Libro de la consolación de Israel
El profeta
anónimo del exilio, autor de esta segunda parte del libro de Isaías
(40-55), es considerado por muchos autores como el mayor profeta y
el mejor poeta de Israel. Es además un teólogo genial que abre un
camino nuevo en la historia de Israel.
En la mitad del
siglo VI antes de Cristo comienza la decadencia del Imperio de
Babilonia ante la aparición de una nueva potencia: Persia.
Decadencia de Babilonia y ascenso de Persia son dos hechos
relacionados entre sí y tienen su influencia en el mensaje de esta
parte del libro de Isaías. El imperio de Babilonia llegó a su máximo
esplendor con el emperador Nabucodonosor (605-562). A su muerte
comenzó a eclipsarse, mientras crecía el poder de Ciro en Persia.
Ciro, súbdito de Madia, se rebela e independiza de los medos, se
apodera de la mayor parte de Asia Menor y, finalmente, se dirige
contra Babilonia.
Los exiliados,
que desde el comienzo de su destierro soñaron con volver a su
patria, sigue con sumo interés esta evolución de la historia.
Jeremías ha recogido los sentimientos de los exiliados hacia
Babilonia, en concreto contra Nabucodonosor (Jr 51,34-35). Los
mismos sentimientos afloran en el salmo 137. Es de suponer que la
decadencia de Babilonia y el crecimiento del imperio persa reavive
en ellos la esperanza, ya casi perdida, de su liberación y
repatriación. Pero, por otra parte, el pueblo está sumido en una
crisis de fe, dudan de que Dios conozca su situación. En su corazón
se dicen: “Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa”
(Is 40,27), “me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado” (Is
49,14). Este es el ambiente de esta segunda parte del libro de
Isaías.
Este gran poema
de la vuelta del exilio muestra el segundo éxodo más glorioso que el
primero. Evoca el primer éxodo, lo actualiza y lo supera en grandeza
y maravilla. La salvación de Dios, que penetra en la historia, la
desborda y se realiza de nuevo de una forma más sublime cada vez que
se actualiza: éxodo de Egipto, éxodo de Babilonia, éxodo de la
muerte a la resurrección en la pascua de Jesucristo, en la
celebración de la Iglesia y en la parusía del Señor arrastrando con
Él a la gloria a toda la creación.
El segundo
éxodo, antes que vivido como experiencia histórica, es cantado. El
profeta anuncia los hechos con imágenes y símbolos espléndidos, que
dan a los acontecimientos un significado permanente. Su proclamación
los anticipa, los acompaña y los trasciende. La profecía no se agota
en los hechos inmediatos que anuncia y que realiza. Ahí queda
apuntando a una realización más grande, de la que esos hechos son
figura y preparación. La liberación de Egipto, la liberación de
Babilonia prefiguran la salvación plena del hombre en Jesucristo. El
éxodo de Babilonia, que canta esta parte del libro de Isaías, es el
memorial del éxodo de Egipto y el anuncio de la pascua de
Jesucristo.
La esperanza es
palabra clave en el mensaje de este poema. El profeta se remonta al
pasado, al tiempo del origen o nacimiento. Evoca el momento en que
se pasa del no ser al ser. La esperanza que inculca en el corazón de
los oyentes se apoya en Dios, que hizo el cielo y la tierra. Para Él
todo es posible, se puede esperar todo, se puede esperar siempre, en
todo momento y situación. Dios del no ser saca el ser, de la nada
hace brotar la vida. Para el profeta no se trata de reducir la
esperanza a curar de la enfermedad, consolar en la aflicción,
enriquecer al pobre. La esperanza tiene raíces más hondas, se hunde
en el no ser para esperar de Dios el ser, entra en la muerte para
esperar la vida. La esperanza del retorno a Jerusalén es esperanza
de volver a Dios. La conversión a Dios es cuestión de vida o muerte.
La esperanza
siempre se adelanta a los hechos. La palabra de Dios llega al
corazón de Jerusalén, con el anuncio de la vuelta de sus hijos
desterrados en Babilonia antes que a los mismos exiliados. Un
imperativo de urgencia sale no se sabe de dónde y llega desde
Babilonia a Jerusalén:
-Consolad,
consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios: hablad al corazón de
Jerusalén (40,1).
Dios se siente
conmovido por Jerusalén, por su esposa, la asamblea de Israel. La
arrogancia de Babilonia ha castigado al pueblo de Dios el doble de
lo que merecían sus culpas. Ya está cumplido su servicio. Y mientras
se imparte la orden de consolar a Jerusalén, se oye otra voz en
Babilonia que ordena preparar el camino para el retorno:
-Una voz clama:
En el desierto preparad un camino a Yahveh, allanad en la estepa una
calzada para nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte
y cerro rebajado; que lo torcido se enderece y lo escabroso se
vuelva llano. Se revelará la gloria de Yahveh, y la verán todos los
hombres juntos. Pues la boca de Yahveh ha hablado (40,3-5).
La vuelta no es
sólo algo geográfico, sino más aún espiritual. Es el retorno fruto
de la fe que suscita la esperanza y pone en camino a los asentados
en Babilonia. La gloria de Dios, que se manifestó en el primer éxodo
en el paso del mar Rojo (Ex 14,17), en el don del maná (Ex 16,10),
en el Sinaí (Ex 19)..., se manifiesta ahora encabezando la
peregrinación exultante del retorno a Jerusalén. Todos contemplarán
la gloria de Dios.
Un diálogo
entre una voz y el profeta mensajero exalta a Dios presente en su
espíritu y en su palabra, espíritu que vivifica y abrasa, palabra
que permanece y se cumple. El poder del hombre es efímero como la
hierba y la flor, que “por la mañana se renueva y florece, por la
tarde se seca y la cortan” (Sal 90,6). Israel no tiene por qué temer
al opresor, “que será como hierba” (51,12), mientras que la palabra
de Dios permanece por siempre:
Una voz dice:
-¡Grita!
Y yo respondo:
-¿Qué he de
gritar?
- Toda carne es
hierba y todo su esplendor como flor del campo. La flor se marchita,
se seca la hierba, en cuanto le dé el viento de Yahveh. La hierba se
seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece
por siempre (40,6-8).
El mensajero
recibe, en vez del nombre de profeta, el de evangelista (como
traduce el griego), el pregonero de buenas noticias. Esta es la
vocación que recibe ahora el profeta. Se le invita a subir a un
monte de las cercanías de Jerusalén para que su anuncio se oiga en
todas las ciudades de Judá. Es el mensajero que corre por el
desierto más veloz que los rescatados que vuelven a la patria. El se
anticipa con la noticia de la inminente llegada del Señor con todo
su rebaño, corderos y madres:
-Súbete a un
alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa,
alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades
de Judá: ¡Ahí está vuestro Dios! Ahí viene el Señor Yahveh con
poder, y su brazo manda. Ved que su salario le acompaña, y su paga
le precede. Como un pastor que pastorea su rebaño, su brazo lo
reúne: lleva en brazos los corderos, y trata con cuidado a las
madres (40,9-11).
b) Vanidad de
los ídolos
Después de
tanto tiempo, al menos tres generaciones, en el exilio, el pueblo ha
perdido la esperanza. La desconfianza se adueña de su corazón y
siente la tentación de buscar la salvación en los ídolos de
Babilonia. Es cierto que aún sigue invocando a Dios, -“Yahveh, mi
Dios”-, pero es para preguntarse si “su suerte está oculta para Él,
si desconoce su situación” (40,27). A este interrogante responde
Dios con toda una serie de preguntas, en las que apela a su poder,
sabiduría, grandeza, dominio de la creación y de la historia.
El pueblo cree
que Dios les ha olvidado, se ha desentendido de ellos, pero Dios
está allí escuchando sus quejas y, para mostrárselo, les provoca con
sus interrogantes, entabla un pleito con ellos. No se enfrenta con
ellos, denunciando su pecado, como hace en otras ocasiones, para
provocar su confesión y darles el perdón. Ahora se manifiesta a sí
mismo en su magnificencia para que el pueblo confiese su gloria y se
abra a la esperanza en Él. Así les cura del pecado más grave de este
momento, que es la falta de esperanza. Dios proclama su gloria en la
obra de sus manos; la creación no cesa de cantar su gloria; la
historia es un canto de su gloria aún mayor. Dios se cubre de gloria
en los portentos de salvación que jalonan la historia del pueblo (Ex
14,17-18; 15,1.21). Ahora Dios entona un himno a su gloria con la
palabra.
Dios muestra su
gloria en la creación. En ella se muestra como un artista y como un
artesano, que mide y pesa con precisión el mar, el cielo y la
tierra. Más aún, ¿quién es capaz de medir o pesar el viento, el
espíritu del Señor? En su destreza Dios no necesita de nadie que le
instruya o aconseje (40,12-14). Preguntas parecidas le hace Dios a
Job (Jb 38-39).
La gloria de
Dios se muestra en cuanto llena la tierra. Sus habitantes, si se
aplica la medida de Dios, no son más unas gotas de agua o un grano
de polvo; árboles y fieras, “todos juntos en la balanza subirían más
leves que un soplo” (40,15-17). Si se comparan con Dios los seres de
la creación, incluido el hombre, aparece en contraste evidente la
ignorancia, impotencia, el vacío, la nulidad, el no-ser de todos los
seres.
Si todo en
comparación con Dios es nada, ¿cómo hacer una imagen de Dios? ¿Qué
imagen puede reflejar algo de su gloria? El hombre ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios, pero en cuanto a grandeza y poder,
aunque se multiplique y forme pueblos y naciones, en comparación de
Dios no es nada (40,18). Y, si el hombre, creado por Dios, frente a
Él no es nada, mucho menos son los ídolos, hechura del hombre a su
imagen o a imagen de otro ser aún inferior a él.
Más adelante
(44,12-20) Isaías amplía la escena que ahora presenta, ridiculizando
a los ídolos y, sobre todo, a quienes los hacen. Frente a Dios, que
es único, sin nade que le instruya o aconseje, los fabricantes de
ídolos tienen que juntarse varios, darse ánimos unos a otros
(41,6-7). Dios, al contemplar la creación que brota de sus manos,
comprueba su bondad, los fabricantes de ídolos, ante la fragilidad
de sus obras se complacen diciendo: “buena soldadura”: ¿Con quién
compararéis, pues, a Dios, qué imagen vais a contraponerle? El
fundidor funde la estatua, el
orfebre la recubre con oro y le suelda cadenas de plata...”
(40,18-20; Cf Sb 13,10-15,13).
Dios invita a
los israelitas a hacer memoria de la que han cantado desde pequeños
en los salmos. Con sus preguntas les invita a levantar los ojos a lo
alto, a dilatar la mirada a la redonda, a contemplar el universo
para encontrar en la creación al Creador y así descubrir un apoyo
firme para su esperanza. Los astros, que adornan el firmamento, no
son dioses, sino el ejército obediente a las órdenes de su Creador
(Dt 4,19; Si 43,9-10). Abraham no podía contar las estrellas, Dios
conoce a cada una por su nombre, porque es su Creador (40,21-26).
Después de
entonar el himno a su gloria, Dios interpela a su pueblo, que se
lamenta pensando que Dios se ha cansado de él, como Moisés se cansó
durante la marcha por el desierto (Nm 11). El pueblo juzga a Dios
como si cansado de cargar con las culpar del pueblo elegido, lo
hubiera descargado en un territorio extranjero para no ocuparse más
de ellos. Dios refuta las quejas o dudas del pueblo: “¿Por qué andas
hablando, Jacob, y diciendo, Israel: mi camino está para Yahveh, y
Dios ignora mi suerte?” (40,27).
Dios responde
apelando a su eternidad e inteligencia. Dios no se rige por el
calendario de los hombres ni por las apariencias externas: “¿Es que
no lo sabes? ¿Es que no lo has oído? Que Dios es Yahveh desde
siempre, creador de los confines de la tierra, que no se cansa ni se
fatiga, y cuya inteligencia es inescrutable. Él da vigor al cansado,
y acrecienta la energía al que no tiene fuerzas. Los jóvenes se
cansan, se fatigan, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que
a los que esperan en Yahveh él les renovará el vigor, subirán con
alas de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse”
(40,28-31).
Dios, que no se
cansa, da fuerza al cansado (Sal 29). Dios da fuerzas a Elías en el
camino del Horeb, cuando cae al suelo exhausto (1R 19,7ss). Como
Dios condujo a su pueblo “sobre alas de águila” en su marcha por el
desierto (Ex 19,4; Dt 32,11), también en el nuevo éxodo, él cargará
con el débil, con los corderos y sus madres. La espera da alas de
águila para subir por encima de todos los obstáculos.
c) Vocación de
Ciro, siervo de Dios
Dios convoca a
un juicio a las islas y a las naciones. Dios quiere mostrarse a todo
el universo como el soberano único de la historia. En la escena de
la historia Dios desea presentar a un jefe desconocido, pero que
avanza victorioso, y un pueblo casi insignificante, Israel, que es
su pueblo elegido. El jefe, que aún no recibe ningún nombre, es el
ejecutor de los planes de Dios e Israel es pueblo beneficiario de
dichos planes. El Señor quieres ser reconocido por todos como el
protagonista, señor de la historia. Por ello convoca a todo los
pueblos e impone silencio:
-Islas, callad
ante mí; naciones, haced silencio. Que se acerquen y entonces
hablarán, comparezcamos todos a juicio (41,1).
Nadie se puede
enfrentar al Señor. Sólo Él habla, porque nadie le puede rebatir.
Dios desvela, sin dar nombre aún al ejecutor de sus planes, a una
figura que asciende rápidamente en el escenario de los pueblos y
suscita terror en Babilonia, el impero dominador del momento. En
Israel, en cambio, suscita una mezcla de miedo y esperanza:
-¿Quién ha
suscitado de Oriente a aquel a quien la victoria le sale al paso?
¿Quién le entrega las naciones, y le somete los reyes? Su espada los
Convierte en polvo, y su arco los dispersa como paja; los persigue y
avanza incólume por senderos en los que sus pies no dejan huellas.
¿Quién lo realizó y lo hizo? (41,2-4)
Ante el
silencio de islas y naciones, Dios mismo responde a sus
interrogantes, presentándose como autor de la historia:
-El que llama a
las generaciones desde el principio: yo, Yahveh, el primero, y que
estoy con los últimos. Vedlo, islas, y temed; temblad, confines de
la tierra” (41,4-5).
Una vez que se
ha mostrado como señor de la historia ante las naciones, Dios se
dirige personalmente a
su pueblo elegido, al que llama indistintamente Jacob e Israel. Es
el pueblo de Dios, descendiente de su siervo Abraham. Siervo y
elegido son dos títulos paralelos, que cuadran bien con Israel, el
pueblo elegido para un servicio: llevar a cabo los designios de
Dios. Como pueblo de Dios está en medio de los otros pueblos para
hacer presente a Dios entre ellos:
-Y tú, Israel,
siervo mío, Jacob, a quien elegí, estirpe de mi amigo Abraham. Tú a
quien
tomé en extremos
de la tierra, y desde lo más remoto te llamé y te dije: “Siervo mío
eres tú, te he elegido y no te he rechazado” (41,8-9).
Dios ha ido a
Babilonia a buscar a su siervo a Abraham y luego a Egipto a sacar a
su pueblo elegido de la esclavitud. Son los dos extremos de la
tierra, como expresión del dominio de Dios sobre el universo. Y el
Dios potente, que eligió a su pueblo, sigue presente hoy en medio de
ellos. No les ha rechazado. Por ello se presenta para animarles,
venciendo el miedo y la angustia como un día venció la esterilidad
de Abraham o la esclavitud del pueblo:
-No temas, que
yo estoy contigo; no te angusties, que yo soy tu Dios. Yo te
fortalezco y te ayudo, y te sostengo con mi derecha victoriosa
(41,10).
Y si Dios está
con Israel, los enemigos serán derrotados y experimentarán la
vergüenza de su caída, como canta repetidamente el salmista (Sal
35,26; 40,15...):
-¡Oh! Se
avergonzarán y quedarán confundidos todos los se enardecían contra
ti. Serán como nada y perecerán los que buscan pleito contra ti.
Buscarás y no hallarás a los que peleaban contigo. Serán como nada y
nulidad los que te hacen la guerra (41,11-12).
Dios que vence
a los enemigos de Israel, se felicita con su pueblo, estrechándole
la mano. En la mano de Dios está la fuerza de sus elegidos y la
victoria sobre los enemigos:
-Porque yo,
Yahveh tu Dios, te tengo cogido por la diestra. Y soy yo quien te
digo: “No temas, yo mismo te auxilio” (41,13).
Es conmovedor
el diminutivo en la boca de Dios. Es el correspondiente de la
súplica del hombre atrapado como un gusano (Sal 22,7), como Cristo
en la cruz (Mt 27,46):
-No temas,
gusano de Jacob, gente de Israel: yo mismo te auxilio ‑oráculo de
Yahveh‑, tu redentor es el Santo de Israel (41,14).
El gusano
insignificante, que se arrastra, en la mano de Dios se convierte, en
un trillo que también se arrastra, pero para triturar los montes y
colinas como parvas de una era:
-He aquí que te
convierto en trillo nuevo, de dientes dobles. Trillarás los montes y
los desmenuzarás, y convertirás las colinas en tamo (41,15).
Israel, ante la
acción de Dios, pasa de la angustia a la alegría, del miedo al
canto, pues sus enemigos desaparecen como paja que se lleva el
viento:
-Los beldarás,
y el viento se los llevará, y una ráfaga los dispersará. Y tú te
regocijarás en Yahveh, te gloriarás en el Santo de Israel (41,16).
Dios, el Santo
de Israel, se deja experimentar como fuente de alegría. Los pobres,
cansados de buscar agua en el desierto, encuentran en el Señor la
respuesta a su sed. Él se muestra como salvador, que transforma la
vida, haciendo del desierto un vergel, con ríos, manantiales,
estanques y fuentes, que atraviesas montes y valles, con lo que
brotan y crecen toda clase de árboles:
-Los humildes y
los pobres buscan agua, pero no la hay. Su lengua está reseca de
sed. Yo, Yahveh, les responderé, Yo, Dios de Israel, no los
desampararé. Abriré sobre los calveros arroyos y en medio de las
barrancos manantiales. Convertiré el desierto en lagunas y la tierra
árida en manantiales de aguas. Pondré en el desierto cedros,
acacias, mirtos y olivares. Pondré en la estepa enebros, olmos y
cipreses.
Con su acción
salvadora y renovadora, Dios está recreando a su pueblo, está
llevándolo a la fe en Él como el Dios Único.. Con sus ojos Israel
verá la actuación de Dios y con la fe, los ojos interiores,
reconocerá que todo es obra de su Dios, el Santo de Israel:
-Para que vean
y conozcan, adviertan y consideren que la mano de Yahveh ha hecho
eso, el Santo de Israel lo ha creado (41,20).
Dios realmente
quiere renovar totalmente a su pueblo, eliminando toda escoria de
idolatría que se les haya pegado en Babilonia. Dios se enfrenta de
nuevo con los que “se dicen dioses”. Él, el Dios Único, se alza
contra la multitud de ídolos de Babilonia, que con su culto lleno de
esplendor impresionan a los desterrados, que están sin templo y sin
solemnidades. Dios desafía a todos esos “dioses” para que den
pruebas de que son lo que dicen:
-Aducid vuestra
defensa ‑dice Yahveh‑ allegad vuestras pruebas ‑dice el rey de Jacob
(41,21).
Dios quieren
que muestren con hecho las palabras vanas. Que confirmen las
promesas con su cumplimiento. Que miren hacia el pasado y hacia el
futuro para ver su correspondencia o la incoherencia de sus
seguidores:
-Acercaos y
anunciadnos lo que va a suceder. Recordadnos vuestras predicciones
pasadas, y reflexionaremos; o bien anunciadnos lo que va a suceder
para que comprobemos su desenlace. Indicadnos las señales del
porvenir, y sabremos que sois dioses. En suma, haced algún bien o
algún mal, para que nos pongamos en guardia y os temamos (41,22-23).
Se trata de que
se manifiesten, que podamos verles actuar y ser testigos de sus
acciones. Pero, como son ídolos y no dioses, todos callan. No pueden
aducir ninguna prueba histórica de cuanto cuentan sus adivinos o
servidores. Dios pronuncia la sentencia sobre ellos, atestiguando la
inutilidad de cuantos pretenden ser dioses:
-Vosotros sois
nada, y vuestros hechos, nulidad; lo mejor de vosotros es abominable
(41,24).
Pero el Señor
no se limitar a probar la vacuidad de los ídolos. Pasa ahora a
mostrar las pruebas de su actuar como Dios salvador. En Dios palabra
y hecho coinciden, lo que anuncia lo cumple. Entre la predicción y
el acontecimiento hay un largo puente. Nadie, sino el Señor, pudo
predecirlo. Es el hecho actual de Ciro lo que Dios aduce como prueba
de que Él había predicho de antemano y la historia confirma la
autenticidad de su palabra:
-Yo le he suscitado
en el norte, y viene; del sol naciente le he llamado por su nombre;
pisará a los gobernantes como lodo, como pisa el alfarero el barro.
¿Quién lo anunció desde el principio, para que se supiese, o desde
antiguo, para que se dijese: “Es justo”? Ni hubo quien lo anunciase, ni
hubo quien lo hiciese oír, ni hubo quien oyese vuestras palabras. Lo
anuncié yo el primero en Sión y envié un mensajero a Jerusalén con la
buena nueva: “¡Aquí están, aquí están!” (41,25-27).
El Señor,
triunfador de sus enemigos, puede sentenciar que todos los ídolos no son
sino ídolos, nada y vacío:
-Miré, y no había
nadie; entre éstos no había consejeros a quienes yo preguntara y ellos
respondieran. ¡Oh! Todos ellos son nada; nulidad sus obras, viento y
vacuidad sus estatuas (41,28-29).