplicaría con toda confianza, tanto al hombre justo como al
espíritu angélico. Y me lo confirma especialmente en este sentido aquella
promesa: Yo y el Padre, dice el Hijo, vendremos a él, es decir, al hombre y
viviremos con él. Y creo que lo dijo también el Profeta refiriéndose a ese
mismo cielo: Tú habitas en el santo, esperanza de Israel. Y claramente dice
el Apóstol: Que Cristo se instale por la fe en lo íntimo de vosotros.
9. No puede extrañarnos que el Señor Jesús more gustosamente en este cielo.
Porque no lo creó como a los astros con una simple palabra, sino que luchó
para adquirirlo y murió para redimirlo. Después de tanto esfuerzo, dice al
conseguir su deseo: Esta es mi mansión por siempre, aquí viviré porque la
deseo. Dichosa aquella a quien le dice: Ven, predilecta mía, y levantaré en
ti mi trono. ¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? ¿Podrás
tú también preparar al Señor un lugar dentro de ti? ¿Quién de nosotros será
capaz de disponer ese lugar idóneo para esta gloria, y suficiente para esta
majestad?
¡Ojalá que por lo menos sea digno de adorarlo en el lugar que posaron sus
pies! ¿Quién me concederá postrarme siquiera ante los pies de cualquier alma
santa que él se escogió como heredad? Con todo, ojalá se dignase derramar
sobre mi alma la unción de su misericordia, y extenderla como un tejido que
se dilata cuando se empapa de aceite, para poder decir: Correré por el
camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón. Así quizá podría
mostrarle en mi interior, si no aquella sala ancha del cenáculo, donde pueda
comer con sus discípulos, al menos el lugar donde pueda reclinar su cabeza.
Desde lejos admiro ya a esos bienaventurados de los que se dice: Habitaré y
comeré con ellos.
VI. 10. ¡Qué dilatada está esa alma, qué prerrogativa la de sus méritos, qué
dignidad acoger dentro de sí la presencia divina y ser capaz de contenerla!
¿Y qué será el alma que cuenta con espaciosas galerías a disposición de su
majestad? Por supuesto, esa alma no está embrollada con pleitos judiciales o
afanes mundanos, ni entregada a comilonas y lujurias, ni hambrienta de
curiosear, ni ansiosa por dominarlo todo, ni hinchada por subir al poder.
Porque ante todo debe estar absolutamente vacía de todo eso, para ser un
cielo en el que habite Dios. De lo contrario, ¿cómo podría gustar y ver qué
bueno es el Señor? Nunca deberá ser indulgente con el odio, la envidia o el
rencor, porque la Sabiduría no entra en alma de mala ley.
Además, necesita crecer y ensancharse para ser capaz de Dios. Esta anchura
se la da su amor, como dice el Apóstol: Ensanchaos también vosotros en el
amor.
Pues aunque al alma, por ser espíritu, no le corresponde un espacio
material, sin embargo, la gracia le concede lo que le niega la naturaleza.
Crece realmente y se dilata, pero espiri-tualmente. No crece su sustancia,
sino su vitalidad; aumenta también su gloria; crece y adelanta hasta
alcanzar la edad adulta y el desarrollo de la plenitud de Cristo, crece
también hasta formar un templo consagrado al Señor. Por lo mismo, la
magnitud del alma se mide con la medida del amor que tiene. Así, por
ejemplo, la que ama mucho es grande; la que ama poco es pequeña; la que no
ama es nada, como dice el Apóstol: Si no tengo caridad, nada soy. Si
comienza a tener algún atisbo de amor, porque al menos trata de amar a los
que le aman, saluda a sus hermanos y a los que le saludan, ya no diría que
no ama nada, porque al menos cumple con las leyes sociales del dar y
recibir. Pero con esto, según dice el Señor, ¿hace algo de más? No; yo
pensaría que un alma que tuviese tan poco amor, no es ni ancha ni grande,
sino estrecha y ruin.
11. Pero si crece y avanza de modo que pasa del límite de este amor estrecho
y peligroso, y alcanza las amplias fronteras de la bondad gratuita con toda
libertad de espíritu, si trata de extenderse a sí misma a todos los
prójimos, abrazándolos en el amplio regazo de su buena voluntad y los ama a
cada uno como a sí misma, nunca se le echará en cara: ¿haces algo de más?
Porque se ha dilatado mucho a sí misma. Lleva el seno abierto al amor;
abraza a todos, aun a los desconocidos que nunca estuvieron unidos a ella
por vínculos carnales, a los que nunca la seducirán con la esperanza de
percibir provecho alguno, a los que no está obligada a devolver algo
recibido, y a los que no está vinculada con deuda alguna, a no ser aquella
que se nos indica: A nadie le quedéis debiendo nada, fuera del amor mutuo.
Pero si todavía deseas violentar el reino del amor hasta destacarte como un
buen invasor, y pretendes ocupar hasta sus últimos reductos, entonces no
cierres tus entrañas de bondad ni siquiera a tus enemigos. Haz el bien
incluso a los que te han odiado, ruega por los que te persiguen y calumnian,
empéñate en hacer la paz hasta con los que la rechazan. De esta manera, la
anchura del cielo será la anchura de tu alma, y no serán desiguales en
altura; ni serán distintas por su belleza, cumpliéndose aquello que dice:
Extiendes los cielos como una tienda. En ella habita dignamente e incluso se
pasea ampliamente por ese cielo de maravillosa anchura, altura y belleza, el
Sumo, Inmenso y Glorioso.
VII. 12. ¿Ves ahora cuáles son los cielos que posee la Iglesia, aunque ella
es también en sí misma, por su amplia universalidad, ese cielo inmenso que
se extiende de mar a mar, del gran río al confín de la tierra? Considera
también que en eso te haces semejante a ella, si no te has olvidado del
ideal que recordábamos recientemente al hablar del cielo de los cielos y de
los cielos antiquísimos. Así pues, imitando a la Jerusalén de arriba,
nuestra madre, también ésta que aún peregrina posee sus cielos. Son los
hombres espirituales, conspicuos por su vida y su pensamiento, puros por su
fe, serenos por su esperanza, dilatados por su amor y elevados por su
contemplación. Esos cielos derraman la lluvia salvadora de la palabra,
atruenan con sus interpelaciones y brillan por sus milagros. Ellos proclaman
la gloria de Dios y se extienden como pabellones sobre toda la tierra,
muestran la ley de la vida y de la honradez, escrita en sí mismos por el
dedo de Dios, y anuncian a su pueblo la salvación. Pregonan la buena noticia
de la paz, como verdaderos pabellones de Salomón.
13. Reconoce en estos pabellones la imagen de los altos cielos que más
arriba describíamos al hablar de la hermosura del esposo. Contempla
igualmente a la reina que está a su derecha, enjoyada de modo semejante,
pero no igual. Pues aunque en este país de su peregrinación goza de una gran
claridad y belleza en el día de su poder entre esplendores sagrados, sin
embargo, la integridad y la consumación gloriosa de los bienaventurados le
coronan de manera muy diferente. Yo he afirmado que la esposa es perfecta y
bienaventurada, pero parcialmente, porque no es la tienda perfecta de Cadar;
pero sí que es hermosa, tanto en ese aspecto suyo personal por el cual reina
va como bienaventurada, como por ese adorno que le dan los hombres ilustres,
en la noche de su vida, con su sabiduría y sus virtudes, igual que el cielo
con sus astros. Por eso dice el Profeta: Los maestros brillarán como el
firmamento y los que convierten a los demás, como estrellas, perpetuamente.
14. ¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y el santuario de
Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestísima y una
aula regia; un cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los
soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez morena pero es hermosa, hijas
de Jerusalén. El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido,
pero también la hermosean su forma celestial y los pabellones de Salomón. Si
os desagrada su tez morena, admirad su hermosura; si despreciáis su
humildad, aceptad su sublimidad. El hecho de que la esposa sea abatida y
sublimada al mismo tiempo, aunque sucesivamente, ofrece una garantía por su
plenitud de prudencia, discreción y congruencia. De este modo contemporizan
entre sí con tal equilibrio, que la sublimidad exalta a la humilde en medio
de los azares de este mundo, para que no decaiga durante la adversidad. La
humildad a su vez reprime a la ensalzada, para que no se envanezca durante
la prosperidad. Aunque opuestas entre sí, ambas cooperan maravillosamente v
al unísono con el bien de la esposa, acomodándose a su salvación.
15. Ya nos basta con lo dicho para determinar la semejanza de la esposa con
los pabellones de Salomón. Pero nos queda por descubrir la otra
significación del mismo texto, que os recordé al principio y prometí tratar:
por qué razón se refiere esa semejanza sólo a su tez morena. No puedo
defraudar vuestra esperanza. Mas será necesario diferirlo hasta el comienzo
del próximo sermón. Así lo exige el haberme extendido mucho en éste, y para
que, como lo hacéis siempre, le precedan vuestras oraciones al Esposo de la
Iglesia, nuestro Señor Jesús, Cristo, que es bendito por siempre. Amén.