San Alfonso María de Ligorio
El gran medio de la
oración
-
Condiciones de la buena oración
-
En verdad, en verdad os digo que cuanto
pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá. Tal es la bella
promesa que nos ha hecho Jesucristo. Dice que nos concederá todo cuanto le
pidamos, pero debemos entender que con la condición de que recemos con las
debidas disposiciones. Ya lo dijo el apóstol Santiago: Si pedís y no
alcanzáis lo que pedís. es porque pedís malamente. Y San Basilio,
apoyando esta sentencia del apóstol, escribe: Si alguna vez pediste y
no recibiste, fue seguramente porque pediste con poca fe y poca confianza,
con pocas ansias de alcanzar la divina gracia porque pediste cosas no
convenientes o porque no perseveraste en la oración hasta el fin, Santo
Tomás reduce a cuatro las condiciones para que la oración sea eficaz:
pedir por uno mismo, pedir cosas necesarias para la salvación, pedirlas
con piedad y pedirlas con perseverancia.
I.- SE
DICE POR QUIEN HEMOS DE PEDIR
La primera condición de la oración, dice el
Doctor Angélico, es que pidamos por nosotros mismos. Sostiene, en efecto,
el santo Doctor, que nadie puede alcanzar para otro hombre la vida eterna,
ni por tanto las gracias que conducen a ella a título de justicia, ex
condigno, como dice la teología. Y advierte además esta razón: que la
promesa que hizo el Señor a los que rezan es solamente a condición de que
recen por ellos mismos y no por los demás. Dabit vobis. A vosotros se
os dará.
Hay sin embargo muchos doctores que
sostienen lo contrario, tales como Cornelio Alápide, Silvestre, Toledo,
Habert y otros, y se apoyan en la autoridad de San Basilio, el cual afirma
categóricamente que la eficacia de la oración es infalible, aun cuando
recemos por otros, con tal que ellos no pongan algún impedimento positivo.
Se apoya en las sagradas Escrituras que dicen: Orad los unos por los
otros para que seáis salvos: que es muy poderosa ante Dios la oración del
justo. Y todavía es más claro lo que leemos en San Juan: El que
sabe que su hermano ha cometido un pecado, ruegue por él y Dios dará la
vida al que peca, no de muerte.
Comentando esta palabras San Agustín, San
Beda y San Ambrosio dicen que aquí se trata del pecador que se empeña en
vivir en impenitencia o sea en la muerte del pecado; pues Para los
obstinados en la maldad se necesita una gracia del todo extraordinaria. A
los pecadores que no son culpables de tan grande maldad podemos salvarlos
con nuestras acciones. Así lo aseguran, apoyados en esta solemne
afirmación del apóstol San Juan: Reza y Dios dará la vida al pecador.
Lo que en todo caso está fuera de duda es
que las oraciones que hacemos por los pecadores, a ellos les son muy
útiles y agradan mucho al Señor: y no pocas veces se lamenta el mismo
Salvador de que sus siervos no le recomiendan bastante los pecadores. Así
lo leemos en la vida de santa María Magdalena de Pazzis, a la cual dijo un
día Jesucristo: Mira, hija, cómo los cristianos viven entre las garras
de los demonios. Si mis escogidos no los libran con sus oraciones, serán
totalmente devorados.
Muy especialmente pide esto Nuestro Señor
Jesucristo a los sacerdotes y religiosos. Por esto la misma santa hablaba
así a sus monjas: Hermanas, Dios nos ha sacado del mundo no sólo para
que trabajemos por nosotros, sino también para que aplaquemos la cólera de
Dios en favor de los pecadores. Otro día dijo el Señor a la misma
santa carmelita: A vosotras, esposas predilectas, os he confiado la
ciudad de refugio, que es mi sagrada Pasión: encerraos en ella y ocupaos
en socorrer a aquellos hijos que perecen... y ofreced vuestra vida por
ellos. Por esto la santa, inflamada de caridad, cincuenta veces al día
ofrecía a Dios la sangre del Redentor por los pecadores y tanto se
consumía en las llamas de su devoción, que exclamaba: ¡Qué pena tan
grande, Señor, ver que podría muriendo hacer bien a vuestras criaturas y
no poder morir! En todos sus ejercicios de piedad encomendaba al Señor
la conversión de los pecadores, y leemos en su biografía, que ni una sola
hora del día pasaba sin rezar por ellos. Levantábase muchas veces a media
noche y corría a rezar ante el sagrario por los pecadores. Un día la
hallaron llorando amargamente. Le preguntaron la causa de su llanto y
contestó: Lloro, porque me parece que nada hago por la salvación de los
pecadores. Llegó hasta ofrecerse a sufrir las penas del infierno, con
la sola condición de no odiar allí al Señor. Probóla el Señor con grandes
dolores y penosas enfermedades. Todo lo padecía por la conversión de los
pecadores. Rezaba de modo especial por los sacerdotes, porque sabía que su
vida santa era salvación de muchos, y su vida descuidada, ruina y
condenación de no pocos. Por eso pedía al Señor que castigase en ella los
pecados de los desgraciados pecadores. Señor, decía, muera yo
muchas veces y otras tantas torne a la vida hasta que pueda satisfacer por
ellos a vuestra divina justicia. Por este camino salvó muchas almas de
las garras del demonio, como leemos en su biografía.
Aunque he querido hablar más extensamente
del celo de esta gran santa, puede muy bien decirse lo mismo de todas las
almas verdaderamente enamoradas de Dios, pues todas ellas no cesan de
rogar por los pobres pecadores. Así ha de ser, porque el que ama a Dios,
comprende el amor que el Señor tiene a las almas y lo que Jesucristo ha
hecho y padecido por ellas, y a la vez se da cuenta de las grandes ansias
que tiene ese Divino Salvador de que todos recemos por los pecadores; y
entonces ¿cómo es posible que vea con indiferencia la ruina de esas almas
desgraciadas que viven sin Dios y esclavas del infierno? ¿Cómo no se
sentiría movida a pedir al Señor que dé a esas desventuradas luz y fuerza
para salir del estado lastimoso en que viven y duermen perdidas? Es verdad
que el Señor no ha prometido escucharnos.- cuando aquellos por quienes
pedimos Ponen positivos impedimentos a su conversión, mas no lo es menos
que Dios, por su bondad y por las oraciones de sus siervos da muchas veces
gracias extraordinarias a los pecadores más obstinados, y así logra
arrancarlos del pecado y ponerlos en camino de salvación.
Por tanto, cuando digamos u oigamos la santa
misa, en la comunión, en la meditación, y cuando visitemos a Jesús
Sacramentado, no dejemos de pedir por los pobres pecadores. Afirma un
sabio escritor que quien más pide por los otros más pronto verá oídas las
plegarias que haga por sí mismo.
Dejemos a un lado esta breve digresión y
sigamos explicando las condiciones que exige Santo Tomás para que sean
eficaces nuestras oraciones.
II.- HAY QUE PEDIR COSAS NECESARIAS PARA LA
SALVACIÓN
La segunda condición que pone el Angélico es
que pidamos cosas que sean convenientes y necesarias para nuestra
salvación. pues la promesa que nos hizo el Señor no es de cosas
exclusivamente materiales y que no son convenientes para la vida eterna,
sino de aquellas gracias que necesitamos para ir al cielo. Dijo el Señor
que pidiéramos en su nombre. Y comentando estas palabras, San
Agustín, dice claramente que no pedimos en nombre del Señor cuando pedimos
cosas que son contra la salvación.
Pedimos no pocas veces a Dios bienes
temporales y no nos escucha. Dice el santo que esto es disposición de su
misericordia, porque nos ama y nos quiere bien. Y da esta razón: Lo que al
enfermo conviene, mejor lo sabe el médico que el mismo enfermo. Y el
médico no da al enfermo cosas que pudieran serle nocivas. Cuántos que caen
en pecados, estando sanos y ricos, no caerían si se encontraran pobres o
enfermos. Y por esto cabalmente a algunos que le piden salud del cuerpo y
bienes de fortuna se los niega el Señor. Es porque los ama y sabe que
aquellas cosas serían para ellos ocasión de pecado o de vivir vida de
tibieza en la vida espiritual.
No queremos decir con esto que sea falta
pedir cosas convenientes para la vida presente. También las pedía el Sabio
en las Sagradas Escrituras: Dame tan sólo, Señor, las cosas necesarias
para la vida cotidiana. Tampoco es defecto, como afirma Santo Tomás,
tener por esos bienes materiales una ordenada solicitud. Defecto sería, si
miráramos esas cosas terrenales como la suprema felicidad de la vida y
pusiéramos en su adquisición desordenado empeño, como si en tales bienes
consistiera toda nuestra felicidad. Por eso, cuando pedimos a Dios gracias
temporales, debemos pedirlas con resignación y a condición de que sean
útiles para nuestra salvación eterna. Si por ventura el Señor no nos las
concediera estemos seguros que nos las niega por el amor que nos tiene,
pues sabe que serían perjudiciales para nuestro progreso espiritual que es
lo único que merece consideración.
Sucede también a menudo que pedimos al Señor
que nos libre de una tentación peligrosa, mas el Señor no nos escucha y
permite que siga la guerra de la tentación. Confesemos entonces también
que lo permite Dios para nuestro mayor bien. No son las tentaciones y
malos pensamientos los que nos apartan de Dios, sino el consentimiento de
la voluntad. Cuando el alma en la tentación acude al Señor y la vence con
el socorro divino ¡cómo avanza en el camino de la perfección! ¡Qué
fervorosamente se une a Dios! Y por eso cabalmente no la oía el Señor.
¡Con qué ansias acudía al cielo el apóstol
San Pablo! ¡Cómo pedía al Señor que le quitara las graves tentaciones que
le perseguían! Contestóle el Señor: Te basta mi gracia. Así lo
confiesa él mismo en la carta a los de Corinto: Para que las grandezas
de las revelaciones no me envanezcan, se me ha dado el estímulo de la
carne que es como un ángel de Satanás que me abofetea. Tres veces pedí al
Señor que le apartase de mí. Y respondióme: Te basta mi gracia.
Lo que debemos hacer en la tentación es
clamar a Dios con fervor y resignación, diciéndole: Libradme, Señor, de
este tormento interior, si es conveniente para mi alma, y si queréis que
siga, dadme la fuerza de resistir hasta el fin. Debemos decir a este
respecto con San Bernardo: que cuando pedimos a Dios una gracia, El nos da
esa gracia u otra mejor. A veces permite que nos azoten las tempestades
para que de esta manera quede afirmada nuestra fidelidad y mayor ganancia
de nuestro espíritu. Parecía que estaba sordo a nuestras plegarias... pero
no es así. Al contrarío, estemos ciertos que en esos momentos se halla muy
cerca de nosotros, fortificándonos con su gracia, para que resistamos el
ataque de nuestros enemigos. Así muy cumplidamente nos lo enseña el
salmista con estas palabras. En la tribulación me invocaste y yo te
libré. Te oí benigno en la oscuridad de la tormenta. Te probé junto a las
aguas de la contradicción.
III .-
HAY QUE ORAR CON HUMILDAD
Escucha el Señor bondadosamente las
oraciones de sus siervos, pero sólo de sus siervos sencillos y humildes,
como dice el Salmista: Miró el Señor la oración de los humildes. Y
añade el apóstol Santiago: Dios resiste a los soberbios y da sus
gracias a los humildes. No escucha el Señor las oraciones de los
soberbios que sólo confían en sus fuerzas, antes los deja en su propia
miseria, y en ese mísero estado, privados de la ayuda de Dios, se pierden
sin remedio. Así lo confesaba David con lágrimas amargas: Antes que
fuera humillado, caí. Pequé porque no era humilde. Lo mismo acaeció al
apóstol Pedro el cual, cuando el Señor anunció que aquella misma noche
todos sus discípulos le habían de abandonar, él, en vez de confesar su
debilidad y pedir fuerzas al Maestro para no serie infiel, confió
demasiado en sus propias fuerzas y replicó animoso que, aunque todos le
abandonaran, él no le abandonaría. Predícele de nuevo Jesús que aquella
misma noche, antes que cantase el gallo, tres veces le había de negar; de
nuevo, Pedro fiado en sus bríos naturales contestó orgullosamente:
Aunque tenga que morir, yo no te negaré. ¿Qué pasó? Apenas el
malhadado puso los pies en la casa del pontífice, le echaron en cara que
era discípulo del Nazareno y él por tres veces le negó descaradamente y
afirmó con juramento que no conocía a tal hombre. Si Pedro se hubiera
humillado y con humildad hubiera pedido a su divino Maestro la gracia de
la fortaleza, seguramente no le hubiera negado tan villanamente.
Convenzámonos de que estamos todos
suspendidos sobre el profundo abismo de nuestros pecados... por el hilo de
la gracia de Dios. Si ese hilo se corta, caeremos ciertamente en ese
abismo y cometeremos los más horrendos pecados. Si el Señor no me
hubiera socorrido, seguramente sería el infierno mi morada. Eso decía
el Salmista y eso podemos repetir nosotros también. Esto mismo quería
manifestar San Francisco de Asís cuando de sí mismo decía que era el mayor
pecador del mundo. Contradíjole el fraile que le acompañaba: Padre mío,
le dijo, eso no es verdad, pues de seguro que hay en el mundo muchos
pecadores que han cometido más graves pecados. A lo cual contestó el
Santo: Muy verdad es lo que decía; pues si Dios no me tuviera de su
mano, hubiera hecho los más horribles pecados que se pueden cometer.
Es verdad de fe que sin la ayuda de la
gracia de Dios no puede el hombre hacer obra alguna buena, ni siquiera
tener un santo pensamiento. Así lo afirmaba también San Agustín: Sin la
gracia de Dios no puede el hombre ni pensar ni hacer cosa buena. Y
añadía el mismo Santo: Así como el ojo no puede ver sin luz, así el
hombre no puede obrar bien sin la gracia. Y antes lo había escrito ya
el Apóstol: No somos capaces por nosotros mismos de concebir un buen
pensamiento, como propio, sino que nuestra suficiencia y capacidad vienen
de Dios. Lo mismo que siglos antes había confesado el rey David,
cuando cantaba: Si el Señor no es el que edifica la casa" en vano se
fatigan los que la edifican. Vanamente trabaja el hombre en hacerse santo,
si Dios no le ayuda con su poderosa mano. Si el Señor no guarda la
ciudad, inútilmente se desvela el que la guarda. Si Dios no defiende
del pecado el alma, vano empeño sería quererlo hacer ella con sus solas
fuerzas. Por eso decía- el mismo real profeta: No confiaré en mi arco. No
confío en la fuerza de mis armas, solamente Dios me puede salvar.
El que sinceramente tenga que reconocer que
hizo algún bien y que no cayó en más graves pecados, diga con el apóstol
San Pablo: Por la gracia de Dios soy lo que soy. Y por esta misma
razón debe vivir en santo temor, como quien sabe que a cada paso puede
caer. Mire, pues, no caiga el que piense estar firme. Con estas
palabras que son del mismo apóstol nos quiso decir que está en gran
peligro de caer el que ningún miedo tiene a caer. Y nos da la razón con
estas palabras: Porque si alguno piensa ser algo, se engaña a sí mismo,
pues verdaderamente de suyo nada es. Sabiamente nos recordaba lo mismo
el gran San Agustín, el cual escribió: Dejan muchos de ser firmes,
porque presumen de su firmeza. Nadie será más firme en Dios que aquel que
de por sí se crea menos firme. Por tanto si alguno dijere que no tiene
temor, señal será que confía en sus fuerzas y buenos propósitos; pero los
que tal piensan, andan muy engañados con esta vana confianza de sí mismos,
y fiados en sus solas fuerzas no temerán y no temiendo dejarán a Dios y
por este camino su ruina es inevitable y segura.
Pongamos también mucho cuidado en no tener
vanidad de nosotros mismos, cuando vemos los pecados en que por ventura
vienen a caer los demás; por el contrario, tengámonos entonces por grandes
pecadores y digamos así al Señor: Señor mío, peor hubiera obrado yo, si
Vos no me hubierais sostenido con vuestra gracia. Porque si no nos
humillamos, bien pudiera ser que Dios, en castigo de nuestra soberbia, nos
dejara caer en más graves y asquerosas culpas. Por esto el Apóstol nos
manda que trabajemos en la obra de nuestra salvación. Pero ¿cómo?
temiendo y temblando. Y es así, porque aquel que teme caer
desconfía de sí mismo y de sus fuerzas y pone toda su confianza en Dios
pues que en El confía, a El acude en todos los peligros, le ayuda el Señor
y le sacará vencedor de todas las tentaciones.
Por Roma caminaba un día San Felipe Neri y
por el camino iba diciendo: Estoy desesperado. Le corrigió un
religioso y el Santo le contestó: Padre mío, desesperado estoy de mí
mismo... pero confío en Dios.. Eso mismo hemos de hacer nosotros, si
de veras queremos salvarnos. Desconfiemos de nuestras humanas fuerzas.
Imitemos a San Felipe, el cual apenas despertaba por la mañana decía al
Señor: Señor, no dejéis hoy de la mano a Felipe, porque si no, este
Felipe os va a hacer alguna trastada.
Concluyamos, pues, con San Agustín que toda
la ciencia del cristiano consiste en conocer que el hombre nada es y nada
puede. Con esta convicción no dejará de acudir continuamente a Dios con la
oración para tener las fuerzas que no tiene y que necesita para vencer las
tentaciones y practicar la virtud. Y así obrará bien, con la ayuda de
Dios, el cual nunca niega su gracia a aquel que se la pide con humildad.
La oración del humilde atraviesa las nubes... y no se retira hasta que
la mire benigno el Altísimo. Y aunque el alma sea culpable de los más
grandes pecados, no la rechaza el Señor, porque, como dice David: Dios
no desprecia un corazón contrito y humillado. Por el contrario:
Resiste Dios a los soberbios y a los humildes les da su gracia. Y
así como el Señor es severo para los orgullosos y rechaza sus peticiones,
así en la misma medida es bondadoso y espléndido con los humildes. El
mismo Señor dijo un día a Santa Catalina de Sena: Aprende, hija mía,
que el alma que persevera en la oración humilde, alcanza todas las
virtudes.
A este propósito parécenos bien apuntar aquí
un consejo que en una nota a la carta decimoctava de Santa Teresa trae el
piadosísimo Obispo Palafox y que se dirige muy especialmente a las
personas que tratan de cosas del espíritu y quieren hacerse santas.
Escribe la Santa a su confesor y le da cuenta de los grados de oración
sobrenatural con que el Señor la había favorecido. Sobre esto el citado
Prelado nos enseña que esas gracias sobrenaturales que se dignó conceder
Dios a Santa Teresa y a otros santos no son necesarias para llegar a la
santidad, ya que muchas almas llegaron sin ellas a la más alta perfección
y otras muchas por el contrario, aunque alguna vez las gozaron, al fin
miserablemente se perdieron. De aquí concluye que es tontería y presunción
pedir esos dones sobrenaturales, ya que el verdadero camino para llegar a
la santidad es ejercitarnos en la virtud y en el amor de Dios, y a esto se
llega por medio de la oración y de la correspondencia a las luces y
gracias de Dios, que sólo desea vernos santos, como dice el Apóstol:
Esta es la voluntad de Dios.. vuestra santificación.
Luego pasa a tratar el dicho piadoso
escritor de los grados de oración extraordinaria de los cuales la Santa
escribía, esto es, de la oración de quietud, del sueño y suspensión de las
potencias, de la unión, del éxtasis, del vuelo y de la herida espiritual.
Sobre estas cosas escribe discretamente el sabio autor.
En vez de oración de quietud debemos pedir y
desear que Dios nos libre de todo afecto y deseo de bienes mundanos que,
no tan sólo no dan la paz, sino que por el contrario traen consigo
inquietud y aflicción de espíritu, como dijo Salomón: Todo es vanidad y
aflicción de espíritu. No hallará jamás verdadera paz el corazón del
hombre si no arroja de sí todo aquello que no es del agrado de Dios, para
dejar lugar totalmente al amor divino, el cual debe poseerlo por completo.
Mas esto de por sí no puede tenerlo el alma y tendrá que alcanzarlo con
continua oración.
En vez del sueño y suspensión de
potencias, pidamos a Dios que tengamos el alma dormida y muerta para
todas las cosas temporales y muy despierta para meditar la bondad divina y
para suspirar por el amor santo y los bienes eternos.
En vez de la unión de las potencias
pidamos a Dios la gracia de no pensar, buscar y desear sino lo que sea su
divino querer, pues la santidad más alta y la perfección más sublime sólo
consisten en la unión de nuestra voluntad con la voluntad divina.
En vez de éxtasis y raptos será mucho
mejor que pidamos a Dios que nos arranque del alma el amor desordenado de
nosotros mismos y de las criaturas y que nos arrastre detrás de sí, y de
su amor.
En vez del vuelo del espíritu pidamos
al Señor la gracia de vivir enteramente despegados de este mundo, como las
golondrinas, que no se posan sobre la tierra para comer, si no que volando
comen. Con lo cual debe entenderse que sólo debemos tomar aquellas cosas
materiales que son necesarias para sostenimiento de la vida, pero volando
por los aires siempre, es decir, sin detenernos en la tierra para saborear
los placeres de este mundo.
En vez del ímpetu del espíritu
pidamos al Señor que nos dé aquella energía y aquella fortaleza que nos
son necesarias para resistir a los ataques de nuestros enemigos y para
vencer las pasiones y abrazarnos con la cruz, aun en medio de las
desolaciones y tristezas espirituales.
Y en cuanto a la herida espiritual
pensemos que, así como las heridas con sus dolores nos traen a cada paso a
la memoria el recuerdo de nuestro mal, así hemos de pedir a Dios que de
tal suerte nos hiera con la lanzada de su santo amor, que recordemos
continuamente su bondad y el apodo que nos ha tenido, y de esta manera
podamos vivir siempre amándolo y complaciéndolo con obras y deseos.
Pues todas estas gracias no se alcanzan sin
oración, y con ella se alcanza todo, con tal que sea humilde, confiada y
perseverante.
IV .-
HAY QUE ORAR CON CONFIANZA
Lo que más encarecidamente nos pide el
apóstol Santiago, si queremos alcanzar con la oración las divinas gracias,
es que recemos con la más firme confianza de que seremos oídos.
Pide, dice, con confianza, sin dudar nada. SantoTomás nos
enseña que así como la oración tiene su mérito por la caridad, así tiene
su maravillosa eficacia por la fe y la confianza. Lo mismo nos predica San
Bernardo, el cual afirma solemnemente que la sola confianza nos obtiene
las misericordias divinas.
La causa de que nuestra confianza en la
misericordia divina sea tan grata al Señor es porque de esta manera
honramos y ensalzamos su infinita bondad que fue la que El quiso sobre
todo manifestar al mundo cuando nos dio la vida. Así lo cantaba el
profeta, cuando decía: Alégrense, Dios mío, todos los que en Ti
esperan, porque así serán eternamente benditos y Tú vivirás en medio de
ellos. Y en otro lugar exclama: Protector es el Señor de todos los
que esperan en El. Señor, Tú eres el que salvas a los que confían en Ti.
¡Oh, qué hermosas son las promesas que Dios
ha hecho en las Sagradas Escrituras a aquellos que confían en El! Los que
esperan en El no caerán en pecado. La causa la da el profeta David, cuando
dice que los ojos del Señor descansan sobre aquellos que le temen y
confían en su misericordia para salvar sus almas de la muerte de la culpa.
En otro lugar dice el mismo Señor: Porque esperó en Mí, le
libraré.. le protegeré, le salvaré, le glorificaré. Nótese aquí que la
razón que da para protegerlo y salvarlo y glorificarlo en la vida eterna
es porque confió en Dios. Hablando también el profeta Isaías de aquellos
que confían en el Señor, dice: Los que tienen puesta en el Señor su
esperanza adquirirán nuevas fuerzas, tomarán alas, como de águila,
correrán y no se fatigarán, andarán y no desfallecerán. Es decir: Ya
no serán débiles, porque Dios les dará la fortaleza, y no tan sólo no
caerán, sino que ni siquiera hallarán fatiga en el camino de la salvación:
correrán, volarán como águilas. Añade el mismo santo Profeta: En la
quietud y en la esperanza estará vuestra fortaleza. Esto nos quiere
decir que toda nuestra fortaleza está en poder de Dios y en callar, es
decir, descansando amorosamente en los brazos de su misericordia, y no
haciendo caso de la ayuda y de los medios humanos.
¿Se oyó por ventura que alguna vez se haya
perdido el que en Dios confió? Ninguno jamás esperó en el Señor y se
quedó confundido. San Agustín pregunta: ¿Será Dios tan mezquino que se
ofrezca a sacamos con bien de los peligros si acudimos a El, y luego nos
deje solos y abandonados cuando hemos acudido a El? Y responde: No, no es
Dios un charlatán que se ofrece con palabras a sostenernos, y retira el
hombro cuando queremos apoyarnos en El.
Bienaventurado el hombre que espera en
Ti, decía al Señor el Real Profeta. ¿Por qué? Responde el mismo Santo
Rey: Porque a aquel que confía en Dios le circundará por todas partes
la misericordia divina. Y de tal modo será ceñido y rodeado de la
protección de Dios que estará bien seguro contra todos sus enemigos y no
correrá ningún peligro de perderse.
Por eso no se cansa el Apóstol de
exhortarnos a que no perdamos nunca la confianza en Dios, porque le está
reservada una grande recompensa. Como sea nuestra confianza, así serán las
gracias que recibiremos de Dios. Si es grande, grandes serán las gracias
divinas. Confianza grande, cosas grandes merece, escribía San Bernardo, y
añadía que la misericordia divina es fuente abundantísima y que el que a
ella acude con vaso grande, cuanto mayor sea el vaso de confianza con que
acudimos a ella, mayor es la cantidad de gracias que recibimos. Lo mismo
había dicho ya antes el Real Profeta: Sea tu misericordia, Señor, sobre
nosotros, según nosotros esperamos en Ti. Lo vemos confirmado en el
centurión del Evangelio, al cual dijo Jesucristo, ponderando su confianza:
Vete y hágase como confiaste. A Santa Gertrudis le reveló el Señor
que el que pide con confianza tiene tal fuerza sobre su corazón, que no
parece sino que le obliga a oírle y darle todo lo que pide. Lo mismo
afirmó San Juan Clímaco: La oración hace dulcemente violencia sobre
Dios.
San Pablo nos exhorta a la confianza con
estas fervorosas palabras: Lleguémonos confiadamente al trono de la
gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la gracia
para ser socorridos a tiempo oportuno. El trono de la gracia es Jesús.
Sentado está ahora a la diestra del Padre, no en trono de justicia, sino
en trono de gracia, para darnos el perdón si vivimos en pecado, y la
fuerza para perseverar si gozamos de su divina amistad. A ese trono hemos
de acudir siempre con confianza, con aquella confianza que proviene de la
fe que tenemos en la bondad y en la fidelidad de Dios, confianza firme e
invencible, ya que se apoya en la palabra del Señor que ha prometido oír
la oración de aquellos que de tal manera le rezaren.
Aquel que por el contrario se pone a orar
con duda y desconfianza esté seguro que nada puede recibir. Así lo asegura
el apóstol Santiago: El que anda dudando es semejante a la ola del mar,
alborotada y agitada por el viento, de acá para allá. Así que un
hombre tal no tiene que pensar que ha de recibir poco ni mucho del Señor.
Nada alcanzará, porque la necia desconfianza que turba su corazón será un
obstáculo para los dones de la divina misericordia. No pediste
bien, dice San Basilio, cuando pediste con desconfianza. Y el
profeta David dice que nuestra confianza debe ser firme como montañas que
no se mueven a capricho de los vientos. Los que ponen su confianza en
el Señor estarán firmes como el monte de Sión, que no se cuarteará
jamás. Oigamos, por tanto, el divino consejo que nos da nuestro
Redentor, si de veras queremos obtener las gracias que pedimos. Todas
cuantas cosas pidierais en la oración, tened viva fe de conseguirlas, y
sin duda se os concederán sin falta.
V.-
LOS FUNDAMENTOS DE NUESTRA CONFIANZA
Y ahora quizás dirá alguno: Pues si yo soy
ruin y miserable ¿sobre qué fundamento puedo apoyar mi confianza de
alcanzar todo lo que pidiere? ¿Sobre qué fundamento? Sobre aquella promesa
infalible que hizo Jesucristo, cuando dijo: Pedid y recibiréis.
¿Quién puede temer ser engañado, pregunta San Agustín, cuando el que
promete es la misma verdad? ¿Cómo podemos dudar de la eficacia de nuestras
oraciones, cuando Dios, que es la misma verdad, nos garantiza solemnemente
que nos dará todo lo que pidamos? Y añade el mismo santo Doctor: No nos
exhortaría a pedir, si no quisiera escuchar. Pero leamos el Evangelio
y veremos cuán encarecidamente nos inculca el Señor que oremos: Orad,
pedid, buscad, y alcanzaréis cuanto pidiereis. Pedid cuanto queréis: todo
se hará a medida de vuestros deseos. Y para que le pidiéramos con esta
debida confianza quiso que en la oración dominical, en la cual recurrimos
a Dios para pedirle las gracias necesarias para nuestra salvación eterna,
pues todas en esa divina oración están encerradas, e demos no el nombre de
Señor, sino el de Padre. Es que quiere que pidamos las gracias a Dios con
aquella amorosa confianza con que un hijo pobre y enfermo busca el pan y
la medicina en el corazón de su padre. Si un hijo, en efecto, estuviera
para morirse de hambre, le bastaría decírselo a su padre, y éste al punto
le daría el alimento necesario; y si el hijo por ventura fuese mordido de
una venenosa serpiente, que vaya al padre con la herida abierta, que sin
duda en el acto le aplicará remedio.
Vamos, pues, lo que nos dice el apóstol San
Pablo: Mantengamos firme la esperanza que hemos confesado, pues es fiel
el que hizo la promesa. Confiados en esta divina promesa, pidamos
siempre con confianza, y no sea confianza vacilante, sino firme e
inconmovible. Pues si es cierto que Dios es fiel a sus promesas, la misma
certidumbre ha de tener nuestra confianza de alcanzar todo lo que le
pidamos. Verdad es que hay momentos en que por aridez del espíritu o por
otras turbaciones, que agitan nuestro corazón, no podemos rezar con la
confianza que quisiéramos tener. Mas ni en estos casos dejemos de rezar,
aunque tengamos que hacernos violencia. Dios nos escuchará- Bien pudiera
ser que entonces nos oiga más prontamente el Señor, pues en ese estado
rezamos más desconfiados de nosotros mismos y más fiados en la bondad y
fidelidad de Dios a las promesas que hizo a la oración. ¡Oh, cómo se
complace el Señor al ver que en la hora de la tribulación, de los temores
y de la tentación, seguimos esperando en El contra toda esperanza, esto
es, contra aquel sentimiento de desconfianza que la desolación interior
quiere levantar en nuestro espíritu!
Así decía San Pablo en alabanza de Abraham:
que seguía en su esperanza contra toda esperanza. Afirma San Juan
que aquel que se pone con firme confianza en Dios será santo. Lo dice con
estas palabras: Quien en El tiene tal esperanza, se santifica a sí
mismo, así como El es santo también. La razón es que Dios derrama
abundantemente las gracias sobre los que confían en él . Sostenidos por
esta confianza tantos mártires, tantos niños y tantas vírgenes, aun en
medio de los más horrendos tormentos que los tiranos inventaron contra
ellos, vencieron y se mantuvieron en la fe. Si a veces sucede que nos
asaltan dudas de desconfianza, no por eso dejemos de orar. Perseveremos en
la oración hasta el fin. Así lo hacía el Santo Job, el cual repetía
generoso: Aunque me llegare a matar, en El esperaré. Dios mío,
aunque me arrojes de tu presencia no dejaré de orar y confiar en tu
misericordia. Hagámoslo así y estemos seguros de que alcanzaremos de Dios
todo lo que queramos.
Así hizo la cananea y por este camino
consiguió de Jesucristo lo que pedía. Tenía la desventurada madre a su
hija poseída del demonio y se acercó al Redentor para que la curase:
Ten piedad de mí, le dijo, mi hija está cruelmente atormentada
del demonio. Replicóle el Señor que El no había venido a salvar a
los gentiles, sino a los judíos. No perdió la mujer la confianza,
antes prosiguió diciendo con mayores ansias: Señor, si queréis, podéis
salvarme. Señor, ayudadme... Y otra vez le sale al paso Jesucristo con
estas palabras: El pan de los hijos no hay que tirárselo a los
perros. A lo cual replicó ella: Es verdad, Señor, pero al menos a
los perritos se les echa las migajas que sobran en la mesa de los
amos. Y aquí ya no pudo negarse el Señor y alabando la fe y la
confianza de aquella mujer, le concedió la gracia que le pedía
diciéndole: ¡Oh mujer, qué grande es tu confianza, hágase como
deseas! Con razón, pues, dice el Eclesiástico: ¿Quién invocó al
Señor y fue despreciado por El?
Dice San Agustín que la oración es la llave
maravillosa que nos abre todos los tesoros del cielo. Apenas nuestra
oración llega al Señor, desciende sobre nosotros la gracia que acabamos de
pedir. Sus palabras son éstas: Es la llave y puerta del cielo... sube
la oración y desciende la misericordia de Dios. Esto es tan verdadero,
que el Real Profeta dice que juntas caminan siempre la oración nuestra y
la misericordia de Dios. Bendito sea el Señor que no desechó mi oración
ni retiró de mí su misericordia. San Agustín nos enseña lo mismo,
cuando escribe: Cuando ves que tu oración está en tus labios, date
cuenta y está seguro que se halla muy junto también de ti su divina
misericordia. De mí sé decir que no siento nunca mayor consolación en
mi espíritu, ni tengo confianza más firme de salvarme, que cuando me hallo
a los pies de mi Dios, rezando y encomendándome a su bondad. Lo mismo
tengo por cierto que pasará a los demás, pues otras señales de
predestinación inciertas son y falibles, pero que Dios oye la oración de
quien le reza con confianza, es verdad indubitable e infalible, como
infalible es que Dios no puede ser infiel a sus promesas.
Así, pues, cuando sintamos nuestra debilidad
e impotencia para vencer las pasiones u otras dificultades que se oponen a
la voluntad de Dios sobre nosotros digamos animosos con el Apóstol:
Todo lo puedo en Aquel que es mi fortaleza. Jamás se nos ocurra
pensar, no puedo... no me siento con fuerzas... Es cierto que con nuestras
fuerzas nada podemos, mas lo podemos todo con la ayuda divina. Si Dios
dijera a uno de sus siervos: Toma este monte, échatelo a la espalda y
llévalo de aquí que yo te ayudaré, y él dijere: No quiero, porque no tengo
fuerzas para tanto... ¿no le tendríamos por necio y poco confiado? Pues,
cuando nosotros por ventura nos veamos llenos de miserias y enfermedades y
reciamente combatidos de tentaciones, no perdamos los ánimos, antes
alcemos los ojos al cielo y digamos a Dios con David: Ayúdame, Señor, y
despreciaré a todos mis enemigos. Con tu ayuda, oh Dios mío, me
burlaré de los asaltos de todos los enemigos de mi alma y venceré. Y
cuando nos hallemos en grave peligro de ofender a Dios o en trance de
funestas consecuencias, y no sepamos a donde volver los ojos, volvámonos a
Dios y encomendémonos a El, diciéndole: El Señor es mi luz y mi
salvación... ¿a quién puedo temer? Tengamos absoluta certidumbre de
que el Señor nos iluminará y nos librará de todo mal.
VI .-
TAMBIÉN LOS PECADORES DEBEN ORAR
No faltará alguno que dirá por ventura: Soy
pecador y por tanto no puedo rezar, porque leí en las Sagradas Escrituras:
Dios no oye a los pecadores. Mas nos ataja Santo Tomás, diciendo
con San Agustín, que así habló por su cuenta el ciego del Evangelio,
cuando aún no había sido iluminado por Cristo. Y luego, añade el Angélico,
que eso sólo se puede decir del pecador, en cuanto es pecador, esto es,
cuando pide al Señor medios para seguir pecando, como si se pidiese al
cielo ayuda para vengarse de su enemigo o para llevar adelante alguna mala
intención. Y otro tanto puede decirse del pecador que pide al Señor la
gracia de la salvación sin deseo de salir del estado de pecado en que se
encuentra. En efecto, los hay tan desgraciados que aman las cadenas con
que los ató el demonio y los hizo sus esclavos. Sus oraciones no pueden
ser oídas de Dios, porque son temerarias y abominables. ¿Qué mayor
temeridad la de un vasallo que se atreve a pedir una gracia a su rey, a
quien no tan sólo ofendió mil veces, sino que está resuelto a seguir
ofendiéndole en lo venidero? Así entenderemos por qué razón el Espíritu
Santo llama detestable y odiosa la oración de aquel que por una parte reza
a Dios y por otra parte cierra los oídos paya no oír y obedecer la voz del
mismo Dios. Lo leemos en el Libro Sagrado de los Proverbios: Quien
cierre sus oídos para no escuchar la ley, execrada será de Dios su
oración. A estos desatinados pecadores les dirige el Señor aquellas
palabras del profeta Isaías: Por eso, cuando levantareis las manos
hacia mí yo apartaré mi vista de vosotros, y cuantas más oraciones me
hiciereis, tanto menos os escucharé, porque vuestras manos están llenas de
sangre. Así oró el impío rey Antíoco. Oraba el Señor y prometíale
grandes cosas, pero fingidamente y con el corazón obstinado en la culpa.
Oraba tan sólo para ver si se libraba de] castigo que le venía encima. Por
eso no oyó el Señor su oración y murió devorado por los gusanos. Oraba
aquel malvado al Señor, mas en vano, porque de El no había de alcanzar
misericordia.
Hay pecadores que han caído por fragilidad o
por empuje de una fuerte pasión y son ellos los primeros en gemir bajo el
yugo del demonio y en desear que llegue por fin la hora de romper aquellas
cadenas y salir de tan mísera esclavitud. Piden ayuda al Señor, y si esta
oración fuere constante, Dios ciertamente los oirá, pues dijo El: Todo
el que pide recibe y el que busca encuentra. Comentando estas palabras
un autor antiguo dice: Todo el que pide... sea justo, sea pecador...
Hablando Jesucristo de aquel que dio todos los panes que tenía a un amigo
suyo y no tanto por amistad, cuanto por la terca importunidad con que se
los pedía, dice, según leemos en San Lucas: Yo os aseguro que cuando no
se levantare a dárselos por razón de amistad, a lo menos por librarse de
su impertinencia se levantará al fin y le dará cuantos hubiere
menester.... Así os digo yo: pedid y se os dará. Aquí tenemos cómo la
perseverante oración alcanza de Dios misericordia, aun cuando los que
rezan no sean sus amigos. Lo que la amistad no consigue, dice el
Crisóstomo, obtiénese por la oración. Por eso concluye diciendo: Más
poderosa es la oración que la amistad. Lo mismo enseña San Basilio, el
cual categóricamente afirma que también los pecadores consiguen lo que
piden, si oran con perseverancia. De la misma opinión es San Gregorio, el
cual dice: Siga clamando el pecador, que su oración llegará hasta el
corazón de Dios. Y San Jerónimo sostiene lo mismo y añade: El
pecador puede llamar padre a Dios y será su padre y si persiste en acudir
a El con la oración será tratado como hijo. Pone el ejemplo del hijo
pródigo el cual, aun cuando todavía no había alcanzado el perdón, decía:
Padre mío, pequé. San Agustín razona muy bien cuando dice que si
Dios no oyera a los pecadores, inútil hubiera sido la oración de aquel
humilde publicano que le decía: Señor, tened piedad de mí, pobre
pecador. Sin embargo, expresamente nos dice el Evangelio que fue oída
su oración y que salió del templo justificado.
Mas ninguno estudió esta cuestión como el
Doctor Angélico, y él no duda en afirmar que es oído el pecador, cuando
reza; y trae la razón que, aunque su oración no sea meritoria, tiene la
fuerza misteriosa de la impetración, ya que ésta no se apoya en la
justicia, sino en la bondad de Dios. Así podía orar el profeta Daniel,
cuando decía al Señor: Dígnate escucharme, oh Dios mío, y atiéndeme.
Inclina, oh Dios mío, tus oídos y óyeme... pues postrados ante Ti, te
prestamos nuestros humildes ruegos, no en nuestra justicia, sino en tu
grandísima misericordia. Sigue Santo Tomas diciendo que no es menester
que en el momento de orar seamos amigos de Dios por la gracia: la oración
ya de por sí nos hace en cierto modo sus amigos, Otra bellísima razón
aduce San Bernardo cuando escribe que la oración del pecador que quiere
salir de la culpa viene del fondo de un corazón que tiene el deseo de
recobrar la gracia de Dios. Y añade: Pues, ¿por qué daría el Señor al
hombre pecador ese buen deseo, si después no le quisiera escuchar?
Leamos las Sagradas Escrituras y allí veremos muchos ejemplos de pecadores
que con la oración lograron salir del estado de pecado. Recordemos
solamente a Acab, al rey Manasés, a Nabucodonosor y al buen ladrón. ¡Qué
grande y maravillosa es la eficacia de la oración! Dos son los pecadores
que en el Gólgota están al lado de Jesucristo: uno reza: Acuérdate de
mí, y se salva... el otro no reza y se condena. Todo lo encierra el
Crisóstomo en estas palabras: Ningún pecador sinceramente arrepentido
oró al Señor y no obtuvo lo que pidió. Mas ¿para qué traer más
autoridades y razones? Bástenos para demostración de esa afirmación la
palabra del mismo Jesucristo el cual dice: Venid a mi todos los que
sufrís y estáis cargados y yo os ayudaré. Comentando este pasaje San
Jerónimo, San Agustín y otros doctores dicen que los que caminan por la
senda de la vida cargados son los pecadores que gimen bajo el peso de sus
culpas. Si acuden a Dios, levantarán su frente, según la promesa divina y
se salvarán por su gracia. Y es que Dios tiene mayores ansias de
perdonarnos, que nosotros de ser perdonados. Así lo asegura el Crisóstomo.
Y añade el mismo Santo: No hay cosa que no pueda la oración; te salvará
aunque estés manchado con miles de pecados; pero ha de ser tu oración
fervorosa y perseverante. Volvamos a repetir lo que antes dijimos del
apóstol Santiago: Si alguno necesita sabiduría divina, pídasela al Señor
que El a todos la da abundantemente y a nadie le sirve de pesadumbre. En
efecto, a todos los que acuden a su bondad con la oración los escucha el
Señor y les concede la gracia con abundante profusión. Pero fijémonos
sobre todo en lo que añade. Y a nadie le sirve de pesadumbre...
Esto solamente lo hace el Señor: los hombres por lo general, si
alguien les pide algún favor y antes gravemente los ofendió, le echan en
cara su antigua descortesía e insolencia. No obra así el Señor, ni aun con
el mayor pecador del mundo. Si ese tal viene a pedirle una gracia
conveniente para su salvación eterna, no le echa en cara las ofensas que
antes recibió de él; como si nada hubiera pasado entre los dos, lo acoge,
lo consuela, lo escucha y le despacha después de haberle socorrido
adecuadamente.
Sin duda por este motivo y para animarlos
dijo nuestro Redentor aquellas suavísimas palabras: En verdad, en
verdad os digo, si algo pidiereis al Padre en mi nombre, se os dará.
Quiso decir: Animo, pecadores amadísimos, no os impidan recurrir a
vuestro Padre celestial y confiar que tendréis la salvación eterna, si de
veras la deseáis. No tenéis méritos para alcanzar las gracias que pedís,
más bien por vuestros deméritos sólo castigo merecéis. Pero seguid mi
consejo, id a mi Padre en nombre mío y por mis méritos. Pedidle las
gracias que deseáis... yo os lo prometo, yo os lo juro, que esto
precisamente significa la fórmula que emplea: En verdad, en verdad os
digo (según San Agustín), cuánto a mi Padre pidiereis, El os lo
concederá. ¡Oh Dios mío, y qué mayor consolación puede tener un
pecador después de su espantosa desgracia que saber con absoluta certeza
que cuanto pida a Dios en nombre de Jesucristo lo alcanzará!
VII .- HAY QUE ORAR CON PERSEVERANCIA
Nuestra oración sea humilde y llena de
confianza en Dios; mas esto no basta para tener la perseverancia final y
con ella la salvación eterna. Verdad es que nuestras oraciones cotidianas
nos alcanzarán las gracias que necesitamos para cada momento de nuestra
vida, mas si no seguimos hasta el fin en la oración, no conseguiremos el
don de la perseverancia final, y es que esta gracia' por ser como el
resultado de todas las otras, exige que multipliquemos nuestras plegarias
y perseveremos hasta la muerte.
La gracia de la salvación eterna no es una
sola gracia, es más bien una cadena de gracias, y todas ellas unidas
forman el don de la perseverancia. A esta cadena de gracias ha de
corresponder otra cadena de oraciones, si es lícito hablar así, y, por
tanto si rompemos la cadena de la oración, rota queda la cadena de las
gracias que han de obtenernos la salvación, y estaremos fatalmente
perdidos.
Tengamos por indubitable verdad que la
perseverancia final es gracia que nosotros no podemos merecer. Así nos lo
enseña el sagrado Concilio de Trento con estas palabras: Sólo puede
otorgarla Aquel que tiene poder para sostener a los que están de pie y
hacerles permanecer así hasta el fin. Mas a esto replica San Agustín:
Este gran don de la perseverancia, con la oración se puede merecer.
Añade el Padre Suárez, que el que reza infaliblemente lo consigue. Lo
mismo sostiene el gran Santo Tomás del cual son estas graves palabras:
Después del bautismo es necesaria la oración continua y perseverante
para que el hombre pueda entrar en el reino de los cielos.
Pero antes que todos nos repitió esto mismo
muchas veces nuestro divino Salvador cuando decía: Es menester orar
siempre y no desmayar nunca Vigilad por tanto, orando en todo tiempo, a
fin de merecer el evitar todos estos males venideros y comparecer con
confianza ante el Hijo del hombre. Y lo mismo leemos en el Antiguo
Testamento: Nada te detenga de orar siempre que puedas. En todo tiempo
bendice al Señor y pídele que dirija El los caminos de tu vida. Por
esto el Apóstol exhortaba a los primeros discípulos a que nunca dejaran la
oración... Orad sin descanso, les decía... Perseverad en la
oración y velad en ella. Quiero que los hombres recen en todo lugar.
En esta escuela aprendió San Nilo, cuando repetía: Puede darnos el
Señor la perseverancia y la salvación eterna, mas no la dará sino a los
que se la piden con perseverante oración. Hay pecadores que con la
ayuda de la gracia de Dios se convierten, mas dejan de pedir la
perseverancia y lo pierden todo.
El santo cardenal Belarmino nos dice que no
basta pedir la gracia de la perseverancia una o algunas veces, hay, que
pedirla siempre, todos los días, hasta la hora de la muerte, si queremos
alcanzarla. Diariamente. Quien un día la pide, la tendrá ese día, mas si
al siguiente día la deja de pedir, ese día tristemente caerá. Esto parece
quiso darnos a entender el Señor en la parábola de aquel amigo que no
quiso dar los panes que le pedían, sino después de muchas importunas
exigencias. Comentando ese pasaje argumenta San Agustín que si aquel amigo
dio los panes que le pedía contra su voluntad y sólo por deshacerse de sus
impertinencias ¿qué hará el Señor, quien no tan sólo nos exhorta a que le
pidamos, sino que lleva muy a mal cuando no le pedimos? Tengamos en cuenta
que Dios es bondad infinita y que tiene grandes deseos de que le pidamos
sus divinos dones. De donde podemos concluir que gustosamente nos
concederá cuantas gracias demandemos. Lo mismo escribe Cornelio Alápide,
del cual es esta sentencia: Quiere Dios que perseveremos en la oración
hasta la importunidad. Acá en el mundo los hombres no pueden soportar
a los importunos, mas Dios no sólo los soporta, sino que desea que con esa
terca importunidad le pidan sus gracias y sobre todo el don de la
perseverancia. Así San Gregorio lo afirmó, cuando escribía: El Señor
quiere ser repetidamente llamado, quiere ser obligado, quiere ser vencido
por nuestras amorosas importunidades. Buena es esta violencia, ya que con
ella, lejos de ofenderse nuestro Dios se calma y aplaca.
Pues, para alcanzar la santa perseverancia
forzoso será que nos encomendemos a Dios siempre, mañana y tarde, en la
meditación, en la misa, en la comunión y muy especialmente en la hora de
la tentación. Entonces debemos acudir al Señor y no cansarnos de repetir:
Ayúdame, Señor, sosténme con tus manos benditas... no me dejes... ten
piedad de mí. ¿Hay por ventura cosa más sencilla que decir a Dios:
Ayúdame... asísteme ... ? Dijo el Salmista: haré dentro de mí oración a
Dios, autor de mi vida. Comentando este lugar la glosa añade: Alguno
por ventura podrá decir que no puede ayunar, ni dar limosna, pero si se le
dice: reza... a esto no podrá alegar que no puede. Y es que no hay cosa
más sencilla que la oración. Sin embargo, por eso mismo no debernos dejar
apagarse en nuestros labios la oración. A todas horas hemos de hacer
fuerza sobre el corazón de Dios para que nos socorra siempre; que esta
fervorosa violencia es muy grata a su corazón, como nos lo asegura
Tertuliano. Y San Jerónimo llega a decir que cuanto más perseveramos e
importunamos a Dios en la oración, más gratas le son nuestras plegarias.
Bienaventurado el hombre que me escucha
que vela continuamente a las puertas de mi casa y está de centinela en los
umbrales de ella. Esto dice el Señor, y con ello nos enseña que es
feliz el hombre que con la oración en los labios oye la voz de Dios y vela
día y noche a las puertas de su misericordia.
Y el profeta Isaías decía también:
Bienaventurados cuantos esperan en El. Sí, bienaventurados aquellos
que orando esperan del Señor su salvación. ¿Y no nos enseña lo mismo
Jesucristo en su santo Evangelio? Oigamos sus palabras: Pedid y se os
dará... buscad y hallaréis... llamad y, se os abrirá, Bien está que
dijera: Pedid... pero ¿a qué añadir aquello de... buscad... llamad? Mas no
son ciertamente superfluas estas palabras. Con ellas ha querido enseñamos
nuestro divino Redentor que hemos de imitar a los pobres, cuando mendigan
limosna, los cuales si por ventura nada reciben, y además son
despectivamente rechazados, no por eso se van, sino que siguen a la puerta
de la casa repitiendo la misma conmovedora súplica. Si sucede que el amo
de la casa no aparece por ninguna parte, dan vueltas en derredor en su
busca, y allí se están, aunque los tengan por importunos y fastidiosos.
Asimismo quiere el Señor que obremos nosotros con El: quiere que pidamos y
tornemos a pedir y que no nos cansemos nunca de decirle que nos ayude, que
nos socorra, que no permita jamás que perdamos su santa gracia.
Dice el doctísimo Lessio que no puede
excusarse de pecado mortal aquel que no reza cuando está en pecado o en
peligro de muerte, y peca también gravemente quien pasa sin rezar bastante
tiempo, esto es: uno o dos meses. Así opina él. Mas esto ha de entenderse,
si no estamos combatidos de tentaciones, que si nos asalta una tentación
grave, sin duda ninguna que peca gravemente quien en ese trance no acude a
Dios con la oración, para pedirle la fuerza de resistir a ella, pues de
sobra sabe que, si así no lo hace, está en peligro próximo de caer en
grave culpa.
VIII .-
SE DICE POR QUE EL SEÑOR NO NOS DA HASTA EL FIN LA GRACIA DE LA PERSEVERANCIA
Y ahora dirá alguno. Pues si el Señor puede
y quiere damos la santa perseverancia, ¿por qué no nos la da de una vez,
cuando se la pedimos? A esta pregunta responden los santos Padres alegando
muchas y sapientísimas razones.
Y es la primera, que Dios quiere por este
camino probar la confianza que tenemos en El.
La segunda nos la da San Agustín cuando
escribe que es porque quiere el Señor que suspiremos por ella con grandes
deseos. Y añade, no quiere darte el Señor la perseverancia, apenas se la
pides, para que aprendas que las cosas muy excelentes hay que desearlas
con muy grandes ansias: pues vemos acá que lo que por mucho tiempo
codiciamos, lo saboreamos más deliciosamente cuando lo poseemos, y las
cosas que pedimos y al punto recibimos fácilmente las estimamos poco y
hasta tenemos por viles.
Otra razón podemos dar y es que Dios quiere
de este modo que nos acordemos más de El. Si, en efecto, estuviéramos ya
seguros de la perseverancia y de nuestra salvación eterna y no sintiéramos
a cada paso necesidad de la ayuda de Dios, fácilmente nos olvidaríamos de
El. Los pobres, porque padecen pobreza, por eso acuden a casa de los
potentados, que tienen riquezas. Por esto mismo dice el Crisóstomo que no
quiere el Señor darnos la gracia completa de la salvación hasta la hora de
nuestra muerte, para vernos muy a menudo a sus pies y tener El la
satisfacción de llenamos a todas horas de beneficios.
Y aún podemos dar otra cuarta y última
razón, y es que con la oración diaria y continua nos unimos con Dios con
lazos más estrechos de caridad. Lo afirma el mismo San Juan Crisóstomo con
estas palabras: No es la oración pequeño vínculo de amor divino, sino
que así el alma se acostumbra a tener sabrosos coloquios con Dios, y este
acudir a El y este confiar que nuestras oraciones nos van a obtener las
gracias que deseamos, es llama y cadena de santo amor, que nos abrasa y
nos une más íntimamente con Dios.
¿Qué hasta cuándo hemos de orar? Responde el
mismo Santo: Hemos de orar siempre, hasta que oigamos la sentencia de
nuestra salvación eterna, es decir, hasta la muerte. Este es el
consejo que el Santo nos da: No cejes hasta que no recibas tu
galardón. Y añade: El que dijere que no suspenderá su oración hasta
que sea salvo, ése se salvará, Ya escribía antes el Apóstol que muchos
son los que toman parte en los campeonatos pero que uno solamente gana el
premio. ¿No sabéis, exclamaba, que los que corren en el estadio,
si bien todos corren, uno solo se lleva el premio ? Corred, pues, de tal
modo que lo ganéis.
Por aquí podemos ver que no basta orar: hay
que orar siempre hasta que recibamos la corona que Dios ha prometido a
aquellos que no cesan en la oración.
Si, por tanto, queremos ser salvos, si
ganamos el ejemplo del profeta David, el cual tenía siempre los ojos
vueltos al Señor para pedirle su ayuda y no caer en poder de los enemigos
del alma. Mis ojos, cantaba, miran siempre al Señor: porque El es quien
arrancará mis pies del lazo que me han tendido mis enemigos.
Escribe el apóstol San Pedro que nuestro
adversario, el demonio, anda dando vueltas, como león rugiente, a nuestro
alrededor, en busca de presa para devorar. De aquí hemos de concluir
que, así como el demonio a todas horas nos anda poniendo trabas para
devorarnos, así nosotros hemos de estar continuamente con las armas de la
oración dispuestas para defendernos de tan fiero enemigo. Entonces
podremos decir con el rey David: Perseguiré a mis enemigos.. y no
volveré atrás hasta que queden totalmente deshechos.
Mas ¿cómo reportaremos esta victoria tan
decisiva y tan difícil para nosotros? Nos responde San Agustín: Con
oraciones, pero con oraciones continuas. ¿Hasta cuándo? Ahí está San
Buenaventura que nos dice. La lucha no cesa nunca... nunca tampoco
debemos dejar de pedir misericordia. Los combates son de todos los
días, de todos los días debe ser la oración para pedir al Señor la gracia
de no ser vencidos. Oigamos aquella temerosa amenaza' de¡ Sabio: ¡Ay de
aquel que perdiere el ánimo y la resistencia! Y san Pablo nos avisa
que seamos constantes en orar confiadamente hasta la muerte con estas
palabras: Nos salvaremos. a condición de que hasta el fin mantengamos
firme la animosa confianza en Dios y la esperanza de la gloria.
Animados, pues, por la misericordia de Dios
y sostenidos por sus promesas repitamos con el Apóstol: ¿Quién, pues,
nos separará de la caridad de Cristo.?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?
¿el peligro?, ¿la persecución? ¿la espada? Quiso decirnos: ¿Quién
podrá apartarnos del amor de Dios?, ¿acaso la tribulación?, ¿por ventura
el peligro de perder los bienes de este mundo?, ¿las persecuciones de los
demonios y de los hombres?, ¿quizás los tormentos de los tiranos? En todas
esas cosas salimos' vencedores por amor de Aquel que nos amó. Así decía
El. Ni tribulación alguna, ni peligro alguno, ni persecución, ni tormento
de ninguna clase nos podrán separar de la caridad de Cristo, que todo
lo hemos de vencer luchando por amor de aquel Señor que dio la vida por
nosotros.
En la vida del P. Hipólito Durazzo leemos
que el día que renunció a la dignidad de prelado romano para darse todo a
Dios y abrazar la vida religiosa en la Compañía de Jesús temblaba pensando
en su propia debilidad, y así se dirigió al Señor: No me dejéis, Señor,
hoy sobre todo que enteramente me consagro a Vos... ¡por piedad! no me
desamparéis.. Oyó allá en su corazón la voz de Dios que respondía:
Yo soy el que debo decirte a ti que nunca me desampares. El siervo
de Dios, confortado con estas palabras, le contestó: Pues entonces,
Dios mío, que Vos no me dejéis a mí, que yo no os dejaré a Vos.
Digamos, pues, para concluir, que, si
queremos que Dios no nos abandone, hemos de pedirle a todas horas la
gracia que no nos desampare: que si así lo hacemos, ciertamente que nos
socorrerá siempre y no permitirá que nos separemos de El y perdamos su
santo amor. Para lograr esto no hemos de pedir solamente la gracia de la
perseverancia y las gracias necesarias para obtenerlas, sino que hemos de
pedir de antemano también la gracia de perseverar en la oración. Este es
precisamente aquel privilegiado don que Dios prometió a sus escogidos por
labios del profeta Zacarías: Derramaré sobre la casa de David y sobre
los moradores de Jerusalén el espíritu de gracia y de oración. ¡Oh!,
ésta sí que es gracia grande, el espíritu de oración, es decir, la gracia
de orar siempre... esto sí que es puro don de Dios.
No dejemos nunca de pedir al Señor esta
gracia y este espíritu de continua oración, porque, si siempre rezamos,
seguramente que alcanzaremos de Dios el don de la perseverancia y todos
los demás dones que deseemos, porque infaliblemente se ha de cumplir la
promesa que El hizo de oír y salvar a todos los que oran. Con esta
esperanza de orar siempre ya podemos creernos salvos. Así lo aseguraba San
Beda, cuando escribía: Esta esperanza nos abrirá ciertamente las
puertas de la santa ciudad del Paraíso. |