Comentario Bíblico: 11. SEGUNDO ENCUENTRO
Emiliano Jiménez Hernández
11. SEGUNDO ENCUENTRO
Los hijos de Jacob, con el regalo para el señor de Egipto, y con Benjamín se
presentan por segunda vez en Egipto. José alza los ojos y ve a Benjamín y,
en el rostro de Benjamín, ve la cara de su madre. Entonces José dice a su
mayordomo:
-Hazlos entrar en casa; que maten un animal y lo guisen, pues al mediodía
esos hombres comerán conmigo.
El mayordomo hace lo que le manda José. Como gentes de campo se conducen
torpemente en aquel ambiente extraño y distinguido. Comienzan a hablar todos
a la vez en la misma puerta. Viendo que les introducen en la casa del señor
de Egipto, se dicen unos a otros:
-Nos meten a causa del dinero que pusieron entonces en nuestros costales; es
un pretexto para acusarnos, condenarnos, hacernos esclavos y quedarse con
los asnos.
Acercándose al mayordomo, le dicen en la puerta de la casa:
-Mira, señor, nosotros bajamos en otra ocasión a comprar víveres; cuando
llegamos al campamento y abrimos los sacos, en la boca de cada saco
encontramos el dinero con que habíamos pagado; aquí lo traemos de vuelta y
otro tanto para comprar provisiones. No sabemos quién metió el dinero en los
sacos.
El mayordomo intenta tranquilizarles, diciéndoles:
-Tranquilos, no temáis: vuestro Dios, el Dios de vuestros padres, os metió
el tesoro en los sacos, que vuestro pago lo recibí yo.
Bereshit Rabbah interpreta esta respuesta, comentándola: Vuestro Dios ha
puesto un tesoro en vuestros sacos "por vuestros méritos", y si éstos no son
suficientes, entonces el Dios de vuestros padres, es decir, "por los méritos
de vuestros padres" os ha dado dicho tesoro. Pero el hecho de recordarles al
Dios de sus padres no les tranquiliza mucho, teniendo todos el peso del
delito en la conciencia. Pero todo se resuelve cuando les saca a Simeón, su
hermano, que había quedado encarcelado como rehén.
Luego el mayordomo les hace entrar en la casa de José. Después del áspero
trato de la vez anterior, les sorprende que ahora se les invite a pasar a
los aposentos privados del visir. Azorados, caminan atropellándose. Su miedo
les hace temblar y hablar con una verborrea inusitada. El mayordomo les da
agua para lavarse los pies, y él mismo echa pienso a los burros. Ellos van
colocando los regalos, mientras esperan que llegue José al mediodía, pues
han oído decir que comerán con él.
Cuando José entra en casa, precedido de un heraldo, que anuncia su llegada,
ellos le presentan los regalos que han traído y se postran en tierra ante
él. Las once estrellas del sueño ya están postradas en tierra ante José.
Faltan el sol y la luna. Pero el sol y la luna han sido creados para
señorear el día y la noche, no para someterse.
José les pregunta:
-¿Qué tal estáis? ¿Qué tal está vuestro padre, del que me hablasteis? ¿Vive
todavía?
Le contestan, inclinándose y postrándose de nuevo:
-Tu siervo, nuestro padre, está bien. Vive todavía.
Una duración interminablemente larga de veintidós años separa a José de su
padre, sin ver su cara ni oír su voz. Es un buen trecho de su vida, densa y
vulnerable, expuesta a tantos caprichos e incidentes irreversibles como ha
tenido. Muchas veces le ha lacerado la incertidumbre de la suerte de su
padre. Por su mente se cruzan tantas preguntas: ¿No me estaréis escondiendo
la verdad con una mentira piadosa? ¿Vuestro padre anciano, que es también el
mío -aunque vosotros no lo podáis saber- vive aún? Porque si no vive, ¿qué
sentido tiene toda esta comedia que recito ante vosotros, para vosotros?
Ellos se levantan y José, alzando la mirada, se fija en Benjamín, su
hermano, hijo de su madre, y pregunta:
-¿Es éste el hermano menor de quien me hablasteis?
Sin esperar la respuesta, José se acerca a él, le pone la mano sobre la
cabeza y añade:
-Dios te conceda su favor, hijo mío.
José, en su saludo a Benjamín, le confía a la gracia de Dios, Yahveh, "el
Dios rico en misericordia y piedad". José es en este momento una expresión
de esa bondad de Dios. Con su palabra está alumbrando una realidad nueva,
que hace que se le conmuevan las entrañas (rachamim) y se le salten las
lágrimas. Benjamín, con sola su presencia, estremece las fibras más íntimas
de José, pues le recuerda los rasgos de su madre Raquel. Sale corriendo de
la sala y, ocultándose en la alcoba, se desahoga llorando allí. Después se
lava la cara y vuelve de nuevo con los demás. Conteniéndose con dificultad,
ordena:
-Servid la comida.
El banquete se celebra según el protocolo de la corte egipcia: solemne, en
silencio, cargado de gestos. Los comensales se distribuyen en tres mesas.
José es servido por un lado; los once hebreos por otro y los egipcios
convidados por otro. El texto añade la razón de esta separación: "porque los
egipcios no soportan comer con los hebreos, pues es algo detestable para
ellos" (43,33).
Ruperto, en su lectura alegórica, viendo "a los egipcios y a los hebreos,
para quienes era ilícito y sacrílego participar en la misma comida, comer
-aunque en mesas distintas- en la misma casa y el mismo banquete preparado y
presidido por José, contempla a los gentiles y a los judíos a quienes Cristo
une en sí mismo, llevándoles a una misma fe". Es lo que proclama san Pablo:
"Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos,
habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra
paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los
separaba, la enemistad" (Ef 2,13-14).
José asigna a los hermanos los puestos por orden de edad y convierte al
último en primero. José, a continuación, les hace pasar porciones de su mesa
y la porción de Benjamín es cinco veces mayor que las demás. Ellos lo ven y
no comprenden. Es un gesto manifiesto de preferencia hacia Benjamín, pero
ahora no suscita en ellos ni envidia ni odio. Están asombrados, pero no
comentan nada, sólo pueden intercambiarse miradas de sorpresa.
Llevan también vino, por orden de José que, contemplando a todos sus
hermanos, se dice: "Desde el día que me separé de mi padre, no he vuelto a
probar el vino. Pero hoy estoy con mis hermanos, después de más de veinte
años, por primera vez con todos. Hoy puedo alegrarme con ellos; además sé
que mi padre vive y está bien". Pero los hermanos, con mucha deferencia, se
niegan a beber, diciendo:
-Desde el día en que se perdió nuestro hermano no hemos probado ni una gota
de vino, pues desde entonces nuestro corazón no ha estado nunca alegre. Por
eso tampoco ahora beberemos.
Durante unos instantes José permanece en silencio, impresionado; luego alza
el vaso lleno de vino y, sonriendo, dice:
-¿Brindamos en esta ocasión con el augurio de que este hermano vuestro sea
finalmente encontrado sano y salvo?
Ante esta invitación, los hermanos no pueden negarse. Beben y se alegran con
él. El vino les relaja el azoramiento, les distiende de la angustia anterior
y rompe las distancias, uniendo a los doce hermanos en la alegría. Ruperto
aquí recuerda "el dicho de la Sabiduría, citado también por el apóstol
Pablo: si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de
beber (Pr 25,21; Rm 12,20)... Así José dio comida y bebida a sus enemigos
que lo habían vendido hambriento, mientras ellos comían (37,25).
El brindis, final del banquete, parece, pues, sellar la reconciliación. Pero
José no se conforma con la unión fundada sobre el vino. Quiere ver, antes de
darse a conocer, cómo están los sentimientos de su corazón, ante un hecho
similar al vivido con él. Fingirá encarcelar a Benjamín a ver si esto les
angustia hasta el punto de estar dispuestos a dar la vida por liberarle.
Entonces, con alegría, acabará esta dolorosa comedia.
El segundo encuentro de los hermanos con José termina en un banquete. Los
doce hermanos sentados en torno a una mesa es el signo sacramental de la
comunión entre ellos, si bien José está aún sentado aparte. Antes, al ver a
Benjamín, su hermano de madre, José se conmueve, se retira, llora, se lava y
vuelve donde sus hermanos, guardándose sus sentimientos, para lo que se
distancia comiendo en una mesa aparte, él solo. Desde allí puede contemplar
a sus once hermanos y enviar porciones escogidas de su mesa para Benjamín.
Es un banquete solemne, celebrado en silencio, pero cargado de gestos
significativos. Sor Juana Inés de la Cruz en un auto sacramental ve en esta
mesa la figura de otra Mesa en la que se sientan los doce apóstoles con el
Maestro en el Cenáculo.
El banquete en una misma sala, participando de los mismos alimentos, supone
un gran acercamiento, pero aún han comido en dos mesas distintas. Todavía
hay que esperar un paso más hasta llegar al abrazo y al beso de paz. "Si
buscas echarte un amigo, ponlo a prueba y no te fíes en seguida de él" (Si
6,7), aconseja el experimentado Jesús ben Sira. José, anticipadamente, sigue
este consejo y prepara la última prueba para sus hermanos.
Una vez repuesto de la fuerte impresión que le ha causado la vista de su
hermano Benjamín, José sigue sus planes. El principal es el de la "calumnia
de la copa". José quiere poner a prueba a sus hermanos y ver hasta que punto
se arriesgan por Benjamín o ver si lo dejan abandonado a su suerte, en manos
del potente egipcio, tal como le habían abandonado a él en la cisterna, en
pleno desierto, y vendido después para ser llevado a Egipto. Alegres por el
vino, concluyen la comida. Y José, queriendo provocar el pleito, antes de
irse a dormir, da instrucciones al mayordomo:
-Llénales los sacos de víveres, todo lo que quepa, y pon el dinero en la
boca de cada saco, como la vez anterior; y mi copa de plata la metes en el
saco del menor, junto con su dinero.
Por debajo de la historia de José y sus hermanos, para san Ambrosio
"refulgen misterios divinos. Cristo halla en nosotros el dinero que él mismo
nos ha dado. Tenemos el dinero de la naturaleza y el dinero de la gracia; la
naturaleza es obra del Creador, la gracia es don del Redentor. Aunque no
siempre sabemos ver los dones de Cristo, él nos los sigue dando en secreto a
todos nosotros".
El mayordomo hace lo que le mandan. Al amanecer, los once hermanos se
despiden y parten con los asnos cargados. Pero, apenas han salido de la
ciudad, José -profetizando que los egipcios perseguirían a Israel, al huir
de Egipto- dice al mayordomo:
-Sal en persecución de esos hombres y, cuando les alcances, diles: "¿Por qué
me habéis pagado mal por bien?, ¿por qué habéis robado la copa en que bebe
mi señor y con la que suele adivinar? Está muy mal lo que habéis hecho".
Los egipcios, como otros pueblos antiguos, se servían de los vasos para sus
adivinaciones. En el recipiente lleno de agua hacían caer trozos de oro o
plata o pequeñas piedras y, de los círculos que describían, sacaban sus
presagios de hechos futuros. Otras veces era el sonido o el movimiento de
las aguas al caer en la copa o la figura que formaban las gotas de aceite
derramadas en el agua...
Cuando les da alcance, el mayordomo les repite las palabras que le ha dicho
José, añadiendo por su cuenta, al ver la cara de sorpresa y confusión de los
once:
-No os hagáis los inocentes. Demasiado bien sabéis de qué estoy hablando. No
seáis ingenuos, ¡a quién se le ocurre robar una cosa tan personal e
inconfundible! El amo la ha echado de menos en seguida y el ladrón no tendrá
escapatoria. Y, además, con el agravante de que es la copa de adivinar.
Es tan grave la acusación que los once replican, indignados, quitándose la
palabra unos a otros:
-¿Por qué habla así nuestro señor?
-¡Lejos de tus siervos obrar de tal manera!
-Mira, el dinero que habíamos encontrado en los sacos te lo hemos traído
desde la tierra de Canaán, ¿por qué íbamos a robar en casa de tu amo oro o
plata?
Su seguridad es tan grande, tan compartida, que Rubén, en nombre de todos,
como primogénito, lanza un desafío fatal, como había visto hacer a su padre
ante una acusación similar (31,32):
-Si se la encuentras a uno de tus siervos, ¡que muera!; y los demás seremos
esclavos de nuestro señor.
El mayordomo les responde:
-Sea lo que habéis dicho: a quien se le encuentre será mi esclavo; los demás
quedaréis libres.
Menos grandilocuente que Rubén, el mayordomo rebaja la pena de muerte
pronunciada, en su ignorancia, por Rubén y compartida por los demás, y la
reduce a esclavitud sólo para el culpable. Suena a sentencia humanitaria,
pero provoca una tensión entre los hermanos, al romper su solidariedad. En
eso consiste la prueba. Los hermanos pueden abandonar a Benjamín, dejándolo
como esclavo en Egipto, y volverse a casa, repitiendo lo que hicieron con
José. Ahora lo pueden hacer con la conciencia tranquila, pues son realmente
inocentes, aunque con ello causen la muerte del padre. La tentación de
marcharse con las manos limpias... Pueden dejar en Egipto, con Benjamín, a
Judá, que se ha ofrecido al padre como garante (43,8-9) y volver a Canaán
los demás... ¿Son los mismos que le vendieron o se ha dado un cambio en sus
vidas? José espera en el palacio.
Cada uno baja aprisa su saco, lo pone en tierra y lo abre. El mayordomo
comienza a registrarles, empezando por el saco del mayor y terminando por el
del menor. No le importa el dinero, que halla en la boca de cada saco. Busca
la copa y la encuentra en el saco de Benjamín. Al verla, los hermanos se
rasgan los vestidos, esta vez todos, y no sólo Rubén y el padre como fue en
relación a José (37,29.34).
La Aggadat Bereshit, con su gusto por el drama, ve a los hermanos rasgándose
los vestidos y apostrofando a Benjamín:
-¡Ladrón, hijo de ladrona! Eres como tu madre que con su robo (Gn 31) cubrió
de vergüenza a nuestro padre, como tú haces ahora con nosotros.
Benjamín soporta en silencio, con admirable paciencia, durante todo el
camino de regreso al palacio real, estos improperios de los hermanos. Por
haber cargado humildemente sobre sus hombros estas calumnias Dios le
recompensó haciendo reposar sobre sus espaldas su santa Shekinah, según la
bendición con la que Moisés, hombre de Dios, bendijo a los israelitas antes
de morir: "Para Benjamín dijo: Querido de Yahveh, en seguro reposa junto a
El, todos los días le protege, y entre sus hombros mora" (Dt 33,129).
En realidad ahora todos se sienten unidos a Benjamín. No les pasa por la
mente presentarse ante el padre con las palabras de Caín: "¿Acaso soy yo
guardián de mi hermano?" (4,9). Confundidos, cargan de nuevo los asnos y
vuelven a la ciudad a enfrentarse con el visir, o más bien a ofrecerse como
esclavos. Judá, que ha comprometido su palabra ante el padre, se pone al
frente de los hermanos. Ante la evidencia, todos se sienten víctimas de una
desgracia completamente enigmática, contra la que nada pueden hacer. El
hecho del hallazgo de la copa habla de modo tan aplastante contra ellos, que
ven, en ese hecho incontestable, una sentencia condenatoria pronunciada por
Dios. Sin entenderla, la aceptan; saben que una culpa antigua pesa sobre
ellos y, por tanto, a pesar de la inocencia actual, no dudan de la justicia
de Dios.
Con estos sentimientos entran en el palacio. El silencio angustioso del
retorno les ha hecho sentirse unidos, pasado el primer momento de
desconcierto. Sin palabras, la pena imaginada y sentida del padre, ausente y
en ansia, les ha reconciliado. Sin necesidad de hablarse, les ha envuelto a
todos el mismo dolor, han respirado el mismo aire. En el silencio, sólo roto
por algún rebuzno de los asnos, que bajo la carga no quieren caminar hacia
Egipto, sino hacia sus establos para, liberados del peso, reposar de la
fatiga, todo -hasta los rebuznos- les hace presente el campamento, el padre,
los hijos, las mujeres, que les esperan, seguramente ya con inquietud.
También José les espera en el palacio, pues todavía no ha salido a
desempeñar las funciones propias de su cargo. Al llegar ante él, esta vez,
no se postran en señal de homenaje y sumisión, sino que se echan de bruces
en tierra como reos. José comienza el interrogatorio con una acusación
expresa y directa:
-¿Qué manera es ésta de portarse? ¿Así os portáis después de haber sido
acogidos con todos los honores? ¿Es este vuestro agradecimiento? ¿No sabíais
que uno como yo tiene el poder de adivinar?
Apelando a sus dotes divinas de vidente, rodeándose expresamente con el
misterio de unos acontecimientos sobrehumanos, José confirma en sus
desesperados hermanos la certeza de que en todo este asunto está la mano de
Dios. Judá, por ello, no intenta defenderse, al contestar:
-¿Qué podemos responder a nuestro señor? ¿Cómo probar nuestra inocencia?
Demasiadas cosas extrañas están sucediendo desde que bajamos a Egipto y que
no tienen explicación ante nuestros ojos. ¿Qué decir, por ejemplo, del
primer dinero, que nos fue puesto en nuestros sacos? ¿Y qué del segundo, que
también ahora hemos encontrado entre nuestro grano? ¿Qué podemos decir? No
nos queda más que reconocer que somos culpables. El Señor, como un acreedor
que viene a cobrar una deuda contraída con El, ha descubierto la culpa de
tus siervos. Esclavos somos de nuestro señor, lo mismo que aquel en cuyo
poder se encontró la copa.
En las palabras de Judá no reconocen la culpa del robo, pero sí aceptan que
"Dios les ha hallado culpables" (44,16). Con estas palabras Judá hace
alusión a la venta de José más que al robo de la copa. El pecado, por tantos
años oculto, está aflorando a su conciencia y, desde la conciencia sube a la
boca en la confesión ante Dios y ante José.
José se niega a aceptar a todos como esclavos. Benjamín, en cuyo saco se ha
encontrado la copa, será el único que retendrá en Egipto. Lo que busca José
es aislar a los hermanos de Benjamín, para ver si aprovechan la ocasión de
verse libres a costa del menor. Pueden volver a casa del padre y darle
cuenta de la pérdida de otro hijo. Esta es la prueba que José ha montado con
todo detalle: les ha llevado a una situación similar a la vivida con él ¿Han
cambiado o son los mismos de entonces? Les responde:
-Lejos de mi obrar de tal manera. Aquel en cuyo poder se encontró la copa
será mi esclavo. Los demás volverán en paz a casa de vuestro padre.
Judá no se controla y exclama:
-¡¿Cómo podemos volver en paz a nuestro padre, dejando aquí como esclavo a
Benjamín?!
José, aunque Judá piense que no ha entendido a qué culpa se ha referido en
su confesión, acepta la acusación del delito, que a través de complicados
acontecimientos el mismo Dios ha iluminado en la conciencia de los hermanos,
y les lleva a la situación de entonces, cuando les fue tan fácil encontrar
una escusa para el padre. Por ello sugiere:
-Buscad una excusa para vuestro padre, decidle que os lo han robado y no
tendréis más preocupaciones. Sí, decid a vuestro padre "la soga sigue al
cubo de agua".
Judá entonces se adelanta y en nombre de todos los hermanos, humilde y
adulador, se dirige a José, acumulando todos los sentimientos que le puedan
conmover:
-Permite a tu siervo hablar en presencia de su señor, no se enfade mi señor
conmigo, pues eres como el Faraón. Mi señor interrogó a sus siervos: "¿No
tenéis padre o algún hermano?" y respondimos a mi señor: "tenemos un padre
anciano y un hijo pequeño que le ha nacido en la vejez; un hermano suyo
murió, y sólo le queda éste de aquella mujer". Su padre le adora. Tú dijiste
a tus siervos que le trajéramos para conocerle personalmente. Nosotros
respondimos a mi señor: "el muchacho no puede dejar a su padre; si le deja,
su padre morirá". Tú dijiste a tus siervos: "Si no baja vuestro hermano, no
volveréis a verme". Cuando volvimos a casa de tu siervo, nuestro padre, le
comunicamos las palabras de mi señor. Nuestro padre nos dijo: "Volved a
comprarnos unos pocos víveres". Le dijimos: "No podemos bajar si no viene
con nosotros nuestro hermano menor, pues si no nos acompaña, no podemos ver
a aquel hombre". Nos respondió tu siervo, nuestro padre: "Sabéis que mi
mujer me dio dos hijos: uno se alejó de mí y pienso que lo ha despedazado
una fiera, pues no he vuelto a verle. Si arrancáis también a éste de mi
presencia, daréis con mis canas, de pena, en la tumba".
La descripción de la desesperación del padre, si su hijo menor no vuelve a
casa, se hace cada vez más incisiva, centrándose en la esfera de los
sentimientos. Ciertamente Judá no imagina la profunda conmoción interior,
casi insoportable, que está suscitando en José:
-Ahora bien, si vuelvo a tu siervo, mi padre, sin llevar conmigo al
muchacho, morirá y tu siervo habrá dado con las canas de tu siervo, mi
padre, en la tumba, de pena. Además tu siervo ha salido fiador por el
muchacho ante mi padre, jurando: "Si no te lo traigo, rompes conmigo para
siempre". Ahora, pues, deja que tu siervo (¡y van once!, cuentan los sabios,
bendita sea su memoria) se quede como esclavo de mi señor, en lugar del
muchacho, y que él vuelva con sus hermanos. ¿Cómo puedo yo volver a mi padre
sin llevar conmigo al muchacho, para contemplar la desgracia que se abatirá
sobre mi padre?
Judá pinta con dramatismo el estado en que ha quedado el padre, padre de
Benjamín y también de José, el otro hijo desaparecido, cuya sombra aletea en
todo el discurso:
-Ahora, pues, si yo llego a donde mi padre, tu siervo, y el muchacho no esta
con nosotros, teniendo como tiene el alma tan apegada a la suya, él morirá,
y tus siervos habrán hecho bajar la ancianidad de nuestro padre, tu siervo,
con tristeza al seol.
Esta súplica de Judá, comenta Lutero, está hecha con fuerza y ardor,
pronunciada con lágrimas y sollozos... Si nosotros supiéramos invocar a Dios
con tanto ardor como hizo Judá ante su hermano... Si, en nombre de
Jesucristo, le suplicásemos con tanta fuerza, le sería imposible no escuchar
tal invocación, lo mismo que José no puede aguantar mucho más sin echarse a
llorar y darse a conocer a sus hermanos.
Todo el pasaje tiene la finalidad de explorar los sentimientos de sus
hermanos y comprobar la autenticidad de su cambio interior. Para descubrir
los sentimientos que albergan en su corazón, José se muestra duro e
implacable, pero bajo esa corteza dura y seca se esconde un corazón tenso a
punto de romper los diques del autocontrol; al final José no puede contener
el oleaje de los sentimientos y necesita "alejarse y llorar" (42,24). Los
hermanos ya están preparados para el encuentro con el hermano reencontrado.
Se ha purificado el pasado, se ha cancelado el delito. José "no puede
contenerse más" (45,1).
Desde el momento en que se descubre la copa en el saco de Benjamín se
suceden diversos gestos de hermandad. Se ofrecen todos como esclavos,
vuelven todos a casa de José, sin abandonar a Benjamín, el único que el
mayordomo declara culpable. Judá habla en nombre de todos y acepta una pena
común: la esclavitud para todos. Todos comparten el sufrimiento de Benjamín.
Judá confiesa la verdadera culpa ante el virrey, es decir, ante José. No la
culpa de que son acusados, sino otra culpa que Dios ha descubierto: "Dios ha
hallado culpables a sus siervos y henos aquí como esclavos de nuestro señor"
(44,16). Lo dice pensando que José no entiende el doble sentido de sus
palabras. Pero José lo entiende y toma la confesión como señal positiva de
conversión.
Con su discurso, transido de emoción, Judá subraya todos los elementos
emotivos que pueden impresionar al visir, asumiendo al mismo tiempo toda la
responsabilidad, como había prometido a su padre. La descripción de la
desesperación del padre se hace cada vez más incisiva, actuando con gran
vigor sobre la esfera de los sentimientos. Es mucho más de lo que Judá puede
sospechar. El efecto que produce en el visir, en José, es tan profundo,
rayando en lo insoportable, que lo conmueve y a duras penas resiste hasta el
final, sin explotar en un fuerte llanto.
Y es que Judá, con su espléndido discurso, no intenta refutar las falsas
acusaciones que José ha armado contra él y sus hermanos; lo que busca es
despertar la misericordia de José, ofreciéndose él al puesto de Benjamín,
para que éste quede libre, vuelva a su padre y éste no muera de tristeza y
angustia. Para convencer a José relata minuciosamente detalles de la vida de
su familia. Judá cuenta con que el poderoso gobernador de la tierra, que les
ha confesado que "venera a Dios", no tenga un corazón tan duro que no se
conmueva ante la pena de un padre ausente, lejos de sus hijos. El discurso
de Judá se parece a una conversación íntima, llena de confidencias. Sus
palabras llegan al corazón de José mucho más directas de lo que el mismo
Judá puede suponer. Son palabras que "salen del corazón y llegan al
corazón". Judá repite varias veces "mi padre" y "nuestro padre" y, con
relación a Benjamín, repite también "nuestro hermano menor". Paternidad y
hermandad se unen en los labios de Judá con todas las modulaciones posibles
para tocar el corazón de José, para quien Benjamín es doblemente su "hermano
menor".
Judá ve ahora el peligro desde la perspectiva de su padre y está dispuesto
incluso a dar la vida con tal de proteger la del hermano menor. El cuadro
cobra aún más vida gracias a la muda presencia de Benjamín, que asiste como
víctima inocente... Y con Benjamín, se proyecta sobre todo el discurso,
desvelándose cada vez más, la sombra de aquel otro hermano desaparecido,
pero también presente ante ellos.
El discurso de Judá es, pues, excelente. En nombre de todos los hermanos
toca todos los puntos que pueden conmover a José, aún no reconocido como
hermano e hijo de Jacob. Por ello apela a los sentimientos humanos,
centrando toda la atención en los efectos que puede causar al padre la
pérdida de su hijo menor. José se siente tocado en el corazón; descubre en
las palabras de Judá lo que su padre ha sufrido por él, con su ausencia por
tantos años. José se conmueve, pero disimula. Si sólo fuera cuestión
afectiva hace tiempo que habría cedido. Pero su misión no es simplemente
repartir grano y dispensar comprensión y compasión, sino recomponer una
hermandad rota. Debe conducir a sus hermanos a través de la prueba hasta la
hermandad auténtica, recobrada en el abrazo del perdón. Judá, en su arenga,
da pruebas de esta hermandad: esta dispuesto a pagar en lugar de su hermano.
El amor filial se desborda en amor fraterno. Por amor al padre, Judá ama a
Benjamín hasta renunciar a su libertad y a todos sus derechos. Judá ahora es
realmente hermano. Y Judá habla en nombre propio y en nombre de los demás.
Ya es posible el reconocimiento. Judá ha superado la prueba, ha restablecido
la hermandad. Sólo falta que José se reúna a ellos formalmente, declarándose
su hermano. Con los signos que han precedido y con la conversión interna que
ha producido la prueba, los hermanos están preparados para reconocerle.
El discurso de Judá es una verdadera "purificación de la memoria". No
examina el pasado para distribuir las culpas entre los hermanos, sino para
recuperar la verdad profunda de los hechos en vista del presente y del
futuro. Acepta el pasado, con su pecado, que asume para recuperar la
hermandad y la filiación. Da nombre a los hechos y así los exorciza del
sentido estéril de culpabilidad. Llevando el pecado a la luz, le quita su
fuerza, dejándole abierto a la gracia del perdón.
Todos los ojos han estado suspendidos de las palabras de quien hablaba.
Ahora, al unísono, se apartan de él, para escrutar el rostro del poderoso
dignatario y ver si pueden leer algo en él. Nadie puede evitar el
escalofrío, que ha dejado la última frase, en espera de una respuesta:
-¿Cómo puedo yo volver a mi padre sin llevar al muchacho, para contemplar la
desgracia que se abatirá sobre mi padre?