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Este día pensarás en la presentación del Señor ante el Pontífice
Caifás, y en los trabajos de aquella noche, y en la negación de
San Pedro, y azotes a la columna.
Primeramente considera cómo de la primera casa de Anás llevan al
Señor a la del Pontífice Caifás, donde será razón que lo vayas
acompañando, y ahí verás eclipsado el sol de justicia y escupido
aquel divino rostro en que desean mirar los ángeles. Porque como el
Salvador, siendo conjurado por el nombre del Padre que dijese quién
era, respondiese a esta pregunta lo que convenía, aquellos que tan
indignos eran de tan alta respuesta, cegándose con el resplandor de
tan grande luz volviéronse contra él como perros rabiosos y allí
descargaron todas sus iras y rabias. Allí todos a porfía le dan
bofetones y pescozones; allí le escupen con sus infernales bocas en
aquel divino rostro; allí le cubren los ojos con un paño, dándole
bofetadas en la cara, y juegan con él, diciendo (Mt.26,68;
Lc.22,64); Adivina quién te dio. ¡Oh maravillosa humildad
y paciencia del Hijo de Dios! ¡Oh hermosura de los ángeles!
¿Rostro era ése para escupir en él? Al rincón más despreciado
suelen volver los hombres la cara cuando quieren escupir, ¿y en todo
ese palacio no se halló otro lugar más despreciado que tu rostro para
escupir en él? ¿Cómo no te humillas con este ejemplo, tierra y
ceniza?
Después de esto, considera los trabajos quq el Salvador pasó toda
aquella noche dolorosa, porque los soldados que lo guardaban
escarnecían de El (como dice San Lucas) y tomaban por medio para
vencer al sueño de la noche estar burlando y jugando con el Señor de
la Majestad. Mira, pues, oh ánima mía, cómo tu dulcísimo
Esposo está puesto como blanco a las saetas de tantos golpes y
bofetadas como allí le daban. ¡Oh noche cruel! ¡Oh noche
desasosegada, en la cual, oh mi buen jesús, no dormías, ni
dormían los que tenían por descanso atormentarse! La noche fue
ordenada para que en ella todas las criaturas tomasen reposo, y los
sentidos y miembros cansados de los trabajos del día descansasen, y
ésta toman ahora los malos para atormentar todos tus miembros y
sentidos, hiriendo tu cuerpo, afligiendo tu ánima, atando tus
manos, abofeteando tu cara, escupiendo tu rostro, atormentando tus
oídos, porque en el tiempo en que todos los miembros suelen
descansar, todos ellos en Ti penasen y trabajasen. ¡Qué maitines
estos tan diferentes de los que en aquella hora te cantarían los coros
de los ángeles en el cielo! Allá dicen Santo, Santo; acá dicen
muera, muera: crucifícalo, crucifícalo. ¡Oh ángeles del
paraíso, que las unas y otras voces oís!: ¿qué sentíais viendo
tan mal tratado en la tierra Aquel a quien vosotros con tanta
reverencia tratáis en el cielo? ¿Qué sentíais viendo que Dios
tales cosas padecía por los mismos que tales cosas hacían? ¿Quién
jamás oyó tal manera de caridad, que padezca uno muerte por librar de
la muerte al mismo que se la da?
Crecieron sobre esto los trabajos de aquella noche dolorosa con la
negación de San Pedro, aquel tan familiar amigo, aquel escogido
para ver la gloria de la Transfiguración, aquel entre todos honrado
con el principado de la Iglesia; ese primero que todos, no una, sino
tres veces, en presencia del mismo Señor, jura y perjura que no le
conoce, ni sabe quién es. Oh Pedro, ¿tan mal hombre es ese que
ahí está que por tan gran vergüenza tienes aun haberlo conocido?
Mira que eso es condenarle tú primero que los Pontífices, pues das
a entender que Él sea persona tal, que tú mismo te deshonras de
conocerlo. ¿Pues qué mayor injuria puede ser que ésa?
(Lc.22,61): Volvióse entonces el Salvador, y miró a
Pedro; vánsele los ojos tras aquella oveja que se le había perdido.
¡Oh vista de maravillosa virtud! ¡Oh vista callada, más
grandemente significativa! Bien entendió Pedro el lenguaje, y las
voces de aquella vista, pues las del gallo no bastaron para despertarlo
y éstas sí. Mas no solamente hablan, sino también obran los ojos
de Cristo, y las lágrimas de Pedro lo declaran, las cuales no
manaron tanto de los ojos de Pedro, cuanto de los ojos de Cristo.
Después de todas estas injurias considera, los azotes que el
Salvador padeció a la columna; porque el juez, visto que no podía
aplacar la furia de aquellas infernales fieras, determinó hacer en Él
un tan famoso castigo que bastase para satisfacer la rabia de aquellos
tan crueles corazones, para que, contentos con esto, dejasen de
pedirle la muerte. Entra, pues, ahora ánima mía, con el
espíritu, en el Pretorio de Pilatos, y lleva contigo las lágrimas
aparejadas, que serán bien menester para lo que allí verás y
oirás. Mira cómo aquellos crueles y viles carniceros desnudan al
Salvador de sus vestiduras con tanta inhumanidad y cómo Él se deja
desnudar de ellos con tanta humildad, sin abrir la boca ni responder
palabra a tantas descortesías como allí le herían. Mira cómo luego
atan aquel santo cuerpo a una columna para que así lo pudiesen herir a
su placer donde y como ellos más, quisiesen. Mira cuán solo estaba
el Señor de los Angeles entre tan crueles verdugos, sin tener de su
parte ni padrinos, ni valedores que hiciesen por Él, ni aun siquiera
ojos que se compadeciesen de Él. Mira cómo luego comienzan con
grandísima crueldad a descargar sus látigos y disciplinas sobre
aquellas delicadísimas carnes, y cómo se añaden azotes sobre
azotes, llagas sobre llagas y heridas sobre heridas. Allí verías
luego ceñirse aquel Sacratísimo Cuerpo de cardenales, rasgarse los
cueros, reventar la sangre y correr a hilos por todas partes. Mas,
sobre todo esto, ¡qué sería ver aquella tan grande llaga, que en
medio de las espaldas estaría abierta, adonde principalmente caían
todos los golpes!
Considera luego, acabados los azotes, cómo el Señor se cubriría,
y cómo andaría por todo aquel Pretorio buscando sus vestiduras en
presencia de aquellos crueles carniceros, sin que nadie le sirviese,
ni ayudase, ni proveyese de ningún lavatorio, ni refrigerio de los
que se suelen dar a los que así quedan llagados. Todas estas son
cosas dignas de grande sentimiento, agradecimiento y consideración.
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