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Libro de la consolación de Israel: Comentario al profeta Isaías


Emiliano Jiménez


 

El profeta anónimo del exilio, autor de esta segunda parte del libro de Isaías (40-55), es considerado por muchos autores como el mayor profeta y el mejor poeta de Israel. Es además un teólogo genial que abre un camino nuevo en la historia de Israel.

En la mitad del siglo VI antes de Cristo comienza la decadencia del Imperio de Babilonia ante la aparición de una nueva potencia: Persia. Decadencia de Babilonia y ascenso de Persia son dos hechos relacionados entre sí y tienen su influencia en el mensaje de esta parte del libro de Isaías. El imperio de Babilonia llegó a su máximo esplendor con el emperador Nabucodonosor (605-562). A su muerte comenzó a eclipsarse, mientras crecía el poder de Ciro en Persia. Ciro, súbdito de Madia, se rebela e independiza de los medos, se apodera de la mayor parte de Asia Menor y, finalmente, se dirige contra Babilonia.

Los exiliados, que desde el comienzo de su destierro soñaron con volver a su patria, sigue con sumo interés esta evolución de la historia. Jeremías ha recogido los sentimientos de los exiliados hacia Babilonia, en concreto contra Nabucodonosor (Jr 51,34-35). Los mismos sentimientos afloran en el salmo 137. Es de suponer que la decadencia de Babilonia y el crecimiento del imperio persa reavive en ellos la esperanza, ya casi perdida, de su liberación y repatriación. Pero, por otra parte, el pueblo está sumido en una crisis de fe, dudan de que Dios conozca su situación. En su corazón se dicen: “Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa” (Is 40,27), “me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado” (Is 49,14). Este es el ambiente de esta segunda parte del libro de Isaías.

Este gran poema de la vuelta del exilio muestra el segundo éxodo más glorioso que el primero. Evoca el primer éxodo, lo actualiza y lo supera en grandeza y maravilla. La salvación de Dios, que penetra en la historia, la desborda y se realiza de nuevo de una forma más sublime cada vez que se actualiza: éxodo de Egipto, éxodo de Babilonia, éxodo de la muerte a la resurrección en la pascua de Jesucristo, en la celebración de la Iglesia y en la parusía del Señor arrastrando con Él a la gloria a toda la creación.

El segundo éxodo, antes que vivido como experiencia histórica, es cantado. El profeta anuncia los hechos con imágenes y símbolos espléndidos, que dan a los acontecimientos un significado permanente. Su proclamación los anticipa, los acompaña y los trasciende. La profecía no se agota en los hechos inmediatos que anuncia y que realiza. Ahí queda apuntando a una realización más grande, de la que esos hechos son figura y preparación. La liberación de Egipto, la liberación de Babilonia prefiguran la salvación plena del hombre en Jesucristo. El éxodo de Babilonia, que canta esta parte del libro de Isaías, es el memorial del éxodo de Egipto y el anuncio de la pascua de Jesucristo.

La esperanza es palabra clave en el mensaje de este poema. El profeta se remonta al pasado, al tiempo del origen o nacimiento. Evoca el momento en que se pasa del no ser al ser. La esperanza que inculca en el corazón de los oyentes se apoya en Dios, que hizo el cielo y la tierra. Para Él todo es posible, se puede esperar todo, se puede esperar siempre, en todo momento y situación. Dios del no ser saca el ser, de la nada hace brotar la vida. Para el profeta no se trata de reducir la esperanza a curar de la enfermedad, consolar en la aflicción, enriquecer al pobre. La esperanza tiene raíces más hondas, se hunde en el no ser para esperar de Dios el ser, entra en la muerte para esperar la vida. La esperanza del retorno a Jerusalén es esperanza de volver a Dios. La conversión a Dios es cuestión de vida o muerte.

La esperanza siempre se adelanta a los hechos. La palabra de Dios llega al corazón de Jerusalén, con el anuncio de la vuelta de sus hijos desterrados en Babilonia antes que a los mismos exiliados. Un imperativo de urgencia sale no se sabe de dónde y llega desde Babilonia a Jerusalén:

-Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios: hablad al corazón de Jerusalén (40,1).

Dios se siente conmovido por Jerusalén, por su esposa, la asamblea de Israel. La arrogancia de Babilonia ha castigado al pueblo de Dios el doble de lo que merecían sus culpas. Ya está cumplido su servicio. Y mientras se imparte la orden de consolar a Jerusalén, se oye otra voz en Babilonia que ordena preparar el camino para el retorno:

-Una voz clama: En el desierto preparad un camino a Yahveh, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; que lo torcido se enderece y lo escabroso se vuelva llano. Se revelará la gloria de Yahveh, y la verán todos los hombres juntos. Pues la boca de Yahveh ha hablado (40,3-5).

La vuelta no es sólo algo geográfico, sino más aún espiritual. Es el retorno fruto de la fe que suscita la esperanza y pone en camino a los asentados en Babilonia. La gloria de Dios, que se manifestó en el primer éxodo en el paso del mar Rojo (Ex 14,17), en el don del maná (Ex 16,10), en el Sinaí (Ex 19)..., se manifiesta ahora encabezando la peregrinación exultante del retorno a Jerusalén. Todos contemplarán la gloria de Dios.

Un diálogo entre una voz y el profeta mensajero exalta a Dios presente en su espíritu y en su palabra, espíritu que vivifica y abrasa, palabra que permanece y se cumple. El poder del hombre es efímero como la hierba y la flor, que “por la mañana se renueva y florece, por la tarde se seca y la cortan” (Sal 90,6). Israel no tiene por qué temer al opresor, “que será como hierba” (51,12), mientras que la palabra de Dios permanece por siempre:

Una voz dice:

-¡Grita!

Y yo respondo:

-¿Qué he de gritar?

- Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le dé el viento de Yahveh. La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece por siempre (40,6-8).

El mensajero recibe, en vez del nombre de profeta, el de evangelista (como traduce el griego), el pregonero de buenas noticias. Esta es la vocación que recibe ahora el profeta. Se le invita a subir a un monte de las cercanías de Jerusalén para que su anuncio se oiga en todas las ciudades de Judá. Es el mensajero que corre por el desierto más veloz que los rescatados que vuelven a la patria. El se anticipa con la noticia de la inminente llegada del Señor con todo su rebaño, corderos y madres:

-Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: ¡Ahí está vuestro Dios! Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo manda. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede. Como un pastor que pastorea su rebaño, su brazo lo reúne: lleva en brazos los corderos, y trata con cuidado a las madres (40,9-11).

 

b) Vanidad de los ídolos

Después de tanto tiempo, al menos tres generaciones, en el exilio, el pueblo ha perdido la esperanza. La desconfianza se adueña de su corazón y siente la tentación de buscar la salvación en los ídolos de Babilonia. Es cierto que aún sigue invocando a Dios, -“Yahveh, mi Dios”-, pero es para preguntarse si “su suerte está oculta para Él, si desconoce su situación” (40,27). A este interrogante responde Dios con toda una serie de preguntas, en las que apela a su poder, sabiduría, grandeza, dominio de la creación y de la historia.

El pueblo cree que Dios les ha olvidado, se ha desentendido de ellos, pero Dios está allí escuchando sus quejas y, para mostrárselo, les provoca con sus interrogantes, entabla un pleito con ellos. No se enfrenta con ellos, denunciando su pecado, como hace en otras ocasiones, para provocar su confesión y darles el perdón. Ahora se manifiesta a sí mismo en su magnificencia para que el pueblo confiese su gloria y se abra a la esperanza en Él. Así les cura del pecado más grave de este momento, que es la falta de esperanza. Dios proclama su gloria en la obra de sus manos; la creación no cesa de cantar su gloria; la historia es un canto de su gloria aún mayor. Dios se cubre de gloria en los portentos de salvación que jalonan la historia del pueblo (Ex 14,17-18; 15,1.21). Ahora Dios entona un himno a su gloria con la palabra.

Dios muestra su gloria en la creación. En ella se muestra como un artista y como un artesano, que mide y pesa con precisión el mar, el cielo y la tierra. Más aún, ¿quién es capaz de medir o pesar el viento, el espíritu del Señor? En su destreza Dios no necesita de nadie que le instruya o aconseje (40,12-14). Preguntas parecidas le hace Dios a Job (Jb 38-39).

La gloria de Dios se muestra en cuanto llena la tierra. Sus habitantes, si se aplica la medida de Dios, no son más unas gotas de agua o un grano de polvo; árboles y fieras, “todos juntos en la balanza subirían más leves que un soplo” (40,15-17). Si se comparan con Dios los seres de la creación, incluido el hombre, aparece en contraste evidente la ignorancia, impotencia, el vacío, la nulidad, el no-ser de todos los seres.

Si todo en comparación con Dios es nada, ¿cómo hacer una imagen de Dios? ¿Qué imagen puede reflejar algo de su gloria? El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, pero en cuanto a grandeza y poder, aunque se multiplique y forme pueblos y naciones, en comparación de Dios no es nada (40,18). Y, si el hombre, creado por Dios, frente a Él no es nada, mucho menos son los ídolos, hechura del hombre a su imagen o a imagen de otro ser aún inferior a él.

Más adelante (44,12-20) Isaías amplía la escena que ahora presenta, ridiculizando a los ídolos y, sobre todo, a quienes los hacen. Frente a Dios, que es único, sin nade que le instruya o aconseje, los fabricantes de ídolos tienen que juntarse varios, darse ánimos unos a otros (41,6-7). Dios, al contemplar la creación que brota de sus manos, comprueba su bondad, los fabricantes de ídolos, ante la fragilidad de sus obras se complacen diciendo: “buena soldadura”: ¿Con quién compararéis, pues, a Dios, qué imagen vais a contraponerle? El fundidor funde la estatua, el  orfebre la recubre con oro y le suelda cadenas de plata...” (40,18-20; Cf Sb 13,10-15,13).

Dios invita a los israelitas a hacer memoria de la que han cantado desde pequeños en los salmos. Con sus preguntas les invita a levantar los ojos a lo alto, a dilatar la mirada a la redonda, a contemplar el universo para encontrar en la creación al Creador y así descubrir un apoyo firme para su esperanza. Los astros, que adornan el firmamento, no son dioses, sino el ejército obediente a las órdenes de su Creador (Dt 4,19; Si 43,9-10). Abraham no podía contar las estrellas, Dios conoce a cada una por su nombre, porque es su Creador (40,21-26).

Después de entonar el himno a su gloria, Dios interpela a su pueblo, que se lamenta pensando que Dios se ha cansado de él, como Moisés se cansó durante la marcha por el desierto (Nm 11). El pueblo juzga a Dios como si cansado de cargar con las culpar del pueblo elegido, lo hubiera descargado en un territorio extranjero para no ocuparse más de ellos. Dios refuta las quejas o dudas del pueblo: “¿Por qué andas hablando, Jacob, y diciendo, Israel: mi camino está para Yahveh, y Dios ignora mi suerte?” (40,27).

Dios responde apelando a su eternidad e inteligencia. Dios no se rige por el calendario de los hombres ni por las apariencias externas: “¿Es que no lo sabes? ¿Es que no lo has oído? Que Dios es Yahveh desde siempre, creador de los confines de la tierra, que no se cansa ni se fatiga, y cuya inteligencia es inescrutable. Él da vigor al cansado, y acrecienta la energía al que no tiene fuerzas. Los jóvenes se cansan, se fatigan, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que a los que esperan en Yahveh él les renovará el vigor, subirán con alas de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse” (40,28-31).

Dios, que no se cansa, da fuerza al cansado (Sal 29). Dios da fuerzas a Elías en el camino del Horeb, cuando cae al suelo exhausto (1R 19,7ss). Como Dios condujo a su pueblo “sobre alas de águila” en su marcha por el desierto (Ex 19,4; Dt 32,11), también en el nuevo éxodo, él cargará con el débil, con los corderos y sus madres. La espera da alas de águila para subir por encima de todos los obstáculos.


c) Vocación de Ciro, siervo de Dios

Dios convoca a un juicio a las islas y a las naciones. Dios quiere mostrarse a todo el universo como el soberano único de la historia. En la escena de la historia Dios desea presentar a un jefe desconocido, pero que avanza victorioso, y un pueblo casi insignificante, Israel, que es su pueblo elegido. El jefe, que aún no recibe ningún nombre, es el ejecutor de los planes de Dios e Israel es pueblo beneficiario de dichos planes. El Señor quieres ser reconocido por todos como el protagonista, señor de la historia. Por ello convoca a todo los pueblos e impone silencio:

-Islas, callad ante mí; naciones, haced silencio. Que se acerquen y entonces hablarán, comparezcamos todos a juicio (41,1).

Nadie se puede enfrentar al Señor. Sólo Él habla, porque nadie le puede rebatir. Dios desvela, sin dar nombre aún al ejecutor de sus planes, a una figura que asciende rápidamente en el escenario de los pueblos y suscita terror en Babilonia, el impero dominador del momento. En Israel, en cambio, suscita una mezcla de miedo y esperanza:

-¿Quién ha suscitado de Oriente a aquel a quien la victoria le sale al paso? ¿Quién le entrega las naciones, y le somete los reyes? Su espada los Convierte en polvo, y su arco los dispersa como paja; los persigue y avanza incólume por senderos en los que sus pies no dejan huellas. ¿Quién lo realizó y lo hizo? (41,2-4)

Ante el silencio de islas y naciones, Dios mismo responde a sus interrogantes, presentándose como autor de la historia:

-El que llama a las generaciones desde el principio: yo, Yahveh, el primero, y que estoy con los últimos. Vedlo, islas, y temed; temblad, confines de la tierra” (41,4-5).

Una vez que se ha mostrado como señor de la historia ante las naciones, Dios se dirige personalmente a  su pueblo elegido, al que llama indistintamente Jacob e Israel. Es el pueblo de Dios, descendiente de su siervo Abraham. Siervo y elegido son dos títulos paralelos, que cuadran bien con Israel, el pueblo elegido para un servicio: llevar a cabo los designios de Dios. Como pueblo de Dios está en medio de los otros pueblos para hacer presente a Dios entre ellos:

-Y tú, Israel, siervo mío, Jacob, a quien elegí, estirpe de mi amigo Abraham. Tú a quien  tomé en extremos de la tierra, y desde lo más remoto te llamé y te dije: “Siervo mío eres tú, te he elegido y no te he rechazado” (41,8-9).

Dios ha ido a Babilonia a buscar a su siervo a Abraham y luego a Egipto a sacar a su pueblo elegido de la esclavitud. Son los dos extremos de la tierra, como expresión del dominio de Dios sobre el universo. Y el Dios potente, que eligió a su pueblo, sigue presente hoy en medio de ellos. No les ha rechazado. Por ello se presenta para animarles, venciendo el miedo y la angustia como un día venció la esterilidad de Abraham o la esclavitud del pueblo:

-No temas, que yo estoy contigo; no te angusties, que yo soy tu Dios. Yo te fortalezco y te ayudo, y te sostengo con mi derecha victoriosa (41,10).

Y si Dios está con Israel, los enemigos serán derrotados y experimentarán la vergüenza de su caída, como canta repetidamente el salmista (Sal 35,26; 40,15...):

-¡Oh! Se avergonzarán y quedarán confundidos todos los se enardecían contra ti. Serán como nada y perecerán los que buscan pleito contra ti. Buscarás y no hallarás a los que peleaban contigo. Serán como nada y nulidad los que te hacen la guerra (41,11-12).

Dios que vence a los enemigos de Israel, se felicita con su pueblo, estrechándole la mano. En la mano de Dios está la fuerza de sus elegidos y la victoria sobre los enemigos:

-Porque yo, Yahveh tu Dios, te tengo cogido por la diestra. Y soy yo quien te digo: “No temas, yo mismo te auxilio” (41,13).

Es conmovedor el diminutivo en la boca de Dios. Es el correspondiente de la súplica del hombre atrapado como un gusano (Sal 22,7), como Cristo en la cruz (Mt 27,46):

-No temas, gusano de Jacob, gente de Israel: yo mismo te auxilio ‑oráculo de Yahveh‑, tu redentor es el Santo de Israel (41,14).

El gusano insignificante, que se arrastra, en la mano de Dios se convierte, en un trillo que también se arrastra, pero para triturar los montes y colinas como parvas de una era:

-He aquí que te convierto en trillo nuevo, de dientes dobles. Trillarás los montes y los desmenuzarás, y convertirás las colinas en tamo (41,15).

Israel, ante la acción de Dios, pasa de la angustia a la alegría, del miedo al canto, pues sus enemigos desaparecen como paja que se lleva el viento:

-Los beldarás, y el viento se los llevará, y una ráfaga los dispersará. Y tú te regocijarás en Yahveh, te gloriarás en el Santo de Israel (41,16).

Dios, el Santo de Israel, se deja experimentar como fuente de alegría. Los pobres, cansados de buscar agua en el desierto, encuentran en el Señor la respuesta a su sed. Él se muestra como salvador, que transforma la vida, haciendo del desierto un vergel, con ríos, manantiales, estanques y fuentes, que atraviesas montes y valles, con lo que brotan y crecen toda clase de árboles:

-Los humildes y los pobres buscan agua, pero no la hay. Su lengua está reseca de sed. Yo, Yahveh, les responderé, Yo, Dios de Israel, no los desampararé. Abriré sobre los calveros arroyos y en medio de las barrancos manantiales. Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en manantiales de aguas. Pondré en el desierto cedros, acacias, mirtos y olivares. Pondré en la estepa enebros, olmos y cipreses.

Con su acción salvadora y renovadora, Dios está recreando a su pueblo, está llevándolo a la fe en Él como el Dios Único.. Con sus ojos Israel verá la actuación de Dios y con la fe, los ojos interiores, reconocerá que todo es obra de su Dios, el Santo de Israel:

-Para que vean y conozcan, adviertan y consideren que la mano de Yahveh ha hecho eso, el Santo de Israel lo ha creado (41,20).

Dios realmente quiere renovar totalmente a su pueblo, eliminando toda escoria de idolatría que se les haya pegado en Babilonia. Dios se enfrenta de nuevo con los que “se dicen dioses”. Él, el Dios Único, se alza contra la multitud de ídolos de Babilonia, que con su culto lleno de esplendor impresionan a los desterrados, que están sin templo y sin solemnidades. Dios desafía a todos esos “dioses” para que den pruebas de que son lo que dicen:

-Aducid vuestra defensa ‑dice Yahveh‑ allegad vuestras pruebas ‑dice el rey de Jacob (41,21).

Dios quieren que muestren con hecho las palabras vanas. Que confirmen las promesas con su cumplimiento. Que miren hacia el pasado y hacia el futuro para ver su correspondencia o la incoherencia de sus seguidores:

-Acercaos y anunciadnos lo que va a suceder. Recordadnos vuestras predicciones pasadas, y reflexionaremos; o bien anunciadnos lo que va a suceder para que comprobemos su desenlace. Indicadnos las señales del porvenir, y sabremos que sois dioses. En suma, haced algún bien o algún mal, para que nos pongamos en guardia y os temamos (41,22-23).

Se trata de que se manifiesten, que podamos verles actuar y ser testigos de sus acciones. Pero, como son ídolos y no dioses, todos callan. No pueden aducir ninguna prueba histórica de cuanto cuentan sus adivinos o servidores. Dios pronuncia la sentencia sobre ellos, atestiguando la inutilidad de cuantos pretenden ser dioses:

-Vosotros sois nada, y vuestros hechos, nulidad; lo mejor de vosotros es abominable (41,24).

Pero el Señor no se limitar a probar la vacuidad de los ídolos. Pasa ahora a mostrar las pruebas de su actuar como Dios salvador. En Dios palabra y hecho coinciden, lo que anuncia lo cumple. Entre la predicción y el acontecimiento hay un largo puente. Nadie, sino el Señor, pudo predecirlo. Es el hecho actual de Ciro lo que Dios aduce como prueba de que Él había predicho de antemano y la historia confirma la autenticidad de su palabra:

-Yo le he suscitado en el norte, y viene; del sol naciente le he llamado por su nombre; pisará a los gobernantes como lodo, como pisa el alfarero el barro. ¿Quién lo anunció desde el principio, para que se supiese, o desde antiguo, para que se dijese: “Es justo”? Ni hubo quien lo anunciase, ni hubo quien lo hiciese oír, ni hubo quien oyese vuestras palabras. Lo anuncié yo el primero en Sión y envié un mensajero a Jerusalén con la buena nueva: “¡Aquí están, aquí están!” (41,25-27).

El Señor, triunfador de sus enemigos, puede sentenciar que todos los ídolos no son sino ídolos, nada y vacío:

-Miré, y no había nadie; entre éstos no había consejeros a quienes yo preguntara y ellos respondieran. ¡Oh! Todos ellos son nada; nulidad sus obras, viento y vacuidad sus estatuas (41,28-29).

 

 

 

 





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