LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob (E. Jiménez Hernández)
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Uno de mis perros ladra a la luz de la luna, que se posa, alta ya y malva, sobre la colina envuelta en un suave frescor. El aullido me devuelve a la realidad presente. Tengo a Lía al lado, que me mira con sus débiles ojos asustados. Comprendo que el amor que surge después del matrimonio es más precioso que el romántico que explota antes. Uno se enamora de una mujer para vivir con ella. Pero no es sólo el deseo de dormir con ella; se trata de hallar una persona junto a la que uno puede ser verdadero. No hay mentira que soporte la convivencia.
Con Lía al lado, ayudándola a cruzar el Yaboc, pienso que, hasta que el hombre no toma mujer, su amor se dirige a sus padres. Cuando toma mujer, su amor se dirige a la esposa. El amor a sí mismo se une con el amor a la propia mujer. Amar a la esposa es amarse a sí mismo; ella es la propia carne.
Relegado a una distancia inviable por el repliegue de la ternura ante los embates de los celos, sólo su palabra abolía las barreras que nos separaban, liberándome la ternura para abrazarla, para buscar con alma y carne su alma y su carne, entre el silbo de dos respiraciones fundidas en un único respiro, con un único sonido, semejante al crisar de las golondrinas, mezcla de júbilo y sofoco, aleadas en una las dos llamas de la sangre y la carne en la espera de la epifanía del más íntimo misterio: el brotar de la vida.
Al dejar a Lía en la otra orilla del río, me vienen a la memoria la de veces que la he visto llegar a mi tienda con temblor de virgen inocente. Se tendía junto a mi cuerpo, sin mirarle, casi sin sentirlo, sin pensar en otra cosa que en su sueño, el deseo de darme hijos. El deseo de darme hijos y de conquistarme, haciéndome gozar. Cuando no le prestaba atención, la sentía acercarse. Me tocaba, tímidamente. Me besaba. Me acariciaba hasta que no podía resistir más. Y, la mañana, me decía, melosa:
-¿Hemos pasado juntos una noche deliciosa o no?
-Sí.
-¿Has amado?
-Sí.
-¿Has conocido la felicidad? ¿Una felicidad sin límite? ¿Una felicidad que te hacía volar como suspendido entre el cielo y la tierra?
-Sí.
Y, cansada o dolida de mis monosílabos, insistía:
-¿Y entonces?
Y yo la consolaba, soltando mi lengua:
-Sí, he cedido a tu encanto, fascinado. Mi cuerpo ha conocido, con el tuyo, una felicidad que no creía posible. En tus brazos mi sangre se ha inflamado hasta cegarme. Anudados, abrazados, sólo siento tus labios en mis labios; sólo veo tus ojos hundidos en los míos; y tu rostro y tus manos... Amo tu cuerpo, que se entrega y me posee, mientras me entrego y te poseo. Y entro en éxtasis y en agonía. Y bendigo al Santo, bendito sea su Nombre, que vio que no era bueno que el hombre se hallara solo y le creó la mujer.
Sí, esta es una parte fundamental de mi vida. Me he unido con mis esposas y concubinas, porque donde el hombre está solo deja de reinar la alegría. En la capacidad de perderse completamente en el otro está el secreto de la alegría, el misterio del conocimiento y la fuerza de nacer y renacer continuamente. La alegría es necesaria. Donde no reina la alegría, no es frecuente la presencia divina.
Nuestros sabios, bendita sea su memoria, miran de reojo al único célibe, que se sienta con ellos y se entretienen en una de sus frecuentes discusiones:
-Quien no se casa, mengua la imagen del Santo, bendito sea su Nombre, pues está escrito:
"A imagen de Dios los creó; hombre y mujer los creó".
-Quien no se casa y no engendra hijos, es como si hubiera derramado sangre, pues está escrito: "creced, multiplicaos, llenad la tierra".
El sabio célibe, achicando los ojos al sonreír, entre tímido y malicioso, les dice:
-Quien no se casa ni piensa en engendrar hijos, disminuye la imagen del Santo, bendito sea su nombre y es un asesino, pues están escritas las dos cosas, una detrás de la otra.
Quitándose la palabra unos a otros, casi a coro, le contestan todos los demás:
-Hay quien habla mal y vive mal; quien habla mal y actúa bien. Pero tú hablas bien y actúas mal.
Alzando los hombros, contesta:
-Y, ¿qué puedo hacer, si me he enamorado de la Torá? Que piensen otros en casarse y en engendrar hijos.
Como Jacob, que ha dado la vida a todas nuestras tribus.
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Mis hijos... ¿He sido yo quien ha pensado en engendrarlos? ¿No han sido acaso mis mujeres? Mis hijos, ¿quién se extrañará de sus envidias y violencias si son fruto, más que del amor, de la rivalidad de sus madres?
Y también un don del Santo, bendito sea su Nombre, que saca la vida de la nada y transforma lo vil en gloria. En lo oculto, El va dirigiendo el hilo de mi historia. Donde se da la vida, está siempre presente, modelándola, creándola a su imagen.
Con la llegada de los hijos, mis mujeres me suplantan a mí, a quien todos llaman el Suplantador. Ante ellas quedo como apagado. Sí, me siento el marido feliz, fecundo, pero tantas veces me veo sólo como un marido resignado. He perdido mi seguridad y también, ¿por qué no confesarlo?, la petulancia con que llegué a esta tierra, dando lecciones a los pastores, descorriendo la piedra del pozo yo solo, saltándome los usos del lugar. Soy un marido al servicio de mis mujeres; me toca cumplir puntual y alternativamente mis deberes conyugales, que ellas deciden entre riñas y apaños de compraventa, tomándome como engendrador de sus hijos. Ni siquiera me dejarán el derecho de darles el nombre; serán ellas quienes lo hagan. Y en cada nombre expresarán, para toda la historia, su mutua rivalidad y sus pretensiones sobre mí.
No me extraña, aunque me duela, esta rivalidad. Sucedió lo mismo con mi abuela Sara y su esclava Hagar. El Santo, bendito sea su Nombre, había prometido un hijo a mi anciano abuelo Abraham. Sara, con su matriz ya seca, no le daba ese hijo. Mi abuelo cree, no pierde la esperanza; pero le cuesta la espera y recurre, bajo la sugerencia de Sara, a un ardid legal:
-El Señor no me da hijos, llégate a mi sierva Hagar a ver si por ella tengo hijos.
Abraham aceptó la propuesta. Tomó a Hagar como esposa, se llegó a ella, quien concibió un hijo. Entonces Sara, en su pasión, olvida su propuesta y acusa al pobre marido:
-Tú eres responsable de esta injusticia; yo he puesto en tus brazos a mi esclava, y ella al verse encinta me desprecia. El Señor juzgue entre nosotros dos.
Ah, el Santo, bendito sea su Nombre, es el juez justo. En mi caso he sido yo quien ha empezado con favoritismos. No puedo disimular mis preferencias por Raquel. Y así he provocado la rivalidad de las dos hermanas.
¿Pero cómo borrar el milagro de nuestro encuentro? ¡Milagro del Santo, bendito sea su Nombre! Porque milagroso fue que nos conociéramos. Podíamos haber vivido lejos el uno del otro, cada uno en la tierra de su padre. Y milagro era su cuerpo creado a la medida de mi amor y deseo; y su alma, acordada al tono de las pulsaciones de mi corazón. ¿Es posible imaginar mi existencia sin la suya? ¿Qué hubieran sido los siete años de espera y los otros siete añadidos a la espera y los seis más en el exilio de mi tierra, lejos de la casa paterna, sólo confortados y justificados por su presencia y la alegría y los reproches de su mirada? Porque habíamos sido creados el uno para el otro, ocurrió lo que ocurrió, al vernos ella y yo por primera vez junto al pozo.
Nada de lo que se alzaba en mi interior permaneció en pie cuando sus ojos cruzaron el umbral de mi intimidad. Con su presencia derribó las murallas, que había levantado mi timidez como defensa de los otros. Me dejó a la intemperie, expuesto a los riesgos del amor, al fuego de la vida y sus cambios, a la alegría compartida y amenazada a cada instante, a la sorpresa y al vértigo del presente, sin apoyo en pasado proyectado como presente y futuro inmutables ni en un futuro irreal, imaginario. Abierto a la rugosa realidad del instante y sus imprevistos continuos, me enseñó el deleite de lo que la vida y su cariño me daba en cada momento. El tiempo, el real, el presente me lo convirtió en eternidad para mí.
Yo no me conocía. Y sólo me he conocido cuando me he visto reflejado en sus ojos, cuando he visto en su alma el rastro de la mía.
No era el deseo, el fuego del placer -que lo he tenido, pero quizás tanto o más también con Lía- aquello que me hacía buscarla y balbucir una y mil veces su nombre. Amo su cuerpo, sí, pero es otra cosa. La amo a ella, su espíritu, su alma y su cuerpo. Cegado por la luz que emanaba de ella, cuando la vi por primera vez, acercándose al pozo con el rebaño, yo no tenía ojos sino para esa luz; sólo más tarde, cuando me acostumbré a ese fulgor inmarcesible, pude fijarme en su cuerpo y amarlo. Amo sus manos, sus ojos, sus labios... Pero los amo, porque le pertenecen a ella, porque forman parte de ella, del misterio indestructible que constituye su ser, y que me fue destinado por el Santo, bendito sea su nombre, como camino de salvación desde antes de la creación del mundo. La amo, porque sus ojos se transfiguran en espejo celeste y sus rubios cabellos son un trigal sembrado por El para mi. La amo, porque al mirarme me reconoció, y así pude verme a mí mismo. Y con ella conocer la palabra felicidad y su significado hondo, como frontera y epifanía de lo divino en la tierra, grávido atisbo de vida, de eternidad, tiempo como río hacia la aurora.
Pero así he provocado la rivalidad de las dos hermanas. Rivalidad que se concreta en el punto del amor y la fecundidad. Raquel es consciente de su belleza, sabe que me he enamorado desde el primer momento; se sabe la preferida sin disimulo. Pero Lía es la fecunda, la que me da hijos, aunque reciba menos afecto. Y las dos rivalizan para ganarse la mitad que les falta. La fecunda procura ganarse, con los hijos, el amor. La preferida, quiere conseguir, además del afecto, también hijos. Y yo en medio. Y si quizás, no estoy muy seguro, soy dueño de lo primero, no lo soy, en modo alguno, de lo segundo.
Y está también el Santo, bendito sea su Nombre, que interviene para corregir y equilibrar, superando mis preferencias, cerrando y abriendo senos, canalizando la emulación, escuchando y mirando, recordando y dando...
Y aprendiendo para perfeccionar el trabajo de conectar matrimonios; trabajo que le quedó cuando terminó la creación del mundo. Así podrá decir a mis descendientes:
"No te casarás a la vez con una mujer y con su hermana, creando rivalidades al tener relaciones con ella mientras vive la otra".
Pues El, lo mismo que yo, ha visto que
"Ninguna pelea como la de las rivales. Ninguna venganza como la de las émulas".
"Mujer que envidia a otra es pena y dolor de corazón".
"No consultes, pues, con la mujer acerca de su rival".
"Pues afilan sus lenguas como serpientes, escondiendo veneno de víboras bajo sus labios".
Cada tarde era una sorpresa y un don, un encuentro deseado y esperado con trepidación. En las dos hermanas he abierto el manantial de la vida, del que han brotado los hijos, como arroyos, que fecundarán la tierra en todas sus direcciones.
El Señor, pues, viendo que Lía no era correspondida, le abrió el seno, mientras Raquel seguía estéril, diciendo:
"Todos los árboles del campo sabrán que yo, Yahveh, humillo al árbol elevado y elevo al árbol humillado, hago secarse al árbol verde y reverdecer al árbol seco".
Lía concibió y dio a luz un hijo.
Amanecía. Comenzaban a distinguirse las datileras y el ciprés de tronco recto, alto y oscuro. El viento agitaba los olivos plateados. Sobre la tienda de color ocre oscuro, mientras me agitaba, dando vueltas en torno a ella, caía una luz cruda, intensa como el mediodía y, sin embargo, no semejaba una luz salida del cielo; parecía, más bien, una luz terrestre, espectral, irreal... Y el grito exhausto y gozoso de Lía:
-Reu ben = ¡Ved: un hijo!
Cuando Zilpa, la sierva que Labán dio a Lía el día de la boda, me llamó y puso el niño en mis manos, se me heló la sangre en las venas. No he olvidado el vehemente calor de ternura que me embargó al tomar, por primera vez, ese pedazo de carne palpitante entre mis manos. Era mi hijo, mi primer hijo.
Y Lía, desde su agotamiento y somnolencia, abrió sus ojos y mirándome dijo:
-Se llama Rubén. El Señor ha visto mi aflicción; ¡ahora me querrá mi mando!
Y otra vez, en lo más íntimo de mi ser -voz de mi conciencia-, que me reprochaba la usurpación de la primogenitura a mi hermano, o la voz del Santo, bendito sea su Nombre, que preparaba la Ley para mis hijos, me resonaba inconfundible:
"Si un hombre tiene dos mujeres, a una de las cuales ama y a la otra no, y tanto la mujer amada como la otra le dan hijos, si resulta que el primogénito es de la mujer a quien no ama, el día que reparta la herencia entre sus hijos, no podrá dar el derecho de primogenitura al hijo de la mujer que ama, en perjuicio del hijo de la mujer que no ama, que es el primogénito. Sino que reconocerá como primogénito al hijo de ésta, dándole una parte doble de todo lo que posee, porque este hijo, primicias de su vigor, tiene derecho de primogenitura".
A los ocho días un mohel circuncidó al niño. Mientras recitaba la oración de la alianza, se me llenaron de lágrimas los ojos. Mi hijo en mis brazos, me miraba en silencio y yo, también en silencio, le deseaba felicidad. El mohel recitaba:
Al entrar a formar parte del pueblo elegido, recibes en tu cuerpo y en tu alma un sello indeleble, una marca de fuego, que humeará hasta que la muerte la apague. Sólo serás hombre en cuanto seas fiel a este sello del Santo, bendito sea su Nombre, y vivas según sus designios.
Ni esta plegaria ni mi augurio de felicidad han sido tus compañeras, hijo mío. Te he visto crecer, alto, esbelto, fino, de cabellos oscuros, ojos sombríos, labios apretados; todo en ti sugiere al desgarrado. Llevas la muerte en el alma, hijo mío.
Hundiendo mi mirada en el pozo oscuro de tus ojos, el rostro de mi madre se me apareció de nuevo, como en sueños. Me invadió los huesos una melancolía pegajosa, anhelante. La luna estaba velada de nubes. En vela, como centinela, atento al progresivo ahondamiento de la noche, se me hacía cada segundo más muda. Me arrepentí de haber abandonado la casa. Acosado como me sentía, me escondía en tus ojos, como de pequeño me había refugiado en los de mi madre. Algo me pesaba sobre el corazón -"si esto es tener hijos, ¿para qué vivir?"-, como un llanto sofocado de un niño pequeño, como un lamento sin palabras, tan profundo y angustioso, que había que escucharlo sin remedio.
Gozabas de la predilección de Zilpa. Al nacer te lavó, te acunó entre sus brazos, y desde aquel instante te amó hasta que en la Torre del Rebaño, en Migdal, te acostaste con Bilha, mi otra concubina y su rival. Entonces te odió para siempre. Ella fue quien me informó, haciéndome rasgar, no sólo los vestidos, sino las entrañas.
El viento era húmedo y cálido; había llegado la estación de Tisrí y la tierra olía a hojas de parra y a uvas maduras. Hombres y mujeres salían temprano de casa. Estábamos en plena vendimia y los racimos de uvas, henchidos de zumo, descansaban al sol. En todos los viñedos no había más que gritos y estallidos de risa. La amplia casa de campo hervía de actividad. En el patio estaba la tina para pisar la uva; los jóvenes descargaban en ella los cestos desbordantes de racimos. Otros, dentro de ella, se balanceaban pisando la uva. Los herreros preparaban los toneles para el vino, rodeándoles con fajas de hierro...
Sí, lo sé, hoy lo comprendo. El olor del mosto embriagaba hasta el aire que todos respirábamos. Y en los viñedos, encorvadas, estaban las vendimiadoras. Desencajada Zilpa me contó lo sucedido al anochecer.
-Sí, padre mío, aquella noche pasé del entusiasmo místico, que me llevó hasta el umbral del Santo, bendito sea su Nombre, a la decepción, a la soledad inconmensurable del placer. En un momento pasé de la gloria maravillosa y atractiva de la carne a la amargura y desencanto del pecado, que me encerraba en los límites estrechos de mi cuerpo, solo y distante Bilha, también ella encerrada en sí misma, lejos de mí, sola con su cuerpo impenetrable.
Movido por el ansia de escapar de mí mismo, corría, sin oír siquiera mis propios pasos. La ausencia de sonidos me cercaba, cerrándome los ojos en mi camino hacia un vacío irresistible. Las sombras se adensaban a mi alrededor y dentro de mí.
Entumecido por el relente, en esta noche en que la luna anticipa la vida en el espejo del Yaboc, te contemplo una vez más, hijo mío:
Tú, Rubén, mi primogénito, mi fuerza y mi primicia de virilidad, plétora de pasión y de ímpetu, espumeaste como el agua, no serás primero, porque subiste al lecho de tu padre, violando mi tálamo con tu acción.
Pasa el río, Rubén, hijo mío, y no olvides que el solitario no es nada. Quien se configura a sí mismo, en un intento de libertad, como desvinculación, como evasión y como insolidaridad, se queda exclusivamente consigo mismo, renunciando a lo que es la necesidad primordial del hombre: coexistir, convivir, compartir. Hasta tal punto le es entrañable la comunicación, que sólo en correspondencia existe el amor.
El hombre, hijo mío, como imagen del Santo, bendito sea su Nombre, es en su entraña reciprocidad y comunión.
Mirándole alejarse en la otra orilla del río, se me escapa entre dientes, como una murmuración:
-Rubén como agua que se desborda de su cauce e inunda una tierra no suya, tú te has derramado sobre mi concubina Bilha. Ni juez, ni rey, ni profeta saldrá de tus entrañas. Mientras sus hermanos cruzan el Jordán, él se quedará en la Transjordania y cuando sus hermanos combaten, en los arroyos de Rubén se discuten magnánimas decisiones. ¿Por qué te has quedado en los corrales, escuchando silbidos entre los rebaños?
23
Tras el primer hijo, viene el segundo. Y Lía sigue martillando en el mismo clavo, como si no hubieran pasado quince lunas:
-El Señor ha oído que no era correspondida y me ha dado este otro hijo.
Y para que no lo olvidara, le llamó Simeón. Y volvió a remachar, como si no viviera para otra cosa, al año siguiente:
-Esta vez mi marido se sentirá ligado a mi, pues le he dado tres hijos.
Y le llamó Leví.
Los sabios, bendita sea su memoria, no comparten el malhumor de Jacob. Se deleitan con estos juegos sonoros en que el nombre de sus antepasados, además de designar a una persona, comienza a significar un hecho. Les halaga oír su nombre tribal; es su acta de nacimiento. Cada uno espera su turno y se permiten guiños y codazos a los oyentes vecinos. Y al ingenio de Lía añaden el suyo, gastándose bromas recíprocas. Con ingenuidad se divierten a costa de Jacob, único padre de todos ellos. A la insistencia del clavo uno salta:
-Cuando un rey, en la noche, se va a la cama, deja su corona colgada de un clavo. ¿Por qué la deja en un clavo, que es un objeto despreciable? ¿Por qué no la deja sobre la cabeza de un ministro?
-Porque el ministro -responde él mismo- se lo tomaría en serio y se creería rey. Con un clavo no hay peligro.
Y, ¿qué tiene que ver esto con los hijos de Jacob? No comprendo, replica otro.
-Entonces escucha esta: Un tal alimentaba sus monas con unas cuantas castañas. Dijo a las monas: "por la mañana tres y por la tarde cuatro". Las monas se enfurecieron. Entonces les dijo: "por la mañana cuatro y por la tarde tres". Las monas quedaron satisfechas.
-¿Y por qué? No comprendo.
-Las monas, tampoco. No preguntes tanto. Vive contento y no te atormentes con tantas preguntas. La tristeza es un pecado, porque hace pesada la vida; por ello se transforma en odio, odio de sí mismo. Pero quien se odia a si mismo termina odiando a los demás.
-¿No será más bien al contrario? Se empieza por odiar y matar al otro y se acaba por odiarse y aniquilarse a sí mismo. La crueldad se vuelve contra uno mismo.
Que disputen los sabios, bendita sea su memoria, por dónde empieza el odio. No puedo amar a estos dos hijos y me desprecio a mi mismo. En esta mañana de cielo incierto, de una incipiente primavera, aún temblorosa, con sus ráfagas de viento frío y nubes deshilachadas, me siento, como tantas otras veces, habitado y observado desde dentro de mí mismo por un ser que unas veces es la sombra de mi hermano y otras semeja un ángel; un ser que me impele a seguir los instintos más bajos o que me recuerda la elección inscrita en mi espíritu antes de la partida de la casa paterna, o anterior quizás a la salida del seno materno. Me siento como si aún no hubiera nacido y continuara la lucha agarrado al talón de mi hermano en las aguas primordiales. Mis llagas se conservan frescas, sin tiempo para cicatrizar.
Les veo siempre juntos y temo sus intrigas y su violencia. Simeón ágil, agitado siempre, vivaz e impertinente. Nunca se entrega. Si habla de los demás, es para no hablar de sí mismo. Activo, metido en todo. Sólo teme a la soledad. Por eso siempre se hace acompañar de su hermano menor. Leví le sigue con expresión severa, que acentúan sus cejas espesas, su barba áspera y copiosa. Reservado y austero, casi ascético, sigue a su hermano, siempre detrás, con su andar lento. Es robusto e irascible. Se parece a su tío, mi hermano Esaú.
No resisto su mirada. Huyo de ellos, aunque llueva torrencialmente. Chapaleo en el fango y mi pie queda apresado en las zarzas o se hunde en los fosos. La tierra bajo el aguacero se ha oscurecido y los caminos han desaparecido. El barro pesa en mis pies y, al caminar, me parece que levanto la tierra entera.
Ha sido un verdadero diluvio y los hombres y animales han tenido miedo. Pero ya las nubes comienzan a dispersarse y el cielo recobra su color azul.
Del peñasco, donde me he guarecido, sale una lechuza. Ha visto que el tornado ha pasado y sale del nido. Revolotea de un lado a otro y comienza a ulular tiernamente, llamando a su compañero.
Cegado por el resplandor del mediodía, me dio vértigo el paisaje desnudo, fosforescente, que había dejado la lluvia. Sentí la frialdad repulsiva de un reptil deslizándose sobre mi pie izquierdo. Se me paralizó la sangre, provocándome una sequedad áspera en la boca. En aquel alargado instante, pasaron por mi mente todos los momentos de terror de mi vida: el beso falso y baboso a mi padre con el temor de que descubriera mi engaño, la mirada centelleante y rugiente de mi hermano, su juramento de matarme después del luto de mi padre. Ante mis ojos cerrados brilló como el rayo la espada que mi padre le puso en la mente, al intentar bendecirle...
Como loco, a zancadas largas, regresé a casa, aunque no supiera en qué tienda refugiarme para escapar de los celos de las mujeres y de la mirada taimada de mis hijos intrigantes, que me rodean de mentiras y engaños. Se apacientan de vientos todo el día. Andan detrás del solano, haciendo acopio de embustes funestos. Si cierro los ojos veo algo espeluznante ante ellos: huellas de sangre marcan sus pasos.
En esta noche en que no puedo huir, noche desnuda en que la verdad se impone, en el limite del Yaboc, mi alma vomita sus sentimientos y presagios revueltos:
-Hijos míos, hijos de mi dolor y humillación, pasad a la otra orilla. Vosotros sois los primeros en empuñar la espada. Sois como Esaú, vuestro tío. Quien os contemple, podrá decir: "las espadas que vemos en las manos de los hijos de Jacob las han robado al hombre que vendió la primogenitura por un plato de lentejas". Que el Santo, bendito sea su Nombre, me conceda que mi nombre no se recuerde junto al vuestro y no se diga que sois hijos de Jacob.
Simeón y Leví, hermanos,
mercaderes en armas criminales.
No quiero asistir a sus consejos,
no he de participar en su asamblea,
pues mataron hombres ferozmente
y a capricho destrozaron bueyes.
Maldita su furia, tan cruel,
y su cólera inexorable.
Simeón, veinticuatro mil hombres caerán en Sittin, viudas quedarán sus mujeres, huérfanos sus hijos, que irán mendigando un trozo de pan a quien encuentren. En cuanto a ti, Leví, no tendrás heredad con tus hermanos, y tus hijos irán de era en era a pedir los diezmos y serán dispersados por toda la tierra de Israel.
24
Lenta, dolorosamente, volví en mí, como quien regresa de un país lejano, futuro. A mi lado, temblando, se hallaba Judá, mi cuarto hijo. Judá es un don del Santo, bendito sea su nombre, reconocido así por la misma Lía, que al darle a luz no me reclamó nada, sino que exclamó:
-Esta vez doy gracias al Señor.
En pleno invierno llegaron los días soleados de Sebat. El sol comenzó a brillar; la tierra se templó y los almendros creyeron que había llegado la primavera y comenzaron a brotar. El martín pescador esperaba aquellos días de tregua para confiar sus huevos a las rocas. Todas las aves del cielo ponen los huevos en primavera o al comienzo del verano, pero el martín pescador los pone en pleno invierno. El santo, bendito sea su nombre, se apiadó de ellos y les prometió que el sol calentaría la tierra algunos días del invierno para que pudieran multiplicarse.
A Judá le gustaba, desde pequeño, acompañarme, como un zagal, y escuchar mis relatos. Conocía cada sendero, cada arroyo, cada pedrusco, la sombra de cada árbol. Le eran familiares la sucesión de los solsticios y el relevo de las estaciones, los ciclos anuales y la posición de las estrellas, las variedades de las plantas y las virtudes de las raíces. Me escuchaba, no sólo con los oídos, sino sobre todo con los ojos:
En la estación de Tisrí y Tebet el sol, que pasa la noche en el occidente, gira por el lado meridional, siguiendo las aguas del océano, sumergido entre los confines de los cielos y los confines de la tierra, pues la noche es larga y largo el camino, hasta que llega a la ventana oriental, por donde busca la salida.
Y en la estación de Nisán y Tammur continúa girando por el lado septentrional, siguiendo las aguas del océano, entre los confines de los cielos y los confines de la tierra, pues la noche es corta y corto el camino, hasta que llega a la ventana oriental, por donde busca la salida.
El equinoccio de Tisrí señala la sementera; la siega, el equinoccio de Nisán; el solsticio de Tebet señala el frío; y el calor, el solsticio de Tammur. Así se suceden los días de la tierra: sementera y siega, frío y calor, verano e invierno.
Luego está el viento, que sigue los pasos del sol o se le adelanta, poniendo zancadillas a su luz. El viento de oriente trae la luz al mundo. El viento del sur, las tinieblas; y el viento del norte, donde están los depósitos de la nieve y del granizo, trae al mundo el frío y las lluvias.
De todas las cosas se sirve el Santo, bendito sea su Nombre, para realizar sus designios; hasta de la serpiente y el mosquito o de la rana. Escucha: Un hombre estaba en la orilla de un río y vio una rana que cargaba sobre sí un escorpión, le hacía cruzar el río y, cuando el escorpión cumplió su misión, mordiendo al hombre, lo devolvió a su sitio. Aquel hombre, que pensaba que el Santo, bendito sea su nombre, había creado muchas cosas inútiles, no volvió a pensarlo.
Todo era una sorpresa emocionante para Judá: los pinos, de un verde centelleante, el sol curvado sobre el ocaso... Pasábamos largas mañanas ante el ancho paisaje, donde poder echar a volar la mirada, aprovechando la silenciosa atención de las piedras y arbustos para conversar con ellos o con nosotros mismos, cada uno por su cuenta. Nos levantábamos temprano para descubrir, con las primeras luces del alba, los últimos brotes de la noche.
Era un hermoso día de Iyyar. Arboles en flor, una fiesta de aromas y colores, un mediodía de primavera en que el hombre se siente en armonía con la creación, con el agua que corre luminosa en el río, con el cielo azul y el sol en medio, como una promesa de bendiciones sin límites.
Por las veredas, rezumantes de vaho, los rebaños van dejando sus huellas. Mis pies buscan, por instinto, los árboles donde recostar mis hombros; busco la sombra y quizás hasta echar un corto sueño. Si es una palmera, me dejo acariciar por sus palmas; bajo el ciprés no duermo. Los cipreses, inhiestos, inflamados de sol y ocasos, no me permiten cerrar los ojos; me los abren hasta hacerlos volar hacia lo alto, hasta perderse en el cielo azul, como una ensoñación. Lo contrario me producen los olivos con su verde plateado y sus troncos ásperos, retorcidos, como raíces al aire, como queriendo agarrarse y amarrarse a la tierra. Las higueras, en cambio, me tientan siempre con sus brevas. Y si llego hasta el cedral, entonces canto, siempre canto al arrullo de las tórtolas y palomas. Y al caer la tarde me dejo embriagar con las fragancias de las viñas o el olor de los sembrados en sazón, de los frutales...
Sólo la querencia de la casa arranca mis pies de la fascinación del campo, con la esperanza de una mirada, quizás de una palabra, mientras acarrea el último cántaro de agua. ¡Qué hondo me llega el ruido de la tahona, moliéndome el corazón, al imaginarme a Raquel rodando la muela! Con suavidad de tórtolas, sus manos saltan de las rosas a los dátiles... ¡Los dátiles!, los siento en la boca como miel y vino; su jugo lechoso me pringa la barba; dátiles grandes, arrugados, tiernos, dulces, de fina corteza que se pega a las manos...
Un hijo, que te escucha, da luz a los ojos, memoria al alma, oídos al corazón para el canto de la vida, y hace reverdecer los huesos y el corazón para el amor.
Siento que roznan los camellos junto al pesebre. Y veo a Raquel que, con el rostro orientado hacia la claridad del ocaso, busca la luz del atardecer. Una sonrisa roza sus labios, como un rayo de sol que se filtra entre las hojas de la higuera, para penetrar en la casa y jugar con el polvo antes invisible. Los ojos, a medida que declina el sol, se iluminan de un fulgor interior. Regresando del campo, me extasío ahora en el esplendor de su belleza. Al desanudarse la cofia, para enjugar el sudor de su frente, Raquel libera sobre sus ojos un sueño de dorados cabellos, como el trigal ondulante, que el viento introdujera en la casa. Sólo por el gusto de oír su voz, le pregunto:
-¿Cansada?
Al contestarme, oteando los contornos, recobra la viveza de sus gestos desmayados por el cansancio del día. Sacude graciosamente la cabeza, removiendo el mechón de pelo que le cae sobre la mejilla derecha, ocultándole la sonrisa maliciosa de su juventud. Cada uno de estos momentos es un prodigio de vida, que compensa la rutina del largo día tras las ovejas y cabras amodorradas.
Al rato, ya en la tienda, siento a mis espaldas su risa alegre como un agua fresca surgida de las entrañas de la tierra. Me vuelvo y la veo avanzar hacia mí con todos sus adornos, con los anillos de bronce en los tobillos, brazaletes, pendientes y sandalias rojas, con los cabellos sueltos, ondulantes como una cascada sobre sus espaldas. Camina, esbelta, hacia mí, ofreciéndome su piel dorada por el sol y sus ojos grandes, como lagos luz.
En sus ojos contemplo la noche estrellada, deteniendo la mirada en una estrella, su estrella, y le hablo, hablo a la estrella, dirigiéndome a ella. Mi cabeza da vueltas, cargada de imágenes, de visiones. Pero ya el alba alumbra el cielo y se desliza por las cimas de los árboles. Sólo la montaña retiene, aún por un poco, la noche
Se presenta un día hermoso. El sol se filtra a través de los lienzos de la tienda. La brisa de los campos y huertos cercanos refresca el aire. En el patio, cantan los pájaros y las abejas zumban de flor en flor. Desde los cobertizos y establos me llega el mugido de las vacas y el ronzar de los camellos.
El tiempo pasa de prisa. Como el agua, la esperanza o los sueños. Lo dicen los sabios, bendita sea su memoria. La vida del hombre -y sus alegrías, añado yo- son como la sombra de un pájaro en pleno vuelo. En cuanto la vemos, se desvanece.
Ya preparado para marcharme con los rebaños, me vuelvo para despedirme de Raquel y me encuentro con una sonrisa como de hastío y desencanto, coronando sus labios y sus ojos abiertos como dos preguntas.
No entiendo nada. Demasiado asustado para pensar o dejar de pensar, me quedo paralizado, incapaz de moverme, de respirar, de mirar y de no mirar; me olvido hasta de que estoy vivo.
Siento, de repente, un viento abrasador, que sube del desierto, ensombreciendo la tierra. Es el soplo del Santo, bendito sea su Nombre, me digo no sé donde. Seca todas las hojas verdes, ciega todas las fuentes, llena la boca de arena. Y con una boca arenosa, Raquel me grita:
-No tengo hijos. Soy como un árbol muerto.
El frío del terror se clava en mis entrañas. Se me agarrota la mano derecha, dejando caer mi bastón de acacia.
Raquel asiste al nacimiento sucesivo de cuatro hijos de su hermana y rival. El amor del marido no le basta. El gozo, la satisfacción de su hermana, los niños que crecen, todo es un reproche constante. La esperanza ya había durado bastante y comenzaba a transformarse en desesperación. El hombre tiene prisa, pero el Santo, bendito sea su Nombre, tiene otra medida del tiempo. Y ser estéril es una afrenta insoportable. Si no puede ser madre, su vida no tiene sentido. De signo contrario fue la queja de mi madre Rebeca, al sentir en su seno la pelea de los mellizos: si eso es tener hijos, no vale la pena vivir. El grito de Raquel es desolado, aterrador:
-¡Dame hijos o me muero!
-¿Soy yo Dios para darte o negarte el fruto del vientre?, grito, airado, contra mi deseo, sin poderme contener. ¿No es El el único origen de la vida, la fuente de todos los seres? ¿Por qué tus labios destilan la sospecha celosa del Santo, bendito sea su Nombre? ¿Quién te puso en el corazón la duda de que Dios se reserva para El solo una intensidad de gozo y una fuente de placer negada a los hombres?, ¿por qué me inoculas la pregunta venenosa, insidiosa de la serpiente?
Tú me llevas a batallar con el Santo, bendito sea su Nombre, me enciendes mi vieja y única pasión de ser Dios, ser como Dios, ser el único ¡Ay, mi reclamo adamítico de divinidad! Tras todas mis huidas está el anhelo de suplantar a Dios, de sustraerme a la misión de ser su imagen, su presencia, Dios por llamado y gracia y no por conquista contra El... ¡Raquel, Raquel, mi Eva seductora, aléjate de mí.
Como el agua nada, nada tan grácil y débil, es mi adorada y temida Raquel. Como el agua vence lo duro y lo fuerte. Gota a gota traspasa la roca y se abre camino entre las peñas. Como el agua, en sus ojos, en su alma, me miro, me espejo y me reconozco. Con su dulzura, con su calma, mientras se somete, me vence, me domina. De la humedad nace el rayo, que incendia árboles gigantescos. Sólo la fuerza de los celos, me permite vencerla, alejándome de ella. Cuando se muestra débil es fuerte; cuando quiere ser fuerte, entonces es débil. Al árbol rígido le troncha el viento: el que se cimbrea resiste la ventolera.