SOBRE LAS SIETE PALABRAS PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ
San Roberto Belarmino.
“De septem Verbis a Christo in cruce prolatis.”
INDICE
Y PREFACIO
SOBRE LAS TRES PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA CRUZ
SOBRE LAS CUATRO ÚLTIMAS PALABRAS DICHAS EN LA CRUZ
CAPÍTULO I Explicación literal de la cuarta Palabra:
“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”
CAPÍTULO VII Explicación literal de la quinta Palabra:
“Tengo sed”
CAPÍTULO XII Explicación literal de la sexta Palabra:
“Todo está cumplido”
CAPÍTULO XIX Explicación literal de la séptima Palabra:
“Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”
Obsérvenme, ahora, por
cuarto ańo, preparándome para la muerte. Habiéndome retirado de los
negocios del mundo a un lugar de reposo, me entrego a la meditación de las
Sagradas Escrituras, y a escribir los pensamientos que se me ocurren en mis
meditaciones, para que si ya no puedo ser de uso por la palabra de boca, o la
composición de voluminosas obras, pueda por lo menos ser útil a mis hermanos
por medio de estos piadosos librillos. Mientras reflexionaba entonces sobre
cuál sería el tema más elegible tanto para prepararme para la muerte como para
asistir a otros a vivir bien, se me ocurrió la Muerte de Nuestro Seńor,
junto con el último sermón que el Redentor del mundo predicó desde la Cruz,
como desde un elevado púlpito, a la raza humana. Este sermón consiste de siete
cortas pero profundas sentencias, y en estas siete palabras está contenido todo
lo que Nuestro Seńor manifestó cuando dijo: “Mirad que subimos a
Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los Profetas escribieron sobre el Hijo del
Hombre”[1]. Todo lo que los
Profetas predijeron sobre Cristo puede ser reducido a cuatro títulos: sus
sermones a la gente; su oración al Padre; los grandes tormentos que soportó; y
las sublimes y admirables obras que realizó. Todo esto fue verificado de manera
admirable en la Vida de Cristo, pues Nuestro Seńor no podía ser más
diligente al predicar al pueblo. Predicaba en el Templo, en las sinagogas, en
los campos, en los desiertos, en las casas, más aún, predicaba incluso desde
una embarcación a la gente que estaba en la orilla. Era su costumbre pasar
noches en oración a Dios, pues así dice el Evangelista: “Y se pasó la noche en
la oración de Dios”[2]. Sus
admirables obras al expulsar demonios, curar enfermos, multiplicar panes,
calmar tormentas, han de ser leídas en cada página de los Evangelios[3]. Aún así, fueron muchas
las injurias que fueron acumuladas sobre Él, como respuesta al bien que había
hecho. Consistían éstas no sólo en palabras insolentes, sino también en
apedrearlo[4] y
despeńarlo[5]. En una
palabra, todas estas cosas verdaderamente se consumaron en la Cruz. Su prédica
desde la Cruz fue tan poderosa que “toda la multitud se volvió golpeándose el
pecho”[6], y no sólo los
corazones de los hombres, sino incluso las rocas fueron quebrantadas en
pedazos. Él oró en la Cruz, como dice el Apóstol, “con poderoso clamor y
lágrimas”, siendo así “escuchado por su actitud reverente”[7]. Sufrió tanto en la Cruz, en comparación con
lo que había sufrido el resto de su vida, que el sufrimiento parece pertenecer
sólo a su Pasión. Finalmente, nunca obró mayores signos y prodigios que cuando
estando en la Cruz parecía reducido a la más grande debilidad y flaqueza.
Entonces no sólo manifestó signos del cielo, los cuales los judíos habían
pedido hasta el fastidio, sino que un poco después manifestó el más grande de
todos los signos.
Pues luego de estar
muerto y enterrado, se levantó de entre los muertos por su propia fuerza, llamando
a su Cuerpo a la vida, incluso a una vida inmortal. Verdaderamente entonces
podremos decir que en la Cruz se consumó todo lo que estaba escrito por los
Profetas en relación al Hijo del Hombre.
Pero antes de empezar a
escribir sobre las palabras que Nuestro Seńor manifestó desde la Cruz,
parece apropiado que deba decir algo de la Cruz misma, que fue el Púlpito del
Predicador, altar del Sacerdote Víctima, campo del Combatiente, el taller del
que obra maravillas. Los antiguos estaban de acuerdo al decir que la Cruz
estaba hecha de tres trozos de madera: uno vertical, a lo largo del cual era
puesto el cuerpo del crucificado; uno horizontal, al que estaban sujetas las
manos; y el tercero estaba unido a la parte baja de la cruz, sobre el cual
descansaban los pies del acusado, pero sujetos por medio de clavos para impedir
su movimiento. Los antiguos Padres de la Iglesia concuerdan con esta opinión,
como San Justino[8] y San
Ireneo[9]. Estos autores,
más aún, indican claramente que cada pie descansaba en la tabla, y no que un
pie estaba puesto encima del otro. Por tanto, se sigue que Cristo fue clavado a
la Cruz con cuatro clavos, y no tres, como muchos imaginan, quienes en las
pinturas representan a Cristo, Nuestro Seńor, clavado a la Cruz con un pie
sobre el otro. Gregorio de Tours[10],
claramente dice lo contrario, y confirma su opinión apelando a antiguos
grabados. Yo, por mi parte, he visto en la Librería Real en París algunos
manuscritos muy antiguos de los Evangelios, los cuales contenían muchos
grabados de Cristo Crucificado y todos lo representaban con cuatro clavos.
San Agustín[11] y San Gregorio de Niza[12] dicen que el madero
vertical de la Cruz se proyectaba un poco del madero vertical. Parecería que el
Apóstol insinúa lo mismo, pues en su Carta a los Efesios, San Pablo escribe:
“que podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud,
la altura y la profundidad”[13].
Eso es claramente una descripción de la figura de la Cruz, que tenía cuatro
extremos: anchura en la parte horizontal, longitud en la parte vertical, altura
en aquella parte de la Cruz que sobresalía y se proyectaba de la parte horizontal,
y profundidad en la parte que estaba enterrada en la tierra. Nuestro Seńor
no soportó los tormentos de la Cruz por casualidad, o contra su voluntad, pues
Él había escogido este tipo de muerte desde toda la eternidad, como enseńa
San Agustín[14] por el
testimonio del Apóstol: “Jesús de Nazaret, que fue entregado según el
determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis
clavándole en la cruz por manos de los impíos”[15]. Y así Cristo, desde el principio de su
prédica, dijo a Nicodemo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así
tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por
Él vida eterna”[16].
Muchas veces habló a sus Apóstoles sobre su Cruz, alentándolos a imitarlo a Él:
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame”[17].
Sólo Nuestro Seńor
sabe la razón que lo indujo a escoger este tipo de muerte. Los santos Padres,
sin embargo, han pensado en algunas razones místicas, y las han dejado para
nosotros en sus escritos. San Ireneo, en su trabajo al que nos hemos ya
referido, dice que las palabras “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos” fueron
escritas sobre aquella parte de la Cruz donde ambos brazos se encuentran, para
darnos a entender que las dos naciones, Judíos y Gentiles, que hasta aquel
tiempo se habían rechazado una a la otra, fueron luego unidas en un solo cuerpo
bajo una sola Cabeza: Cristo. San Gregorio de Niza, en su sermón sobre la
Resurrección, dice que la parte de la Cruz que miraba hacia el cielo manifiesta
que el cielo ha de ser abierto por la Cruz como por una llave; que la parte que
estaba enterrada en la tierra manifiesta que el infierno fue despojado por
Cristo cuando Él descendió ahí; y que los dos brazos de la Cruz que se
estiraban hacia el este y el oeste manifiestan la regeneración del mundo entero
por la Sangre de Cristo. San Jerónimo, en la Epístola a los Efesios, San
Agustín[18], en su Epístola
a Honorato, San Bernardo, en el quinto libro de su obra “Sobre la
Consideración”, enseńan que el misterio principal de la Cruz fue levemente
tocado por el Apóstol en las palabras “cuál es la anchura y la longitud, la
altura y la profundidad”[19].
El significado primario de estas palabras apunta a los atributos de Dios, la
altura significa su poder, la profundidad su sabiduría, la anchura su bondad,
la longitud su eternidad. Hacen referencia también a las virtudes de Cristo en
su Pasión: la anchura su caridad, la longitud su paciencia, la altura su
obediencia, la profundidad su humildad. Significan, más aún, las virtudes que
son necesarias para aquellos que son salvados a través de Cristo. La
profundidad de la Cruz significa la fe, la altura la esperanza, la anchura la
caridad, la longitud la perseverancia. De esto sacamos que sólo la caridad, la
reina de las virtudes, encuentra un sitio en cualquier lugar, en Dios, en
Cristo, y en nosotros. De las otras virtudes, algunas son propias a Dios, otras
a Cristo, y otras a nosotros. En consecuencia, no es maravilloso que en sus
últimas palabras desde la Cruz, que ahora vamos a explicar, Cristo diese el
primer lugar a palabras de caridad.
Empezaremos por tanto
explicando las primeras tres palabras que fueron dichas por Cristo a la hora
sexta, antes que el sol fuera oscurecido y las tinieblas cubrieran la tierra.
Consideraremos luego este eclipse del sol, y finalmente llegaremos a la
explicación de todas las demás palabras de Nuestro Seńor, que fueron
dichas alrededor de la hora nona[20],
cuando la oscuridad estaba desapareciendo y la Muerte de Cristo estaba a la
mano.
[1] Lc 18,31.
[2] Lc 6,12.
[3] Mt 8; Mc 4; Lc 6; Jn 6.
[4] Jn 8.
[5] Lc 4.
[6] Lc 23,48.
[7] Hb 5,7.
[8] En "Dial. cum
Thyphon," lib. v.
[9] "Advers. haeres.
Valent."
[10] "Lib. de Gloria
Martyr." c. vi.
[11] Epist i.
[12] Serm. i "De
Ressur."
[13] Ef 3,18.
[14] Epist. 120.
[15] Hch 2,23.
[16] Jn 3,14-15.
[17] Mt 16,24.
[18] Epist.
120.
[19] Ef 3,18.
[20] Mt 27.