La nueva etapa gloriosa
La nueva etapa gloriosa
Comienza una
etapa nueva. Hay que prepararse para lo que está por llegar. Dios
inaugura un nuevo régimen de vida, al realizar la salvación de su
pueblo. La novedad está en que la salvación de Israel se comunica a
todos los hombres, se ofrece a los extranjeros y a los eunucos, dos
categorías hasta ahora excluidas. La respuesta que Dios pide al
pueblo es que viva la justicia y que guarde el sábado, que Israel
haga suya la justicia de los pueblos y admita con ellos en la
celebración del sábado a los prosélitos, a cuantos deseen acogerse a
Dios en la fe y esperanza. La observancia del sábado, es el signo de
la alianza entre Dios y su pueblo, “entre mí y vosotros por todas
vuestras generaciones” (Ex 31,13.17). Admitiendo a los extranjeros
en la celebración del sábado se les incorpora a la alianza con Dios.
Así se amplia la comunidad de Israel. Este espíritu de apertura
universal contrasta con el espíritu de Esdras y Nehemías, que unos
años después se opondrán a los matrimonio mixtos, protestando de que
“la raza santa se ha mezclado con pueblos paganos” (Esd 9,2).
En esta tercera
parte del libro de Isaías, el profeta se dirige a todo hombre. Si
guarda la justicia, goza de la gracia de Dios:
-Así dice
Yahveh: Guardad el derecho, practicad la justicia, que mi salvación
está para llegar y mi justicia
para manifestarse. Dichoso el mortal que obra así, el hombre
que persevera en ello, que guarda el sábado sin profanarlo, y guarda
su mano de hacer nada
malo56,1-2).
Pablo,
inspirándose en este texto, da un paso más. Para incorporarse a la
comunidad de Dios y experimentar su salvación no se exigen las
obras, basta la fe. Esta palabra se cumplirá plenamente el día en
que un eunuco extranjero sea bautizado por Felipe (Hch 8):
-Que el
extranjero que se adhiera a Yahveh, no diga: “¡Yahveh me separará de
su pueblo!”
No diga el eunuco: “Soy un
árbol seco”. Pues así dice Yahveh: A los eunucos que guardan mis
sábados y eligen aquello que me agrada y se mantienen firmes en mi
alianza, yo les daré en mi Casa y en mis muros un monumento y un
nombre mejor que hijos e hijas; nombre eterno les daré que no será
borrado. En cuanto a los extranjeros que se adhieran a Yahveh para
su ministerio, para amar el nombre de Yahveh y ser sus siervos, a
todo aquel que guarda el sábado sin profanarle y a los que se
mantienen firmes en mi alianza, yo les traeré a mi monte santo y les
alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán
gratos sobre mi altar. Porque mi Casa será llamada Casa de oración
para todos los pueblos (56,3-7).
Según la
legislación recogida en el Deuteronomio (Dt 23,2-9) estaban
excluidos de la asamblea litúrgica los eunucos y los extranjeros,
incluso los hijos de extranjeros. Sólo se entra a formar parte de la
comunidad de Israel por nacimiento de padres israelitas. Esdras y
Nehemías insistirán en el cumplimiento de estas leyes para que no se
contamine la fe de Israel.
Aquí, en
cambio, Isaías proclama que esa legislación queda abolida. Al
eunuco, que se lamenta de no poder dar fruto en la comunidad, se le
dice que en adelante lo que cuenta es la observancia del sábado,
cumplir la voluntad de Dios, mantenerse en la alianza. Con ello Dios
transforma el “árbol seco” en “monumento imperecedero”. Por la
generación se perpetúa el hombre y su nombre (Si 40,19). Al eunuco
Dios le dará un nombre en su casa más valioso y duradero que el que
podía darle un hijo.
Lo mismo vale
para los extranjeros, que se vinculan con Dios aceptado el lazo de
la alianza, el sábado. La observancia del sábado es el signo de su
entrega a Dios para “servirlo y amarlo”. Con ello el Señor les
ofrece una participación plena en la vida litúrgica, acceso al
templo, donde les lleva él mismo, y la alegría de las fiestas. El
templo, en adelante, será “casa de oración” abierta a todos los
pueblos (Mc 11,17); un día ni siquiera ese templo será el lugar del
culto y la oración (Jn 4). La nueva legislación ya ahora deroga las
trabas de la antigua mediante un oráculo del Señor:
-Oráculo del
Señor Yahveh que reúne a los dispersos de Israel y reunirá otros a
los ya reunidos (56,8) .
El anuncio
universal de salvación no es un ofrecimiento barato de la gracia.
Dios se enfrenta con los jefes y les exige justicia y exige a todos
“escoger lo que Él quiere” y Él no soporta la idolatrías. Israel es
el rebaño de Dios, sus jefes están llamados a ser sus pastores, que
vigilan sobre las ovejas, para advertirles del peligro y
protegerlas. Los jefes pueden ser los gobernantes y también los
profetas negligentes:
-Fieras del
campo, venid a comer, bestias todas del bosque: Sus guardianes son
ciegos y no se dan cuenta de nada; son perros mudos incapaces de
ladrar; aunque ven visiones, se acuestan, pues son amigos de dormir.
Son perros voraces, su hambre es insaciable, y ni los pastores saben
entender. Cada uno sigue su propio camino; cada cual, hasta el
último, busca su provecho. (Se dicen): “Venid, voy a sacar vino y
nos emborracharemos de licor, que el día de mañana será como el de
hoy, o muchísimo mejor” (56,9-12).
Buscando sus
propios intereses y entregados al placer ni ven los peligros ni
denuncian el pecado del pueblo ni alejan a los culpables. La codicia
es su vicio capital, por lo que en vez de promover la justicia, se
instalan en la injusticia. Esta despreocupación de los jefes se
manifiesta en el descarrío de los súbditos:
-El justo
perece, y no hay quien haga caso; los hombres buenos son
arrebatados, y no hay quien lo considere. Cuando ante la desgracia
es arrebatado el justo, se va en paz. ¡Descansen en sus lechos todos
los que anduvieron en camino recto! (57,1-2).
Aunque los
jefes no se preocupen de proteger a los inocentes, Dios les promete
la paz. En cambio el profeta tiene una palabra durísima para los
idólatras. La comunidad de Israel está desposada con el Señor por la
alianza. Sus hijos son un pueblo santo, consagrado a Dios. Cuando
Israel es infiel a su Dios, comete un adulterio y su hijos resultan
bastardos. No tienen derecho a menospreciar a otros pueblos,
apelando a privilegios que ellos han anulado con su conducta:
-Venid acá,
vosotros, hijos de hechicera, estirpe de adúltera y prostituta: ¿De
quién os mofáis? ¿Contra quién abrís la boca y sacáis la lengua? ¿No
sois vosotros engendros de pecado, hijos bastardos? (57,3-4).
El pecado de
idolatría lleva su culpa correspondiente. Tendrán como herencia las
piedras con las que serán apedreados y sepultados:
-Vosotros que
entráis en calor entre terebintos, bajo cualquier árbol frondoso,
que degolláis niños en las torrenteras y entre los resquicios de las
peñas. Las piedras lisas del torrente serán tu herencia: ¡ellas,
ellas te tocarán en suerte! Pues sobre ellas vertiste libaciones,
hiciste oblaciones. ¿Acaso con estas cosas me voy a aplacar?
(57,5-6).
Además de los
nefandos cultos idolátricos con sacrificios humanos, el profeta
denuncia el culto a Baal en los altos coronados de árboles sagrados,
en los que practican ritos de fecundidad, tal vez con la
prostitución sagrada:
-Sobre la
montaña alta y empinada pusiste tu lecho. Hasta allí subiste a
ofrecer sacrificios.
Detrás de las
jambas de la puerta pusiste tu memorial. Sí, te desnudaste, subiste,
y no conmigo, a tu lecho, y lo extendiste. Llegaste a un acuerdo con
aquellos con quienes te plugo acostarte, mirando el monumento
(57,7-8).
No contenta con
los dioses cananeos, la esposa infiel importa otros dioses, hasta
dioses infernales del Abismo:
-Te has
acercado con ungüento a Moloc, prodigando tus aromas. Enviaste a tus
emisarios muy lejos, y los hiciste bajar hasta el Abismo. De tanto
caminar te cansaste, pero no dijiste: “Me rindo”. Recobrabas fuerzas
y no desfallecías (en tus prostituciones) (57,9-10).
Dios
interviene, acusando a Israel, que ama y teme a los que no son
dioses y olvida el amor y el temor de Él:
-¿De quién te
asustaste y tuviste miedo, embustera, y de mí no te acordaste, no te
preocupaste? ¿No es que porque me callaba, a mí no me temiste?
(57,11).
Dios se declara inocente y desenmascara el pecado de Israel,
contra el que dicta su sentencia, de la que no le librarán los
ídolos a que ha servido:
-Yo denunciaré
tu virtud y tus hechos, y no te aprovecharán tus ídolos. Cuando
grites, no ti librarán cuando les pidas que te salven, pues a todos
ellos los llevará el viento, un soplo los arrebatará. Pero aquel que
se ampare en mí poseerá la tierra y heredará mi monte santo
(57,12-13).
Denunciada la
injusticia y la idolatría, se oye el anuncio de la salvación. Parece
que el pueblo aún no hubiera llegado a la tierra o se anunciara la
llegada de una nueva caravana:
-Allanad,
allanad, abrid el camino, quitad todo obstáculos del camino de mi
pueblo. Que así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y
cuyo nombre es Santo: “Yo moro en lo excelso y sagrado, pero estoy
con los humildes y los de espíritu quebrantado, para reavivar el
espíritu de los abatidos, para reavivar el ánimo de los humillados
(57,14-15).
Dios, por su
transcendencia, se halla en las alturas. Los ángeles cantan “gloria
a Dios en las alturas” (Lc 2,14). Pero su grandeza no le aleja de
los humildes y quebrantados de corazón (Sal 51,19), pues desde su
encumbrado trono “se abaja para mirar” (Sal 113,6). María dice que
Dios pone sus ojos “en la pequeñez de su sierva” (Lc 1,48). Es el
Dios que no está siempre en pleito con sus fieles:
-Pues no
disputaré por siempre ni estaré eternamente enojado, pues entonces
sucumbirían ante mí el espíritu y las almas que yo he creado. Por
culpa de su codicia me enojé y le herí, ocultándome de él por un
momento. Pero el rebelde se apartó y siguió su capricho (57,16-17).
A la bondad de
Dios no ha correspondido el amor del hombre, sino el pecado. El
pecado aleja al hombre de Dios o, dicho de otra manera, provoca en
enojo de Dios y el ocultamiento momentáneo de su rostro. El hombre,
al no ver el rostro de Dios, en lugar de buscarlo como hace la
esposa del Cantar de los cantares, se va por su camino, siguiendo
sus caprichos. Dios, al verle perdido, le mira con compasión y va a
buscarlo. Ante el amor gratuito, al hombre le brota el canto de
alabanza:
-Yo vi sus
caminos. Yo le curaré y le guiaré, le consolaré a él y a los que
lloran con él. Haré brotar en sus labios este canto de alabanza:
“¡Paz, paz al de lejos y al de cerca! ‑ dice Yahveh ‑. Yo le curaré”
(57,18-19).
Sin embargo
esta paz no es para los malvados, que “son como mar agitada que no
puede calmarse, cuyas aguas remueven cieno y lodo. No hay paz para
los malvados” (57,20-21).
c) Liturgia
penitencial
A la vuelta de
Babilonia, los repatriados viven un primer momento de entusiasmo.
Pero muy pronto experimentan una grave desilusión, acompañada de
tensiones entre quienes han vuelto y los que habían permanecido en
Judá. Este estado de ánimo se encuentra en los profetas Ageo y
Zacarías y en estos capítulos del libro de Isaías. El profeta les
grita en nombre de Dios, llamándoles a conversión. En una liturgia
penitencial pone de manifiesto las quejas del pueblo y la respuesta
de Dios. La reconstrucción del pueblo no puede quedarse en algo
exterior, sino que Dios busca llegar al corazón del pueblo. En
realidad desea que Israel viva el Decálogo: Amor a Dios y amor a sus
hermanos. La voz de Dios resuena como una trompeta en la palabra de
su profeta:
-Clama a voz en
grito, no te moderes; levanta tu voz como una trompeta y denuncia a
mi pueblo su rebeldía, a la casa de Jacob sus pecados (58,1).
Dios se puede
lamentar pues es Israel es “su pueblo”. La alianza -tú eres mi
pueblo y Yo soy tu Dios- es el fundamento del juicio de Dios, que
acusa al pueblo de estar a todas horas consultándole, por medio de
sacerdotes o profetas. Quieren conocer la voluntad, pero no se
interesan en cumplirla (St 1,22ss). Desean conocer el camino de
Dios, cuando están decididos a seguir sus propios caminos. Buscan a
Dios en el templo y en el culto, pero luego no les interesa seguirle
en la vida::
-Me buscan día
a día y les agrada conocer mis caminos, como si fueran gente que
practica la virtud y no hubiesen abandonado el mandato de su Dios.
Me preguntan por las leyes justas,
les agrada la cercanía de su Dios. ¿Por qué ayunamos, si tú
no lo ves? ¿Para qué nos humillamos, si tú no lo sabes? (58,2-3).
Hasta se
atreven a reclamar a Dios, mostrando con ello la falsedad de sus
ayunos interesados. Dios acepta entrar en diálogo polémico con ellos
y desenmascara su farsa piadosa, la contradicción entre ayunar e ir
tras el negocio, entre mortificarse y dar muerte al prójimo:
-Es que el día
en que ayunabais, buscabais vuestro negocio y explotabais a todos
vuestros
trabajadores. Es que ayunáis
entre riñas y pleitos, dando puñetazos sin piedad. No ayunéis como
hoy, para hacer oír en las alturas vuestra voz (58,3-4).
El ayuno
acompaña normalmente a la oración. Se trata de apoyar una súplica
llamando la atención de Dios con el ayuno, pues se le considera como
algo de su agrado. Al ver que no surte efecto, acusan a Dios, en vez
de fijarse en la falsedad de su ayuno. La súplica que alcanza el
cielo y traspasa las nubes para llegar a los oídos de Dios es la
oración sincera (Sal 5,4; 6,9-10; 18,7...). No llega a Dios si se
mezcal con sonidos de riñas, disputas, golpes; Dios mira hacia otra
parte cuando la oración se hace elevando hacia Él manos que chorrean
sangre (1,15). Ciertamente, el ayuno llama la atención de Dios,
pero, al mirar a quienes ayunan hipócritamente (Mt 6,16-18),
descubre las injusticias de su vida. ¿A eso llaman ayuno? El Señor
se burla de dicho espectáculo. Se arrodillan inclinados hacia el
suelo como un campo de juncos que se comban al pasar el viento, ¿qué
viento les hace inclinarse?:
-¿Acaso es éste
el ayuno que yo quiero el día en que se humilla el hombre? Doblegar
la cabeza como juncos, inclinarse hasta el suelo vestido de sayal y
ceniza, ¿a eso llamáis ayuno y día agradable a Yahveh? (58,5).
Dios indica a
sus fieles el ayuno que le agrada. El auténtico ayuno consiste en
las obras de misericordia, de modo particular, se señala como obra
de caridad el liberar a los cautivos. Es el pueblo que acaba de
regresar de la cautividad de Babilonia, ¿cómo puede esclavizar a
nadie? En vez de mortificarse a sí mismos, el verdadero ayuno está
en sentir la aflicción de los otros para aliviarla. La compasión,
-padecer-con el otro- rompe el egoísmo y dilata el corazón del
hombre hasta hacer sitio a los demás y a Dios (2Cro 28,14-15):
-¿No será más
bien éste el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad,
deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los oprimidos, y
arrancar todo yugo? ¿No será partir tu pan con el hambriento y
recibir en tu casa a los pobres sin hogar? ¿Que cuando veas a un
desnudo le vistas, y no
te apartes de tu semejante? (58,6-7).
El verdadero
ayuno, la misericordia, transfigura al hombre. Sobre él brilla el
sol como en el amanecer (Sal 112,4). La verdad es que la
misericordia del hombre es un reflejo de la bondad de Dios (Mt
6,22-23; Lc 6,36). Si el orante se presenta con este ayuno ante
Dios, Dios responde inmediatamente. Si, al implorar misericordia, se
presenta con sus obras de misericordia, Dios le responderá:
-Entonces
brotará tu luz como la aurora, y tu herida se curará rápidamente. Te
precederá tu justicia y te seguirá la gloria de Yahveh. Entonces
clamarás, y Yahveh te responderá, pedirás auxilio, y Él dirá: “Aquí
estoy”. Si apartas de ti todo yugo, no apuntas con el dedo y no
hablas maldad, si das tu pan al hambriento, y sacias al indigente,
entonces resplandecerá
tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía (58,8-10).
Si tú sacias el
hambre del prójimo, Dios saciará tu hambre. Dios ya se ha anticipado
y lo ha hecho con Israel en su marcha por el desierto, durante el
primer éxodo y durante el segundo. Dios, con su misericordia, hizo
del desierto un paraíso. Ahora, en la tierra, toca al hombre hacer
del desierto árido, en que viven los indigentes, transformarlo con
su misericordia en un paraíso. El éxodo al que Dios invita a su
pueblo no consiste en salir de un lugar para ir a otro, sino en
salir de sí mismo para ir al otro, romper el cerco del egoísmo para
hacer espacio a los demás en el propio corazón:
-Yahveh te
guiará siempre, en el desierto saciará tu alma, dará vigor a tus
huesos, y serás como huerto regado, o como manantial cuyas aguas
nunca se agotan. Reedificarán, de ti, tus ruinas antiguas,
levantarás los cimientos de pasadas generaciones, se te llamará
reparador de brechas, y restaurador de senderos frecuentados
(58,11-12).
Del ayuno, Dios
pasa a otro tema: el sábado. Las dos tablas del Decálogo están
unidas. El amor al prójimo se funda en el amor a Dios y el amor a
Dios se muestra en el amor al prójimo. La observancia del sábado es
lo mismo que la acogida de Dios en la vida. Es la señal que se ha
establecido para entrar en la alianza con Él (56,1-8). El sábado no
puede reducirse a una práctica ritualista, casi idolátrica. Jesús se
proclamará muchas veces señor del sábado, superior al sábado. El
sábado es un tiempo sustraído a los intereses egoístas del hombre,
para dedicarlo a Dios. No es un reposo, para recuperar fuerzas, en
honor del trabajo y la producción. El sábado es para el hombre y
para Dios, no para los negocios. El reposo es para la fiesta. En él
el hombre halla su delicia, pero la delicia que le viene de Dios y
no de la idolatría, del afán insaciable de dinero. El sábado está
consagrado a la gloria de Dios, a celebrarla y gozar en ella:
-Si detienes
tus pies el sábado y dejas de hacer tu negocio en el día santo, si
llamas al sábado tu delicia, si honras el día santo de Yahveh, si lo
honras evitando tus viajes, no buscando tu interés ni tratando tus
asuntos, entonces Yahveh será tu delicia. Te haré cabalgar sobre las
alturas de la tierra, te alimentaré con la herencia de tu padre
Jacob, ha hablado la boca de Yahveh (58,13-14).
Como quien
dirige un examen de conciencia, Dios enumera los pecados, que luego
el pueblo confiesa. Y concluye el capítulo con el perdón de Dios,
que renueva la alianza con el pueblo. La situación de injusticia en
que vive la comunidad es el pecado del que Dios acusa a Israel, pero
es también la consecuencia del pecado. El Pueblo ha acusado a Dios
de que no se entera de su ayuno o, si se entera, no interviene con
la salvación. El salmista formula así esta queja: “¿Por qué retraes
tu mano izquierda y tienes tu derecha escondida en el pecho?” (Sal
74,11). Ya antes Dios contradecía esta apreciación con el
interrogante: “¿Tan corta crees que es mi mano que no puede
redimir?” (50,2). Ahora responde de nuevo:
-Mira, la mano
de Yahveh no es demasiado corta para salvar, ni es duro su oído para
oír, sino que son
vuestras faltas las que os separaron de vuestro Dios, y vuestros
pecados los que os ocultan su rostro e impiden que os oiga (59,1-2).
Dios no es
sordo ni impotente. Escucha la súplica y puede salvar. Pero el
pecado se interpone, separa al hombre de Dios, rompiendo la relación
entre ellos. Dios comienza a enumerar los pecados, tanto de palabra
como de obras, que separan de Él a su pueblo:
-Porque
vuestras manos están manchadas de sangre y vuestros dedos de culpa;,
vuestros labios dicen mentiras y vuestra lengua habla con perfidia.
No hay quien invoque la justicia ni quien juzgue con sinceridad. Se
apoyan en la mentira y afirman la falsedad, conciben la maldad y dan
a luz iniquidad (59,3-4).
El pecado, con
su maldad, se contagia, da frutos de maldad, difunde su veneno, como
si la serpiente del paraíso siguiera empollando huevos venenosos:
-Incuban huevos
de serpientes y tejen telarañas; el que come esos huevos muere, y si
son cascados sale una víbora. Sus hilos no sirven para vestido ni
con sus tejidos se pueden cubrir. Sus obras son obras inicuas y sus
manos ejecutan actos violentos (59,5-6).
Sigue la
enumeración de pecados (Rm 3,11-18) hasta llegar al desenlace de tal
comportamiento: destruye la paz propia y la de los demás:
-Sus pies corren al
mal y se apresuran a verter sangre inocente. Sus proyectos son proyectos
inicuos, destrucción y quebranto en sus caminos. No conocen el camino de
la paz, no existe el derecho en sus pasos. Tuercen sus caminos para
provecho propio, quienes van por ellos no conocen la paz (59,7-8).
Escuchada la
palabra acusadora de Dios, el pueblo responde confesando sus culpas y,
al mismo tiempo sintiéndose víctima impotente del pecado que le
envuelve:
-Por eso está lejos
de nosotros el derecho y no nos alcanza la justicia. Esperamos la luz, y
vienen tinieblas; claridad, y caminamos a oscuras. Vamos palpando la
pared como ciegos y vacilamos como los que le falta la vista. En pleno
día tropezamos como si fuera al anochecer, y estando sanos vivimos como
muertos (59,9-10).
Parece que no hay
esperanza. Todo el aliento se va en gruñidos de oso o quejidos de
paloma. Pero el dolor, al ahondarse, lleva a la raíz del pecado y de la
muerte, la negación de Dios:
-Todos nosotros
gruñimos como osos y zureamos sin cesar como palomas. Esperamos el
derecho y no hubo nada; la salvación, y se alejó de nosotros. Porque son
muchas nuestras rebeldías contra ti, y nuestros pecados testifican
contra nosotros, pues nuestras rebeldías nos acompañan y conocemos
nuestras culpas: rebelarse y renegar de Yahveh, apartarse de seguir a
nuestro Dios, hablar de opresión y revueltas, concebir y urdir en el
corazón palabras engañosas.
Porque ha sido
rechazado el juicio, y la justicia queda lejos. Porque la verdad
tropieza en la plaza y la rectitud no puede entrar. La verdad está
ausente, y se despoja a quien se aparta del mal (59,11-15).
El abandono de Dios
se traduce en injusticia y violencia. La ciudad se puebla de lo que
describe el salmista: “Veo en la ciudad violencia y discordias, día y
noche hacen la ronda de las murallas; en su recinto hay crimen e
injusticias, en su interior calamidades; no se apartan de sus calles la
crueldad y el engaño” (Sal 55,10-12). Otro salmo describe lo contrario,
mostrando las virtudes que hacen habitable una ciudad: “Su salvación
está cerca, su gloria habita en nuestra tierra, lealtad y fidelidad se
encuentran, justicia y paz se besan” (Sal 85,10-12).
Dios contempla la
situación y no se queda indiferente. Si antes ha denunciado el pecado,
ahora que el hombre ha reconocido y confesado su pecado, Dios interviene
con el perdón, implantando su justicia, venciendo el mal con el bien:
-Lo vio Yahveh y
pareció mal a sus ojos que no hubiera justicia. Vio que no había nadie y
se maravilló de que nadie intercediera. Entonces le salvó su brazo y le
sostuvo su justicia. Se puso la justicia como coraza y el casco de
salvación en su cabeza. Se puso como túnica vestidos de venganza y se
vistió el celo como un manto. Según los merecimientos así pagará: ira
para sus
opresores y represalia para sus
enemigos. Dará a las islas su merecido. Temerán desde Occidente el
nombre de Yahveh y desde el Oriente verán su gloria, pues vendrá como un
torrente encajonado contra el que irrumpe con fuerza el soplo de Yahveh
(59,16-19).
El Señor se muestra
en una teofanía de agua y viento. Desciende sobre la ciudad santa con su
salvación, quita el pecado y establece su justicia, inaugurando una era
nueva con una alianza garantizada por su espíritu y mantenida viva por
la palabra. Espíritu y Palabra son dones ofrecido a todo el pueblo:
-Vendrá a Sión para
rescatar a aquellos de Jacob que se conviertan de su rebeldía. En cuanto
a mí, dice Yahveh, esta es mi alianza con ellos. Mi espíritu que ha
venido sobre ti y mis palabras que he
puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la de tus hijos
ni de la boca de tus nietos, desde ahora y para siempre, dice Yahveh
(59,20-21).