LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob (E. Jiménez Hernández)
12 Siete años serviré por Raquel
13 La espera de los siete años
14 Mi abuelo Abrahán y los ídolos
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¡Oh pozos, bendición del Santo! En otro pozo de esta misma tierra, me dejó plantado otra muchacha, que corría a la misma casa.
Pájaro escapado del nido es el vagabundo lejos de su hogar, dicen los sabios, bendita sea su memoria. Y tras mi largo viaje, desde el pozo de Berseba, llegué, como en un vuelo, al país de los orientales. Guiado por el Santo, bendito sea su Nombre, me encontré en Harán, la tierra de mi abuelo y de mi madre. Me hallaba junto a un pozo, junto al que aguardaban tres rebaños. Sus pastores me señalaban a mi prima Raquel, acercándose a lo lejos al paso cansino de su hato. Cuando llegó al pozo no me pude contener. Levanté la tapa del pozo y, como mi madre con los camellos, abrevé el rebaño y abracé, conmovido, a Raquel, bañando sus cabellos con mis lágrimas, rompiendo en llanto antes de poderle decir quién era y de dónde venía. Apenas me repuse y le dije que era pariente de su padre e hijo de Rebeca, la excitación se apoderó de Raquel y echó a correr a contárselo a su padre.
En cuanto el viejo Labán oyó las noticias que su hija le daba del hijo de su hermana salió corriendo a mi encuentro, me abrazó, me besó y me llevó a su casa. La acogida no pudo ser más cordial. Pero también entre risas llora el corazón y la alegría termina en aflicción, dicen los sabios, bendita sea su memoria. Pero entonces yo no lo sospechaba. En casa le conté todo lo sucedido y me escuchó, mientras me agasajaba, exclamando repetidamente:
-En suma, que eres hueso mío y carne mía. Y así viví con él un mes, en el que mi tío Labán me mostró su lado bueno y en el que yo me consolé con Raquel de la lejanía de mi madre.
Pero al mes el interés suplantó al amor. ¿O el interés ya estuvo presente, solapado, desde el comienzo? En mis largas noches de insomnio me han pasado por la mente todas las posibilidades. He visto en su acogida segundas intenciones, cálculo disimulado: corrió hacia mí, pensando que era rico; me abrazó, cacheándome; me besó, para ver si escondía en la boca piedras preciosas, ya que no veía otros bienes...
Reconozco la perversidad de estas sospechas y me lo he reprochado cada vez que me asaltaban, pero lo he sospechado tantas veces recordando como casó a su hermana Rebeca, mi madre, que no he podido arrancármelo de la mente.
El viejo Eliezer me contaba cómo tomó diez de los camellos de mi abuelo Abraham y se encaminó a Harán llevando toda clase de regalos. Junto al pozo, al atardecer, encontró a mi madre. Entonces, sin preguntar nada, tomó un anillo de oro de medio siclo y se lo puso en la nariz y dos pulseras de oro de diez siclos para los brazos. (Hasta mi madre sabía el valor exacto de las joyas, lo que ya es sospechoso de que alguien se lo comentó con admiración y frecuencia). Así con estos espléndidos e inesperados regalos, la muchacha fue corriendo a casa a contárselo todo a su madre. En casa estaba su hermano Labán y al ver el anillo y las pulseras de su hermana y oír lo que le contaba, salió corriendo hacia la fuente, en busca del forastero. Lo encontró con los camellos arrodillados junto a la fuente y le dijo:
-Ven, bendito del Señor, ¿qué esperas aquí afuera? Yo te he preparado alojamiento y sitio para los camellos.
La invitación de Labán fue apremiante, como si temiera que otro pudiera arrebatarle aquel huésped rico y espléndido en sus regalos.
Su ojo de casamentero interesado no se equivocaba. Una vez en casa, el siervo Eliezer satisfacía su curiosidad:
-Soy criado de Abraham. El Señor ha bendecido inmensamente a mi amo y le ha hecho rico; le ha dado ovejas y vacas, oro y plata, siervos y siervas, camellos y asnos. Sara, la mujer de mi amo, siendo ya vieja, le ha dado un hijo, que lo hereda todo. Mi amo me ha mandado a la casa de sus parientes a buscar mujer para su hijo... Hoy llegué a la ciudad y junto a la fuente el Señor, Dios de mi amo, me ha hecho encontrar a Rebeca, guiándome por el camino justo para llevar al hijo de mi amo la hija de su hermano. Por tanto, si queréis ser leales con mi amo, decídmelo y si no, decídmelo para actuar en consecuencia.
Labán no dudó un momento en dar su respuesta:
-El asunto viene del Señor. Ahí tienes a Rebeca, tómala y vete; y sea la mujer del hijo de tu amo, como el Señor ha dicho.
Cuando Eliezer lo oyó, se postró en tierra ante el Señor. E inmediatamente sacó ajuar de plata y oro y vestidos y se los ofreció a Rebeca y ofreció regalos al hermano y a la madre...
Y yo era el nieto del rico Abraham, hijo de Isaac, único heredero de las ovejas y vacas, oro y plata, siervos y siervas, camellos y asnos.
Pero yo llegué con mi cayado de acacia y un zurrón vacío de provisiones. En un mes conoció mi situación y su ojo astuto calculó la ganancia que podía sacar de mí. Hizo sus planes y ajustó sus sentimientos con ellos. ¿Era una o dos personas? Si le miraba de frente, era bondadoso y me sonreía; pero si me desplazaba un poco, uno de sus ojos se volvía feroz, como queriendo devorarme, mientras el otro ojo me invitaba a acercarme a él:
-El que seas pariente mío no es razón para que me sirvas de balde; dime qué salario pides.
El sol se había puesto y las aves se recogían para dormir. Las veredas se poblaban de sombras y la tierra se refrescaba. Era Tammur y aún había luz. La claridad se retiraba lentamente de la tierra; diríase que no quería marcharse. Los hombres y las bestias de carga volvían de los trabajos del campo. Las mujeres encendían el fuego para preparar la comida de la noche. Y el crepúsculo embalsamaba el aire y el poblado abrasado por el calor del día. En casa de Labán, Lía, su hija mayor, trajinaba en la cocina y Raquel, la menor, hilaba en el patio y mientras hilaba, su espíritu -¿el suyo o el mío?- se arrollaba y se desenrollaba con el huso.
El recuerdo se me confunde con lo imaginado. Sí, recuerdo que una paloma blanca se echó a volar, batió las alas durante unos instantes por encima de la cabeza de Raquel para ir a posarse luego, después de trazar unos círculos concéntricos, en los guijarros del patio. Después echó a volar y girar en redondo a sus pies. Desplegaba la cola, echaba el cuello hacia atrás, miraba a Raquel y sus ojos redondos chispeaban en la luz del crepúsculo. Raquel miraba a la paloma, detuvo el huso, la llamó con ternura y ella, feliz, abrió el vuelo y fue a posarse en sus rodillas. Y allí, como si fueran aquellas rodillas el objeto de sus deseos, se acurrucó; plegó sus alas y se quedó inmóvil...
-Dime, ¿cuál ha de ser tu salario?, insistió mi tío con cálculo interesado, deseando que yo me ganara la vida trabajando. Pero yo estaba enamorado de Raquel y no miraba su ojo oscuro y al punto respondí:
-Te serviré siete años por Raquel, tu hija menor.
Raquel cerró los ojos. En el cuenco de su mano sentía el cuerpo caliente de la paloma y los latidos de su corazón. Y mientras Raquel -¿o era yo?- escuchaba todas las vibraciones de todas las venas de su cuerpo, su padre cerraba el trato:
-Mejor es dártela a ti que dársela a un cualquiera. Quédate conmigo.
Raquel dejó de hilar, se levantó y dejó la paloma en el suelo y la rueca sobre un arca. La ventana del patio estaba abierta y por ella llegaba a la casa, en las alas de la brisa nocturna, el perfume de los nísperos. Desde el alba y durante todo el día, pero mucho más de noche, cuando nadie la veía, la primavera se abría paso en la tierra. En una noche, la llanura de Sarón, en Samaría, y de Esdrelón, en Galilea, se cubrieron de margaritas amarillas y de lirios silvestres. Y entre las ásperas piedras de Judea brotaron, como gruesas gotas de sangre, las efímeras anémonas rojas. Las vides se cubrieron de botones y en cada botón se formaban los granos verdes, las uvas y el vino nuevo.
(En el sueño Jacob mezcla y confunde las estaciones y los lugares, trasplanta árboles y flores en su imaginación de una región a otra. ¿Cuál es más verdad: lo que ven los ojos o lo que retiene el recuerdo o sueña el deseo?).
Distinguir entre pasado y futuro -me responde Jacob, en la voz de los sabios, bendita sea su memoria-, no es sino una ilusión de los sentidos, a través de los cuales el cuerpo en el que moramos comunica con el exterior. Por eso vivo toda cosa vivida, soy contemporáneo de todo, incluso de lo que ha de venir. Y todavía tengo en mi piel el olor de aquella noche y en las sienes los latidos de mi corazón. La tierra no era más que polvo y, sin embargo, exhalaba un aroma que me embriagó. Seguirán creciendo los árboles, dando vueltas las estrellas, el sol poniéndose y saliendo, el viento estremeciendo las hojas..., pero nada borrará aquel instante de mi mente y de mi carne.
Me sentía envuelto por sus ondas largas y vibrantes, que me encendían por dentro hasta quemarme y era como si ascendiese hacia una cima que me atraía. Había un torbellino fuera y dentro de mí. Yo me movía en él con la mente nublada y el corazón en ascuas. Era feliz y descubrí que sólo viviendo para otro se vive verdaderamente.
En la noche -¿cómo iba a dormir?-, ladraron los perros, cantó el gallo, cacarearon las gallinas, graznaron los cuervos, escuché a los gansos y a los patos. Desde los establos me llegaron los mugidos de las vacas, los balidos de las ovejas... Los cimientos de la tierra se estremecieron y con un inmenso suspiro la tierra se sacudió de su sueño profundo. Gritaron todos los seres con una voz que salía del corazón, gritos de parto, como una invitación a la vida, a fiesta de luces en la noche. El silencio grávido de vida escondida y subterránea, alumbró una vida nueva, rompiendo los sellos del tiempo:
-Raquel será mi esposa. ��Qué son siete años?
Dicen los sabios, bendita sea su memoria, que el deseo crea la esperanza y la esperanza nutre el deseo, acrecentándolo hasta llevarle a la consecución de lo esperado. El tiempo, como el dolor o la culpa, la paz o la desazón, no vienen de fuera, se llevan dentro, en los entresijos de la carne. Basta pinchar un poco para que afloren.
Es como un rey que había construido un magnifico palacio, con innumerables habitaciones, pero con una sola puerta abierta para llegar hasta el trono donde él se encontraba. Terminada la construcción, el rey dio un edicto ordenando a todos los príncipes que se presentasen ante él, que estaba sentado en su trono en la última habitación. Pero cuando los príncipes entraron vieron puertas abiertas por todos lados, con corredores tortuosos, que conducían lejos a otras puertas y corredores, sin que se entreviera ningún final a sus miradas extraviadas. Entonces llegó el hijo del rey y el amor le hizo darse cuenta que todo aquel engaño era fruto del reflejo de los espejos y descubrió al padre en la sala delante de él.
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Satisfecho mi tío Labán y yo más contento que él, comencé a trabajar en sus campos y a cuidar sus ganados. El trabajo llenó mis días y mi interés. Serví a Labán con todas mis fuerzas, aunque de acuerdo a la bendición de mi padre, yo había sido elegido para que me sirvieran mis hermanos. Se dirá que no servía por dinero, sino por amor. Años más tarde, un profeta, que entendía de amor, me juzgará con desprecio:
Se puso a servir por una mujer,
por una mujer guardó ganado.
Ah, sí, el profeta tiene razón. Con la vista de Raquel comenzó para mí una vida inocente, llena de sorpresas e ingenuidades: los coloquios, los silencios, las miradas fortuitas, los roces involuntarios; todo nos unía cada vez más. Era como si desde antes de nacer nuestras vidas hubieran sido preparadas para encontrarse.
-Lo habían sido, Jacob, pues ésta es la tarea del Santo, bendito sea su Nombre, desde que acabó la creación del mundo, comentan los sabios, bendita sea su memoria: combinar matrimonios.
Durante la espera de los siete años, trabajando día y noche, sin conciliar el sueño, yo fui sólo sobresalto y esperanza, Raquel mía. Te llevaba grabada en mi pensamiento, en la oscuridad de mis párpados, en mi respiración, en mis pulsaciones. Tu presencia en mi soledad fue tan intensa como cuando te vi llegar al pozo tras las ovejas. Tú eres el espejo que reafirma la existencia de mi vida. Tú me desvelas lo hondo de mi ser, lo que vale y lo que debo arrojar de mí. A tu luz cada piedra o nube cobran un significado particular; cada momento me revela una sorpresa. Se me cargan los hechos de mensajes, que anuncian nuestro futuro; y mis sueños van grabando en mi memoria algo parecido a un pasado de años. Mi fantasía vuela y vive anticipos de recuerdos, experiencias nuevas, plenas de pequeñas certezas, que acortan los días y la espera. Todo es profecía anticipada.
Voy conociendo y archivando en mi memoria tus gestos, tu ira, tu risa, tus ademanes, tus silencios. He necesitado tus ojos para ver el mundo. En tu rostro se me refleja la belleza de las cosas. Más aún, Raquel mía, en tu rostro se refleja la luz del Santo, bendito sea su Nombre, luz que me estremecía cada vez que salías a mi encuentro, arañándome las entrañas, pulsándome las cuerdas del alma, donde me suena la música de su shekinàh.
Tu me adormeces, me enloqueces. Eres mi luz y mi ceguera. Por ti siete años de servicio me parecieron un instante. ¡Qué felicidad estar sentado al borde del río, ver cómo el agua corre hacia el mar y cómo, reflejados en ella, corren los árboles, las aves, las nubes, la noche, las estrellas! ¡Cómo pasaban los días uno tras otro! El día nace, la noche cae, el sol y la luna siguen su curso; los niños se transforman en hombres, los cabellos negros se blanquean, el mar va lamiendo la tierra...
Y con las aguas del río corren mis sueños, mis memorias y fantasías. Las aguas del Éufrates me dibujaban una larga caravana de camellos cargados de mercancías preciosas; abría la marcha, guiándoles, un pequeño asno. Procedían del desierto; seguramente habían partido -o regresaban- desde más allá de Nínive o Babilonia; desde las tierras limosas y ricas de mi abuelo Abraham. Pasan por las faldas del Hermón, con sus cimas nevadas, con alturas ásperas y selváticas, con sus cedros, entre los que viven leones y leopardos. Donde nace el Jordán...
14
Me imagino a mi bisabuelo Teraj entre los opulentos mercaderes, que iban a la cola de la caravana, con sus turbantes verdes, sus barbas negras, sus aros de oro en las orejas, balanceándose al ritmo de los camellos.
Y recordé la historia que me contaba mi abuelo, sentándome en sus rodillas:
Mi padre era mercader de ídolos. Un día, cuando yo tenía tu edad, estaba indignado por los ídolos que fabricaba mi padre. Mi padre se fue de viaje con sus mercancías hacia el país de los egipcios. Me dejó encargado de la venta de ídolos en su lugar. Llegó un hombre que quería comprar un ídolo. Yo le pregunté:
-¿Cuántos años tienes?
-Cincuenta, me respondió.
Entonces le dije:
-Ah, tienes cincuenta años, ¿y te arrodillas ante una cosa apenas fabricada?
El hombre se avergonzó y se marchó sin el ídolo. En otra ocasión llegó una mujer con una olla de harina y me dijo:
-Toma la harina y ofrécesela a los ídolos.
No aguanté más. Cogí un bastón y rompí los ídolos. Luego coloqué el bastón en la manos del más grande.
Cuando regresó mi padre de su viaje y vio lo ocurrido, me preguntó:
-¿Qué has hecho con los ídolos? Y yo le respondí:
-No puedo negártelo. Una mujer vino con una olla de harina y me pidió que se la ofreciera a los ídolos. Entonces uno dijo: "quiero comer el primero". Otro dijo: "yo quiero ser el primero". Finalmente se alzó éste, el más grande, cogió el bastón y rompió a palos a los otros.
Entonces mi padre, encolerizado, me replicó:
-¿Por qué te burlas de mí? ¿Es que acaso los ídolos saben lo que pasa?
Y yo pude decirle lo que siempre había deseado decirle:
-¡Que tus oídos oigan lo que tu boca dice!
Y al final siempre me bendecía:
Hijo mío pequeño, Jacob,
que el Señor del universo te bendiga
y te conceda todas las bendiciones
que dio a Adán y a Noé
y todo lo que me prometió a mí
sea para ti y para tu descendencia.
No te alejes jamás del Señor, que es tu Dios.
El Señor sea para ti padre
y tú para El como hijo primogénito.
Es como un caminante, que iba por el desierto; caminó un día, dos, tres, diez días sin encontrar una tienda, ni un refugio, ni un árbol, ni agua, ni alma viva; finalmente, después de muchos días, vio a lo lejos un árbol. Entonces pensó: quizás junto al árbol hallaré un poco de agua. Acercándose al árbol, efectivamente, vio que de entre sus mismas raíces brotaba una fuente. El árbol era magnífico, con frutos estupendos, dulces y la copa de sus ramas y hojas daban una sombra deliciosa. Se sentó, descansó a su sombra, comió de la fruta, bebió del agua de la fuente y experimentó un inmenso descanso. Cuando se disponía a continuar la marcha, se dijo: Oh, árbol bendito, ¿qué puedo augurarte?, ¿qué te puedo desear?
¿Que tu madera sea bella? Ya lo es.
¿Que tu sombra sea suave? Ya lo es.
¿Que tus frutos sean dulces? Ya lo son.
¿Que brote un manantial de tus raíces? Ya brota.
¿Que te circunde un lugar ameno? Ya lo tienes.
¿Qué puedo desearte? ¡Que todos los árboles que broten de tu semilla sean como tú!
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Ah, ¡cuánto amaba a mi abuelo! Su mirada siempre erraba lejos, más allá del horizonte. Aunque, de pronto, en sus ojos se encendía una luz familiar, que les transformaba en ojos dulces, plenos de bondad. Yo me extasiaba con sus grandes ojos soñadores, perdidos en lontananza.
Y con mi abuelo y sus ojos amaba la tierra de la promesa: Canaán.
Hacia el sur se levanta, ondulante como el lomo del leopardo, el desierto de Idumea; más lejos, como un espejo opaco, el Mar de la Sal. Y más lejos, en el extremo norte, soleada y verde, Galilea. ¿Por qué digo lejos? ¿Desde dónde estoy mirando? No lo se. Sólo que veo, de un extremo al otro del suelo, el Jordán que culebrea, regando la tierra de la promesa, la tierra de frescura, de viento y de deseo.
Desde el mar de Kinnéret al mar del Arabá. Desde Magdala, la aldea graciosa, serena, rodeada de palmeras, encrucijada de las caravanas que se dirigen desde el Éufrates y el desierto de Arabia hacia el mar y desde Damasco y Fenicia hacia el valle verdeante del Nilo... Recuerdo esta aldea por el pozo de agua fresca, a la entrada, donde acudían desde el lago los pescadores, con el rostro, el pecho y los brazos devorados por el sol y el viento, y con sus grandes ojos de niño asustado contemplaban el paso misterioso de las caravanas...
Y con los ojos de mi abuelo -no sé qué hacer de mis ojos, de mis recuerdos y de mis sueños- descanso bajo la encina de Moret. Mis ojos, llenos de sol y gozo, vuelan con las alondras sobre las mieses altas, apretadas y granándose. Así la ladera del monte Ebal, perfumado de cíclamas, fresco y jugoso de rojas anémonas. Los pasos largos del recuerdo de mi abuelo me llevan, como en volandas, a la cima del monte, para recibir todo el esplendor del día en mi frente. Aún hoy veo cómo la emoción le temblaba en el pecho y cómo cerraba los ojos como queriendo retener un recuerdo huidizo con sus párpados cerrados. Allí se le apareció el Santo, bendito sea su Nombre, y le dijo: "A tu descendencia he de dar esta tierra".
Pasada Samaria, entrábamos en Judea. Poco a poco veíamos cambiar las familias de los árboles. Se alineaba ahora el borde del camino con álamos de follaje amarillento, algarrobos cargados de frutos y cedros milenarios. La región, pedregosa y privada de agua, era ingrata. Pero, a veces, emergía entre aquellas piedras una flor silvestre, azul, modesta, graciosa. Y cuanto más nos acercábamos a Jerusalén, la comarca y la faz de mi abuelo se iban volviendo más silvestres y misteriosas. Descendíamos hacia el mar de la sal. El sol nos bañaba en llamas. Ante mis ojos se alzaban, cada vez más altas, como una muralla árida, las montañas de Moab; y por detrás, blancas como la cal, las montañas de Judea. El sendero, lleno de recodos, era escarpado, se respiraba con dificultad, hasta que, de pronto, en un recodo del camino, los párpados dejaban de arder y se sentía una frescura suave en los ojos. Justamente, ante nosotros, se extendía un verdor inesperado; había corrientes de agua, granados cargados de frutos, dátiles olorosos. En el aire se sentía repentinamente el aroma de jazmines y rosas. Estábamos en Jericó, la ciudad amurallada.
Pero Jericó era sólo un lugar de paso, una pausa en el camino; justo el tiempo de desgranar y saborear una granada fresca y jugosa como el beso de una mujer. Yo lo sabia muy bien, todos los caminos de mi abuelo, de norte a sur, de sur a norte, de oriente a occidente, de occidente a oriente, siempre durante las largas veladas de invierno en que permanecíamos interminablemente sentados junto al fuego, siempre terminaban en la colina de Sión.
Desde lo alto de Sión se dominaba una tierra majestuosa, suave en sus ondulaciones, amarilla con reflejos dorados, austera; delicada, como la mano de una muchacha y, a la vez, vigorosa como el brazo de un guerrero. Allí el cielo se inclinaba sobre la tierra y se confundía con ella. Al llegar aquí mi padre, hasta entonces adormilado o sumido en sus inescrutables meditaciones, alzaba los ojos, por un momento hacia mí. Jamás he visto tanto cielo en los ojos de un hombre.
Mi abuelo también a este punto guardaba silencio, se cargaba de silencio y en lugar de seguir la narración, ahora recitaba, como si se tratara de otro y no de él mismo:
Dios puso a prueba a Abraham, diciéndole:
-¡Abraham! ¡Abraham!
Respondió:
-¡Heme aquí! Dios le dijo:
-Toma tu hijo. Preguntó Abraham:
-¿Cuál de los dos: Isaac o Ismael? Le contestó:
-A tu único. Respondió él:
-En relación a la madre, cada uno de ellos es único.
Siguió:
-Al que amas.
Contestó:
-Amo a los dos. Le dijo:
-A Isaac. Le respondió:
-Está bien. Enterado. ¿Y qué debo hacer?
Le dijo:
-Vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio en uno de los montes que yo te indicaré.
Abraham se levantó de madrugada, ensilló el asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac; cortó leña para el holocausto, y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios.
Caminaban por el desierto. Abraham e Isaac caminaban codo con codo, el uno al lado del otro. Marchaban en silencio, inmersos cada uno en sus propios pensamientos. Era un silencio pesado. Hay momentos en que las palabras son inútiles; sólo la acción ritma el pensamiento y le aclara, realizándole. Así por tres días, padre e hijo siguieron caminando hacia el Moria, sin comunicarse una sola palabra entre ellos. Al tercer día, levantó Abraham los ojos y descubrió el monte a lo lejos. Entonces Abraham dijo a sus siervos:
-Quedaos aquí con el asno; yo y el muchacho iremos hasta allá para adorar y después volveremos con vosotros.
Abraham tomó la leña para el holocausto, se la cargó a su hijo Isaac, y él tomó el fuego y el cuchillo. Los dos caminaban juntos.
Isaac dijo a Abraham su padre:
-Padre mío.
Abraham sintió el frío del cuchillo, en la invocación de su hijo, y respondió solícito y trepidante:
-Aquí estoy, hijo mío.
Mas helado el cuchillo se le pegaba a las costillas. El muchacho preguntó:
-Tenemos el fuego y la leña; pero, ¿dónde está el cordero para el holocausto?
Abraham le contestó:
-Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío.
Y agarraba fuerte el cuchillo con su mano, mientras contestaba.
Y siguieron caminando juntos. Cuando llegaron al lugar que le había dicho Dios, Abraham levantó allí un altar y apiló la leña encima; luego ató a su hijo Isaac y le puso sobre el altar encima de la leña, mientras Isaac le decía:
-Átame fuerte, no sea que por miedo me mueva y no sea válido el sacrificio.
Abraham tomó el cuchillo. Sus ojos estaban fijos en los ojos de Isaac, que miraba y reflejaba el cielo, mientras ofrecía su cuello... Entonces el ángel del Señor le gritó desde el cielo:
- ¡Abraham, Abraham!
El, reconociendo la voz, respondió como había hecho antes:
-¡Heme aquí! Dios le ordenó:
-No alargues la mano contra el niño, ni le hagas nada. Ahora ya sé que temes a Dios, ya que no me has negado a tu hijo, tu único hijo.
Abraham levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en los matorrales. Abraham fue, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo. Abraham llamó aquel lugar "El Señor provee".
Aquí mi abuelo volvía en sí, para concluir su narración, diciéndome que el Santo, bendito sea Nombre, le había jurado bendecir y multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Con su mano sobre mi cabeza, me bendecía y me mandaba a dormir, sin darse cuenta de las lágrimas que corrían por mis mejillas. Aunque escuchara la historia mil veces, nunca conseguiría contener el llanto, cosa que no hacían nunca mi abuelo ni mi padre.
16
Mi padre, ya se sabe, prefería a mi hermano Esaú. Como se sabe igualmente que mi madre sentía preferencia por mí, que pasaba horas con ella en la tienda, mientras mi hermano, experto cazador, pasaba el tiempo en el campo. Mi abuelo Abraham tampoco escondía sus preferencias por mí. Yo le visitaba con frecuencia, pues disfrutaba escuchando los relatos de su historia. Cómo me emocionaba el grande, genial diálogo, cargado de osadía y confianza de mi abuelo y el Santo, bendito sea su Nombre, intercediendo por su sobrino Lot y por las ciudades de Sodoma y Gomorra. Mi abuelo era como un amigo para el Santo, bendito sea su Nombre, que le provocó con su monólogo en voz alta:
-¿Puedo ocultarle a Abraham lo que pienso hacer?
No, a un amigo, piensa, no se le puede tener a oscuras de proyectos que le tocan de cerca. Por ello, le dijo:
-Mira, la acusación contra Sodoma y Gomorra es fuerte y su pecado es grave; voy a bajar a ver si realmente sus acciones corresponden a la acusación; y si no, lo sabré.
Mi abuelo pensaba: Si me informase de una sentencia firme e irrevocable, no me quedaría nada que hacer. Pero mencionándome sólo una acusación o investigación pendiente, me está dejando un espacio para que interceda por ellas. Y he de hacerlo rápidamente, de inmediato. Por lo que sé de Sodoma y Gomorra, según cuenta mi sobrino, si doy lugar a la investigación, no hay remedio para estas ciudades.
Así, mi abuelo rompió a hablar en un arranque de indignación ante la posible injusticia de que el Santo, bendito sea su Nombre, pudiera aniquilar justos con pecadores, para seguir luego en una especie de negociación astuta de comerciante beduino. Pero me gusta oír sus palabras:
-¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti hacer tal cosa!; matar al inocente con el culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo ¿no hará justicia?
Le contestó:
-Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos.
Al contar con esta concesión inicial, situada al nivel de cincuenta, con audacia y respeto, exagerando el respeto para disimular la audacia, mi abuelo, con astucia rebajó cinco, preguntando:
-Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Y si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?
Restando, al instante me respondió:
-No la destruiré, si es que encuentro allí los cuarenta y cinco.
Animado, mi abuelo insistió:
-Supongamos que se encuentran cuarenta.
Le respondió:
-En atención a los cuarenta no lo haré.
Ya lanzado, mi abuelo siguió bajando:
-Que no se enfade mi Señor si insisto. Supongamos que se encuentran treinta.
Le respondió:
-No lo haré si encuentro treinta.
Insistió mi abuelo:
-Me he atrevido a hablar a mi Señor. ¿Y si se encuentran sólo veinte?
Le respondió:
-No la destruiré, en atención a los veinte.
Mi abuelo aún continuó, como impulsado ya por la fuerza de la inercia:
-Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez?
Le contestó:
-En atención a los diez no la destruiré.
Una, dos, siete veces rebajando el número y El cediendo terreno. Y en diez mi abuelo se detuvo. Comprendió que ni los yernos de su sobrino estaban libres de la maldad de la ciudad.
Cuando terminaba la narración mi abuelo se sentía triste, no por su fracaso, sino pensando en la perversión de las ciudades. Siempre me decía:
-El Santo, bendito sea su Nombre, es justo. La depravación de los habitantes de Sodoma correspondía a las acusaciones que subían ante El.
Sólo se salvaron Lot con su esposa y sus hijas. Aunque la esposa quedó en el camino, alzada en estatua de sal, como monumento perenne a la incredulidad.
A veces, visitaba a mi abuelo con mi madre. Y al final oía que le decía:
-Cuida a Jacob, hija mía, que él será mi sucesor. Sé que el Santo, bendito sea su Nombre, le ha elegido para dar vida a un pueblo distinto entre todas las naciones. No te preocupes si el padre prefiere a Esaú; tú continúa amándole, está siempre cercana a él, que tus ojos estén puestos siempre sobre él con afecto, que él será para nosotros una bendición sobre la tierra por siempre. No olvides el oráculo del Señor, revelándote el futuro, cuando llevabas a los dos hijos en tu seno. Animo, hija, alégrate de tu hijo Jacob, a quien amo más que a toda mi descendencia.
17
Entonces no entendía muy bien lo que mi abuelo decía. Ahora, sí, he comprendido la amplitud, la gloria y la miseria de la elección. Elección significa separación, lo que es igual a soledad. Soledad y persecución. Toda mi vida ha sido una vida atormentada, consolada, inflamada y apagada, organizada y destruida por el Santo, bendito sea su Nombre. Sí, mis manos tocan el misterio. Me envuelve. Pero no puedo penetrarlo, reducirlo a mi razón. Sólo me queda arrodillarme ante él, anularme en el.
Por ello, una parte de mí se ha resistido siempre al Santo, bendito sea su Nombre. Lo que amo de mí, lo que me hace estimarme y aceptarme, cuando todo en mi ser se siente despreciado, lo defiendo; no puedo, no quiero destruirlo, sacrificarlo, ofrendarlo. Este es mi pecado.
Los sabios, bendita sea su memoria, dicen que el peor enemigo de la promesa es el que la recibe, pues nadie la amenaza con tanta gravedad como él.
Y yo digo que saben lo que dicen. Paseo la mirada en torno y no hallo más que soledad. Sólo existe el Santo, bendito sea su Nombre, la tierra mojada y las gotas de rocío que brillan en las hojas. Siempre que me quedo solo en la montaña o en pleno mediodía en la llanura desierta, siento que el Santo, bendito sea su Nombre, me asedia por todas partes y se me escapa, desde lo más hondo, un grito salvaje, como si quisiera dar un salto desesperado para escapar a su acoso:
-¿Por qué me has elegido a mí? ¿Por qué no abres mi pecho para ver lo que se esconde en él? Soy embustero, hipócrita, miedoso. Jamás tengo valor de enfrentarme a la verdad; huyo siempre. No hago ademán de golpear ni de matar, no porque no desee hacerlo, sino porque tengo miedo. Quiero rebelarme y siento miedo. Si abres mi vientre, verás que tiemblo como una liebre acorralada por los galgos. Sólo tengo miedo y nada más. ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?
Tantas huidas en mi vida, siempre intentando escapar de Ti, pero ¡ay!, ¿a dónde iré lejos de tu espíritu y a dónde huiré lejos de tu rostro? Si escalo los cielos, allí estás y, si desciendo al del abismo, allí te encuentro. Si pidiese las alas a la aurora para esconderme en los confines del mar, allí igualmente me alcanzaría tu mano. Tú me acosas por detrás y por delante.
Y luego está tu voz, que no se asemeja en nada a la nuestra.
-¿Es una especie de trueno? No, es una especie de silencio. Su silencio, como suprema soledad del hombre. En el desierto encontraba su voz. El vacío es su caja de resonancia. Su soplo es más perceptible en el vacío. Le barruntaba en su vuelo sobre el desierto. Donde parece no haber nada, allí está El. Tiene la pasión del vacío. En él he oído su palabra, aunque no fuera de mí ni por encima de mí, sino dentro de mí mismo. Ahí es donde resuena su verdadera voz. Pero tras la voz, sigue el silencio, como una sombra buscando su cuerpo, largos y enigmáticos silencios acompañan mi peregrinación.
Un silencio de piedra muda me sobrecogía en las noches sin luna ni estrellas. Sólo desierto en torno y vacío dentro en las entrañas. Entonces la confusión aletea en la mente y un temblor sobrecoge el corazón. Un velo de silencio, como una mortaja, cubre las cosas, que desaparecen, como absorbidas por la muerte. Son las arenas movedizas del desierto que se tragan los caminos y la vida. Silencio opaco de la noche con su boca vacía abierta a la vida.
Me llega el cansancio. Quiero dormir, vivir fuera de la vida. Pero una vez que la vida -y la elección- nos atrapa, no hay manera de soltarse. Si huyo de los hombres, los hombres me buscan, me persiguen, se aferran a mí, se comen mis horas y afectos; y si corro tras ellos, buscándoles, entonces me huyen, me evitan, se esconden.
En torno a mí y dentro de mí, el silencio se hace cada vez más opresivo. Me defiendo reanudando mi vida habitual: la montaña, los rebaños, la soledad. Y en la soledad, el diálogo ininterrumpido conmigo mismo. Los rumores del campo me subrayan este diálogo: el viento recorriendo las copas de los árboles, los balidos de las ovejas, las aguas de los arroyos. Y durante las noches la voz callada de las estrellas, que escruto con mirada ansiosa. ¿Volará por allá arriba la presencia misteriosa, impalpable, pero activa, incansable del Santo, bendito sea su Nombre?
Como amaba los relatos de mi abuelo, amaba igualmente su modo de callar, su silencio. Al anochecer, esperaba que cayeran las tinieblas y nos envolvieran antes de encender la lámpara. Sentado sobre un poyo a la puerta de la tienda, se envolvía en la noche y el silencio, y miraba las estrellas. Yo le decía: "no se ve nada, abuelo". Sin romper casi el silencio, me susurraba: "Aún eres muy niño. Cuando crezcas ya verás. De momento, calla y mira". Y aún hoy, sigo sin ver, pero sigo mirando las estrellas.