San Antonio Abad
Por San Atanasio de Alejandría
Contenido: Primeros
Pasos En La Vida Monastica. Combates
Con Los Demonios. Antonio
Aumenta Su Austeridad. Antonio
se Muda a Pispir. Sobre
El Discernimiento De Espiritus y Sobre Virtudes. La
Persecución Del Emperador Maximino. Huida
A La Montaña Interior. Milagros
y Visiones. Devoción
A La Iglesia. La
Verdadera Sabiduria. Medico
De Almas. Muerte
De Antonio. Epílogo.
Primeros Pasos En La Vida Monastica
Antonio
fue egipcio de nacimiento. Como niño vivió con sus padres, no conociendo sino
su familia y su casa; cuando creció y se hizo muchacho y avanzó en edad, no
quiso ir a la escuela, deseando evitar la compañía de otros niños, su único
deseo era, como dice la Escritura acerca de Jacob (Gn 25:27), llevar una simple
vida de hogar. Por su puesto iba a la iglesia con sus padres, y ahí no mostraba
el desinterés de un niño ni el desprecio de los jóvenes por tales cosas. Al
contrario, obedeciendo a sus padres, ponía atención a las lecturas y guardaba
cuidadosamente en su corazón el provecho que extraía de ellas. Además, sin
abusar de las fáciles condiciones en que vivía como niño, nunca importunó a sus
padres pidiendo una comida rica o caprichosa, ni tenía placer alguno en cosas
semejantes. Estaba satisfecho con lo que se le ponía delante y no pedía más.
Después
de la muerte de sus padres quedó solo con una única hermana, mucho mas joven.
Tenía entonces unos dieciocho o veinte años, y tomó cuidado de la casa y de su
hermana. Menos de seis meses después de la muerte de sus padres, iba, como de
costumbre, de camino hacia la iglesia. Mientras caminaba, iba meditando y
reflexionaba como los apóstoles lo dejaron todo y siguieron al Salvador (Mt
4:20; 19:27); cómo, según se refiere en los Hechos (4:35-37), la gente vendía
lo que tenía y lo ponía a los pies de los apóstoles para su distribución entre los
necesitados; y que grande es la esperanza prometida en los cielos a los que
obran así (Ef 1:18; Col 1:5). Pensando estas cosas, entró a la iglesia. Sucedió
que en ese momento se estaba leyendo el pasaje, y se escuchó el pasaje en el
que el Señor dice al joven rico: Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y
d selo a los pobres; luego ven, sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo (Mt
19:21). Como si Dios le hubiese puesto el recuerdo de los santos y como si la
lectura hubiera sido dirigida especialmente a él, Antonio salió inmediatamente
de la iglesia y dio la propiedad que tenía de sus antepasados: 80 hectáreas,
tierra muy fértil y muy hermosa. No quiso que ni él ni su hermana tuvieran ya
nada que ver con ella. Vendió todo lo demás, los bienes muebles que poseía, y
entregó a los pobres la considerable suma recibida, dejando sólo un poco para
su hermana.
Pero de
nuevo, entró en la iglesia, escuchó aquella palabra del Señor en el Evangelio:
No se preocupen por el mañana (Mt 6:34). No pudo soportar mayor espera, sino
que fue y distribuyó a los pobres también esto último. Colocó a su hermana
donde vírgenes conocidas y de confianza, entregándosela para que fuese educada.
Entonces él mismo dedico todo su tiempo a la vida ascética, atento a sí mismo,
cerca de su propia casa. No existían aún tantas celdas monacales en Egipto, y
ningún monje conocía siquiera el lejano desierto. Todo el que quería
enfrentarse consigo mismo sirviendo a Cristo, practicaba la vida ascética solo,
no lejos de su aldea. Por aquel tiempo había en la aldea vecina un anciano que
desde su juventud llevaba la vida ascética en la soledad. Cuando Antonio lo
vio, "tuvo celo por el bien" (Gl 4:18), y se estableció
inmediatamente en la vecindad de la ciudad. Desde entonces, cuando oía que en
alguna parte había un alma que se esforzaba, se iba, como sabia abeja, a
buscarla y no volvía sin haberla visto; sólo después de haberla recibido, por
decirlo así, provisiones para su jornada de virtud, regresaba.
Ahí,
pues, pasó el tiempo de su iniciación y afirmó su determinación de no volver
mas a la casa de sus padres ni de pensar en sus parientes, sino de dedicar
todas sus inclinaciones y energías a la práctica continua de la vida ascética.
Hacía trabajo manual, pues había oído que "el que no quiera trabajar, que
tampoco tiene derecho a comer" (2 Ts 3:10). De sus entradas guardaba algo
para su mantención y el resto lo daba a los pobres. Oraba constantemente,
habiendo aprendido que debemos orar en privado (Mt 6:6) sin cesar (Lc 18:1;
21:36; 1 Ts 5:17). Además estaba tan atento a la lectura de la Escritura, que
nada se le escapaba: retenía todo, y así su memoria le serví en lugar de
libros.
Así
vivía Antonio y era amado por todos. El, a su vez, se sometía con toda
sinceridad a los hombres piadosos que visitaba, y se esforzaba en aprender
aquello en que cada uno lo aventajaba en celo y práctica ascética. Observaba la
bondad de uno, la seriedad de otro en la oración; estudiaba la apacible quietud
de uno y la afabilidad de otro; fijaba su atención en las vigilias observadas
por uno y en los estudios de otros; admiraba a uno por su paciencia, y a otro
por ayunar y dormir en el suelo; miraba la humildad de uno y la abstinencia
paciente de otro; y en unos y otros notaba especialmente la devoción a Cristo y
el amor que se tenían mutuamente.
Habiéndose
así saciado, volvía a su propio lugar de vida ascética. Entonces hacía suyo lo
obtenido de cada uno y dedicaba todas sus energías a realizar en sí mismo las
virtudes de todos. No tenía disputas con nadie de su edad, pero tampoco quería
ser inferior a ellos en lo mejor; y aún esto lo hacía de tal modo que nadie se
sentía ofendido, sino que todos se alegraban por él. Y así todos los aldeanos y
los monjes con quienes estaba unido, vieron que clase de hombre era y lo
llamaban "el amigo de Dios" amándolo como hijo o hermano.
Pero el
demonio que odia y envidia lo bueno, no podía ver tal resolución en un hombre
joven, sino que se puso a emplear sus viejas tácticas contra él. Primero trató
de hacerlo desertar de la vida ascética recordándole su propiedad, el cuidado
de su hermana, los apegos de su parentela, el amor al dinero, el amor a la
gloria, los innumerables placeres de la mesa y de todas las cosas agradables de
la vida. Finalmente le hizo presente la austeridad de todo lo que va junto con
esta virtud, despertó en su mente toda una nube de argumentos, tratando de
hacerlo abandonar su firme propósito.
El
enemigo vio, sin embargo, que era impotente ante la determinación de Antonio, y
que más bien era él que estaba siendo vencido por la firmeza del hombre,
derrotado por su sólida fe y su constante oración. Puso entonces toda su
confianza en las armas que están "en los músculos de su vientre" (Job
40:16). Jactándose de ellas, pues son su artimaña preferida contra los jóvenes,
atacó al joven molestándolo de noche y hostigándolo de día, de tal modo que
hasta los que lo veían a Antonio podían darse cuenta de la lucha que se libraba
entre los dos. El enemigo quería sugerirle pensamientos sucios, pero el los disipaba
con sus oraciones; trataba de incitarlo al placer, pero Antonio, sintiendo
vergüenza, ceñía su cuerpo con su fe, con sus oraciones y su ayuno. El perverso
demonio entonces se atrevió a disfrazarse de mujer y hacerse pasar por ella en
todas sus formas posibles durante la noche, sólo para engañar a Antonio. Pero
él llenó sus pensamientos de Cristo, reflexionó sobre la nobleza del alma
creada por El, y sobre la espiritualidad, y así apagó el carbón ardiente de la
tentación. Y cuando de nuevo el enemigo le sugirió el encanto seductor del
placer, Antonio, enfadado, con razón, y apesadumbrado, mantuvo sus propósitos
con la amenaza del fuego y del tormento de los gusanos (Js 16:21; Sir 7:19; Is
66:24; Mc 9:48). Sosteniendo esto en alto como escudo, pasó a través de todo
sin ser doblegado.
Toda
esa experiencia hizo avergonzarse al enemigo. En verdad, él, que había pensado
ser como Dios, hizo el loco ante la resistencia de un hombre. El, que en su
engreimiento desdeñaba carne y sangre, fue ahora derrotado por un hombre de
carne en su carne. Verdaderamente el Señor trabajaba con este hombre, El que
por nosotros tomó carne y dio a su cuerpo la victoria sobre el demonio. Así,
todos los que combaten seriamente pueden decir: No yo, sino la gracia de Dios
conmigo (1 Co 15:10).
Finalmente,
cuando el dragón no pudo conquistar a Antonio tampoco por estos últimos medios
sino que se vio arrojado de su corazón, rechinando sus dientes, como dice la
Escritura (Mc 9:17), cambio su persona, por decirlo así. Tal como es en su corazón,
así se le apreció: como un muchacho negro; y como inclinándose ante él, ya no
lo acosó más con pensamientos -pues el impostor había sido echado fuera-, sino
que usando voz humana dijo: "A muchos he engañado y a muchos he vencido;
pero ahora que te he atacado a ti y a tus esfuerzos como lo hice con tantos
otros, me he demostrado demasiado débil."
¿Quién
eres tú que me hablas así?, preguntó Antonio.
El otro
se apresuró a replicar con voz gimiente: Soy el amante de la fornicación. Mi
misión es acechar a la juventud y seducirla; me llaman el espíritu de la
fornicación. ¡A cuantos no he engañado, que estaban decididos a cuidar de sus
sentidos! ¡A cuántas personas castas no he seducido con mis lisonjas! Yo soy
aquel por cuya causa el profeta reprocha a los caídos: Ustedes fueron engañados
por el espíritu de la fornicación (Os 4:12). Sí, yo fui quien los hice caer. Yo
soy el que tanto te molesté y que tan a menudo fui vencido por C,],LD."
Antonio dio gracias al Señor y armándose de valor contra él, dijo: Entonces
eres enteramente despreciable; eres negro en tu alma y tan débil como un niño.
En adelante ya no me causas ninguna preocupación, porque el señor esta conmigo
y me auxilia, ver la derrota de mis adversarios (Sal 117:7).
Oyendo
esto, el negro desapareció inmediatamente, inclinándose a tales palabras y
temiendo acercarse al hombre.
Esta
fue la primera victoria de Antonio sobre el demonio; más bien, digamos que este
singular éxito de Antonio fue el del Salvador, que condenó el pecado en la
carne, a fin de que la justificación de la ley se cumpliera en nosotros, que
vivimos no según la carne sino según el espíritu (Rm 8:3-4). Pero Antonio no se
descuidó ni se creyó garantido por sí mismo por el hecho de que el demonio
hubiera sido echado a sus pies; tampoco el enemigo, aunque vencido en el
combate, dejó de estar al acecho de él. Andaba dando vueltas alrededor, como un
león (1 P 5:8), buscando una ocasión en su contra. Pero Antonio habiendo
aprendido en las Escrituras que los engaños del maligno son diversos (Ef 6:11),
practicó seriamente la vida ascética, teniendo en cuenta que aun si no se podía
seducir su corazón con el placer del cuerpo, trataría ciertamente de engañarlo
por algún otro método, porque el amor del demonio es el pecado. Resolvió por
eso, acostumbrarse a un modo mas austero de vida. Mortificó su cuerpo más y
más, y lo puso bajo la sujeción, no fuera que habiendo vencido en una ocasión,
perdiera en otra (1 Co 9:27). Muchos se maravillaron de sus austeridades, pero
él mismo las soportaba con facilidad. El celo que había penetrado en su alma
por tanto tiempo, se transformó por la costumbre segunda naturaleza, de modo
que aun la menor inspiración recibida de otros lo hacía responder con gran
entusiasmo. Por ejemplo, observaba las vigilias nocturnas con tal determinación
que a menudo pasaba toda la noche sin dormir, y eso no sólo una sino muchas
veces, para admiración de todos. Así también comía una sola vez al día, después
de la caída del sol; a veces cada dos días, y con frecuencia tomaba su alimento
cada dos días. Su alimentación consistía en pan y sal; como bebida tomaba solo
agua. No necesitamos mencionar carne o vino, porque tales cosas tampoco se
encuentran entre los demás ascetas. Se contentaba con dormir sobre una estera,
aunque lo hacía regularmente sobre el suelo desnudo.
Despreciaba
el uso de ungüentos para el cutis, diciendo que los jóvenes debían practicar la
vida ascética con seriedad y no andar buscando cosas que ablandan el cuerpo;
debían mas bien acostumbrarse a trabajar duro, tomando en cuenta las palabras
del apóstol: Cuando mas débil soy, mas fuerte me siento (2 Co 12:10). Decía que
las energías del alma aumentan cuanto más débiles son los deseos del cuerpo.
Estaba
además absolutamente convencido de lo siguiente: pensaba que apreciaría su
progreso en la virtud y su consecuente apartamiento del mundo no por el tiempo
pasado en ello sino por su apego y dedicación. Conforme a esto, no se
preocupaba del paso del tiempo sino que cada día a día, como si recién
estuviera comenzando la vida ascética, hacía los mayores esfuerzos hacia la
perfección. Gustaba repetirse a si mismo las palabras de san Pablo: Olvidarme
de lo que queda atrás y esforzarme por lo que está delante (Flp 3:13),
recordando también la voz del profeta Elías: Vive el Señor, en cuya presencia
estoy este día (1 Re 17:1; 18:15). Observaba que al decir este día, no estaba
contando el tiempo que había pasado, sino que, como comenzando de nuevo, trabajando
duro cada día para hacer de sí mismo alguien que pudiera aparecer delante de
Dios: puro de corazón y dispuesto a seguir Su voluntad. Y acostumbraba a decir
que la vida llevada por el gran profeta Elías debía ser para el asceta como un
gran espejo en el cual poder mirar siempre la propia vida.
Así
Antonio se dominó a sí mismo. Entonces decidió mudarse a los sepulcros que se
hallan a cierta distancia de la aldea. Pidió a uno de sus familiares que le
llevaran pan a largos intervalos. Entró entonces en una de las tumbas, el
mencionado hombre cerró la puerta tras él, y así quedó dentro solo. Esto era
más de lo que el enemigo podía soportar, pues en verdad temía que ahora fuera a
llenar también el desierto con la vida ascética. Así llegó una noche con un
gran número de demonios y lo azotó tan implacablemente que quedó tirado en el
suelo, sin habla por el dolor. Afirmaba que el dolor era tan fuerte que los
golpes no podían haber sido infligidos por ningún hombre como para causar
semejante tormento. Por la providencia de Dios, porque el Señor no abandona a
los que esperan en El, su pariente llegó al día siguiente trayéndole pan.
Cuando abrió la puerta y lo vio tirado en el suelo como muerto, lo levantó y lo
llevó hasta la Iglesia y lo depositó sobre el suelo. Muchos de sus parientes y
de la gente de la aldea se sentaron en torno a Antonio como para velar su
cadáver. Pero hacia la medianoche Antonio recobró el conocimiento y despertó.
Cuando vio que todos estaban dormidos y sólo su amigo estaba despierto, le hizo
señas para que se acercara y le pidió que lo levantara y lo llevara de nuevo a
los sepulcros, sin despertar a nadie.
El
hombre lo llevó de vuelta, la puerta fue trancada como antes y de nuevo que
solo dentro. Por los golpes recibidos estaba demasiado débil como para
mantenerse en pie; entonces oraba tendido en el suelo. Terminada su oración,
gritó: "Aquí estoy yo, Antonio, que no me he acobardado con tus golpes, y
aunque mas me des, nada me separar del amor a Cristo" (Rm 8:35). Entonces
comenzó a cantar: "Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no
tiembla" (Sal.26:3).
Tales
eran los pensamientos y las palabras del asceta, pero el que odia el bien, el
enemigo, asombrado de que después de todos los golpes todavía tuviera valor de
volver, llamó a sus perros, y arrebatado de rabia dijo: "Ustedes ven que
no hemos podido detener a este tipo con el espíritu de fornicación ni con los
golpes; al contrario llega a desafiarnos. Vamos a proceder con él de otro
modo."
La
función del malhechor no es difícil para el demonio. Esa noche, por eso,
hicieron tal estrépito que el lugar parecía sacudido por un terremoto. Era como
si los demonios se abrieran paso por las cuatro paredes del recinto, reventando
a través de ellas en forma de bestia y reptiles. De repente todo el lugar se
llenó de imágenes fantasmagóricas de leones, osos, leopardos, toros,
serpientes, áspides, escorpiones y lobos; cada uno se movía según el ejemplar
que había asumido. El león rugía, listo para saltar sobre él; el toro ya casi
lo atravesaba con sus cuernos; la serpiente se retorcía sin alcanzarlo
completamente; el lobo lo acometía de frente; y el griterío armado
simultáneamente por todas estas apariciones era espantoso, y la furia que
mostraba era feroz.
Antonio,
remecido y punzado por ellos, sentía aumentar el dolor en su cuerpo; sin
embargo yacía sin miedo y con su espíritu vigilante. Gemía es verdad, por el
dolor que atormentaba su cuerpo, pero su mente era dueña de la situación, y,
como para burlarse de ellos, decía: si tuvieran poder sobre mí, hubiera bastado
que viniera uno solo de ustedes; pero el Señor les quitó su fuerza, y por eso
están tratando de hacerme perder el juicio con su número; es señal de su
debilidad que tengan que imitar a las bestias." De nuevo tuvo la valentía
de decirles: "Si es que pueden, seis que han recibido el poder sobre mí,
no se demoren, ¡vengan al ataque! Y si nada pueden, ¿para qué forzarse tanto
sin ningún fin? Por que la fe en nuestro Señor es sello para nosotros y muro de
salvación." Así, después de haber intentado muchas argucias, rechinaron su
dientes contra él, porque eran ellos los que se estaban volviendo locos y no
él.
De
nuevo el Señor no se olvidó de Antonio en su lucha, sino que vino a ayudarlo.
Pues cuando miró hacia arriba, vio como si el techo se abriera y un rayo de luz
bajara hacia él. Los demonios se habían ido de repente, el dolor de su cuerpo
cesó y el edificio estaba restaurado como antes. Antonio, habiendo notado que
la ayuda había llegado, respiró más libremente y se sintió aliviado en sus
dolores. Y preguntó a la visión: "¿Dónde estaba tú? ¿Por qué no apareciste
al comienzo para detener mis dolores?"
Y una
voz le habló: "Antonio, yo estaba aquí, pero esperaba verte en acción. Y
ahora que haz aguantado sin rendirte, seré siempre tu ayuda y te haré famoso en
todas partes."
Oyendo
esto, se levantó y oró; y fue tan fortalecido que sintió su cuerpo más vigoroso
que antes. Tenía por aquel tiempo unos treinta y cinco años edad.
Al día
siguiente se fue, inspirado por un celo aún mayor por el servicio de Dios. Fue
al encuentro del anciano ya antes mencionado (3-5) y le rogó que se fuera a
vivir con él en el desierto. El otro declinó la invitación a causa de su edad y
porque tal modo de vivir no era todavía costumbre. Entonces se fue solo a vivir
a la montaña. ¡Pero ahí estaba de nuevo el enemigo! Viendo su seriedad y
queriendo frustarla, proyectó la imagen ilusoria de un disco de plata sobre el
camino. Pero Antonio, penetrando en el ardid del que odia el bien, se detuvo y,
desenmascaró al demonio en él, diciendo: " ¿Un disco en el desierto? ¿De
dónde sale esto? Esta no es una carretera frecuentada, y no hay huellas de que
haya pasado gente por este camino. Es de gran tamaño y no puede haberse caído
inadvertidamente. En verdad, aunque se hubiera perdido, el dueño habría vuelto
y lo habría buscado, y seguramente lo habría encontrado porque es una región
desierta. Esto es engaño del demonio. ¡No vas a frustrar mi resolución con
estas cosas, demonio! ¡Tu dinero perezca junto contigo!" (Hch 8:20). Y al
decir esto Antonio, el disco desapareció como humo.
Luego,
mientras caminaba, vio de nuevo, no ya otra ilusión, sino oro verdadero,
desparramado a lo largo del camino. Pues bien, ya sea que al mismo enemigo le
llamó la atención, o si fue un buen espíritu el que atrajo al luchador y le
demostró al demonio de que no se preocupabas ni siquiera de las riquezas
auténticas, él mismo no lo indicó, y por eso no sabemos nada sino que era
realmente oro lo que allí había. En cuanto a Antonio, quedó sorprendido por la
cantidad que había, pero atravesó por él, como si hubiera sido fuego y siguió
su camino sin volverse atrás. Al contrario, se puso a correr tan rápido que al
poco rato perdió de vista el lugar y quedó oculto de él.
Así,
afirmándose más y más en su propósito, se apresuro hacia la montaña. En la
parte distante del río encontró un fortín desierto que con el correr del tiempo
estaba plagado de reptiles. Allí se estableció para vivir. Los reptiles como si
alguien los hubiera echado, se fueron de repente. Bloqueó la entrada, después
de enterrar pan para seis meses -así lo hacen los tebanos y a menudo los panes
se mantienen frescos por todo un año-, y teniendo agua a mano, desapareció como
en un santuario. Quedó allí solo, no saliendo nunca y no viendo pasar a nadie.
Por mucho tiempo perseveró en esta práctica ascética; solo dos veces al año
recibía pan, que lo dejaba caer por el techo.
Sus
amigos que venían a verlo, pasaban a menudo días y noches fuera, puesto que no
quería dejarlos entrar. Oían que sonaba como una multitud frenética, haciendo
ruidos, armando tumulto, gimiendo lastimeramente y chillando: "¡Ándate de
nuestro dominio! ¿Que tienes que hacer en el desierto? Tú no puedes soportar
nuestra persecución." Al principio los que estaban afuera creían que había
hombres peleando con él y que habrían entrado por medio de escaleras, pero
cuando atisbaron por un hoyo y no vieron a nadie, se dieron cuenta que eran los
demonios los que estaban en el asunto, y, llenos de miedo, llamaron a Antonio.
El estaba más inquieto por ellos que por los demonios. Acercándose a la puerta
les aconsejó que se fueran y no tuvieran miedo. Les dijo: "Sólo contra los
miedosos los demonios conjuran fantasmas. Ustedes ahora hagan la señal de la
cruz y vuélvanse a su casa sin temor, y déjenlos que se enloquezcan ellos
mismos."
Entonces
se fueron, fortalecidos con la señal de la cruz, mientras él se quedaba sin
sufrir ningún daño de los demonios. Pero tampoco se fastidiaba de la contienda,
porque la ayuda que recibía de lo alto por medio de visiones y la debilidad de
sus enemigos, le daban gran alivio en sus penalidades y ánimo para un mayor
entusiasmo. Sus amigos venían una y otra vez esperando, por supuesto,
encontrarlo muerto, pero lo escuchaban cantar: "Se levanta Dios y se dispersan
sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian. Como el humo se disipa,
se disipan ellos; como se derrite las cera ante el fuego, así perecen los
impíos ante Dios" (Sal 67:2). Y también: "Todos los pueblos me
rodeaban, en el nombre del Señor los rechacé" (Sal 117:10).
Así
pasó casi veinte años practicando solo la vida ascética, no saliendo nunca y
siendo raramente visto por otros. Después de esto, como había muchos que
ansiaban y aspiraban imitar su santa vida, y algunos de sus amigos vinieron y forzaron
la puerta echándolas abajo, Antonio salió como de un santuario, como un
iniciado en los sagrados misterios y lleno del Espíritu de Dios. Fue la primera
vez que se mostró fuera del fortín a los que vinieron hacia él. Cuando lo
vieron, estaban asombrados al comprobar que su cuerpo guardaba su antigua
apariencia: no estaba ni obeso por falta de ejercicio ni macilento por sus
ayunos y luchas con los demonios: era el mismo hombre que habían conocido antes
de su retiro.
El
estado de su alma era puro, pues no estaba ni encogido por la aflicción, ni
disipado por la alegría, ni penetrado por la diversión o el desaliento. No se
desconcertó cuando vio la multitud ni se enorgulleció al ver a tantos que lo
recibían. Se tenía completamente bajo control, como hombre guiado por la razón
y con gran equilibrio de carácter.
Por él
sanó a muchos de los presentes que tenían enfermedades corporales y liberó a
otros de espíritus impuros. Concedió también a Antonio el encanto en el hablar;
y así confortó a muchos en sus penas y reconcilió a otros que se peleaban.
Exhortó a todos a no preferir nada en este mundo al amor de Cristo. Y cuando en
su discurso los exhortó a recordar los bienes venideros y la bondad mostrada a
nosotros por Dios, "que no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó por
todos nosotros (Rm 8:32), indujo a muchos a abrazar la vida monástica. Y así
aparecieron celdas monacales en la montaña y el desierto se pobló de monjes que
abandonaban a los suyos y se inscribían para ser ciudadanos del cielo (Hb 3:20;
12:23).
Una vez
tuvo necesidad de cruzar el canal de Arsinoé -la ocasión fue para una visita a
los hermanos-; el canal estaba lleno de cocodrilos. Simplemente oró, se metió
con todo sus compañeros, y pasó al otro lado sin ser tocado. De vuelta a su
celda, se aplicó con todo celo a sus santos y vigorosos ejercicios. Por medio
de constantes conferencias encendía el ardor de los que ya eran monjes e
incitaba a muchos otros al amor de la vida ascética; y pronto, en la medida en
que su mensaje arrastraba a hombres a través de él, el número de celdas
monacales se multiplicaba y para todos era como un padre y guía.
Un día
en que él salió, vinieron todos los monjes y le pidieron una conferencia. El
les habló en lengua copta como sigue:
"Las
Escrituras bastan realmente para nuestra instrucción. Sin embargo, es bueno
para nosotros alentarnos unos a otros en la fe y usar de la palabra para
estimularnos. Sean, por eso, como niños y tráiganle a su padre lo que sepan y
díganselo, tal como yo, siendo el mas antiguo, comparto con ustedes mi
conocimiento y mi experiencia.
Para
comenzar, tengamos todos el mismo celo, para no renunciar a lo que hemos
comenzado, para no perder el nimo, para no decir: "Hemos pasado demasiado
tiempo en esta vida ascética." No, comenzando de nuevo cada día,
aumentemos nuestro celo. Toda la vida del hombre es muy breve comparada con el
tiempo que a de venir, de modo que todo nuestro tiempo es nada comparada con la
vida eterna. En el mundo, todo se vende; y cada cosa se comercia según su valor
por algo equivalente; pero la promesa de la vida eterna puede comprarse con muy
poco. La Escritura dice: "Aunque uno viva setenta años y el más robusto
hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil" (Sal 89:10). Si, pues,
todos vivimos ochenta años o incluso cien, en la práctica de la vida ascética,
no vamos a reinar el mismo período de cien años, sino que en vez de los cien
reinaremos para siempre. Y aunque nuestro esfuerzo es en la tierra, no
recibiremos nuestra herencia en la tierra sino lo que se nos ha prometido en el
cielo. Más, aún, vamos a abandonar nuestro cuerpo corruptible y a recibirlo
incorruptible (1 Co 15:42).
Así,
hijitos, no nos cansemos ni pensemos que estamos afanándonos mucho tiempo o que
estamos haciendo algo grande. Pues los sufrimientos de la vida presente no
pueden compararse con la gloria separada que nos ser revelada (Rm 8:18). No
miremos hacia a través, hacia el mundo, que hemos renunciado a grandes cosas.
Pues incluso todo el mundo, y no creamos que es muy trivial comparado con el
cielo. Aunque fuéramos dueños de toda la tierra y renunciaremos a toda la
tierra, nada sería comparado con el reino de los cielos. Tal como una persona
despreciaría una moneda de cobre para ganar cien monedas de oro, así es que el
dueño de la tierra y renuncia a ella, da realmente poco y recibe cien veces más
(Mt 19:29). Pues, ni siquiera, toda la tierra equivale el valor del cielo,
ciertamente el que entrega una poca tierra no debe jactarse ni apenarse; lo que
abandona es prácticamente nada, aunque sea un hogar o una suma considerable de
dinero de lo que se separa.
"Debemos
además tener en cuenta que si no dejamos estas cosas por el amor a la virtud,
después tendremos que abandonarlas de todos modos y a menudo también, como nos
recuerda el Eclesiastés" (2:18; 4:8; 6:2), a personas a las que no
hubiéramos querido dejarlas. Entonces, ¿por qué no hacer de la necesidad virtud
y entregarlas de modo que podamos heredar un reino por añadidura? Por eso,
ninguno de nosotros tenga ni siquiera el deseo de poseer riquezas. ¿De qué nos
sirve poseer lo que no podemos llevar con nosotros? ¿Por qué no poseer mas bien
aquellas cosas que podamos llevar con nosotros: prudencia, justicia, templanza,
fortaleza, entendimiento, caridad, amor a los pobres, fe en Cristo, humildad,
hospitalidad? Una vez que las poseamos, hallaremos que ellas van delante de
nosotros, preparándonos la bienvenida en la tierra de los mansos (Lc 16:9; Mt
5:4).
"Con
estos pensamientos cada uno debe convencerse que no hay que descuidarse sino considerar
que se es servidor del Señor y atado al servicio de su Maestro. Pero un
sirviente no se va atrever a decir: "Ya que trabajé ayer, no voy a
trabajar hoy." Tampoco se va a poner a calcular el tiempo que se ya ha
servido y a descansar durante los día que le quedan por delante; no, día tras
día, como está escrito en el Evangelio (Lc 12:35-38; 17:7-10; Mt 24:45),
muestra la misma buena voluntad para que pueda agradar a su patrón y no causar
ninguna molestia. Perseveremos, pues, en la práctica diaria de la vida
ascética, sabiendo de que si somos negligentes un solo día, El no nos va a
perdonar en consideración al tiempo anterior, sino que se va a enojar con
nosotros por nuestro descuido. Así lo hemos escuchado en Ezequiel (Ez 18:24.26;
33:12ss); lo mismo Judas, que en una sola noche destruyó el trabajo de todo su
pasado.
Por
eso, hijos, perseveremos en la práctica del ascetismo y no nos desalentemos.
También tenemos en esto al Señor que nos ayuda, según la Escritura: "Dios
coopera para el bien" (Rm 8:28) con todo el que elige el bien. Y en cuanto
a que no debemos descuidarnos, es bueno meditar lo que dice el apóstol:
"muero cada día" (1 Co 15:31). Realmente si nosotros también viviéramos
como si en cada nuevo día fuéramos a morir, no pecaríamos. En cuanto a la cita,
su sentido es este: Cuando nos despertamos cada día, deberíamos pensar que no
vamos a vivir hasta la tarde; y de nuevo, cuando nos vamos a dormir, deberíamos
pensar que no vamos a despertar. Nuestra vida es insegura por naturaleza y nos
es medida diariamente por Providencia. Si con esta disposición vivimos nuestra
vida diaria, no cometeremos pecado, no codiciaremos nada, no tendremos inquina
a nadie, no acumularemos tesoros en la tierra; sino que como quien cada día
espera morirse, seremos pobres y perdonaremos todo a todos. Desear mujeres u
otros placeres sucios, tampoco tendremos semejantes deseos sino que le
volveremos las espaldas como a algo transitorio combatiendo siempre y teniendo
ante nuestros ojos el día del juicio. El mayor temor a juicio y el desasosiego
por los tormentos, disipan invariablemente la fascinación del placer y
fortalecen el nimo vacilante.
"Ahora
que hemos hecho un comienzo y estamos en la senda de la virtud, alarguemos
nuestros pasos aún más para alcanzar lo que tenemos delante (Flp 3:13). No
miremos atrás, como hizo la mujer de Lot (Gn 19:26), porque sobretodo el Señor
ha dicho: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, es apto
para el reino de los cielos" (Lc 9:62). Y este mirar hacia atrás no es
otra cosa sino arrepentirse de lo comenzado y acordarse de nuevo de lo mundano.
Cuando
oigan hablar de la virtud, no se asusten ni la traten como palabra extraña.
Realmente no está lejos de nosotros ni su lugar está fuera de nosotros; no,
ella está dentro de nosotros, y su cumplimiento es fácil camino y cruzan el mar
para estudiar las letras; pero nosotros no tenemos necesidad de ponernos en
camino por el reino de los cielos ni de cruzar el mar para alcanzar la virtud.
El Señor nos lo dijo de antemano: "El reino de los cielos está dentro de
nosotros y brota de nosotros." La virtud existe cuando el alma se mantiene
en su estado natural. Es mantenida en su estado natural cuando queda cuando
vino al ser. Y vino al ser limpia y perfectamente íntegra (Ecl 7:30). Por eso
Josué, el hijo de Nun, exhortó al pueblo con estas palabras: "Mantengan
íntegro sus corazones ante el Señor, el Dios de Israel" (Jos 24:26); y
Juan: "Enderecen sus caminos" (Mt 3:3). El alma es derecha cuando la
mente se mantiene en el estado en que fue creada. Pero cuando se desvía y se
pervierte de su condición natural, eso se llama vicio del alma.
La
tarea no es difícil: si quedamos como fuimos creados, estamos en estado de
virtud, pero si entregamos nuestra mente a cosas bajas, somos considerados
perversos. Si este trabajo tuviese que ser realizado desde fuera, sería en
verdad difícil; pero dado que está dentro de nosotros, cuidémonos de
pensamientos sucios. Y habiendo recibido el alma como algo confiado a nosotros,
guardémosla para el Señor, para que el pueda reconocer su obra como la misma
que hizo.
"Luchemos,
pues, para que la ira no sea nuestro dueño ni la concupiscencia nos esclavice.
Pues está escrito 'que la ira del hombre no hace lo que agrada a Dios'(St
1:20). Y la concupiscencia ' cuando ha concebido, da a luz el pecado; y de este
pecado, cuando esta desarrollado, nace la muerte (St 1:15). Viviendo esta vida,
mantengámonos cuidadosamente en guardia y, como está escrito, guardemos nuestro
corazón con toda vigilancia (Pr 4:23). Tenemos enemigos poderosos y fuertes:
son los demonios malvados; y contra ellos 'es nuestra lucha', como dice el
apóstol, 'no contra gente de carne y hueso, sino contra las fuerzas
espirituales de maldad en las regiones celestiales, es decir, los que tienen
mando, autoridad y dominio en este mundo oscuro' (Ef 6:12). Grande es su número
en el aire a nuestro alrededor, y no están lejos de nosotros. Pero la
diferencia entre ellos es considerable. Nos llevaría mucho tiempo dar una
explicación de su naturaleza y distinciones, tal disquisición es para otros más
competentes que yo; lo único urgente y necesario para nosotros ahora es conocer
sólo sus villanías contra nosotros.
Mientras
Antonio discurría sobre estos asuntos con ellos, todos se regocijaban.
Aumentaba en algunos la virtud, en otros desaparecía la negligencia, y en otros
la vanagloria era reprimida. Todos prestaban consejos sobre los ardides del
enemigo, y se admiraban de la gracia dada a Antonio por el Señor para discernir
los espíritus.
Así sus
solitarias celdas en las colinas eran como las tiendas llenas de coros divinos,
cantando salmos, estudiando, ayunando, orando, gozando con la esperanza de la
vida futura, trabajando para dar limosnas y preservando el amor y la armonía
entre sí. Y en realidad, era como ver un país aparte, una tierra de piedad y
justicia. No había malhechores ni víctimas del mal ni acusaciones del
recaudador de impuestos, sino una multitud de ascetas, todos con un solo
propósito: la virtud. Así, al ver estas celdas solitarias y la admirable
alineación de los monjes, no se podía menos que elevar la voz y decir:
"¡Qué hermosas son las tiendas, oh Jacob! ¡Tus habitaciones, oh Israel!
Como arroyos están extendidas, como huertos junto al río, como tiendas plantadas
por el Señor, como cedros junto a las aguas" (Núm 24:5).
Antonio
volvió como de costumbre a su propia celda e intensificó sus prácticas
ascéticas. Día tras día suspiraba en la meditación de las moradas celestiales
(Jn 14:12), con todo anhelo por ellas, viendo la breve existencia del hombre.
Al pensamiento de la naturaleza espiritual del alma, se avergonzaba cuando
debía aprestarse a comer o dormir o a ejecutar las otras necesidades
corporales. A menudo, cuando iba a compartir su alimento con otros monjes, le
sobrevenía el pensamiento del alimento espiritual y rogando que le perdonaran,
se alejaba de ellos, como si le diera vergüenza de que otros lo vieran
comiendo. Comía, por su puesto, porque su cuerpo lo necesitaba, y
frecuentemente lo hacía también con los hermanos, turbado a causa de ellos,
pero hablándoles por la ayuda que sus palabras significaban para ellos.
Acostumbraba a decir que se debía dar todo su tiempo al alma más bien que al
cuerpo. Ciertamente, puesto que la necesidad lo exige, algo de tiempo tiene que
darse al cuerpo, pero en general deberíamos dar nuestra primera atención al
alma y buscar su progreso. Ella no debería ser arrastrada hacia abajo por los
placeres del cuerpo, sino que el cuerpo debe ser puesto bajo sujeción del alma.
Esto, decía, es lo que el Salvador expresó: "No se preocupen por la vida,
por lo que van a comer o beber, ni estén inquietos ansiosamente; la gente del
mundo busca todas esas cosas. Pero su Padre sabe que ustedes necesitan todo
esto. Busquen primero su Reino y todo esto se les dar dado por añadidura"
(Lc 12:22.29-31; Mt 6:31-33).
La Persecución Del Emperador Maximino.
Después
de esto, la persecución de Maximino (en el año 311), que irrumpió en esa época,
se abatió sobre la Iglesia. Cuando los santos mártires fueron llevados a
Alejandría, él también dejó su celda y los siguió, diciendo: "vayamos
también nosotros a tomar parte en el combate si somos llamados, o a ver a los
combatientes." Tenía el gran deseo de sufrir el martirio, pero como no quería
entregarse a sí mismo, servía a los confesores de la fe en las minas y en las
prisiones. Se afanaba en el tribunal, estimulando el celo de los mártires
cuando los llamaban, y recibiéndolos y escoltándolos cuando iban a su martirio,
quedando junto a ellos hasta que expiraban. Por eso el juez, viendo su
intrepidez y la de sus compañeros y su celo en estas cosas, dio orden de que
ningún monje apareciera en el tribunal o estuviera en la ciudad. Todos los
demás pensaron conveniente esconderse ese día, pero Antonio se preocupó tan
poco de ello que lavó sus ropas y al día siguiente se colocó al frente de
todos, en un lugar prominente, a vista y presencia del prefecto. Mientras todos
se admiraban y el prefecto mismo lo veía al acercarse con todos los
funcionarios, el estaba ahí de pie, sin miedo, mostrando el espíritu anhelante
característico de nosotros los cristianos. Como lo expresé antes, oraba para
que también él pudiera ser martirizado, y por eso se apenaba por no haberlo
sido.
Pero el
Señor cuidaba de él para nuestro bien y para el bien de otros, a fin de que
pudiera se maestro de la vida ascética que él mismo había aprendido en las
Escrituras. De hecho, muchos, sólo con ver su actitud, se convirtieron en
celosos seguidores de su modo de vida. De nuevo, por eso, continuó con su
costumbre, de ir al servicio de los confesores de la fe y, como si estuviera
encadenado con ellos (Hb 13:3), se agotó en su afán por ellos.
Cuando
finalmente la persecución cesó y el obispo Pedro, de santa memoria, hubo
sufrido el martirio, se fue y volvió a su celda solitaria, y ahí fue mártir
cotidiano en su conciencia, luchando siempre las batallas de la fe. Practicó
una vida ascética llena de celo y más intensa. Ayunaba continuamente, su
vestidura era de pelo la interior y de cuero la exterior, y la conservó hasta
el día de su muerte. Nunca bañó su cuerpo para lavarse, ni tampoco lavó sus
pies ni se permitió meterlos en el agua sin necesidad. Nadie vio su cuerpo
desnudo hasta que murió y fue sepultado.
Vuelto
a la soledad, determinó un período de tiempo durante el cual no saldría ni
recibiría a nadie. Entonces un oficial militar, un cierto Martiniano, llegó a
importunar a Antonio: tenía una hija a la molestaba el demonio. Como persistía
ante él, golpeado a la puerta y rogando que saliera y orara a Dios por su hija,
Antonio no quiso salir sino que, usando una mirilla le dijo: "Hombre ¿por
qué haces todo ese ruido conmigo? Soy un hombre tal como tú. Si crees en Cristo
a quien yo sirvo, ándate y como eres creyente, ora a Dios y se te conceder
." Ese hombre se fue y creyendo e invocando a Cristo, y su hija fue
librada del demonio. Muchas otras cosas hizo también el Señor a través de él,
según la palabra: "Pidan y se les dará" (Lc 11:9). Muchísima gente
que sufría, dormía simplemente fuera de su celda, ya que él no quería abrirle
la puerta, y eran sanados por su fe y su sincera oración.
Cuando
se vio acosado por muchos e impedido de retirarse como eran su propósito y su
deseo, e inquieto por lo que el Señor estaba obrando a través de él, pues podía
transformarse en presunción, o alguien podía estimarlos más de lo que convenía,
reflexionó y se fue hacia la Alta Tebaida, a un pueblo en el que era
desconocido. Recibió pan de los hermanos y se sentó a la orilla del río, esperando
ver un barco que pasara en el que pudiera embarcarse y partir. Mientras estaba
así aguardando, se oyó una voz desde arriba: "Antonio, ¿a dónde vas y
porque?"
No se
desorientó sino que, habiendo escuchado a menudo tales llamadas, contestó:
"Ya que las multitudes no me permiten estar solo, quiero irme a la Alta
Tebaida, porque son muchas las molestias a las que estoy sujeto aquí, y sobre
todo porque me piden cosas más allá de mi poder." "Si subes a la
Tebaida," dijo la voz, "o si, como también pensaste, bajas a la
Bucolia, tendrás más, sí, el doble más de molestias que soportar. Pero si
realmente quieres estar contigo mismo, entonces vete al desierto
interior."
Pero,
dijo Antonio, ¿quién me mostrará el camino? Yo no lo conozco. De repente le
llamaron la atención unos sarracenos que estaban por tomar aquella ruta.
Acercándose, Antonio les pidió ir con ellos al desierto. Ellos le dieron la
bienvenida como por orden de la Providencia. Y viajó con ellos tres días y tres
noches y llegó a una montaña muy alta. Al pie de la montaña había agua, clara
como el cristal, dulce y muy fresca. Extendiéndose desde allí había una llanura
y unos cuantos datileros.
Antonio,
como inspirado por Dios, quedó encantado por el lugar, porque esto fue lo que
quiso decir Quien habló con el a la orilla del Río. Comenzó por conseguir
algunos panes de sus compañeros de viaje y se quedo sólo en la montaña, sin
ninguna compañía. En adelante, miró este lugar como si hubiera encontrado su
propio hogar. En cuanto a los sarracenos, notando el entusiasmo de Antonio,
hicieron del lugar un punto de sus travesías, y estaban contentos de llevarle
pan. También los datileros le daban un pequeño y frugal cambio de dieta. M s
tarde, los hermanos, se las ingeniaron para mandarle pan. Antonio, sin embargo,
viendo que el pan les causaba molestias porque tenían que aumentar el trabajo
que ya soportaban, y queriendo mostrar consideración a los monjes en esto,
reflexionó sobre el asunto y pidió a algunos de sus visitantes que les trajeran
un azadón y un hacha y algo de grano.
Cuando
se lo trajeron, se fue al terreno cerca de la montaña, y encontrando un pedazo
adecuado, con abundante provisión de agua de la vertiente, lo cultivo y sembró.
Así lo hizo cada año y les suministraba su pan. Estaba feliz de que con eso no
tenía que molestar a nadie, y con todo trataba de no ser carga para otros. Pero
más tarde, viendo que de nuevo llegaba gente a verlo, comenzó también a
cultivar algunas hortalizas, a fin de que sus visitantes tuvieran algo más para
restaurar sus fuerzas después del viaje tan cansado y pesado.
Al
comienzo, los animales del desierto que venían a beber agua le dañaban los
sembrados de la huerta. Entonces atrapó a uno de los animales, lo retuvo
suavemente y les dijo a todos: " ¿Por qué me hacen perjuicio si yo no les
haga nada a ninguno de ustedes? ¡Váyanse, y en el nombre del Señor no se
acerquen otra vez a estas cosas!" Y desde ese entonces, como atemorizados
por sus órdenes, no se acercaron al lugar.
Una vez
los monjes le pidieron que regresara donde ellos y pasara algún tiempo
visitándolos a ellos y sus establecimientos. Hizo el viaje con los monjes que
vinieron a su encuentro. Un camello había cargado con pan y agua, ya que en
todo ese desierto no hay agua, y la única agua potable estaba en la montaña de
donde habían salido y en donde estaba su celda. Yendo de camino se acabó el
agua, y estaban todos en peligro cuando el calor es mas intenso. Anduvieron
buscando y volvieron sin encontrar agua. Ahora estaban demasiado débiles para
poder caminar siquiera. Se echaron al suelo y dejaron que el camello se fuera,
entregándose a la desesperación.
Entonces
el anciano, viendo el peligro en que todos estaban, se llenó de aflicción.
Suspirando profundamente, se apartó un poco de ellos. Entonces se arrodilló,
extendió sus manos y oró. Y de repente el Señor hizo brotar una fuente donde
estaba orando, de modo que todos pudieron beber y refrescarse. Llenaron sus
odres y se pusieron a buscar el camello hasta que lo encontraron, sucedió que
el cordel se había enredado en una piedra y había quedado sujeto. Lo llevaron a
abrevar y, cargándolo con los odres, concluyeron su viaje sin más deterioros ni
accidentes.
Cuando
llegó a las celdas exteriores, todos le dieron una cordial bienvenida,
mirándolo como a un padre. El, por su parte, como trayéndoles provisiones de su
montaña, los entretenía con su narraciones y les comunicaba su experiencia
práctica. Y de nuevo hubo alegría en las montañas y anhelos de progreso, y el
consuelo que viene de una fe común (Rm 1:12). También se alegró de contemplar
el celo de los monjes y al ver a su hermana que había envejecido en su vida de
virginidad, siendo ella misma guía espiritual de otras vírgenes.
Después
de algunos días volvió a su montaña. Desde entonces muchos fueron a visitarlo,
entre ellos muchos llenos de aflicción, que arriesgaban el viaje hasta él. Para
todos los monjes que llegaban donde él, tenía siempre el mismo consejo: poner
su confianza el Señor y amarlo, guardarse a sí mismo de los malos pensamientos
y de los placeres de la carne, y no ser seducido por el estómago lleno, como
está escrito en los Proverbios (Prov 24:15). Debían huir de la vanagloria y
orar continuamente; cantar salmos antes y después del sueño; guardar en el
corazón los mandamientos impuestos en las Escrituras y recordar los hechos de
los santos, de modo que el alma, al recordar los mandamientos, pueda inflamarse
ante el ejemplo de su celo. Les aconsejaba sobre todo recordar siempre la
palabra del apóstol: "Que el sol no se ponga sobre tu ira" (Ef 4:26),
y a considerar estas palabras como dichas de todos los mandamientos: el sol no
debe ponerse no sólo sobre la ira sino sobre ningún otro pecado.
Es
enteramente necesario que el sol no condene por ningún pecado de día, ni la
luna por ninguna falta o incluso pensamiento nocturno. Para asegurarnos de
esto, es bueno escuchar y guardar lo que dice el apóstol: "Júzguense y
pruébense ustedes mismos" (2 Co 13:5). Por eso cada uno debe hacer
diariamente un examen de lo que ha hecho de día y de noche; si ha pecado, deje
de pecar; si no ha pecado, no se jacte por ello. Persevere mas bien en la
practica de lo bueno y no deje de estar en guardia. No juzgue a su prójimo ni
se declare justo él mismo, como dice el santo apóstol Pablo, "Hasta que
venga el Señor y saque a luz lo que está escondido" (1 Co 4:5; Rm 2:16). A
menudo no tenemos conciencia de lo que hacemos; nosotros no lo sabemos, pero el
Señor conoce todo. Por eso dejémosle el juicio a El, compadezcámonos mutuamente
y "llevemos los unos las cargas de los otros" (Ga 6:2). Juzguémonos a
nosotros mismo y, si vemos que hemos disminuido, esforcémonos con toda seriedad
para reparar nuestra deficiencia. Que esta observación sea nuestra salvaguardia
con el pecado: anotemos nuestras acciones e impulsos del alma como si tuviéramos
que dar un informe a otro; pueden estar seguros que de pura vergüenza de que
esto se sepa, dejaremos de pecar y de seguir teniendo pensamientos pecaminosos.
¿A quién le gusta que lo vean pecando? ¿Quién habiendo pecado, no preferiría
mentir, esperando escapar así a que lo descubran? Tal como no quisiéramos
abandonarnos al placer a vista de otros, así también si tuviéramos que escribir
nuestros pensamientos para decírselos a otro, nos guardaríamos muchos de los
malos pensamientos, de vergüenza de que alguien los supiera. Que ese informe
escrito sea, pues, como los ojos de nuestros hermanos ascetas, de modo que al
avergonzarnos al escribir como si nos estuvieran viendo, jamás nos demos al
mal. Moldeándonos de esta manera, seremos capaces de llevar a nuestro cuerpo a
obedecernos (1 Co 9:27), para agradar al Señor y pisotear las maquinaciones del
enemigo.
Estos
eran los consejos a los visitantes. Con los que sufrían se unía en simpatía y
oración, y a menudo y en muchos y variados casos, el Señor escuchó su oración.
Pero nunca se jactó cuando fue escuchado, ni se quejó cuando no lo fue. Siempre
dio gracias al Señor, y animaba a los sufrientes a tener paciencia y a darse
cuenta de que la curación no era prerrogativa suya ni de nadie, sino sólo de
Dios, que la obra cuando quiere y a quienes El quiere. Los que sufrían se
satisfacían con recibir las palabras del anciano como curación, pues aprendían
a tener paciencia y a soporta el sufrimiento. Y los que eran sanados, aprendían
a dar gracias no a Antonio sino sólo a Dios.
Había,
por ejemplo, un hombre llamado Frontón, oriundo de Palatium. Tenía una horrible
enfermedad: Se mordía continuamente la lengua y su vista se le iba acortando.
Llegó hasta la montaña y le pidió a Antonio que rogara por él. Oró y luego
Antonio le dijo a Frontón " Vete, vas a ser sanado." Pero el insistió
y se quedó durante días, mientras Antonio seguía diciéndole: "No te vas a
sanar mientras te quedes aquí y cuando llegues a Egipto verás en ti el milagro."
El hombre se convenció por fin y se fue, al llegar a la vista de Egipto
desapareció su enfermedad. Sanó según las instrucciones que Antonio había
recibido del Señor mientras oraba.
Una
niña de Busiris en Trípoli padecía de una enfermedad terrible y repugnante: una
supuración de ojos, nariz y oídos se transformaba en gusanos cuando caía al
suelo. Además su cuerpo estaba paralizado y sus ojos eran defectuosos. Sus
padres supieron de Antonio por algunos monjes que iban a verlo, y teniendo fe
en el Señor que sanó a la mujer que padecía hemorragia (Mt 9:20), les pidieron
que pudieran ir con su hija. Ellos consintieron. Los padres y la niña quedaron
al pie de la montaña con Pafnucio, el confesor y monje. Los demás subieron, y
cuando se disponían a hablarle de la niña, el se les adelantó y les dijo todo
sobre el sufrimiento de la niña y de como había hecho el viaje con ellos.
Entonces cuando le preguntaron si esa gente podía subir, no se los permitió y
sino que dijo: "Vayan y, si no ha muerto, la encontrar n sana. No es
ciertamente mérito mío que ella halla querido venir donde un infeliz como yo;
no, en verdad; su curación es obra del Salvador que muestra su misericordia en
todo lugar a los que lo invocan. En este caso el Señor ha escuchado su oración,
y su amor por los hombres me ha revelado que curar la enfermedad de la niña
donde ella está." En todo caso el milagro se realizó: cuando bajaron,
encontraron a los padres felices y a la niña en perfecta salud.
Sucedió
que cuando los hermanos estaban en viaje hacia él, se les acabó el agua durante
el viaje; uno murió y el otro estaba a punto de morir. Ya no tenía fuerzas para
andar, sino que yacía en el suelo esperando también la muerte. Antonio, sentado
en la montaña, llamó a dos monjes que estaban casualmente sentados allí, y los
apremió a apresurarse: "Tomen un jarro de agua y corran abajo por el
camino a Egipto; venían dos, uno acaba de morir y el otro también morir a menos
que ustedes se apuren. Recién me fue revelado esto en la oración." Los
monjes fueron y hallaron a uno muerto y lo enterraron. Al otro lo hicieron
revivir con agua y lo llevaron hasta el anciano. La distancia era de un día de
viaje. Ahora si alguien pregunta porque no habló antes de que muriera el otro,
su pregunta es injustificada. El decreto de muerte no pasó por Antonio sino por
Dios, que la determinó para uno, mientras que revelaba la condición del otro.
En cuanto a Antonio, lo único admirable es que, mientras estaba en la montaña
con su corazón tranquilo, el Señor les mostró cosas remotas.
En otra
ocasión en que estaba sentado en la montaña y mirando hacia arriba, vio en el
aire a alguien llevado hacia lo alto entre gran regocijo entre otros que le
salían al encuentro. Admirándose de tan gran multitud y pensando que felices
eran, oró para saber que era eso. De repente una voz se dirigió a él diciéndole
que era el alma de un monje Ammón de Nitria, que vivió la vida ascética hasta
edad avanzada. Ahora bien, la distancia entre Nitria a la montaña donde estaba
Antonio, era de trece días de viaje. Los que estaban con Antonio, viendo al
anciano tan extasiado, le preguntaron que significaba y el les contó que Ammón
acababa de morir.
Este
era bien conocido, pues venía ahí a menudo y muchos milagros fueron logrados
por su intermedio. El que sigue es un ejemplo: "Una vez tenía que
atravesar el río Licus en la estación de las crecidas; le pidió a Teodor que se
le adelantara para que no se vieran desnudos uno a otro mientras cruzaban el
río a nado. Entonces cuando Teodor se fue, el se sentía todavía avergonzado por
tener que verse desnudo él mismo. Mientras estaba así desconcertado y
reflexionando, fue de repente transportado a la otra orilla. Teodoro, también
un hombre piadoso, salió del agua, y al ver al otro lado al que había llegado
antes que él y sin haberse mojado se aferró a sus pies, insistiendo que no lo
iba a soltar hasta que se lo dijera. Notando la determinación de Teodoro,
especialmente, después de lo que le dijo, él insistió a su vez para que no se
lo dijera a nadie hasta su muerte, y así le reveló que fue llevado y depositado
en la orilla, que no había caminado sobre el agua, ya que sólo esto es posible
al Señor y a quienes El se lo permite, como lo hizo en el caso del apóstol
Pedro (Mt 14:29). Teodoro relató esto después de la muerte de Ammón.
Los
monjes a los que Antonio les habló sobre la muerte de Ammón, se anotaron el
día, y cuando, un mes después, los hermanos volvieron desde Nitria, preguntaron
y supieron que Ammón se había dormido en el mismo día y hora en que Antonio vio
su alma llevada hacia lo alto. Y tanto ellos como los otros quedaron asombrados
ante la pureza del alma de Antonio, que podía saber de inmediato lo que había
pasado trece días antes y que era capaz de ver el alma llevada hacia lo alto.
En otra
ocasión, el conde Arquelao lo encontró en la montaña Exterior y le pidió
solamente que rezara por Policracia, la admirable virgen de Laodicea, portadora
de Cristo. Sufría mucho del estómago y del costado a causa de su excesiva
austeridad, y su cuerpo estaba reducido a gran debilidad. Antonio oró y el conde
anotó el día en que hizo oración. Cuando volvió a Laodicea, encontró sana a la
virgen. Preguntando cuando se vio libre de su debilidad, sacó el papel donde
había anotado la hora de la oración. Cuando le contestaron, inmediatamente
mostró su anotación en el papel, y todos se asombraron al reconocer que el
Señor la había sanado de su dolencia en el mismo momento en que Antonio estaba
orando e invocando la bondad del Salvador en su ayuda.
En
cuanto a sus visitantes, con frecuencia predecía su venida, días y a veces un
mes antes, indicando la razón de su visita. Algunos venían sólo a verlo, otros
a causa de sus enfermedades, y otros, atormentados por los demonios. Y nadie
consideraba el viaje demasiado molesto o que fuera tiempo perdido; cada uno
volvía sintiendo que había recibido ayuda. Aunque Antonio tenía estos poderes
de palabra y visión, sin embargo suplicaba que nadie lo admirara por esta
razón, sino mas bien admirara al Señor, porque El nos escucha a nosotros, que
sólo somos hombres, a fin de conocerlo lo mejor que podamos.
En otra
ocasión había bajado de nuevo para visitar las celdas exteriores. Cuando fue
invitado a subir a un barco y orar con los monjes, sólo él percibió un olor
horrible y sumamente penetrante. La tribulación dijo que había pescado y alimento
salado a bordo y que el olor venía de eso, pero él insistió que el olor era
diferente. Mientras estaba hablando, un joven que tenía un demonio y había
subido a bordo poco antes como polizón, de repente soltó un chillido.
Reprendido en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, el demonio se fue y el
hombre volvió a la normalidad; todos entonces se dieron cuenta de que el hedor
venía del demonio.
Otra
vez un hombre de rango fue donde él, poseído de un demonio. En este caso el
demonio era tan terrible que el poseso no estaba consciente de que iba hacia
Antonio. Incluso llegaba a devorar sus propios excrementos. El hombre que lo
llevó donde Antonio le rogó que orara por él. Sintiendo compasión por el joven,
Antonio oró y pasó con él toda la noche. Hacia el amanecer el joven de repente
se lanzó sobre Antonio y le dio un empujón. Sus compañeros se enojaron ante
eso, pero Antonio dijo: "No se enojen con el joven, porque no es él el
responsable sino el demonio que está en él. Al ser increpado y mandado irse a
lugares desiertos, se volvió furioso e hizo esto. Den gracias al Señor, porque
el atacarme de este modo es una señal de la partida del demonio." Y en
cuanto Antonio dijo esto, el joven volvió a la normalidad. Vuelto en sí se dio
cuenta donde estaba, abrazó al anciano y dio gracias a Dios.
Son
numerosas las historias, por lo demás todas concordes, que los monjes han
trasmitido sobre muchas otras cosas semejantes que él obró. Y ellas, sin
embargo, no parecen tan maravillosas como otras aún más maravillosas. Un a vez,
por ejemplo, a la hora nona, cuando se puso de pie para orar antes de comer, se
sintió transportado en espíritu y, extraño es decirlo, se vio a sí mismo y se
hallara fuera de sí mismo y como si otros seres lo llevaran en los aires.
Entonces vio también otros seres terribles y abominables en el aire, que le
impedían el paso. Como sus guías ofrecieron resistencia, los otros preguntaron
con qué pretexto quería evadir su responsabilidad ante ellos. Y cuando
comenzaron ellos mismos a tomarles cuentas desde su nacimiento, intervinieron
los guías de Antonio: "Todo lo que date desde su nacimiento, el Señor lo
borró; pueden pedirle cuentas desde cuando comenzó a ser monje y se consagró a
Dios. Entonces comenzaron a presentar acusaciones falsas y como no pudieron
probarlas, tuvieron que dejarle libre el paso. Inmediatamente se vio así mismo
acercándose -a lo menos, así le pareció - y juntándose consigo mismo, y así
volvió Antonio a la realidad.
Entonces,
olvidándose de comer, pasó todo el resto del día y toda la noche suspirando y
orando. Estaba asombrado de ver contra cuantos enemigos debemos luchar y qué
trabajos tiene uno para poder abrirse paso por los aires. Recordó que esto es
lo que dice el apóstol: "De acuerdo al príncipe de las potencias del aire"
(Ef 2:2). Ahí está precisamente el poder del enemigo, que pelea y trata de
detener a los que intentan pasar. Por eso el mismo apóstol da también su
especial advertencia: "Tomen la armadura de Dios que los haga capases de
resistir en el día malo" (Ef 6:13), y "no teniendo nada malo que
decir de nosotros el enemigo, pueda ser dejado en vergüenza" (Tt 2:8). Y
los que hemos aprendido esto, recordemos lo que el mismo apóstol dice: "No
sé si fue llevado con cuerpo o sin él, Dios lo sabe" (2 Co 2:12). Pero
Pablo fue llevado al tercer cielo y escuchó "palabras inefables" (2
Co 12:2.4), y volvió, mientras que Antonio se vio a sí mismo entrando en los
aires y luchando hasta que quedó libre.
En otra
ocasión tuvo este favor de Dios. Cuando solo en la montaña y reflexionando, no
podía encontrar alguna solución, la Providencia se la revelaba en respuesta a
su oración; el santo varón era, con palabras de la Escritura, "Enseñado
por Dios" (Is 54:13; Jn 6:45; 1 Ts 4:9). Así favorecido, tuvo una vez una
discusión con unos visitantes sobre la vida del alma y qué lugar tendría
después de la vida. A la noche siguiente le llegó un llamado desde lo alto:
"¡Antonio, sal fuera y mira!" El salió, pues distinguía los llamados
que debía escuchar, y mirando hacia lo alto vio una enorme figura, espantosa y
repugnante, de pie, que alcanzaba las nubes, y además vio ciertos seres que
subían como con alas. La primera figura extendía sus manos, y algunos de los
seres eran detenidos por ella, mientras otros volaban sobre ella y, habiéndola
sobrepasado, seguían ascendiendo sin mayor molestia. Contra ella el monstruo
hacía rechinar sus dientes, pero se alegraba por los otros que habían caído. En
ese momento una voz se dirigió a Antonio: "¡Comprende la visión!" (Dn
9:23). Se abrió su entendimiento (Lc 24:45) y se dio cuenta que ese era el paso
de las almas y de que el monstruo que allí estaba era el enemigo, en envidioso
de los creyentes. Sujetaba a los que le correspondían y no los dejaba pasar,
pero a los que no había podido dominar, tenía que dejarlo pasar fuera de su
alcance.
Habiéndolo
visto esto y tomándolo como advertencia, luchó aún más para adelantar cada día
lo que le esperaba.
No
tenía ninguna inclinación a hablar a cerca de estas cosas a la gente. Pero
cuando había pasado largo tiempo en oración y estado absorto en toda esa
maravilla, y sus compañeros insistían y lo importunaban para que hablara,
estaba forzado a hacerlo. Como padre no podía guardar un secreto ante sus
hijos. Sentía que su propia conciencia era limpia y que contarles esto podría servirles
de ayuda. Conocerían el buen fruto de la vida ascética, y que a menudo las
visiones son concedidas como compensación por las privaciones.
Era
paciente por disposición y humilde de corazón. Siendo hombre de tanta fama, mostraba,
sin embargo, el más profundo respeto a los ministros de la Iglesia, y exigía
que a todo clérigo se le diera más honor que a él. No se avergonzaba de
inclinar su cabeza ante obispos y sacerdotes. Incluso si algún di cono llegaba
donde él a pedirle ayuda, conversaba con él lo que fuera provechoso, pero
cuando llegaba la oración le pedía que presidiera, no teniendo vergüenza de
aprender. De hecho, a menudo planteó cuestiones inquiriendo los puntos de vista
de sus compañeros, y si sacaba provecho de lo que el otro decía, se lo
agradecía.
Su
rostro tenía un encanto grande e indescriptible. Y el Salvador le había dado
este don por añadidura: si se hallaba presente en una reunión de monjes y
alguno a quien no conocía deseaba verlo, ese tal en cuanto llegaba pasaba por
alto a los demás, como atraído por sus ojos. No era ni su estatura ni su figura
las que lo hacían destacar sobre los demás, sino su carácter sosegado y la
pureza de su alma. Ella era imperturbable y así su apariencia externa era
tranquila. El gozo de su alma se transparentaba en la alegría de su rostro, y
por la forma de expresión de su cuerpo se sabía y se conocía la estabilidad de
su alma, como lo dice la Escritura: "Un corazón contento alegra el rostro,
uno triste deprime el espíritu" (Pr 15:13). También Jacob observó que
Labán estaba tramando algo contra él y dijo a sus mujeres: "Veo que el
padre de ustedes no me mira con buenos ojos" (Gn 31:5). También Samuel
reconoció a David porque tenía los ojos que irradiaban alegría y dientes
blancos como la leche (1 S 16:12; Gn 49:12). Así también era reconocido
Antonio: nunca estaba agitado, pues su alma estaba en paz, nunca estaba triste,
porque había alegría en su alma.
En
asuntos de fe, su devoción era sumamente admirable. Por ejemplo, nunca tuvo nada
que hacer con los cismáticos melecianos, sabedor desde el comienzo de su maldad
y apostasía. Tampoco tuvo ningún trato amistoso con los maniqueos ni con otros
herejes, a excepción únicamente de las amonestaciones que les hacía para que
volvieran a la verdadera fe. Pensaba y enseñaba que amistad y asociación con
ellos perjudicaban y arruinaban su alma. También detestaba la herejía de los
arrianos, y exhortaba a todos a no acercárseles ni a compartir su perversa
creencia. Una vez, cuando uno de esos impíos arrianos llegaron donde él, los
interrogó detalladamente; y al darse cuenta de su impía fe, los echó de la
montaña, diciendo que sus palabras era peores que veneno de serpientes.
Cuando
en una ocasión los arrianos esparcieron la mentira de que compartía sus mismas
opiniones, demostró que estaba enojado e irritado contra ellos. Respondiendo al
llamado de los obispos y de todos los hermanos, bajó de la montaña y entrando
en Alejandría denunció a los arrianos. Decía que su herejías era la peor de
todas y precursora del anticristo. Enseñaba al pueblo que el Hijo de Dios no es
una creatura ni vino al ser "de la no existencia," sino que "El
es la eterna Palabra y Sabiduría de la substancia del Padre. Por eso es impío
decir: 'hubo un tiempo en que no existía', pues la Palabra fue siempre
coexistente con el Padre. Por eso, no se metan para nada con estos arrianos
sumamente impíos; simplemente, 'no hay comunidad entre luz y tinieblas' (2 Co
6:14). Ustedes deben recordar que son cristianos temerosos de Dios, pero ellos,
al decir que el Hijo y la Palabra de Dios Padre es una creatura, no se
diferencian de los paganos 'que adoran la creatura en lugar del Dios creador'
(Rm 1:25). Estén seguros de que toda la creación está irritada contra ellos,
porque cuentan entre las cosas creadas al Creador y Señor de todo, por quien
todas las cosas fueron creadas" (Col 1:16).
Todo el
pueblo se alegraba al escuchar a semejante hombre anatemizar la herejía que
luchaba contra Cristo. Toda la ciudad corría para ver a Antonio. También los paganos
e incluso los mal llamados sacerdotes, iban a la Iglesia diciéndose:
"Vamos a ver al varón de Dios," pues así lo llamaban todos. Además,
también allí el Señor obró por su intermedio expulsiones de demonios y
curaciones de enfermedades mentales. Muchos paganos querían tocar al anciano,
confiando en que serían auxiliados, y en verdad hubo tantas conversiones en eso
pocos días como no se las había visto en todo un año. Algunos pensaron que la
multitud lo molestaba y por eso trataron de alejar a todos de él, pero él, sin
incomodarse, dijo: "Toda esta gente no es más numerosa que los demonios
contra los que tenemos que luchar en la montaña."
Cuando
se iba y lo estábamos despidiendo, al llegar a la puerta una mujer detrás de
nosotros le gritaba: "¡Espera varón de Dios mi hija está siendo
atormentada terriblemente por un demonio! ¡Espera, por favor, o me voy a morir
corriendo!" El anciano la escuchó, le rogamos que se detuviera y el
accedió con gusto. Cuando la mujer se acercó, su hija era arrojada al suelo. Antonio
oró, e invocó sobre ella el nombre de Cristo; la muchacha se levantó sana y el
espíritu impuro la dejó. La madre alabó a Dios y todos dieron gracias. y él
también contento partió a la Montaña, a su propio hogar.
Dando
tal razón de sí mismo y contestando así a los que lo buscaban, volvió a la
Montaña Interior. Continuó observando sus antiguas prácticas ascéticas, y a
menudo, cuando estaba sentado o caminando con visitantes, se quedaba mudo, como
está escrito en el libro de Daniel (Dn 4:16 LXX). Después de un tiempo,
retomaba lo que había estado diciendo a los hermanos que estaban con él, y los
presentes se daban cuenta de que había tenido una visión. Pues a menudo cuando
estaba en la montaña veía cosas que sucedían en Egipto, como se las confesó al obispo
Serapión, cuando este se encontraba en la Montaña Interior y vio a Antonio en
trance de visión.
En una
ocasión, por ejemplo, mientras estaba sentado trabajando, tomó la apariencia de
alguien que está en éxtasis, y se lamentaba continuamente por lo que veía.
Después de algún tiempo volvió en sí, lamentándose y temblando, y se puso a
orar postrado, quedando largo tiempo en esa posición. Y cuando se incorporó, el
anciano estaba llorando. Entonces los que estaban con él se agitaron y
alarmaron muchísimo, y lee preguntaron que pasaba; lo urgieron por tanto tiempo
que lo obligaron a hablar. Suspirando profundamente, dijo: "Oh, hijos
míos, sería mejor morir antes de que sucedieran estas cosas de la visión."
Cuando ellos le hicieron más preguntas, dijo entre l grimas: "La ira de
Dios está a punto de golpear a la Iglesia, y ella está a punto de ser entregada
a hombres que son como bestias insensibles. Pues vi la mesa de la casa del
Señor y había mulas en torno rodeándolas por todas partes y dando coces con sus
cascos a todo lo que había dentro, tal como el coceo de una manada briosa que
galopaba desenfrenada. Ustedes oyeron cómo me lamentaba; es que escuché una voz
que decía: "Mi altar será profanado."
Así
habló el anciano. Y dos años después llegó el asalto de los arrianos y el
saqueo de las Iglesias, cuando se apoderaron a la fuerza de los vasos y los
hicieron llevar por los paganos; cuando también forzaron a los paganos de sus
tiendas para ir a sus reuniones y en su presencia hicieron lo que se les antojó
sobre la sagrada mesa. Entonces todos nos dimos cuenta de que el coceo de mulas
predicho por Antonio era lo que los arrianos están haciendo como bestias
brutas.
Cuando
tuvo esta visión, consoló a sus compañeros: "No se descorazonen, hijos
míos, aunque el Señor ha estado enojado, nos restablecer después. Y la Iglesia
se recobrar rápidamente la belleza que le es propia y resplandecer con su
esplendor acostumbrado. Verán a los perseguidos restablecido y a la irreligión
retirándose de nuevo a sus propias guaridas, y a la verdadera fe afirmándose en
todas partes con completa libertad. Pero tengan cuidado de no dejarse manchar
con los arrianos. Toda su enseñanza no es de los Apóstoles sino de los demonios
y de su padre, el diablo. Es estéril e irracional, y le falta inteligencia, tal
como les falta el entendimiento a las mulas.
Antonio
tenía un grado muy alto de sabiduría práctica. Lo admirable era que, aunque no
tuvo educación formal, poseía ingenio y comprensión despiertos. Un ejemplo: Una
vez llegaron donde él dos filósofos griegos, pensando que podían divertirse con
Antonio. Cuando él, que por ese entonces vivía en la Montaña Exterior, catalogó
a los hombres por su apariencia, salió donde ellos y les dijo por medio de un
intérprete: " ¿Por qué filósofos, se dieron tanta molestia en venir donde
un hombre loco? Cuando ellos le contestaron que no era loco sino muy sabio, él
les dijo: "Si ustedes vinieron donde un loco, su molestia no tiene
sentido; pero si piensan que soy sabio, entonces háganse lo que yo soy, porque
hay que imitar lo bueno. En verdad, si yo hubiera ido donde ustedes, los habría
imitado; a la inversa, ahora que ustedes vinieron donde mí, conviértanse en lo
que soy: yo soy cristiano." Ellos se fueron, admirados de él, vieron que
los demonios temían a Antonio.
También
otros de la misma clase fueron a su encuentro en la Montaña Exterior y pensaron
que podían burlarse de él porque no tenía educación. Antonio les dijo:
"Bien, que dicen ustedes: ¿qué es primero, el sentido o la letra? ¿Y cuál
es el origen de cuál?: ¿El sentido de la letra o la letra del sentido? Cuando
ellos expresaron que el sentido es primero y origen de la letra, Antonio dijo:
"Por eso quien tiene una mente sana no necesita las letras. Esto asombró a
ellos y a los circunstantes. Se fueron admirados de ver tal sabiduría en un
hombre iletrado. Porque no tenía las maneras groseras de quien a vivido y
envejecido en la montaña, sino que era un hombre de gracia y cortesía. Su
hablar estaba sosegado con la sabiduría divina (Col 4:6), de modo que nadie le
tenía mala voluntad, sino que todos se alegraban de haber ido en su busca.
Y por
cierto, después de éstos vinieron otros todavía. Eran de aquellos que de entre
los paganos tienen reputación de sabios. Le pidieron que planteara una
controversia sobre nuestra fe en Cristo. Cuando trataban de argüir con sofismas
a partir de la predicación de la divina Cruz con el fin de burlarse, Antonio
guardó silencio por un momento y, compadeciéndose primero de su ignorancia,
dijo luego a través de un intérprete que hacía una excelente traducción de sus
palabras: "Qué es mejor: ¿confesar la Cruz o atribuir adulterio o
pederastias a sus mal llamados dioses? Pues mantener lo que mantenemos es signo
de espíritu viril y denota desprecio de la muerte, mientras que lo que ustedes
pretenden habla sólo de sus pasiones desenfrenadas. Otra vez, qué es mejor:
¿decir que la Palabra de Dios inmutable quedó la misma al tomar el cuerpo
humano para la salvación y bien de la humanidad, de modo que al compartir el
nacimiento humano pudo hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina y
espiritual (2 P 1:4), o colocar lo divino en un mismo nivel que los seres
insensibles y adorar por eso a bestias y reptiles e imágenes de hombres?
Precisamente eso son los objetos adorados por sus hombres sabios. ¿Con qué
derecho vienen a rebajarnos porque afirmamos que Cristo pereció como hombre,
siendo que ustedes hacen provenir el alma del cielo, diciendo que se extravió y
cayó desde la bóveda del cielo al cuerpo? ¡Y ojal que fuera sólo el cuerpo
humano, y que no se cambiara o migrara en el de bestia y serpientes! Nuestra fe
declara que Cristo vino para la salvación de las almas, pero ustedes
erróneamente teorizan acerca de un alma increada. Creemos en el poder de la
Providencia y en su amor por los hombres y que esa venida por tanto no era
imposible para Dios; pero ustedes llamando al alma imagen de la Inteligencia,
le impulsan caídas y fabrican mitos sobre su posibilidad de cambios. Como
consecuencia, hacen a la inteligencia misma mutable a causa del alma. Porque en
cuanto era imagen debe ser aquello a cuya imagen es. Pero si ustedes piensan
semejantes cosas acerca de la Inteligencia, recuerden que blasfeman del Padre
de la Inteligencia.
"Y
referente a la Cruz, qué dicen ustedes que es mejor: ¿soportar la cruz, cuando
hombres malvados echan mano de la traición, y no vacilar ante la muerte de
ninguna manera o forma, o fabricar fábulas sobre las andananzas de Isis u
Osiris, las conspiraciones de Tifón, la expulsión de Cronos, con sus hijos
devorados y parricidios? Sí, ¡aquí tenemos su sabiduría!
¿Y por
qué mientras se ríen de la Cruz, no se maravillan de la Resurrección? Porque
los mismos que nos trasmitieron un suceso, escribieron también sobre el otro.
¿O por qué mientras se acuerdan de la Cruz, no tiene nada que decir sobre los
muertos devueltos a la vida, los ciegos que recuperaron la vista, los
paralíticos que fueron sanados y los leprosos que fueron limpiados, el caminar
sobre el mar, y los demás signos y milagros que muestran a Cristo no como
hombre sino como Dios? En todo caso me parece que ustedes se engañan así mismos
y que no tienen ninguna familiaridad real con nuestras Escrituras. Pero léanlas
y vean que cuanto Cristo hizo prueba que era Dios que habitaba con nosotros
para la salvación de los hombres.
Pero
háblennos también ustedes sobre sus propias enseñanzas. Aunque ¿que pueden
decir de las cosas insensibles sino insensateces y barbaridades? Pero si, como
oigo, quieren decir que entre ustedes tales cosas se hablan en sentido
figurado, y así convierten el rapto de Coré en alegoría de la tierra; la cojera
de Hefestos, del sol; a Hera, del aire; a Apolo, del sol; a Artemisa, de la
luna; y a Poseidón, del mar: aún así no adoran ustedes a Dios mismo, sino que
sirven a la creatura en lugar del Dios que creó todo. Pues si ustedes han
compuesto tales historias porque la creación es hermosa, no debían haber ido
mas allá de admirarla, y no hacer dioses de las creaturas para no dar a las cosas
hechas el honor del Hacedor. En ese caso, ya sería tiempo que dieran el honor
al debido arquitecto, a la casa construidas por él, o el honor debido al
general, a los soldados. Ahora, ¿qué tienen que decir a todo esto? Así sabremos
si la Cruz tiene algo que sirva para burlase de ella."
Ellos
estaban desconcertados y le daban vueltas al asunto de una y otra forma.
Antonio sonrió y dijo, de nuevo a través de un intérprete: "Sólo con ver
las cosas ya se tiene la prueba de todo lo que he dicho. Pero dado que ustedes,
por supuesto, confían absolutamente en las demostraciones, y es éste un arte en
que ustedes son maestros, y ya que nos exigen no adorar a Dios sin argumentos
demostrativos, díganme esto primero. ¿Cómo se origina el conocimiento preciso
de las cosas, en especial el conociendo de Dios? ¿Es por una demostración
verbal o por un acto de fe? Y qué viene primero: ¿el acto de fe o la
demostración verbal?" Cuando replicaron que el acto de fe precede y que
esto constituye un conocimiento exacto, Antonio, dijo: "¡Bien respondido!
La fe surge de la disposición del alma, mientras la dialéctica vine de la
habilidad de los que la idean. De acuerdo a esto, los que poseen una fe activa
no necesitan argumentos de palabras, y probablemente los encuentran incluso superfluos.
Pues lo que aprendemos por la fe, tratan ustedes de construirlo con
argumentaciones, y a menudo ni siquiera pueden expresar lo que nosotros
percibimos. La conclusión es que una fe activa es mejor y más fuerte que sus
argumentos sofistas.
"Los
cristianos, por eso, poseemos el misterio, no basándonos en la razón de la
sabiduría griega (1 Co 1:17), sino fundado en el poder de una fe que Dios nos
ha garantido por medio de Jesucristo. Por lo que hace a la verdad de la
explicación dada, noten como nosotros, iletrados, creemos en Dios, reconociendo
su Providencia a partir de sus obras. Y en cuanto a que nuestra fe es algo
efectivo, noten que nos apoyamos en nuestra fe en Cristo, mientras que ustedes
lo hacen basados en disputas o palabras sofísticas; sus ídolos fantasmas están
pasando de moda, pero nuestra fe se difunde en todas partes. Ustedes con todos
sus silogismos y sofisma no convierten a nadie del cristianismo al paganismo,
pero nosotros, enseñando la fe en Cristo, estamos despojando a sus dioses del miedo
que inspiraban, de modo que todos reconocen a Cristo como Dios e Hijo de Dios.
Ustedes en toda su elegante retórica, no impiden la enseñanza de Cristo, pero
nosotros, con sólo mencionar el nombre de Cristo crucificado, expulsamos a los
demonios que ustedes veneran como dioses. Donde aparece el signo de la Cruz,
allí la magia y la hechicería son impotentes y sin efecto.
"En
verdad, dígannos, ¿dónde quedaron sus oráculos? ¿Dónde los encantamientos de
los egipcios? ¿Dónde sus ilusiones y fantasmas de los magos? ¿Cuándo terminaron
estas cosas y perdieron su significado? ¿No fue acaso cuando llegó la Cruz de
Cristo? Por eso, es ella la que merece desprecio y no mas bien lo que ella ha
echado abajo, demostrando su impotencia? También es notable el echo de que la
religión de ustedes jamás fue perseguida; al contrario en todas partes goza de
honor entre los hombres. Pero los seguidores de Cristo son perseguidos, y sin
embargo es nuestra causa la que florece y prevalece, no la suya. Su religión,
con toda la tranquilidad y protección que goza, está muriéndose, mientras la fe
y enseñanza de Cristo, despreciadas por ustedes a menudo perseguidas por los
gobernantes, han llenado el mundo. ¿En qué tiempo resplandeció tan
brillantemente el conocimiento de Dios? ¿O en qué tiempo aparecieron la
continencia y la virtud de la virginidad? ¿O cuándo fue despreciada la muerte
como cuando llegó la Cruz de Cristo? Y nadie duda de esto al ver a los mártires
que desprecian la muerte por causa de Cristo, o al ver a las vírgenes de la Iglesia
que por causa de Cristo guardan sus cuerpos puros y sin mancilla.
"Estas
pruebas bastan para demostrar que la fe en Cristo es la única religión
verdadera. Pero aquí están ustedes, los que buscan conclusiones basadas en el
razonamiento , ustedes que no tienen fe. Nosotros no buscamos pruebas, tal como
dice nuestro maestro, con palabras persuasivas de sabiduría humana (1 Co 2:4),
sino que persuadimos a los hombres por la fe, fe que precede tangiblemente todo
razonamiento basado en argumentos. Vean, aquí hay algunos que son atormentados
por los demonios." Estos eran gente que habían venido a verlo y que
sufrían a causa de los demonios; haciéndolos adelantarse, dijo: "O bien,
sánenlos con sus silogismos, o cualquier magia que deseen, invocando a sus
ídolos; o bien, si no pueden, dejen de luchar contra nosotros y vean el poder
de la Cruz de Cristo." Después de decir esto, invocó a Cristo e hizo sobre
los enfermos la señal de la Cruz, repitiendo la acción por segunda y tercera
vez. De inmediato las personas se levantaron completamente sanas, vueltas a su
mente y dando gracias al Señor. Los mal llamados filósofos estaban asombrados y
realmente atónitos por la sagacidad del hombre y por el milagro realizado. Pero
Antonio les dijo: " ¿Por qué se maravillan de esto? No somos nosotros sino
Cristo quien hace esto a través de los que creen en El. Crean ustedes también y
verán que no es palabrería la que tenemos, sino fe que por la caridad obrada
por Cristo (Ga 5:6); si ustedes también hacen suyo esto, no necesitarán ya
andar buscando argumentos de la razón, sino que hallarán que la fe en Cristo es
suficiente." Así habló Antonio. Cuando partieron, lo admiraron, lo
abrazaron y reconocieron que los había ayudado.
Tal es
la historia de Antonio. No deberíamos ser escépticos porque sea a través de un
hombre que han sucedido estos grandes milagros. Pues es la promesa del
Salvador: "Si tienen fe aunque sea como un grano de mostaza, le dirán a
ese monte: ¡Muévete de aquí!, y se mover ; nada les ser imposible" (Mt
17:20). Y también: "En verdad, les digo: Todo lo que le pidan al Padre en
mi nombre, El se los dar ... Pidan y recibirán" (Jn 16:23 ss.). El es
quien dice a sus discípulos y a todos los que creen en El: "Sanen a los
enfermos..., echen fuera a los demonios; gratis lo recibieron, gratis tienen
que darlo" (Mt 8:10).
Antonio,
pues, sanaba no dando órdenes sino orando e invocando el nombre de Cristo, de
modo de que para todo era claro que no era él quien actuaba sino el Señor quien
mostraba su amor por los hombres sanando a los que sufrían, por intermedio de
Antonio. Antonio se ocupaba sólo de la oración y de la práctica de la ascesis,
por esta razón llevaba su vida montañesa, feliz en la contemplación de las
cosas divinas, y apenado de que tantos lo perturbaban y lo forzaban a salir a
la Montaña Exterior.
Los
jueces, por ejemplo, le rogaban que bajara de la montaña, ya que para ellos era
imposible ir para allá a causa del séquito de gente envueltas en pleito. Le
pidieron que fuera a ellos para que pudieran verlo. El trató de librarse del
viaje y les rogó que lo excusaran de hacerlo. Ellos insistieron, sin embargo,
incluso le mandaron procesados con escoltas de soldados, para que en
consideración a ellos se decidiera a bajar. Bajo tal presión, y viéndolos lamentarse,
fue a la Montaña Exterior. De nuevo la molestia que se tomó no fue en vano,
pues ayudo a muchos y su llegada fue verdadero beneficio. Ayudó a los jueces
aconsejándoles que dieran a la justicia precedencia a todo lo demás, que
temieran a Dios y que recordaran que "serían juzgados con la medida con
que juzgaran" (Mt 7:12). Pero amaba su vida montañesa por encima de todo.
Una vez
importunado por personas que necesitaban su ayuda y solicitado por el
comandante militar que envió mensajeros a pedirle que bajara, fue y habló
algunas palabras acerca de la salvación y a favor de los que lo necesitaban, y
luego se dio prisa para irse. Cuando el duque, como lo llaman, le rogó que se
quedara, le contestó que no podía pasar más tiempo con ellos, y los satisfizo
con esta hermosa comparación: "Tal como un pez muere cuando está un tiempo
en tierra seca, así también los monjes se pierden cuando holgazanean y pasan
mucho tiempo entre ustedes. Por eso tenemos que volver a la montaña, como el
pez al agua. De otro modo, si nos entretenemos podemos perder de vista la vida
interior. El comandante al escucharle esto y muchas otras cosas más, dijo
admirado que era verdaderamente siervo de Dios, pues, ¿de dónde podía un hombre
ordinario tener una inteligencia tan extraordinaria si no fuera amado por Dios?
Había
una vez un comandante -Balacio era su nombre-, que era como los partidario de
los execrables arrianos perseguía duramente a los cristianos. En su barbarie
llegaba a azotar a las vírgenes y desnudar y azotar a los monjes. Entonces
Antonio le envió una carta diciéndole lo siguiente: "Veo que el juicio de
Dios se te acerca; deja, pues, de perseguir a los cristianos para que no te
sorprenda el juicio; ahora está a punto de caer sobre ti." Pero Balacio se
echó a reír, tiró la carta al suelo y la escupió, maltrató a los mensajeros y
les ordenó que llevaran este mensaje a Antonio: "Veo que estás muy
preocupados por los monjes, vendré también por ti." No habían pasado cinco
días cuando el juicio de Dios cayó sobre él. Balacio y Nestorio, prefecto de
Egipto, habían salido a la primera estación fuera de Alejandría, llamada
Chereu; ambos iban a caballo. Los caballos pertenecían a Balacio y eran los más
mansos que tenía. No habían llegado todavía al lugar, cuando los caballos, como
acostumbraban a hacerlo, comenzaron a retozar uno contra otro, y de repente el
más manso de los dos, que cabalgaba Nestorio, mordió a Balacio, lo echó abajo y
lo atacó. Le rasgó el muslo tan malamente con sus dientes, que tuvieron que
llevarlo de vuelta a la ciudad, donde murió después de tres días. Todos se
admiraron de que lo dicho por Antonio se cumpliera tan rápidamente.
Así dio
escarmiento a los duros. Pero en cuanto a los demás que acudían a él, sus
íntimas y cordiales conversaciones con ellos lo hacían olvidar sus litigios y
hacían considerar felices a los que abandonaban la vida del mundo. De tal modo
luchaba por la causa de los agraviados que se podía pensar qué el mismo y no
los otros era la parte agraviada. Además tenía tal don para ayudar a todos, que
muchos militares y hombres de gran influjo abandonaban su vida agravosa y se
hacían monjes. Era como si Dios hubiera dado un médico a Egipto. ¿Quién acudió
a él con dolor sin volver con alegría? ¿Quién llegó llorando por sus muertos y
no echó fuera inmediatamente su duelo? ¿Hubo alguno que llegara con ira y no la
transformara en amistad? ¿Que pobre o arruinado fue donde él, y al verlo y
oírlo no despreció la riqueza y se sintió consolado en su pobreza? ¿Qué monje
negligente no ganó nuevo fervor al visitarlo? ¿Qué joven, llegando a la montaña
y viendo a Antonio, no renunció tempranamente al placer y comenzó a amar la
castidad? ¿Quién se le acercó atormentado por un demonio y no fue librado?
¿Quién llegó con un alma torturada y no encontró la paz del corazón?
Era
algo único en la práctica ascética de Antonio que tuviera, como establecí
antes, el don de discernimientos de espíritus. Reconocía sus movimientos y
sabía muy bien en que dirección llevaba cada uno de ellos su esfuerzo y ataque.
No sólo que él mismo fue no fue engañado por ellos, sino que, alentando a otros
que eran hostigados en sus pensamientos, les enseñó como resguardarse de sus
designios, describiendo la debilidad y ardides de espíritus que practicaban la
posesión. Así cada uno se marchaba como ungido por él y lleno de confianza para
la lucha contra los designios del diablo y sus demonios.
¡Y
cuántas jóvenes que tenían pretendientes pero vieron a Antonio sólo de lejos,
quedaron vírgenes por Cristo! La gente llegaba donde él también de tierras extrañas,
y también ellos recibían ayuda como los demás, retornando como enviados en un
camino por un padre. Y en verdad, y ahora que ya partió, todos, como huérfanos
que han perdido a su padre, se consuelan y conforman sólo con su recuerdo,
guardando al mismo tiempo con cariño sus palabras de admonición y consejo.
Este es
el lugar para que les cuente y ustedes oigan, ya que están deseosos de ello,
como fue el fin de su vida, pues en esto fue modelo digno de imitar.
Según
su costumbre, visitaba a los monjes en la Montaña Exterior. Recibiendo una
premonición de su muerte de parte de la Providencia, habló a los hermanos:
"Esta es la última visita que les hago y me admiraría si nos volvemos a
ver en esta vida. Ya es tiempo de que muera, pues tengo casi ciento cinco
años." Al oír esto, se pusieron a llorar, abrasando y besando al anciano.
Pero él, como si estuviera por partir de una ciudad extranjera a la suya
propia, charlaba gozosamente. Los exhortaba a "no relajarse en sus esfuerzos
ni a desalentarse en las práctica de la vida ascética, sino a vivir, como si
tuvieran que morir cada día, y, como dije antes, a trabajar duro para guardar
el alma limpia de pensamientos impuros, y a imitar a los pensamientos santos.
No se acerquen a los cismáticos melecianos, pues ya conocen su enseñanza
perversa e impía. No se metan para nada con los arrianos, pues su irreligión es
clara para todos. Y si ven que los jueces los apoyan, no se dejen confundir:
esto se acabar , es un fenómeno que es mortal y destinado a su fin en corto
tiempo. Por eso, manténganse limpios de todo esto y observen la tradición de
los Padres, y sobre todo, la fe ortodoxa en nuestro Señor Jesucristo, como lo
aprendieron de las Escrituras y yo tan a menudo se los recordé."
Cuando
los hermanos lo instaron a quedarse con ellos y morir allí, se rehusó a ello
por muchas razones, según dijo, aunque sin indicar ninguna. Pero especialmente
era por esto: los egipcios tienen la costumbre de honrar con ritos funerarios y
envolver con sudarios de lino los cuerpos de los santos y particularmente el de
los santo mártires; pero no los entierran sino que los colocan sobre divanes y
los guardan en sus casas, pensando honrar al difunto de esta manera. Antonio a
menudo pidió a los obispos que dieran instrucciones al pueblo sobre este
asunto. Asimismo avergonzó a los laicos y reprobó a las mujeres, diciendo que
"eso no era correcto ni reverente en absoluto. Los cuerpos de los
patriarcas y los profetas se guardan en las tumbas hasta estos días; y el cuerpo
del Señor fue depositado en una tumba y pusieron una piedra sobre él (Mt
27:60), hasta que resucitó al tercer día." Al plantear así las cosas,
demostraba que cometía error el que no daba sepultura a los cuerpos de los
difuntos, por santos que fueran. Y en verdad, ¿qué hay más grande o más santo
que el cuerpo del Señor? Como resultado, muchos que lo escucharon comenzaron
desde entonces a sepultar a sus muertos, dieron gracias al Señor por la buena
enseñanza recibida.
Sabiendo
esto, Antonio tuvo miedo de que pudieran hacer lo mismo con su propio cuerpo.
Por eso, despidiéndose de los monjes de la Montaña Exterior, se apresuró hacia
la Montaña Interior, donde acostumbraba a vivir. Después de pocos meses cayó
enfermo. Llamó ó a los que lo acompañaban -había dos que llevaban la vida
ascética desde hacía quince años y se preocupaban de él a causa de su avanzada
edad-, y les dijo: "Me voy por el camino de mis padres, como dice la
Escritura (1 R 2:2; Js 23:14), pues me veo llamado por el Señor. En cuanto a
ustedes estén en guardia y no hagan tabla rasa de la vida ascética que han
practicado tanto tiempo. Esfuércense para mantener su entusiasmo como si
estuvieran recién comenzando. Ya conocen a los demonios y sus designios,
conocen también su furia y también su incapacidad. Así, pues, no los teman;
dejen mas bien que Cristo sea el aliento de su vida y pongan su confianza en
El. Vivan como si cada día tuvieran que morir, poniendo su atención en ustedes
mismos y recordando todo lo que me han escuchado. No tengan ninguna comunión
con los cismáticos y absolutamente nada con los herejes arrianos. Saben como yo
mismo me cuidé de ellos a causa de su pertinaz herejía en contra de Cristo.
Muestren ansia de mostrar su lealtad primero al Señor y luego a sus santos,
para que después de su muerte los reciban en las moradas eternas (Lc 16:9),
como a mis amigos familiares. Grábense este pensamiento, téngalo como
propósito. Si ustedes tienen realmente preocupación por mí y me consideran su
padre, no permitan que nadie lleve mi cuerpo a Egipto, no sea que me vayan a
guardar en sus casas. Esta fue mi razón para venir acá, a la montaña. Saben
como siempre avergoncé a los que hacen eso y los intimé a dejar tal costumbre.
Por eso, háganme ustedes mismos los funerales y sepulten mi cuerpo en tierra, y
respeten de tal modo lo que les he dicho, que nadie sino sólo ustedes sepa el
lugar. En la resurrección de los muertos, el Salvador me lo devolver
incorruptible. Distribuyan mi ropa. Al obispo Atanasio denle la túnica y el
manto donde yazgo, que él mismo me lo dio pero que se ha gastado en mi poder;
al obispo Serapión denle la otra túnica, y ustedes pueden quedarse con la
camisa de pelo. Y ahora, hijos míos, Dios los bendiga. Antonio se va, y no esta
más con ustedes."
Después
de decir esto y de que ellos lo hubieron besado, estiró sus pies; su rostro
estaba transfigurado de alegría y sus ojos brillaban de regocijo como si viera
a amigos que vinieran a su encuentro, y así falleció y fue a reunirse con sus
padres. Ellos entonces, siguiendo las órdenes que les había dado, prepararon y
envolvieron el cuerpo y lo enterraron ahí en la tierra. Y hasta el día de hoy,
nadie, salvo esos dos, sabe donde está sepultado. En cuanto a los que
recibieran las túnicas y el manto usado por el bienaventurado Antonio, cada uno
guarda su regalo como un gran tesoro. Mirarlos es ver a Antonio y ponérselos es
como revestirse de sus exhortaciones con alegría.
Este
fue el fin de la vida de Antonio en el cuerpo, como antes tuvimos el comienzo
de la vida ascética. Y aunque este sea un pobre relato comparado con la virtud
del hombre, recíbanlo, sin embargo, y reflexionen en que caso de hombre fue
Antonio, el varón de Dios. Desde su juventud hasta una edad avanzada conservó
una devoción inalterable a la vida ascética. Nunca tomó la ancianidad como
excusa para ceder al deseo de la alimentación abundante, ni cambió su forma de
vestir por la debilidad de su cuerpo, ni tampoco lavó sus pies con agua. Y, sin
embargo, su salud se mantuvo totalmente sin perjuicio. Por ejemplo, incluso sus
ojos eran perfectamente normales, de modo que su vista era excelente; no había
perdido un solo diente; sólo se le habían gastado las encías por la gran edad
del anciano. Mantuvo las manos y los pies sanos, y en total aparecía con
mejores colores y más fuerte que los que usan una dieta diversificada, baños y
variedad de vestidos.
El
hecho de que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró admiración
universal y de que su pérdida fue sentida aún por gente que nunca lo vio,
subraya su virtud y el amor que Dios le tenía. Antonio ganó renombre no por sus
escritos ni por sabiduría de palabras ni por ninguna otra cosa, sino sólo por
su servicio a Dios.
Y nadie
puede negar que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este
hombre, que vivió escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en
Roma y Africa, sino por Dios, que en todas partes hace conocidos a los suyos,
que, más aún, había dicho esto en los comienzos? Pues aunque hagan sus obras en
secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente
como lámparas a todo los hombres (Mt 5:16), y así, los que oyen hablar de
ellos, pueden darse cuenta de que los mandamientos llevan a la perfección, y
entonces cobran valor por la senda que conduce a la virtud.
Ahora,
pues, lean a los demás hermanos, para que también ellos aprendan cómo debe ser
la vida de los monjes, y se convenzan de que nuestro Señor y Salvador
Jesucristo glorifica a los que lo glorifican. El no sólo conduce al Reino de
los Cielos a quienes lo sirven hasta el fin, sino que, aunque se escondan y
hagan lo posible por vivir fuera del mundo, hace que en todas partes se lo
conozca y se hable de ellos, por su propia santidad y por la ayuda que dan a
otros. Si la ocasión se les presenta, léanlo también a los paganos, para que al
menos de este modo puedan aprender que nuestro Señor Jesucristo es Dios e Hijo
de Dios, y que los cristianos que lo sirven fielmente y mantienen su fe
ortodoxa en El, demuestran que los demonios, considerados dioses por los paganos,
no son tales, sino que, más aún, los pisotean y ahuyentan por lo que son:
engañadores y corruptores de hombres.
Por
nuestro Señor Jesucristo, a quien la gloria por los siglos. Amén
Panfleto Misionero # S
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Editor: Obispo Alejandro (Mileant).
(vida_antonio.doc,
11-10-99).