CAPÍTULO X. DEL OFRECIMIENTO

Dadas de todo corazón al Señor las gracias por todos estos beneficios, luego, naturalmente, prorrumpe el corazón en aquel afecto del profeta David, que dice (Ps.115,12): ¿Qué daré yo al Señor por todas las mercedes que me ha hecho? A este deseo satisface el hombre en alguna manera, dando y ofreciendo a Dios de su parte todo lo que tiene y puede ofrecerle.

Y para esto primeramente debe ofrecerse a sí mismo por perpetuo esclavo suyo, resignándose y poniéndose en sus manos para que haga de él todo lo que quisiere en tiempo y en eternidad, y ofrecer juntamente todas sus palabras, obras, pensamientos y trabajos, que es todo lo que hiciere y padeciere para que todo sea gloria y honra de su santo nombre.

Lo segundo, ofrezca al Padre los méritos y servicios de su Hijo y todos los trabajos que en este mundo por su obediencia padeció dende el pesebre hasta la Cruz, pues todos ellos son hacienda nuestra y herencia que Él nos dejó en el Nuevo Testamento, por el cual nos hizo herederos de todo este gran tesoro. Y así como no es menos mío lo dado de gracia que lo adquirido por mi lanza, así no son menos míos los méritos y el derecho que a mí me dio que si yo los hubiera sudado y trabajado por mí. Y por esto, no menos puede ofrecer el hombre esta segunda ofrenda que la primera, recontando por su orden todos estos servicios y trabajos y todas las virtudes de su vida santísima, su obediencia, su paciencia, su humildad, su fidelidad, su caridad, su misericordia, con todas las demás, porque ésta es la más rica y más preciosa ofrenda que le podemos ofrecer.




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