JOB CRISOL DE LA FE:
6. ¿POR QUE ME OCULTAS TU ROSTRO? 12,1-15,35
Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
a) Dios ha quebrantado la justicia: 12,1
b) Abogados de Dios y fiscales del hombre: 12,2-13,5
c) Dios no necesita abogados: 13,6-22
d) La doxología de Job: 13,23-27
e) El hombre: leño carcomido: 13,28-14,22
f) ¿Corazón, ojos y boca contra Dios?: 15,1-35 63
6. ¿POR QUE ME OCULTAS TU ROSTRO?
a) Dios ha quebrantado la
justicia
El cuadro que Job traza de la vida del hombre pone en cuestión la bondad, la
santidad y la sabiduría de Dios. En esta constatación se basa su crítica de
la justicia de Dios. La existencia humana se muestra efímera. El hombre no
goza ni de la estabilidad de los cielos ni de la plenitud inagotable del
mar. Sin raíces en el mundo, el hombre ni siquiera tiene la esperanza
vegetal de sobrevivir por medio de sus retoños, pues en ninguna parte siente
el agua que le haría revivir (14,7-12). Flor que en un día se marchita, hoja
llevada por el viento, paja seca arrastrada por el más pequeño torbellino de
la vida (14,1-6), no tiene más consistencia que la de una sombra que huye.
Su vida es sólo viento (7,7), sus días se le escapan y deslizan como
planchas de papiro (9,25-26), ya que la permanencia es patrimonio exclusivo
de Dios.
La existencia humana es dolorosa. Para el hijo de mujer, la vida no es
solamente una huida indefinida, sino un trabajo de mercenario (7,1; 14,6). A
lo largo de sus meses de decepción y de sus noches de pena, el hombre no
podrá hacer otra cosa más que mascar el sufrimiento (7,3-4), sin poder
olvidar por un momento su dolor. Tampoco puede esperar nada de sus amigos,
que para librarse de la desdicha están dispuestos a escupir al rostro de los
desgraciados (17,6). Efímera y dolorosa, la existencia humana es
desesperante. El sufrimiento físico (7,5-6) y la inseguridad perenne
(7,4.14) crean la angustia y la mantienen en el hombre (7,11). Cuando a ello
se añade la soledad afectiva, el mutismo de Dios y el sentimiento deprimente
de que toda fidelidad conduce al fracaso, en el corazón humano no queda
sitio más que para el "sinsabor de la vida" (10,1; 7,15).
El empeoramiento sucesivo de la existencia paraliza la iniciativa del
creyente. Se instala en él el desánimo, que Job designa como "amargura del
alma y angustia del espíritu" (7,11; 10,1). La existencia no es ya más que
engaño y decepción. El justo que sufre se convierte en el hazmerreír, la
parábola viva del sinsentido de la vida (17,4-6). Y como es corto el camino
desde el no-sentido hasta el no-ser, cuando el desánimo ha destruido todo
impulso humano, el hombre desarraigado (14,7-10) y sin sentido prefiere la
extinción de la muerte (7,15) a una existencia falsa y absurda. Más valdría
"no haber sido" o "haber pasado del seno al sepulcro" (10,18-22). ¿Qué queda
por esperar de la vida? ¿Un momento de respiro, de libertad, mientras Dios
aparta su mirada? (7,19). ¿O quizás "un instante fugaz de alegría?"
(9,27;10,21). Pero, ¿que sería esa alegría sin relación con el resto de la
existencia?
La crítica que hace Job de la bondad, de la santidad y de la sabiduría de
Dios quebranta los fundamentos de la justicia. A los ojos de Job, Dios ha
sido el primero en traicionarle. No se ha mostrado fiel en su amor de
Creador (10,8). Más aún, incluso ese amor primero era engañoso, ya que el
empeño posterior en hacer morir las esperanzas del hombre (14,19) se muestra
más auténtico que el deseo de hacerle vivir. Dios, de este modo, ha
quebrantado la justicia.
La justicia (sedeq), en todas sus formas, tiene la raíz sdq, que evoca la
conformidad de un ser con lo que cabe esperar de él. Si se trata de seres
humanos, la justicia implica una relación entre ellos y significa la
fidelidad a un vínculo de persona a persona, vivido en las diversas
circunstancias de la vida. Este carácter personal explica que se pueda
hablar de justicia a propósito de Dios. Dios es justo con el hombre, no
porque se pliegue a ciertas normas, sino porque permanece fiel en la
relación que ha querido establecer con su pueblo y con todo creyente. Su
justicia, por tanto, es siempre salvífica. Incluso cuando Dios castiga a su
pueblo, su justicia se ordena a la salvación. Y si Dios se muestra justo con
el hombre, éste puede vivir justamente ante él, correspondiendo a lo que el
Dios de la alianza espera de él. La justicia del hombre es siempre una
justicia-respuesta: vivir como justo, para el hombre, es ajustarse a Dios.
Como dirá San Pablo, no hay justicia delante de Dios que no sea "justicia
que viene de Dios". En forma de protesta lo confiesa también Job. El mal
padecido no guarda ninguna proporción con la culpa; tampoco la inocencia
guarda proporción con la felicidad que se aguarda: "Aunque yo fuera justo,
¿de qué me valdría replicar? Tendría que suplicar a mi acusador"(9,15). "Sé
muy bien que es así: el hombre no puede justificarse ante Dios" (9,2). La
justicia del hombre es siempre insuficiente ante Dios: "lo sé, no me
consideras inocente" (9,28).
El drama, que vive Job, consiste en que Dios ha roto su justicia. ¿Cómo
reanudar con Dios los vínculos que él mismo ha roto? Job no se resigna al
sinsentido, a la ausencia de Dios. Desde el fondo de su ser anhela, implora,
sueña con reanudar el diálogo con Dios. Espera que Dios, que se ha alejado
de él, haga el camino de vuelta, se convierta a él de nuevo (13,20-22). Si
es verdad lo que le gritan los amigos que el sufrimiento es consecuencia de
una culpa, esa culpa sólo se debe imputar a Dios. Ya que ha sido Dios quien
ha roto el pacto, ¡que sea él quien busque al hombre! Job, desde su
inocencia, acusa a Dios: ¡Es él el culpable, que se convierta! En Cristo
Dios desciende a buscar al hombre, carga con el pecado, se hace pecado,
sufre la maldición del pecado, entra en la muerte y, con su resurrección,
restablece la alianza de Dios con los hombres.
Por debajo de las palabras, que se lleva el viento, de un desesperado
(6,26), se abre cauce la esperanza de Job. Aunque Dios permanece mudo a sus
gritos, Job camina en busca de Dios. Dios calla, pero Job percibe su mirada.
Esa mirada de Dios, cargada un tiempo de cariño y ahora fuente de terror,
buscará a Job hasta más allá de la muerte: "tus ojos estarán sobre mí y yo
ya no seré" (7,8). Es inconcebible que Dios "se acuerde" en vano y que su
hesed pueda llegar demasiado tarde. Anegados en la masa de lamentaciones,
los relámpagos de esperanza afloran en forma imprevisible apenas hay un
momento de humildad que logra abrir una fisura en la angustia de Job. Job
sabe que, si él tiene nostalgia de la ternura de Dios, también Dios "siente
nostalgia de la obra de sus manos" (14,15; 10,9-10) y, por ello, espera que
"se retirará su cólera" y, acordándose del hombre, lo hará vivir. Fiel a su
creación, se hará redentor del hombre (14,16-17). Dios será su testigo
(16,19), su fiador (17,3) y su redentor (19,25).
b) Abogados de Dios y
fiscales del hombre
Terminado el primer ciclo de discusiones, sigue el diálogo. Las ideas se
repiten y las distancias entre Job y los amigos se alargan. Job ha mantenido
la fe, sin maldecir a Dios, como pronosticaba Satanás; tampoco ha aceptado
las soluciones aprendidas, que los tres amigos han repetido. Job no ha
pedido perdón a Dios, pues, no sintiéndose pecador, pedir perdón sería pura
hipocresía, dando razón a Satanás. Su fe sería interesada y no gratuita.
Ahora toma de nuevo la palabra, comenzando por refutar la argumentación de
los amigos. La ruptura con ellos se hace explícita. Job, en vez de dejarse
juzgar por ellos, pasa a juzgarles. A los amigos, que se arrogan el
monopolio de la sabiduría, Job con ironía amarga les dice: "No hay duda de
que vosotros sois la raza con la que morirá la sabiduría" (12,2). Gregorio
Magno comenta: "Quien juzga que sólo él sabe, ¿qué piensa sino que con él
morirá esa sabiduría? Pues al negársela a otros y atribuírsela sólo a sí, la
encierra en el breve espacio de su vida".
Job ha sido acusado de palabrería por sus largos discursos, pero no le
importa. Ahora responde con un nuevo discurso aún más largo, de tres
capítulos. Los amigos cada vez le interesan menos y les tiene menos en
cuenta. Job sintetiza toda la actividad sapiencial en tres palabras:
experiencia, tradición y reflexión. Lo que ve el sabio lo recibe por
experiencia personal. Lo que oye lo aprende de sus maestros. Con la
reflexión asimila y elabora lo uno y lo otro. A los sabios les falta la
última. Y sin la reflexión, los otros dos canales de sabiduría resultan
ineficaces. Son un mirar sin ver y un escuchar sin oír: "Moisés convocó a
todo Israel y les dijo: Vosotros visteis todo lo que Yahveh hizo a vuestros
propios ojos en Egipto con Faraón, sus siervos y todo su país: las grandes
pruebas que tus mismos ojos vieron, aquellas señales, aquellos grandes
prodigios. Pero hasta el día de hoy no os había dado Yahveh corazón para
entender, ojos para ver, ni oídos para oír" (Dt 29,1-3).
Por ello Job, con temor, desea plantear su causa ante Dios, entablar el
pleito con él. Job necesita comparecer ante Dios y no que otros le hablen de
Dios: "Pero yo quiero dirigirme al Todopoderoso, deseo discutir con Dios,
mientras vosotros no sois más que charlatanes, curanderos de quimeras"
(13,3-4). Job no cree que su problema se resuelva con un debate sapiencial,
como proponen los amigos. Job lo descarta, pues seguir ese camino sólo sirve
para diferir el pleito con Dios. Está en juego su persona. No acepta ser
reducido a objeto de discusión. Job no cae en la trampa de ofrecerse como
rival y enemigo de quienes se han colocado de antemano de la parte de Dios,
como sus defensores. Abogados de Dios y fiscales del hombre, ¿qué lugar le
dejan a Job en la discusión? Sólo el de reo. No está dispuesto a ello, pues
él es inocente. Pero, antes de dirigirse a Dios, necesita desembarazarse de
los amigos.
Job se sabe de memoria, tan bien como ellos, la teoría de la retribución. No
hace falta ser muy inteligente para saber que el mal hace mal y el bien hace
bien: "El justo se ríe de la desgracia y de la pena, invoca a Dios y él le
escucha, se burla de la calamidad, está tranquilo en la adversidad, se
mantiene firme cuando los pasos vacilan, sus tiendas están en paz ante los
asaltantes y tienen confianza ante los terrores de Dios". Pero los hechos
contradicen la teoría: los inocentes sufren y los malvados gozan de sus
bienes injustos. "¡Al infortunio, el desprecio! opinan los dichosos ; ¡un
golpe más a quien vacila! Mientras viven en paz las tiendas de los
salteadores, en plena seguridad los que irritan a Dios, los que meten a Dios
en su puño!" (12,5-6).
Job no es inferior a ellos. Si se trata de experiencia y de edad, también él
las posee. Si apelan a otros, más ancianos o más sabios, Job apela
irónicamente a los animales, maestros libres de toda sospecha: "Pregunta a
las bestias, que te instruyan, a las aves del cielo, que te informen. Te
instruirán los reptiles de la tierra, te enseñarán los peces del mar. Pues
entre todos ellos, ¿quién ignora que la mano de Dios lo ha hecho todo? En su
mano está el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre"
(12,7-10). Y si los animales nos muestran la sabiduría de Dios, ¿qué decir
de los sentidos del hombre?: "¿No distingue el oído las palabras y no
saborea el paladar los manjares?" (12,11). Ellos disciernen sin necesidad de
reflexionar, cuánto más discernirá el que los hizo: "El que plantó el oído,
¿no va a oír? El que formó los ojos, ¿no va a ver? El que educa a las
naciones, ¿no va a castigar? El que instruye al hombre, ¿no va a saber?"
(Sal 94,9-10).
Job no se cree menos que los amigos, aunque se burlen de él, por la
desgracia que le ha caído encima. El Eclesiástico también constatará: "El
rico que vacila es sostenido por sus amigos; al humilde que cae sus amigos
le rechazan. Cuando el rico resbala, muchos le toman en sus brazos; dice
estupideces, y le justifican; resbala el humilde, y se le hacen reproches,
dice cosas sensatas, y no se le hace caso. Habla el rico, y todos se callan
y exaltan su palabra hasta las nubes. Habla el pobre y dicen: ¿Quién es
éste?, y si se equivoca, se le echa por tierra" (Si 13,21-23). Es lo que
hacen los tres amigos. Se burlan de Job, le desprecian por su desgracia y
hasta, caído, le empujan para que se hunda más en la tierra. Los satisfechos
no logran comprender al que sufre. Lo dice el piadoso salmista: "Estamos
saciados del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos"
(Sal 123,4).
Job supera a los amigos también como cantor de Dios. Job canta su fuerza y
su saber, su poder y su destreza. Job conoce el poder de Dios, sólo que lo
ve, bajo el prisma de su estado actual, como poder destructor. Con amarga
ironía advierte además a los amigos que ese poder se puede volver contra
ellos. Es mejor el silencio que defender a Dios con falsedad. Es injusto
condenar al hombre para defender a Dios con mentiras, aunque sean bien
intencionadas. En realidad no defienden a Dios, sino su teoría. Esta defensa
de Dios no es más que egoísmo. Defendéis a Dios porque os encontráis de la
parte de los privilegiados de la fortuna. Por eso os mostráis obsequiosos y
parciales con quien os puede dar o quitar la felicidad. ¿No os dais cuenta
que Dios ve la podredumbre que hay bajo un sepulcro blanqueado por fuera?
"Quien dice mentiras no durará en su presencia" (Sal 101,7): "¿En defensa de
Dios decís falsía, y por su causa, razones mentirosas? ¿No equivale eso a
tomar su Nombre en vano? ¿Así lucháis en su favor y os hacéis abogados de
Dios? ¿No convendría que él os sondease? ¿Jugaréis con él como se juega con
un hombre? El os dará una severa corrección, si en secreto hacéis favor a
alguno. ¿Su majestad no os sobrecoge, no os impone su terror? Máximas de
ceniza son vuestras sentencias, vuestras réplicas son réplicas de arcilla.
¡Dejad de hablarme, porque voy a hablar yo, venga lo que viniere!"
(13,7-13). Los amigos creen que están defendiendo a Dios, pero en realidad
le están negando. Si Dios, para ser defendido, necesita de la mentira y de
la acusación falsa del hombre, no es Dios. Más les valdría a los amigos
callar que hablar de Dios como lo hacen: "¡Ojalá os callarais del todo! Eso
sí que sería sabiduría" (13,5; Si 20,5). Job no va a hablar de Dios, sino a
Dios.
c) Dios no necesita abogados
Desenmascarados los amigos, Job les pide que guarden silencio y le escuchen.
El, desde su miseria, ha decidido hablar abiertamente a Dios, arriesgando
todo. Por ello interroga, más que a los amigos, a Dios mismo. En la fe
siempre cabe la protesta. Abraham se lamenta con Dios. Lo mismo y con más
fuerza hace Jeremías. Ahora Job, dejando en silencio a los amigos, eleva a
Dios su requisitoria: "Es a Sadday a quien yo hablo, a Dios quiero hacer mis
réplicas. Vosotros no sois más que charlatanes, curanderos todos de
quimeras. ¡Oh, si os callarais la boca! sería eso vuestra sabiduría. Oíd mis
descargos, os lo ruego, atended a la defensa de mis labios" (13,6). A Job no
le importan las consecuencias de su gesto. Con tal de hacer su defensa ante
Dios está dispuesto a arriesgar la vida: "Tomo mi carne entre mis dientes,
pongo mi alma entre mis manos. El me puede matar: no tengo otra esperanza
que defender mi conducta ante su faz. Y esto mismo será mi salvación, pues
un impío no comparece en su presencia" (13,14-16). El coraje de presentarse
ante el rostro de Dios es la garantía de la inocencia de Job, pues el rostro
de Dios pulveriza con su mirada a quien se atreve a acercarse a él con
hipocresía. Job, siervo sufriente, eleva el grito del Siervo de Dios: "Cerca
está el que me justifica: ¿quién disputará conmigo? Presentémonos juntos:
¿quién es mi demandante? ¡que se llegue a mí! He aquí que el Señor Yahveh me
ayuda: ¿quién me condenará? Pues todos ellos como un vestido se gastarán, la
polilla se los comerá" (Is 50,8-9).
Que los amigos callen, que abandonen su papel de abogados de Dios, que no
necesita defensores, y escuchen la defensa de Job, que se lo va a jugar todo
frente a Dios, porque ha llegado el momento en que hablar para él vale más
que la vida. Sólo hablando se puede salvar. Hablar a Dios es peligroso, es
el riesgo total, porque es enfrentarse con Dios, "el Señor terrible, de
majestad sublime" (Is 2,10-19). Nadie, ni Dios ni Satán, podrá tachar su
discurso de interesado, de adulador, para conseguir bienes del Señor,
riqueza, salud, prosperidad y vida dichosa. Sólo desea defender su
inocencia. Renunciar a los demás bienes y jugarse la vida es una garantía de
su autenticidad. Y ser admitido a la presencia de Dios, aunque sólo sea para
defenderse, ya es salvación. Decidido a exponer a Dios todos sus agravios,
Job está dispuesto a jugarse la vida en un cara a cara con él. Sabe
perfectamente que ningún hombre puede tener razón contra Dios; sin embargo,
le queda una secreta esperanza de tener razón con él en contra de las
"sentencias de ceniza" de los amigos. Pero Job pone dos condiciones: "Sólo
dos cosas te pido que me ahorres, y no me esconderé de tu presencia: que
retires tu mano que pesa sobre mí, y no me espante tu terror" (13,20-21).
Job quiere hablar a Dios con absoluta libertad.
Job, torturado por Dios, ha perdido todo, los hijos, los amigos, la
confianza en el hombre y siente que está casi a punto de perder la fe. Job
se rebela, se enfrenta con Dios, que parece reírse del dolor humano. Pero,
por otro lado, Job habla con Dios. Si no creyera en él, no hablaría con él,
no se le enfrentaría. Job implica a Dios en su situación, le reconoce
presente en su sufrimiento. Pidiendo a Dios explicaciones sobre su estado
cree en él. Quizás es la forma más auténtica de fe. Al final del libro Dios
confirmará que Job se ha mantenido fiel. En medio de su confusión, Job grita
a Dios: "Ven, háblame". Pero, luego, le grita igualmente: "Vete, no te
ocupes de mí". Sin embargo se corrige; no quiere que Dios se aleje de él,
sino que se ocupe de él de otra manera: "Aleja de mí tu mano, que pesa sobre
mí, y no me espante tu terror" (13,21). Job necesita que Dios retire un poco
su mano de él para poderle ver. Si la mano de Dios le cubre el rostro con su
peso, no puede ver a Dios, demasiado cercano. Job necesita un poco de
distancia entre él y Dios para no sentir el espanto y el terror. Sólo así
"no se esconderá de su presencia".
En el sufrimiento, Job ve demasiado cercano a Dios. Su presencia le aplasta.
El sufrimiento le ahoga, le angustia, le deja sin respiro, como si se le
hiciera un nudo en la garganta. Para ver y hablar a Dios, Job pide que
afloje un poco su mano, que se aleje de él: "Entonces podrás interrogarme y
yo te responderé o bien yo hablaré y tú responderás" (13,22). Si Dios no
levanta su mano de Job es como si le ocultase su rostro: "¿Por qué me
escondes tu rostro y me tienes por tu enemigo?" (13,24). "Ocultar el rostro"
es como rechazar a uno. El rostro de Dios es su amor, su solicitud, su
presencia bondadosa. Si Dios lo oculta, el hombre se queda solo. No sólo no
ve a Dios, sino que tampoco es visto por Dios. Es la sensación de Caín, al
recibir el castigo de su fratricidio: "Tendré que esconderme lejos de ti"
(Gn 4,14). Y Dios al pueblo de Israel quiere verle, al menos, tres veces al
año: "Tres veces al año tu pueblo será visto por el rostro de Dios" (Ex
23,17). No ser visto por Dios es salir de su protección, no ser amado por
él: "ser tratado como enemigo". También el enemigo se siente visto, pero no
con los ojos del amor, sino que se siente observado, vigilado (13,25ss).
d) La doxología de Job
Job presenta sus cargos con vehemencia. Si Dios acusa, que pruebe sus
acusaciones, pues parece complacerse en llevar cuenta de los pecados. Vigila
atentamente, va apuntando y archivando delitos, no perdona nada ni concede
el atenuante de la juventud o la prescripción del tiempo. Y si no puede
probar, ¿por qué le es tan hostil? Da pies al hombre y le pone lazos para
que caiga en ellos; lo hace frágil y débil y se encarniza con él. ¿Por qué
se ha vuelto su perseguidor? ¿Es digna de Dios esa actitud? ¿Es justo?:
"¿Cuántas son mis faltas y pecados? ¡Mi delito, mi pecado, házmelos saber!
¿Por qué tu rostro ocultas y me tienes por enemigo tuyo? ¿Quieres asustar a
una hoja que se lleva el viento, perseguir una paja seca? Pues escribes
contra mí amargos fallos, me imputas las faltas de mi juventud; pones mis
pies en cepos, vigilas todos mis pasos y mides la huella de mis pies"
(13,23-27).
En los himnos del salterio se alaba a Dios por su misericordia y por su
majestad en la creación y en la historia. Job y los amigos dirigen sus
doxologías a Dios creador y señor de la historia, aunque no evocan los
acontecimientos de la historia de la salvación, sino la intervención de Dios
en la existencia cotidiana del hombre. Para Job, como para los otros tres
cantores de la gloria de Dios, el rasgo más saliente de la majestad de Dios,
cuando se revela en la historia concreta de la existencia humana, es la
sorpresa de su intervención (5,9). Dios se manifiesta como el totalmente
otro, como aquel cuyo misterio íntimo jamás logrará escudriñar el hombre,
como aquel a quien es imposible asignar un lugar dentro de los límites de la
creación (22,12;26,5-14). Dios transciende toda imaginación espacial
(11,7-19), no deja ver al hombre más que la orla de sus obras (26,14). Se
sitúa siempre en otro sitio y se acerca al hombre por caminos insospechados
para él (25,3). Este carácter imprevisible de la acción de Dios tiene un
significado diferente para Job y para los amigos. Los amigos insisten en los
cambios de situación realizados por Dios (5,11.18; 11,10-12), que a sus ojos
verifican infaliblemente la tesis de la felicidad de los justos y la
desgracia de los malvados. Job, en cambio, prefiere subrayar la predilección
de Dios por el cambio de los valores, con lo que encuentra al hombre siempre
desprevenido (12,16-25).
Las doxologías de los amigos se convierten en armas contra Job
(22,13.29-30), estropeando las doxologías con su preocupación moralizante y
polémica. Para ellos, más que alabar a Dios, lo esencial es reducir a Job al
silencio ante la majestad de Dios. Aunque proclamen que Dios salva al hombre
arruinado y arranca al indigente de las manos del poderoso (5,15), por lo
que el pobre aún tiene esperanza (5,16), añaden que Dios lo hace si el pobre
"baja los ojos" (22,29). Ahí es donde Job se rebela ante los himnos de los
amigos en alabanza a Dios. Job puede realmente bajar los ojos porque es un
gusano (25,6), pero ¿cómo puede pedirle Dios que baje los ojos como
culpable, si es consciente de su inocencia? Reducir al silencio al hombre
que sufre, aunque sea en nombre de la grandeza de Dios, es cerrar al hombre
el camino de la verdad.
Las doxologías de Job siguen una dirección contraria. Exalta el poder de
Dios, pero sigue adelante en su queja contra él (7,12.17.20;9,5-10;12,7-25).
Job reviste sus agravios con imágenes hímnicas para hacerlos más incisivos
(9,11-13), para oponer con mayor eficacia la fuerza de Dios a su designio
sobre la creación (10,8-12). De esta manera el himno sirve de resonancia a
su lamento. El Magníficat de Job, exaltando la grandeza de Dios, cojea, pues
le falta un pie. Dios humilla y exalta, derriba y edifica, reprime y salva.
Si se enfrenta con unos es para salvar a otros: "Dios de sabiduría es
Yahveh, suyo es juzgar las acciones. Se quiebra el arco de los fuertes
mientras que los que tambalean se ciñen de fuerza. Los hartos se contratan
por un pan mientras que los hambrientos se hartan. La estéril da a luz siete
veces mientras la de muchos hijos se marchita. Yahveh da muerte y vida, hace
bajar al Seol y retornar. Yahveh enriquece y despoja, abate y ensalza.
Levanta del polvo al humilde, alza del muladar al indigente para hacerle
sentar junto a los nobles, y darle en heredad un trono de gloria, pues de
Yahveh son los pilares de la tierra y sobre ellos ha sentado el universo"
(1Sm 2,3-7). El Dios, cuya grandeza exalta Job, parece que sólo se complace
en destruir. Incluso la lluvia, señal de benevolencia divina, aquí pierde
todo rastro de bondad: si no llueve, acarrea sequía; y si llueve, provoca
inundaciones. Hasta el sacar a la luz lo escondido en las tinieblas cobra un
tinte perverso: es la acción de un inquisidor. Estas extrañas doxologías de
Job presentan a Dios sus dudas y su desconcierto, pero se encuentran dentro
de un diálogo y por ello son plegarias auténticas. La vehemencia forma parte
del lenguaje del amor.
e) El hombre: leño carcomido
De la situación personal, Job asciende a la condición humana, como señala
fray Luis comentando estos versos: "No se queja por sí solo, sino por todos
los hombres, a quien Dios por los pecados primeros sujetó a trabajo y
miseria. La memoria de su trabajo particular le llevó la lengua a lamentar
la suerte común, y la vista de su propio mal despertó en él la memoria de la
calamidad general. Y como quien veía que de aquella fuente nacía este arroyo
y que la condición miserable de todos le hacía a él también miserable,
tratando de sí, trata de ella juntamente".
Dios aceptará presentarse e interrogar a Job (38,3). Pero ahora es Job quien
hace su requisitoria llena de interrogantes plenos de pasión y sufrimiento:
"¿Cuántas son mis faltas y pecados? ¿Por qué me ocultas tu rostro y me
tienes por enemigo tuyo? ¿Quieres asustar a una hoja que se lleva el viento,
perseguir una paja seca?" (Cf 13,23-28). Que el hombre enjuicie a Dios vale
la pena. Dios es grande, potente, tiene en sus manos el destino del mundo.
Pero que Dios enjuicie al hombre, ¿vale la pena? ¿Qué puede responderle el
hombre, un ser frágil y mortal? ¿Quién es desmedido, el hombre interrogando
a Dios o Dios acosando al hombre? Los amigos piensan: ¿Quién es el hombre
para contender con Dios? Job replica: ¿Quién es el hombre para que Dios
contienda con él?
Enfrentado con Dios, Job descubre una vez más, con inmensa tristeza, los
límites de la existencia humana, su corrupción, impureza y brevedad. Dejando
aparte por un momento su caso particular, Job hace la elegía de la miseria
de la condición humana universal. Precariedad e inquietud llenan la vida del
hombre: "El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de tormentos, es
como la flor, brota y se marchita, y huye como la sombra sin pararse"
(14,1-2). Job se ve a sí mismo, débil y frágil, en la flor que apenas brota
se marchita. Atrapado por esa imagen, por un momento se calma su fuego
interior. La mirada de árboles y flores, ríos y lagos, montes y rocas le
introduce en la contemplación de la mutación de los seres, semejante a la
mutación de su vida, bella pero efímera. Su vida es como la sombra que se
alarga para desaparecer. El árbol, renovándose desde sus raíces, él... no.
Su suerte es más infeliz que la del árbol. Su vida es como la de los ríos y
los lagos, cuyas aguas pasan o se agotan. Montañas que caen, rocas que se
desgatan igual que su esperanza. La vida no es más que un proceso de
desintegración, que se inicia desde el nacimiento. Es indigno de Dios
encarnizarse sobre una larva tan frágil y efímera: "¡Y sobre un ser tal
abres tú los ojos, le citas a juicio frente a ti!" (14,3). Bajo esta forma
patética late el rescoldo de la plegaria a Dios, el deseo de intimidad, de
comunicación personal y directa con Dios, su único confidente. Es casi un
sueño fugaz que cruza por la mente de Job, como una plegaria imperceptible:
"Oh Dios, tú que oyes el temblor de alas de la mosca en el cáliz de la flor,
escucha el desplazamiento del aire que hace mi plegaria". Al despertar y
chocar con su dolor, se asusta y pide a Dios un momento de paz.
El piadoso salmista anhela los ojos de Dios sobre él, como signo de su
protección (Sal 103,13). Job, en cambio, reclama una tregua, un poco de
descanso. No soporta los ojos de Dios fijos sobre un ser tan débil, siempre
espiándole, para ver si tropieza: "Si es que están contados ya sus días, si
te es sabida la cuenta de sus meses, si un límite le has fijado que no
franqueará, aparta de él tus ojos, déjale, hasta que acabe, como un
jornalero, su jornada" (14,5-6). Noé se encierra en el arca, esperando que
pase el diluvio de la cólera de Dios (Gn 7). Los israelitas se refugian en
sus casas cerradas mientras pasa el ángel de la muerte por las casas
egipcias. Moisés se refugia en una cueva mientras pasa Yahveh. Jacob se
refugia en Jarán "hasta que se le pase a su hermano la ira contra él" (Gn
27,45). Dios se lo recomienda a su pueblo: "Vete, pueblo mío, entra en tus
cámaras y cierra tu puerta tras de ti, escóndete un instante hasta que pase
la ira" (Is 26,20). Job quiere refugiarse en el Seol mientras pasa la cólera
de Dios, con la esperanza de que, luego, Dios se acuerde de él y su recuerdo
sea eficaz, creador: "¡Ojalá en el Seol tú me guardaras, me escondieras allí
mientras pasa tu cólera, y una tregua me dieras, para acordarte de mí luego
pues, muerto el hombre, ¿puede revivir? esperaría todos los días de mi
milicia, hasta que llegara mi relevo! Me llamarías y te respondería;
reclamarías la obra de tus manos" (14,13-15). Job presenta a Dios el sueño
imposible de todo hombre, el anhelo más profundo del corazón del hombre, que
la muerte no sea la palabra final, sino un lugar de espera, un refugio donde
esconderse mientras pasa la cólera de Dios, esperando que Dios cambie y
vuelva a desear, a añorar, a amar la obra de sus manos. La muerte es vista,
no como algo final y sin esperanza, sino como un seno materno, donde el
hombre es recreado y vuelve a la amistad de Dios. Este es el sueño absurdo
de Job, el deseo imposible, que Dios hace posible en Jesucristo, vencedor de
la muerte. Morir y volver a la vida de un modo nuevo es el deseo de Job y la
esperanza que Dios ofrece al hombre.
Job ve su vida como agua que se evapora, como un río que se seca (14,11),
pero su corazón no se resigna a morir del todo, busca símbolos de
sobrevivencia, como el árbol que puede ser arrancado de raíz y ser
transplantado, o cortado y de su tronco brota de nuevo un retoño en cuanto
siente el agua. Cualquier vegetal tiene más motivos de esperanza que el
hombre: "Una esperanza guarda el árbol: si es cortado, aún puede retoñar, y
no dejará de echar renuevos. Incluso con raíces en tierra envejecidas, con
un tronco que se muere en el polvo, en cuanto siente el agua, reflorece y
echa ramaje como una planta joven. Pero el hombre que muere queda inerte;
cuando un humano expira, ¿dónde está?" (14,7-10). Mientras el árbol recibe
nueva vida de la tierra, el hombre, una vez enterrado, se deshace en la
tierra. Teniendo más libertad, tiene menos vida. Job contempla el milagro
vegetal -vejez, muerte y vida renovada- en contraste con su caducidad, como
el anhelo de su ser. Isaías ante la misma contemplación de la primavera ve
renovarse en él la esperanza: "Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un
retoño de sus raíces brotará" (Is 11,1). ¡Ah si el hombre que muere pudiese
resucitar! "Me llamarías y yo te respondería, reclamarías la obra de tus
manos" (14,15). Job expresa el deseo íntimo de su corazón de no ser olvidado
por Dios. Job espera que Dios se acuerde de él con amor, más aún, que Dios
le desee, sienta nostalgia de la obra de sus manos. Es la maravilla del amor
de Dios, que siente que el hombre le hace falta, por lo que le añora, le
busca, le llama cuando se esconde: "¡Adán!, ¿dónde estás?" (Gn 3,9). El
hombre en su libertad puede huir de Dios y Dios, en Cristo, desciende a
buscarle, pues ama la obra de sus manos.
Ante el árbol seco que retoña Job da voz al deseo imposible que anida en lo
hondo del ser del hombre, el deseo de que la muerte no sea muerte, sino
tiempo de gracia. Sueño imposible y real. Real porque Dios siente nostalgia
de su criatura, "obra de sus manos", y su amor es más fuerte que la muerte.
Dios puede llamar de nuevo a la vida, puede vencer la muerte. La memoria de
Dios es su misericordia y su fidelidad: "En lugar de contar mi pasos, como
ahora, no te cuidarías más de mis pecados; dentro de un saco se sellaría mi
delito, y blanquearías mi falta" (14,16-18). Job anhela el perdón de Dios,
ansía vivir con Dios. Pero la realidad presente se le impone y toda
esperanza cae por los suelos: "Ay, como el monte acabará por derrumbarse, la
roca cambiará de sitio, las aguas desgastarán las piedras, inundará una
llena los terrenos, así aniquilas tú la esperanza del hombre. Le aplastas
para siempre, y se va, desfiguras su rostro y le despides. Que sean honrados
sus hijos, no lo sabe; que sean despreciados, no se entera. Tan solo por él
sufre su carne, sólo por él se lamenta su alma" (14,18-22). La certeza de la
muerte desgasta y erosiona la esperanza del hombre, aunque sea más estable
que una montaña, más dura que la roca, más firme que la tierra. "Los muertos
no viven, las sombras no se alzan" (Is 26,14), "se acabaron sus amores,
odios y pasiones, y jamás tomarán parte en lo que se hace bajo el sol" (Qo
9,10).
Con esta evocación de la miseria del hombre, Job merece más compasión que
rigor. Dios no queda insensible a los gritos de su siervo. En una
religiosidad de pura retribución, el hombre se porta bien para alcanzar
bienes de Dios, y cuando los alcanza bendice a Dios por ellos. De ahí deduce
Satán, en su apuesta con Dios, lo contrario: Si el hombre recibe males,
maldice a Dios. Dios se fía de su siervo Job, no piensa que su fe sea
interesada, por eso acepta la apuesta, sabiendo que Job, aunque reciba
males, le bendecirá. Los amigos introducen una tercera posibilidad, cercana
a la de Satán: si el hombre recibe males, confesará su pecado, pedirá gracia
y la obtendrá. Job, al momento presente, no ha maldecido a Dios, más bien ha
cantado un himno a la sabiduría y poder de Dios, aunque pida explicaciones
sobre su justicia. Tampoco ha pedido perdón y gracia, sino que pide
audiencia y justicia.
f) ¿Corazón, ojos y boca
contra Dios?
Tocado en lo más íntimo por las palabras de Job, el moderado y delicado
Elifaz se transforma en frío acusador de Job, tachándole de inconsciente,
pasional e irreverente. A la impureza radical de ser hombre, Job ha añadido
el pecado de sus palabras. Su sabiduría y su piedad son falsas y vanas, una
parodia de la verdadera religión: "¿Responde un sabio con una ciencia de
aire, hincha su vientre de solano, replicando con palabras vacías, con
discursos inútiles? ¡Tú llegas incluso a destruir la piedad, a anular los
piadosos coloquios ante Dios!" (15,2-4). La pretensión de entablar un
proceso a Dios es la destrucción del temor de Dios y de toda posibilidad de
oración. Sus mismas palabras son expresión de pecado: "Ya que tu culpa
inspira tus palabras, y eliges el hablar de los astutos, tu propia boca te
condena, que no yo, tus mismos labios atestiguan contra ti" (15,5-6). Tu
orgullo te lleva a querer corregir los planes de Dios: "¡Cómo te arrebata el
corazón, qué aviesos son tus ojos, cuando revuelves contra Dios tu furia y
echas palabras por la boca!" (15,12-13). ¡Corazón, ojos y boca en ti se han
aliado contra Dios!
A este punto a Elifaz le parece inútil exhortar al amigo con promesas y sólo
le brotan amenazas, poniendo ante la vista de Job la suerte terrible del
malvado. Job ha despreciado la sabiduría de los maestros, ha denunciado su
pretensión de ser abogados de Dios, les ha intimado al silencio para
enfrentarse en pleito con Dios. Elifaz no lo soporta y pasa al ataque.
¿Puede dárselas Job de sabio? Ni el tono ni el contenido de su discurso son
dignos de un sabio. Ni es el hombre primordial, dotado de la sabiduría
original (Ez 28,12), ni es más anciano, portador de una larga tradición ni
tiene la exclusiva de la sabiduría. Sólo habla inspirado por la pasión, con
argumentos capciosos e irreverentes. Tampoco tiene por qué gloriarse de sus
relaciones con Dios, pues su afán de pleitear con Dios le cierra el acceso
humilde de la súplica. Más bien su pasión le enemista más con Dios. Sus
palabras están delatando el pecado de su corazón. El corazón de Job no está
lleno de sabiduría, sino de viento solano. Sólo el viento de la pasión
hincha sus vanas palabras. De nada le valdrá su astucia perversa, pues Dios
la sabe retorcer (Sal 18,26). En realidad su misma boca lo delata. Hablando
se condena a sí mismo y demuestra que merece el castigo que sufre. "El
malvado escucha en su interior el oráculo del pecado, pues no existe temor
de Dios ante sus ojos; las palabras de su boca son iniquidad y engaño"(Sal
36,2-3). En vez de pleitear con Dios, mejor es que calle y escuche.
Para Elifaz es un a priori la indignidad del hombre. El hombre, hijo de
mujer, nunca tiene razón ante Dios, nunca es inocente ante su creador. La
pequeñez y fragilidad del hombre es frecuentemente considerada como excusa
de sus faltas y un medio para implorar la misericordia de Dios. Elifaz, en
cambio, se sirve de la fragilidad del hombre como arma contra Job: "¿Cómo
puede ser puro un hombre? ¿cómo ser justo el nacido de mujer? Si ni en sus
santos tiene Dios confianza, y ni los cielos son puros a sus ojos, ¡cuánto
menos un ser abominable y corrompido, el hombre, que bebe la iniquidad como
agua!"(15,14-16). Elifaz confunde finitud y culpabilidad. A sus ojos resulta
intolerable la actitud de Job: no es más que la jactancia del culpable.
Cuanto más afirme su inocencia frente a Dios más culpable resulta.
Elifaz alarga su acusación a todo pecador. El pecador es condenado
inexorablemente; es falsa la tesis de Job (12,6), al afirmar que las tiendas
de los ladrones están en paz y que gozan de tranquilidad quienes provocan a
Dios. Al impío le llega siempre su hora: "El malvado vive todos sus días en
tormento, están contados sus años. Grito de espanto resuena en sus oídos, en
plena paz le asalta el bandido. No espera escapar a las tinieblas, y se ve
destinado a la espada. Asignado como pasto de los buitres, sabe que su ruina
es inminente. La hora de las tinieblas le espanta, la ansiedad y la angustia
le invaden, como un rey pronto al asalto" (15, 20-24).
El pecado de orgullo contra Dios es la raíz de toda miseria humana: "¡Alzaba
él su mano contra Dios, se atrevía a retar a Sadday! Embestía contra él, el
cuello tenso, tras las macizas gibas de su escudo; porque tenía el rostro
cubierto de grasa, en sus ijadas había echado sebo, y habitaba ciudades
destruidas, casas inhabitadas que amenazaban convertirse en ruinas"
(15,25-28). Su ruina es total, es como rama de árbol cortada, que se seca y
no puede dar fruto: "Agotará sus renuevos la llama, su flor será barrida por
el viento. No se fíe de su elevada talla, pues vanidad es su follaje. Se
amustiará antes de tiempo y sus ramas no reverdecerán. Sacudirá como la viña
sus agraces, como el olivo dejará caer su flor. Sí, es estéril la ralea del
impío, el fuego devora la tienda del soborno. Quien concibe dolor, engendra
desgracia, su vientre incuba decepción" (15,30-35). El salmista también
recoge el proverbio: "Mirad: concibió el crimen, está preñado de maldad, da
a luz un fraude" (Sal 7,15). Santiago da su versión: "El deseo concibe y da
a luz pecado, y el pecado, consumado, engendra la muerte" (St 1,15).
La convicción de Elifaz no tiene vuelta de hoja. Job se ha merecido el
castigo y su rebeldía no hace más que agravar su situación. Asumiendo la
postura de suficiencia y de escepticismo de los impíos se merece el castigo
de los impíos: cosecha lo que ha sembrado.