Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
a) Brecha sobre brecha: 16,1-17
b) ¡Tierra, no cubras mi sangre!: 16,18-17,21
c) Dios defensor de Job contra Dios: 17,3
d) El malvado cae en sus mismas redes: 18,1-21 69
7. DIOS: JUEZ, ACUSADO, TESTIGO Y DEFENSOR
a) Brecha sobre brecha
Job, decepcionado de los amigos, cuyos razonamientos no tocan lo más mínimo
su corazón amargado por el sufrimiento, responde atacándoles una vez más.
Job se indigna contra el falso pietismo de los amigos. Sus sofismas no son
"consolaciones de Dios", sino que le dan náuseas y fastidio: "¡He oído
muchas cosas como ésas! ¡Consoladores funestos sois todos vosotros!¿No
acabarán esas palabras de aire? También yo podría hablar como vosotros, si
estuvierais en mi lugar; contra vosotros ordenaría discursos, meneando por
vosotros mi cabeza; os confortaría con mi boca, y no dejaría de mover los
labios. Mas si hablo, no cede mi dolor, y si callo, ¿acaso me perdona?"
(16,2-6). Job está cansado de oír lo que dicen los amigos. Por su tono,
contenido y repetición se han vuelto "consoladores importunos". Job se
lamenta como el salmista: "Espero compasión y no la hay, consoladores y no
los encuentro" (Sal 69,21). Si se invirtieran los papeles, también él podría
hablar como ellos. ¿Por qué no intentan ponerse en su lugar, para
comprenderlo y sentir algo de compasión por él? La compasión se expresa
mejor con el silencio que con palabras vacías.
Y de los amigos, Job salta a Dios, su verdadero adversario, que se ha
lanzado contra él y le aplasta bajo el peso del dolor. Mientras el salmista
se dirige a Dios motivando su súplica de auxilio con el cuadro de sus
desventuras y de la agresión de sus enemigos, Job se dirige a Dios para
quejarse, porque es Dios su enemigo. Elifaz le había acusado de "eliminar la
oración" y es que Job sustituye la súplica con quejas dolorosas y amargas:
"Ahora me tienes ya extenuado; tú has llenado de horror a toda la reunión
que me acorrala; mi calumniador se ha hecho mi testigo, se alza contra mí, a
la cara me acusa; su furia me desgarra y me persigue, rechinando sus dientes
contra mí. Mis adversarios aguzan sobre mí sus ojos, abren su boca contra
mí. Ultrajándome hieren mis mejillas, a una se amotinan contra mí. A
injustos Dios me entrega, me arroja en manos de malvados. Estaba yo
tranquilo cuando él me golpeó, me agarró por la nuca para despedazarme. Me
ha hecho blanco suyo: me cerca con sus tiros, traspasa mis entrañas sin
piedad y derrama por tierra mi hiel. Abre en mí brecha sobre brecha, irrumpe
contra mí como un guerrero. Yo he cosido un sayal sobre mi piel, he hundido
mi frente en el polvo. Mi rostro ha enrojecido por el llanto, la sombra
recubre mis párpados" (16,7-16).
La queja de Job contra Dios alcanza aquí el paroxismo. Se suceden cuatro
imágenes para presentar la rabia que mueve a Dios, a quien no nombra, a
buscar su destrucción. Dios se muestra como una fiera que desgarra, como un
triturador de cráneos, como un arquero que dispara tranquilamente contra un
blanco y como un guerrero que se lanza al asalto. Job hunde su cuerno en el
polvo como un toro herido de muerte y siente que la desesperación se agarra
para siempre a su ser lo mismo que el vestido de luto está cosido a su piel.
Para explicar sus sufrimientos, pone en Dios las pasiones que en el hombre
acompañan el recurso a la fuerza. Provocar a Dios y herirle en su honor es
para Job una manera de llegar hasta él. Su reacción se sitúa, pues, en el
lado opuesto a la blasfemia, que es siempre el deseo de la ruptura con Dios.
Job busca el diálogo siempre, aunque sea bajo la forma vehemente del
desafío.
Job se repliega sobre sí mismo, sobre su dolor y frustración hasta sentir
que ha perdido la esperanza. Dios reduce al silencio el testimonio de Job.
El dolor es la única realidad permanente, indiferente al silencio y al
hablar. El hablar no calma el dolor ni el callar lo espanta. Dios lo ha
instalado en su carne hasta rendirlo. La dolencia se alza como testigo
contra Job y le acusa públicamente. Todos me "estiman herido de Dios y
leproso" (Is 53,4). "Cruelmente se burlan de mí rechinando los dientes de
odio" (Sal 35,16). Lo grave es que Job dirige estos reproches a Dios, su
enemigo declarado. Lo que en los salmos es motivo de súplica, aquí es causa
de acusación a Dios, que dirige el acoso de los malvados contra él. Acosado,
es el blanco inocente de todas las flechas. Condenado a muerte, Job hace
duelo por sí mismo. Ve su fin inexorable, impotente para anular su lenta
ejecución. Sus ojos se velan por la sombra que le va cubriendo. Lo último
que contempla es su inocencia y le brota el grito que pide justicia.
b) ¡Tierra, no cubras mi sangre!
Como Dios desbarata su testimonio, Job impreca a la tierra, esperando que
sea su aliada contra Dios. Viéndose a las puertas de la muerte, Job desea
que la tierra se niegue a cubrir su sangre de modo que ésta siga gritando el
escándalo de su dolor. La sangre de Job se eleva al cielo como un grito de
angustia, pidiendo un intermediario, que frene y aplaque la ira de Dios:
"¡Tierra, no cubras tú mi sangre, y no quede en secreto mi clamor! Ahora
todavía está en los cielos mi testigo, allá en lo alto está mi defensor, que
interpreta ante Dios mis pensamientos; ante él fluyen mis ojos: ¡Oh, si él
juzgara entre un hombre y Dios, como entre un mortal y otro mortal!"
(16,18-21). Job, aplastado contra el polvo, ve correr su sangre inocente
como la de Abel y espera que "grite al cielo desde la tierra" (Gn 4,10). "La
tierra, dice Isaías, descubrirá la sangre derramada y no ocultará más sus
muertos" (Is 26,21). Job retuerce los textos e invoca a la tierra para que
ella clame contra Dios, su adversario. ¿Pero a quién gritará la tierra si
Dios es el culpable? A Dios mismo. Job, en su inspiración profética, pide a
Dios que sea, no sólo juez, sino testigo y defensor del hombre contra él
mismo. De Dios sólo nos puede defender Dios.
Job, que ha experimentado el Dios benévolo, se dirige a él, para que le
defienda del Dios enemigo, que ahora experimenta en su vida. El memorial de
los acontecimientos salvíficos es el remedio para no sucumbir en el momento
de la prueba. Job rechaza los razonamientos consolatorios de los amigos. Si
Dios es quien le hiere, sólo Dios le puede curar. El deseo de Job es hacer
coincidir las dos imágenes de Dios: un Dios que, continuando justo, pague él
mismo la deuda del hombre: "Coloca, pues, mi fianza junto a ti, ¿quién, si
no, querrá chocar mi mano?" (17,3). Job atraviesa el sinsentido sin
detenerse en él, afirmando su esperanza: hay en los cielos un testigo
dispuesto a intervenir en su favor. Este testigo es Dios mismo y él es el
único que puede arbitrar en el debate con equidad. El es el único ante quien
el desventurado puede llorar sin avergonzarse. En el momento mismo en que
Job acepta mirar hacia Dios le brota la esperanza, incluso antes de que su
sufrimiento haya recibido la más pequeña explicación.
Cuando el sumo inocente muera, su sangre "clamará mejor que la de Abel" (Hb
12,24) y el Padre lo resucitará venciendo la muerte. Cristo no suprime el
grito de Job, del hombre, le da una respuesta. Cristo es la fianza del
Padre, puesta junto a él, en favor de todos los hombres. A la voz de la
sangre derramada en tierra responde en el cielo un mediador que conoce el
dolor del hombre y su inocencia. Hay "un arbitro entre nosotros y Dios que
puede poner la mano sobre ambos" (9,33): "Ahora todavía está en los cielos
mi testigo, allá en lo alto está mi defensor, que interpreta ante Dios mis
pensamientos; a él se dirigen mis ojos" (16,19-21).
Job no sabe lo que dice, pero un día Cristo defenderá al hombre porque no
sabe lo que hace. La situación de Job exige una respuesta urgente. Está al
borde de emprender el viaje sin retorno. Lo ha empeñado todo, hasta el
aliento, y el plazo llega a su fin. Sólo Dios puede salir fiador por él:
"Pues mis años futuros son contados, y voy a emprender el camino sin
retorno. Mi aliento se agota, mis días se apagan, sólo me queda el
cementerio" (16,22-17,1). Job, deudor de la vida ante Dios, no le queda
tiempo para pagar la deuda. No le queda ya ni la respiración. ¿A dónde
volverse más que a Dios, que sigue callado? Sólo a Dios puede volver su
mirada y su súplica: "Depón entonces una fianza por mí ante ti mismo. ¿Quién
si no chocaría mi mano?" (17,3). Puesto que nadie quiere salir fiador de
Job, Dios mismo realiza ese gesto (Is 38,14; Sal 119,122). Dios será el
garante de su siervo, sustituyendo a Job, asumiendo sobre sí la
responsabilidad en litigio. Dios será a la vez el que da y el que recibe la
fianza. En ausencia de todo fiador humano, pide a Dios que haga de mediador
entre los dos. La tradición profética ya lo había anticipado, al repetir que
la vuelta a Dios se haría por medio de Dios (Lam 5,21; Jr 31,18). Dios mismo
creará las condiciones del retorno a él; se comprometerá por el hombre
chocando su mano con él. Su súplica, aparentemente absurda, es que Dios
salga fiador ante el acreedor, que es Dios mismo. Es el misterio de Dios, a
quien Job desdobla paradójicamente. Job invoca a Dios contra Dios, confía en
Dios contra Dios. En la alianza de Dios con Abraham, entre los animales
partidos, sólo pasa Dios. Dios es garante de la alianza por parte suya y por
parte del hombre. Dios no falla, pero si falla el hombre es Dios quien paga.
Cristo, Dios hecho hombre, paga las deudas del hombre, muriendo como las
víctimas del pacto.
Job, en su locura, penetra el misterio de Dios y asume el papel del justo
calumniado y perseguido: "¿Hasta cuándo, Yahveh, me olvidarás? ¿Por siempre?
¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo tendré congojas en mi
alma, en mi corazón angustia, día y noche? ¿Hasta cuándo triunfará sobre mí
mi enemigo? ¡Mira, respóndeme, Yahveh, Dios mío! ¡Ilumina mis ojos, no me
duerma en la muerte, no diga mi enemigo: ¡Le he podido! ¡No exulten mis
adversarios al verme vacilar!" (Sal 13,2-5). "En esto conoceré que me amas:
en que mi enemigo no canta victoria" (Sal 41,12).
La súplica le sale atropellada, pues su situación es trágica. Si Dios no le
hace justicia morirá como culpable y será el hazmerreír de todos: "¿No estoy
a merced de las burlas, y en amarguras pasan mis ojos las noches? Coloca,
pues, mi fianza junto a ti, ¿quién, si no, querrá chocar mi mano? Tú has
cerrado su mente a la razón, por eso ninguna mano se levanta. Como el que
anuncia a sus amigos un reparto, cuando languidecen los ojos de sus hijos,
me he hecho yo proverbio de las gentes, alguien a quien escupen en la cara.
Mis ojos se apagan de pesar, mis miembros se desvanecen como sombra. Los
hombres rectos se asombran al verlo, el inocente se indigna contra el impío;
pero el justo se afianza en su camino, y el de manos puras redobla su
fortaleza" (17,2-9).
Job se calma tras su desahogo y vuelve a caer sobre sí mismo. Los días pasan
con las faenas cotidianas. Con planes y deseos, el hombre anticipa su tiempo
y le imprime una dirección. Al fracasar sus planes, la vida pierde su
sentido. Entonces al hombre le brota la angustia, el deseo de prolongar su
vida, para realizar sus proyectos o simplemente para seguir viviendo. Casi
siempre la vida alargada se vuelve un ir tirando, un seguir viviendo, un ver
pasar los días. Job se rebela contra ello. Quiere arrancar la luz de las
tinieblas, como renovada creación. Desea romper la noche, que el día cante
victoria sobre ella. En el crepúsculo de su vida añora la aurora. Pero le
falla el pulso y exclama: ¡Nada espero! Lo acogedor, su familia, ahora es la
muerte y el sepulcro. Son los únicos que no le abandonan. Con el salmista se
dice: "Tengo mi cama entre los muertos, como las víctimas que yacen en el
sepulcro" (Sal 88,6). Su "esperanza son los gusanos" (Si 7,17): "Mis días
han pasado con mis planes, se han deshecho los deseos de mi corazón. Algunos
hacen de la noche día: se acercaría la luz que ahuyenta las tinieblas. Mas
¿qué espero? Mi casa es el Seol, en las tinieblas extendí mi lecho. Y grito
a la fosa: ¡Tú mi padre!, a los gusanos: ¡Mi madre y mis hermanos!"
(17,11-14).
¿Qué esperanza le queda a Job? La busca, preguntando: ¿quién la ha visto?
Parece que espera encontrarla. ¿Espera contra toda esperanza? De momento la
esperanza es del hombre con vida, pues al retornar al polvo la esperanza es
enterrada con él. Desde su llamada al cielo y a la tierra, Job ha descendido
a lo más bajo: "¿Dónde está, pues, mi esperanza? Y mi felicidad ¿quién la
divisa? ¿Van a bajar conmigo hasta el Seol? ¿Nos hundiremos juntos en el
polvo?" (17,15-16). La kénosis de Job sigue hundiéndolo. Pero aún quedan en
pie los interrogantes. No ha terminado todo.
c) Dios defensor de Job
contra Dios
En un proceso normal hay un acusado, un juez, unos testigos y un defensor.
En este esquema se mueven los amigos: Job es el acusado; Dios, el juez; los
amigos son los testigos que secundan la investigación del juez. Falta el
defensor, pero el propio acusado, Job, asume su defensa, sin aceptar el
esquema de los amigos. Trastrueca los papeles. Dios sigue siendo el juez; es
omnipotente y omnisciente y su sentencia será ejecutada. Pero, dado que
penetra el alma de Job con toda transparencia, Dios se convierte en testigo
de la inocencia de Job. Y como no hace nada por concederle su derecho, aun
conociendo perfectamente su inocencia, Dios pasa a ser el único acusado. Y
finalmente, por un cambio de su ser, se transformará en el único defensor de
Job, a quien él mismo ha causado tanto mal.
"El es mi juez" (9,5), que me "cita a juicio" con él (14,3) y "ejecutará mi
sentencia, como tantos otros decretos suyos que tiene pensados"(23,13-14).
El es también mi testigo: "¿No ve él mi conducta, no cuenta todos mis
pasos?". Dios es también el acusado, pues "es él quien me ha trastornado
envolviéndome en sus redes" (19,5-6.21). Pero Job sabe que entre Dios y él
existe una íntima filiación, una ternura inaudita, una unión indisoluble de
amor: "Desde mi infancia, Dios me ha criado como un padre, me ha guiado
desde el seno materno" (31,18). "El me creó en el seno materno" (31,15) y,
como un artista, está enamorado de la obra de sus manos (10,3): "Tus manos
me modelaron... Recuerda que me hiciste de barro... ¿No me vertiste como
leche?, ¿no me cuajaste como queso?, ¿no me cubriste de carne y piel?, ¿no
me tejiste de huesos y tendones? ¿No me otorgaste vida y favor, y tu
providencia no custodió mi espíritu?" (10,8-12). El Creador, como lo evoca
Job, está fascinado por su obra. La solicitud de Dios, vigilando los pasos
de Job, ¿no es expresión de este cuidado de Dios por la obra de sus manos?
Por dos veces Job se lo "recuerda" a Dios (7,7;10,9). Si, obra de Dios,
vuelve al polvo, Dios con añoranza "lo buscará" (7,21). Esta relación de
Dios con el hombre, que Job no puede olvidar y dejar de añorar -"¡Quien me
diera volver a los viejos días, cuando Dios velaba sobre mí, cuando su
lámpara brillaba sobre mi cabeza y a su luz cruzaba las tinieblas! Cuando
Dios protegía mi tienda y estaba conmigo" (29,2-5)- da un vuelco a todo el
proceso. Job ve a Dios como su único defensor: "Sé tú mi fiador ante ti
mismo, pues ¿quién si no será mi garante?" (17,3). Es el absurdo de la fe.
El juez es llamado a ser el fiador, el defensor del hombre.
Es el vuelco de la historia, que tantas veces testimonia la Escritura. Dios,
que ha hundido a Jerusalén en la ruina, "cambiando", le anuncia: Jerusalén,
ya no te llamarán "Abandonada" ni a tu tierra "Devastada". A ti te llamarán
"Mi favorita", y a tu tierra, "Desposada" (Is 62,4). Aquel día me
compadeceré de "No compadecida" y diré a "No-mi-pueblo" "eres mi pueblo", y
él responderá: "Dios mío" (Os 2,23.25). Sobre el juicio se alza la aurora de
la esperanza. "¡Qué alegría, dice San Agustín, tener por juez a tu mismo
defensor!". Job, desde la memoria de la comunión con Dios, puede confesar:
"Yo sé que mi Defensor vive, que él, el último, se alzará sobre el polvo.
Tras mi despertar me alzará junto a él y con mi propia carne veré a Dios.
Sí, yo mismo lo veré, mis ojos lo verán, no otro" (19,25-27). Ser rescatado
es ser devuelto a su condición primera, a su parentesco, después de haber
sido excluido por la opresión de una ley de esclavitud.
Dios, en último término, se alzará como defensor de Job contra Dios
acusador. Job, victorioso, exclama: "A partir de ahora, tengo en los cielos
un testigo y en la altura mi defensor, el que interpreta mis pensamientos
ante Dios, y ante quien se derraman mis lágrimas. Que él juzgue entre hombre
y Dios, como se juzga un pleito entre hombres" (16,19-21). El defensor es lo
suficientemente humano como para comprender el significado de las lágrimas.
Puede comprender al hombre porque conoce todos sus sufrimientos. Y es
talmente Dios que puede pleitear con Dios a la par, siendo igual que él.
Dios y hombre verdadero es el Mediador entre Dios y los hombres: "Teniendo,
pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos -Jesús, el Hijo de Dios-
mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote
que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, habiendo sido probado en
todo igual que nosotros" (Hb 4,14-15).
El Dios de los amigos, el Dios de la lógica, no podía ser acusado y
defensor; se contentaba con tomar nota de las declaraciones de los testigos
y ver por sí mismo gracias a su omnisciencia, y después aplicar la sentencia
condenatoria según su omnipotencia. No era sino juez. Job hace estallar por
los aires el proceso. Dios es para él juez, acusado, testigo y defensor a la
vez. De este modo salta la justicia humana. Dios es Dios. Y lo imposible
para los hombres es posible para Dios. "Porque cuanto distan los cielos de
la tierra, así distan mis caminos de los vuestros y mis pensamientos de los
vuestros" (Is 55,9).
d) El malvado cae en sus
mismas redes
En el sucederse de las réplicas a Job, de nuevo le toca el turno a Bildad,
que repite sus argumentos. Job concluye su discurso hundiéndose en la tumba
sin esperanza. Y Bildad responde presentándole el cuadro amenazador del
malvado. Si Job no ha respondido a las palabras de Sofar que le animaba a la
esperanza mostrándole el cuadro del inocente o del convertido, Bildad prueba
a convencerle con las amenazas. Lo malo es que sus palabras suenan a lección
bien aprendida, pero inadecuada para el momento. Los castigos futuros del
malvado, Job, inocente, los está ya sufriendo. Bildad, como discípulo
diligente, suelta su discurso sin percatarse de que sus palabras le
describen a él y a los otros dos amigos más que a Job: "¿Hasta cuando
andarás a la caza de palabras? Reflexiona y después hablaremos. ¿Por qué nos
consideras unas bestias y a tus ojos somos necios?" (18,2-3). Job no es un
cazador en busca de palabras sin contenido. No es el orador que busca la
frase con efecto para impresionar. Job da voz vibrante a los sentimientos de
su corazón. Desahoga la angustia interior que le provoca el sufrimiento. No
es "el necio que tiene la mente en sus labios", sino "el sabio que tiene los
labios en la mente" (Si 21,26).
Fray Luis de León comenta el exordio de Bildad, diciendo: "A Bildad le
parece que el no rendírseles Job nacía de no haberles entendido bien,
porque, a su juicio, era manifiesto que tanto castigo no lo daba Dios sin
pecado, pues no sería justo tratar así al inocente. Por eso le dice que se
le va todo en hablar y que, como no atiende lo que le dicen, no entiende.
Que lo entienda primero una vez y que después hable si tiene algo que
decir". Encasillado en su lógica racional, Bildad sólo ve desprecio en las
palabras de Job. Desprecio y arrogancia. Job se cree tan importante como si
por él fuera a cambiar el orden del mundo. Pues para Bildad cambiar el orden
de la retribución es cambiar el orden del mundo. Sin una justicia
garantizada por el cielo "tiemblan los cimientos del orbe" (Sal 82,5): "Oh
tú, que te desgarras con tu cólera, ¿la tierra acaso quedará desierta por tu
causa o se moverá la roca de su sitio?" (18,4).
Bildad encara a Job: Piensas y hablas de tu vida como si de ti dependiera la
salvación o perdición de todos. No porque tú mueras se va acabar el mundo.
¿Crees que cuando te alejes de la tierra se derrumbará el mundo como si tú
lo sostuvieras? Con tú pasión te podrás desgarrar a ti mismo, pero el mundo
sin ti seguirá igual su curso, las rocas no se moverán de su sitio... ¿Qué
hubiera dicho Bildad si hubiera contemplado la muerte del nuevo Job, Cristo,
cuando "el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo, tembló la
tierra y las rocas se partieron" (Mt 27,51)?.
Con este preámbulo, Bildad ha preparado el marco para su cuadro sombrío
sobre la suerte del malvado. Bildad toma los colores de su dibujo de la vida
del hogar. En casa del justo "ni de noche se apaga la lámpara" (Pr 31,18).
Al impío, en cambio, "le sobrevendrá de un momento a otro la quiebra, y va a
ser su quiebra como la de una vasija de alfarero, rota sin compasión, en la
que al romperse no se encuentra una sola tejoleta bastante grande para tomar
fuego del hogar" (Is 30,13-14). La lámpara del malvado se apagará
irremediablemente. Exito y felicidad no son realidades permanentes de los
impíos: "Sí, la luz del malvado ha de apagarse, ya no brillará su ardiente
llama. La luz en su tienda se oscurece, de encima de él se apaga la candela.
Se acortan sus pasos vigorosos, le pierde su propio consejo. Porque sus pies
le meten en la red, entre mallas camina. Por el talón le apresa un lazo, el
cepo se cierra sobre él. Oculto en la tierra hay un nudo para él, una trampa
le espera en el sendero" (18,5-10). El malvado, que pone trampas a los
demás, termina cayendo en sus propias redes.
Bildad, complacido de sí mismo, traza los rasgos oscuros del cuadro con las
desgracias de Job: el hogar abandonado, la enfermedad, los terrores
mensajeros de la muerte, los hijos perdidos. "Por todas partes le estremecen
terrores, y le persiguen paso a paso. El hambre es su cortejo, la desgracia
se adhiere a su costado. La enfermedad devora su piel, el Primogénito de la
Muerte roe sus miembros. Se le arranca de la paz de su tienda, para llevarlo
donde el Rey de los terrores. Se ocupa su tienda, ya no suya, se esparce
azufre en su morada. Por abajo se secan sus raíces, por arriba se marchita
su ramaje. Su recuerdo desaparece de la tierra, no le queda nombre en la
comarca. Se le arroja de la luz a las tinieblas, expulsado del mundo. Ni
prole ni posteridad tiene en su pueblo, ningún superviviente en sus moradas.
De su fin se estremece el Occidente, y el Oriente queda horrorizado"
(18,11-20). Bildad se detiene a respirar y concluye: "Tal es la morada del
malvado, el lugar del que no reconoce a Dios" (18,21).