Comentario Bíblico: 9. PRIMER ENCUENTRO CON SUS HERMANOS
Emiliano Jiménez Hernández
9. PRIMER ENCUENTRO CON SUS HERMANOS
Llegaron los siete años de abundancia y pasaron. A la abundancia siguió la
carestía, siete largos años de hambre. Cuando los graneros de la gente se
vaciaron, José abrió los graneros reales y vendió grano al pueblo, pues
había acumulado grano y cereales en cantidades incalculables en cada ciudad
de provincia. La carestía se extendió más allá de los confines de Egipto y
José logró grandes sumas de dinero con la venta de grano a los árabes, a los
cananeos, a los sirios y a otros pueblos. Dio esta orden a sus oficiales:
-En nombre del Faraón y de su Virrey que todos los extranjeros que deseen
adquirir grano se presenten personalmente y, si se descubre que han comprado
grano, no para satisfacer sus necesidades, sino para venderlo, sean
castigados con la muerte. Nadie podrá llevar más de una carga de asno. Todos
deberán, además, inscribir su nombre y el de su padre en el recibo de la
compra.
José se hacía llevar cada día las listas de compradores, porque sabía que
sus hermanos tendrían que ir, antes o después, a comprar víveres para su
familia. José deseaba ser informado de su llegada inmediatamente.
Han pasado muchos años desde que José sintió sobre su persona el odio de los
hermanos "por sus sueños y palabras". Pero el hambre en Egipto y en las
comarcas que le circundan es uno de los elementos que conducen al
cumplimiento de los sueños de José, con los que Dios le mostró los caminos a
través de los cuales los descendientes de Abraham llegarían a Egipto y se
acrisolarían como pueblo de Israel hasta que Dios descendiese a liberarlos
de la esclavitud y les condujera a la tierra prometida.
A las angustias de Jacob por la desaparición de José, ahora se añaden las
preocupaciones del hambre, que se abate sobre el país. Los campos, por más
que se les are y siembre, permanecen secos como un desierto. Abraham, su
abuelo, y su padre Isaac, en épocas de sequía, dirigían su mirada a Egipto,
el país del trigo. Jacob piensa que si no hace lo mismo corre el riesgo de
perder toda la familia y el ganado, cortando el hilo de la descendencia de
sus padres. Convoca a todos sus hijos y les dice, al verles inquietos, como
temerosos de presentarse ante él:
-¿Qué estáis mirando? He oído decir que hay grano en Egipto; bajad allá y
compradnos grano para que sigamos viviendo y no muramos.
San Ambrosio nos dice que Jacob no dice estas palabras una sola vez, sino
que las repite cada día a todos sus hijos que retardan en venir a la gracia
de Cristo. Son palabras, dice una tradición rabínica, que salen de la boca
del patriarca, no como fruto del hambre que incumbe sobre su familia, sino
movido por un espíritu de profecía, que le impulsa a mandar a sus hijos a
Egipto porque sospecha que allí pueden encontrar a José.
La Escritura dice que "vio Jacob que en Egipto había grano" (42,1) y Génesis
Rabbah, como también Rashí, se pregunta: ¿Cómo lo vio? Ciertamente él no lo
ha visto, sino que lo oyó. ¿Qué significa entonces que Jacob vio? El
contempló en una visión inspirada por Dios que en Egipto había una esperanza
para él. (Se trata de un juego de palabras hebreas similares: shever = grano
y ´sever = esperanza)
De todas partes llega gente a Egipto en busca de José. En primer lugar los
egipcios de todas las zonas del país, después gentes de las naciones
vecinas. También los hermanos de José preparan sus asnos y parten. Sólo diez
de los hijos de Jacob. A Benjamín no le deja marchar su padre. Es el hermano
de madre de José, el único hijo de Raquel que le queda. Es el recuerdo del
hermano desaparecido y de la madre muerta, sus dos amores predilectos. No
quiere correr el riesgo de perderle, mandándole a un país extranjero.
Los hijos de Jacob intentan perderse en la masa de compradores, tratando de
pasar desapercibidos. Pero esto no es posible. Los sabios del Midrash nos
han llenado con creces la laguna de la Escritura, narrando las acciones de
José para descubrir a sus hermanos, apenas lleguen a Egipto. Se dice, por
ejemplo, que José coloca guardias en todas las puertas de la ciudad
encargados de registrar el nombre y familia de pertenencia de cuantos
lleguen a proveerse de alimentos. Las listas se las pasan cada día a José,
que a solas busca en ellas el nombre de sus hermanos y de su padre. Otros
dicen que el encargado de controlar las listas es Manasés, el hijo mayor de
José. Estos le hacen actuar también como intérprete entre su padre y los
hermanos.
"Bajaron, pues, los diez hermanos de José a proveerse de grano en Egipto;
pero a Benjamín, hermano de José, no le envió Jacob con sus hermanos, pues
se decía: No vaya a sucederle alguna desgracia (42,3-4). Son presentados
primero como "hijos de Jacob" (42,1), mostrando el carácter familiar del
grupo, y luego se les llama "hermanos de José", como protagonistas del drama
al que se están acercando. Y también se les llama "hijos de Israel" (32, 5),
pues con ellos está comenzando la bajada de los israelitas a Egipto,
comienzo de la futura esclavitud y de su consiguiente liberación.
Los personajes bíblicos son personas reales con pasiones y amores, odios y
lealtades. Lo que no cabe en los relatos de la Escritura es la frialdad de
la indiferencia. El encuentro de José y sus hermanos está cargado de
dramatismo; se alarga por varios capítulos con interrogatorios, amenazas,
favores; José les vende alimentos y en secreto les devuelve el dinero, les
habla con dureza en público, y se oculta para llorar en secreto. José les
reconoce como hermanos y desea suscitar en ellos el mismo reconocimiento.
José desea atraerles hacía sí, que realmente sean "hermanos de José", al
mismo tiempo que "hijos de Jacob", que les envía a Egipto en busca del
hermano perdido, como antes envió a José a Siquén en busca de ellos.
En este primer encuentro José ve cómo se cumplen sus sueños de adolescente.
En efecto "los hermanos de José llegaron y se inclinaron ante él rostro en
tierra" (42,6). Hacen inconscientemente lo que no quisieron aceptar, aquello
que les llevó a deshacerse de su hermano, para evitarlo. Al postrarse están
cumpliendo casi literalmente el sueño de las gavillas, que José les había
contado tantos años atrás (37,7). Las gavillas de los hermanos se inclinan
ante la gavilla de José, pues las gavillas de ellos se han quedado vacías,
mientras que la de José ha llenado de grano los graneros de Egipto. O, dicho
con la imagen de los sueños del Faraón, los hermanos se inclinan ante José,
porque sus espigas vacías y secas por el viento del desierto (41,6) han
devorado la abundancia de los años precedentes, mientras que José con su
sabiduría ha guardado en los graneros una buena parte de las espigas
granadas y hermosas. Así la gavilla de José está en pie y en alto, mientras
que se inclinan ante él las gavillas de sus hermanos.
El texto bíblico dice que "José era el que regía en todo el país, y él mismo
en persona era el que distribuía grano a todo el mundo. Vio José a los
hermanos y los reconoció" (42,6-7). José reconoce a sus hermanos, pero ellos
no le reconocen ni él se da a conocer. Los hermanos se confiesan repetidas
veces hijos del mismo padre, pero nunca se llaman hermanos. Más bien se
reconocen, también repetidamente, como siervos de José. En realidad, al ser
acusados de espías, se denuncian a sí mismos. Para defenderse hablan del
padre único, del hermano pequeño que se ha quedado con él y de otro hermano
que "no existe", "murió". Así, con esta verdad a medias, creen salvar la
situación. José espera llevarles a la verdad plena, para descubrirse ante
ellos como el hermano, que sí existe, está vivo y les ama.
Ahora que están en poder de José, comenta Rashí, él los reconoce como
hermanos y tiene piedad de ellos. Por el contrario, cuando él cayó en poder
de ellos, no le reconocieron, es decir, no se comportaron con él como
hermanos, ni tuvieron piedad de él. Los Padres aplican a Jesucristo esta
misma explicación. "Aquel mismo día (de la resurrección) iban dos de ellos a
un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y
conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras
ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos;
pero sus ojos estaban retenidos y no le reconocieron" (Lc 24,16). Los
discípulos no reconocen a Jesús, ni el mundo (Jn 1,10), ni los suyos, los de
su casa (Jn 1,11), ni los habitantes de Jerusalén, ni sus jefes (Hch 13,27).
Jesús se acerca a los hombres en busca de hermanos y los hombres no le
reconocen, le condenan a muerte, pero "a todos los que la recibieron les dio
poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre" (Jn 1,12).
José les reconoce. Sabe que están vivos, cuenta con ellos, vienen en grupo,
no han cambiado mucho, pues ya eran mayores cuando se separó de ellos.
Ellos, en cambio, no le reconocen, no cuentan con él, en su mente no cabe la
idea de un José con ropas distinguidas y con el poder de virrey de Egipto.
José ha adoptado totalmente el atuendo y las maneras egipcias y no revela
ningún rasgo de sus orígenes hebreos; hasta lleva un nombre egipcio (41,45).
Por otra parte, el adolescente de diecisiete años que vendieron se ha hecho
un hombre maduro; el imberbe de entonces ahora lleva una tupida barba, según
señala el Midrash.
El núcleo del drama está en que José controla la situación porque sabe lo
que los hermanos no saben. Este hecho permite a José poner en juego un
designio detallado para llegar al encuentro auténtico con sus hermanos. El
salió de casa de su padre "a buscar a sus hermanos" y esa búsqueda aún no ha
concluido. Como dice en su amplio comentario el sefardita Benno Jacob: "José
pudo haber revelado inmediatamente su identidad, haberlos reprendido por sus
acciones y haber mostrado cómo, a pesar de ellas, había hecho carrera. Es
demasiado generoso para desear o disfrutar de la humillación de ellos y de
su triunfo. Pudo haber tendido la mano en gesto de reconciliación. Es
demasiado prudente para ello: no habría sido reconciliación auténtica si los
hermanos no cambiaban primero".
José, con su capacidad de penetración en el corazón de sus hermanos, une
dureza y magnanimidad, juega con sus miedos y esperanzas, mezcla una fingida
severidad con un afecto real para llevarles a reconocer la verdad y fundar
sobre ella la reconciliación verdadera. José espera la conversión de sus
"enemigos" en "hermanos". La hermandad verdadera no es cuestión de carne o
consanguinidad. Es algo más serio, que implica la carne y la sangre, pero
también el espíritu, mente y corazón. Un abrazo prematuro de reconciliación
puede abortar la verdadera fraternidad. Antes del abrazo hay que recomponer
la hermandad rota, con la confesión de la culpa y con el perdón pedido y
otorgado. José concede a sus hermanos un tiempo de prueba, metiéndoles en el
crisol, para purificar sus corazones. Quizás también se da a sí mismo ese
tiempo para acogerlos sin ningún resabio de rencor.
"José entonces se acordó de aquellos sueños que había soñado respecto a
ellos, y les dijo: -Vosotros sois espías, que venís a ver los puntos
desguarnecidos del país" (842,9)
Ante esta acusación del delito de espionaje, los hermanos responden
presentándose como miembros de una única familia, hijos de un mismo padre,
que han descendido a Egipto a proveerse de víveres. Y aquí añaden un dato
interesante, cargado de sentido:
-Tus siervos "somos doce hermanos", hijos del mismo padre; faltan dos, uno
se ha quedado con el padre y el otro "no está", "no existe", "no vive".
La expresión hebrea es intencionalmente ambigua. Para ellos, el hermano
desaparecido no existe, ha sido borrado de su vida; desearían eliminarlo de
su memoria, pero está presente en ella, como está presente ante sus ojos,
sin que ellos lo sospechen. Desde la conciencia, donde duerme la venta del
hermano, comienza a despertarse el sentido de la culpa, necesario para
alcanzar el perdón. La palabra de José hace aflorar lo escondido en el
corazón de los hermanos. Dios está en medio guiando los pasos de José hacia
sus hermanos.
Sin saber lo que dicen, confiesan: "todos nosotros somos hijos de un mismo
padre" (42,11). Comenta Rashí: "Ellos fueron inspirados por un espíritu de
santidad e incluyeron a José en sus palabras: todos nosotros somos hijos de
un mismo padre". También aciertan al decir: "Somos doce hermanos" (42,13).
¿Somos o éramos? Si somos doce, ¿cómo es que después dicen que uno ya no
existe? ¿Y por qué no existe? ¿Qué le ha sucedido? ¿Quién le ha borrado de
la existencia?
Para no suscitar sospechas, los diez hermanos entran por distintas puertas
en la ciudad, según les ha aconsejado su padre. Al atardecer se dirigen al
barrio de las prostitutas. Los remordimientos de conciencia les llevan a
aquel barrio para preguntar a los mercaderes de esclavos sobre el hermano
perdido. Pero todas sus precauciones no les sirven de nada. José, al repasar
la lista de quienes han entrado ese día, reconoce sus nombres y les manda
llamar. Introducidos en su presencia, se postran por tierra ante José, que
les interroga mediante un intérprete, aunque entiende hasta lo que ellos
hablan entre sí. Les pregunta:
-¿De dónde sois y a qué habéis venido?
-Venimos de Canaán a comprar grano, le responden.
José, endureciendo la cara, les replica:
-Vosotros sois espías.
-Señor, le responden, no somos espías, sino hombres honestos y de buenas
costumbres...
-Y ¿qué hacíais en el barrio de las prostitutas? Y siendo hermanos, ¿por qué
habéis entrado por diversas puertas? No cabe la menor duda de que sois
espías, que habéis venido a descubrir las defensas del Faraón y las partes
desguarnecidas de Egipto...
La calle de las prostitutas, anotan los sabios del Midrash, es un lugar
propicio para los espías, pues en ella pueden pasar desapercibidos y recoger
fácilmente noticias. A casa de una prostituta irán los exploradores que
envía Josué a Jericó (Jos 2,1)... Los hermanos protestan y comienzan a dar
noticias de su familia:
-No, señor, tus siervos no somos espías, somos todos hijos de un mismo
padre, un hebreo que habita en Canaán. Somos doce hermanos, uno ya no existe
y el otro, el pequeño, se ha quedado en casa con el padre.
En su respuesta tienen una chispa de inspiración divina al decir "todos
nosotros", incluyendo a José, "somos hijos de un mismo padre". José
visiblemente conmovido hace una pausa para reponerse y luego les responde:
-Si es cierto lo que me decís, deberéis probarlo, trayéndome a vuestro
hermano menor. No os dejaré salir de Egipto hasta que uno de vosotros vaya a
buscarlo y lo traiga a mi presencia.
Dicho esto, les encierra en la prisión. Pero, al tercer día, les dice:
-Como mi Dios es misericordioso para quien le teme, retendré como rehén a
uno solo de vosotros. Los otros podéis partir a llevar a casa el grano. Pero
no os pase por la mente volver aquí sin el hermano menor.
Sin saber que José les entiende, se ponen a murmurar entre sí en hebreo:
-Este es el castigo que Dios nos envía por haber abandonado a José, sin
escuchar los gritos con que imploraba piedad desde el fondo de la cisterna.
(El Targum Neophiti da una versión escalofriante, al traducir: "En verdad
nosotros somos responsables de la sangre de nuestro hermano, pues lo vimos
en la angustia de su alma cuando se movía convulsivamente delante de
nosotros y no le oímos. Por esto nos ha sobrevenido esta gran desgracia).
Estas palabras turban tanto a José que tiene que retirarse a llorar en
privado. Luego se lava y vuelve a la sala de audiencias....
Al Midrash no le importan las repeticiones. Tampoco busca armonizar los
diversos textos. Coloca uno junto a otro sabiendo que, incluso en sus
contradicciones, los textos diversos se iluminan mutuamente. Esta escena del
encuentro de José con sus hermanos se repite en diversas formas. He aquí una
más:
-¿Por qué habéis entrado por distintas puertas siendo todos hijos de un
mismo padre?
-Para buscar al hermano perdido, que no está con nosotros.
-Y si encontrarais a vuestro hermano, ¿lo rescataríais si os pidieran un
elevado precio por él?
-Ciertamente.
-Y si os dijeran que no están dispuestos a devolvéroslo a ningún precio,
¿qué haríais?
-Para esto hemos venido: a matar o a morir por él.
-Las cosas son como yo he dicho. Vosotros habéis venido a matar a los
habitantes de esta ciudad. En mi copa de adivinar ya he visto que dos de
vosotros destruyeron la gran ciudad de Siquem. ¡Por la vida del Faraón que
no saldréis de aquí hasta que no me traigáis a vuestro hermano menor!
Pero, añade el Midrash, cuando José quería jurar en falso, juraba por la
vida del Faraón.
La palabra es una luz que tiene como misión "sacar a la luz" lo escondido en
el corazón: "Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres
amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo
el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean
censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que
quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios" (Jn 3,19-21).
José, reconociéndoles como hermanos, desea saber si ellos le reconocen, le
aceptan como hermano. Han confesado que son "doce hermanos". José desea
probar "si la verdad está con ellos" (42,16). ¿Desean ser doce, sin tener
que eliminar a ninguno? ¿Está de acuerdo el corazón con lo que confiesa la
lengua? Para verificarlo José se inventa un expediente que, aunque haga
sufrir a los hermanos y también a él, llevará a los hermanos a descubrir la
verdad de sus sentimientos de fraternidad. José elige a uno de ellos y hace
con él lo que años antes ellos habían hecho con él. Le encadena ante sus
ojos y le arroja en la prisión hasta que vuelvan con el hermano menor, que
se ha quedado con su padre. Y ya con esto comienza a moverse algo en la
memoria y en la conciencia: "se nos pide cuentas de su sangre". Es una
alusión clara a Dios, vengador de la sangre inocente. Y su confesión
conmueve a José, que se retira a llorar en privado.
Sin embargo a los sabios del Midrash les gusta dramatizar la historia y se
fijan en que José no es todo bondad. Por diez veces escucha a los hermanos
hablar del padre como "tu siervo Jacob" y no protesta ni se conmueve. Esto,
dicen, le costará caro. Por cada mención humillante del padre, que él no
corrige, pagará un año de vida. Muere a ciento diez años y no a ciento
veinte como estaba previsto. ¿Cómo es que respeta tan poco el honor del
padre?
También dicen que José se ha adaptado a Egipto tanto que los hermanos no le
reconocen. El lujo corrompe más que la miseria. A los ojos de los hermanos,
él es un extranjero, que se ha alejado de su pueblo, de sus raíces; pues no
conserva nada de su infancia. ¿Cómo pueden reconocerle si hasta jura "por la
vida del Faraón" (42,15)? Y, sin embargo, la expresión "por la vida del
Faraón", según Bereshit Rabbah, podría haber ayudado a los hermanos a
descubrir la identidad de José, si hubiesen sabido que José sólo la usaba
cuando pronunciaba un juramento que no pensaba cumplir.
A favor o en contra de José, el Midrash acumula datos y narraciones. Y, sin
embargo, según la tradición de Israel, José es un Justo. Si, a pesar de todo
lo que se cuenta de él, se le llama "José el Justo", quiere decir que bajo
las apariencias de la máscara hay escondido un rostro diverso. Quizás hay
que leer la historia de José con otros ojos y descubrir su verdadera figura.
Bajo la máscara del político potente, vanidoso, aferrado al poder, se
esconde el verdadero José que, desde que le envió su padre, está buscando a
sus hermanos.
Escrutando atentamente el texto bíblico quizás podamos escuchar el grito del
silencio de José. Ese silencio inmenso que envuelve a su padre tras la
noticia atroz es un reflejo del silencio que vive él mismo. En el momento
más cruel de toda su historia todos los hermanos -menos Benjamín- hablan,
discuten, mientras él les mira en silencio. Es el momento del encuentro en
Siquem. Primero se burlan de él, le recuerdan sus sueños, remedándole, le
agarran, le arrancan la túnica, deciden matarle y están para hacerlo..., le
arrojan a la cisterna. Y José les mira en silencio como cordero llevado al
matadero. No abre boca hasta que se halla en el fondo, mientras los hermanos
se sientan sobre una piedra y empiezan a comer como si no hubiera ocurrido
nada. Frente a los hermanos, que le gritan su odio, ante los "hijos de las
siervas", con quienes siempre se había mostrado amable, y que se han vuelto
sus enemigos como los demás, ante todos ellos José calla. Mientras deciden
su suerte, él calla, deja hacer sin decir una palabra. Sólo se ha echado a
llorar, implorando piedad, cuando le venden como esclavo a los mercaderes,
que le sacan de la tierra santa para llevarle a Egipto..
El término Tzaddik -Justo- en hebreo es lo contrario de Rasha, impío, el que
peca contra Dios y contra el hombre. El que deserta de la comunidad es un
impío, el que perjudica a un amigo, traiciona a sus compañeros, niega a sus
hermanos. José es justo porque supera los obstáculos que le separan de sus
hermanos. Tiene muchos motivos para renegar de ellos, para detestarles, para
borrarles de su memoria. Pero José nunca les olvida; les reconoce apenas se
presentan ante él, les acepta como hermanos, no se avergüenza de ellos ante
el Faraón, les perdona, les trata realmente como hermanos e intenta que
ellos se reconozcan unidos entre sí como hermanos.
José no guarda rencor contra los hermanos ni contra el padre, que le ha
entregado en manos de ellos. Sabe que es Dios quien está detrás de todos
ellos, conduciendo la historia, llevando a su pueblo a Egipto para mostrar
su poder, liberándolo de la esclavitud. Es el Padre quien entrega a su Hijo
amado a la muerte para liberar a los hombres, sus hermanos, del pecado y de
la muerte.
José no es un justiciero, renuncia a toda represalia, no se venga del mal
que le han infligido. José no olvida las injurias, pero perdona. Sólo el
justo perdona sin olvidar. Perdona las ofensas realmente cometidas. Por eso
retarda el momento del abrazo, espera la confesión del pecado para darse a
conocer. No se conforma con la falsa y genérica confesión: "Tus siervos
somos doce hermanos, hijos de un mismo padre; sólo que el menor se ha
quedado con el padre y el otro no existe" (42,13).
José sigue sometiendo a prueba el espíritu fraterno. Siguiendo un plan, que
parece estudiado de antemano, José replica ante las atropelladas noticias de
los hermanos:
-Lo que yo os dije: sois espías. Con esto seréis probados, ¡por vida de
Faraón!, no saldréis de aquí mientras no venga vuestro hermano pequeño acá.
Enviad a cualquiera de vosotros y que traiga a vuestro hermano, mientras los
demás quedáis presos. Así serán comprobadas vuestras afirmaciones, a ver si
la verdad está con vosotros. Que si no, ¡por vida de Faraón!, espías sois.
Y los puso bajo custodia durante tres días. Al tercer día les dijo José:
-Haced esto pues yo también temo a Dios y viviréis. Si sois gente de bien,
uno de vuestros hermanos se quedará detenido en la prisión mientras los
demás hermanos vais a llevar el grano que tanta falta hace en vuestras
casas. Luego me traéis a vuestro hermano menor; entonces se verá que son
verídicas vuestras palabras y no moriréis.
Así lo hicieron ellos. Y se decían el uno al otro:
-A fe que somos culpables contra nuestro hermano, cuya angustia veíamos
cuando nos pedía que tuviésemos compasión y no le hicimos caso. Por eso nos
hallamos en esta angustia.
Rubén les replica:
-¿Nos os decía yo que no pecarais contra el niño y no me hicisteis caso?
¡Ahora se reclama su sangre!
Ignoraban ellos que José les entendía, porque mediaba un intérprete entre
ellos. Entonces José se apartó de su lado y lloró; y volviendo donde ellos
tomó a Simeón y le hizo amarrar a vista de todos (42,14-24).
Primero les propone que uno vaya a buscar a Benjamín y los demás queden como
rehenes hasta que lo traigan, pero luego cambia de idea y propone que quede
uno solo y los demás vayan a llevar los víveres a sus familias y luego
vuelvan con Benjamín. Benjamín es ahora el menor, hijo de Raquel, ¿será
también envidiado como lo había sido él a causa de la preferencia del padre
por ser el hijo de su ancianidad?
Las palabras de José -"también yo respeto a Dios"- y sus acciones van
surtiendo su efecto. Los hermanos hablando entre ellos, sin saber que José
les entiende, confiesan su culpa: "Realmente somos culpables contra nuestro
hermano, cuya angustia veíamos cuando nos suplicaba que tuviésemos compasión
y no le hicimos caso" (42,21). Por no haber escuchado la angustia de José
nos viene ahora esta angustia inesperada: tener que volver al padre sin otro
hermano, que se queda como rehén y la de tener que traer al hermano menor.
Ciertamente, como dice Rubén, pecaron contra el hermano al no tener piedad
ante sus súplicas. "Ahora se nos reclama su sangre" (42,22). Este verbo en
voz pasiva tiene como sujeto a Dios: Es Dios quien nos acusa y reclama la
sangre de nuestro hermano.
El diálogo entre José y sus hermanos va discurriendo lentamente hacia
perforar el corazón endurecido y llegar a donde se esconde la sombra del
hermano perdido, mientras que él se halla presente ante ellos todo conmovido
de emoción. El mal causado hace ya tanto tiempo se yergue ahora y les golpea
con otra situación similar a la de entonces: tienen que regresar, otra vez,
con un hermano de menos ante el padre; y ahora parece que algo ha cambiado;
les duele lo que entonces contemplaron con tanta frialdad: la angustia de
uno de ellos. Están en el camino de la vuelta y José llora de emoción, pero
aún no puede manifestarlo. Los sueños son la guía de su conducta, el espejo
de su vida, los hitos anticipados de su camino, el anuncio de su destino y
del de los hermanos; hasta que se cumplan y para que se cumplan, José tiene
que negar cualquier sentimiento, afecto o acto que no lleve a su
realización, aunque le sangre el corazón.
Así, al nombrar a Dios y a Benjamín, José está despertando la conciencia de
sus hermanos, está situándoles en el camino de la conversión. Con su
aparente dureza está ablandando el corazón. Y mientras tanto les asegura la
vida dándoles el grano, porque, imagen del amor de Dios, "no quiere la
muerte del pecador, sino que se convierta y viva". José se conmueve y se
desahoga llorando en privado. Pero, sin dejarse vencer por las emociones,
vuelve para continuar el proceso de transformación de sus hermanos. Con una
escena calculada, José manda encadenar a Simeón en presencia de los
hermanos, antes de dejarles partir. Desea hacerles testigos oculares de la
seriedad de sus palabras..
Al encadenar a Simeón ante los ojos de los hermanos, les está encadenando a
todos, obligándoles a regresar con el hermano menor, su único hermano de
madre, Benjamín, que desea contemplar y abrazar. Y, además, poniéndoles en
este apuro, les está provocando a confesar lo que llevan escondido en la
conciencia, desde hace más de veinte años. Es necesaria la confesión de la
culpa para recomponer la hermandad; sólo la confesión les acercará al
hermano desaparecido, a José, que se conmueve hasta el llanto, aunque ellos
aún no lo vean; aunque finja no entender su idioma y se sirva de intérprete,
él comprende sus comentarios:
Un Midrash dice que apenas partieron los hermanos mandó que liberasen de las
cadenas a Simeón y le tratasen con toda amabilidad, ofreciéndole agua para
lavarse y ungüentos para ungirse. Con benevolencia trata también a los otros
hermanos al mandar colocar el dinero en la boca de los sacos. Es un acto de
generosidad que excluye el espíritu de venganza. José devuelve bien por mal.
A él le vendieron por veinte siclos de plata; en la compra actual devuelve
el dinero que le han dado. No se enriquece a costa del hambre de sus
familiares. Por otra parte el gesto desconcierta a los hermanos, les obliga
a reflexionar sobre los acontecimientos: "¿Qué nos ha hecho Dios?" (42,28).
Cada vez se les abren más los ojos para descubrir la presencia de Dios en
cuanto les está ocurriendo.
Con los asnos cargados de grano parten en silencio de retorno a Canaán.
Orígenes, atento exégeta de la Escritura, nos hace caer en la cuenta que
esta vez no se lee que los hermanos subieron de Egipto a Canaán. En la
Escritura no se habla nunca de que uno baje a un lugar santo, ni que suba a
un lugar vituperable. Los hijos de Israel bajan a Egipto y suben de Egipto a
la tierra prometida (13,1; 26,2; 37,25ss; 42,1-2). Pero, ahora, "no se
habría podido decir dignamente que subieron desde Egipto, sino que poniendo
su cargamento de grano sobre los asnos, partieron de allí (42,26). Al quedar
Simeón prisionero en Egipto, quedaron también ellos encadenados por vínculos
de amor; con él sufrían en su mente y en su espíritu. En cambio, después de
haber recuperado al hermano..., vuelven con alegría, y entonces se dice que
subieron de Egipto y llegaron al país de Canaán, a donde Jacob su padre
(45,25)".
Cabizbajos parten de Egipto, tras sus asnos cargados con el grano. Y, al ir
a hacer noche, uno de ellos abre su saco para dar pienso a su burro, y se
encuentra con que su dinero está en la boca del saco de grano. Con asombro
dice a sus hermanos:
-Me han devuelto el dinero; lo tengo aquí en mi saco.
Todos se quedan sin aliento, se miran temblando y dicen:
-¿Qué es esto que ha hecho Dios con nosotros?
La bondad de José remueve la conciencia sucia de los hermanos. El pecado se
va manifestando en forma de miedo, o quizás ya en forma de temor de Dios.