Comentario Bíblico:
7. SUEÑOS DEL FARAÓN
Emiliano Jiménez Hernández
7. SUEÑOS DEL FARAÓN
El jefe de escanciadores olvida a José. Pero Dios no le olvida.
Dos años más
tarde es el Faraón quien tiene, naturalmente, dos sueños.
El Faraón ve salir del Nilo, base de la agricultura y de la ganadería
egipcia, siete vacas gordas y luego siete flacas que se ponen a pastar
junto a las primeras en el juncar de la orilla del río. Las vacas feas y
flacas devoran a las bellas y gordas. El Faraón se despierta y vuelve a
dormirse. Y de nuevo tiene otro sueño: siete espigas granadas y bellas
brotan de un solo tallo y luego brotan otras siete espigas delgadas y
abrasadas por el viento del desierto. Las últimas devoran a las
primeras.
La visión de las vacas y de las espigas devorándose unas a otras
pertenece al mundo irreal de los sueños. Pero el Faraón ha visto las
cosas con tanta viveza que, al despertar, le cuesta trabajo percatarse
de que no ha sido más que un sueño: “despertó el Faraón y he aquí que
era un sueño” (41,7). Incluso despierto, el espíritu del Faraón sigue en
agitación, con el corazón que le golpea el pecho como si fuera una
campana, pues no le cabe la menor duda de que el doble sueño, por su
visión tan realista y su convergencia simbólica en un desenlace común,
indica algo que va a ocurrir. Eso, sin saber qué será, llena de
inquietud al Faraón, que busca con urgencia un intérprete entre los
sabios y magos de Egipto. Pero ninguna de sus interpretaciones convence
al Faraón.
Entonces, al no saber los sabios de Egipto interpretar los sueños del
Faraón, al copero se le ilumina la memoria y cumple su promesa: decir
una palabra buena al Faraón en favor de José:
-Cuando, hace
dos años, el Faraón se irritó contra sus siervos y me metió en la
cárcel, junto con el panadero, él y yo tuvimos un sueño la misma noche,
cada sueño con su propio sentido. Había allí con nosotros un muchacho
hebreo, siervo del mayordomo; le contamos el sueño y él a cada uno le
dio su interpretación. Y tal como él lo interpretó, así sucedió: yo fui
restablecido en mi cargo y el otro fue colgado.
A los sabios de
Israel no les agradan las palabras del copero, que comentan: los
malvados, hasta cuando hacen algo bueno, no lo hacen completamente bien.
El copero, al presentar a José al Faraón, le desprecia e insulta por
tres veces. Le llama muchacho, es decir, idiota, no apto para
ocupar ningún cargo; hebreo, diverso de nosotros; y siervo,
que no puede reinar, según está escrito en la constitución del Faraón.
Egipto es una
tierra de magos y sabios (Ex 7,11.22; 1R 5,10; Is 19,11.13), pero su
ciencia se eclipsa ante la sabiduría que Dios concede a sus hijos. Dios
no concede el don de la interpretación a los nobles y sabios de la
corte, ni a los sacerdotes o doctores de los templos y de las escuelas;
se lo da a un pobre exiliado, despreciado y condenado a la prisión. Algo
así dirá San Pablo de sí mismo: “A mí, el menor de todos los santos, me
fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable
riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio
escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas” (Ef 3,8-9).
Ninguno de los
magos y sabios de Egipto es capaz de interpretar los sueños del Faraón.
Pero Dios quiso que el Faraón les llamase antes que a José, para que no
pudieran decir: si nos hubieras interpelado, nosotros te hubiéramos
explicado el significado de tus sueños. Por eso esperó que los adivinos
se cansasen y dejaran deprimido el espíritu del Faraón, para mostrar el
mérito de José, al devolverle el ánimo.
El Faraón, pues,
al oír al jefe de los escanciadores, manda llamar a José. Lo sacan
aprisa del calabozo.
José se cambia sus vestidos, -vistiendo, según el Zohar, un vestido que
le trae un ángel desde el paraíso-, se corta el pelo y se afeita la
barba, según la costumbre egipcia, aunque no sea así entre los semitas.
Una vez listo, José
se presenta al Faraón, que le dice:
-He tenido un
sueño y no hay quien lo interprete, pero he oído decir de ti que te
basta oír un sueño para interpretarlo.
El Faraón cree,
como todos en Egipto, que el arte de interpretar los sueños es una
ciencia humana y que José es un especialista en ella, un sabio tan
excepcional que no necesita hacer ningún esfuerzo para darle la
interpretación de sus sueños. José rechaza con energía esta visión y
responde al Faraón:
-No yo, pero
Dios responderá en favor del Faraón, poniendo una palabra en mis labios.
Luego el Faraón
narra sus sueños a José:
-Soñaba que
estaba de pie junto al Nilo, cuando vi salir del Nilo siete vacas
hermosas y bien cebadas, y se pusieron a pastar entre los juncos y cañas
de papiro; detrás de ellas salieron otras siete vacas flacas y mal
alimentadas, en los huesos; no las he visto peores en todo el país de
Egipto. Las vacas flacas y mal alimentadas se comieron las siete vacas
anteriores, las cebadas. Y cuando las gordas entraron dentro de las
flacas, no se notaba que habían entrado, pues su aspecto seguía tan malo
como al principio. Y me desperté. Tuve otro sueño: siete espigas
brotaban de un único tallo, hermosas y granadas, y siete espigas crecían
detrás de ellas. Mezquinas, secas y con tizón, las siete espigas secas
devoraban a las siete espigas hermosas. Se lo conté a mis magos y
ninguno pudo interpretármelo.
José dice al
Faraón:
-Se trata de un
único sueño. Dios anuncia al Faraón lo que va a hacer. Las siete vacas
gordas son siete años, y las siete espigas hermosas son siete años: es
el mismo sueño. Las siete vacas flacas y desnutridas que salían detrás
de las primeras son siete años, y las siete espigas vacías y con tizón
son siete años de hambre. A los siete años de abundancia seguirán siete
años de carestía tan tremenda que no se olvidará jamás.
José, con toda
naturalidad, sigue interpretando el sueño ante la admiración del Faraón
y de sus cortesanos:
-Es lo que he
dicho al Faraón: Dios ha mostrado al Faraón lo que va a hacer. Van a
venir siete años de gran abundancia en todo el país de Egipto; detrás
vendrán siete años de hambre, que harán olvidar la abundancia en Egipto,
pues el hambre acabará con el país. No habrá rastro de abundancia en el
país, a causa del hambre que seguirá, pues será terrible. El haber
soñado el Faraón dos veces, indica que Dios confirma su palabra y que se
apresura a cumplirla. Por tanto que el Faraón busque un hombre sabio y
prudente y le ponga como intendente al frente de Egipto; establezca
inspectores que dividan el país en regiones y administren durante los
siete años de abundancia.
Mientras que en
la prisión los sarmientos y los cestos eran días, ahora las vacas y las
espigas son años. José interpreta con nitidez y sobriedad el significado
de los sueños y en seguida pasa a ofrecer las medidas prácticas para
afrontar el futuro. Esta parte segunda del largo discurso de José forma
parte también de la interpretación, explicando el significado del
devorarse unas imágenes a otras: los años de escasez consumirán todas
las reservas hechas durante los años de abundancia. Por ello José
sugiere al Faraón:
-Que reúnan toda
clase de alimentos durante los siete años buenos que van a venir, metan
trigo en los graneros por orden del Faraón, y los guarden en las
ciudades. Los alimentos servirán de provisiones para los siete años de
hambre que vendrán después a Egipto, y así no perecerá de hambre el
país.
El modo de
hablar y lo sensato de la propuesta gusta al Faraón y a sus servidores.
Les impresiona sobre todo
oír cómo José atribuye a Dios la ciencia de los sueños.
Les convence plenamente la interpretación de los sueños y aceptan, sin
discutirla, la propuesta de José. En realidad, al sugerir al Faraón que
busque un hombre inteligente y prudente, José hace una descripción, sin
pretenderlo seguramente, de sí mismo. Como reconocerá el Faraón ante sus
servidores los consejos de José son inteligentes y prudentes:
-¿Podemos
encontrar un hombre como éste, que posee el espíritu de Dios?
Nadie como José
posee en todo el país de Egipto el espíritu de Dios. Nadie, por ello, ha
podido interpretar el sueño del Faraón sino José, iluminado por el
espíritu de Dios. Así, dice Ruperto, ninguno ha sido digno de desvelar
el consejo de Dios Padre escondido en las Escrituras bajo el velo de la
letra, sino nuestro Señor Jesucristo, según lo que nos dice Juan en el
Apocalipsis: “Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un
libro, escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos. Y
vi a un Ángel que proclamaba con fuerte voz: ¿Quién es digno de abrir el
libro y soltar sus sellos? Pero nadie era capaz, ni en el cielo ni en la
tierra ni bajo tierra, de abrir el libro ni de leerlo. Y yo lloraba
porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro ni de
leerlo. Pero uno de los Ancianos me dice: No llores; mira, ha triunfado
el León de la tribu de Judá, el Retoño de David; él podrá abrir el libro
y sus siete sellos. Entonces vi, de pie, en medio del trono y de los
cuatro Vivientes y de los Ancianos, un Cordero, como degollado; tenía
siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios,
enviados a toda la tierra. Y se acercó y tomó el libro de la mano
derecha del que está sentado en el trono. Cuando lo tomó, los cuatro
Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron delante del Cordero.
Tenía cada uno una cítara y
copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. Y
cantan un cántico nuevo diciendo: « Eres digno de tomar el libro y abrir
sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre
hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para
nuestro Dios un Reino de Sacerdotes, y reinan sobre la tierra” (Ap
5,1-10).
Esteban, al
hacer el memorial de la historia de la salvación, proclama que “Dios
estaba con José, le libró de todas sus tribulaciones y le dio gracia y
sabiduría ante Faraón, rey de Egipto, quien le nombró gobernador de
Egipto y de toda su casa” (Hch 7,10). El Faraón, dirigiéndose a José, le
dice:
-Ya que Dios te
ha enseñado todo esto, nadie es sabio y prudente como tú. Tú estarás al
frente de mi casa y todo el pueblo obedecerá tus órdenes; sólo en el
trono te precederé.
Es un
nombramiento solemne. El inocente encarcelado triunfa. El Faraón se
quita el anillo del sello de la mano y se lo pone a José; le viste un
traje de lino y le pone un collar de oro al cuello. Le hace sentar en la
carroza de su lugarteniente y le dice:
-Mira, te pongo al frente de todo el país. Yo soy el Faraón, pero sin contar contigo nadie moverá mano o pie en todo Egipto.
José, con sus
palabras, aparece a los ojos del Faraón como el hombre prudente y sabio,
en posesión del espíritu de Dios. Por ello le nombra administrador de
todos los bienes de la casa real y visir de Egipto. La investidura de su
cargo tiene toda la solemnidad requerida. El Faraón pone en la mano de
José el anillo con su sello personal, con el que sellaba los documentos
oficiales, le viste con ropas de lino y le pone en el cuello un collar
de oro. Y,
cuando un rey da a alguien su anillo, comenta Rashí, quiere decir que le
constituye el segundo en poder, sólo inferior al mismo rey.
Hecha la investidura, el Faraón le proclama, pues, su segundo en el
reino, haciéndolo subir sobre el segundo de los carros del estado y
llamando sobre él la atención de los súbditos con el grito que repite
delante de él un heraldo: “Abrek”. Es un vocablo que significa:
inclinaos ante él, arrodillaos, estamos a tu servicio o nuestro corazón
es tuyo...
A la solemne
investidura, con la consiguiente proclamación pública, sigue una escena más
íntima y privada entre el Faraón y José. El Faraón adopta a José como
egipcio, es decir, le concede la nacionalidad egipcia, dándole el nombre
egipcio de Safenat Paneaj, que san Jerónimo traduce como Salvador del
mundo, y entregándole por esposa a Asenat, hija de un sacerdote de On,
que le da dos hijos: Manasés y Efraím. Los nombres que José da a sus dos
hijos son simbólicos. Manasés alude a la miseria pasada, superada por su
felicidad actual debida a la gracia divina: Dios me ha hecho olvidar mi
desgracia. Y con el nombre de Efraím reconoce que Dios le ha hecho
fructificar en la tierra de su miseria, le ha dado un hijo de fecundidad
extraordinaria en el futuro, en la tierra de Palestina. José sigue siendo
hebreo de corazón.
Treinta años tiene
José en este momento, cuando se presenta al Faraón, rey de Egipto. Saliendo
de su presencia, recorre como señor todo Egipto. El hebreo vendido,
esclavizado, encarcelado, llega a la cumbre del poder. Sus sueños comienzan
a realizarse.
Son
dos sueños los que tiene el Faraón, pero por su alcance simbólico es uno
solo. La repetición indica que Dios, su autor, realizará irrevocablemente y
pronto lo simbolizado en ellos. Dios ha decidido enviar sobre Egipto un
período de grande abundancia, e inmediatamente otro de tan grande escasez
que hará olvidar el primero. No es nada nuevo en la historia de Egipto, que
está a merced de la crecida o escasez del Nilo. Todo el mundo sabe que la
fertilidad del suelo de Egipto depende de las inundaciones periódicas del
Nilo, que se alimenta de las lluvias torrenciales de Nubia y Abisinia. Pero
no siempre estas inundaciones son tan regulares y abundantes que libren a
Egipto de la carestía y del hambre. Si la inundación es escasa y no alcanza
a regar más que una porción de la tierra, la cosecha será insuficiente. Y lo
mismo sucede si la inundación es excesiva y prolongada, pues entonces se
retarda la sementera y la mies no llega a madurar. Y esto, según recogen los
anales de Egipto, puede ocurrir varios años seguidos. De un Faraón se dice:
“Está desolado porque el río no se desborda ya hace siete años. Falta el
grano, los campos están secos y escasea el alimento”.
Abundancia seguida de escasez no es, pues, ninguna novedad en Egipto. Lo
nuevo es la interpretación de fe que da José. Es Dios quien ha dado los
sueños, el que ha decidido su cumplimiento ineludible y apremiante.
Instrumento de Dios, José interpreta el sueño y propone al Faraón medidas
urgentes para realizar la salvación querida por Dios al suscitar esos
sueños: un intendente prudente y sabio para todo el reino, quien con algunos
subalternos almacenen en los silos el grano de los años de abundancia para
los años de escasez. José se está presentando a sí mismo como el intendente
prudente y sabio, en posesión del espíritu de Dios para cumplir la tarea de
salvar al pueblo.
Con
José la fe se hace sabiduría y santidad de vida. La fe sustituye a la
astucia. La piedad es la fuerza del débil. El temor de Dios es la forma
primera de la confianza en él, en su protección. Es, por ello, el principio
de la sabiduría. “Yo temo a Dios” (42,18), dice José a sus hermanos. El
temor de Dios sostiene sus pasos al borde del precipicio, sin dejarlo caer
en la tentación. En la vida de cada día, en lo ordinario de su existencia,
Dios está presente, casi sin dejarse notar, sin limitar la espontaneidad del
actuar de José. El casi no lo percibe, no se siente condicionado, pero los
demás lo notan. Putifar y el Faraón lo confiesan: Dios está con él.
El
temor de Dios es un don del mismo Dios, manifestación de su santo Espíritu
(Is 11,2). Desciende sobre José y le envuelve o le empapa desde dentro,
tocando todas las fibras de su ser. Se hace revelación de Dios en los sueños
y en su interpretación. Se hace clarividencia en la interpretación de hechos
y sueños, prudencia en el hablar y capacidad para planear la administración
de la nación. Se hace apoyo en el pozo, en el fango del fondo y en la
prisión; se hace consuelo y sostén en la cadenas, en el llanto ante la
violencia de los hermanos, en la calumnia de la mujer de Putifar y en el
olvido del copero del Faraón. El temor de Dios mantiene viva la esperanza y
la esperanza nunca le defrauda.