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LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob  (E. Jiménez Hernández)

Páginas relacionadas 

 

43 Raquel da a luz y fallece


44 Jacob y Benjamín

45 José en Egipto

46 Los 10 hijos de Jacob van a Egipto

47 Los 11 vuelven a Egipto

 

43
Algo se ha roto dentro de mí. Me he quedado vacío como una jaula de la que han escapado los pájaros. Tengo miedo hasta de soñar. Me persigue un mismo sueño, que se me repite cada noche.
Una paloma, blanca, triste e inocente, vuela en el aire. Sobre ella vuela, negro, un gavilán, que amenaza atravesarla con su largo pico afilado. Mi corazón se conmueve de compasión por la paloma. Grito para avisarla del peligro.
La paloma no me oye y sigue su vuelo. El gavilán, que ahora vuela más bajo que la paloma, en largos círculos concéntricos en torno a ella, oye mi grito y, por un momento, detiene su vuelo, alarmado. Pero, en seguida, se recupera del susto y emprende el vuelo más veloz y acercándose más a la paloma. Yo grito cada vez más fuerte. El gavilán, de nuevo, se detiene ante mi grito y de nuevo vuelve a la caza. Así seguimos interminablemente, hasta que la paloma, inocente ella, descubre al gavilán a su lado y vuela hacia las peñas, buscando un refugio. El gavilán la sigue y está ya para alcanzarla. Entonces la paloma ve una hendidura entre las rocas y se lanza hacia ella, pero, de repente, de la hendidura de la roca sale una serpiente enorme con las fauces abiertas, queriendo tragarse a la paloma. Mi corazón me golpea y me despierto, siempre, en el momento en que una mano misteriosa aparece sobre la paloma, salvándola del gavilán y de la serpiente... Mi corazón queda, por un tiempo infinito, batiéndome el pecho. Temo que una vez no llegue a tiempo la mano. Pero no falla nunca, siempre atenta y puntual al último momento.

A solas con estos sueños, que guardo para mí, sólo me queda, como consuelo forzado, concentrar mi cariño en Benjamín. Pues mis hijos, como soñaba José y según el deseo de Raquel en el parto de José, son doce.
Marchando hacia Efrata, al llegar a Ramá, Raquel sintió los dolores del parto. Y cuando le apretaban los dolores, la comadrona le dijo:
-No tengas miedo, que tienes un hijo.
Pero el parto era difícil. Estando para expirar, Raquel con su último aliento, le llamó Benoní: hijo de mi dolor. No podía dejarle con ese nombre como un peso o acusación para toda su vida. Por ello se lo cambié por Benjamín: hijo de la diestra.
Raquel un día me había dicho: "O me das hijos o me muero". Las dos cosas las tuvo juntas. La vida del hijo le costó su vida. Como siempre el misterio de la vida brotando de la muerte, del amor que da la vida muriendo para que el otro viva.

Amor del alma mía, Raquel, mi pequeña, en este momento, en lo oscuro de mi soledad presente, vuelve a brillar el recuerdo de tus grandes ojos azules. Ahora que tú no estás, me veo solo con mi nada y la sed de plenitud y absoluto de mi ser. La primavera de tu mirada, el brotar de las flores y sueños de tu sonrisa me velaban ese vértigo, que anida en mi interior.
En tu ausencia, tesoro mío, mi alma se apaga y la soledad se cierra sobre mis sienes como un cerco apretado. No puedo ya ser quien soy sin tu presencia. Tú eras el eje alrededor del cual giraba la rueda de los astros. Sólo en tus ojos el aire era aire y la luz, claridad; sólo tus labios hacían que cantaran en mis oídos las brisas y los pájaros, los árboles y los ríos. Tu lejanía me apaga el canto y la esperanza, me arroja al fondo del abismo.

¿Dónde encontrar sin ti la embriaguez del amor, que me producían tus besos, caricias y ternuras? Me atraías con cuerdas de ternura, con lazos de amor y me llevabas al tálamo nupcial, donde consumábamos el amor, donde explotaba la fiesta en la alegría del cuerpo, del espíritu y de la vida. Con un amor eterno te amé. ¿Cómo no llorar al no poder volver a abrazar tu cuerpo, en el campo, circundados de altos cipreses, bajo la copa verde de nuestro cedro. En aquel lecho de verdor, jardín de nuestras delicias y perfumes, se cancelaba el miedo y nos embargaba la paz. En medio de un campo de cardos duros, espinosos y grises, tú brotabas para mí, como un lirio, dando dulzura a la dureza del día, amor a las espinas de mis penas, calor al frío de mi soledad.
Era el mes de Iyyar. Ha pasado el invierno. Han cesado las últimas lluvias de Nisán. Aparecen las flores en la tierra, que se viste de grana y color. Montes y colinas se cubren de rebaños. El viento suave barre el cielo de nubes, dejándole límpido, de azul turquesa. Es el tiempo del canto. En armonía, el susurro de la brisa, el roce de las hojas en los árboles, el aroma del espliego, el arrullo de la tórtola, que emigró a las regiones cálidas de Arabia durante Tebet y ha regresado, para alegrar la primavera con sus requiebros. La higuera echa sus yemas y las viñas en cierne exhalan su fragancia... Y el rumor inconfundible de tus pasos, que aceleran los latidos de mi corazón. Tus ojos me iluminan el canto de la primavera. Tu voz, que me destila el néctar de tu cariño, más dulce que el arrullo de la tórtola, poniendo música a los rumores de la vida, que brota, y a la alegría del atardecer, cuando sopla la brisa y las sombras se alargan en su huida...

Con mi mano izquierda bajo tu cabeza y acariciándote, abrazándote con la derecha, en aquel gesto repetido como mi forma de comunicarte mi ternura, mi afecto y delicadeza, y también mi deseo de protegerte y abandonarme en ti. ¡Cuántas veces este abandono me hizo quedarme dormido entre tus brazos, mientras tú me recitabas aquellos versos:

Seré como rocío para Israel:
él florecerá como el lirio
y hundirá sus raíces como árbol del Líbano,
sus brotes se desplegarán,
tendrá la belleza del olivo
y la fragancia del Líbano.
Volverán a sentarse a su sombra,
hará crecer el trigo,
cultivará las viñas,
famosas como el vino del Líbano.

No sé si son tus palabras exactas, pero quisiera tenerte de nuevo conmigo y que se cumplieran tus deseos. Sólo tú eras capaz de dar profundidad y peso, entidad y necesidad al tiempo y a la esperanza, a los montes y llanuras, a los árboles, vientos y estrellas. Sin el amor, la tierra y el cielo pierden su sentido. Sólo el amor da consistencia a mi nombre y a mi sombra, a mis huellas y sueños.
El vino, dicen nuestros sabios, bendita sea su memoria, regala, alegra y recrea el corazón, pero después de haber gustado la embriaguez de tus besos, en los que nos transmitíamos el uno al otro la vida en el hálito respirado, expirado y aspirado, ¿qué vinos, ni de las viñas de Engadí ni del Líbano, pueden satisfacer a mi paladar?
Mis hijos recogen leña, Lía prende el fuego y Bilha amasa la harina y las uvas pasas para hacerme tortas, que saben que me gustaban tanto. ¿Pero cómo gustarlas si eran las tortas de pasas con las que me reanimabas y te fortalecías de la languidez del amor, en que nos encontrábamos después de celebrar en la interior bodega el banquete de nuestros amores?

No sería nardo, el preciado aroma de países lejanos, ni mirra de Arabia, el perfume que custodiabas en la bolsita que colgabas entre tus senos, pero después de haber aspirado su fragancia embriagante, en el gozo de cada encuentro, ¿qué aromas de nardo o mirra, bálsamos o esencias exóticas, inciensos o áloes, cinamomo, azafrán o canela podrán compararse con la fragancia de tus vestidos, tu hálito de manzana, que perfuma el aire de mediodía y refresca la tarde, roja entre las límpidas hojas verdes? La sombra del manzano es como un abrazo de fecundidad, donde encontrábamos paz, abandono, protección, intimidad, al encontrarnos.

A nuestro alrededor el aire se cargaba del olor del campo, del heno recién segado; ante nuestros ojos se extendían las llanuras con sus arroyos, en cuyas márgenes crecían, modestos, incontables, los lirios, las anémonas y los írides y tú a mi lado como un humilde narciso de intensísima fragancia. Era una fiesta de frescura y luz, como no lo es la llanura de Sarón, que frente a tu tumba, del lado del Mediterráneo, constela de flores su verdor de primavera. El ciprés, el olmo y el boj embellecerán el lugar donde reposas, en tu lecho rociado de mirra, áloe y cinamomo.

En las noches, mis noches solitarias, eternas, en mi lecho, mis manos se alargan, buscando el amor de mi alma, lo busco y no le hallo. La llamo y no me responde.
Pero mi corazón estrena una melodía nueva, una música para ti que ya no puedes responder; es mi amor más verdadero, totalmente gratuito, para ti que estás ya al otro lado del tiempo, es mi amor más fuerte que la muerte.
La cigüeña, la tórtola, la golondrina y la grulla, que conocen las estaciones y observan las épocas de sus migraciones, me recordarán que, antes de la siega, al acabar la floración de las viñas, cuando su fruto en ciernes comienza a madurar, es el tiempo de la poda y cortaré los sarmientos y arrancaré los pámpanos. Cuidaré tu huerto cerrado, la fuente sellada de tus amores, cercaré con un seto de fidelidad nuestra viña, que nadie viole la intimidad de nuestro amor.


44
Benjamín, único fruto que me queda de las entrañas de Raquel, espejo donde la recuerdo, es el único capaz de entrar en mi soledad y romper el silencio, que me envuelve. Con él desahogo mi alma:
-La muerte siempre tocaba a mis enemigos, a mis amigos, a los demás, pero no iba conmigo. Pero al morir tu madre, mi esposa, es como si hubiera muerto la mitad de mi carne. Ante Raquel muerta, una angustia se anuda a mi garganta. ¡Yo también, como Raquel, moriré un día! También para mí llegará un día sin mañana. Llegará un instante al que no le seguirá otro instante.
Esforzándose por contener las lágrimas, me dice:
-Lo que siento por ti, padre mío, es algo más y distinto del amor; quisiera poder protegerte, restituirte tu juventud, tu vigor, tu capacidad de maravillarte y ser feliz, devolverte tu autoridad de padre, darte tu vida.

En su talante domina el orgullo, la altivez, la energía. Su rostro afilado se le enciende al caerle los rizos de oro de su cabellera. Me habla y trata de consolarme, pero luego, se hunde también él en sus cavilaciones, que leo en sus ojos, más que escuchar de sus labios:

-Mi madre murió en mi parto. Pasé mi infancia bajo el afecto de mi padre, que me amó tanto, a su modo, pero que jamás me perdonó la muerte de mi madre, su esposa preferida, aunque, como único recuerdo de ella, no me apartaba nunca de su lado. He visto que la amaba con un amor profundo y dolorido; había hallado en ella el único gusto de su vida errante, lejos de su madre, el otro amor de su vida. Mi madre le había dado la secreta felicidad de la espera, de la esperanza, del futuro. ¡Y yo se la había arrebatado! Creo que en la continua comunicación con él, se me ha colado un oscuro sentimiento de culpa, que ha dado forma a mi carácter violento, amenazante, hasta cruel. Ah, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?
Sí, Benjamín, hijo mío, -pienso también yo, más que decirle-, te veo como en sueños, y te amo y te amo. Has costado la vida a tu madre, lo mismo que costó ella a la suya. Juntos lloramos su muerte, tú abriéndote a la vida y yo acercándome a la tumba de mi reposo.
Y, en voz alta, añado:
-Soy tu padre y es mi deber darte algunos consejos. Mi vida no ha sido lo bastante fiel como para dejártela como guía de la tuya. No sigas mi camino. Permanece entre tus hermanos. Une tu destino al de tu pueblo; de lo contrario, aunque llegues a reinar, no irás a ninguna parte.
Mi alma está cansada de sus muchos años de peregrinación y tribulaciones. Mis ojos se van, día a día, velando, mi barba se ha vuelto blanca como la nieve sobre la cima del Hermón. Quisiera despertar en tu límpida frente el espíritu que duerme en ella. Hijo mío, el Santo, bendito sea su Nombre, edificará en tu tierra el santuario de su morada. De tus muslos suscitará el primer rey. Pero el adversario se te opondrá, siempre, en la hora de la decisión. No hagas componendas, no te fíes de él, cayendo en sus trampas. El se acerca en la sombra del sueño, ofrece el compromiso con el Santo, bendito sea su Nombre, y el aplauso de los hombres. Es la cáscara lo que debes romper. Es un abismo lo que debes saltar. Habrá momentos en que tú, como un rayo, penetrarás en su último escondite y él se deshará ante tu poder, como una nube ligera; pero habrá otros momentos en los que él te envolverá con torrentes de tinieblas obstinadas y, entonces, tendrás que mantenerte solitario, en medio del mar y la noche. Allí, saldrás vencedor en lo íntimo de tu alma. Pues has de saber que tu alma es un bronce que nadie puede romper y que sólo el Santo, bendito sea su Nombre, puede fundir. Mientras estés con El, no temas.

Benjamín bebía con los ojos abiertos y atónitos aquéllas palabras de la boca apasionada de su anciano padre, es decir, de mis labios. Las palabras penetraban y quedaron grabadas en su alma. Y yo, cansado de proferir las palabras, que me suscitaba una voz lejana, que me llegaba desde los confines de la tierra, de más allá de la tierra de mis andanzas y bendiciones, me recosté contra un árbol y me quedé adormilado. Entre sueños me volvía al pasado o inventaba esperanzas futuras, como si ya las estuviera viviendo. Bajo la abrasadora luz de un sol de mediodía, abriendo grietas en la tierra, sólo la cigarra, entre las hojas de los árboles, vibraba con su canto agudo. La creación entera callaba, enmudecida de sopor.
Con el canto de la cigarra en los oídos me desperté. Al lado estaba aún Benjamín. Caminando hacia el arroyo, le conté una fábula, que me parecía graciosa, aunque al mismo tiempo me turbaba:
Escucha esta fábula: Los árboles se pusieron en camino para ungir a uno de ellos como rey. Dijeron al olivo:
-Se tú nuestro rey.
Les respondió el olivo:
-¿Voy a renunciar a mi aceite con el que, gracias a mí, son honrados los dioses y los hombres, para ir a vagar por encima de los árboles?
Entonces los árboles dijeron a la higuera:
-Ven tú, reina sobre nosotros.
Les respondió la higuera:
-¿Voy a renunciar a mi dulzura y a mi sabroso fruto, para ir a vagar por encima de los árboles?

Dijeron, pues, los árboles a la vid:
-Ven tú, reina sobre nosotros.
Les respondió la vid:
-¿Voy a renunciar a mi mosto, que alegra a los dioses y a los hombres, para ir a vagar por encima de los árboles?
Todos los árboles se dirigieron entonces al espino:
-Ven tú, reina sobre nosotros.
-El espino respondió a los árboles:
-Si con sinceridad venís a ungirme a mí para que reine sobre vosotros, llegad y cobijaos a mi sombra. Y si no es así, brote fuego de la zarza y devore los cedros del Líbano.
Me turba, porque siempre veo a los árboles sangrando entre las espinas del rey y al final ardiendo y quemándose el mismo espino.


45
Mientras Jacob está narrando esta fábula al hijo de su ancianidad, los sabios, bendita sea su memoria, que ya la saben, dan un rápido salto para ver cómo le va a José en Egipto.
Los madianitas han llegado a Egipto con José. Putifar, un egipcio ministro y mayordomo del Faraón, se lo compra. Así José entra como esclavo en una buena casa.
Inteligente, amable, trabajador y de agradable presencia, pronto se gana el afecto del amo, que le pone a su servicio personal, colocándole al frente de su casa y encomendándole todas sus cosas. Como su padre para Labán, José se convierte en bendición para Putifar; de él emana una bendición que se difunde en su entorno: en casa y en el campo.
José ha heredado la belleza de su madre. Esta belleza, exótica en Egipto, excita el deseo de su ama Zuleika, que intenta seducirlo con halagos o amenazas. Inútil. José se niega a traicionar la confianza que le ha otorgado su amo.
Ella sigue insistiendo día tras día. Un día de tantos, en que no había quedado ningún siervo en casa, le agarró por el vestido y le dijo:
-Acuéstate conmigo.
Pero él soltó el vestido en sus manos y salió afuera corriendo. El manto en manos de Zuleika, -como la túnica que le arrancaron sus hermanos-, es la prueba de cargo contra José cuando regresa a casa el marido. La seductora despreciada, se venga.
Cuando Putifar escucha la historia que le cuenta su esposa y ve el vestido de José junto a ella, monta en cólera, toma a José y le encierra en la cárcel donde estaban los presos del rey.

A José, ya se sabe, le gustan los sueños. Los tiene o se los cuentan a pares. En la prisión José se gana al jefe y éste le encomienda el cuidado de todos los presos de la cárcel. Así, pasado cierto tiempo, se encuentra con el copero y el panadero del rey, que han ido, también ellos, a parar a la cárcel. Estos dos tienen un sueño cada uno la misma noche y, a la mañana, los dos se le cuentan a José, para que les dé su interpretación. José posee una luz superior, un saber sobrehumano, que le suministra la clave y le hace transparentes las imágenes ambiguas de los sueños. En ellas puede leer con precisión y anunciar el futuro a los soñadores. Y sus predicciones se cumplen. El copero es restituido al servicio del rey y el panadero es ajusticiado, como José les había anunciado.

Dos años más tarde es el Faraón quien tuvo, naturalmente, dos sueños. A la mañana siguiente, agitado, mandó llamar a todos sus magos y sabios para que le interpretaran los sueños. Ninguno supo hacerlo. Entonces el copero se acordó de José, que al interpretarle el sueño, le había dicho:
-Acuérdate de mí cuando te vaya bien y hazme este favor: menciónale mi nombre al Faraón, para que me saque de esta prisión, pues no he cometido nada malo para que me tengan en este calabozo.
Entonces el copero dijo al Faraón:
-Cuando, hace dos años, el Faraón se irritó contra sus siervos y me metió en la cárcel, junto con el panadero, él y yo tuvimos un sueño la misma noche, cada sueño con su propio sentido. Había allí con nosotros un joven hebreo, siervo del mayordomo; le contamos el sueño y él le interpretó, a cada uno su interpretación. Y tal como él lo interpretó, así sucedió: a mí me restablecieron en mi cargo, al otro le colgaron.
El Faraón mandó llamar a José. Lo sacaron aprisa del calabozo; se arregló, se cambió el traje y se presentó al Faraón.
El Faraón dijo a José:
-Soñaba que estaba de pie junto al Nilo, cuando vi salir del Nilo siete vacas hermosas y bien cebadas, y se pusieron a pastar; detrás de ellas salieron otras siete vacas flacas y mal alimentadas, en los huesos; no las he visto peores en todo el país de Egipto. Las vacas flacas y mal alimentadas se comieron las siete vacas anteriores, las cebadas. Y cuando entraron dentró de ellas, no se notaba que habían entrado, pues su aspecto seguía tan malo como al principio. Y me desperté.
Tuve otro sueño: siete espigas brotaban de un tallo, hermosas y granadas, y siete espigas crecían detrás de ellas. Mezquinas, secas y con tizón las siete espigas secas devoraban a las siete espigas hermosas. Se lo conté a mis magos y ninguno pudo interpretármelo.
José dijo al Faraón:
-Se trata de un único sueño: Dios anuncia al Faraón lo que va a hacer. Las siete vacas gordas son siete años, y las siete espigas hermosas son siete años: es el mismo sueño. Las siete vacas flacas y desnutridas que salían detrás de las primeras son siete años, y las siete espigas vacías y con tizón son siete años de hambre.
Es lo que he dicho al Faraón: Dios ha mostrado al Faraón lo que va a hacer. Van a venir siete años de gran abundancia en todo el país de Egipto; detrás vendrán siete años de hambre, que harán olvidar la abundancia en Egipto, pues el hambre acabará con el país. No habrá rastro de abundancia en el país, a causa del hambre que seguirá, pues será terrible. El haber soñado el Faraón dos veces, indica que Dios confirma su palabra y que se apresura a cumplirla. Por tanto que el Faraón busque un hombre sabio y prudente y le ponga al frente de Egipto; establezca inspectores que dividan el país en regiones y administren durante los siete años de abundancia.
Que reúnan toda clase de alimentos durante los siete años buenos que van a venir, metan trigo en los graneros por orden del Faraón, y los guarden en las ciudades. Los alimentos servirán de provisiones para los siete años de hambre que vendrán después a Egipto, y así no perecerá de hambre el país.

El modo de hablar y lo sensato de la propuesta gustó al Faraón y a sus servidores. Les convenció la interpretación de los sueños y aceptaron, sin discutirla, la propuesta. El Faraón dijo a sus servidores:
-¿Podemos encontrar un hombre como éste, que posee el espíritu de Dios?
Y dirigiéndose a José, le dijo:
-Ya que Dios te ha enseñado todo esto, nadie es sabio y prudente como tú. Tú estarás al frente de mi casa y todo el pueblo obedecerá tus órdenes; sólo en el trono te precederé.

Es un nombramiento solemne. El inocente encarcelado triunfa. El Faraón se quitó el anillo del sello de la mano y se le puso a José; le vistió un traje de lino y le puso un collar de oro al cuello. Le hizo sentar en la carroza de su lugarteniente y dijo:
-Mira, te pongo al frente de todo el país. Yo soy el Faraón; sin contar contigo nadie moverá mano o pie en todo Egipto.
Le dio como esposa a Asenat, hija de un sacerdote de On, que le dio dos hijos: Manasés y Efraín.
Treinta años tenía José cuando se presentó al Faraón, rey de Egipto. Saliendo de su presencia recorrió todo Egipto. El hermano vendido, esclavizado, encarcelado, llega a la cumbre del poder. Sus sueños comienzan a realizarse.


46
A mis angustias, ahora se añaden las preocupaciones del hambre, que se ha abatido en
el país. Los campos, por más que se les are y siembre, permanecen secos como un desierto. Mi padre y mi abuelo, en épocas de sequía, dirigían su mirada a Egipto, el país del trigo. Si no hago lo mismo corro el riesgo de perder toda la familia y el ganado. Convoco a todos mis hijos y les digo, al verles inquietos, como temerosos de presentarse ante mi:
-¿Qué estáis mirando? He oído decir que hay grano en Egipto; bajad allá y compradnos grano para que sigamos viviendo y no muramos.
Preparan sus asnos y parten. Sólo diez de mis hijos. A Benjamín no le dejo marchar. Es el hermano de José, el único hijo de Raquel que me queda. Es el recuerdo del hermano y de la madre, mis dos amores predilectos. No quiero correr el riesgo de perderle, mandándole a un país extranjero.

Con el corazón en vilo espero su regreso. Y la zozobra aumenta cada día que pasa sin que regresen. Al atardecer, de la mano de Benjamín, salgo al campo a ver si vuelven y pregunto a las caravanas, que van regresando con sus provisiones de grano. Ninguno sabe darme noticias de mis hijos. Todos me dicen que desde la llegada a Egipto no volvieron a verles.
Cuando finalmente les vislumbro a lo lejos, el corazón me dio un vuelco seco en el pecho. De los diez, sólo regresan nueve. Corro a su encuentro y descubro que quien falta es Simeón. Con ansiedad pregunto por él y así me cuentan su desdichado viaje, mientras la tristeza me oprime las entrañas y me cierra la boca mientras les escucho:
-Al llegar a Egipto nos dirigimos a los guardias, que nos llevaron hasta el palacio real. Acostumbrados a caminar por los campos, a nuestras tiendas y ganados, no acertábamos a movernos entre aquellos muros. Era impresionante y hasta imponente la figura del señor que estaba sentado sobre el trono, circundado de dignatarios. Con temor nos postramos ante él, rostro en tierra.
(Con esta postración mostráis a dónde han ido a parar los sueños de José, comentan en un aparte los sabios, bendita sea su memoria).
El señor nos mandó acercarnos. Asustados por la grandiosidad del ambiente, por la belleza y majestad del señor, recorrimos torpemente el largo salón. Los ojos del señor, cuando nos acercábamos estaban como nublados, como conmovidos quizás de ver a tantos hermanos juntos, pensamos nosotros.
(José cuenta con sus hermanos, los ama, por eso los reconoce; pero no puede ser reconocido por los que no cuentan con él, por los que han olvidado al hermano vendido).

Pero no era así. El señor nos habló duramente:
-¿De dónde venís?
Le contestamos:
-De tierra de Canaán a comprar provisiones.
Nos respondió ásperamente:
-¡Sois espías!, habéis venido a observar las partes desguarnecidas del país.
Sorprendidos y turbados, le dijimos todos a la vez:
-No es así, señor; tus siervos han venido a comprar provisiones. Somos todos hijos de un mismo padre, y gente honrada; tus siervos no son espías.
Pero él insistía:
-No es cierto, habéis venido a observar la desnudez del país, para después violarlo.
Aterrorizados, no sabíamos ya qué decirle, y le contestamos:
-Éramos doce hermanos, hijos de un mismo padre, en tierra de Canaán; el menor se ha quedado con su padre, y el otro ha desaparecido.
(¿Así de simple: ha desaparecido?).
Entonces el señor dijo:
-Lo que yo decía, sois espías; pero os pondré a prueba. Yo temo a Dios, por eso haréis lo siguiente, y salvaréis la vida: Si sois gente honrada, uno de vosotros quedará aquí encarcelado, y los demás irán a llevar víveres a vuestras familias hambrientas; después me traéis a vuestro hermano menor; así probaréis que habéis dicho la verdad y no moriréis.
(Al encadenar a Simeón ante vuestros ojos, os está encadenando a todos, obligándoos a regresar con vuestro hermano menor, su único hermano de madre, Benjamín, que desea contemplar y abrazar. Y, además, poniéndoos en este apuro, os está provocando a confesar lo que lleváis escondido en la conciencia, desde hace más de veinte años. Es necesaria la confesión de la culpa para recomponer la hermandad; sólo la confesión os acercará al hermano desaparecido, a José, que se conmueve hasta el llanto, aunque vosotros aún no lo veáis; aunque finja no entender vuestro idioma y se sirva de intérprete, él comprende vuestros comentarios:
-Estamos pagando el delito contra nuestro hermano, cuando le veíamos suplicarnos angustiado y no le hicimos caso; por eso nos sucede esta desgracia. Ahora nos piden cuentas de su sangre.
El mal causado hacia tanto tiempo se yergue ahora y os golpea con otra situación similar a la de entonces: tendréis que regresar, otra vez, con un hermano de menos ante el padre; y ahora parece que algo ha cambiado; os duele lo que entonces contemplasteis con tanta frialdad: la angustia de uno de vosotros. Estáis en el camino de la vuelta y José llora de emoción, pero aún no puede manifestarlo. Los sueños son la guía de su conducta, el espejo de su vida, los hitos anticipados de su camino, el preanuncio de su destino y del vuestro; hasta que se cumplan y para que se cumplan, José tiene que negar cualquier sentimiento, afecto o acto que no lleve a su realización, aunque le sangre el corazón.

No puedo aguantar más y rompo mi silencio:
-¿Pero qué es lo que me estáis haciendo?
Me dejáis sin hijos. Os mando a José para tener noticias vuestras y me venís diciendo que una fiera le ha descuartizado; Simeón va con vosotros a comprar grano y venís diciéndome que el virrey le ha dejado en Egipto, encadenado en la cárcel; y como si esto no bastara, ahora os queréis llevar a Benjamín. ¡Todo se vuelve contra mí!
Y Rubén, abogado de causas perdidas, tiene la osadía de replicarme con su propuesta descabellada, envuelta en grandilocuentes palabras:

-Da muerte a mis dos hijos si no te devuelvo a Benjamín; ponlo en mis manos y te lo devolveré.
-¿Qué dices? ¿Qué consolación puedo hallar en la muerte de dos nietos para resarcirme de un hijo? ¡No se remedia una muerte añadiendo otras muertes, alargando la espiral de la violencia y la desgracia! ¿No son tus hijos como hijos míos? No. Mi hijo Benjamín no bajará con vosotros; su hermano ha muerto y sólo me queda él; si le sucede una desgracia en el viaje, de la pena, daréis con mis canas en el sepulcro.
No quería seguir escuchándoles. Decidido les despedí de mi presencia.

Me quedé solo, temblando con el pensamiento de mis dos hijos ausentes, perdidos, y de mis hijos presentes con Rubén como primogénito. Rubén me da miedo por la vaciedad de su vida, que no es de provecho para nada. Es semejante a un gran odre lleno de aire. Quien lo ve siente miedo. Pensando que sea quién sabe qué, le golpea hasta rajarlo, y el odre cae por tierra, expulsando el aire que contenía y que le mantenía en pie. Entonces, pasado el miedo, quien le encontró le contempla en tierra y se dice: "Por eso me ha asustado, porque en él no había nada. Sólo aire, que apenas lo exhala, vuelve al polvo".

Esperaba que pasase la carestía. Pero el hambre seguía apretando en el país. Se acabaron las provisiones de cereal, que habían traído de Egipto. No puedo soportar las súplicas angustiosas de mis nietos -mandados sin duda por sus padres- que me gritan, llorando:
-Abuelo, abuelo, danos pan; nos morimos de hambre.
Llamo a mis hijos y con rabia, a secas, les digo:
-Volved a comprarnos víveres.
Judá me recuerda lo que ya sé y no quiero oír:
-Aquel hombre nos ha jurado: "No os presentéis ante mí si no me traéis a vuestro hermano"; si no le dejas, no bajaremos, pues aquel hombre nos dijo: no os presentéis ante mi sin vuestro hermano.
Judá me enfrenta a una alternativa radical. Es un dilema sin salida. De sobra sé que tiene razón, pero mi corazón se resiste y protesta con una escapatoria inútil e infantil, como si estuviera embotado por la morbosidad de mis penas:
-¿Cómo se os ocurrió, para desgracia mía, decirle a ese señor que teníais otro hermano?
Todos a una me contestaron, indignados:
-Aquel hombre nos preguntaba por nosotros y por nuestra familia: ¿vive todavía vuestro padre?, ¿tenéis más hermanos? Y nosotros respondimos a sus preguntas. ¿Cómo íbamos a suponer que nos iba a decir: "Traedme a vuestro hermano"?
¡Qué extraño me resulta que aquel hombre se haya informado tan solícitamente sobre la familia, el padre y el hermano ausente!
Judá corta bruscamente mis pensamientos, como una pérdida de tiempo ante la urgencia de la situación:
-Deja que el muchacho venga conmigo. Así iremos y salvaremos la vida. De lo contrario moriremos tú, nosotros y los niños. Yo salgo fiador por él; a mí me pedirás cuentas de él. Si no te lo traigo y le pongo delante de ti, rompes conmigo para siempre. Si no hubiéramos dado largas, ya estaríamos de vuelta la segunda vez.
No hallando ninguna salida posible, me dejo persuadir. Pero quiero organizar el viaje y les ordeno:

-Si no queda más remedio, hacedlo. Pero tomad productos del país en vuestras alforjas y llevádselos como regalo a aquel señor: un poco de bálsamo, un poco de miel, goma, mirra, pistachos y almendras. Y tomad doble cantidad de dinero, para devolverle el dinero que os pusieron en la boca de los sacos, quizás por descuido. (No fue descuido, desean hacer constar los sabios, bendita sea su memoria, que están en todo. Fue un acto de generosidad de José, aunque vosotros no lo hayáis entendido y os haya llenado de terror. José os devuelve bien por mal; a él le vendisteis por veinte siclos de plata y en la compra actual él os devuelve el dinero. No se enriquecerá a costa de vuestro hambre).
-Tomad a vuestro hermano y volved a donde aquel señor. Dios todopoderoso le haga compadecerse de vosotros para que os deje libre a vuestro hermano Simeón y a Benjamín. Si tengo que quedarme sin hijos, me quedaré.

Con los ojos cerrados... No, con los ojos abiertos, pero sin ver, fijos en el vacío, moviendo la cabeza de un lado al otro, asisto a la preparación de los regalos, del dinero y siento que, no quiero ni puedo verlo, se alejan, llevándose a Benjamín hacia Egipto.


47
Los sabios, bendita sea su memoria, en cambio, quieren verlo todo y se encaminan a Egipto con la caravana y se presentan a José para contarnos este segundo encuentro, ahora, de los doce hermanos.
Cuando José vio con ellos a Benjamín, dijo a su mayordomo:
-Hazlos entrar en casa; que maten un animal y lo guisen, pues al mediodía esos hombres comerán conmigo.
El mayordomo hizo lo que le mandó José. Como gentes de medio pelo se conducen torpe y servilmente en aquel ambiente extraño y distinguido. Comienzan a hablar ya en la misma puerta. Viendo que les introducían en la casa del señor de Egipto, se decían unos a otros:
-Nos meten a causa del dinero que pusieron entonces en nuestros costales; es un pretexto para acusarnos, condenarnos, hacernos esclavos y quedarse con los asnos.
Acercándose al mayordomo, le dijeron en la misma puerta de la casa:
-Mira, señor, nosotros bajamos en otra ocasión a comprar víveres; cuando llegamos al campamento y abrimos los sacos, en la boca de cada saco encontramos el dinero con que habíamos pagado; aquí lo traemos de vuelta y otro tanto para comprar provisiones. No sabemos quién metió el dinero en los sacos.
El mayordomo intenta tranquilizarles, diciéndoles:
-Tranquilos, no temáis: vuestro Dios, el Dios de vuestros padres, os metió el tesoro en los sacos, que vuestro pago lo recibí yo.
El recordarles el Dios de sus padres no les tranquilizó mucho, teniendo todos el peso del delito en la conciencia. Pero todo se resolvió cuando les sacó a Simeón, su hermano encarcelado, como rehén.

Luego el mayordomo les hizo entrar en la casa de José. Después del áspero trato de la vez anterior, les sorprende que ahora se les invite a pasar a los aposentos privados del visir. Azorados, caminan atropellándose. Su miedo les hace temblar con una verborrea. inusitada. El mayordomo les da agua para lavarse los pies, y él mismo echa pienso a los burros. Ellos fueron colocando los regalos, esperando que llegase José al mediodía: pues habían oído decir que comerían allí con él.

Cuando José entró en casa, precedido de un heraldo, que anunció su llegada, ellos le presentaron los regalos que habían traído y se postraron en tierra ante él. (Las once estrellas del sueño ya están postradas en tierra ante José. Faltan el sol y la luna. Pero el sol y la luna han sido creados para señorear el día y la noche, no para someterse).
José les preguntó:
-¿Qué tal estáis? ¿Qué tal está vuestro padre, del que me hablasteis? ¿Vive todavía?
Le contestaron, inclinándose y postrándose de nuevo:
-Tu siervo, nuestro padre, está bien. Vive todavía.

(Una duración interminablemente larga de veintidós años me separa de mi padre. Sin oír su voz. Es un buen trecho de mi vida humana, densa y vulnerable, expuesta a tantos caprichos e incidentes irreversibles como he tenido. Me ha lacerado la incertidumbre de la suerte de mi padre. ¿No me esconderéis la verdad con una mentira piadosa? ¿Vuestro padre anciano, que es también el mío -aunque vosotros no lo podéis saber- vive aún? Porque si no vive, ¿qué sentido tendría toda esta comedia que recito ante vosotros, para vosotros?).

Ellos se levantan y José, alzando la mirada, ve a Benjamín, su hermano, hijo de su madre, y pregunta:
-¿Es este el hermano menor de quien me hablasteis?
Sin esperar la respuesta, José se acercó a él, le puso la mano sobre la cabeza y añadió:
-Dios te conceda su favor, hijo mío.
A José se le conmovieron las entrañas por su hermano y le asaltaron las lágrimas; salió corriendo y, ocultándose en la alcoba, se desahogó llorando allí. Después se lavó la cara y salió de nuevo. Conteniéndose, con dificultad, ordenó:
-Servid la comida.
El banquete se celebra según el protocolo: solemne, en silencio, cargado de gestos. José es servido por un lado; los once hebreos por otro y los egipcios convidados por otro. A los hermanos les asigna los puestos por orden de edad y convierte al último en primero. José les hace pasar porciones de su mesa y la porción de Benjamín es cinco veces mayor. Ellos lo ven y no comprenden. Están asombrados, pero no comentan nada, sólo pueden intercambiarse miradas de sorpresa.
Llevaron también vino, por orden de José que, contemplando a todos sus hermanos, se decía: "Desde el día que me separé de mi padre, no he vuelto a probar el vino. Pero hoy estoy con mis hermanos, después de más de veinte años, por primera vez con todos. Hoy puedo alegrarme con ellos; además sé que mi padre vive y está bien". Pero los hermanos, con mucha deferencia, se negaron a beber, diciendo:
-Desde el día en que se perdió nuestro hermano no hemos probado ni una gota de vino, pues desde entonces nuestro corazón no ha estado nunca alegre. Por eso tampoco ahora beberemos.
Durante unos instantes José permaneció en silencio, impresionado; luego alzó el vaso lleno de vino y, sonriendo, dijo:
-¿Brindamos en esta ocasión con el augurio de que este hermano vuestro sea finalmente encontrado sano y salvo?
Ante esta invitación, los hermanos no pudieron negarse. Bebieron y se alegraron con él.
El vino les ha relajado el azoramiento, les ha distendido de la angustia anterior y ha roto las distancias, uniendo a los doce hermanos en la alegría. Este brindis, final del banquete, parece, pues, sellar la reconciliación. ¡Sólo las montañas no se encuentran!, exclama uno de los sabios, bendita sea su memoria.


Pero José no se conforma con la unión fundada sobre el vino. Quiere ver, antes de darse a conocer, cómo están los sentimientos de su corazón, ante un hecho similar al vivido con él. Fingirá encarcelar a Benjamín a ver si esto les angustia hasta el punto de estar dispuestos a dar la vida por liberarle. Entonces, con alegría, acabará esta dolorosa comedia.
Alegres por el vino han terminado la comida. José, queriendo provocar el pleito, encarga al mayordomo:
-Llénales los sacos de víveres, todo lo que quepa, y pon el dinero en la boca de cada saco, como la vez anterior; y mi copa de plata la metes en el saco del menor, junto con su dinero.
El mayordomo hace lo que le mandan. Al amanecer, los once hermanos se despidieron y partieron con los asnos. Apenas habían salido de la ciudad, José dijo al mayordomo:
-Sal en persecución de esos hombres y, cuando les alcances, diles: "¿Por qué me habéis pagado mal por bien?, ¿por qué habéis robado la copa en que bebe mi señor y con la que suele adivinar? Está muy mal lo que habéis hecho".
Cuando les dio alcance, les repitió estas palabras, añadiendo por su cuenta, al ver la cara de sorpresa y confusión de los once:
-No os hagáis los inocentes. Demasiado bien sabéis de qué estoy hablando. No seáis ingenuos, ¡a quién se le ocurre robar una cosa tan personal e inconfundible! El amo la ha echado de menos en seguida y el ladrón no tendrá escapatoria. Y además, con el agravante de que es la copa de adivinar.
Es tan grave la acusación que los once replican, indignados, quitándose la palabra unos a otros:
-¿Por qué habla así nuestro señor?
-¡Lejos de tus siervos obrar de tal manera!
-Mira, el dinero que habíamos encontrado en los sacos te lo hemos traído desde la tierra de Canaán, ¿por qué íbamos a robar en casa de tu amo oro o plata?
Su seguridad es tan grande, tan compartida, que Rubén, en nombre de todos, como primogénito, lanza un desafío fatal, como había visto hacer a su padre ante una acusación similar:
-Si se la encuentras a uno de tus siervos, ¡que muera!; y los demás seremos esclavos de nuestro señor.
El mayordomo les responde:
-Sea lo que habéis dicho: a quien se le encuentre será mi esclavo; los demás quedaréis libres.
Menos grandilocuente que Rubén, el mayordomo rebaja la pena de muerte pronunciada, en su ignorancia, por Rubén y compartida por los demás, y la reduce a esclavitud sólo para el culpable. Suena a sentencia humanitaria, pero provoca una tensión entre los hermanos, que rompe su solidaridad.
Cada uno baja aprisa su saco, lo pone en tierra y lo abre. El comienza a registrarles, empezando por el del mayor y terminando por el del menor. No le importa el dinero, que halla en la boca de cada saco. Busca la copa y la encuentra en el saco de Benjamín.
Al verla, ellos se rasgan los vestidos y, confundidos y cabizbajos, cargan de nuevo los asnos y vuelven a la ciudad a enfrentarse de nuevo con el visir.

Durante el camino, avergonzados, marchan en silencio, hasta que explota Leví, acusando a Benjamín:
-¡Ladrón! ¡Hijo de ladrona!
Benjamín, que se sabe inocente y, tocado en el afecto de su madre,

como un lobo rapaz
que por la mañana devora la presa
y por la tarde reparte despojos,

se lanza sobre Leví, gritándole:
-¡No mezcles a mi madre en esto!
Judá interviene, con energía, separándolos:
-¡Deja en paz al muchacho! No había nacido cuando lo de su madre. Mejor que ni lo sepa.


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