San Alfonso María de Ligorio
El gran medio de la
oración
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Introducción
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Varias son las obras espirituales que he
publicado. Citaré las "Visitas al Santísimo Sacramento y a María
Santísima", "La Pasión de Cristo" y "Las Glorias de María" Escribí también
otra obrita contra los materialistas y deístas, y otras, no pocas, sobre
varios temas devotos y espirituales, más, tengo para mí, que no he escrito
hasta ahora libro más útil que éste que trata de la oración, porque creo
que es el medio más necesario y seguro para alcanzar la salvación y todas
las gracias que ella acarrea. Y tengo esto tan cierto que, si me fuera
posible, quisiera lanzar al mundo tantos ejemplares de esta obra cuantos
son los cristianos que en la tierra viven. A todos gustosamente se la
regalaría: a ver si por fin llegan a entender todos la necesidad que
tenemos de la oración para salvamos.
Hablo así, porque veo, por una parte, la
absoluta necesidad que tenemos de la oración, según doctrina repetida en
las sagradas Escrituras y en los libros de los Santos Padres; y por otra,
el poco cuidado que los cristianos tienen en practicar este gran medio de
salvación.
Y hay aún otra cosa que me aflige todavía
más. el ver que los predicadores y confesores hablan muy poco de esto a
sus oyentes y a las almas que dirigen, y que los libros piadosos que andan
hoy en manos de los fieles no tratan con bastante insistencia de este
importantísimo tema. Sin embargo creo yo que predicadores, confesores y
libros de ninguna otra cosa debieran tratar con más extensión que de este
asunto de la oración. Continuamente están inculcando otros excelentes
medios para que las almas se conserven en gracia de Dios, tales como la
huida de las ocasiones, la frecuencia de los sacramentos, el oír la
palabra de Dios, el meditar las verdades eternas y muchos otros más.
¿Quién niega que sean todos ellos utilísimos para ese fin? Pero pregunto
yo a mi vez: ¿Y para qué valen los sermones, las meditaciones y tantos
otros medios que largamente exponen los maestros de la vida espiritual sin
la oración, pues que de ella ha dicho el Señor que es tan necesaria que no
concederá sus gracias a aquellos que no rezan? Pedid y recibiréis he ahí
su solemne y divina afirmación.
Sin oración, según los planes ordinarios
de la providencia, inútiles serán las meditaciones, nuestros propósitos y
nuestras promesas. Si no rezamos seremos infieles a las gracias recibidas
de Dios y a las promesas que hemos hecho en nuestro corazón. La razón de
esto es que para hacer en esta vida el bien, para vencer las tentaciones,
para ejercitarnos en la virtud, en una sola palabra, para observar
totalmente los mandamientos de Dios, no bastan las gracias recibidas ni
las consideraciones y propósitos que hemos hecho, se necesita sobre todo
la ayuda actual de Dios y esta ayuda actual no la concede Dios Nuestro
Señor sino al que reza y persevera en la oración. Lo probaremos más
adelante. Las gracias recibidas, las meditaciones que hemos concebido
sirven para que en los peligros y tentaciones sepamos rezar y con la
oración obtengamos el socorro divino que nos Preserva del pecado, mas si
en esos grandes peligros no rezamos, estamos perdidos sin remedio.
Quise, amado lector, poner por delante
estas solemnes afirmaciones que luego en otras páginas demostraré para que
des de antemano gracias a Dios, el cual, al poner en tus Manos este libro
mío, parece que quiere hacerte comprender la importancia de este gran
medio de la oración. Lo llamo gran medio de la oración, porque, todos los
que se salvan, si son adultos, ordinariamente por este medio se salvan. Da
por tanto gracias al Señor, porque a aquellos a quienes les da luces para
entender y practicar la oración, obra con ellos misericordiosamente.
Abrigo la esperanza, hermano mío
amadísimo, que cuando hayas terminado de leer este librito, no serás
perezoso en acudir a Dios con la oración si te asaltan tentaciones de
ofenderle. Si entras en tu conciencia y la hallas manchada con graves
culpas, piénsalo bien y verás que el mal te vino porque dejaste de acudir
a Dios y no le pediste su poderosa ayuda para vencer las tentaciones que
asaltaban tu alma. Déjame por tanto que te suplique que leas y releas con
toda atención estas páginas no porque son mías, sino porque aquí hallarás
el medio que el Señor pone en tus manos para alcanzar tu eterna salvación.
Así te manifiesta por este camino que te quiere salvar. Y otra cosa te
pediré y es que después de leerlo procures por los medios que estén a tu
alcance que lo lean también tus amigos, vecinos y cuantos te rodean.
Dicho esto... comencemos en el nombre del
Señor.
SE DICE
QUE COSA ES ORACIÓN Y SE PROPONE EL PLAN DE TODA LA OBRA
Escribía el apóstol San Pablo a su discípulo
Ti moteo, Recomiendo ante todas las cosas que se hagan súplicas,
oraciones, rogativas, acciones de gracias. Comentando estas palabras,
el Doctor Angélico dice que oración es la elevación del alma a Dios.
Completando esta definición con lo que enseñan recientes catecismos, puede
decirse que la oración es la elevación del alma y del corazón a Dios, para
adorarle, darle gracias y pedirle lo que necesitamos.
En este sentido hemos de entenderla cuando
tratemos de oraciones y súplicas en la presente obra.
Y para que nos vayamos encariñando con este
gran medio de nuestra salvación eterna, que llamamos "oración",hemos de
decir en primer lugar cuán necesaria nos es y la eficacia que tiene para
alcanzar de Dios todas las gracias, si se las pedimos como es debido. Así,
pues, en esta obra trataremos tres cosas muy principales:
- 1. Necesidad de la oración.
- 2. Eficacia de la oración.
- 3. Condiciones que ha de tener para que
sea poderosamente eficaz cerca de Dios.
Luego pasaremos a demostrar en un segunda
parte que la gracia de orar a todos se la concede el Señor. Será entonces
el momento oportuno para explicar el modo maravilloso con que la gracia
obra ordinariamente en nosotros.
Oración dedicatoria a Jesús
y a María
Oh Verbo encarnado, Vos disteis la sangre y
la vida para comunicar a nuestras plegarias, según vuestra divina promesa,
una eficacia tan poderosa que alcancen todo lo que pidan; mas nosotros, oh
Dios mío, tan descuidados andamos en las cosas de nuestra eterna salvación
que ni siquiera queremos pediros las gracias que necesitamos para
salvarnos. Nos disteis con el gran medio de la oración la llave de todos
vuestros tesoros y nosotros, por empeñarnos en no rezar, vivimos siempre
en la más grande miseria espiritual...
¡Ay, Señor mío!, iluminadnos y hacednos
comprender lo mucho que valen ante vuestro Eterno Padre las plegarias que
le dirigimos en vuestro nombre y por vuestros méritos.
A Vos consagro esta humilde obra mía,
bendecidla, y haga vuestra misericordia que cuantos la tomen en sus manos
se sientan movidos a orar y procurar que en todos prenda la llama de este
mismo amor; y así no haya uno solo que no acuda a este gran medio de
salvación.
A vos encomiendo también esta obrita mía, oh
excelsa Madre de Dios, Virgen María. Protegedla y dad a cuantos la leyeran
el espíritu de la oración, la gracia de recurrir en todas sus necesidades
a vuestro divino Hijo y a Vos, que sois la dispensadora de las gracias y
la Madre de las misericordias, a Vos que no podéis consentir que nadie se
retire de vuestra presencia triste y desesperado, a Vos, Virgen
poderosísima que obtenéis cuanto deseáis para vuestros siervo
I.-
NECESIDAD DE LA ORACIÓN
En grave error incurrieron los pelagianos al
afirmar que la oración no es necesaria para alcanzar la salvación.
Afirmaba su impío maestro, Pelagio, que sólo se condena el hombre que es
negligente en conocer las verdades que es necesario saber para la vida
eterna. Mas el gran San Agustín salióle al paso con estas palabras: Cosa
extraña: de todo quiere hablar Pelagio menos de la oración, la cual sin
embargo (así escribía y enseñaba el santo) es el único camino para
adquirir la ciencia de los santos, como claramente lo escribía el apóstol
Santiago: Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría pídasela a
Dios, que a todos la da copiosamente y le será otorgada.
Nada más claro que el lenguaje de las
Sagradas Escrituras, cuando quieren demostramos la necesidad que de la
oración tenemos para salvamos... Es menester orar siempre y no
desmayar.. Vigilad y orad para no caer en la tentación. Pedid y se os
dará... Está bien claro que las palabras: Es menester... orad..
pedid significan y entrañan un precepto y grave necesidad. Así
cabalmente lo entienden los teólogos. Pretendía el impío Wicleff que estos
textos sólo significaban la necesidad de buenas obras, y no de la oración;
y era porque, según su errado entender, orar no es otra cosa que obrar
bien. Fue este un error que expresamente condenó la santa Iglesia. De aquí
que pudo escribir el doctor Leonardo Lessio: No se puede negar la
necesidad de la oración a los adultos para salvarse sin pecar contra la
fe, pues es doctrina evidentísima de las sagradas Escrituras que la
oración es el único medio para conseguir las ayudas divinas necesarias
para la salvación eterna.
La razón de esto es clarísima. Sin el
socorro de la divina gracia no podemos hacer bien alguno: Sin mí nada
podéis hacer, dice Jesucristo. Sobre estas cosas escribe acertadamente
San Agustín y advierte que no dice el Señor que nada podemos
terminar, sino que nada podemos hacer. Con ello nos quiso
dar a entender nuestro Salvador que sin su gracia no podemos realizar el
bien. Y el Apóstol parece que va más allá, pues escribe que sin la oración
ni siquiera podemos tener el deseo de hacerlo. Por lo que podemos sacar
esta lógica consecuencia: que si ni siquiera podemos pensar en el bien,
tampoco podemos desearlo... Y lo mismo testifican otros muchos pasajes de
la Sagrada Escritura. Recordemos algunos, Dios obra todas las cosas en
nosotros... Yo haré que caminéis por la senda de mis mandamientos y
guardéis mis leyes y obréis según ellas. De aquí concluye San León
Papa que nosotros no podemos hacer más obras buenas que aquellas que Dios
nos ayuda a hacer con su gracia.
Así lo declaró solemnemente el Concilio de
Trento, Si alguno dijere que el hombre sin la previniente inspiración
del Espíritu Santo y sin su ayuda puede creer, esperar, amar y
arrepentirse como es debido para que se le confiera la gracia de la
justificación, sea anatema.
A este propósito hace un sabio escritor esta
ingeniosa observación: A unos animales dio el Creador patas ágiles para
correr, a otros garras, a otros plumas, y esto para que puedan atender a
la conservación de su ser... pero al hombre lo hizo el Señor de tal manera
que El mismo quiere ser toda su fortaleza. Por esto decimos que el hombre
por sí solo es completamente incapaz de alcanzar la salvación eterna,
porque dispuso el Señor que cuanto tiene y pueda tener, todo lo tenga con
la ayuda de su gracia.
Y apresurémonos a decir que esta ayuda de la
gracia, según su providencia ordinaria, no la concede el Señor, sino a
aquel que reza, como lo afirma la célebre sentencia de Gennadio:
Firmemente creemos que nadie desea llegar a la salvación si no es
llamado por Dios.. que nadie camina hacia ella sin el auxilio de Dios...
que nadie merece ese auxilio, sino el que se lo pide a Dios.
Pues si tenemos, por una parte, que nada
podemos sin el socorro de Dios y por otra que ese socorro no lo da
ordinariamente el Señor sino al que reza ¿quién no ve que de aquí fluye
naturalmente la consecuencia de que la oración es absolutamente necesaria
para la salvación? Verdad es que las gracias primeras, como la vocación a
la fe y la penitencia las tenemos sin ninguna cooperación nuestra, según
San Agustín, el cual afirma claramente que las da el Señor aun a los que
no rezan. Pero el mismo doctor sostiene como cierto que las otras gracias,
sobre todo el don de la perseverancia, no se conceden sino a los que
rezan.
De aquí que los teólogos con San Basilio,
San Juan Crisóstomo, Clemente Alejandrino y otros muchos, entre los cuales
se halla San Agustín, sostienen comúnmente que la oración es necesaria a
los adultos y no tan sólo necesaria como necesidad de precepto, como dicen
las escuelas, sino como necesidad de medio. Lo cual quiere decir que,
según la providencia ordinaria de Dios, ningún cristiano puede salvarse
sin encomendarse a Dios pidiéndole las gracias necesarias para su
salvación. Y lo mismo sostiene Santo Tomás con estas graves palabras:
Después del Bautismo le es necesaria al hombre continua oración, pues
si es verdad que por el bautismo se borran todos los pecados, no lo es
menos que queda la inclinación desordenada al pecado en las entrañas del
alma y que por fuera el mundo y el demonio nos persiguen a todas horas.
He aquí como el Angélico Doctor demuestra en
pocas palabras la necesidad que tenemos de la oración. Nosotros, dice,
para salvamos tenernos que luchar y vencer, según aquello de San Pablo:
El que combate en los juegos públicos no es coronado, si no combatiere
según las leyes. Sin la gracia de Dios no podemos resistir a muchos y
poderosos enemigos... Y como esta gracia sólo se da a los que rezan, por
tanto sin oración no hay victoria, no hay salvación.
Que la oración sea el único medio ordinario
para alcanzar los dones divinos lo afirma claramente el mismo Santo Doctor
en otro lugar, donde dice que el Señor ha ordenado que las gracias que
desde toda la eternidad ha determinado concedernos nos las ha de dar sólo
por medio de la oración. Y confirma lo mismo San Gregorio con estas
palabras. Rezando alcanzan los hombres las gracias que Dios determinó
concederles antes de todos los siglos. Y Santo Tomás sale al paso de
una objeción con esta sentencia: No es necesario rezar para que Dios
conozca nuestras necesidades, sino más bien para que nosotros lleguemos a
convencernos de la necesidad que tenemos de acudir a Dios para alcanzar
los medios convenientes para nuestra salvación y por este camino
reconocerle a El como autor único de todos nuestros bienes. Digámoslo con
las mismas palabras del Santo Doctor Por medio de la oración acabamos
de comprender que tenemos que acudir al socorro divino y confesar
paladinamente que El solo es el dador de todos nuestros bienes.
A la manera que quiso el Señor que sembrando
trigo tuviéramos pan y plantando vides tuviéramos vino, así quiso también
que sólo por medio de la oración tuviéramos las gracias necesarias para la
vida eterna. Son sus divinas palabras Pedid.. y se os dará... Buscad y
hallaréis.
Confesemos que somos mendigos y que todos
los dones de Dios son pura limosna de su misericordia. Así lo confesaba
David: Yo mendigo soy y pobrecito. Lo mismo repite San Agustín:
Quiere el Señor concedernos sus gracias, pero sólo las da a aquel que
se las pide. Y vuelve a insistir el Señor: Pedid y se os
dará... Y concluye Santa Teresa: Luego el que no pide, no
recibe... Lo mismo demuestra San Juan Crisóstomo con esta comparación:
A la manera que la lluvia es necesaria a las plantas para desarrollarse
y no morir, así nos es necesaria la oración para lograr la vida
eterna. Y en otro lugar trae otra comparación el mismo Santo: Así
como el cuerpo no puede vivir sin alma, de la misma manera el alma sin
oración está muerta y corrompida Dice que está corrompida y que
despide hedor de tumba, porque aquel que deja de rezar bien pronto queda
corrompido por multitud de pecados. Llámase también a la oración
alimento del alma porque si es verdad que sin alimento no puede
sostenerse la vida del cuerpo, no lo es menos que sin oración no puede el
alma conservar la vida de la gracia. Así escribe San Agustín.
Todas estas comparaciones de los santos
vienen a demostrar la misma verdad: la necesidad absoluta que tenemos de
la oración para alcanzar la salvación eterna.
II .- LA ORACIONES NECESARIA PARA VENCER LAS
TENTACIONES Y GUARDAR LOS
MANDAMIENTOS
Es además la oración el arma más necesaria
par defendemos de los enemigos de nuestra alma. EL que no la emplea, dice
Santo Tomás, está perdido. El Santo Doctor no duda en afirmar que cayó
Adán porque no acudió a Dios en el momento de la tentación. Lo mismo dice
San Gelasio, hablando de los ángeles rebeldes: No aprovecharon la
gracia de Dios y porque no oraron, no pudieron conservarse en
santidad. San Carlos Borromeo dice en una de sus cartas pastorales que
de todos los medios que el Señor nos dio en el evangelio, el que ocupa el
primer lugar es la oración. Y hasta quiso que la oración fuera el sello
que distinguiera su Iglesia de las demás sectas, pues dijo de ella que su
casa era casa de oración: Mi casa será llamada casa de oración.
Corazón, pues, concluye San Carlos en la referida pastoral que la oración
es el principio, progreso y coronamiento de todas las virtudes.
Y es esto tan verdadero que en las
oscuridades del espíritu, en las miserias y peligros en que tenemos que
vivir sólo hallamos un fundamento para nuestra esperanza, y es el levantar
nuestros ojos a Dios y alcanzar de su misericordia por la oración nuestra
salud eterna... Lo decía el rey Josafat: Puesto que ignoramos lo que
debemos hacer, una sola cosa nos resta: volver los ojos a Ti. Así lo
practicaba el santo Rey David, pues confesaba que para no ser presa de sus
enemigos no tenía otro recurso sino el acudir continuamente al Señor
suplicándole que le librara de sus acechanzas: Al señor levanté mis
ojos siempre, porque me soltará de los lazos que me tienden. Se pasaba
la vida repitiendo así siempre; Mírame, Señor, y ten piedad de mí, que
estoy solo y soy pobre. A ti clamé, Señor, sálvame para que guarde tus
mandamientos... porque yo nada puedo y fuera de Vos nadie me podrá ayudar.
Eso es verdad, porque después del pecado de
nuestro primer padre Adán que nos dejó tan débiles y sujetos a tantas
enfermedades, ¿habrá uno solo que se atreva a pensar que podemos resistir
los ataques de los enemigos de nuestra alma y guardar los divinos
mandamientos, si no tuviéramos en nuestra mano la oración, con la cual
pedimos al Señor la luz y la fuerza para observarlos? Blasfemó Lutero,
cuando dijo que después del pecado de Adán nos es del todo imposible la
observancia de la divina ley. Jansenio se atrevió a sostener también que
en el estado actual de nuestra naturaleza ni los justos pueden guardar
algunos mandamientos. Si esto sólo hubiera dicho, pudiéramos dar sentido
católico a su afirmación, pero justamente le condenó la Iglesia, porque
siguió diciendo que ni tenían la gracia divina para hacer posible su
observancia.
Oigamos a San Agustín: Verdad es que el
hombre con sus solas fuerzas y con la gracia ordinaria y común que a todos
es concedida no puede observar algunos mandamientos, pero tiene en sus
manos la oración y con ella podrá alcanzar esa fuerza superior que
necesita para guardarlos. Estas son textuales palabras: Dios cosas
imposibles no manda, pero, cuando manda, te exhorta a hacer lo que puedes
y a pedir lo que no puedes, y entonces te ayuda para que lo puedas.
Tan célebre es este texto del gran Santo que el Concilio de Trento se lo
apropió y lo declaró dogma de fe. Mas ¿cómo podrá el hombre hacer lo que
no puede? Responde al punto el mismo Doctor a continuación de lo que acaba
de afirmar: Veamos y comprenderemos que lo que por enfermedad o vicio
del alma no puede hacer, podrá hacerlo con la medicina. Con lo cual
quiso damos a entender que con la oración hallamos el remedio de nuestra
debilidad, ya que cuando rezamos nos da el Señor las fuerzas necesarias
para hacer lo que no podemos.
Sigue hablando el mismo San Agustín y dice:
Sería temeraria insensatez pensar que por una parte nos impuso el Señor
la observancia de su divina ley y por otra que fuera esa ley imposible de
cumplir. Por eso añade: Cuando el Señor nos hace comprender que no somos
capaces de guardar todos sus santos preceptos, nos mueve a hacer las cosas
fáciles con la gracia ordinaria que pone siempre a nuestra disposición:
para hacer las más difíciles nos ofrece una gracia mayor que podemos
alcanzar con la oración. Y si alguno opusiere por qué nos manda el
Señor cosas que están por encima de nuestras fuerzas, le responde el mismo
Santo: Nos manda algunas cosas que no podemos para que por ahí sepamos
qué cosas le tenemos que pedir. Y lo mismo dice en otro lugar con
estas palabras: Nadie puede observar la ley sin la gracia de Dios, y
por esto cabalmente nos dio la ley, para que le pidiéramos la gracia de
guardarla. Y en otro pasaje viene a exponer igual doctrina el mismo
San Agustín. He aquí sus palabras: Buena es la ley para aquel que
debidamente usa de ella. Pero ¿qué es usar debidamente de la ley? A esta
pregunta contesta» Conocer por medio de la ley las enfermedades de nuestra
alma y buscar la ayuda divina para su remedio. Lo cual quiere decir
que debemos servirnos de la ley ¿para qué?, para llegar a entender por
medio de la ley (pues no tendríamos otro camino) la debilidad de nuestra
alma y su impotencia para observarla. Y entonces pidamos en la oración la
gracia divina que es lo único que puede curar nuestra flaqueza.
Esto mismo vino a decir San Bernardo, cuando
escribió. ¿Quiénes somos nosotros y qué fortaleza tenemos para poder
resistir a tantas tentaciones? Pero esto cabalmente era lo que
pretendía el Señor: que entendamos nuestra miseria y que acudamos con toda
humildad a su misericordia, pues no hay otro auxilio que nos pueda valer.
Muy bien sabe el Señor que nos es muy útil la necesidad de la oración,
pues por ella nos conservamos humildes y nos ejercitamos en la confianza.
Y por eso permite el Señor que nos asalten enemigos que con nuestras solas
fuerzas no podemos vencer, para que recemos y por ese medio obtengamos la
gracia divina que necesitamos.
Conviene sobre todo que estemos persuadidos
que nadie podrá vencer las tentaciones impuras de la carne si no se
encomienda al Señor en el momento de la tentación. Tan poderoso y terrible
es este enemigo que cuando nos combate se apagan todas las luces de
nuestro espíritu y nos olvidamos de las meditaciones y santos propósitos
que hemos hecho, y no parece sino que en esos momentos despreciamos las
grandes verdades de la fe y perdemos el miedo de los castigos divinos. Y
es que esa tentación se siente apoyada por la natural inclinación que nos
empuja a los placeres sensuales. Quien en esos momentos no acude al Señor
está perdido. Ya lo dijo San Gregorio Nacianceno: La oración es la
defensa de la pureza. Y antes lo había afirmado Salomón: Y como
supe que no podía ser puro, si Dios no me daba esa gracia, a Dios acudí y
se la pedí. Es en efecto la castidad una virtud que con nuestras
propias fuerzas no podemos practicar, necesitamos la ayuda de Dios, mas
Dios no la concede sino a aquel que se la pide. El que la pide,
ciertamente la obtendrá.
Por eso sostiene Santo Tomás contra Jansenio
que no podemos decir que la castidad y otros mandamientos sean imposibles
de guardar, pues si es verdad que por nosotros mismos y con nuestras solas
fuerzas no podernos, nos es posible sin embargo con la ayuda de la divina
gracia. Y que nadie ose decir que parece linaje de injusticia mandar a un
cojo que ande derecho. No, replica San Agustín, no es injusticia, porque
al lado se le pone el remedio para curar de su enfermedad y remediar su
defecto. Si se empeña en andar torcidamente suya será la culpa.
En suma diremos con el mismo santo Doctor
que no sabrá vivir bien quien no sabe rezar bien. Lo mismo afirma San
Francisco de Asís, cuando asegura que no puede esperarse fruto alguno de
un alma que no hace oración. Injustamente por tanto se excusan los
pecadores que dicen que no tienen fuerzas para vencer las tentaciones.
¡Qué atinadamente les responde el apóstol Santiago cuando les dice: Si
las fuerzas os faltan ¿por qué no las pedís al Señor? ¿No las tenéis?
Señal de que no las habéis pedido.
Verdad es que por nuestra naturaleza somos
muy débiles para resistir los asaltos de nuestros enemigos, pero también
es cierto que Dios es fiel, como dice el Apóstol y que por tanto jamás
permite que seamos tentados sobre nuestras fuerzas. Oigamos las palabras
de San Pablo: Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre
vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho
para que podáis manteneros. Comentan do este pasaje, Primacio dice.
Antes bien os dará la ayuda de la gracia para que podáis resistir la
violencia de la tentación.
Débiles somos, pero Dios es fuerte, y,
cuando le invocamos, nos comunica su misma fortaleza y entonces podemos
decir con el Apóstol: Todo lo puedo con la ayuda de aquél que es mi
fortaleza Por lo que el que sucumbe, porque no ha rezado, no tiene
excusa, dice San Juan Crisóstomo, pues si hubiera rezado hubiera
sido vencedor de todos sus enemigos.
III .- DE LA NECESIDAD DE ACUDIR A LOS SANTOS
COMO NUESTROS INTERCESORES
Aquí aparece el lugar conveniente para
tratar de la duda si es necesario también recurrir a la intercesión de los
Santos para alcanzar las gracias divinas.
Que sea cosa buena y útil invocar a los
Santos para que nos sirvan de intercesores y nos alcancen por los méritos
de Jesucristo lo que por los nuestros no podemos obtener, es doctrina que
no podernos negar, pues así lo declaró la Santa Iglesia en el Concilio de
Trento. Lo negaba el impío Calvino, pero esa desatino e impiedad, porque.,
en efecto, nadie osará negar que es bueno y útil acudir a las almas santas
que en el mundo viven para que vengan en nuestra ayuda con sus plegarias.
Así lo hacía el apóstol San Pablo, el cual escribiendo a los de
Tesalónica, les decía: Hermanos, rogad por nosotros. Pero, ¿qué
digo? Hasta el mismo Dios mandaba a los amigos del Santo Job que se
encomendasen a sus oraciones para que por sus méritos El les pudiese
favorecer. Pues si es lícito encomendarse a las oraciones de los vivos ¿no
lo será invocar a los Santos que están en el cielo y más cerca de Dios?
Y no se diga que esto es quitar el honor
debido a Dios, pues es más bien duplicarlo, pues a reyes y potentados no
se les honra solamente en su misma persona, sino también en la de sus
reales servidores. Y apoyado en esto sostiene Santo Tomás que es cosa muy
excelente acudir a muchos santos, porque obtiénese por las oraciones de
muchos lo que por las de uno solo no se logra alcanzar. Y si alguno por
ventura objetase de qué puede servir el recurrir a los Santos, pues que
ellos rezan por todos los que son justos y dignos de sus oraciones,
responde el mismo Santo Doctor que si alguno no fuese digno, cuando los
santos ruegan por él, se hace digno desde el momento en que recurre a su
intercesión.
Discuten los teólogos si es conveniente
encomendamos a las almas de¡ purgatorio... Sostienen que aquellas almas no
pueden rogar por nosotros, y se apoyan en la autoridad de Santo Tomás, el
cual dice que aquellas almas por estar en estado de purificación son
inferiores a nosotros y por tanto no están en condiciones de rogar, sino
que más bien necesitan que los demás rueguen por ellas. Mas otros
muchos doctores, entre los cuales podemos citar a San Belarmino, Sylvio,
cardenal de Gotti, Lession, Medina..., sostienen lo contrario y con mayor
probabilidad de razón, pues afirman que puede creerse piadosamente que el
Señor les revela nuestras oraciones para que aquellas almas benditas
rueguen por nosotros y de esta suerte hay entre ellas y nosotros más
íntima comunicación de caridad. Nosotros rezamos por ellas, ellas rezan
por nosotros.
Y dicen muy bien Sylvio y Gotti que no
parece que sea argumento en contra la razón que aduce el Angélico Santo
Tomás de que las almas están en estado de purificación; porque una cosa es
estar en estado de purificación y otra muy distinta el poder rogar. Verdad
es que, aquellas almas no están en estado de rogar, pues, como dice Santo
Tomás, por hallarse bajo el castigo de Dios son inferiores a nosotros, y
así parece que lo más propio es que nosotros recemos por ellas, ya que se
hallan más necesitadas; sin embargo aun en ese estado bien pueden rezar
por nosotros, porque son almas muy amigas de Dios. Un padre que ama
tiernamente a su hijo puede tenerlo encerrado en la cárcel por alguna
culpa que cometió, y parece que en ese estado él no puede rogar por sí
mismo, mas ¿por qué no podrá interceder por los demás? Y ¿porqué no podrá
esperar que alcanzará lo que pide, puesto que sabe el afecto grande que el
padre le tiene? De la misma manera, siendo las almas benditas del
purgatorio tan amigas de Dios y estando, como están, confirmadas en
gracia, parece que no hay razón ni impedimento que les estorbe rezar por
nosotros.
Cierto es que la Iglesia no suele invocarlas
e implorar su intercesión, ya que ordinariamente ellas no conocen nuestras
oraciones. Mas piadosamente podemos creer, como arriba indicábamos, que el
Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es así, puesto que están
tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que interceden por
nosotros. De Santa Catalina de Bolonia se lee que cuando deseaba alguna
gracia recurría a las ánimas benditas, y al punto era escuchada: y
afirmaba que no pocas gracias que por la intercesión de los Santos no
había alcanzado, las había obtenido por medio de las ánimas benditas. Si,
pues, deseamos nosotros la ayuda de sus oraciones, bueno será que
procuremos nosotros socorrerlas con nuestras oraciones y buenas obras.
Me atrevo a decir que no tan sólo es bueno,
sino que es también muy justo, ya que es uno de los grandes deberes de
todo cristiano. Exige la caridad que socorramos a nuestros prójimos,
cuando tienen necesidad de nuestra ayuda y nosotros por nuestra parte no
tenemos grave impedimento en hacerlo. Pensemos que es cierto que aquellas
ánimas benditas son prójimos nuestros, pues aunque murieron y ya no están
en la presente vida, no por eso dejan de pertenecer, como nosotros, a la
Comunión de los Santos. Así lo afirma San Agustín con estas claras
palabras: Las almas santas de los muertos no son separadas de la Iglesia.
Y más claramente lo afirma Santo Tomás, el cual, tratando esta verdad,
dice que la caridad que debemos a los muertos que pasaron de esta vida a
la otra en gracia de Dios, no es más que la extensión de la Misma caridad
que tenernos en este mundo a los vivos. La caridad, dice, que es un
vínculo de perfección y lazo de la Santa Iglesia, no solamente se extiende
a los vivos, sino también a los muertos que murieron en la misma caridad.
Por donde debemos concluir que debemos socorrer en la medida de nuestras
fuerzas a las ánimas benditas, como prójimos nuestros, y pues su necesidad
es mayor que la de los prójimos que tenemos en esta vida, saquemos en
consecuencia que mayor es la obligación que tenemos de socorrerlas.
Porque, en efecto, ¿en qué necesidad se
hallan aquellas santas prisioneras? Es verdad innegable que sus penas son
inmensas. San Agustín no duda en afirmar que el fuego que las atormenta
es más cruel que todas las penas que en este mundo nos pueden afligir.
Lo mismo piensa Santo Tomás y añade que su fuego es el mismo fuego del
infierno. En el mismo fuego, en que el condenado es atormentado, dice, es
purificado el escogido.
Si ésta es la pena de sentido, mucho mayor y
más horrenda será la pena de daño que consiste en la privación de la vista
de Dios. Es que aquellas almas esposas santas de Dios, no tan sólo por el
amor natural que sienten hacia el Señor, sino principalmente por el amor
sobrenatural que las consume, se sienten arrastradas hacia El, mas como no
pueden allegarse por las culpas que las retienen, sienten un dolor tan
grande que, si fueran capaces de morir, morirían de pena a cada momento.
De tal manera, dice San Juan Crisóstomo, que esta privación de la vista de
Dios las atormenta horriblemente más que la pena de sentido. Mil infiernos
de fuego, reunidos, dicen, no les causarían tanto dolor como la sola pena
de daño.
Y es esto tan verdadero que aquellas almas,
esposas del señor, con gusto escogerían todas las penas antes que verse un
solo momento privadas de la vista y contemplación de Dios. Por eso se
atreve a sostener el Doctor Angélico que, las penas del purgatorio
exceden todas las que en este mundo podemos padecer. Dionisio el
Cartujo refiere que un difunto, resucitado por intercesión de San
Jerónimo, dijo a San Cirilo de Jerusalén que todos los tormentos de la
presente vida comparados con la pena menor del purgatorio, parecen
delicias y descansos. Añadió que si uno hubiera experimentado las penas
del purgatorio, no dudaría en escoger los dolores que todos los hombres
juntos han padecido y padecerán en este mundo hasta el juicio final, antes
que padecer un día solo la menor pena del purgatorio. Por eso escribía el
mismo San Cirilo a San Agustín, que las penas del purgatorio, en cuanto a
su gravedad, son lo mismo que las penas del infierno; en una sola cosa
principalísima se distinguen: en que no son eternas.
Son por tanto espantosamente grandes las
penas de las ánimas benditas del purgatorio, y además ellas no pueden
valerse por sí mismas. Lo decía el Santo Job con aquellas palabras:
Encadenadas están y amarradas con cuerdas de pobreza. Reinas son y
destinadas al reino eterno, pero no podrán tomar posesión de él, y tendrán
que gemir desterradas hasta que queden totalmente purificadas. Sostienen
algunos teólogos que pueden ellas en parte mitigar sus tormentos con sus
plegarias, pero de todos modos no podrán nunca hallar en sí mismas los
recursos suficientes y tendrán que quedar entre aquellas cadenas hasta que
no hayan pagado cumplidamente a la justicia divina. Así lo decía un fraile
cisterciense, condenado al purgatorio, al hermano sacristán de su
monasterio-. Ayúdame, le suplicaba, con tus oraciones, que yo
por mí nada puedo. Y esto mismo parece repetir San Buenaventura con
aquellas palabras: Tan pobres son aquellas benditas ánimas, que por sí
mismas no pueden pagar sus deudas.
Lo que sí es cierto y dogma de fe es que
podemos socorrer con nuestros sufragios y sobre todo con nuestras
oraciones a aquellas almas santas. La Iglesia alaba estas plegarias y ella
misma va delante con su ejemplo. Siendo esto así, no sé cómo puede
excusarse de culpa aquel que pasa mucho tiempo sin ayudarlas en algo, al
menos con sus oraciones.
Si a ello no nos mueve este deber de
caridad, muévanos el saber el placer grande que proporcionamos a
Jesucristo, cuando vea que nos esforzamos en romper las cadenas de
aquellas sus amadas esposas para que vayan a gozar de su amor en el cielo.
Muévanos también el pensamiento de los muchos méritos que por este medio
adquirimos, puesto que hacemos un acto de caridad tan grande con aquellas
benditas ánimas; y bien seguros podemos estar que ellas a su vez,
agradecidas al bien que les hemos procurado, sacándolas con nuestras
oraciones de aquellas penas y anticipándoles la hora de su entrada en el
cielo, no dejarán de rogar por nosotros cuando ya se hallen en medio en la
bienaventuranza. Decía el Señor. Bienaventurados los misericordiosos,
porque alcanzarán misericordia. Pues si el bondadoso galardonador
promete misericordia a los que tienen misericordia con sus prójimos, con
mayor razón podrá esperar su eterna salvación, aquel que procura socorrer
a almas tan santas, tan afligidas y tan queridas de Dios.
Pero volvamos a la duda que arriba nos
atrevemos a exponer. ¿Hay verdadera obligación de invocar la intercesión
de los Santos? No es mi propósito resolver aquí esta sutilísima cuestión,
no quiero sin embargo dejar de exponer una doctrina del Angélico Doctor.
Sostiene él primeramente en muchos lugares antes apuntados y especialmente
en el libro de las Sentencias, que es verdad innegable que todos estamos
obligados a rezar, porque de otra manera no alcanzaremos las gracias
necesarias para nuestra salvación eterna, ya que para ello no hay otro
camino que el de la oración. En otro lugar del mismo libro se propone a sí
mismo con toda claridad la siguiente duda: ¿Debemos rogar a los Santos
para que intercedan por nosotros? Para que se entienda bien el pensamiento
de¡ Santo quiero transcribir el texto íntegro: Es así: Hay un orden
divinamente establecido en todas las cosas, según Dionisio Areopagita, y
es que las últimas cosas vuelvan a Dios valiéndose de las intermedias. Y
como los Santos ya están en la Patria y por tanto muy cerca de Dios,
parece que está pidiendo el orden general establecido, que nosotros, que
aún estamos con este cuerpo mortal y andamos peregrinando lejos de Dios, a
El volvamos por mediación de los Santos. Así sucede, cuando por ellos
llegan hasta nosotros los efectos de la divina bondad Pues nuestra vuelta
a Dios debe seguir en cierto modo el mismo proceso de la donación de su
bondad, ya que los beneficios divinos llegan a nosotros por medio de los
santos, así por medio de los mismos debemos volver a Dios. De aquí podemos
concluir que cuando pedimos a los Santos que recen por nosotros, los
constituimos intercesores y en cierto sentido mediadores
nuestros.
Meditemos estas palabras del Angélico Doctor
y veremos que según su doctrina el orden de la divina ley exige que
nosotros, míseros mortales, nos salvemos por medio de los Santos,
recibiendo de sus manos las gracias necesarias para nuestra salvación
eterna. Como alguno puede objetar que parece superfluo acudir a los
Santos, ya que Dios es infinitamente más misericordioso que ellos y más
inclinado a socorrernos, responde el Santo muy atinadamente que, si lo ha
dispuesto así el Señor, no ha sido por falta de poder por parte suya, sino
para conservar en todo el orden general establecido de obrar siempre por
medio de las causas segundas.
Lo mismo enseñan el continuador de Tournel y
Silvio apoyados en la doctrina de Santo Tomás. Dicen ellos que si es
verdad que sólo podemos rezar a Dios, como autor de la gracia, tenemos sin
embargo obligación de acudir a la intercesión de los Santos para guardar
el orden establecido por Dios, que ha dispuesto que los inferiores se
salven con la ayuda de los superiores.
IV
.- DE LA INTERCESIÓN DE MARIA SANTÍSIMA
Lo que hasta aquí llevamos dicho de la
intercesión de los Santos puede decirse, pero con mucha mayor excelencia,
de la intercesión de la Madre de Dios. sus oraciones valen más que las de
todo el paraíso. Da la razón Santo Tomás, diciendo que los santos, según
su mérito, así es el poder que tienen de salvar a otros muchos; pero como
Jesucristo y digamos lo mismo de su Divina Madre, tienen gracia tan
abundante, por eso pueden salvar a todos los hombres. Lo dice así el Santo
Doctor. Ya es cosa grande decir de un santo que tiene bastante gracia para
salvar a muchos. Pero si pudiera decirse de alguno que la tenía tan grande
que a todos los hombres pudiera dar la salvación sería la más grande
alabanza. Mas ello solamente puede decirse de Jesucristo y de su Madre
Santísima. San Bernardo hablando de la Virgen escribió estas hermosas
palabras: Así como nosotros no podemos acercarnos al Padre sino por
medio del Hijo, que es mediador de justicia, así no podemos acercarnos a
Jesús si no es por medio de María que es la mediadora de la gracia y nos
obtiene con su intercesión todos los bienes que nos ha concedido
Jesucristo. En otro lugar saca el mismo Santo de todo esto una
consecuencia lógica, cuando dice que María ha recibido de Dios dos
plenitudes de gracias- la primera, la encarnación del Verbo eterno,
tomando carne humana en su purísimo seno... la segunda, la plenitud de las
gracias que de Dios recibimos por su intercesión. Oigamos las palabras del
mismo Santo: Puso el Señor en María la plenitud de todos los bienes, y
por tanto, si tenemos alguna gracia y alguna esperanza, si alguna
seguridad tenemos de salvación eterna, podemos confesar que todo nos viene
de ella, pues rebosa de delicias divinas. Huerto de delicias es su alma y
de allí corren y se esparcen suaves aromas, es decir, los carismas de
todas las gracias.
Podemos por tanto asegurar que todos los
bienes que del Señor recibirnos, nos llegan por medio de la intercesión de
María. ¿Qué por qué es así? Responde categóricamente San Bernardo:
Porque así lo ha dispuesto el mismo Dios. Esta es su divina
voluntad, son palabras de San Bernardo, que todo lo recibamos por
manos de María Pero San Agustín da otra razón y parece más lógica, y
es que María es propiamente nuestra Madre; lo es, porque su caridad
cooperó para que naciésemos a la vida de la gracia y fuéramos hechos
miembros de nuestra cabeza que es Jesucristo. Pues ella ha cooperado con
su bondad al nacimiento espiritual de todos los redimidos, por eso ha
querido el Señor que con su intercesión coopere a que tengan la vida de la
gracia en este mundo, y en el otro mundo la vida de la gloria. Que por
esto la Santa Iglesia se complace en llamar y saludarla con estas
suavísimas palabras: Vida, dulzura y esperanza nuestra.
Nos exhorta San Bernardo a recurrir siempre
a esta divina Madre, ya que sus súplicas son siempre escuchadas por su
divino Hijo. Acudamos a María, exclama con fervoroso acento, lo
digo sin vacilar..., el Hijo oirá a su Madre. A continuación añade:
Hijos míos, Ella es la escala de los pecadores. Ella mi máxima
esperanza, Ella, toda la razón de confianza del alma mía. La llama
escala, porque así como no podemos subir el tercer escalón sin
poner antes el pie en el segundo, de la misma manera nadie llega a Dios
sino es por medio de Jesucristo, y a Jesucristo nadie llega sino por medio
de María. Y añade que es su máxima esperanza y el fundamento de su
confianza porque Dios ha dispuesto que todas las gracias nos pasen por
manos de María. Por esto concluye recordándonos que todas las gracias que
queramos obtener, las pidamos por medio de María, porque ella alcanza todo
lo que quiere y sus oraciones jamás serán desatendidas. He aquí sus
textuales palabras: Busquemos la gracia, y busquémosla por medio de
María, porque halla todo lo que busca y jamás pueden ser frustrados sus
deseos. No de distinta forma hablaba el fervoroso San Efrén: Sólo
una esperanza tenemos, decía, y eres tú, Virgen purísima. San
Ildefonso, vuelto a la misma celestial Señora, le hablaba así. La
Majestad divina ordenó que todos sus bienes pasaran por tus manos
benditas. A Ti están confiados todos los tesoros divinos y todas las
riquezas de las gracias. San Germán le decía todo tembloroso: ¿Qué
será de nosotros si Tú nos abandonas, vida de todos los cristianos?
San Pedro Damián: En tus manos están todos los tesoros de las
misericordias de Dios. San Antonio: Quien reza sin contar contigo
es como quien pretende volar sin alas. San Bernardino de Sena: Tú
eres la dispensadora de todas las gracias: nuestra salvación está en tus
manos. En otro lugar llegó a afirmar el mismo Santo que no tan sólo es
María el medio por el cual se nos comunican todas las gracias de Dios sino
que desde el día en que fue hecha madre de Dios, adquirió una especie de
jurisdicción sobre todas las gracias que se nos conceden. Sigue ponderando
la autoridad de la Virgen con estas palabras, Por Maria, de la cabeza
de Cristo, pasan todas las gracias vitales a su cuerpo místico. El día en
que siendo Virgen fue hecha Madre de Dios, adquirió una suerte de posesión
y autoridad sobre todas las gracias que el Espíritu Santo concede a los
hombres de este mundo, que nadie jamás obtendrá gracia alguna, sino según
lo disponga esta Madre piadosísima. Y añade esta conclusión, Por tanto,
sus manos misericordiosas dispensan a quien quiere dones, virtudes y
gracias. Y lo mismo confirma San Bernardino de Sena con estas palabras: Ya
que toda la naturaleza divina se encerró en el seno de María, no temo
afirmar que por ello adquirió la Virgen cierta jurisdicción sobre todas
las corrientes de las gracias, pues fue su seno el océano del cual
salieron todos los ríos de las divinas gracias.
Muchos teólogos apoyados en la autoridad de
estos Santos, justa y piadosamente tienen la opinión de que no hay gracia
que no sea dispensada por medio de la intercesión de María. Así podemos
citar entre muchos a Vega, Mendoza, Pacíuccheli, Séñeri, Poiré, Crasset.
Lo mismo defiende el docto P. Natal Alejandro, del cual son estas
palabras: Quiere Dios que todos los bienes que de El esperamos, los
obtengamos por la poderosísima intercesión de su Madre, cuando debidamente
la invocamos. Y trae para confirmarlo el célebre texto de San
Bernardo: Esta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por
María. El P. Contenson, comentando aquellas palabras que Cristo
pronunció en la cruz: Ahí tienes a tu madre, añade. Como si dijere:
Ninguno puede participar de mi sangre, sino por la intercesión de mi
Madre. Fuentes son de gracia sus llagas, pero su agua sólo llegará a las
almas por medio de ese canal que se llama María. Juan, mi amado discípulo,
serás tan amado de Mí, cuanto amares a Ella.
Por lo demás, si es cierto que le agrada al
Señor que recurramos a los santos, mucho más le ha de agradar que acudamos
a la intercesión de María para que supla ella nuestra indignidad con la
santidad de sus méritos. Así cabalmente lo afirma San Anselmo: para que
la dignidad de la intercesora supla nuestra miseria. Por tanto, acudir
a la Virgen no es desconfiar de la divina misericordia; es tener miedo de
nuestra indignidad. Santo Tomás, cuando habla de la dignidad de María, no
repara en llamarla casi infinita. Como es madre de Dios tiene
cierta especie de dignidad infinita. Y por tanto, puede decirse sin
exageración que las oraciones de María son casi más poderosas que las de
todo el cielo.
Pongamos fin a este primer capítulo
resumiendo todo lo dicho y dejando bien sentada esta afirmación: que el
que reza se salva y el que no reza se condena. Si dejamos a un lado a
los niños, todos los demás bienaventurados se salvaron porque rezaron,
y los condenados se condenaron porque no rezaron. Y ninguna otra cosa
les producirá en el infierno más espantosa desesperación que pensar que
les hubiera sido cosa muy fácil salvarse. Pues lo hubieran conseguido
pidiendo a Dios sus gracias, y que ya serán eternamente desgraciados,
porque pasó el tiempo de la oración. |