Catequesis sobre el Padrenuestro en el espíritu de San Agustín
Javier Sánchez Martínez
corazoneucaristicodejesus.blogspot.com
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A su disposición
Introducción al Padrenuestro (I)
Catequesis: "Padre nuestro" (II) Padre nuestro, que estás en el cielo
Catequesis: "Padre nuestro" (III) Santificado sea tu nombre
Catequesis: "Padre nuestro" (IV) Venga a nosotros tu Reino
Catequesis: "Padre nuestro" (V) Hágase tu voluntad en la tierra como en el
cielo.
Catequesis: "Padre nuestro" (VI) Danos hoy nuestro pan de cada día
Catequesis: "Padre nuestro" (VII) Perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Catequesis: "Padre nuestro"(VIII) No nos dejes caer en la tentación.
Catequesis: "Padre nuestro" (IX) Y líbranos del mal.
Introducción al Padrenuestro (I)
En el tiempo de Cuaresma, ya sobre la quinta semana, a los catecúmenos que
ya eran "elegidos" y que iban a ser bautizados en la próxima Vigilia
pascual, se les entregaba en un rito litúrgico primero el Credo, y a las dos
semanas, el Padrenuestro, la Oración dominical.
Esto era ocasión para que el Obispo -o el catequista- impartiese unas
catequesis tanto a los "elegidos" como a los fieles sobre cada uno de los
documentos de nuestra fe.
Como la Cuaresma es tiempo bautismal porque mira a la Pascua, vamos a
situarnos junto a los catecúmenos y recibir la catequesis sobre la Oración
dominical.
Prestemos atención a las palabras de San Agustín, interioricemos cuanto él
diga, apliquemos sus enseñanzas viviendo conforme a ellas.
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1. Para mostrar que, antes de que llegasen, fueron predichos por los
profetas estos tiempos en que habían de creer en Dios todos los pueblos, el
bienaventurado Apóstol adujo este testimonio de la Escritura: Y sucederá que
todo el que invocare el nombre del Señor será salvo.
Antes, sólo entre los israelitas era invocado el nombre del Señor que hizo
el cielo y la tierra; los pueblos restantes invocaban a ídolos mudos y
sordos, que no les podían oír, o a los demonios, por quienes eran escuchados
para su mal. Mas cuando llegó la plenitud de los tiempos se cumplió lo
predicho: Y sucederá que todo el que invocare el nombre del Señor será
salvo. Y después, como los mismos judíos, aun los que habían creído en
Cristo, veían con malos ojos a los gentiles que habían recibido el
Evangelio, mantenían que no debía anunciarse a quienes no estaban
circuncidados.
Contra ellos presentó el apóstol Pablo este testimonio: Y sucederá que todo
el que invocare el nombre del Señor será salvo, añadiendo inmediatamente,
para convencer a quienes no querían que se predicase el Evangelio a los
gentiles, lo que sigue: ¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿O
cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo van a oír si nadie
les predica? ¿O cómo predicarán si no son enviados?
Él dijo: ¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Esta es la causa
por la que no recibisteis primero la oración [el Padrenuestro] y luego el
símbolo [el Credo], sino primero el símbolo para saber qué habéis de creer,
y luego la oración en que conozcáis a quién habéis de invocar. El símbolo,
por tanto, dice relación a la fe; la oración, a la súplica, puesto que quien
cree es escuchado a través de su invocación.
2. Hay muchos que piden lo que no debieran, por desconocer lo que no les
conviene. Quien invoca a Dios, debe precaverse de dos cosas: pedir lo que no
debe y pedirlo a quien no debe. Nada hay que pedir al diablo, a los ídolos y
demonios. Si hay que pedir, hay que pedirlo a nuestro Señor Jesucristo; a
Dios, padre de los profetas, apóstoles y mártires, al Padre de nuestro Señor
Jesucristo, al Dios que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto contienen.
Mas hemos de guardarnos también de pedir lo que no debemos. Si la vida
humana que debemos pedir la pides a ídolos mudos y sordos, ¿de qué te sirve?
Lo mismo si pides a Dios Padre la muerte de tus enemigos, ¿qué te aprovecha?
¿No oíste o leíste, en el salmo que habla del detestable Judas, lo que dice
respeto a él la profecía: Su oración le sea computada como pecado (Cf. Ps
145,6)? Si, pues, te levantas para pedir males para tus enemigos, tu oración
se convertirá en pecado".
(S. Agustín, Serm. 56, 1-2).
Catequesis: "Padre nuestro" (II)
Padre nuestro, que estás en el cielo.
Jesús nos revela a Dios como Padre, Padre providente, Padre misericordioso,
Padre atento a las súplicas de sus hijos, Padre que admite a sus hijos en la
intimidad de su corazón, Padre que tiene entrañas maternas, entrañas de
misericordia. ¡Dios es nuestro Padre! ¡Dios es tu Padre, está cercano a ti,
te lleva en su corazón!
El Espíritu Santo hace que nuestro corazón pueda decir “Padre nuestro”. En
esta oración que nos entregó el Señor, Jesús nos pone la figura de Dios como
la del padre de familia, el que organiza la vida familiar y provee a cada
uno de cuanto necesita (cf. Mt 13,52) y nos lleva a la Mesa de los hijos, el
altar, y nos da el Pan de los hijos, que es la Eucaristía. El cristiano, por
tanto, llamando a Dios Padre, se siente unido a Él con el vínculo de la
misma situación familiar y, además, se siente amado y comprendido hasta el
fondo. Dios es verdaderamente tu “Padre que ve en lo escondido” (Mt 6,6),
Dios, Padre cercano.
“Padre nuestro que estás en el cielo”, así comienza la oración cristiana por
excelencia. Es una invocación esta primera frase, la palabra más dulce que
el cristiano puede pronunciar. Y al Padre le decimos “que estás en el
cielo”, señalando su trascendencia; Dios, siendo nuestro Padre, nos
trasciende, nos sobrepasa, no podemos abarcarlo, ni comprenderlo en su
totalidad porque si así fuera ya no sería Dios. “Deus semper maior”, Dios
siempre es mayor que lo que podamos pensar de Él, Dios es el pensamiento
mayor que un hombre puede tener.
Al señalar “que estás en el cielo” le reconocemos como el Padre omnipotente,
misericordioso; lo adoramos, adoramos a nuestro Dios y Padre. Se evita así
cualquier banalización, cualquier falsa imagen de Dios porque siempre corre
el riesgo de poner en Dios las categorías de la experiencia limitada, de la
paternidad terrena. Dios es un Padre celestial, omnipotente, infinitamente
mejor que cualquier padre terreno.
“Padre nuestro que estás en el cielo...” ¡Cuántos santos sólo con decir
despacio, saboreando esta invocación, no podían seguir adelante y
contemplaban sólo esta palabra! Es la experiencia misma de Sta. Teresa que
enseña en su doctrina espiritual:
“Está tan contenta [el alma] de sólo verse cabe la fuente, que aun sin bever
está ya harta... dales pena el hablar; en decir “Padre nuestro” una vez, se
les pasará una hora... Están en el palacio cabe su Rey y ven que las
comienza ya a dar aquí su reino” (C 31,3).
Y la experiencia de Sta. Teresa de Lisieux:
“A veces, cuando mi espíritu está tan seco que me es imposible sacar un solo
pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio un “Padrenuestro” y luego
la salutación angélica. Entonces, esas oraciones me encantan y alimentan mi
alma mucho más que si las rezase precipitadamente un centenar de veces...”
(MsC 25 rº).
Palabras dulces que nos llevan a contemplación: Dios es Padre, Dios es mi
Padre; no es Juez, no está pendiente de mí para castigarme y juzgarme; es mi
Padre, me ama, me quiere, me trabaja interiormente, me habla por su Palabra,
me corrige mediante los acontecimientos de mi vida; me permite tener
familiaridad con Él.
También nos enseña la Iglesia una consecuencia moral, para vivir
cristianamente:
“Ninguno de nosotros osaría pronunciar tal nombre en la oración, si no nos
lo hubiera permitido él mismo. Hemos de acordarnos, por tanto, hermanos
amadísimos, y saber que, cuando llamamos Padre a Dios, es consecuencia que
obremos como hijos de Dios, con el fin de que, así como nosotros nos
honramos de tenerle por Padre, él pueda honrarse de nosotros. Hemos de
portarnos como templos de Dios, para que sea una prueba de que habita en
nosotros el Señor y no desdigan nuestros actos del Espíritu recibido” (S.
Cipriano, De dom. orat., 11).
Catequesis: "Padre nuestro" (III)
Santificado sea tu nombre
1.
La primera súplica dirigida al Padre celestial en la plegaria del
Padrenuestro hace referencia a su nombre: se pide que sea santificado. El
Nombre, en la Biblia, no es cómo se llama cada uno, su nombre y sus
apellidos, sino que el Nombre en la Biblia es la Persona entera, lo que Ella
es y su misión. Pidiendo al Padre que su Nombre sea santificado, le pedimos,
en consecuencia, que Él mismo sea santificado. ¿Es que Dios no es Santo, el
Tres Veces Santo? ¿A qué viene pedir que el que es Santo sea santificado?
Significa más bien que Dios sea reconocido como Santo, que Dios sea
reconocido y amado como Dios, que todos conozcan y reconozcan que Dios es
Dios, el Dios Santo y Fiel, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Recordemos lo que dice el profeta Ezequiel: “Mostraré la santidad de mi
nombre grande, profanado entre los gentiles, que vosotros habéis profanado
en medio de ellos; y conocerán los gentiles que yo soy el Señor” (Ez 36,26).
Sí, oh Dios, muestra tu santidad, que todos te reconozcan, que todos los
hombres te conozcan, te amen y se salven. ¡Muestra, oh Dios, tu santidad!
“Santificado sea tu nombre” es también que realiza su santidad en nosotros,
que su santidad nos llene, nos transforme, que nosotros –la familia
cristiana- seamos santos y reflejemos en el mundo la grandeza y la santidad
de Dios, siendo así alabanza de la gloria de Dios. Le pedimos “quiero ser
santo con la santidad que viene de Ti”, participar de tu Vida y Santidad.
Es la Tradición de la Iglesia la que interpreta esta petición del
Padrenuestro.
Relacionado con nuestra petición –dice Tertuliano-, cuando decimos
“santificado sea tu nombre”, pedimos que sea santificado en nosotros, que
estamos en él, así como en todos los demás hombres, a quienes espera aún la
gracia de Dios. Y esto, a fin de que mediante este precepto aprendamos a
orar por todos, incluso por nuestros enemigos. De ahí que al decir: “sea
santificado tu nombre”, sin añadir “en nosotros”, decimos “en todos” (III,
1-4).
2. Digamos siempre esta oración saboreándola, hagamos del Padrenuestro el
tema de nuestra meditación; dediquemos muchas horas a meditar cada frase del
Padrenuestro, para que vayan teniendo cada vez más sentido y belleza en
nuestra alma, y sea de verdad nuestra oración. Consideremos esta segunda
petición: “santificado sea tu nombre”.
3. Dios es Santo. Pero el amor de Dios –Dios es Amor, Dios es Padre- no
encierra su santidad en la perfección del cielo, sino que la quiere
comunicar, Él quiere hacernos santos, modelarnos interiormente con su
gracia, llenarnos de su amor, de su Belleza, de su vida, darnos a gustar de
sus bienes. Y la obra de nuestra santificación proviene entera y
exclusivamente de Él. Nuestra vocación es la santidad. Modelo acabado y
sublime de santidad es la Virgen María. Desde el mismo instante de su
Concepción, no conoció la corrupción del pecado, y fue llamada por el ángel
“llena de gracia”. Ser santos como Ella en medio de nuestros afanes y
trabajos cotidianos, en nuestra vocación y peculiar estado de vida, pero
¡Santos! María es el orgullo de nuestra raza, la gloria de Israel. Santa,
sin mancha de pecado, la gracia obró abundantemente en Ella. Durante su
vida, con los Apóstoles, participan-do de la vida y de los sacramentos de la
Iglesia, y en su plegaria diaria, ¡cuántas veces no diría la Virgen:
“santificado sea tu nombre”!, santificado sea tu nombre en mí. Y fue
plenamente santificado el Nombre de Dios en la Virgen, completando la obra
de la gracia: desde su Inmaculada Concepción hasta su gloriosa Asunción a
los cielos.
Así pues, pedir en el Padrenuestro que el nombre de Dios sea santificado, es
pedir el don de la santidad de vida, que Él nos haga santos, diseñe su
santidad en nosotros, nos haga llenarnos de su gracia. Esa obra de Dios es
posible en nosotros, es vocación de Dios puesta en nuestra alma. Sólo con
profundos deseos de santidad podemos pedir que sea santificado su Nombre en
nosotros. Y mirando a la Virgen, renovamos nuestra esperanza de que podemos
ser santos, de que para Dios nada hay imposible, que su misericordia es
eterna y que Él no va a abandonar su obra en nosotros. Correspondamos a
nuestro deseo no poniendo obstáculo a la gracia de Dios en nuestra vida;
rechacemos el pecado; confesemos con frecuencia para vivir de esta Gracia en
nuestra vida; esperemos, con esperanza sobrenatural, que Dios nos vaya, día
a día, haciendo santos. Seamos, pues, santos, como nuestro Padre es santo.
Catequesis: "Padre nuestro" (IV)
Venga a nosotros tu Reino
Imponente súplica, "venga a nosotros tu reino", de quienes aguardamos la
salvación y la gloriosa venida de Jesucristo al final de los tiempos;
petición cargada de sentido escatológico y esperanza sobrenatural; súplica
de quien sabe que se necesita la salvación y el Reino porque vienen de Dios
y no se identifican ni se confunden con ninguna realidad terrena ni ningún
orden social o económico.
Clamamos desde la tierra "venga a nosotros tu Reino", igual que clamamos
tantas veces "Maraná thá", "Ven, Señor Jesús", y estamos expectantes, como
vírgenes prudentes con las lámparas encendidas y aceite en la reserva
aguardando a que venga el Esposo.
Si pedimos que "venga" es que no procede de nosotros, sino de Dios, y por
tanto es un Don, que cada día deseamos más y nuestro corazón crece más para
poder acoger el Don. Todo es Don, nada logramos por nuestra parte y nuestros
esfuerzos.
Decimos, pues, "venga a nosotros tu reino".
"n. 6. Venga tu reino. ¿A quién se lo decimos? ¿Acaso no ha de venir el
reino de Dios si no lo pedimos?
Se habla del reino que llegará al fin del mundo. Dios, en efecto, siempre
tiene reino, y nunca está sin reino aquel a quien sirve toda criatura.
¿Pero qué clase de reino deseas? Aquel del que está escrito en el Evangelio:
Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os ha sido preparado desde
el principio del mundo. Pensando en él decimos: Venga a nosotros tu reino.
Deseamos que venga a nosotros; deseamos ser hallados en él. Que vendrá, es
un hecho; pero ¿de qué te aprovechará si te encuentra a su izquierda? Luego
también aquí deseas un bien para ti y oras por ti mismo.
Esto deseas, esto anhelas al orar: vivir de tal manera que formes parte del
reino de Dios que se otorgará a los santos. Por tanto, oras para vivir bien,
oras en beneficio tuyo, cuando dices: Venga tu reino.
Formemos parte de tu reino: llegue también para nosotros lo que ha de llegar
para tus santos y justos".
(S. Agustín, Serm. 56, 6).
Catequesis: "Padre nuestro" (V)
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
1.
Para nosotros esta petición es exigente (lo dejamos todo en manos de Dios,
nos ponemos a disposición de Dios). ¿Qué es, entonces, lo que le decimos a
Dios en el Padrenuestro? Diariamente reconocemos a Dios volcado en su amor
sobre cada uno de nosotros, reconocemos su providencia y por tanto oramos
sabiendo que su voluntad siempre es buena y es lo mejor para nosotros,
aunque no lo entendamos de momento y estemos ciegos. Pero “sólo Dios basta”
(Sta. Teresa de Jesús), “Él sabe lo que nos hace falta” (Mt 6,7). Decir
“hágase tu voluntad” es un acto radical de fe que deposita nuestra vida en
manos de Dios, sin murmurar de sus planes, sin murmurar de nuestra vida o de
nuestra historia, sino poniéndolo todo, aunque no lo entendamos, en sus
manos y a su disposición. Ésta es la actitud de los hijos con su padre, de
los hijos de Dios con su Padre, Dios, porque de Dios sólo podemos esperar lo
que es bueno y bello y auténtico para nuestras vidas.
2. Cuando San Pablo tuvo la experiencia y el encuentro con Cristo
Resucitado, camino de Damasco, su primera pregunta fue: “Señor, ¿qué quieres
que haga?” (Hch 22,10). La actitud del verda-dero discípulo es ponerse a
disposición del Señor como instrumento suyo, ofrecerse al Señor: “¿qué
quieres que haga?”, ¿cuál es tu voluntad sobre mí? Ahí está el modelo
perfecto de discípula cristiana que es la Virgen. ¿Qué pide Ella? ¿Qué
condiciones le pone a Dios? ¿Cuál es su petición? Muy al contrario, su
oración es entrega y disponibilidad: “hágase en mí según tu palabra”,
“hágase lo que Tú quieras”. Señor, ¿qué quieres que haga?
Nuestro catolicismo ha trastocado muchas veces el orden de las cosas, y nos
hemos quedado muy en la superficie al vivirlo. Hemos entendido nuestra
relación con Dios bastante mal. Como vivimos a Dios como muy lejano y muy
severo, no como Padre, acudimos a la Virgen María y a los santos
estableciendo negocios o intercambios: les pedimos cosas, necesidades, y a
cambio hacemos “promesas” y temiendo extrañas consecuencias si no cumplimos
aquella promesa, aquel negocio, con la Virgen o algún santo. Este tipo de
religiosidad nada tiene que ver con la frescura evangélica y la novedad de
la experiencia pascual de la Iglesia, ni de Pentecostés, y mucho menos, con
la disponibilidad de la Virgen a la voluntad de Dios, Ella, que es para
nosotros, maestra de vida espiritual.
“Hágase tu voluntad”, e igual que en el cielo todo lo rige y lo ordena la
sabiduría de Dios, aquí en la tierra todo se ordene según la voluntad de
Dios y no según el pecado, el egoísmo o la estrechez de miras de los
hombres.
El cristiano, pues, es aquél que se pone a disposición del Señor, abierto a
la voluntad del Padre, que pide a Dios que le mani-fieste su voluntad y le
dé fuerza y gracia para llevarla a término. “Hágase tu voluntad en la tierra
como en el cielo”: la vida del católico es prepararse, con un corazón
disponible, a aquello que Dios le pueda pedir y que constituye el camino de
nuestra felicidad y santificación. Santa María reza: “hágase tu voluntad en
la tierra como en el cielo”, y a nosotros, la misma Virgen María no nos dice
“pedid de todo”, “exigidle a Dios”, sino nos dice, como Ella lo hizo, “haced
lo que Él os diga”.
3. “Mi alimento –dice Jesús- es hacer la voluntad del que me ha enviado y
llevar a cabo su obra” (Jn 4). La voluntad de Dios es nuestro alimento,
estamos para vivir en la voluntad de Dios y llevar a cabo su plan de
salvación.
La voluntad de Dios, en primer lugar, vivir los mandamientos, la profesión
de fe y el testimonio con nuestra vida, la oración y la participación en la
liturgia y los sacramentos, el compartir los bienes y el desprendimiento en
favor de la Iglesia y los necesitados. Éste es el primer camino de la
voluntad de Dios para nosotros. Luego a cada uno se le va manifestando la
voluntad de Dios en su vida: hacer tal o cual obra, vivir tal apostolado o
misión, vocación matrimonial, sacerdotal o religiosa... y la voluntad de
Dios se puede ir conociendo por la oración, una vida de oración seria e
intensa donde Dios se comunica al alma; por la escucha de la Palabra, la
lectura de las Escrituras santas, en la que el Espíritu Santo se revela al
interior del creyente; se puede conocer, junto a esto, por las
circunstancias y acontecimientos de la propia vida donde Dios se acerca al
hombre y lo conduce; se conoce la voluntad de Dios por aquello que la
Iglesia, por medio del Obispo o de tu párroco te pueda pedir o sugerir, por
las mediaciones, en definitiva, que Dios usa ordinariamente, y luego
acompañado y aconsejado por un sacerdote que conozca tu alma y te pueda
iluminar.
Es necesario el discernimiento espiritual, el descubrir y discernir aquello
que Dios quiere de ti, y que siempre será lo mejor para ti y el camino de tu
santidad. Buscar la voluntad de Dios: vivir la voluntad de Dios, realizar el
plan de Dios para cada uno, que es, en primer lugar, la santificación de
cada uno de sus hijos, y luego su voluntad en cada circunstancia, en cada
momento, para la vida personal, familiar, económica, de trabajo, etc...
4. Para terminar, resuene la enseñanza de la Tradición de la Iglesia
comentando esta petición. El gran San Agustín enseñaba a los catecúmenos
africanos de la Iglesia de Hipona el Padrenuestro:
“Hágase tu voluntad”. Y si tú no lo dices, ¿no hará Dios su voluntad? Haz
memoria de lo que recitaste en el símbolo: “Creo en Dios Padre
todopoderoso”. Si es todopoderoso, ¿a qué pedir se haga su voluntad?, ¿qué
significa, por tanto, “hágase tu voluntad”?: ¡Que se haga en mí!, ¡que no
resista yo a tu voluntad!... Cuando, pues, ruegas se haga “en ti”, no ruegas
sino que se haga en beneficio tuyo; luego pides sea hecha “por ti”... ¿Qué
significa “en el cielo y en la tierra” o “así en el cielo como en la
tierra”?: los ángeles hacen tu voluntad, ¡hagámosla también nosotros! (Serm.
56,7-8).
Catequesis: "Padre nuestro" (VI)
Danos hoy nuestro pan de cada día
1.
El Padrenuestro es una oración muy breve, y sin embargo, no olvida nada que
afecte al hombre. El pan, lo que es necesario para nuestra vida material,
está incluido. De Dios nos viene todo bien y por eso le pedimos sus bienes:
tener con qué vestirnos y calzarnos, qué comer y dónde vivir... Dios, como
Padre providente volcado en sus hijos, preocupado por ellos, que cuida de
ellos. Así nos enseñó Cristo que nos abandonásemos a la Providencia de
nuestro Padre:
“Por eso os digo... No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni
por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el
alimento y el cuerpo que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran,
ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las
alimenta...” (Mt 6,25-26).
¿Qué nos aporta María para conocer mejor esta petición? Ella la rezó, una
vez formulada por su Hijo, sin embargo, Ella vivió con el espíritu de esta
petición desde siempre. Dijo “Sí”, “aquí está la esclava”, siempre
disponible, renunciando a sus propios proyectos, a sus, a lo mejor,
ilusiones. No se hizo planes. Aceptó y se encarnó el Verbo. Vivió con la
sorpresa del Misterio día a día. Su fe se mostraba en un absoluto abandono a
los planes de la Providencia, viviendo cada día según el Padre le diseñaba.
Su parto fue en una cueva oscura en Belén, luego, viviendo de fe, huyó con
su hijo a Egipto, luego se estableció en Nazaret, y no pasaba nada
extraordinario, más tarde la predicación pública de Jesús, la pasión, la
muerte, la espera del sábado santo, la Resurrección de su Hijo. En total
abandono, sin discutir los planes de la Providencia. Vivió de lo que Dios en
su vida le iba marcando. No lo entendía, pero se abandonaba en Dios y
meditaba en su corazón.
En esta petición, suplicamos “danos hoy”, no acumular bienes; “danos hoy”,
viviendo en la pobreza evangélica de estar en manos de Dios Padre, sin poner
nuestro corazón en las riquezas, el dinero y los bienes de este mundo:
“Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6,20). Vivamos al día con sencillez y
confianza; del mañana, Dios se ocupará; los que somos hijos de Dios sabemos
que “Dios proveerá” (Gn 22,8a), y “ya que habéis resucitado con Cristo,
buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo” (Col 3,1): el dinero
(lo que la Biblia llama la concupiscencia del mundo) nos esclaviza, la fe en
el amor de Dios, por el contrario, nos hace libres. Es la tentación del
Maligno a Jesús: “haz que estas piedras se conviertan en pan”. El pan de
cada día, ganado con el sudor del trabajo de José; el pan necesario,
viviendo una vida austera. Santa María, cotidianamente, experimentaba la
providencia de Dios, el pan que el Padre le proporcionaba.
2. Pero decir “danos hoy nuestro pan” va más allá. Es una profesión de fe,
un acto de fe en Dios, Padre providente, y es también un situar el afán de
tener y de poseer en el sitio justo: sólo lo que necesitamos “hoy”, “cada
día”. Todo lo material lo ponemos en las manos amorosas de Dios que cuida de
nosotros.
Recordemos también otro pasaje evangélico: “Yo soy el pan vivo que ha bajado
del cielo” (Jn 6,51). ¿Quién sino Cristo Jesús es el Pan vivo? “Yo soy el
pan de la vida” (Jn 6,48). ¿Quién sino Cristo Jesús es nuestra vida, y
transforma el pan en su Cuerpo glorificado? “Mi carne es verdadera comida”
(Jn 6,55). ¿Quién sino Cristo Jesús se ofrece como verdadera comida, más que
los alimentos que comemos en casa?
“Danos hoy nuestro pan de cada día”: estamos pidiendo a nuestro Padre el don
de la Eucaristía, del Cuerpo de Cristo: ése es el verdadero manjar, el
verdadero alimento, pan de inmortalidad, de vida eterna y resurrección.
¡Que no nos falte el Pan de la vida! ¡Que no nos falte la Eucaristía! ¿Qué
seríamos sin poder nutrirnos del Cuerpo de Cristo? ¿Qué sería de nosotros si
no comiésemos la carne de Cristo, la comunión con su Cuerpo? Más aún, ¿qué
sería de nuestra vida si no tuviésemos a Cristo? ¿Qué sentido tendría
nuestra vida sin Jesucristo? ¿Adónde iríamos?
Es una petición seria y radical: que no nos falte el pan de la Eucaristía,
celebrada en la Misa, o adorada en la exposición. Que nunca nos falte
Cristo, que siempre venga a nuestra vida: “Sin él no podemos nada” (cf. Jn
15,5).
3. Así entendió la Iglesia la riqueza de esta petición, por ejemplo, S.
Ambrosio de Milán, que dará una preciosa catequesis sobre la Eucaristía:
“Si, pues, el pan es cotidiano, ¿por qué piensas recibirlo de año en año...?
¡Recibe “cada día” lo que cada día te beneficia! ¡Vive de tal modo que
merezcas recibirlo cotidianamente! El que no merece recibirlo
cotidianamente, no merece recibirlo cada año. Así como el santo Job ofrecía
diariamente sacrificios por sus hijos, por temor que hubieran pecado de
corazón o de palabra, tú, sabiendo que cada vez que se ofrece el verdadero
sacrificio se anuncia la muerte del Señor, la resurrección del Señor, la
ascensión del Señor y la remisión de los pecados, ¿no recibirás cada día
“este pan de vida”?” (De Sacramentis, V 4,25).
Catequesis: "Padre nuestro" (VII) Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden.
1.
Cristo incluyó en la plegaria lo que es nuclear y propio del cristianismo:
el perdón. El perdón demuestra un corazón grande, la riqueza de una persona,
su libertad, los sentimientos nobles y puros. Pues bien, el primero en
perdonarnos ha sido Dios nuestro Padre, nos ha reconciliado con Él. Dios ha
dado su perdón al hombre “entregando a su único Hijo” (Jn 3), que nacerá por
nosotros, que muere en la cruz por nuestros pecados y resucita abriéndonos
las puertas del cielo. “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se
convierta y que viva” (cf. Ez 33,10). Al que reconoce su pecado, y se
arrepiente y vuelve al Señor confesando sus pecados, Dios lo recibe y lo
perdona.
Recordemos que dice la Escritura: “Bautizaos y se os perdonarán los pecados”
(cf. Hch 2,38): el Bautismo perdona los pecados; en la Eucaristía suplicamos
al iniciarla que “Dios tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros
pecados” y siempre el mismo Cristo, por boca del sacerdote, pronuncia las
palabras sobre el cáliz diciendo: “Sangre de la alianza nueva y eterna, que
será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los
pecados”. Y el mismo Cristo entrega a la Iglesia un sacramento para el
perdón de los pecados, el sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación,
donde se da gratis el perdón y la misericordia a aquél que arrepentido
confiesa sus pecados y el sacerdote, imponiendo las manos sobre la cabeza
del penitente, le regalará el perdón de Dios.
Todo es gracia y misericordia; todo es perdonado por Dios, si alguien vuelve
a Él. Dios ES MISERICORDIA, y María es colaboradora en la obra de la
Redención, intercede por nosotros, es refugio de pecadores.
2. Si Dios ha perdonado tan generosamente al hombre, si Dios le ha
perdonado, el modo de vivir y ser cristianos, es perdonar. ¿Quiénes somos
nosotros para negar el perdón, y un perdón de corazón a aquél que nos
ofende, o nos injuria, o nos traiciona, o nos rechaza? El perdón que un
hermano ofrece a otro hermano brota de esa experiencia de la cruz y del
perdón de Dios providente, Padre amoroso.
“¿Cuántas veces?” Es la pregunta del corazón frío, calculador, egoísta.
“¿Esto es obligatorio? ¿Cuándo sí y cuándo no?” El amor no pregunta esas
cosas: siempre está disponible y receptivo; el perdón al otro no se mide ni
se contabiliza: se otorga, se da, se regala, sin llevar cuentas de nada.
Cuando uno vive en el perdón de Dios, ¿cómo puede negar ese perdón al
hermano?
Recordemos la enseñanza de Cristo sobre lo que es el núcleo de la moral
evangélica, del vivir como cristianos; dice el Señor:
“Habéis oído que se os dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os
digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla
derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para
quitarte la túnica déjale también el manto...
Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo
os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que
seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman,
¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?”
(Mt 5,38-46).
No retengamos a nadie el perdón que nosotros recibimos de Dios. Más bien,
miremos al Crucificado, que perdonó en la cruz a sus enemigos y perdonemos,
porque Dios nos perdonará si perdonamos, es la única condición que Dios nos
ha puesto.
3. Diariamente tenemos faltas y debilidades, pecados y miserias; no somos
justos ni santos ni plenamente perfectos, en nosotros hay gracia y pecado;
hay debilidades y avances en la virtud. Si diariamente tenemos debilidades y
miserias y pecados leves, diariamente hemos de rezar el Padrenuestro
pidiendo el perdón de nuestro Padre.
Catequesis: "Padre nuestro" (VIII)
No nos dejes caer en la tentación.
1.
La vida del cristiano es un combate, una lucha, y sólo los esforzados (que
dice el Evangelio, Mt 11,12), los que se arriesguen, ganarán. Hay que correr
hasta la meta para ganar la corona prometida. Por eso dirá S. Pablo: “un
atleta se impone toda clase de privaciones” (1Cor 9,24), es decir, sabe cuál
es su objetivo y su meta, y no le importa renunciar a muchas cosas con tal
de estar preparado para la competición. Nosotros también: tenemos una meta,
la vida eterna. Vale la pena imponernos muchas privaciones con tal de correr
y llegar a la meta. Las tentaciones son todas aquellas cosas, pensamientos,
deseos, que nos restan fuerza y pueden hacernos caer y salirnos de esta
carrera, quedar descalificados.
El cristiano vive su vida como combate: luchar contra aquello que resulte
obstáculo para vivir la vida de los hijos de Dios. Somos tentados de muchas
formas: en primer lugar nuestra carne, nuestra debilidad, nuestro ser herido
por el pecado original; la comodidad es una tentación, la medianía, la
tibieza, en entregarnos a la vida cristiana; también el egoísmo, que nos
hace buscarnos a nosotros mismos, buscar nuestra propia gloria, nuestro
protagonismo. El mundo nos tienta, diciendo que hay que creer en el
Evangelio, pero “no ser exagerados”, “no hay que pasarse”; el demonio
también, muy sutilmente, llevándonos a pereza, a desconfianza, a
desesperarnos, a no creer en el amor de Dios y hacernos pensar que no
tenemos remedio, que no podemos ser santos... ¡Son tantas las tentaciones! Y
es verdad, bien entendido, que los tres enemigos del alma son: mundo,
demonio y carne.
2. Dios no tienta a nadie; Dios a nadie seduce para que caiga en el pecado.
Sí es verdad que Dios permite las tentaciones, y las permite porque se
pueden convertir en una gracia especial de Dios para nosotros, para que
salgamos robustecidos, fortalecidos, o para que superemos algo de una vez
para siempre, o para que crezcamos en humildad. Las tentaciones nos ponen en
nuestra realidad, nos descubren lo que somos, nuestros puntos débiles... ¡Y
Dios saca bienes para nosotros!
3. ¿Qué hacer frente a las tentaciones? Dice el Señor en su agonía de
Getsemaní: “Velad y orad para no caer en la tentación” (Mt 26,41). La
vigilancia para no caer, para que no nos dejemos engañar y las tentaciones
no echen raíces en el corazón tirando de nosotros hacia el pecado; y la
oración, constante, diaria (María todo lo meditaba en su corazón), que
descubre lo que es tentación para nosotros, y nos comunica la gracia de Dios
que nos fortalece frente a las tentaciones. “Velad y orad”.
Cuanto más cerca está el alma católica de Dios, más tentaciones tiene que
afrontar, en primer lugar, porque el alma es más sensible a las “cosas de
Dios” y tiene un mayor gusto y sabor de Dios, y en segundo lugar, porque el
Maligno, al ver a alguien cerca de Dios se echa a temblar porque sabe que
ese cristiano va a convertirse en un sincero apóstol de la fe católica, en
un testigo. Querrá derribarlo como sea, que se canse en el combate, y las
tentaciones serán muchas y cada vez más refinadas: no olvidemos que el
Maligno para atacarnos se disfraza, incluso, de “ángel de luz” dice S. Pablo
(2Cor 11,14), engañándonos, tentaciones bajo capa de bien, que luego, si uno
no sabe discernir, cae con facilidad. Y el Maligno nos engaña y hay que
descubrirlo, reorientando el corazón al Señor y ordenando la propia vida
constantemente.
“No nos dejes caer en la tentación”, pedimos a Dios nuestro Padre; que Dios
nos dé su gracia para distinguir las tentaciones y saber afrontarlas, y
luchar, no jugar con las tentaciones sino cortarlas de raíz.
Catequesis: "Padre nuestro" (IX)
Y líbranos del mal.
“Y líbranos del mal”, que quiere decir, líbranos del Maligno, del demonio.
El Maligno es el príncipe y padre de la mentira (Jn 8,44), miente, engaña,
se opone a Cristo, lo rechaza porque Jesucristo es la Verdad; quiere
separarnos (diablo, en griego, es separar) del Amor de Dios; nos engaña
diciéndonos que Dios no nos ama, que cómo permite tales cosas en tu vida...
Mentiras tras mentiras, engaños, para que dudes de Dios, para que murmures y
reniegues de Jesucristo. ¡No te lo creas! La Virgen María, creyó, incluso en
la oscuridad de la fe; por el Amor de Dios en su vida, rechazó toda
tentación, el Maligno no pudo tocarla.
“Aleja las insidias del enemigo” dice la liturgia. Aleja de nosotros tanto
engaño, tanta falsedad, del Maligno, que es el Soberbio, el que quiso ser
como Dios y envidió al hombre, la criatura más amada por Dios Creador. El
demonio es un ángel, pero un ángel que se rebeló contra Dios, lleno de odio
y de muerte, y quiere llevarnos a la muerte, meter el odio en nuestro
corazón. No lo vemos, incluso muchos no creen que exista el Maligno, pero
está ahí, en el mundo, sembrando odios, rencillas, discordias, guerras,
desánimos, desconfianzas, envidias...
“Este capítulo sobre el demonio y sobre el influjo que puede ejercer lo
mismo en cada persona que en comunidades y sociedades enteras, o en los
acontecimientos, sería un capítulo muy importante de la doctrina católica
que habría que estudiar de nuevo, mientras hoy se estudia poco. Algunos
piensan que van a encontrar en los estudios psicoanalíticos y psiquiátricos
o en experiencias espiritísticas, hoy por desgracia tan difundidas en
algunos países, una compensación suficiente. Se teme recaer en viejas
teorías maniqueas, o en terribles divagaciones fantásticas o supersticiosas.
Hoy se prefiere mostrarse fuertes y sin prejuicios, adoptar una actitud
positivista, aunque después se den crédito a tantas gratuitas ideas
supersticiosas, mágicas o populares, o, aún peor, se abra la propia alma
-¡la propia alma bautizada, visitada tantas veces por la presencia
eucarística y habitada por el Espíritu Santo!- a las experiencias
licenciosas de los sentidos, a aquellas deletéreas de los estupefacientes o
también a las seducciones Ideológicas de los errores de moda, fisuras éstas
a través de las cuales el maligno puede fácilmente penetrar y alterar la
mentalidad humana.
No es que todo pecado se deba directamente a la acción diabólica; (cf. S.
Th. 1,104,3) pero sin embargo, es cierto que quien no vigila sobre sí mismo
con cierto rigor moral (cf. Mt. 12,45; Et. 6,11), se expone al influjo del
mysterium iniquitatis al que Pablo se refiere (2Tes 2,3-12) y que hace
problemática la posibilidad de nuestra salvación...
¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio?: la respuesta es
más fácil de formular, aunque sea difícil de poner en práctica. Podríamos
decir: todo lo que nos defiende del pecado nos separa, por ello mismo, del
enemigo Invisible. La gracia es la defensa decisiva La inocencia asume un
aspecto de fortaleza. Y todos recordamos además en qué gran medida la
pedagogía apostólica ha simbolizado en la armadura de un soldado las
virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (cf. Rm13,12; Ef 6,
11,14-17: 1Tes 5,8). El cristiano debe ser militante; debe vigilar y ser
fuerte (1Pe 5,8); y a veces debe recurrir a algún ejercicio ascético
especial para alejar determinadas incursiones diabólicas; Jesús nos lo
enseña indicando como remedio "la oración y el ayuno" (Mc. 9,29). Y el
Apóstol sugiere la línea maestra a seguir: "No te dejes vencer del mal,
antes vence al mal con el bien” (Rm 12,21; Mt 13,29).
Con conciencia, pues, de las adversidades presentes en las que se encuentran
hoy las almas, la Iglesia, el mundo, nosotros intentaremos dar sentido y
eficacia a la acostumbrada invocación de nuestra principal oración: "¡Padre
nuestro... líbranos del mal!” (Pablo VI, Audiencia general,
15-noviembre-1972).
"Líbranos del mal". Aparta de nosotros a Satanás, aparta al Acusador.