Segundo y tercer cántico del Siervo
Segundo y tercer cántico del Siervo
a)
Segundo cántico del Siervo
El siervo de
Yahveh habla en primera persona. Se presenta ante las naciones como
el elegido de Dios. Como Jacob, a quien Dios ya en el seno de su
madre prefirió, rechazando a su hermano gemelo Esaú (Gn 25,23; Ml
1,2-5; Rm 9,9-13), también Dios llama por su nombre al siervo antes
de nacer:
-¡Escuchadme,
islas, atended, pueblos lejanos! Yahveh me llamó desde el seno
materno; en las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (49,1).
El siervo es
llamado en primer lugar a ser profeta de Dios. Dios pone en su boca
una palabra, afilada como una espada (Hb 4,12; Ap 1,16; Ef 6,17) o
como flecha bruñida (Sal 57,5; 64,4; 127,4). Es una palabra que
alcanza a los que están cerca y a los lejanos. El siervo, de momento
escondido, actuará en Babilonia y en las costas lejanas:
-Hizo mi boca
como espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo
saeta aguda, me guardó en su carcaj (49,2).
Antes de que
salga de su corazón el lamento, mientras se dice en su interior “por
poco me he fatigado, en vano y nada he gastado mis fuerzas”; antes
de que se formule su duda “¿De veras Yahveh se ocupa de mi causa?”
(49,4), ya Dios le testimonia:
- Tú eres mi
siervo (Israel), en quien me gloriaré (49,3).
Los siervos de
Dios, sus profetas, han fracasado en su misión de mantener a Israel
y Judá unidos entre sí y con el Señor. El destierro es la prueba de
ese fracaso. Los lamentos se oyen en boca de Jeremías (Jr 15,10-18;
20, 17-18) y en Ezequiel (Ez 2,4-6; 3,4-9; 33,30-33). Pero la
misión, vista desde Dios, sigue en pie. El calendario de Dios no
tiene los días contados como el de los hombres. La misión se alarga
y dilata. Lo que Dios va a realizar en favor de Israel le
glorificará ante todas las naciones. La luz de la salvación brillará
para todos los hombres:
-Ahora, pues,
dice Yahveh, el que me plasmó desde el seno materno para siervo
suyo, para hacer que Jacob vuelva a él, y que Israel se le una: “Es
poco que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y hacer
volver los preservados de Israel. Te pongo como luz de las gentes,
para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra”
(49,5-6).
Dios no
abandona a su Siervo, aunque le toque pasar por el sufrimiento. Se
puede recordar a José en Egipto y, más tarde, a todo el pueblo,
liberado de la esclavitud de Egipto. También ahora Dios se hace
presente con la salvación en la cautividad de Babilonia. Dios, por
fidelidad a su amor, salva a su siervo y los exalta por encima de
reyes y príncipes. El rey, que está sentado en su trono, se levanta;
los nobles, que están en pie, se postran:
-Así dice
Yahveh, el que rescata a Israel, el Santo de Israel, a aquel cuya
vida es despreciada, y es abominado de las gentes, al esclavo de los
dominadores: Te verán los reyes y se pondrán en pie, y los príncipes
se postrarán por respeto a Yahveh, que es fiel, al Santo de Israel,
que te ha elegido (49,7).
Dios salva a su
Siervo, con el que lleva a cabo su obra salvadora. Se trata de un
nuevo éxodo con sus tres etapas: salir, caminar y entrar. Salir de
Babilonia, caminar de vuelta por el desierto, transformado en
jardín, y entrar en la tierra. Babilonia y Sión se unen por un
camino allanado por el Señor. Desde Sión ven llegar a los rescatados
del Señor y les acogen con exultación:
-Así dice
Yahveh: En tiempo favorable te escuché, y en el día favorable te
asistí. Yo te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo, para
levantar la tierra, para repartir las heredades desoladas,
v9 para decir a los presos: “ Salid”, y a los que están en
tinieblas: “Venid a la luz”. Por los caminos pacerán y en todos los
calveros tendrán pasto. No tendrán hambre ni sed, ni les dará el
bochorno ni el sol, pues el que tiene piedad de ellos los conducirá,
y los guiará a manantiales de agua. Convertiré todos mis montes en
caminos, y mis calzadas se nivelarán. Mira, unos vienen de lejos,
otros del norte y del oeste, y aquéllos de la tierra de Sinim
(49,8-12).
En Jerusalén,
al ver confluir a sus hijos desde todos los rincones de la tierra,
se eleva un himno de gloria, en el que participan el cielo y la
tierra:
-¡Aclamad,
cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de
alegría, pues Yahveh ha consolado a su pueblo, y se ha compadecido
de sus pobres (49,13).
Sin embargo, al
escuchar las palabras de consuelo que Dios dirige a Sión, esposa de
su alma, ella se ve como esposa abandonada, que no ha podido
proteger a sus hijos; el enemigo se los ha arrebatado, llevándoselos
como cautivos de guerra:
-Pero dice
Sión: “Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” (49,14).
La respuesta de
Dios se carga de pasión materna:
-¿Acaso olvida
una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus
entrañas? Pues aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvido. Mira,
en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí
perpetuamente. Apresúrense los que te reedifican, y salgan de ti los
que te arruinaron y demolieron. Alza en torno los ojos y mira: todos
ellos se han reunido y han venido a ti. ¡Por mi vida! ‑ oráculo de
Yahveh ‑ que con todos ellos como con velo nupcial te vestirás, y te
ceñirás con ellos como una novia. Porque tus ruinas y desolaciones y
tu tierra arrasada van a ser ahora demasiado estrechas para tus
habitantes, mientras se alejarán los que te
devoraban. Los hijos que dabas por perdidos te dirán al oído:
El lugar es estrecho para mí, Cédeme sitio para alojarme (49,15-20).
Es como si Dios
ofreciera a Sión un nuevo noviazgo, en el que la colma de joyas y le
da un cinturón nuevo. Dios la corteja de nuevo (Os 2,16). Es la
renovación en la madurez, como la celebración de las bodas de plata
o de oro, pues el cinturón lo forman en este momento los hijos
recobrados. Ese es el adorno más glorioso para una madre. La corona
de los esposos son sus hijos en torno a la mesa de casa. Y son
tantos los hijos recobrados que la casa, la ciudad, resulta pequeña,
estrecha para albergar a tantos.
De nuevo, ante
el anuncio maravilloso, cruza la duda por la mente de la incrédula
Sión, como en sus orígenes dudó Sara al anunciarla que en su vejez
tendría un hijo (Gn 18,12):
-Pero tú dirás
para ti misma: “¿Quién me ha dado a luz éstos? Pues yo había quedado
sin hijos y estéril, desterrada y aparte, y a éstos ¿quién los crió?
He aquí que yo había quedado sola, pues éstos ¿de dónde vienen?”
(49,21).
Dios, que ha
engendrado y cuidado de esos hijos (1,2), para vencer la
incredulidad surgida del gozo, que se desea creer y resulta
increíble, responde:
-He aquí que yo con mi mano hago señas a las naciones, y
levanto mi bandera hacia los pueblos; traerán a tus hijos en brazos,
y tus hijas serán llevadas a hombros. Reyes serán tus tutores, y sus
princesas, tus nodrizas. Rostro en tierra se postrarán ante ti, y
lamerán el polvo de tus pies. Y sabrás que yo soy Yahveh que no
defraudo a los que esperan en mí (49,22-23).
Israel no acaba
de creerse lo que se le anuncia. El enemigo se llevó a sus hijos
como botín de guerra, sigue siendo fuerte, ¿quién se los arrebatará?
Y además, ¿no fue Dios mismo quien los entregó en manos del enemigo
como castigo por sus pecados?:
-¿Se arrebata
al valiente la presa, o se escapa el prisionero del guerrero?
(49,24).
La respuesta
del Señor es inmediata y tajante:
-Sí, al
valiente se le quitará el prisionero, y la presa se le escapará al
guerrero; yo mismo defenderá tu causa, yo mismo salvaré a tus hijos.
Haré comer a tus opresores su propia carne, como con vino nuevo, con
su sangre se embriagarán. Y sabrá todo el mundo que yo, Yahveh, soy
el que te salva, y el que te rescata, el Fuerte de Jacob (49,25-26).
El pueblo sigue
desahogando ante Dios todas sus quejas, mostrando todas sus
cavilaciones y dudas. En el exilio se ha creído abandonado por Dios.
Le nace la duda de que Dios ha sido infiel a Israel, su esposa..
Dios ofendido por la sospecha se defiende y replica a los hijos de
Israel:
-¿Dónde está
esa carta de divorcio de vuestra madre a quien repudié? o ¿a cuál de
mis acreedores os vendí? Mirad que por vuestras culpas fuisteis
vendidos, y por vuestras rebeldías fue repudiada vuestra madre
(50,1).
Por sus pecados
Dios entregó a sus hijos al exilio, no para pagar ninguna deuda.
Dios, en su bondad, para disipar toda duda, apela a su poder:
-¿Por qué
cuando he venido no había nadie, cuando he llamado no hubo quien
respondiera? ¿Acaso se ha vuelto mi mano demasiado corta para
rescatar o quizá no habrá en mí vigor para salvar? He aquí que con
un gesto seco el mar, convierto los ríos en desierto; quedan en seco
sus peces por falta de agua y mueren de sed. Yo visto los cielos de
crespón y los cubro de sayal (50,2-3).
b)
Tercer cántico del Siervo
El siervo de
Dios, en su misión profética, nos narra su vocación a llevar una
palabra de paste del Señor a los abatidos y cansados. El profeta es
siempre el hombre de la palabra. Pero la palabra cumple tareas
diversas. Jeremías, en quien se cumple este tercer canto del Siervo,
recibe una palabra “para destruir y edificar”. El Siervo que nos
presenta ahora Isaías recibe la palabra para consolar. Esta palabra
no es suya, Dios se la confía cada mañana:
-El Señor
Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que sepa decir al
cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi
oído, para escuchar como los discípulos;
el Señor Yahveh me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni
me hice atrás (50,4-5).
Dios modelala
totalmente a su Siervo. Le da lengua de iniciado, le abre el oído
para que escuche como un discípulo. Antes de hablar recibe la
palabra del Señor. El Siervo, como Isaías (6,8), no opone
resistencia a la llamada de Dios (Mc 10,32ss), aunque la palabra de
Dios signifique para él, como para Jeremías, cargar con el rechazo
de todos:
-Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a
los que mesaban mi barba. Mi rostro esquivó insultos y salivazos
(50,6).
El Siervo que
carga con el pecado del mundo los señala Juan Bautista al
encontrarse con Jesucristo (Jn 1,29), y nos lo describe Mateo en su
cumplimiento pleno (Mt 26,67; 27,30). El Siervo de Dios entra en el
sufrimiento pues en medio de él experimenta la ayuda de Dios, que lo
hace más fuerte que todo dolor (Jr 1,18; Ez 2,8):
-Yahveh me
ayuda, por eso no me acobardaba, por eso endurecí mi cara como el
pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Cerca está el que me
justifica: ¿quién disputará conmigo? Presentémonos juntos: ¿quién es
mi demandante? ¡Que se llegue a mí! He aquí que el Señor Yahveh me
ayuda: ¿quién me condenará? Pues todos ellos como un vestido se
gastarán, la polilla se los comerá (50,7-9).
Dios es el
defensor de su Siervo. Confiando en Él puede afrontar tranquilo el
juicio de los hombres. Dios demostrará su inocencia. El Padre
mandará a su abogado defensor, el Espíritu Paráclito, a demostrar la
inocencia de su siervo Jesús condenado a muerte por los hombres en
un juicio inicuo (Jn 8,33-34). También el discípulo de Cristo puede
confiar en que nadie le condenará (Rm 8,31-39). Apoyado en su
experiencia, el Siervo de Dios puede anunciar una palabra de ánimo
para cuantos, como él, ponen su confianza en el Señor:
-El que tema a
Yahveh oiga la voz de su Siervo. Aunque camine en tinieblas y
carezca de la luz, que confíe en el nombre de Yahveh y se apoye en
su Dios. ¡Atención vosotros, los que encendéis fuego, los que
sopláis las brasas! Id a la lumbre de vuestro propio fuego y a las
brasas que habéis encendido. Así os tratará mi mano: en tormento
yaceréis (50,10-11).
A la palabra de
aliento para quienes confían en Dios acompaña la amonestación para
quienes ponen su confianza en sí mismos, en la lumbre de su mente.
Su luz se les transformará en incendio que les devorará.
A cuantos
buscan a Dios el Siervo les invita a hacer memoria para encontrar la
esperanza en la historia. Del pueblo sólo queda un resto que vive
lejos de Jerusalén, con la ciudad arrasada y el templo incendiado. A
este pueblo desconsolado le invita a mirar a Abraham, de quien
descienden. En ellos, aunque sean pocos, sigue viva la promesa de
Abraham
-Mirad la roca
de donde fuisteis tallados, la cavidad de donde fuisteis excavados.
Mirad en Abraham vuestro padre, y a Sara, que os dio a luz;
cuando lo llamé era uno solo, pero lo bendije y lo multipliqué
(51,1-2).
Dios les
multiplicará de nuevo, pues Él es fiel a la promesa. Y también
cumplirá la promesa hecha a Abraham en relación a la tierra. La
ciudad santa, ahora arrasada, se volverá un paraíso donde se
celebrarán de nuevo las fiestas del Señor. La restauración del culto
en el templo es el símbolo y garantía de la renovación de la tierra:
-Yahveh
consolará a Sión, consolará todas sus ruinas y cambiará el desierto
en un edén y la estepa en paraíso de Yahveh; allí habrá gozo y
alegría, alabanzas y canciones al son de instrumentos (51,3).
Dios urge a su
pueblo a acoger su palabra, pues desea salvarlo. Pero quiere además
que la salvación llegue a todas las naciones y la salvación para el
mundo procede de Jerusalén, de Dios presente en su pueblo. Las
costas remotas, aún desconocidas, están aguardando que alguien les
anuncie la salvación de Dios:
-Préstame
atención, pueblo mío; nación mía, escúchame; pues de mí sale una
instrucción, y mi ley es luz para las naciones. Inminente, cercana
está mi justicia, saldrá mi liberación, y mis brazos juzgarán a los
pueblos. Las islas me están esperando y ponen su esperanza con mi
brazo (51,4-5).
El cielo y la
tierra, signo de estabilidad, en comparación con la salvación de
Dios parecen algo que se tambalea, su caducidad es manifiesta. Igual
de caducos parecen los hombres vistos desde la altura divina:
-Alzad vuestros
ojos a los cielos, mirad abajo, a la tierra; los cielos se disipan
como humareda, la tierra se gasta como un vestido y sus habitantes
mueren como mosquitos. Mi salvación, en cambio, dura por siempre, y
mi justicia se mantiene intacta por siempre (51,6).
Por esta
salvación, presente en el corazón del mundo, es decir, en el pueblo
de Dios, es necesario sufrir afrentas y persecuciones. Acoger los
oprobios es un honor para el siervo de Dios:
-Escuchadme,
sabedores de lo justo, pueblo que lleva mi ley en el corazón. No
temáis las injurias de los hombres, y no os asustéis de sus
ultrajes; pues como un vestido se los comerá la polilla, y como lana
los comerá la tiña. Pero mi justicia durará por siempre, y mi
salvación por generaciones de generaciones (51,7-8).
El pueblo
despierta de su somnolencia con el anuncio de la salvación y se
dirige a Dios, invitándolo a despertar, como si hubiera estado
dormido durante su exilio. Pero “no duerme ni reposa el Santo de
Israel” (Sal 121,3). El pueblo, hace memorial de las actuaciones de
Dios en una noche en vela (Ex 14) y clama a Dios:
-¡Despierta,
despierta, revístete de poder, brazo de Yahveh! ¡Despierta como en
los días de antaño, en las generaciones pasadas! ¿No eres tú el que
partió a Rahab, el que atravesó al Dragón? ¿No eres tú el que secó
el Mar, las aguas del gran Océano, el que cambió las honduras del
mar en camino para que pasasen los rescatados? (51,9-10).
Dios responde a
la súplica del pueblo recordando su poder para reprimir al dragón.
Frente a la debilidad y fragilidad del hombre resuena el “yo soy de
Dios”:
-Los redimidos
de Yahveh volverán, entrarán en Sión entre aclamaciones, y habrá
alegría eterna sobre sus cabezas. ¡Regocijo y alegría les
acompañarán! ¡Desaparecerán penar y suspiros!
Yo, yo soy tu consolador. ¿Quién eres tú, que tienes miedo
del mortal y del hijo del hombre, que se asemeja al heno?
Dios no duerme,
pero el hombre no siente su presencia y su acción porque se olvida
de Él:
-Olvidaste a
Yahveh, que te hizo, que extendió los cielos y cimentó la tierra; y
temías todo el día la furia del opresor, cuando se disponía a
destruir. Pero ¿dónde está esa furia del opresor?
Pronto saldrá libre el que está en la cárcel, no morirá en el
calabozo ni le faltará el pan. Yo soy Yahveh tu Dios, que agito el
mar y hago bramar sus olas; Yahveh Sebaot es mi nombre. Yo he puesto
mis palabras en tu boca y te he escondido a la sombra de mi mano,
cuando extendía los cielos y cimentaba la tierra, diciendo a Sión:
“Tú eres mi pueblo” (51,11-16).
El Señor ha
escuchado las quejas de su pueblo y se ha dejado conmover por ellas.
Dios recoge en sus labios las lamentaciones y responde a ellas,
aclarándolas y dando una palabra de consolación. Si Israel se queja
de que no tiene a nadie a quien recurrir, Dios en persona se llega
al pueblo para consolarlo. La voz amada del Señor, despertará a
Israel de su sopor y, comprendiendo su pasado, se abrirá con
esperanza al futuro.
-¡Despierta,
despierta! ¡Levántate, Jerusalén! Tú, que has bebido de mano de
Yahveh la copa de su ira. Apuraste hasta vaciarlo el cáliz del
vértigo (51,17).
No es el Señor
quien duerme, sino Jerusalén. Jerusalén está dormida, pero no con el
sueño normal, reparador de fuerzas, sino con el sueño del vértigo y
borrachera. Peor aún, no es borrachera de vino, sino de vino
drogado. Y la droga es la ira del Señor, que Él mismo ha
suministrado a Israel. Dios ha suministrado la droga a su esposa
para calmarla, para curarla de sus infidelidades. Ahora el Señor la
sacude para que se despabile y despierte:
-No hay quien
la guíe de entre todos los hijos que ha dado a luz, no hay quien la
tome de la mano de entre todos los hijos que ha criado. Estas dos
cosas te han acaecido ‑¿quién te conduele? ‑ saqueo y quebranto,
hambre y espada ‑¿quién te consuela?-. Tus hijos yacen desfallecidos
en la esquina de todas las calles como antílope en la red, llenos de
la ira de Yahveh, de la amenaza de tu Dios. Por eso, escucha esto,
pobrecilla, ebria, pero no de vino. Así dice tu Señor Yahveh, tu
Dios, defensor de tu pueblo. Mira que yo te quito de la mano la copa
del vértigo, el cáliz de mi ira; ya no tendrás que seguir bebiéndolo
(51,18-22).
Ha terminado la
pesadilla del destierro, es hora de despertar y ponerse en camino
hacia la patria. El Señor quita de Israel la copa de su ira y se la
pasa a sus opresores:
-Yo lo pondré
en la mano de los que te afligían, de los que te decían: “Póstrate
para que pasemos”, y tú pusiste tu espalda como suelo y como calle
de los que pasaban (51,23).
Dios sigue
sacudiendo a Israel para que se despierte y vista su traje de gala.
Es la hora de salir para la fiesta de la salvación. Comienza una
etapa nueva y gloriosa. Es la etapa de la libertad recobrada tras la
esclavitud:
-¡Despierta,
despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tu traje de
gala, Jerusalén, Ciudad Santa! Porque no volverán a entrar en ti
incircuncisos ni impuros (51,1).
Jerusalén,
profanada por los impuros incircuncisos que la invadieron y
arrasaron (Sal 74,7; 79,1), recupera su carácter santo. Será la
Ciudad santa para siempre. Dios rescata a sus hijos de la cautividad
de Babilonia, como lo hizo en Egipto:
-Sacúdete el
polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Desátate las ligaduras de tu
cuello, cautiva hija de Sión. Porque así dice Yahveh: De balde
fuisteis vendidos, y sin plata seréis rescatados. Sí, así dice el
Señor Yahveh: A Egipto bajó mi pueblo en un principio, a ser
forastero allí, y luego Asiria le oprimió sin motivo. Y ahora, ¿qué
hago yo aquí pues mi pueblo ha sido arrebatado sin motivo? Sus
dominadores profieren gritos, blasfemando mi nombre todo el día. Por
eso mi pueblo conocerá mi nombre en aquel día y comprenderá que yo
soy el que decía: “Aquí estoy” (51,2-6).
Los gritos de
triunfo de los enemigos -Egipto, Asiria y Babilonia- han sonado en
los oídos de Dios como blasfemias. Su santo nombre ha sido profanado
(Rm 2,24) al humillar a su pueblo. Dios sale en defensa de su
nombre. Para santificar su nombre, Cristo nos rescatará “no con oro
ni plata, sino con su sangre” (1P 1,18).
“El aquí estoy” del
Señor resuena en Jerusalén como una buena noticia que convierte toda la
vida en una realidad gozosa. El mensajero que llega con la noticia
transforma ya la muerte en vida, el llanto en alegría. Al oírle estalla
un himno de júbilo:
-¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que
anuncia la paz, que trae
buenas nuevas, que anuncia
salvación, que dice a Sión: “Ya reina tu Dios”! (51,7).
La noticia corre
veloz, salta de monte en monte. Los centinelas de la ciudad ven los
pies, el brazo, la cara; oyen el anuncio del mensajero al que responden
a coro las ruinas de la ciudad:
-¡Una voz! Tus
vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios
ojos ven cara a cara el retorno de Yahveh a Sión. Prorrumpid a una en
gritos de júbilo, ruinas de Jerusalén, porque ha consolado Yahveh a su
pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Yahveh ha desnudado su santo brazo a
la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la
salvación de nuestro Dios (51,8-10).
El grito de los
centinelas invita al júbilo y contagia la alegría a todos los habitantes
de Jerusalén. La ruinas forman un coro de piedras resucitadas. El
consuelo del Señor penetra hasta los corazones endurecidos... Y desde
Jerusalén, donde resuena la buena noticia, volvemos a Babilonia donde
suena el anuncio de la partida:
-¡Fuera, fuera
salid de allí, no toquéis nada impuro! ¡Salid de ella, purificaos,
portadores del ajuar de Yahveh! No saldréis apresurados ni os iréis a la
desbandada, que va al frente de vosotros Yahveh, y os cierra la
retaguardia el Dios de Israel (51,11-12).
El nuevo éxodo es
como una procesión litúrgica superior al primer éxodo. Entonces salieron
apresurados (Ex 12,33-34.39), ahora con calma; entonces les acompañaba
el fuego y la nube (Ex 13,21-22), ahora es el Señor quien abre y cierra
la procesión.