e la existencia de Dios
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4. LAS DOS TABLAS DEL DECALOGO
Según la Escritura el Decálogo fue escrito por Dios
en "dos tablas de piedra": "La palabra Decálogo significa
literalmente «Diez Palabras» (Ex 34,28;Dt 4,13;10,4). Estas Diez
Palabras Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Las
escribió «con su Dedo» (Ex 31,18;Dt 5,22), a diferencia de los otros
preceptos escritos por Moisés (Dt 31,9.24). Constituyen, pues, palabras
de Dios en un sentido eminente".[1]
San Agustín
fue quien dividió las dos tablas del Decálogo teniendo en cuenta el
mandamiento del amor: en la primera tabla coloca los tres primeros
mandamientos, que se refieren al amor a Dios; y en la segunda coloca los
otros siete mandamientos, que se refieren al amor al prójimo. Esta
división de San Agustín se apoya en el Evangelio (Mt 22,34-40p), se
impuso en la Iglesia y ha llegado hasta nuestros días. Es la adoptada
por el Catecismo de la Iglesia Católica. Por ello la seguiré también en
este libro.[2]
Pero no se puede afirmar que entre las dos tablas se
dé una división. En realidad el Decálogo presenta la actitud ante el
prójimo entrelazada con la actitud ante Dios. La piedad bíblica en
relación a Dios no se reduce al culto, sino que implica la vida de
relación con el prójimo. Para San Pablo, el "verdadero culto a Dios"
(Rom 12,1) se vive en la vida diaria, especialmente en relación al
prójimo. Y la carta de Santiago habla del "culto intachable a Dios"
(Sant 1,27), refiriéndose a la preocupación por los huérfanos y las
viudas. El servicio a Dios y el servicio a los hombres están tan
íntimamente ligados que no puede darse el uno sin el otro: "Quien ama a
Dios, ame también a su prójimo" (1Jn 4,20). El amor a Dios se manifiesta
en el amor al prójimo. Y el amor al prójimo tiene su fundamento y su
ilimitada medida y forma en el amor de Dios, manifestado en su Hijo
Jesucristo: "Amaos como yo os he amado". Es, pues, inseparable la
actitud ante Dios y la actitud ante el prójimo.
Cuando le hacen la pregunta: "¿cuál es el mandamiento
mayor de la Ley?" (Mt 22,36), Jesús responde: "Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el
mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la
Ley y los profetas" (Mt 22,37-40;Dt 6,5;Lv 19,18). El Decálogo debe ser
interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad,
plenitud de la Ley: "En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no
robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta
fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al
prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Rom 13,9-10).[3]
Los dos mandamientos, de los cuales "penden toda la
ley y los profetas" (Mt 22,40), están profundamente unidos entre sí y se
compenetran recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús
con sus palabras y su vida: su misión culmina en la Cruz que redime (Jn
3,14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (Jn
13,1). Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en
afirmar que sin el amor al prójimo no es posible el auténtico amor a
Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: "Si alguno dice «amo
a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a
su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1Jn 4,20).[4]
Cuando desaparece la fidelidad y el amor a Dios, es
señal de que falta el conocimiento de Dios. Y entonces brotan, como
consecuencia, perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y
violencia, sangre que sucede a sangre (Os 4,1-2).
El amor a Dios y el amor al prójimo son las dos
tablas del Decálogo, inseparablemente unidas. No se ama a Dios sin amar
al prójimo; pero tampoco se ama al prójimo sin amar a Dios. El amor a
Dios -el mayor y primer mandamiento- es la fuente del amor al prójimo.
El amor a Dios nos capacita para amar a los hombres, guardando todos los
mandamientos, expresión concreta del amor:
Si me amáis, -dice Jesús-, guardaréis mis
mandamientos (Jn 15,10).
Y en su primera carta, San Juan escribe:
En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si
amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el
amor de Dios, en que guardemos sus mandamientos (1Jn 5,2-3).
El mismo Dios, que creó al hombre a su imagen y
semejanza, diseñó para el hombre un plan de salvación, que se expresa en
Cristo, como manifestación de su amor. Salvados en Cristo, "el amor de
Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha
dado" (Rom 5,5). La libertad del Espíritu, que es la raíz del amor
cristiano, hace del amor la ley única de los hijos de Dios: "Ama y haz
lo que quieras" (San Agustín):
El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de
las Diez Palabras remite a cada una de las demás y al conjunto; se
condicionan recíprocamente. Las dos tablas se iluminan mutuamente;
forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es quebrantar
todos los otros (Sant 2,10-11). No se puede honrar a otro sin bendecir a
Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los
hombres, que son sus criaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y
la vida social del hombre.[5]
Amar a Dios es amar lo que Dios ama y, sobre todo,
amar a quien El ama. Amar a los hermanos es ver en ellos el rostro de
Dios y, amándolos, amamos a Dios. El amor inspira la fidelidad en el
servicio a Dios y a los hermanos. Esta es la libertad para la que nos ha
liberado Dios. Como dice Santo Tomás: "La caridad exige que nos sirvamos
mutuamente y sin embargo es libre, porque es causa de sí misma".
La "segunda tabla" del Decálogo, cuyo compendio (Rom
13,8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo es la
expresión de la singular dignidad de la persona humana, la cual es la
"única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma"
(GS,n.24). En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más
que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la
persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su
identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el
prójimo y con el mundo material. (VS,n.13)[6]
El "no matarás, no cometerás adulterio, no robarás,
no levantarás falso testimonio" (Mt 19,18-19) están formulados en
términos de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular
fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión
de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y
la buena fama. (Ibidem)
San Pablo, frente al mundo griego o romano, que
exaltan un amor -eros- sensual y orgulloso, irresponsable y
egoísta, fuente de celos y desenfrenos, contrapone "otro tipo de amor",
el cristiano, que es agápe. Un amor humilde (Flp 2,3) y sincero
(Rom 12,9), abierto al servicio y a la disponibilidad (Gál 5,13). Este
"tipo de amor" es "un amor paciente, servicial, no envidioso, no
jactancioso; que no se engríe y es decoroso, que no busca su interés ni
se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se
alegra con la verdad; todo lo excusa; todo lo cree; todo lo espera; todo
lo soporta" (1Cor 13,4-7).
El mandamiento del amor comprende en sí todos los
mandamientos del Decálogo y los lleva a su plenitud. En él están
contenidos todos, de él se derivan y a él tienden todos. Este supremo
mandamiento es uno y, al mismo tiempo, es siempre doble. Comprende a
Dios y a los hombres. De este modo, en el amor, Dios se encuentra con su
imagen, que es todo hombre.
Jesús hace que el mandamiento antiguo se mantenga,
pero en una forma nueva, como leemos en la primera carta de San Juan:
"Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento
antiguo, que tenéis desde el principio...Sin embargo, os escribo un
mandamiento nuevo, lo cual es verdadero en El y en vosotros". Y en el
Evangelio hallamos esta novedad: "Os doy un mandamiento nuevo: que os
améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os
améis también los unos a los otros" (Jn 13,34). En el "como yo os he
amado" está la novedad. No se trata de amar al prójimo como a sí mismo,
sino "según el amor de Cristo", dando la vida por el otro. Este es el
distintivo del amor cristiano: "En esto conocerán todos que sois
discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros" (v.35).
Mientras el Decálogo no sea vivido por amor,
aparecerá, como toda ley, bajo el color de represión, imposición, límite
y opresión. Sólo el amor hace de la obediencia libertad, espontaneidad,
creatividad y entrega confiada a Dios y al prójimo. "El amor es el
cumplimiento de toda la ley" (Rom 13,10). Amar es lo propio, el
distintivo de los hijos de Dios, puesto que es lo propio de Dios, que es
amor (1Jn 4,7ss).
5. DIEZ PALABRAS DE VIDA
En el mundo actual se vive una inquietud cada vez más
amplia por hallar una ética que salve al hombre del caos. El dominio del
mundo por medio de la técnica y de las ciencias naturales no bastan para
conseguir un mundo más humano. Más bien, la ciencia y la técnica,
abandonadas a sí mismas, son una amenaza para el hombre. Sin la
sabiduría, que da sentido a la vida, el hombre ve en peligro la vida
misma y, sobre todo, la vida realmente humana. El cristiano hoy está
llamado a dar razones para vivir, a mostrar en su vida el sentido
auténtico de la vida humana. El Decálogo es un camino de vida:
Si amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas
sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás
(Dt 30,16).
Dios, autor de nuestro ser, conoce mejor que nosotros
mismos lo que nos conviene para ser realmente hombres. "Yo soy tu Dios"
significa: yo sé quién eres, cómo has sido hecho, pues soy yo quien te
ha pensado, amado y creado: "Escucha, pues, Israel; cuida de practicar
lo que te hará feliz y por lo que te multiplicarás, como te ha dicho
Yahveh, el Dios de tus padres" (Dt 6,3). Jesús dirá lo mismo en el
Evangelio al legista, que ha resumido el Decálogo en el amor a Dios y al
prójimo: "Bien has respondido. Haz eso y vivirás" (Lc 10,28).
Israel es invitado a escuchar porque se le
habla de su vida, primer fruto del escuchar a Dios, del vivir en
su voluntad: "Y ahora, Israel, escucha los preceptos que yo os enseño
hoy para que los pongáis en práctica a fin de que viváis... A los
que siguieron a Baal, Yahveh, tu Dios, los exterminó de en medio de ti;
en cambio vosotros, que habéis seguido unidos a Yahveh, vuestro Dios,
estáis hoy todos vivos" (Dt 4,1-4). Alejarse del Señor, no escuchar su
voz, significa la muerte.
Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios
como don particular y signo de elección y de la Alianza divina, y a la
vez como garantía de la bendición de Dios. (VS,n.44)
Israel se ha convertido en pueblo de Yahveh, y con
esta afirmación, en indicativo, va unida la exhortación a escuchar la
voz de Yahveh y a obedecerla (Dt 27,9-10). Así, pues, el Decálogo tiene
como destinatario a Israel, ya constituido en asamblea de Yahveh. Las
"diez palabras" son un don salvífico, la garantía de la elección, pues
en ellas Yahveh ha manifestado a su pueblo el camino de vida como pueblo
suyo. Proclamar las diez palabras no suscita, por ello, la sensación de
una carga, sino que suscita cantos de agradecimiento y alabanza (Sal
19,8s;119).
El Decálogo es el camino de la nueva vida del pueblo
liberado. Dios con las Diez Palabras le indica el camino para no perder
esa vida en la libertad, para no volver a la esclavitud, sino crecer
cada día en la libertad como hijos de Dios. Eso son "las diez palabras"
de la alianza que Yahveh, antes de escribirlas en las tablas de piedra,
escribió en el ser del hombre, como una especie de código genético del
espíritu. Pues vivir la verdad del propio ser es, para el hombre, amar a
Dios, encontrándose con el amor que lo ha llamado de la nada a la vida.
"Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón" (Rom 10,8).
El Decálogo del Sinaí, leído a la luz del Sermón del
Monte, nos da una luz para descubrir el camino de la vida, realmente
humana, según el designio de Dios. La vida crece únicamente en la
verdad. La verdad es el aire en el que la persona respira y madura en
auténtica libertad. Y el Decálogo traduce la verdad del ser de la
persona en el actuar concreto de cada día. El Decálogo son las "diez
palabras" del pueblo de Dios. Las "diez palabras", que dio a su pueblo
el Dios que antes le liberó de la esclavitud, del Dios Creador y
Salvador que sabe cuál es el bien real del hombre.
El creyente, que susurra día y noche sus palabras,
que vive de su palabra, aspira, no ya a los bienes terrenos, sino a
entrar en la intimidad con Dios:
Yo
digo a Yahveh: Tú eres mi Señor,
mi
bien, nada hay fuera de ti.
Yahveh, la parte de mi herencia y de mi copa,
tú
mi suerte aseguras;
la
cuerda me asigna un recinto de delicias,
mi
heredad es preciosa para mí...(Sal 16).
La vida moral -verdaderamente humana- del hombre
parte de su reconocerse criatura. Y, como creado por Dios, el obrar
humano es auténtico si responde al ser recibido de Dios, al designio de
la mente y del amor de Dios. La presentación de Dios, al comienzo del
Decálogo, sitúa al hombre en su condición de criatura. Esta es la base
de todo lo que sigue: "Yo soy Yahveh, tu Dios".
El Decálogo marca los dos caminos posibles para el
hombre: el de la vida o el de la muerte, el de la bendición o de la
maldición:
Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y
desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahveh, tu Dios, que yo te
prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios, si sigues sus caminos,
preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; Yahveh, tu Dios, te
bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión.
Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a
postrarte ante otros dioses y a darles culto, yo declaro hoy que
pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días en el suelo que vas
a tomar en posesión al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra
vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante vida o muerte,
bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu
descendencia, amando a Yahveh, tu Dios, escuchando su voz, viviendo
unido a El; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus
días mientras habites en la tierra que Yahveh juró dar a tus padres (Dt
30,15-20).
Dios ama a su pueblo y le invita a elegir el camino
de la vida, asegurándole su bendición (Dt 6,1-3). El camino contrario,
en cambio, es camino de maldiciones (Dt 27,15-26). El salmo primero,
como prólogo del salterio, contrapone igualmente los dos caminos y
ensalza al que se complace en la ley del Señor, reconociendo que le ha
sido dada para su felicidad. Y es que "la senda de los justos es como la
luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día. Pero el camino
de los malvados es como tinieblas, no saben dónde han tropezado" (Pr
4,18-19;Cfr. Pr 12,28;Si 15,17;33,14).[7]
El Decálogo señala al hombre salvado el camino de la
vida en la libertad. El hombre, "que se regocija por todos los bienes
que Yahveh, su Dios, le ha dado", acepta agradecido que Dios le marque
el camino de la vida. En la vida y muerte de Cristo, Dios nos lo ha dado
todo, nos ha abrazado para siempre con su amor. La aceptación de este
amor de Dios es nuestra salvación. Este amor de Dios, experimentado en
la liturgia y en la vida, es lo que mueve al cristiano a responder a
Dios con gratitud y fidelidad, cumpliendo su voluntad.
Así el Decálogo y la vida cristiana se encuentran en
la actitud y motivación. El agradecimiento a Dios, que salva al hombre
de la esclavitud y de la muerte, es el fundamento de sus exigencias
morales.
Jesucristo, camino, verdad y vida, dirá de sí mismo:
"Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad,
sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12). Esta luz de la vida es la
comunión con Dios y con los hermanos, sellada en la sangre de Jesucristo
(Cfr. 1Jn 1,5-7).
Esta es la meta del camino de la vida, que Dios ha
trazado para su pueblo. Si, en un principio, el deseo de Dios y de
comunión con El se expresa en el deseo de sus bendiciones, vistas en la
tierra, el bienestar y largos años, Dios, en la pedagogía de la
revelación, termina siendo El mismo el deseado, el esperado, como única
complacencia que llena el corazón del hombre. Las promesas de Dios son
el camino que lleva al Dios de las promesas, a Jesucristo: Emmanuel,
Dios con nosotros.
Todo el Decálogo es una tutela de la vida, que Dios
nos ha dado. Ya los tres primeros mandamientos, prescribiendo dar culto
y gloria a Dios, salvaguardan la dignidad de la vida humana, pues
colocan al hombre en relación de amor con Dios. Introducen al hombre en
la comunión con Dios, haciéndole partícipe de su vida trinitaria de
amor. Vivir el Decálogo es alcanzar "la vida eterna" (Mt 19,16-22).
6. DIEZ PALABRAS PARA LA LIBERTAD
El Decálogo, como todo mandamiento, se expresa con la
forma verbal del imperativo. Pero los diez mandamientos están precedidos
por el indicativo: "Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país
de Egipto, de la casa de esclavitud". De este modo, el imperativo
aparece como la forma de vivir el indicativo, como la forma de vivir la
libertad recibida de Dios, como la forma de seguir en la alianza
establecida con El.
La alianza de Dios con Israel es el fundamento de la
libertad de Israel. La celebración periódica de la alianza, que la
actualiza y la renueva, significa la celebración de la salvación de la
esclavitud y el restablecimiento de la libertad. El Decálogo son las
"diez palabras de la libertad". El Decálogo es la expresión concreta de
la libertad en la vida.[8]
El anhelo de libertad, que nutre todo hombre, Dios lo
realiza salvando a su pueblo. La libertad es un don de liberación de
Dios. Y el Decálogo nos marca el camino para no caer de nuevo en la
esclavitud. La libertad humana, don de Dios, no es nunca una libertad
vacía, ni caprichosa: "Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos,
pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la
esclavitud...Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo
que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al
contrario, servíos por amor los unos a los otros. Pues toda ley alcanza
su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo"
(Cfr. Gál 5).
C. Marx, en su juventud, afirmó algo que sigue
engañando a muchos jóvenes: "Un ser sólo se considera independiente en
cuanto se halla sobre sus propios pies, y sólo se halla sobre sus
propios pies en cuanto se debe a sí mismo la existencia. Un hombre que
vive por gracia de otro es un ser dependiente. Y vivo totalmente por
gracia de otro cuando le debo, no sólo el mantenimiento de mi vida, sino
el que él haya creado mi vida. En este caso mi vida tiene necesariamente
fuera de sí tal fundamento cuando no es mi propia creación".
Esta concepción de Dios, como quien priva al hombre
de la libertad, está en contradicción con la visión bíblica de Dios: "Yo
soy el Señor, tu Dios, que te he sacado de la esclavitud". Dios y la
libertad del hombre están íntimamente unidos. La historia del Exodo es
el relato de las actuaciones liberadoras de Dios. Y la culminación del
Exodo en la Pascua de Jesucristo es la culminación de la actuación
liberadora de Dios, salvando al hombre de la esclavitud del pecado y de
la muerte. "Para ser libres nos liberó Cristo" (Gál 5,1).
La fe en Dios Creador, libera al hombre en tres
campos: en su relación con la naturaleza, en su relación con la historia
y en su relación con la muerte.
Confesar que Dios es el Creador del hombre es afirmar
que el hombre no es un producto del cosmos, sometido a sus leyes
mecánicas, a los procesos naturales biológicos, fisiológicos y
cosmológicos. El hombre, creado por Dios, está en el mundo, participando
del mundo, pero no sometido a la naturaleza. Es siempre un ser singular,
irrepetible, que "domina el mundo" (Gén 1,28). La fe en Dios Creador
coloca al mundo en su sitio: el mundo es mundo y no dios, es creación,
criatura y no creador. Esto significa que Dios, al crear al hombre, le
da la libertad sobre el mundo.
Y la fe en Dios Creador ve a Dios como Salvador en su
actuación en la historia. Esto significa que Dios libera al hombre de
los condicionamientos que encuentra al nacer en una determinada
situación familiar, social, económica o política. El hombre, gracias a
la acción salvadora de Dios, vive abierto al futuro con esperanza. El
Dios Creador crea situaciones nuevas, liberando al hombre del "poder del
destino", del "capricho del hado", que hace del mundo "una galera de
esclavos". Un pueblo de esclavos, por el poder de Dios, vence el
"destino" y experimenta la libertad "imposible".
Y la fe en Dios, "que da la vida a los muertos y
llama a las cosas que no son para que sean" (Rom 4,17), libera al hombre
de la esclavitud de la muerte, que aniquila toda libertad y esperanza.
Ante la muerte, todo hombre experimenta la impotencia que hace gritar a
San Pablo: "¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva
a la muerte?" (Rom 7,24). Sólo Dios, creador de la vida, puede liberar
al hombre de la amenaza permanente de la muerte. Y su fidelidad
salvadora, manifestada en la historia, es la garantía de que su amor no
se dejará vencer por la muerte. Por ello, Pablo grita: "¡Gracias sean
dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rom 7,25). Ni las fuerzas
de la naturaleza, ni el progreso humano de la historia pueden liberar al
hombre del miedo a la muerte, "con el que el señor de la muerte, es
decir, el diablo, le somete a esclavitud de por vida" (Heb 2,14-15).
El nombre de Dios,- "Yahveh, que te he sacado de
Egipto, de la casa de servidumbre"-, es la garantía de la libertad plena
del hombre. El Decálogo es la guía práctica de esa libertad. Es la
respuesta de la fe a la acción salvadora de Dios. Es, en definitiva, el
seguimiento de Dios. Así, en el Nuevo Testamento, el Decálogo es asumido
como creer en Cristo y seguir a Cristo. De este modo el Decálogo
significa vivir en la libertad recibida como don de Dios en Cristo
Jesús.
La libertad, que Dios otorga, es liberación del
egocentrismo, del individualismo, es libertad para el amor. Sólo en la
comunión es posible la libertad personal. El otro, pues, no es el límite
de mi libertad, sino la condición de mi libertad. El hombre solitario no
es hombre ni libre, por tanto.[9]
Si no es válida la interpretación legalista del
Decálogo, porque falsea el designio de Dios, que quiere al hombre libre,
tampoco es válida la concepción de libertad de los libertinos, a quienes
no interesa lo más mínimo la libertad de todos los hombres, sino
únicamente su propia exención de obligaciones. Semejante concepción de
la libertad alimenta el egoísmo, la falta de consideración y la
inhumanidad. Es exactamente lo contrario de la libertad bíblica, que
salvaguarda el Decálogo, que se basa en las relaciones personales: la
relación del hombre con Dios y la relación de los hombres entre sí.[10]
No es verdadera libertad la que lleva al hombre a
actuar contra lo que él es o en contra de su relación con los otros
hombres o contra Dios: "Actuar como hombres libres, y no como quienes
hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de
Dios. Honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios" (1Pe 2,16-17).
Sólo el don que Dios hace de sí mismo en Jesucristo,
puede salvar al hombre, liberándolo de sí mismo y recreándolo, para que
pueda vivir en la libertad, en la comunión con Dios, con los hombres y
con la creación. Por ello, San Pablo exclamará:
¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro
Señor... Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la
carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la
del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de
que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una
conducta, no según la carne, sino según el espíritu (Rom 7,25-8,4).
Sólo Cristo es realmente capaz de librar al hombre de
la esclavitud del pecado. A diferencia de la ley que no salva, la fe en
Cristo sí salva: "Y así, antes de que llegara la fe, estábamos encerrados
bajo la vigilancia de la ley, en espera de la fe que debía manifestarse. De
manera que la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser
justificados por la fe" (Gál 3, 23-24). La fe en Cristo nos sitúa en la
libertad filial. El Espíritu de Cristo, infundiendo el amor de Dios en
nuestro interior, cambia nuestro corazón y nos conduce a vivir plena y
amorosamente la voluntad de Dios. Esta es la "ley nueva", "ley espiritual",
pues es el mismo Espíritu que actúa en nosotros: "La ley nueva se
identifica, ya con la persona del Espíritu Santo, ya con su actuación en
nosotros".[11]
[2]
SAN AGUSTIN, Quest. LXXI in Exod.:PL 34,620s.
Anteriormente a San Agustín, para presentar la vida moral de los
cristianos, se prefería seguir el esquema de "los dos caminos": el
camino de la vida y el camino de la muerte. La tradición rabínica y,
siguiendo a Calvino, los reformistas y anglicanos siguen otra
división de los diez mandamientos.
R. Ishmael, en la Mekilta, dice que las
Diez Palabras fueron escritas cinco en una tabla y cinco en la
otra. Sobre una estaba escrito: Yo soy el Señor tu Dios y, en
frente, en la otra: No matarás, indicando que quien vierte
sangre humana disminuye la imagen de Dios (Gén 9,6). Sobre la
primera tabla estaba escrito: No tendrás otros dioses y, en
frente, en la otra: No cometerás adulterio, pues quien sirve
a un ídolo comete adulterio en relación a Dios (Ez 16,32;Os 3,1).
Sobre una tabla estaba escrito: No pronunciarás el nombre del
Señor, tu Dios, en vano y, en frente, sobre la otra: No
robarás, pues el que roba se siente luego obligado a jurar en
falso (Jr 7,9;Os 4,2). Sobre una tabla estaba escrito: Recuerda
el día del sábado para santificarlo y, en frente, en la otra:
No darás falso testimonio, pues quien profana el sábado,
olvidando que Dios ha creado el mundo en seis días y en el séptimo
descansó, testimonia contra el Creador (Is 43,12). Sobre una tabla
estaba escrito: Honra a tu padre y a tu madre y, en frente,
sobre la otra: No desearás la mujer de tu prójimo, pues el
que desea la mujer de otro, termina por engendrar un hijo que
maldice a su padre y a su madre y que honra a uno que no es su
padre.
[7]
"En hebreo Torah no es orden, sino orientación; no es la Ley,
sino la Via, el camino... que conduce a una meta": A. NEGER,
Jérusalem, vécu juif et message, Munich 1984,p. 172.
[8]
"El Decálogo se comprende ante todo cuando se lee en el contexto del
Exodo, que es el gran acontecimiento liberador de Dios en el centro
de la antigua Alianza" (Cat.Ig.Cat., n. 2057).