El profeta Jonás: 6. JONAS TRAGADO POR EL PEZ
Emiliano Jiménez Hernández
6. JONAS TRAGADO POR EL PEZ
Los marineros se ponen en manos de Dios y arrojan a Jonás al mar. ¿Misión
terminada? ¡No! Apenas Jonás cae al agua, Dios hace que un pez enorme se
trague al profeta y lo lleve tres días en su vientre hasta vomitarlo en la
playa: "Dispuso Yahveh un gran pez que se tragase a Jonás, y Jonás estuvo en
el vientre del pez tres días y tres noches" (2,1).
Dios no abandona a Jonás. Para salvar al profeta el relato introduce un
nuevo personaje, que ha conquistado casi tanta fama como Jonás: el pez
gigantesco. Sin nombre en el texto bíblico, los escritores han gastado mucha
tinta tratando de identificarlo; a los artistas plásticos les ha tocado
darle una figura y los predicadores han hallado materia para todas sus
fantasías. Como el texto bíblico se refiere al pez una vez en masculino y
otra en femenino, se ha hablado de dos peces, haciendo pasar a Jonás de uno
a otra, como quien cambia de nave. Inspirados en el salmo, algunos le han
identificado con el gran monstruo marino, "el Leviatán que Dios modeló para
jugar con él" (Sal 104,26). Para otros, Jonás contempla en lo profundo del
mar al monstruo que amenaza devorarle, tragándosele con el pez que le lleva
en su vientre, pero él le vence y le hace huir con la amenaza de que un día
lo pescará para aderezar la mesa del festín escatológico de los justos.
Guiados por el Midrash podemos acompañar un momento a Jonás en su viaje
submarino. Durante su caída en las aguas del mar, Jonás sintió que se moría.
Cuando volvió en sí pensó que estaba soñando. Se hallaba en el atrio
semicircular de lo que parecía un gran palacio. La pared redonda estaba
adornada desde un extremo al otro con un magnífico bajorrelieve de marfil
semejante a un claustro de dientes. El centro del atrio estaba tapizado con
una alfombra roja como una lengua, que lo atravesaba en toda su extensión
para, luego, descender en pequeñas gradas que bajaban, en una larga
escalinata, hasta el fondo. El ambiente estaba iluminado con una luz
intensa, que descendía desde lo alto de la escalinata. Jonás recorrió la
alfombra, bajó por los peldaños de la escalinata hasta llegar a una galería
horizontal, en la que dos grandes ventanas de vidrio redondas y convexas se
abrían como un par de ojos.
Jonás se acercó a una de las ventanas para mirar hacia fuera. Ante él
apareció el misterio de los abismos marinos. Algas altas como árboles
plegaban sus ramas sobre peñascos centelleantes y sobre arbustos de coral.
Peces de todos los tamaños, formas y colores iban y venían persiguiéndose
unos a otros. Conchas irisadas abrían sus valvas, dejando al descubierto
perlas blancas, rosadas, grises y negras, gruesas como huevos de paloma.
Cada cosa aparecía y desaparecía en un abrir y cerrar de ojos, transformando
completamente el paisaje. Jonás dedujo que el palacio navegaba bajo el agua
a gran velocidad. Sin apenas voz, preguntó:
-¿Dónde estoy?
-Dentro de mí, -le respondió una voz-. Estás apoyado en la órbita de mi ojo
derecho.
-¿Y tú quién eres?
-Yo soy una ballena creada así por Yahveh en el sexto día de la creación
sólo para poderte hospedar hoy en mi interior.
-Entonces no le he ofendido, exclamó Jonás. Si te ha creado tan bella para
que hoy me pudieras acoger, eso quiere decir que ya entonces sabía Dios que
yo le habría tenido que desobedecer.
La ballena le replicó:
-Tú eres el profeta y no yo. Es a ti a quien toca interpretar sus designios.
Yo sólo puedo decirte que nuestro conocimiento comienza y termina aquí. La
misión, para la que fui creada, yo ya la he cumplido y sólo me queda
llevarte y presentarte ante el Leviatán.
Oír el nombre de Leviatán fue como recibir un fuerte golpe. Jonás había
escuchado desde pequeño las historias de Leviatán, pero nunca había pensado
encontrarse con él. Señor de los abismos marinos, la longitud de Leviatán
equivale a la de todos los otros peces puestos en fila. Una sola de sus
aletas en abanico, cerrada, tiene la fuerza suficiente como para sostener el
peso de la tierra.
Leviatán tiene la misión de regular el número de peces que pululan en las
aguas del mar. Todos ellos, cuando les llega su hora, se presentan a él para
ser engullidos y morir, nutriéndole de esta manera. Con los movimientos de
su cola descomunal causa el cambio de temperatura de la tierra, sometida,
por las brisas y calores, a los influjos del mar que la circunda.
Jonás sabía, además y sobre todo, que cuando llegue el fin de los tiempos,
Leviatán será pescado por un profeta y con su carne se aderezará el gran
banquete de los justos. Ese banquete del mundo futuro se celebrará a la
sombra de la misma piel de Leviatán, extendida como una tienda por encima de
las cabezas de los santos. Convertirse en tienda y alimento para los justos
es el gran honor que le ha tocado en suerte a Leviatán. Eso le llenará de
alegría, pues podrá escuchar tantos debates edificantes. Pero él, eso aún no
lo sabe. Por eso Leviatán teme encontrarse con aquel profeta que le pescará
en su anzuelo. Jonás tampoco sabe si esa misión le toca a él. De todos
modos, el anuncio de la ballena le ha cortado la respiración.
Pero superado el primer momento de incertidumbre, Jonás se puso a
reflexionar y a interpretar los acontecimientos. Después de una rápida
meditación decidió que le tocaba salvar a la ballena del destino común a
todos los peces, como ella le había salvado a él. Decidido, le ordenó:
-Llévame inmediatamente ante el Leviatán.
-¿A qué otro lugar piensas que te podría llevar?
Jonás volvió a la ventana y miró hacia fuera. El panorama cambiaba
continuamente, cada vez más fantástico y misterioso. A Jonás se le dilataban
las pupilas, cada vez más impresionado a medida que la ballena descendía en
los meandros secretos del fondo del mar. La luz del sol no penetraba ya en
esas profundidades, pero los ojos luminosos de la ballena iluminaban la ruta
que recorría. Todo lo demás quedaba en la oscuridad más impenetrable. De
pronto Jonás contempló una montaña rocosa, con sus crestas impresionantes.
La ballena se detuvo y la montaña se movió. Leviatán estaba estirando sus
innumerables espirales, para mostrarse en todo su admirable horror antes de
afrontar a la ballena y engullirla. Las escamas fosforescentes de su coraza
se erizaron, las aletas se abrieron en abanico, la cabeza se irguió y los
ojos lanzaron rayos de luz, mientras sus fauces se abrían como desencajadas.
A Jonás se le heló el aliento, quedando sin respiración. Pero, al momento,
se repuso y ordenó a la ballena que abriera su boca. Jonás corrió hasta
situarse sobre la lengua armado de toda su dignidad:
-Hola, Leviatán. Yo soy Jonás, profeta del Altísimo. He descendido hasta
estas profundidades para aprender el camino que conduce a tu morada, porque
al final de los tiempos me tocará a mí el honor de capturarte para aderezar
con tus carnes el banquete de los justos.
Los ojos de Leviatán despidieron un rayo que deslumbró a Jonás. Pero con esa
misma luz Leviatán contempló y reconoció al profeta de Dios y se le apagaron
los ojos. Una sacudida removió todas las aguas del mar. Leviatán estaba
temblando. La ballena cerró inmediatamente la boca, para proteger dentro de
sí a Jonás. Leviatán huyó por primera vez como un pez cualquiera, armando un
remolino de olas como montañas sacudidas por un terremoto. Masas enormes de
roca se desprendieron a su paso, y algas gigantescas se desarraigaron del
suelo. Hasta la mole inmensa de la ballena se estremeció. Jonás no hubiera
resistido el estremecimiento de la sacudida si la ballena no le hubiera
protegido enrollando su lengua en torno a él.
Cuando se calmó el mar, la ballena quiso mostrar a Jonás su agradecimiento y
le condujo por sitios que nunca antes había visitado hombre alguno. Le
mostró la desembocadura de un río inmenso, cuyas aguas generan el océano, le
hizo contemplar los remolinos donde se forman los flujos y hondas marinas,
los pilares que sostienen los continentes, el fuego que arde en los cráteres
de los volcanes submarinos y otras mil maravillas escondidas en el fondo del
mar. Jonás no se saciaba nunca de contemplar tantos prodigios secretos.
Llegó a olvidarse de todo lo que existía fuera del mar y ni siquiera se
preguntaba cómo y ante quiénes cumpliría su misión de profeta en un lugar
tan alejado de los hombres.
Desde el momento mismo de la creación, Dios había dispuesto el pez para este
momento en que Jonás sería arrojado al mar. Para ello había sido creado. Si
la Escritura dice que se trata de "un gran pez" no lo hace por sus
dimensiones, sino por su edad (grande en años). En hebreo "gran pez" tiene
el mismo valor numérico de "mar". El gran pez sustituye al mar; en el mismo
momento en que los marineros lo arrojan al mar, el pez, y no el mar, es
quien se traga a Jonás, salvándolo de morir ahogado. El pez se traga a Jonás
completamente, sin hacerle ningún mal. El pez es el medio por el que Yahveh
salva a Jonás.
Dios es señor de la creación y se sirve de ella para intervenir en la
historia. Desde el día de la creación Dios ordenó al mar que se dividiese
ante Moisés; encomendó a la tierra que se abriera y tragara a Coré y a todos
los suyos; al cielo le ordenó que a la voz de Elías se cerrase y volviera a
abrir sus compertas cuando el profeta lo ordenase; al sol y a la luna les
ordenó que se detuvieran ante Josué; a los cuervos, que alimentaran a Elías;
al fuego, que respetase a los tres jóvenes arrojados al horno; a los leones
que no hicieran ningún mal a Daniel. Así hizo con todos los seres de la
creación. A cada uno le encomendó una misión. Dios se sirve hasta de una
burra para hablar a Balaam. Así el pez es expresión de la acción de Dios en
favor de Jonás. Mediante el pez salva al profeta del caos de muerte del mar,
erguido con sus olas tempestuosas.
El pez, que se traga a Jonás y lo vomita en la playa, es el pez más famoso
de cuantos se mueven en las aguas del mar. Ha hecho correr mares de tinta y
pintura, aunque en el relato del libro de Jonás sólo se le dedican unas
cuantas palabras. Pero nada en él es casual. Los hilos de los
acontecimientos están todos en las manos de Dios. Es Dios quien envía el pez
y lo hace llegar puntualmente en el momento en que Jonás cae al agua. Creado
por Dios para una misión, el pez, como todos los seres de la creación,
obedece a Dios. Por ello el pez vomita a Jonás en tierra firme, para que
pueda llevar el mensaje de Dios a Nínive. Una vez cumplida su misión, el pez
desaparece. En el libro no se habla más de él. Como un "siervo inútil",
cumplida su misión, se retira de la escena, para dejar en primer plano a
Jonás cara a cara con Dios.
Dios tenía sus planes y sus designios no contemplaban más retrasos. Sólo
esperaba que Jonás se volviera a él con una oración para sacarle del mar.
Pero a Jonás, distraído en su viaje submarino ni le pasaba por la mente orar
a Dios. A propósito de esto se cuenta una parábola. Un rey tenía una mujer
que murió mientras aún daba de mamar a su hijo. El rey encomendó esa tarea a
una nodriza. Esta dio el pecho al niño una sola vez y huyó. Cuando el rey se
enteró de ello, ordenó que la buscaran y la encerraran en una prisión,
llenando su celda de serpientes y escorpiones. Algún día después, el rey,
paseando cerca de la prisión, oyó los llantos y gritos de la mujer. El rey
sintió compasión y ordenó que la sacaran de la prisión. Este es el caso de
Jonás. Cuando huyó, Yahveh lo metió en el vientre del enorme pez y lo dejó
encerrado en él esperando escuchar su súplica, para salvarlo. Pero en el pez
masculino Jonás se sentía muy cómodo y no se le ocurría rezar. Yahveh se
dijo: "Le he provisto de un espacio amplio y cómodo, ¿y no me dirige ni una
oración? Lo meteré en un pez hembra, encinta de trescientos sesenta y cinco
mil peces. Entre ellos se sentirá incómodo e implorará mi auxilio, pues yo
me complazco en oír las oraciones de los justos". Así, pues, mientras
atravesaba una especie de galería llena de corales y esponjas marinas, Jonás
vio llegar una cherna de dimensiones enormes. La cherna se detuvo en el
fondo de la galería, cerrando la salida. La ballena no tuvo más remedio que
detenerse. Con un hilo de voz apenas audible, la cherna suplicó:
-Te ruego que me entregues al profeta Jonás.
Se trataba de un pez hembra, anciana y enferma, que respiraba con
dificultad. Cada vez que abría la boca, una multitud de peces y pececillos
entraban y salían de ella en tropel. La ballena resopló para pedir que le
dejara pasar, sin molestarse en contestar a la súplica de la cherna, que
volvió a repetir con fatiga:
-Entrégame al profeta Jonás o me veré obligada a tragarte junto con él. Es
una orden del Altísimo.
La ballena perdió la paciencia y silbó con furor:
-¿Quieres pretender que Dios hospede a un profeta suyo en un ser tan
miserable como tú? No, no puedo consentirlo. Seguramente tú has oído decir
que Jonás me ha salvado de Leviatán y has pensado esta estratagema para
quitármelo y que te dé una mano para seguir tirando, sin ser engullida por
él. Explícame cómo podrías tragarme, si con todos esos hijos que te comen
viva, apenas puedes moverte.
La soberbia y el desprecio hablaban por la boca de la ballena. Eran dos
vicios que Jonás, como profeta, reconocía muy bien. Sin pensarlo, abrió la
boca para hablar como profeta, pero las aguas se enturbiaron de repente y
una voz terrible gritó:
-¡Basta ya!
Leviatán estaba junto a la cherna, protegiéndola. Tenía cerradas las aletas
y sus ojos no despedían rayos para no asustar a los pececillos, pero con
todo su aspecto era atemorizador. La ballena se encogió en silencio.
Leviatán le apostrofó:
-No es mérito tuyo ser bella y fuerte, no es por su mérito que Jonás es
profeta y no es por mérito mío ser lo que soy. Podremos sentirnos orgullosos
de nosotros mismos cuando hayamos cumplido nuestra misión. Y tu misión ha
terminado en el momento en que Jonás ha entrado en tu boca, salvándole de
morir en las aguas del mar. Ha permanecido ya más de la cuenta dentro de ti
y eso sólo por haberse él comportado como falso profeta. Cede, pues,
inmediatamente a tu huésped. Yo mismo he escuchado la orden de Dios.
Leviatán calló. La ballena y la cherna se pusieron la una frente a la otra
con las bocas abiertas y Jonás, con la cabeza inclinada, atravesó la lengua
de la ballena, roja, mórbida y reluciente como el tapete de un palacio real,
para pasar a la de la cherna, despedazada, consumida y descolorida como un
trapo sucio abandonado sobre el piso de una barraca. La nueva morada de
Jonás no tenía siquiera la categoría de barraca. Se trataba de una vieja
boca desdentada, arrugada y asmática. Los pececillos entraban y salían
continuamente, chocando unos con otros, porque la afanosa respiración de la
cherna producía flujos y reflujos de corrientes opuestas, unas veces heladas
y otras abrasadoras. Luchas y choques se sucedían cada vez que la cherna
atrapaba algo de alimento. Los miles de peces que pululaban en ella se los
peleaban, sin dejar que ella llegase nunca a saciarse. La situación de Jonás
en su nueva morada era penosa e insoportable.A un cierto punto, sin quererlo
ni pensarlo, se le abrió la boca y exclamó:
-Perdóname, Yahveh, Dios del cielo, de la tierra y del mar. ¿Cómo podré huir
de ti? Si subo al cielo, si desciendo a los abismos, si huyo al mar, tu mano
siempre me alcanza. Tú eres rey de todos los reinos, dominas sobre el
universo. El cielo es tu trono y la tierra el estrado de tus pies. Conoces
las acciones de todas las criaturas y los pensamientos de todo hombre. No
hay misterios ocultos para ti. Te suplico, Dios mío, escucha mi oración y no
me abandones. Ahora entiendo tus designios y lo que deseas que yo anuncie.
Cueste lo que cueste, cumpliré mi misión.
Apenas Jonás terminó de hablar, Dios hizo recurso de su misericordia. La
cherna se encogió en sí misma y se sacudió con un estornudo tal que lanzó al
profeta fuera de su boca y fuera del mar, depositándolo ante la puerta
principal de la gran ciudad de Nínive.
Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del pez. Entró en la boca
del pez como quien entra en una sinagoga. Por ello pudo permanecer dentro de
él en pie, implorando la misericordia divina. Los dos ojos del gran pez eran
para él como dos ventanales, que le permitían ver lo que había en las
profundidades del mar. Y una perla, suspendida en el vientre del pez, le
iluminaba como el sol de mediodía. El hombre, dicen los incrédulos, necesita
de oxígeno para sobrevivir. Ignoran que Dios permitió a Jonás vivir en las
entrañas del pez del mismo modo que el embrión vive en el vientre materno.
Jonás necesita renacer de nuevo, del agua y del espíritu, para ser profeta
de Dios, yendo dónde Dios, con el viento de su espíritu, le envíe:
Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue
éste donde Jesús de noche y le dijo: Rabbí, sabemos que has venido de Dios
como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si
Dios no está con él. Jesús le respondió: En verdad, en verdad te digo: el
que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios. Dícele Nicodemo:
¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el
seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el
que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo
nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te
asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla
donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así
es todo el que nace del Espíritu (Jn 3,1-8).
El número tres es un número significativo para la Escritura. Numerosos
acontecimientos de la historia de Israel han acaecido "al tercer día", pues
Dios no permite que el justo permanezca en una situación de muerte más de
tres días. Jesús, a los escribas y fariseos, que le piden una señal, les
ofrece como única señal la permanencia de Jonás por tres días en el vientre
del pez: "Entonces le interpelaron algunos escribas y fariseos: Maestro,
queremos ver una señal hecha por ti. Mas él les respondió: ¡Generación
malvada y adúltera! Pide una señal y no se le dará otra que la señal del
profeta Jonás. Pues de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del
cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el
seno de la tierra tres días y tres noches" (Mt 12,38-40). La tradición
patrística, litúrgica e iconográfica recoge y comenta las palabras de Jesús,
viendo en la estancia de Jonás en el vientre del pez "el signo más claro y
patente entre los proféticos" de la resurrección de Cristo, extendiendo su
valor a la resurrección del cristiano con el mismo cuerpo:
Se ordena al cetáceo y al abismo y a la muerte que devuelvan a la tierra al
Salvador; y el que murió para librar a los prisioneros de la muerte, llevará
consigo a muchísimos a la vida. La expresión vomitó se ha de entender como
enfática, es decir, que de las entrañas vitales de la muerte salió vencedora
la vida. (San Jerónimo).
La lectura simbólica nace del mismo texto. La tradición rabínica siguió ya
este camino: "El pez que devora a Jonás es la tumba, sus entrañas son el
seol. Si el pez, después de retener a Jonás tres días y tres noches, lo ha
expulsado, también la tierra expulsará a los muertos". El Targum ya evoca a
Moisés bajando del Sinaí y a Jonás subiendo del abismo. Y Pablo, viendo en
Moisés y Jonás a Cristo, dice: "La justicia que viene de la fe dice así: No
digas en tu corazón, ¿quién subirá al cielo?, es decir, para hacer bajar a
Cristo; o bien, ¿quién bajará al abismo?, es decir, para hacer subir a
Cristo de entre los muertos" (Rm 10,6-7).
Jonás, tragado por el pez, es figura de Israel y de Cristo. Los marineros
han arrojado a Jonás al mar como víctima de propiciación. El mar se calma
cuando Jonás es tragado por el pez. Aquí está el misterio de Israel, nación
profética, llamada a comunicar un mensaje de salvación a todas las gentes.
El Nuevo Testamento asume el libro de Jonás, porque en él está también
simbolizado el misterio de Cristo y de la Iglesia. En primer lugar, en
sentido literal, nos muestra el destino de Israel, pueblo elegido de Dios
como bendición para todos los pueblos. Pero toda la Escritura se orienta a
Cristo, cumplimiento pleno de la revelación. Jonás, en el vientre del pez,
nos revela el misterio de Cristo y, no solamente el misterio de Jesús de
Nazaret, sino el misterio del Cristo total, de Cristo y la Iglesia.
Israel es tragado por el mar. Ha rechazado a Dios, negándose a cumplir su
misión, y Dios lo ha arrojado al mar, a la muerte: destrucción de Jerusalén,
exilio en Babilonia. Jeremías compara al rey de Babilonia con un gran
monstruo que ha engullido a Israel: "Me comió, me arrebañó el rey de
Babilonia, me dejó como cacharro vacío, me tragó como un dragón, llenó su
vientre con mis buenos trozos, me expulsó" (Jr 51,34); también Isaías
representa al opresor de Israel como un monstruo marino: "Aquel día
castigará Yahveh con su espada dura, grande, fuerte, a Leviatán, serpiente
huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al dragón que hay en el
mar" (Is 27,1). En el exilio Israel ha descendido al fondo del abismo, hasta
tocar la muerte. Pareciera que le ha llegado su fin. Y, en cambio, en el
fondo del pez, en los abismos de la muerte, Israel ha encontrado a Dios y lo
ha invocado. La esperanza ha resucitado en su corazón. Israel ha vuelto a
sentirse realmente el hijo primogénito, ha visto confirmada la elección
divina. Desde el exilio, Israel surge de nuevo como pueblo de Dios, para
llevar la salvación a todos los pueblos de la tierra. El descenso al vientre
del pez le ha hecho renacer como pueblo de Dios. Jonás es arrojado por la
boca del pez lo mismo que Israel, gracias a la intervención misericordiosa
de Dios, es vomitado por el monstruo de Babilonia: "Visitaré a Bel en
Babilonia, y le sacaré su bocado de la boca" (Jr 51,44).
Esto mismo se cumple plenamente en Jesucristo, el nuevo Israel. Jesús no se
ha negado a su misión, pero ha asumido sobre sí todas nuestras flaquezas e
infidelidades. Como Siervo de Yahveh ha descendido al vientre del pez, a los
infiernos, ha pasado tres días y tres noches en el corazón de la tierra
para, desde allí, resucitar, abriendo para todos los hombres un camino de
vida en el muro de la muerte. La resurrección acontece al alba del tercer
día, el día después del sábado, el día de la nueva creación, el día eterno,
día sin noche, día sin fin.
El mar es el reino del mal en toda su amplitud, y Leviatan es su
personificación. Ser tragado por el pez es descender hasta el fondo del mal,
para vencer el mal, resucitando victorioso. Jonás responde a la misión
recibida de Dios en el momento en que parece aniquilado por el mal, al
entregarse a la muerte para calmar las olas que amenazan de muerte a los
hombres. Israel cumple su misión de pueblo de Dios, portador de salvación
para todas las naciones, cuando disperso en todas esas naciones, proclama la
unicidad de Dios, da a conocer al Dios verdadero. En su dispersión, en su
aniquilación, cumple su misión, como testifica el libro de Tobías: "Entonces
Rafael llevó aparte a los dos y les dijo: Bendecid a Dios y proclamad ante
todos los vivientes los bienes que os ha concedido, para bendecir y cantar
su Nombre. Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de
honra, y no seáis remisos en confesarle. Bueno es mantener oculto el secreto
del rey y también es bueno proclamar y publicar las obras gloriosas de Dios"
(Tb 12,6-7). Y dijo:
¡Bendito sea Dios, que vive eternamente, y bendito sea su reinado! Porque él
es quien castiga y tiene compasión; el que hace descender hasta el más
profundo Hades de la tierra y el que hace subir de la gran Perdición, sin
que haya nada que escape de su mano. Confesadle, hijos de Israel, ante todas
las gentes, porque él os dispersó entre ellas y aquí os ha mostrado su
grandeza. Exaltadle ante todos los vivientes, porque él es nuestro Dios y
Señor, nuestro Padre por todos los siglos. Os ha castigado por vuestras
injusticias, mas tiene compasión de todos vosotros y os juntará de nuevo de
entre todas las gentes en que os ha dispersado. Si os volvéis a él de todo
corazón y con toda el alma, para obrar en verdad en su presencia, se volverá
a vosotros sin esconder su faz. Mirad lo que ha hecho con vosotros y
confesadle en alta voz. Bendecid al Señor de justicia y exaltad al Rey de
los siglos. Yo le confieso en el país del destierro, y publico su fuerza y
su grandeza a gentes pecadoras (Tb 13,1-6).
También Jesucristo, en el momento en que se entrega a la muerte, la vence:
cumple la voluntad del Padre y salva al mundo. Y es verdad también para la
Iglesia, para cada cristiano. La Iglesia vive en el mundo perseguida y, no
resistiéndose al mal, sino cargando con el pecado del mundo; muriendo por
sus enemigos, cumple su misión y salva al mundo: "En verdad, en verdad os
digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si
muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida
en este mundo, la guardará para una vida eterna" (Jn 12,24-25).
Pues el mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho
brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la
gloria de Dios que está en la faz de Cristo. Pero llevamos este tesoro en
recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es
de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos,
mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no
aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir
de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro
cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte
por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en
vosotros la vida (2Cor 4,7-12).
Podemos recordar algún párrafo de la carta a Diogneto:
Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que
viven, ni por su lenguaje, n por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen
ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un gé nero de
vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento
y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza
basada en autoridad de hombres.
Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las
costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su
estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y,
a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como
forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como
extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda
patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos,
pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero
no el lecho.
Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su
ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo
de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los
condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son
pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la
deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello
atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con
ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son
castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como
si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los
gentiles los persiguen, y, sin embargo, los misrnos que los aborrecen no
saben explicar el motivo de su enemistad. Para decirlo en pocas palabras:
los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en
efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también
los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El
alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven
en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la
cárcel del cuerpo visible; los ristianos viven visiblemente en el mundo,
pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin
haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de
los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido
agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.
El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece;
también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en
el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los
cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos
son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una
tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas
corruptibles mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se
perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los
cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan
importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito
desertar.
Esta es la vida del cristiano. El bautismo es entrar en la muerte con Cristo
para resucitar con él. Este misterio, que se vive en el sacramento, se
actualiza en toda la vida. Tres días y tres noches es la vida presente. Toda
la vida del cristiano consiste en entrar en la muerte y, en ella,
experimentar la victoria de Cristo sobre la muerte. Ser entregados al mar,
como víctima de propiciación por los hombres, es la misión del cristiano. El
cristiano, como el chivo expiatorio, es arrojado todos los días al desierto
para rescatar a los hombres del peso del pecado. En nuestras aflicciones y
debilidades Dios es glorificado. La cruz de cada día, en Cristo, se hace
gloriosa. Da gloria a Dios. La muerte no es muerte, sino la puerta de la
resurrección, de la vida nueva, de la salvación para nosotros y para el
mundo. El bautismo de cada día nos sumerge en las aguas de la muerte y, a
través de las aguas, experimentamos un nuevo nacimiento. La muerte es
sepultura y útero de nueva vida. Jonás es un símbolo bautismal. Y el salmo
de Jonás ha tenido en la Iglesia un significado bautismal. El cántico de
Moisés, en el paso del mar Rojo (Ex 15), celebra la salvación de Israel. El
cántico de Jonás anuncia la salvación futura en Cristo de cuantos se
sumergen en las aguas bautismales. Entrando en las aguas, Jonás salva la
nave y los marineros. El hombre, que se sumerge en las aguas del bautismo,
es salvación para la Iglesia y para el mundo.
El mal puede tragarse al profeta, pero el profeta es un alimento indigesto.
El pez no logra digerir a Jonás: lo vomita sobre tierra firme. La muerte no
logra digerir a Cristo. Cristo desciende a los infiernos, pero el infierno
no puede retenerlo. Al tercer día resucita esplendente de gloria para no
morir más. La muerte no tiene poder alguno sobre él ni sobre los que mueren
en Cristo:
Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras... Ahora bien, si se predica
que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos
entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Cristo resucitó de
entre los muertos como primicias de los que durmieron (1Cor 15,3-4.12.20).