El profeta Jonás: 17. EL LIBRO DE JONAS
Emiliano Jiménez Hernández
17. EL LIBRO DE JONAS
El libro de Jonás se escribe en el siglo V o IV. Ya no existe el reino de
Judá. Es sólo una minúscula provincia del imperio persa, aunque tiene su
constitución propia: la Torá. El templo de Jerusalén se ha levantado de sus
ruinas. Replegada en sí misma, preocupada por la pureza de sangre, la
pequeña comunidad vive bajo la dirección de los sacerdotes y los escribas.
Sus horizontes son muy estrechos. Vive la obsesión por el pecado y el odio
del paganismo. La obsesión por el pecado que, según los profetas, provocó la
destrucción del templo, el final de la monarquía davídica y el exilio, les
lleva a multiplicar las liturgias penitenciales. El odio a las naciones, que
han sido el instrumento del castigo de Dios, les lleva a encerrarse en el
más estricto nacionalismo religioso.
Una lectura alegórica ha hecho de Nínive el símbolo del mundo pagano y a
Jonás el símbolo de Israel, que se niega a cumplir su misión con los
paganos. Por eso a Israel lo devora la catástrofe del exilio, figurada en el
gran pez, símbolo de Babilonia. Después del exilio se le renueva la misma
misión. El enojo de Jonás es el del pueblo de Dios, que no acepta el perdón
de los paganos y se cierra a ellos como Nehemías, Esdras, Joel y Abdías. Su
ardiente fe y la necesidad de proteger a la comunidad que renace de las
cenizas del exilio explican la intransigencia de sus reformas y el
particularismo que imponen al pueblo restaurado. El Sirácida cantará el
elogio de Nehemías: "que nos levantó las murallas en ruinas" (Si 49,13). La
comunidad de Israel, replegada sobre sí misma, se reconstruye en silencio y
adquiere hondura espiritual. Pero Dios les prepara, no para que le encierren
en sus fronteras, sino para mostrarse como el Dios salvador de todos los
pueblos.
Sin embargo, de momento, el Dios de los patriarcas y de los profetas queda
acaparado en provecho propio. La elección no es vista ya como un servicio,
sino como un privilegio. Han expulsado a las mujeres extranjeras, descartado
a los samaritanos, condenando a las naciones a la destrucción. No hay
santidad más que en Jerusalén. El Dios de los profetas, que desea la
salvación de todos los pueblos, es visto únicamente como el Dios de su
nación, encerrada dentro de sus estrechas fronteras. No quieren ver más allá
de los límites de su santuario, de su ciudad y de su país. Jonás es la
expresión de esta comunidad, que Dios quiere abrir a la misión. El Dios, que
llama a Jonás, que le cierra el camino de la huida, que le lleva a Nínive y
le habla al corazón ante sus protestas, es el Dios que quiere la salvación
de los paganos. Y Jonás, es decir, Israel tiene una misión: ser instrumento
de salvación para todos los pueblos. Jonás sabe que esta es la intención de
Dios al enviarle a Nínive (4,2). Pero a Jonás no le interesa la salvación de
los ninivitas. Es más, la rechaza y se enoja ante ella. A sus ojos, los
ninivitas son impuros. Apenas recorre un día sus calles y se aleja de la
ciudad, aunque el sol le achicharre y esté a punto de desvanecerse.
Y, sin embargo, el retrato de los paganos, que nos ofrece el libro, es todo
lo contrario. Los paganos resultan más religiosos que Jonás. Los marineros
oran a Dios, reconocen su mano en los acontecimientos, se horrorizan ante la
desobediencia de Jonás, aunque respetan su vida. Se convierten, finalmente,
al Dios de Israel hasta el punto de ofrecerle un sacrificio. Y esta misma
reacción se repite en Nínive. Los ninivitas acogen la Palabra de Dios y
cambian de vida. Hasta el mar, el pez, el viento, el sol y el ricino se
muestran más dóciles que Jonás a las órdenes de Dios. Entre todos los seres
de la creación, sólo Jonás, el hebreo, se muestra insensible al Dios que
confiesa con orgullo ser su Dios. Jonás vive el drama de la crisis de fe. No
es ni santo ni ateo. Es un hebreo enfrentado con Dios. No duda de la
existencia de Dios. Esto ni le pasa por la mente. Espontáneamente confiesa
que "cree en Yahveh, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra" (1,9). Lo
que Jonás no acepta es el actuar de Dios en la historia. Ahí es dónde entra
en crisis su fe. El Dios, lento a la cólera, rico en bondad y misericordia,
que perdona por mil generaciones, le está bien para él, pero no acepta que
sea así para los demás, para sus enemigos, para los ninivitas, para los
pecadores.
Como Jonás, Israel a la vuelta del exilio, consciente de su elección divina
y deseoso de mantenerse fiel a la ley de la alianza, se encierra en sí
mismo, rompiendo todo lazo con los otros pueblos que le han oprimido, Dios
parece burlarse de Israel. Ezequiel, en sus oráculos contra las naciones, ha
anunciado su fin. Su destrucción será el triunfo definitivo del pueblo
elegido. Esdras, después del retorno del exilio, ha decretado la expulsión
de todas las mujeres de otros pueblos, con las que los israelitas se habían
casado. Y Dios, que ha inspirado a Ezequiel y bendecido la actuación de
Esdras, el gran escriba restaurador de Israel, ahora inspira el delicioso
libro de Ruth, que exalta a una mujer extrajera, que ha elegido como su Dios
al Dios de Israel y que se convertirá en raíz de la que brotará el mismo
Mesías, la esperanza de Israel. Y Dios inspira igualmente el libro de Jonás,
que busca romper las fronteras de Israel, llevando la salvación a las
naciones, incluso a Nínive, expresión máxima del extranjero y enemigo de
Israel. El libro de Jonás, no sólo condena el nacionalismo, sino que
denuncia la falsa fe de quienes quieren apropiarse de Dios. Estamos ya a un
paso del Nuevo Testamento. Dios no es solamente Dios de Israel, es también
Dios de los paganos, porque no hay más que un solo Dios. Pablo se lo dice a
los judíos de Roma:
Pero si tú, que te dices judío y descansas en la ley; que te glorías en
Dios; que conoces su voluntad; que disciernes lo mejor, amaestrado por la
ley, y te jactas de ser guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas,
educador de ignorantes, maestro de niños, porque posees en la ley la
expresión misma de la ciencia y de la verdad... pues bien, tú que instruyes
a los otros ¡a ti mismo no te instruyes! (Rm 2,14-21).
El libro de Jonás desarrolla su argumento en cinco escenas, vividas en
varios escenarios. En la primera, Yahveh ordena a Jonás que vaya a Nínive,
pero Jonás se apresura a embarcarse hacia Tarsis; en la segunda, una gran
tempestad se levanta en el mar y los tripulantes de la nave en que va Jonás
conocen, por la confesión de éste, a Yahveh; en la tercera, Yahveh dispone
que un pez se trague a Jonás, que canta en su vientre un himno de acción de
gracias y que al cabo de tres días es depositado en una playa; en la cuarta,
Jonás se dirige a Nínive, que por la llamada del profeta se convierte y se
salva; en la quinta, Jonás se irrita por lo sucedido, hasta desear su propia
muerte, mientras que Yahveh trata de hacerle comprender su compasión por los
ninivitas.
Las cinco escenas están organizadas en un prólogo y un cuerpo con dos
partes. El prólogo coincide con la escena primera (1,1-3). En él se da el
nombre del lugar en que debía desarrollarse la acción; pero la reacción
inesperada de Jonás nos lleva a otro lugar. Con ello se desencadena un
conflicto que exige una solución. Si el mensajero con su huida se niega a
llevar la palabra a su destino, ¿qué podrá suceder? ¿Quedará, tal vez,
incumplida la orden de Yahveh?
Las dos partes simétricas del cuerpo se componen de dos escenas cada una,
ligadas íntimamente entre sí. En cada una de las dos partes se relata un
encuentro entre Jonás y un grupo de extraños, primero los tripulantes de la
nave (1,4-16) y luego los ninivitas (3). Después de cada encuentro se
produce un remanso en el que lo acontecido lleva al diálogo entre Jonás y
Yahveh; el primero tiene lugar en el vientre del pez (2) y el segundo fuera
de Nínive (4). Así es como evoluciona y termina el conflicto planteado en el
prólogo.
La primera parte, entrando en más detalles, se desarrolla en el terreno que
elige Jonás: el mar que conduce a Tarsis. Los personajes son los tripulantes
de la nave y Jonás que viaja con ellos. La tempestad que estalla en el mar
hace entrar en escena a otro personaje. Las declaraciones de Jonás propician
que los marineros conozcan a Yahveh. Arrojado al mar y en el vientre del
pez, Jonás agradece a Yahveh la prodigiosa liberación. Yahveh entra, se
dice, en el terreno de la muerte y arranca de allí una vida. Es una
liberación particular.
En la segunda parte, la acción se traslada a Nínive, el terreno elegido por
Yahveh. Jonás va finalmente a la ciudad que desde el principio había querido
evitar. Los protagonistas son ahora los pervertidos ninivitas y Jonás que
los llama a conversión. La llamada produce efecto: Nínive se convierte y
obtiene el perdón. Jonás se retira a las afueras, y allí tiene lugar su
ultimo encuentro con Yahveh. Su tema es la ira de Jonás por la conversión de
los ninivitas y por la misericordia de Yahveh. Otra vez entra Yahveh en los
dominios del mal y de la muerte, en el caos moral de Nínive, esta vez para
salvación de toda una ciudad. Al fin nos falta saber si Jonás, que había
agradecido su propia salvación, acaba aceptando también la de los otros.
La subordinación de la primera parte a la segunda se ve ya desde el prólogo.
Si Jonás debe ir a Nínive, su huida no va a ser sino un compás de espera.
Pero la huida da lugar a que los marineros conozcan a Yahveh y experimenten
su poder. Ese es el preludio de lo que pasará después con Nínive. El papel
de Jonás se revela como de testigo de Yahveh, aunque sea testigo contra su
voluntad; en Nínive será, además, un testigo irritado.
En cada una de los partes se nota una subordinación del acontecimiento, el
de los marineros y el de los ninivitas, a lo que luego es encuentro a solas
entre el profeta y Yahveh. Es decir, la escena segunda se orienta a la
tercera, y la cuarta a la quinta. Esto permite sacar la conclusión de que lo
primero en la atención del autor, no es si los marineros conocen a Yahveh o
si los ninivitas se convierten, sino lo que hará el propio Jonás. Este
debería aplacar la ira, que le hace replegarse en sí mismo, y abrirse a la
aceptación de los demás. El acento del prólogo no recae, pues, en Nínive,
sino en si Jonás irá o no a la ciudad. Los acontecimientos conducen a Jonás
a cumplir su misión, aunque sea en desacuerdo con el punto de vista de
Yahveh. Jonás se rebela contra su misión, pero acaba cumpliéndola. La
historia se acaba con misiones cumplidas, pero sin saber si el hombre Jonás
termina de acuerdo con todo lo acontecido. El interrogante de Dios espera la
respuesta de los oyentes.
Cada uno de los cuatro capítulos se corresponde con uno de los cuatro
elementos de la física antigua: aire, agua, tierra y fuego. Al final de cada
capítulo se introduce el elemento que dominará el capítulo siguiente. En el
primer capítulo, Dios lanza un fuerte viento sobre el mar, provocando una
tempestad de aire que levanta olas y marejadas. Aunque la acción se
desarrolla en el mar, el elemento dominante es el viento. Este sólo se calma
cuando Jonás es arrojado al mar, con lo que se abre el segundo capítulo, en
el que todos los hechos ocurren en el agua. Pero ya, al elevar Jonás su
oración desde el vientre del pez, alude a las raíces de los montes y a la
tierra, sobre la que será arrojado. La tierra es el tercer elemento, en el
que se desenvuelve el tercer capítulo. Jonás aparece en la orilla del mar,
llega a Nínive y atraviesa la gran ciudad. El edicto del rey de Nínive se
concluye con la invitación al arrepentimiento para apagar el fuego de la ira
de Dios, abriendo el paso al cuarto capítulo. Al comienzo de este último
capítulo es Jonás quien se encoleriza por dos veces, dolido por que Dios no
ha destruido la ciudad como él ha anunciado. Dios le pregunta a Jonás si es
justo comportarse así. Pero Jonás reacciona airándose aún más, "hasta morir"
a causa del ricino secado, haciendo aún más insoportable la aceptación del
calor del sol y del viento sofocante.
Fuego y viento unen el final con el principio. Se puede comenzar de nuevo la
lectura, pues el perdón de Dios se repite una y otra vez, venciendo las
continuas faltas del hombre, que arrepentido se vuelve a él. Nunca se cansa
de perdonar. En el perdón se muestra como Dios. San Ambrosio, comentando la
creación del hombre, dice:
Gracias, pues, a Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera
encontrar descanso. Hizo el cielo, pero no leo que allí haya descansado;
hizo las estrellas, la luna, el sol, y tampoco ahí leo que haya descansado
en ellos. Leo, sin embargo, que hizo al hombre y que entonces descansó,
teniendo en él uno al cual podía perdonar los pecados (Ambrosio, Hex. 6,10,
76; CSEL 32, 1, 261; Citado en Dies Domini, n.61).