El profeta Jonás: 10. PERDON DE DIOS
Emiliano Jiménez Hernández
10. PERDON DE DIOS
Jonás anuncia que en cuarenta días Nínive será destruida. Y Dios manifiesta
su santidad, no en la forma en que espera su profeta, sino destruyendo el
pecado del hombre y exaltando con su misericordia al pecador arrepentido. En
el pecador convertido brilla la gloria de Dios. Cuando Jonás recorre agitado
la ciudad de Nínive, cree que lleva un anuncio de condenación y, en cambio,
Dios le ha conducido hasta la ciudad para llevar la salvación. Detrás del
profeta airado va Dios a celebrar la fiesta del perdón. Bajo las palabras
amenazantes del profeta, Dios esconde la invitación a volverse a él, para
celebrar con él la fiesta del amor.
Dios busca el arrepentimiento del hombre para perdonarlo. Pero en el fondo
la salvación de Dios es siempre un don gratuito, pura gracia de su bondad.
Dios lucha con Jacob durante toda la noche para vencerle al despuntar el
alba, cuando podía haberlo vencido desde el principio del combate. Es el
juego de la libertad de Dios y de la libertad del hombre. Dios, cuyas
delicias consisten en estar con los hijos del hombre, se divierte jugando al
amor. Y nadie vence su amor, ni el más grande pecador consigue que Dios deje
de amarle. Dios pide al hombre la conversión, pero es él quien da al hombre
el don de la conversión. Antes de que el hombre dé el primer paso de
conversión, Dios siente ya compasión de él:
En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado,
Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un
justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir ; mas la
prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores,
murió por nosotros (Rm 5,6-8).
Dios no defrauda la confianza puesta en él: "Bendito sea aquel que confía en
Yahveh, pues no defraudará Yahveh su confianza" (Jr 17,7). "Porque el Señor
no desecha para siempre a los humanos. Si llega a castigar, luego se apiada
según su inmenso amor, pues no se complace en castigar y afligir a los hijos
de hombre" (Lm 3,31-33). Apenas el hombre se vuelve hacia él, Dios también
se convierte, "se arrepiente" y renuncia al mal que había anunciado por boca
de Jonás: "Vio Dios lo que hacían, cómo se convirtieron de su mala conducta,
y se arrepintió Dios del mal que había determinado hacerles, y no lo hizo"
(3,10). Contra lo que Jonás esperaba, Nínive se ha convertido, ha hecho
penitencia. Y Dios ha hecho lo mismo: se arrepintió del mal que había
determinado hacerles.
Apartándose del camino del mal, los ninivitas hacen que Dios retire el mal
que pesaba sobre ellos. La conversión anula la amenaza de destrucción,
proclamada por Jonás. Dios se conmueve ante el pecador que reconoce su
pecado, como se dejó conmover por la intercesión de Moisés, cuando Dios se
sintió irritado contra el pueblo, que se había fabricado el becerro de oro
en el desierto: "Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a
su pueblo" (Ex 32,14). El amor de Dios abraza a los paganos lo mismo que al
pueblo de Israel. Dios aborrece el pecado, pero no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva: "¿Acaso me complazco yo en la muerte
del malvado oráculo del Señor Yahveh y no más bien en que se convierta de su
conducta y viva? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere,
oráculo del Señor Yahveh. Convertíos y vivid" (Ez 18,23.32). San Agustín
comenta:
Me enseñaste lo oculto e incierto de tu sabiduría. ¿Qué cosas ocultas?, ¿qué
cosas inciertas? Que Dios perdona incluso a tales personas. Nada tan oculto,
nada tan incierto. Por este hecho incierto hicieron penitencia los
ninivitas. Era incierto cuando decían: ¿quién sabe...? Inciertos, hicieron
penitencia y merecieron una misericordia cierta. Dios perdonó. Nínive,
¿quedó en pie o fue destruida? De una manera lo ven los hombres, de otra lo
ve Dios. Yo pienso que se cumplió lo anunciado por el profeta. Mira lo que
era Nínive y observa que fue destruida: destruida de lo malo, construida en
lo bueno.
Israel vive el pecado como un drama en el interior de unas relaciones de
amor con Dios, relaciones que se rompen por su parte y se recrean por la
fuerza creadora del amor de Dios, que le ofrece de nuevo su amor. El perdón
de los pecados, significa que el creyente se ve a sí mismo, en su ser y en
su obrar, ligado en alianza con Dios, a quien ha confiado su existencia.
Pecado y perdón no hacen referencia a una ley anónima, a un orden abstracto,
roto y restablecido, sino a una historia de amor entre personas con
infidelidades y restablecimiento del amor por la fidelidad. Desde la
fidelidad inquebrantable de Dios, el perdón se experimenta como el milagro
de la gratuidad incondicional del amor de Dios.
No se trata sólo de elencar y confesar los pecados cometidos, y de los
cuales el pecador se arrepiente, sino de un volver a Dios, entrar en sus
entrañas de misericordia y recibir de él nuevamente la vida. El pecado sitúa
al hombre fuera del diálogo esponsal de Dios, llevándole a experimentar la
soledad existencial y la ruptura con Dios, con el mundo y con los otros.
Todo se vuelve oscuro y hostil. Y esta situación es irreversible para el
hombre. Sólo puede encontrar la comunión con la creación y con la historia
restableciendo el diálogo con Dios, Creador y Señor de la historia. Firme en
esta fe, el creyente sabe que con su pecado no ha terminado su vida, aunque
sufra las consecuencias de muerte, paga de su pecado. El pecado vivido ante
Dios posibilita el comienzo de una nueva vida. Dios Creador puede volverla a
crear, "volviendo su rostro al pecador" que se pone ante El como muerto,
incapaz de darse la vida. Dios, en su fidelidad misericordiosa, inicia de
nuevo con él la historia de salvación.
El pecado, vivido en la presencia de Dios Padre, reconocido a la luz de la
cruz de Cristo y confesado bajo el impulso del Espíritu Santo, se convierte
en la Iglesia en acontecimiento de celebración de la Buena Nueva. El
encuentro con Cristo lleva al cristiano a verse a sí mismo, en su ser y en
su actuar, como creación de Dios y como recreación en el Espíritu. Así su fe
es acción de gracias por el don de la vida, confesión de la propia
infidelidad frente a la fidelidad del amor de Dios, que no se queda en la
tristeza o en el hundimiento por el sentido de culpabilidad, sino que se
hace canto de glorificación a Dios, confesión de fe, celebración del perdón.
San Ambrosio nos dice:
"Nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado" (1Co 5,6), es decir, la pasión
del Señor hizo bien a todos, redimiendo a los pecadores que se arrepintieron
de sus pecados. "¡Celebremos por tanto un banquete!" (1Co 5,8) de "manjares
exquisitos"(Is 25,6), haciendo penitencia y alegres por el rescate: ¡No hay
alimento más delicioso que la benevolencia y la misericordia! En nuestros
banquetes jubilosos no se mezcle ningún malhumor por la salvación concedida
a los pecadores, y nadie se mantenga alejado de la casa paterna, como el
hermano envidioso, que se irritaba porque su hermano había sido acogido en
casa, habiendo preferido que permaneciese alejado de ella para siempre (Lc
15,25-30). El Señor Jesús se ofende más con la severidad que con la
misericordia de sus discípulos.
Los Padres no se cansan en invitar a la alegría del perdón. San Basilio nos
dice:
Si preguntamos al Salvador por el motivo de su venida, nos responde: "No
vine a salvar a los justos, sino a llamar a los pecadores a conversión" (Mt
9,13). Preguntémosle: ¿Qué llevas sobre tus hombros? y nos responde: "La
oveja perdida" (Lc 15,4-6). ¿Por qué hay alegría en el cielo?, nos responde:
"Por un pecador que se convierte" (Lc 15,7-8). Los ángeles se alegran ¿y tú
sientes envidia? Dios recibe al pecador con gozo, ¿y tú lo prohíbes?...Y si
te indigna que sea recibido con un banquete el hijo pródigo después de haber
pastoreado cerdos y haber malgastado todo, recuerda que también se indignó
el hermano mayor y se quedó fuera, sin participar de la fiesta... De
pecador, Pablo se convirtió en evangelizador, y ¿qué dice de sí mismo?
"Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores, de los que yo soy el
primero" (1Tm 1,15). Confiesa su propio pecado para, así, mostrar la
grandeza de la gracia.
La conversión es un don de Dios, fruto de su espíritu, como anuncian los
profetas para el tiempo mesiánico: "os daré un corazón nuevo y un espíritu
nuevo" (Ez 11,19; Jr 31,31-34). Por eso el salmista suplica: "¡Oh Dios,
haznos volver, y que brille tu rostro, para que seamos salvos!" (Sal 80,4).
Sólo si Dios vuelve su rostro propicio hacia el hombre y le cambia el
corazón, el hombre puede volverse a Dios: "Hazme volver y volveré, pues Tú,
Yahveh, eres mi Dios" (Jr 31,18). "¡Haznos volver a ti, Yahveh, y
volveremos!" (Lm 5,21).
Esta misericordia de Dios, que en nuestras lenguas latinas hace referencia
al corazón, en hebreo se expresa con la palabra rahamin, que hace referencia
a la matriz. Se trata de entrar en el seno materno y renacer de nuevo, como
dirá Jesús a Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo
alto no puede ver el Reino de Dios. Dícele Nicodemo: ¿Cómo puede uno nacer
siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y
nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de
agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la
carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que
te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto" (Jn 3,3-7). O como dirá,
mostrando a un niño, para explicar lo que es la conversión: "Si no os
convertís, haciéndoos como niños, no entraréis en el Reino de los cielos"
(Mt 18,3). Se trata de nacer, convertirse en otro hombre, pequeño, no
autónomo e independiente del Padre, sino que vive en dependencia filial del
Padre. La conversión es reconocer confiadamente ante Dios el propio pecado,
confesarse incapaz, aunque deseoso, de desarraigarlo y ponerse en las manos
de Dios. El se encarga del perdón y de la regeneración: "Si reconocemos
nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, perdona nuestros pecados y nos
purifica de toda injusticia" (1Jn 1,9).
San Ambrosio comenta: "Los ninivitas comprenden que para no perecer les es
necesario el ayuno, castigar en sus cuerpos a las almas con el látigo de la
humildad, cambiar las vestiduras lujosas por los cilicios, y los perfumes
por la ceniza. Postrados en la tierra buscan el polvo. No se oye por toda la
ciudad más que un gemido que llega al cielo. Y se cumplió la sentencia del
Eclesiástico: La oración del que se humilla penetró las nubes. Y Dios se
aplacó, convirtiendo en dulzura el mal".
Con razón exhortaba San Bernardo: "hacemos que se alegren los ángeles cuando
hacemos penitencia. Corred, hermanos, corred a la penitencia; no sólo os
esperan los ángeles, sino el Creador de los ángeles". Jonás no entendía
esto, aunque no hay nada más predicado en el Antiguo Testamento que la
misericordia de Dios, pero por el Nuevo sabemos cómo la entendían los
fariseos. Por eso San Efrén grita a Jonás, poniendo estas palabras en boca
de los ninivitas: "No te entristezcas, ¡oh Jonás!, alégrate al ver que todos
nos hemos convertido a una nueva vida. Gracias a ti encontramos el camino
del bien, gracias a ti conocimos a Dios. No has mentido, no temas, ha sido
derrotada nuestra malicia y ha triunfado tu fe. Porque has llenado de gozo a
los ángeles en la alturas, con razón debes alegrarte y gloriarte de que
también has llenado de gozo a Dios en el cielo".
Pablo, apóstol de Cristo por voluntad de Dios para llevar el anuncio de la
salvación a los gentiles, bendice al "Dios y Padre de Jesucristo", que en
Cristo nos ha revelado su plan eterno de salvación para todos los hombres.
Los gentiles, que vivían sin Dios, porque sus dioses eran falsos, "excluidos
de la ciudadanía de Israel, como extraños a las alianzas de la Promesa, sin
esperanza y sin Dios en el mundo, ahora, en Cristo Jesús, los que en otro
tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo.
Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el
muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los
mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo
Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo
Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino
a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que
estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un
mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino
conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el
cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo,
en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo
en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados,
hasta ser morada de Dios en el Espíritu" (Ef 2,11ss).
La barrera que antes dividía a los judíos de los paganos la ha derribado
Cristo con su cuerpo sacrificado. De miembros dispersos ha hecho "un único
cuerpo", de extranjeros y ciudadanos ha hecho una sola familia y nación, de
piedras dispersas ha hecho un único edificio, "creando una nueva humanidad",
destruyendo la barrera interior, que es la hostilidad, y la barrera
exterior, que es la ley. Este es el templo de Dios, hecho de piedras vivas,
levantado sobre la piedra angular, que es Cristo. Pablo, apóstol de los
paganos, tartamudea y exulta agradecido ante el desvelamiento del gran
misterio, escondido por generaciones y revelado ahora por el Espíritu a los
apóstoles: el acceso de los gentiles a la salvación de Israel en Cristo.
Ahora los dos pueblos, reconciliados, caminan unidos hacia el Padre. La
infinita sabiduría del designio de Dios, manifestada en el amor gratuito e
insondable de Cristo, no conoce ninguna frontera:
Yo, Pablo, el prisionero de Cristo por vosotros los gentiles... conocéis la
misión de la gracia que Dios me concedió en orden a vosotros: cómo me fue
comunicado por una revelación el conocimiento del Misterio, tal como
brevemente acabo de exponeros... Misterio que en las generaciones pasadas no
fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos
apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos,
miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús
por medio del Evangelio, del cual he llegado a ser ministro, conforme al don
de la gracia de Dios a mí concedida por la fuerza de su poder. A mí, el
menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a
los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha
dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las
cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada,
mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en
Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor para
llegarnos confiadamente a Dios. Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de
quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os
conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción
de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en
vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis
comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura
y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios
(Ef 3).
El perdón que Dios otorga a los ninivitas, lo mismo que la acogida del padre
al hijo pródigo, es una invitación a la conversión y a la confianza en Dios.
Ningún pecado vence su amor. Tertuliano se lo dice a los catecúmenos:
Si, después del bautismo, primera penitencia, alguien incurre en la
necesidad de la segunda penitencia, que no se abata ni se abandone a la
desesperación: ¡Que se avergüence de haber pecado de nuevo, pero no de
levantarse nuevamente! ¿Acaso no dice El: "los que caen se levantan y si uno
se extravía torna"? (Jr 8,4). El "prefiere la misericordia al sacrificio"
(Os 6,3; Mt 9,13), pues los cielos y los ángeles se alegran por la
conversión del hombre (Lc 15,7.10). ¡Animo, pecador, levántate! ¡Mira dónde
hay alegría por tu retorno! La mujer, que perdió una dracma y la busca y la
encuentra, invitando a las amigas a alegrarse (Lc 15,8-10), ¿no es paradigma
del pecador restaurado? Y el buen Pastor pierde una oveja, pero como la ama
más que a todo el rebaño, la busca y, al encontrarla, la carga sobre sus
espaldas por haber sufrido mucho en su extravío (Lc 15,3-7). Y el
bondadosísimo Padre, que llama a casa a su hijo pródigo y con gusto lo
recibe arrepentido tras su indigencia, mata su mejor novillo cebado y -¿por
qué no?- celebra su alegría con un banquete: ¡Ha vuelto a encontrar un hijo
perdido, siéndole más querido por haberle recuperado! Este es Dios. ¡Nadie
como El es tan verdaderamente Padre! (Mt 23,9; Ef 3,14-15). ¡Nadie como El
es tan rico en amor paterno! El te acogerá, por tanto, como a hijo propio,
aunque hayas malgastado lo que de El recibiste en el bautismo y aunque hayas
vuelto desnudo, ¡pero has vuelto!
El libro de Jonás señala una de las cumbres del Antiguo Testamento.
Rompiendo con una interpretación estrecha de las profecías, afirma que las
amenazas, aun las más categóricas, son expresión de una voluntad
misericordiosa de Dios, que sólo espera alguna muestra de arrepentimiento
para conceder su perdón. Los anuncios de destrucción son siempre
condicionales, pues lo que Dios quiere es la conversión y no la muerte del
pecador.