JOB CRISOL DE LA FE: EL ENFRENTAMIENTO DE JOB Y DIOS
Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
1. LA GRAN APELACION DE JOB: 29,1-31,40
a) Las aguas de la historia: 29,1
b) Memorial del pasado: 29,2-20
c) La cruz del presente: 30,1-31
d) La esperanza del futuro: 31,1-40
EL ENFRENTAMIENTO DE JOB Y DIOS
1. LA GRAN APELACION DE JOB
a) Las aguas de la historia
El diálogo de Job y los amigos se ha concluido sin llegar a ninguna
solución. El canto lírico a la sabiduría de Dios es el epitafio de la
sabiduría humana. Job hace tiempo que busca un nuevo interlocutor, con quien
entablar un diálogo nuevo, de otro orden. Es el diálogo con Dios. Job ha
experimentado una profunda soledad en presencia de los amigos. Esa soledad
se ha ido ahondando cada vez más en la medida en que los amigos con sus
discursos se alejaban de él. Las palabas de los amigos, que llegaron con la
intención de consolarle, han discurrido al margen de su experiencia. Si han
servido de algo ha sido sólo para provocar y exacerbar su reacción, para
obligarlo a aclararse a sí mismo. Ahora, a solas consigo, sin olvidar a su
oculto interlocutor, deja brotar de su corazón las aguas dulces y amargas de
toda su vida, los gozos y tristezas que llenan su existencia hasta
desbordarse por sus labios.
Job, desde el fondo de su dolor, descubre su contingencia, su carácter de
criatura. Por encima de la cabeza de los amigos, Job habla a Dios, que
intencionalmente lo ha sacado de la nada, no ha cerrado las puertas del seno
materno. El sufrimiento de Job se agudiza porque no es neutro, sino que es
infligido por Dios, que "se encarniza con él" (30,21), "le persigue, le
caza, multiplica sus proezas contra él, renueva sus ataques, redoblando su
cólera contra él, lanzando sus tropas contra él" (10,16-17). Job siente la
mirada de Dios sobre él, vigilando todos sus pasos (14,16) y pecados
(14,16). "¡Centinela atento del hombre" (7,20), Dios, "clava sus ojos
abiertos" (14,3) sobre él, "pone lazos a sus pies, vigila todos sus pasos y
examina sus huellas" (13,27), "indaga su culpa y examina su pecado" (10,6),
"le ha hecho blanco de sus flechas" (7,20;16,12). Job no puede más, pide una
tregua (10,20): "¿Qué es el hombre para que le des tanta importancia, para
que te ocupes de él, para que le pases revista por la mañana y lo examines a
cada momento? Aparta de mí tu vista, déjame respirar" (7,17-19). El dolor es
la Palabra de Dios que interpela al hombre, le busca al límite de Yaboc,
para que se abrace a Dios en el combate cuerpo a cuerpo. Aunque el hombre
pierda en el combate y salga cojeando, esa es su victoria: se ha encontrado
con Dios. Ese era su deseo: "¡Ojalá supiera cómo encontrarlo, cómo llegar
hasta su morada!" (23,3). La exigencia de encontrar a Dios es imperiosa,
febril. Con sus quejas y desafíos Job pretende forzar a Dios a presentarse y
a hablarle.
Dejando, pues, de lado a los amigos, Job queda solo en el escenario. Dios
aún no aparece. La ausencia y el silencio de Dios se hacen tan densos, que
le hacen presente, aunque invisible. Ante el Dios ausente y en silencio, Job
abre sus labios en un largo monólogo, en el que desgrana sus recuerdos,
penas y protestas de inocencia. Al final, Dios sale de su ocultamiento,
irrumpe desde lo alto, en una magnífica teofanía, aceptando discutir con
Job. Job, asombrado, se queda con la boca cerrada y sólo la abre para
confesar su derrota y su triunfo. Confiesa su nada ante Dios y su alegría de
haber hecho hablar a Dios. Ha oído su voz y le ha visto. Esa es su victoria.
Victoria retardada por la irrupción inoportuna de Elihú, que alarga la
espera de la respuesta de Dios. De momento es Job quien se desahoga en su
amplio lamento.
En el esquema tridimensional de los salmos de lamentación, que unen en la
súplica pasado, presente y futuro, Job evoca con nostalgia y melancolía su
pasado feliz, cuando Dios se le mostraba como amigo (c. 29), eleva la elegía
sobre su trágico estado presente (c. 30), mientras proyecta la esperanza en
la intervención futura de Dios, liberándole y justificándole (c. 31). Si el
himno a la sabiduría nos ha conducido por océanos y minas subterráneas, por
los cielos y por las entrañas de la tierra, ahora el gran salmo de Job nos
conduce por otro continente, el de su historia y el de su mente, con sus
vacíos y áreas mudas, llenas de corrientes y meandros oscuros y también con
sus fulgores sorprendentes.
b) Memorial del pasado
Job abre su biografía evocando con nostalgia su pasado feliz. "Recordando
otros tiempos derramo mi alma dentro de mí" (Sal 41, 5): "¡Quién me hiciera
volver a los días de antaño, aquellos días en que Dios velaba sobre mí,
cuando su lámpara brillaba sobre mi cabeza, y yo caminaba a su luz por las
tinieblas; aquellos días de mi otoño, cuando Dios vallaba mi tienda, cuando
Sadday estaba conmigo, y me rodeaban mis hijos, cuando mis pies se bañaban
en leche, y la roca destilaba regatos de aceite!"(29,2-6). El bienestar de
Job radicaba sobre todo en la amistad de Dios, que velaba sobre él para
protegerlo, y no como ahora que le vigila para no pasarle una. Entonces la
cercanía de Dios, íntimo de su tienda, "con quien le unía una dulce
intimidad" (Sal 55,15), le llenaba de bendiciones. Dios sostenía en alto la
lámpara de su palabra (Sal 119,105) para que no tropezaran sus pasos. Dios
mismo era "mi lámpara, que alumbraba mis tinieblas" (2Sm 22,29). Su "luz me
hacía ver la luz" (Sal 36,10), mientras ahora me cercan las tinieblas. El
otoño de su vida, momento de plenitud, de disfrutar de la cosecha, era la
estación de la fecundidad anhelada y alcanzada.
La bendición de Dios se manifestaba en la vida familiar, en el prestigio y
autoridad en su vida pública y en la fama de hombre generoso. Su fama se
extendía por toda la región: "Si yo salía a la puerta que domina la ciudad y
colocaba mi asiento en la plaza, se retiraban los jóvenes al verme, y los
viejos se levantaban y quedaban en pie. Los notables cortaban sus palabras y
ponían la mano en su boca. La voz de los jefes se ahogaba, su lengua se
pegaba al paladar. Oído que lo oía me llamaba feliz, ojo que lo veía se
hacía mi testigo" (29,7-11). La bendición de Dios le otorgaba un puesto de
honor en las asambleas públicas, a la puerta de la ciudad: "Aclamadlo en la
asamblea del pueblo, alabadlo en el consejo de los ancianos" (Sal 107,32).
Job gozaba del prestigio deseado por Salomón: "gracias a ella tendré gloria
en la asamblea, y, aunque joven, me honrarán los ancianos. Apareceré agudo
en el juicio y seré admirado en presencia de los poderosos. Si callo,
esperarán; si hablo, prestarán atención; si me alargo hablando, pondrán la
mano en su boca" (Sab 8,10-12). Job, en medio del desamparo actual, sueña y
añora el aplauso de sus antiguos oyentes, en contraste con la actitud de los
amigos. Sin alabarse se alaba a sí mismo ante ellos.
Job gozaba de prestigio en la puerta de la ciudad. Era estimado por notables
y jefes, ancianos y jóvenes, porque a todos indicaba el camino recto de la
vida: "Me escuchaban ellos con expectación, callaban para oír mi consejo.
Después de hablar yo, no replicaban, y mi palabra caía sobre ellos gota a
gota. Me esperaban como a la lluvia, abrían su boca como a lluvia tardía. Si
yo les sonreía, no querían creerlo, y la luz de mi rostro no dejaban
perderse. Les indicaba el camino y me ponía al frente, me asentaba como un
rey en medio de su tropa, y por doquier les guiaba a mi gusto" (29,21-25).
El rostro luminoso de Job, expresión de su benevolencia, serenaba (Si 8,1),
comunicaba vida (Prov 16,15), como destello de la bondad de Dios: "Yahveh te
bendiga y te guarde, ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; Yahveh te
muestre su rostro y te conceda la paz" (Nm 6,25; Sal 4,7). Su conducta era
camino de vida abierto para los demás.
El manantial de su indiscutible felicidad y prestigio era su justicia y
misericordia con el pobre, el huérfano y la viuda, el oprimido, el
desconocido e incluso el condenado. El ciego y el cojo encontraban en él luz
y apoyo en su camino: "Pues yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano
que no tenía valedor. La bendición del moribundo subía hacia mí, el corazón
de la viuda yo alegraba. Me había puesto la justicia, y ella me revestía,
como manto y turbante, mi derecho. Era yo los ojos del ciego y del cojo los
pies. Era el padre de los pobres, examinaba la causa del desconocido.
Quebraba los colmillos del inicuo, arrancaba su presa de entre sus dientes"
(29,12-17). La honradez de Job, reconocida por Dios en el prólogo, se
manifestaba en sus obras de misericordia a favor de todos los indigentes.
Job encarnaba el ideal del rey: "Porque él librará al pobre suplicante, al
desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre y
salvará la vida de los pobres" (Sal 72,12-13). Como en él, las insignias de
Job eran la justicia, la misericordia y la verdad: "La justicia será el
ceñidor de su cintura, la verdad el cinturón de sus flancos" (Is 11,5).
Pablo describe el uniforme distintivo de los cristianos, de un modo
parecido: "Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de
entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia,
soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja
contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por
encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección"
(Col 3,12-14). El vestido es expresión de la persona.
Lo que Job recibía de Dios, luz y camino, lo ofrecía a los necesitados, por
lo que recibía un título perteneciente a Dios: "padre de huérfanos y
defensor de viudas" (Sal 68,6), que aconseja a sus fieles seguir sus
huellas: "No rechaces al suplicante atribulado, ni apartes tu rostro del
pobre. No apartes del mendigo tus ojos, ni des a nadie ocasión de
maldecirte. Pues si maldice en la amargura de su alma, su Hacedor escuchará
su imprecación. Hazte querer de la asamblea, ante un grande baja tu cabeza.
Inclina al pobre tus oídos, responde a su saludo de paz con dulzura. Arranca
al oprimido de manos del opresor, y a la hora de juzgar no seas pusilánime.
Sé para los huérfanos un padre, haz con su madre lo que hizo su marido. Y
serás como un hijo del Altísimo; él te amará más que tu madre" (Si 4,4-10).
Job, hombre justo y feliz, se abandonaba a la esperanza de un futuro pleno
de paz y tranquilidad: "Y me decía: anciano moriré, tras días incontables
como la arena. Mis raíces alcanzaban hasta las aguas y el rocío se posaba de
noche en mi ramaje. Mi gloria se renovaba en mí, y mi arco reforzaba su
fuerza en mi mano" (29,18-20). Job soñaba una muerte como la de los
patriarcas: "Abraham expiró y murió en buena ancianidad, viejo y lleno de
días, fue a juntarse con los suyos" (Gn 25,8). "Isaac expiró y murió, fue a
reunirse con los suyos, anciano y lleno de días. Le sepultaron sus hijos
Esaú y Jacob" (Gn 35,29). "Y habiendo acabado Jacob de hacer sus encargos a
sus hijos, recogió sus piernas en el lecho, expiró y se reunió con los
suyos" (Gn 49,33). Job, plantado junto a corrientes de agua, regado por la
benevolencia de Dios, no temía la sequedad de la vejez. El se decía: "El
justo florece como la palmera, crece como un cedro del Líbano. Plantado en
la Casa de Yahveh, da flores en los atrios de Dios nuestro. Todavía en la
vejez seguirá dando fruto, se mantendrá fresco y lozano, para anunciar lo
recto que es Yahveh: mi Roca, no hay falsedad en él" (Sal 92,13-16).
c) La cruz del presente
La evocación que hace Job de su felicidad le traiciona. Su yo emerge como
centro del mundo. Job es el objeto privilegiado de las atenciones de Dios,
es la fuente de todo bien para los demás. Job se reviste a sí mismo de
generosidad, de poder, de influencia y de prestigio. Aunque no olvide
atribuir a Dios sus méritos, todo gira en torno a la gloria de Job. Dios
mismo está a su servicio. Enumerando sus méritos ha revelado también su
secreto orgullo. El justo nunca se sitúa ante Dios como irreprochable.
Herido en su orgullo le resulta más insoportable la prueba del momento
presente. Sintiéndose justo reclama el derecho a una recompensa que se le
niega: "Esperaba la felicidad y ha venido la desgracia; aguardaba la luz y
ha venido la tiniebla" (30,26).
El sueño de Job se rompe con la miseria de su estado actual. El presente es
la negación de su esperanza. La ilusoria confianza de un futuro sereno y una
muerte tranquila en medio de los suyos queda truncada: "Yo en mi paz pensaba
muy seguro: Jamás vacilaré. Yahveh, con tu favor, me afianzabas sobre una
cima inexpugnable; pero escondiste tu rostro y quedé desconcertado" (Sal
30,7-8). Del corazón de Job brota la amarga elegía de su lamentación. Dios,
centro y fuente de su esperanza, se ha transformado en la raíz de su ruina.
Job ni le nombra. La tercera persona de los verbos hacen de él como una
fuerza anónima, hostil y escondida, que le persigue y aplasta. Más tarde Job
le identifica y le interpela en segunda persona. La humillación presente se
contrapone al prestigio pasado; la enemistad y abandono actual, a la estima
y afecto de antes; el sufrimiento corporal y la angustia interior, al
bienestar y felicidad anteriores.
Job al presente se siente humillado. El, el justo y estimado, está
circundado de los malvados, vagos y maleantes, que lo desprecian y se burlan
de él: "Mas ahora se ríen de mí los que son más jóvenes que yo, a cuyos
padres no juzgaba yo dignos de mezclar con los perros de mi grey. Aun la
fuerza de sus manos, ¿para qué me servía?; había decaído todo su vigor,
agotado por el hambre y la penuria. Roían las raíces de la estepa, lugar
sombrío de ruina y soledad. Recogían armuelle por los matorrales, eran su
pan raíces de retama. De entre los hombres estaban expulsados, tras ellos se
gritaba como tras un ladrón. Moraban en las escarpas de los torrentes, en
las grietas del suelo y de las rocas. Entre los matorrales rebuznaban, se
apretaban bajo los espinos. Hijos de abyección, sí, ralea sin nombre,
echados a latigazos del país. ¡Y ahora soy yo la copla de ellos, el blanco
de sus chismes! Horrorizados de mí, se quedan a distancia, y sin reparo me
escupen a la cara" (30,1-10).
Job, antes honrado por hombres nobles, que lo reconocían como jefe
indiscutible, y por los pobres, que lo bendecían como bienhechor, ahora se
encuentra despreciado por hombres viles, que merodean por las afueras de la
ciudad, donde Job, golpeado por la enfermedad ha ido a parar. Muchachos y
chiquillos se burlan de él, le desprecian e insultan. En los oídos de Job
resuenan las palabras de desprecio que Nabal, el necio, como indica su
nombre, dirige a David: "¿Quién es David y quién es el hijo de Jesé? Abundan
hoy en día los siervos que huyen de sus señores. ¿Voy a tomar acaso mi pan y
mi vino y las reses que he sacrificado para los esquiladores y se las voy a
dar a unos hombres que no sé de dónde son?" (1Sm 25,10-11). Dios ha aflojado
la cuerda que sostenía la tienda de Job y nadie le respeta. Sin pudor alguno
le insultan y atacan. Todos se aprovechan de su debilidad: "Porque él ha
soltado mi cuerda y me maltrata, ya tiran todo freno ante mí. Una ralea se
alza a mi derecha, exploran si me encuentro tranquilo, y abren hacia mí sus
caminos siniestros. Mi sendero han destruido, para perderme se ayudan, y
nada les detiene; como por ancha brecha irrumpen, se han escurrido bajo los
escombros" (30,11-14).
Con Dios a su derecha, antes, Job no vacilaba (Sal 16,8). Pero Dios ha
dejado inerme a su aliado y ha dado la señal de asalto al enemigo. Job se
siente aterrorizado ante el enemigo, que le persigue sin tregua y en forma
misteriosa. En el fondo de su ser se ve consumido, como un cadáver. Su mente
se siente invadida de terrores, sin que pueda librarse de ellos. La
felicidad se ha evaporado como una nube. La noche no es reposo, sino
presagio de la muerte: "Los terrores se vuelven contra mí, como el viento mi
dignidad es arrastrada; como una nube ha pasado mi ventura. Y ahora en mí se
derrama mi alma, me atenazan días de aflicción. De noche traspasa el mal mis
huesos, y no duermen las llagas que me roen. Con violencia agarra él mi
vestido, me aferra como el cuello de mi túnica. Me ha tirado en el fango,
soy como el polvo y la ceniza" (30,15-19). El dolor le atenaza, día y noche
le tortura. Sobre todo de noche, cuando el dolor le envuelve y le penetra,
como asaltado por el enjambre de animales roedores que la noche cobija. En
la soledad y el silencio de la noche la sensación del dolor se exacerba. La
noche se hace presagio de la muerte que ya ha hecho presa de su cuerpo para
no soltarlo. Fango, polvo y ceniza son ya los precursores de la muerte.
Y lo peor de todo es que Dios, antes tan cercano y familiar, se ha vuelto
contra él, está detrás de las burlas y desprecio, mueve la persecución
contra él, es el causante de sus penas y dolores. La hostilidad de Dios es
la causa de todas sus desgracias. Dios se ha aliado con todas las fuerzas
del cosmos para destruirle. No escucha ni sus súplicas ni sus protestas.
Está mudo e indiferente ante su sufrimiento. Dios se ha convertido en su
adversario. Job, encarándose con Dios, le interpela directamente, como
responsable de la situación actual: "Grito hacia ti y tú no me respondes, me
presento y no me haces caso. Te has vuelto cruel para conmigo, tu mano
vigorosa se ceba en mí. Me llevas a caballo sobre el viento, me zarandeas
con la tempestad. Pues bien sé que me conduces a la muerte, al lugar de cita
de todo ser viviente" (30,20-23). A caballo, en alto, Dios expone a Job a
toda la furia del huracán. Expuesto a la vehemencia de Dios, el hombre es
sacudido, derribado a tierra con la violencia de la tormenta. ¡Terrible
cercanía de Dios, que hace cabalgar al hombre sobre el viento, el carro con
que Dios se desplaza!
Job, más tarde, comprenderá que en la tempestad Dios se le hace presente,
palpable, audible. La agitación tormentosa, que conmueve todo su ser, no es
más que la invitación de Dios a volar con él en un viaje divino. Un día
bendecirá a Dios por ello: "¡Alma mía, bendice a Yahveh! ¡Yahveh, Dios mío,
qué grande eres! Vestido de esplendor y majestad, arropado de luz como de un
manto, tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda, levantas sobre las
aguas tus altas moradas; haces de las nubes tu carro y te deslizas sobre las
alas del viento" (Sal 104,3). Ahora Job sólo ve que Dios "por su cólera e
indignación, le ha alzado en vilo y lo ha arrojado en el polvo" (Sal
102,11). Dios devuelve lo suyo a la tierra, el hombre de polvo al polvo: "Tú
reduces al polvo a los hombres, diciendo: ¡Tornad, hijos de Adán!" (Sal
90,3), "escondes tu rostro y se anonadan, les retiras el soplo, y expiran y
retornan a ser polvo" (Sal 104,29). La muerte es el lugar de cita para todos
los hombres: "Una generación se va y otra generación viene", pero "todos
caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo y todos vuelven al polvo" (Qo
1,4; 3,20; Cf Ez 32,16-31).
Dios ha querido ser el guardián del hombre (7,20) para salvarlo y no para
espiar sus actos y gestos, pues ha hecho a Job objeto de su gracia (hesed)
(10,12). Dios no puede destruir lo que ha amado. ¿De qué le serviría al
hombre verse amado por Dios, si no es para siempre? ¿Sería divino el hesed
si fuera sólo provisional, mientras la muerte es definitiva? (30,23). El
grito de Job es el grito de todo hombre, que interpela a Dios desde el
dolor: "¿Por qué, oh Dios, me has abandonado? ¿Hasta cuándo, Dios mío? ¿Por
qué retraes tu mano izquierda? (Sal 74,1.10-11). El grito de Job llega hasta
el grito de Cristo en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?" (Mt 27,46).
Job, ahagándose en el mar de la muerte, grita pidiendo auxilio, pero nadie
le tiende la mano, nadie escucha su grito: "Y sin embargo, ¿he vuelto yo la
mano contra el pobre, cuando en su angustia reclamaba justicia? ¿No he
llorado por el que vive en estrechez? ¿no se ha apiadado mi alma del
mendigo? Yo esperaba la dicha, y llegó la desgracia, aguardaba la luz, y
llegó la oscuridad. Me hierven las entrañas sin descanso, me han alcanzado
días de aflicción. Sin haber sol, ando renegrido, me he levantado en la
asamblea, sólo para gritar. Me he hecho hermano de chacales y compañero de
avestruces. Mi piel se ha ennegrecido sobre mí, mis huesos se han quemado
por la fiebre. ¡Mi cítara sólo ha servido para el duelo, mi flauta para la
voz de plañidores!" (30,24-31). La mano tendida, en espera de auxilio, ha
quedado sin respuesta. La esperanza ha sido vana, lo mismo que la de los
malvados: "Esperábamos la luz, y hubo tinieblas, la claridad, y anduvimos en
oscuridad. Palpamos la pared como los ciegos y vacilamos como los que no
tienen ojos. Tropezamos al mediodía como si fuera al anochecer, y habitamos
entre los sanos como los muertos. Todos nosotros gruñimos como osos y
zureamos sin cesar como palomas. Esperamos el derecho y no hubo, la
salvación, y se alejó de nosotros" (Is 59,9-11). Acosado por dentro y por
fuera, Job no puede refugiarse en su interior ni esperar la liberación en un
futuro inmediato. Más bien se le viene encima un futuro trágico. Ya planean
sobre él chacales y avestruces.
d) La esperanza del futuro
Job apela a Dios contra Dios. Jura ante Dios "que ve los caminos y cuenta
los pasos". Ante Dios examina su conducta y no encuentra falta alguna. Bajo
juramento se declara inocente. El juramento ante Dios, cuya "sublimidad teme
y respeta", es la prueba de su sinceridad. El ni siquiera ha puesto sus ojos
sobre una virgen: "Había hecho yo un pacto con mis ojos, y no miraba a
ninguna doncella. Y ¿cuál es el reparto que hace Dios desde arriba, cuál la
suerte que manda Sadday desde la altura? ¿No es acaso desgracia para el
inicuo, tribulación para los malhechores? ¿No ve él mis caminos, no cuenta
todos mis pasos?" (31,1-4). Job, para asegurar la paz interior, de donde
brotan todas las maldades, ha sometido los sentidos a las exigencias
morales. Dominando los ojos ha evitado dejarse arrastrar por el deseo: "No
te quedes mirando a doncella, para no quedar preso en sus redes. No te
enredes con prostituta, para no perder tu herencia. No andes fisgando por
los calles de la ciudad, ni divagues por sus sitios solitarios. Aparta tu
ojo de mujer hermosa, no te quedes mirando la belleza ajena. Por la belleza
de la mujer se perdieron muchos, junto a ella el deseo se inflama como
fuego" (Si 9,5-8). Job no es como los que "se comen con los ojos a las
mujeres" (2Pe 2,14). Pues "todo el que mira a una mujer con deseo ya ha
adulterado en su corazón" (Mt 5,28). Y los deseos de los ojos no se reducen
al campo sexual, sino que abarcan cuanto excita la codicia: "De cuanto me
pedían mis ojos, nada les negué ni rehusé a mi corazón ninguna alegría" (Qo
2,10). Tras los ojos se van las manos, como le sucedió a Acán: "Vi entre el
botín un hermoso manto de Senaar, doscientos siclos de plata y un lingote de
oro de cincuenta siclos de peso, se me fueron tras ellos los ojos y los
tomé" (Jos 7,21).
Del interior dominado de Job no ha brotado la maldad. No ha mentido
(31,5-8), no ha adulterado (31,9-11), no ha cometido injusticia alguna
contra los esclavos (31,13-15) ni contra los pobres (31,16-23). No ha
entregado su corazón a las riquezas (31,24-25) ni a la idolatría (31,26-28).
No se ha dejado llevar por el odio (31,29-30) ni ha violado las leyes de la
hopitalidad (31,31-32). No ha caído en la hipocresía, sino que ha confesado
públicamente sus culpas (31,33-34) ni se ha aprovechado de nadie (31,38-40).
Terminado su descargo de inocencia, Job apela a Dios para que lo selle o le
condene: "¡Oh! ¿quién hará que se me escuche? Esta es mi última palabra:
¡respóndame Sadday! El libelo que haya escrito mi adversario pienso llevarlo
sobre mis espaldas, ceñírmelo igual que una diadema. Del número de mis pasos
voy a rendirle cuentas, como un príncipe me llegaré hasta él" (31,35-37).
Job, seguro de su inocencia, ya exhibe las insignias de su victoria. Job se
alza, como un príncipe, del basurero y avanza victorioso, a la espera de la
respuesta de Dios. Job, por una intuición fulgurante, se siente seguro de sí
mismo y de Dios. Dios no ama a los impíos; un impío no se atrevería a
comparecer ante Dios. Job se atreve a comparecer ante su presencia, a darle
cuenta de sus pasos. Luego, se siente salvado. La inocencia que reivindica
Job no es la justicia de la ley. Job, rechazando el mal en su corazón, se
siente en comunión con Dios, se siente acogido, como un príncipe, por Dios,
como el padre de la parábola evangélica acoge al hijo pródigo.
Job nos hace asistir a una distorsión de la anámnesis. En vez de engendrar
progresivamente, como en los salmos, la acción de gracias, Job se afianza en
el intento desesperado de que Dios le declare inocente. La culpabilidad, mal
situada por los amigos, no es asumida por Job, que la rechaza en bloque. Job
se mantiene fijo, de forma casi obsesiva, en la contemplación de su imagen.
La autocomplacencia del comienzo de su discurso se refuerza tras su examen
de conciencia. Desde esa autocomplacencia se permite dictar a Dios la forma
en que debe proceder. Ya celebra su victoria antes de que Dios dicte
sentencia. Con orgullo blande el trofeo de la justicia que ha logrado
alcanzar por sí mismo.
Esto es lo que dicen sus palabras. Pero bajo ellas late oculta una secreta
esperanza. Job, antes de poner punto final a sus palabras, provoca una vez
más a Dios para acercarse a él, para obligarle a salir de su ocultamiento y
de su silencio. En el mismo momento en que reafirma orgullosamente su propia
justicia y parece poner toda su confianza en sí mismo, se pone en marcha
hacia Dios, el único que tiene en sus manos el juicio. No le basta su
justicia, necesita la justicia que viene de Dios. Es lo que proclama Pablo:
"A mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por un tribunal
humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me
reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no
juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los
secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los
corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le
corresponda" (1Co 4,3-5).
Job, ahondando en su corazón gracias al sufrimiento, ha encontrado en su
interior la imagen de Dios. Se sabe obra de las manos de Dios, creado,
modelado por él. Esta sintonía con Dios le certifica que Dios no puede
quedar indiferente ante su dolor. Dios no es un extraño, es su creador, su
padre, su defensor. Job con sus desafíos, combatiendo con Dios, le está
forzando a ser Dios, a manifestarse como Dios. Dios es aquel por quien Job,
que hubiera podido no existir, existe. Y si Dios le ha amado sacándolo de la
nada a la existencia, Dios es el defensor, el garante de su vida. No puede
permitir que se la arrebate la muerte, devolviéndola a la nada. Tras el
combate de toda la noche, como para Jacob, despunta el alba. La noche es el
camino del día. Renunciando a su vida, sin doblegarse al Dios interesado que
le presentan los amigos, la salva. La fe mueve montañas, hace caminar sobre
las aguas del mar, vence la muerte.
Dios es un ser personal; nada tiene que ver con una ley fija, inflexible,
impersonal. Los celos de Dios, su ternura, su impotencia ante la
inconstancia de su amada Israel marcan las relaciones increíbles de Dios y
su pueblo. Su potencia y la debilidad de su amor son una misma realidad.
Dios, como ser personal, es imprevisible, rico en perdones. Entrar en
comunión con él es abrirse a lo sorprendente, a lo nuevo, a lo inesperado.
La fe en Dios engendra la esperanza. Y fe y esperanza son fruto del amor
desbordante, que une a Dios con el hombre. El ateo dice: si Dios existiera,
no permitiría el mal. El creyente, desde su experiencia existencial, puede
decir: sin el mal, Dios no existiría. Es el sufrimiento el que nos abre el
camino para el encuentro con Dios. El camino tortuoso y atormentado ha
llevado a Job a los umbrales de Dios. El mal, escándalo para los religiosos
y necedad para los sabios, es sabiduría y fuerza de Dios para los creyentes
(1Cor 1,24). La religión interesada de los amigos sigue los razonamientos de
Satán y no los de Dios (Mt 16,23). Especialistas en el poder de Dios, los
sabios no han visto al Dios del poder. Los atributos de Dios les han
ocultado a Dios mismo. La ley no salva. Sólo la gracia rompe los límites del
hombre y le abre al don de Dios, que supera todo lo que el hombre imagina o
espera.
"Aquí terminan las palabras de Job" (31,40). Job calla y espera la respuesta
de Dios.