Comentario al profeta Isaías: Canto primero del Siervo de Yavé
Canto primero del Siervo de Yahveh
a) Elección del
Siervo de Yahveh
Una vez
bautizado, Jesús salió del agua ... y una voz, que salía de los
cielos, dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt
3,17; Mc 1,11). Este es “mi Hijo” o este es “mi Siervo” es la
traducción del término griego “pais”. Isaías nos presenta
cuatro cantos del Siervo de Yahveh, figura que se cumple plenamente
en el servicio filial de Cristo al Padre.
Es Dios quien
presenta a su siervo. El le ha elegido para una misión y le da su
espíritu para cumplirla:
-He aquí mi
siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma.
He puesto mi espíritu sobre él para que haga triunfar el derecho en
las naciones (42,1).
El Siervo
elegido por Dios tiene la misión de implantar entre las gentes el
designio de Dios. Aunque es enviado en primer término para su
pueblo, su acción salvadora se extiende a todos los hombres. En la
medida en que triunfa la justicia de Dios en el mundo, los hombres
experimentan la libertad, la paz y la alegría.
El Siervo
llevará a cabo esta misión sin violencia, sin armas. No usará la
fuerza, sino la suavidad del Espíritu, brisa suave y benéfica, que
vivifica lo débil y vacilante. No quebrará la caña cascada, en que
se apoya el hombre, ni apagará la mecha medio apagada, sino que
reavivará su luz, para que alumbre la esperanza. Él tampoco se
quebrará, se mantendrá firme en el sufrimiento hasta haber realizado
plenamente su misión:
-No gritará ni
alzará la voz, no clamará en las calles. La caña cascada no la
quebrará, la mecha mortecina no la apagará. Hará triunfar la
justicia; no desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra
el derecho, y su instrucción, que esperan las islas (42,2-4).
Dios habla a su
Siervo. Pero antes se presenta a sí mismo como el creador de cielo y
tierra, de la vegetación y de los hombres. Toda vida es don de su
aliento, obra de su espíritu. Este espíritu, que hizo surgir la vida
en el principio, es el que realizará la nueva creación mediante el
Siervo. La obra salvadora será una recreación:
-Así dice el
Dios Yahveh, el que creó los cielos y los desplegó, el que afianzó
la tierra y lo que brota en ella, el que dio aliento al pueblo que
habita en ella, y espíritu a los que se mueven por ella. Yo, Yahveh,
te he llamado para la justicia, te he tomado de la mano, te he
formado, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las
gentes, para abrir los ojos de los ciegos, sacar a los presos de la
prisión, de la cárcel a los que viven en tinieblas (42,5-7).
Dios mismo ha
formado a su Siervo antes de llamarle. Su misión es en primer lugar
restablecer la alianza de Dios con su pueblo, y luego iluminar a
todas las gentes con la luz de la salvación, como canta el anciano
Simeón al encontrar a Cristo en el templo: “Ahora, Señor, puedes
dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu
salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos,
luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo
Israel” (Lc 2,29-32). La prisión es la pérdida de la libertad y de
la luz; Cristo, Siervo de Dios, da la luz a los ciegos (Jn 9) y la
libertad a los cautivos (Ga 5,1).
El Siervo
restableciendo la unidad del pueblo, irradiará sobre la naciones la
luz de la salvación. En el amor y la unidad verán los gentiles la
salvación de Dios en los creyentes, como esperanza para ellos. Son
los signos que señala Cristo para llamar a la salvación a los
paganos (Jn 13,34-35; 17,21). Dios, que comenzó presentándose a su
Siervo como Creador, vuelve a presentarse como el Díos único frente
a los dioses:
-Yo soy Yahveh,
este es mi nombre, no cedo mi gloria a nadie, ni mi honor a los
ídolos. Lo de antes ya ha llegado, y anuncio cosas nuevas; os las
hago saber antes de que se produzcan (42, 8-9)
Dios revela su
nombre y muestra su gloria. En su palabra nos da a conocer su nombre
y en sus acciones nos manifiesta su gloria. Lo contrario de lo
ídolos mudos e inertes. Lo que Dios anunció con su palabra en el
pasado ha sucedido. Lo que anuncia para el futuro también se
cumplirá. Si el exilio anunciado al pueblo rebelde se ha cumplido,
la salvación proclamada también se realizará. Ya está en tierra la
semilla de la salvación; se trata sólo de esperar que “germine” (Gn
2,5; Is 42,9; 43,19; 55,10). En el desierto brotará una vegetación
espléndida, pues Dios vivifica sus arenas (42,5). La certeza de la
promesa provoca el júbilo, que se expresa en un himno de exultación:
-Cantad a
Yahveh un cántico nuevo, llegue su alabanza a los confines de la
tierra. Que le cante el mar y cuanto contiene, las islas y sus
habitantes. Alcen la voz el desierto y sus ciudades, los cercados
que habita Quedar. Aclamen los habitantes de Petra, clamen desde la
cima de los montes. Den gloria a Yahveh, publiquen su alabanza en
las islas. Yahveh sale como un héroe, despierta su ardor como un
guerrero; grita y levanta la voz contra sus enemigos (42,10-13).
Es un canto que
tiene semejanzas con los salmos 96 y 98. Los continentes y los mares
son la caja de resonancia del himno de los hombres, habitantes del
mar y de la tierra. El Señor abre el camino, despejándolo de
enemigos, para que su pueblo camine en paz. Al frente de su pueblo
salió en Egipto (Ex 11,4) y lo mismo hace en otras muchas ocasiones
(Ju 5,4; 2S 5,24; Sal 44,10; 60,12; 108,12). Ahora de nuevo el Señor
anuncia su intervención salvadora. Dios promete un nuevo éxodo. Por
mucho tiempo, -por tres generaciones-, el Señor ha aguantado el
sufrimiento de su pueblo en el exilio, sometido a la arrogancia de
Babilonia. Como a la mujer encinta le llega el momento del parto, al
Señor le ha llegado el momento de actuar, de recrear a su pueblo,
llevándole a la luz de la libertad.
-Desde antiguo
guardé silencio, me callaba, aguantaba. Como parturienta grito,
resoplo y jadeo entrecortadamente (42,14).
Dios, en la
imagen poética de Isaías, resuella como mujer en la hora del parto.
Va a nacer una nueva vida, que supone la muerte de los enemigos. El
orgullo de Babilonia será abatido. La ciudad arrogante, cruzada de
canales, experimentará la sequía (Sal 107,33-37), al mismo tiempo
que el pueblo oprimido saldrá en peregrinación de vuelta a su
patria:
-Agostaré
montes y collados, y secaré todo su césped; convertiré los ríos en
tierra seca y secará
las lagunas. Conduciré a los ciegos por un camino que no conocían,
los guiaré por senderos que ignoraban. Trocaré delante de ellos la
tiniebla en luz, y lo escabroso en llano. Estas cosas haré, y no
dejaré de hacerlas (42,15-16).
En lugar de la
columna de fuego, que guiaba a Israel en el primer éxodo, ahora el
Señor dará la vista a los ciegos, transformando sus tinieblas en
luz. Así los ciegos podrán caminar sin tropezar, como ya había
anunciado antes (35,5-7). Este triunfo de Dios con los ciegos, con
todos los débiles y oprimidos, lo verán los idólatras y se sentirán
defraudados por sus falsos dioses:
-Retrocederán,
confusos de vergüenza, los que confían en los ídolos, los que dicen
a la estatua fundida: “Tú eres nuestro dios” (42,17).
Es lo que dijo
el pueblo en las faldas del Sinaí cuando Aarón fundió un becerro y
se lo presentó. Entonces ellos exclamaron: “Este es tu Dios, Israel”
(Ex 32,4). El pueblo actual es hijo de aquellos padres. Es probable
que ahora acuse a Dios (Cf 40,27ss) de se ciego y sordo ante su
sufrimiento. Dios, antes de sacarles de Babilonia, se enfrenta con
ellos y vuelve la queja contra el pueblo:
-¡Sordos, oíd!
¡Ciegos, mirad y ved! ¿Quién está ciego, sino mi siervo? ¿y quién
tan sordo como el mensajero a quien envío? Por más que has visto, no
has hecho caso; mucho abrir las orejas, pero no has oído (42,18-20).
El pueblo,
siervo de Dios, está ciego porque no comprende la acción de su Dios
en la historia. Dios glorifica su Ley haciendo justicia, castigando
la infidelidad con el destierro. El pueblo, en cambio, se queja de
Dios, en vez de aceptar el sentido de la historia. Si acepta el
castigo y se vuelve a Dios con fe, experimentará la salvación que
Dios le está anunciando:
-Yahveh, por
amor de su justicia, se interesa en engrandecer y glorificar su Ley.
Pero son un pueblo saqueado y despojado, han sido atrapados en
agujeros todos ellos, encerrados en cárceles. Les despojaban y no
había quien les salvase; se les robaba y nadie decía: ¡Devuélveselo!
¿Quién de vosotros escuchará esto, y escuchará atento el futuro?
(42,21-23).
En la
requisitoria se enfrentan Dios y el pueblo. Dios provoca al pueblo,
deseando llevarle a la confesión de sus culpas y a la esperanza en
el futuro de vida que Él les prepara:
-¿Quién entregó
al saqueo a Jacob, y a Israel a los saqueadores? ¿No ha sido Yahveh,
contra quien pecamos, rehusando seguir sus caminos, al no escuchar
sus instrucciones? Vertió sobre él el ardor de su ira, y la
violencia de la guerra le abrasó; lo rodeaban sus llamas por todos
lados y no se daba cuenta; le consumían y no hacía caso (42,24-25).
b) Yahveh,
salvador de Israel
Dios, para
despertar la esperanza de la salvación, le recuerda al pueblo su
elección. El memorial siempre suscita esperanza. Dios mismo creó y
modeló a su pueblo. Le dio un nombre y ha tomado posesión de él. Y
si Dios ha hecho de Israel el pueblo de su propiedad personal, Dios
se ha comprometido a ser su Dios y salvarlo. Dios eligió a Abraham
como padre de todo su pueblo. Después de su pelea con Jacob en la
noche del Yaboc, Dios le dio el nombre nuevo de Israel, fuerte con
Dios. En verdad Dios no se puede desentender de Israel, aunque siga
siendo Jacob, el que a veces no se apoya en Dios, sino en su talón,
confiando en sí mismo, en las propias fuerzas:
-Ahora, así
dice Yahveh tu creador, Jacob; el que plasmó, Israel. No temas, que
yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío (43,1).
Dios, al llamar
a Israel por su nombre, entabla una relación personal con él. Por
eso Dios se dispone a guiar a Israel, sosteníendolo en los peligros
que encuentre en el camino. Dios no libra a sus elegidos de las
dificultades y pruebas, pero le hace salir ileso de ellas:
-Cuando pases
por las aguas, yo estaré contigo, los ríos no te anegarán. Cuando
pases por el fuego, no te quemarás, la llama no prenderá en ti.
Porque yo soy Yahveh, tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador
(43,2-3).
Agua y fuego
son el símbolo de todo peligro. Egipto es presentado con frecuencia
como un horno, de donde Dios saca a su pueblo (Dt 4,20; Jr 11,4); la
tribulación es también, según Isaías, un horno purificador (48,10).
En su marcha desde Egipto a la tierra prometida, las aguas del Mar
Rojo y más tarde las del Jordán sellaron dos momentos fundamentales,
en los que Dios manifestó su gloria y amor salvador para con su
pueblo. Por ese amor de predilección Dios entregó a la muerte a
otros pueblos en rescate de Israel:
-Entregué como
expiación tuya a Egipto, a Etiopía y a Seba en tu lugar, porque tú
eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. Entregaré la
humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida (43,4).
Una vez
rescatado, Dios se preocupa de congregar a su pueblo disperso por
todos los rincones de la tierra. Con una palabra, Dios ordena al
norte y al sur que no retengan más a sus hijos y les dejen ya salir
hacia su patria:
-No temas, que
yo estoy contigo; desde Oriente haré volver a tu estirpe, y desde
Occidente te reuniré. Diré al Norte: “Dámelos”; y al Sur: “No los
retengas”, Traeré a mis hijos de lejos, y a mis hijas de los
confines de la tierra;
a todos los que llevan mi nombre, a los que creé para mi gloria, a
los que hice y plasmé (43,5-7).
Los hijos
llevan el nombre del padre. Israel lleva el nombre de Dios. Así
glorifican al Padre en medio de las naciones donde están dispersos.
Del mismo modo los discípulos de Cristo se llaman cristianos y dan
testimonio con su vida de que son hijos de Dios . Su vida glorifican
a Cristo y, con él, al Padre . Siendo hijos en el Hijo, nos signamos
con el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo al comienzo de toda acción u oración, que
concluimos con el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Dios, a quien
invocan con su nombre sus fieles, está en pleito con las naciones
paganas y con sus dioses. Ya lo hemos visto antes (41-21-29). Los
paganos se presentan en este pleito como testigos en favor de sus
dioses, atribuyéndoles sus victorias. Dios llama como testigos suyos
a los israelitas. Dios, mirando al pasado, tiene testigos oculares y
testigos de oídas. Los primeros han visto con sus ojos las
maravillas que Dios ha realizado con ellos. Los segundos han oído la
narración fieles de esos hechos, transmitidos por tradición oral de
padres a hijos (Ex 10,2; Sal 78). Para ser testigo de Dios en medio
de las naciones ha sido elegido Israel. Dios actúa en su pueblo y le
educa, mediante sus profetas, a reconocerle en los acontecimientos
de su historia. Los grave es que Israel, tantas veces, tiene ojos y
no ve, oídos y no sabe escuchar (Dt 29,1-5):
-Haced salir al
pueblo ciego, aunque tiene ojos, y sordo, aunque tiene oídos.
Congréguense todas las gentes y reúnanse los pueblos. ¿Quién de
entre ellos anuncia eso, y desde antiguo nos lo hace oír? Aduzcan
sus testigos, y que se justifiquen; que se oiga para que se pueda
decir: “Es verdad”. Vosotros sois mis testigos ‑ oráculo de Yahveh ‑
y mi siervo a quien elegí, para que me conozcáis y me creáis a mí
mismo, y entendáis que yo soy: Antes de mí no fue formado otro dios,
ni después de mí lo habrá. Yo, yo soy Yahveh, y fuera de mí no hay
salvador. Yo lo he anunciado, he salvado y lo he hecho saber, y no
hay entre vosotros ningún extraño. Vosotros sois mis testigos ‑
oráculo de Yahveh ‑ y yo soy Dios; yo lo soy desde siempre, y no hay
quien libre de mi mano. Yo lo tracé, y ¿quién lo revocará?
(43,8-13).
Dios,
examinando el pasado, muestra que Él es el único Dios, pues es el
único que realmente salva. Dios mismo se presenta con todos los
títulos que acreditan sus acciones salvadoras. En el presente libra
a su pueblo de la cautividad de Babilonia:
-Así dice
Yahveh, vuestro Redentor, el Santo de Israel. En favor vuestro he
enviado a arrancar todos los cerrojos de las prisiones de Babilonia,
y los hurras de los caldeos se vuelven en lamentos. Yo, Yahveh,
vuestro Santo, el creador de Israel, vuestro Rey (43,14-15).
La liberación
presente trae a la memoria la liberación de Egipto, con la que se
ilumina la salvación actual:
-Así dice
Yahveh, que trazó un camino en el mar, y una senda en las aguas
impetuosas. El que sacó
para la batalla carros y caballos, un poderoso ejército; juntos
cayeron para no levantarse, se apagaron, como mecha que se extingue
(43,16-17)
La profesión de
fe es siempre hacer memoria de las actuaciones salvadoras de Dios.
El Credo de Israel es un credo histórico. Más que un enunciado de
verdades es un memorial de acontecimientos. Proclamar las maravillas
del Señor en la liturgia (Sal 78) y transmitirlas de generación en
generación es lo que Dios pide a su pueblo. Pero la memoria del
pasado no es una fuga del presente ni un refugio por miedo al
futuro. El memorial no es un regreso al seno materno para escapar de
la historia. El memorial es una luz sobre el presente, que se
proyecta en esperanza futura. Isaías reprocha al pueblo, que
recordando el pasado glorioso, no tiene ojos para apreciar el
comienzo casi insignificante de algo nuevo, que comienza a brotar en
la historia. Pero ese futuro inminente superará todo el pasado:
-¿No os
acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues
bien, he aquí que yo hago algo nuevo: ya está brotando, ¿no lo
reconocéis? Abriré un camino en el desierto, ríos en el páramo. Las
bestias del campo, los chacales y las avestruces, me darán gloria,
pues les daré agua en el desierto, haré correr ríos en el yermo,
para apagar la sed de mi pueblo elegido, el pueblo que yo me he
formado para que proclame mis alabanzas (43,18-21).
La novedad, que
Dios anuncia, se abre paso imperceptiblemente como una planta que
germina en la tierra. Dios se siente complacido con su siervo y no
se cansa de salvarlo una y otra vez, aunque sea un pueblo pecador.
La nueva salvación, que despunta irresistible, exige la conversión
del pueblo desde lo hondo de su ser. Israel necesita cambiar de
actitud, pasar de servirse de Dios a servir a Dios. Es la actitud
del Siervo fiel, que expiará los pecados del pueblo, y que aparecerá
en la plenitud de los tiempos, cuando Cristo proclame que “no ha
venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20,28):
-Tú no me has
invocado, Jacob, porque te has fatigado de mí, Israel. No me has
traído tus ovejas en holocausto ni me has honrado con tus
sacrificios. No te obligué yo a servirme con oblación ni te he
fatigado a causa del incienso. No me has comprado cañas con dinero
ni me has saciado con la grasa de tus sacrificios; hasta me has
convertido en siervo con tus pecados, y me has cansado con tus
iniquidades. Era yo, yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías
por amor de mí y no recordar tus pecados. Recuérdamelo tú y vayamos
a juicio juntos, haz tú mismo el recuento para justificarte. Pecó tu
primer padre y tus jefes se rebelaron contra mí. Destituía los
príncipes de mi santuario; por eso entregué a Jacob al anatema y a
Israel a los ultrajes (43,22-28).
c) Sólo Yahveh
es Dios
Antes de que
Israel confiese su pecado ya se ha conmovido Dios en lo más hondo de
sus entrañas y le anuncia la salvación, dándole toda una serie de
títulos afectuosos:
-Ahora, pues,
escucha, Jacob, siervo mío, Israel, mi elegido. Así dice Yahveh que
te creó, que te plasmó ya en el seno y te ayuda: “No temas, siervo
mío, Jacob, mi cariño, mi elegido (44,1-2).
Dios promete a
su siervo Israel la lluvia y el espíritu, la lluvia que haga brotar
hierba incluso en el desierto, y el espíritu, que suscite vida en el
interior del pueblo agotado en el exilio:
-Derramaré agua
sobre el suelo sediento, raudales sobre la tierra seca. Derramaré mi
espíritu sobre tu linaje, mi bendición sobre cuanto nazca de ti.
Crecerán como hierba junto ala fuente, como álamos junto a las
corrientes de aguas (44,3-4).
Ante semejante
promesa de Dios, que renueva la elección, el pueblo responde
entregándose al Señor. Se declara propiedad de Dios y lo sella con
la marca de su pertenencia grabada en la misma carne:
-El uno dirá:
“Yo soy de Yahveh”, el otro llevará el nombre de Jacob. Un tercero
escribirá en su brazo: “De Yahveh” y se le llamará Israel (44,5).
Y se el Israel
fiel lleva en su brazo tatuado el nombre de Dios, otros siguen
poniendo su confianza en los ídolos. Dios sigue pleiteando contra
los ídolos (44,6-8) hasta ridiculizar a quienes los fabrican y a
quienes creen el ellos. Mientras Dios, “el primero y el último”
(44,6), abarca todos los tiempos (Ap 22,13), los ídolos son más
límitados en el tiempo que quien los fabrica, más pequeños en edad
que quienes les veneran. Ídolos, fabricantes y quienes les adoran
son iguales: nada (44,6-9).
Después de
burlarse de los fabricantes, describiendo minuciosamente su vana
fatiga (44,10-17), Isaías acumula de predicados negativos para
calificar a los ídolos: “No saben ni entienden, sus ojos están
pegados y no ven; su corazón no comprende. No reflexionan, no tienen
ciencia ni entendimiento” (44,11-19). Si al final reconocieran al
menos el absurdo de su obra, los artífices de vanidad estaría a
punto de convertirse. Pero al cerrarse en sí mismos, sólo les espera
el fracaso de su vida: “A quien se apega a la ceniza, su corazón
engañado le extravía. No salvará su vida. Nunca dirá: ¿No es un
engaño lo que tengo en la mano?” (44,20).
Ante las
necedad de las naciones paganas, Israel se puede alegrar de la
elección de Dios. Aunque la elección tenga sus exigencia, merece la
pena, para vivir la fidelidad al Señor, para no caer en el vacío y
sin sentido de quienes no conocen a Dios:
-Recuerda esto,
Jacob, que eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo,
Israel, yo no te olvido! He disipado como una nube tus rebeldías, como
un nublado tus pecados. ¡Vuélvete a mí, pues te he rescatado! ¡Gritad,
cielos, de júbilo, porque Yahveh lo ha hecho! ¡Clamad, profundidades de
la tierra! ¡Lanzad gritos de júbilo, montañas, y tú, bosque, con todos
tus árboles, pues Yahveh ha rescatado a Jacob y manifiesta su gloria en
Israel! (44,21-23).