POEMAS SOBRE ISRAEL Y JUDÁ 28-35: Comentario al profeta Isaías
Los hombres
quieren realizar sus planes sin contar con el Señor. Se dedican a la
buena vida tanto Israel, el reino del norte (28,1-4), como las
mujeres frívolas (32,9-14). Hacen pactos con poderes humanos,
prescindiendo del Señor (30,1-7) 31,1-6), ocultándoles sus planes
(28,14-19). El Señor, que desea instruirlos, les da su palabra por
medio de sus profetas, pero ellos rehúsan escuchar a los enviados de
Dios (28,7-13; 30,8-17). Dios entonces recurre al castigo a ver si
con él escarmientan (28,15-22; 29,1-12). Dios hace igualmente
fracasar los planes humanos, las alianzas con otros pueblos, la
sabiduría humana (29,14; 30,5.16). Dios mismo, al final, se encarga
de destruir al enemigo, juzga a su pueblo y crea un reino nuevo con
los convertidos. Así el final de todo, tras el juicio de Dios con la
derrota de sus enemigos, es la inauguración de su reino.
Esta sección
comienza con un oráculo contra el reino del Norte, cuya capital es
Samaría. La ciudad es el orgullo del reino, su muralla se alza como
corona sobre la colina. En ella festejan con banquetes y ricos
licores los desaprensivos habitantes o jefes de Samaría. Pero de
improviso aparece Asiria, como un gigante robusto, que se enfrenta a
la ciudad y a sus habitantes. Su ímpetu es irresistible como un
aguacero que arrastra escombros ladera abajo. En el aguacero se
muestra el Señor, que se sirve de Asiria como ejecutor de su
sentencia (28,1-4). La ciudad es conquistada con la misma facilidad
con que es arrancada una breva madura, que excita el apetito del
primero que pasa. Este la arranca y la devora en un momento (28,4).
Del castigo se
salva un resto, que tendrá al Señor como su corana. Entonces el
Señor enviará su espíritu para guiar a su pueblo por sendas de paz y
garantizar la justicia (28,5-6).
Los festejos de
la ciudad conducen a la vergonzante borrachera, que lleva a los
habitantes a burlarse del profeta. Sacerdotes y profetas se unen en
la orgía que les hace tambalearse, dando traspiés. Es inútil
consultarles, pues no atinan con la respuesta justa (28,7-8). A
todos los profetas verdaderos les ha tocado enfrentarse a los falsos
profetas (Cf Mi 4-5). En la descripción de la borrachera que hace
Isaías se encuentra un parecido con la ironía con que es descrita en
el libro de los Proverbios: “¿Para quién los ojos turbios? Para los
que se eternizan con el vino, los que van en busca de vinos
mezclados. No mires el vino: ¡Qué buen color tiene! ¡cómo brinca en
la copa! ¡qué bien entra! Pero, a la postre, como serpiente muerde,
como víbora pica. Tus ojos verán cosas extrañas, y tu corazón
hablará sin ton ni son. Estarás como acostado en el corazón del mar,
o acostado en la punta de un mástil. Me han golpeado, pero no estoy
enfermo; me han tundido a palos, pero no lo he sentido. ¿Cuándo me
despertaré...?, me lo seguiré preguntando” (Pr 23.29-35).
En la
borrachera se burlan del profeta, que pretende enseñarles como a
niños de escuela. Burlonamente le remedan repitiendo los oráculos
como si fueran una lección elemental, sin traducción: “¿A quién se
instruirá en el conocimiento? ¿a quién se le hará entender lo que
oye? A los recién destetados, a los retirados de los pechos. Porque
dice: Sau la sau, sau la sau, cau la cau, cau la cau, zeer sam, zeer
sam. Sí, con palabras extrañas y con lengua extranjera hablará a
este pueblo” (28,9-11). El profeta les retuerce la burla, anunciando
al pueblo que Dios se comunicará con ellos en un lenguaje extraño,
extranjero.
La gran orgía
termina en el derrumbamiento por tierra, donde caen de espaldas.
Dios se burla de los burlones, que con cinismo proclaman que han
hecho alianza con la muerte y el abismo; su refugio es el engaño y
el cimiento sobre el que edifican su vida es la mentira. De este
modo, ellos mismo se han tendido una trampa y caen en ella. Se
someten a la muerte y caen víctima de ella. Frente al autoengaño del
hombre que se crea falsas seguridades, Isaías proclama que Dios es
el único refugio y fundamento (28,14-15).
Dios en persona
anuncia su intervención salvadora en favor de quienes ponen su
confianza en él. En vez de la muerte y la mentira, Dios levanta en
el monte Sión un nuevo templo (Sal 87). La piedra colocada como
cimiento lleva una inscripción: “Quien se apoya en ella no vacilará”
(28,16). San Pedro, llamado él mismo Piedra, aplica este verso a
Cristo, “piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida,
preciosa ante Dios” (1P 2,4). Por la incorporación a Cristo, la Roca
firme, mediante la fe la Iglesia vence el poder de la muerte (Mt
16,17-19).
Dios, con su
intervención, “con el granizo y el aguacero”, arrasa el falso
refugio, las alianzas con las potencias extranjeras o con los
poderes ocultos, muerte y abismo (28,17-19). Si se burlan del
profeta, se burlan de Dios. Si no escuchan la palabra del profeta
que les invita a poner su confianza en Dios y no en las alianzas
humanas, ellos mismos experimentarán que “la cama será corta para
estirarse y la manta será estrecha para taparse” (28,20). Los
refugios humanos donde esperan cobijarse no sirven, no podrán
protegerlos en el día en que el Señor se vuelva de aliado en
enemigo. Como “en el monte Perasim” y “en el valle de Gabaón” Dios
dio la victoria a David contra los filisteos (2S 5,17-25), así
volverá a intervenir ahora en una forma sorprendente a favor de
quienes en su debilidad confían en Él (28,21-22).
Con una
parábola agrícola Isaías invita a abrir los ojos interiores para
comprender el misterio de la actuación de Dios en la historia. El
labrador atento prepara la tierra, selecciona las semillas, siembra
cada una en su terreno apropiado, trilla los granos en su forma
adecuada y goza de cuanto Dios le ha comunicado (28,23-29). Jesús
invita en el Evangelio a mirar al campo para discernir el actuar de
Dios con los hombres (Mt 6,28).
El actuar de
Dios es siempre sorprendente y, a veces, extraño. El oráculo actual
se sitúa
entre dos
asedios de Jerusalén. En primer lugar está el asedio, que llevó a
David a conquistarla, arrebatándosela a los jebuseos, para
convertirla en su residencia, capital de su reino y centro del culto
a Dios. El segundo es el que está a las puertas, cuando el Señor
sitie la ciudad de su residencia mediante el ejército asirio. Entro
los dos asedios está la vida de cada día, el fluir del tiempo con
sus trabajos y sus fiestas, sin nada de particular. Pero el tiempo
no se detiene, avanza a su desenlace, cuando el llanto sustituya a
los cantos de las fiestas: “¡Ay, Ariel, Ariel, villa que sitió
David! Añadid año sobre año, las fiestas completen su ciclo, y
asediaré a Ariel, y habrá llantos y gemidos” (29,1-2).
Ariel es
Jerusalén. Con el asedio de Senaquerib se interrumpen las fiestas,
callan los cantos, y la ciudad silenciosa, humillada, se vuelve como
un fantasma donde los pasos resuenan como un eco en el vacío. Las
palabras, las plegarias, no suben al cielo, se arrastran como un
susurro por el suelo (28,3-4). El tropel del ejército cerca la
ciudad, la envuelve como nube de tamo en torbellino. La ciudad está
a punto de morir por asfixia. Pero, de repente, el Señor en el
momento de angustia extrema interviene con su auxilio y salva la
ciudad. Un vendaval arremete y dispersa la polvareda y acaba con el
ejército enemigo (29,5-7).
Ante la
intervención del Señor, Senaquerib levanta el sitio de Jerusalén. El
asedio se esfuma como una pesadilla. Todos los preparativos para el
asalto resultan inútiles (Sal 73,20; Jb 20,8). Los sueños de
conquista no son sino sueños, “como sueña el hambriento que come y
se despierta con el estómago vacío; como sueña el sediento que bebe,
y se despierta con la garganta reseca” (29,8). Era el Señor quien
cercaba la ciudad para abatir su orgullo. Una vez humillada, se
vuelve en su auxiliador y protege al Monte de Sión (2R 18-19).
La acción
sorprendente de Dios, que llama al ejército asirio a cercar la
ciudad santa y con una simple noticia le obliga a levantar el asedio
y a volverse a su tierra, es una palabra clara para el hombre de fe.
Pero sin fe no se comprende. Para quien vive aletargado, con los
sentidos interiores embotados, es una palabra sellada,
incomprensible, “como palabras de un libro sellado, que se da al que
sabe leer, diciéndole: ‘Ea, lee eso’; y él dice: ‘No puedo, porque
está sellado’; y luego se pone el libro frente a quien no sabe leer,
diciéndole: ‘Ea, lee eso’; y él dice: ‘No sé leer’” (29,11-12). No
sirve de nada un libro para quien no sabe leer, ni vale saber leer
si el libro está sellado.
Tampoco vale el
culto y la plegaria de los labios, si no brota del corazón. El Señor
se lamenta constantemente de su pueblo, que le honra con los labios,
pero su corazón está lejos de Él (29,13). Labios y corazón concordes
es la alabanza que agrada a Dios. La hipocresía es odiosa a Dios. Es
una farsa que no soporta. En Dios hay conformidad entre la palabra y
el actuar. Entre el dicho y el hecho no hay ningún trecho.
Dabar
es palabra y hecho. Así Dios promete “seguir realizando prodigios
maravillosos” (29,14).
Dios escruta el
corazón del hombre y descubre hasta los pensamientos más ocultos. Es
inútil que el hombre intente ocultarle los planes. Se engaña a sí
mismo cuando se dice: “¿Quién nos ve? ¿Quién se entera?” (29,15).
Dios penetra en las tinieblas más oscuras. Pensar que Dios no conoce
lo íntimo del hombre es tan absurdo como que la vasija diga del
alfarero: “No entiende” (29,16).
Sigue el
anuncio de la restauración que Dios realizará en el tiempo final. Es
el tiempo de Dios, tiempo escatológico. Un tiempo inminente. El
tiempo de Dios es siempre inminente. El hombre, que no sabe ni el
día ni la hora, está llamada a vivir siempre en espera, en
vigilancia. La naturaleza es símbolo de esta espera y escenario del
actuar de Dios: “Muy pronto el Líbano se hará un vergel” (29,17).
Los sentidos del hombre serán restaurados. Sordos y ciegos oirán y
verán el milagro de la nueva vida: “los sordos oirán las palabras
del libro y los ciegos verán sin tinieblas ni oscuridad (29,18).
Desaparecen los opresores y “los oprimidos festejan al Señor; los
pobres se alegran con el Santo de Israel” (29,20-21).
Las promesas
hechas a los patriarcas son la garantía de la salvación que Dios
anuncia a su pueblo. El Señor no olvida su palabra y es fiel a ella.
Dios se muestra en la historia. Los que tienen iluminados los ojos
de la fe reconocen la acción de Dios y confiesan la santidad de
Dios. Imprevisible el actuar de Dios supera la mente del hombre,
pero el creyente vislumbra en toda situación la bondad de Dios. La
experiencia del Señor es muestra en el gozo que provoca en quienes
se entregan, confiadamente a Él. Al final aprenderán la lección
hasta los impíos y los necios, que habían perdido la cabeza,
oponiéndose a Él (29,22-24).
Israel es el
pasillo inevitable entre Egipto y Asiria o Babilonia, es el puente
obligado entre Occidente y Oriente. Por ello, cuando se siente
atacado por una de esas potencias siente la tentación de aliarse con
la potencia de la otra parte. Al verse amenazado por Asiria bajan a
Egipto en busca de “sombra y refugio”, atributos y funciones del
Señor. Al atribuírselos a Egipto está idolatrando el imperio humano.
Dios se lamenta de ello, pues quienes eso hacen son “sus hijos”,
aunque sean “rebeldes”. Ellos saben que están actuando contra la
voluntad de Dios, pues hacen sus planes de defensa sin contar con Él
ni con su profeta, “añadiendo pecado a pecado” (30,1-2).
Dios espera que
su pueblo, con quien se ha unido en alianza, ponga Él su total
confianza, excluyendo toda otra alianza. Al buscar el apoyo del
faraón de Egipto se muestran como hijos rebeldes y Dios les anuncia
que Egipto, como todo ídolo, les defraudará. Es inútil recurrir a
“quien no puede auxiliar ni servir”. El fracaso y la decepción es
obligada (30,3-5).
Es inútil
atravesar el desierto, cruzando la tierra poblada por leones y
leonas, áspides y dragones, para llevar dones a lomo de asno o a
giba de camello hasta Egipto, “el pueblo cuyo auxilio es vano y
nulo” (30,6-7).
Isaías recibe
la orden de escribir y sellar sus oráculos para un tiempo más
propicio. Como testigo del Señor, su testimonio supera los límites
de su vida. Es el testamento que Isaías deja a la posteridad.
Moisés, antes de morir, también dejó un canto como testimonio para
los israelitas (Dt 31,19-29). El testimonio, que deja Isaías, como
el de Moisés, comienza con una denuncia de la rebelión de los hijos
de Israel (30,8-9).
Dios acompaña a
Israel, marcándole el camino con la palabra de sus enviados. Los
profetas de Dios son como la conciencia del pueblo. Con su palabra
no dejan al pueblo en paz, no le permiten dormir sobre el engaño.
Pero el pueblo prefiere el halago de la mentira al aguijón de la
verdad (2T 4,3). Por ello, buscando engañarse a sí mismos, los
hombres invitan a los videntes a no ver y a los profetas a no hablar
con verdad, “decidnos cosas halagüeñas, profetizadnos ilusiones”
(30,10-11). En el camino del hombre la voz de los profetas muestra
la presencia de Dios, la recuerda, la hace consciente, insobornable.
El hombre tantas veces prefiere seguir su camino, ignorando las
huellas que Dios le marca con su paso. Aunque se sepa perdido, no
desea que el profeta ilumine esas huellas del camino del Señor
(30,11).
En realizad, el
hombre rechaza al profeta, porque le molesta el Señor. Prefiere el
camino de la opresión y de maldad a la senda de la justicia y de la
bondad. El hombre no busca la vida en Dios, sino que confía
alcanzarla en otros poderes. Pero esos poderes están agrietados como
una muralla que comienza a ceder. Apoyarse en ella es arriesgarse a
quedar sepultado entre sus escombros cuando se desplome. El que pone
su confianza en los ídolos se expone a quedar hecho añicos como una
jarra estrellada contra las piedras (Jr 19). En el pecado está la
pena (30,12-14).
El Señor no se
cansa de repetir a su pueblo: “Vuestra salvación está en convertiros
y tener calma, vuestro valor consiste en confiar y estar tranquilos”
(30,15). Es a Dios a quien le toca actuar y salvar. Al hombre sólo
le toca convertirse de sí mismo a Dios, poniendo la confianza no en
las propias fuerzas, sino en Dios. Esto es lo que el hombre tantas
veces no acepta. O busca alianzas con los poderosos de este mundo o
intenta huir de Dios, cerrando los oídos a su palabra. En forcejeo
con Dios, le dice:
-No, huiremos a
caballo.
Y Dios les
replica:
-Está bien,
tendréis que huir.
-Correremos a
galope, le replican.
Y Dios confirma
su sentencia:
-Huiréis mil
ante el reto de uno, hasta quedar como asta en la cumbre de un
monte, como enseña sobre una colina (30,16-17).
Dios, clemente
y compasivo, no deja impune la culpa, sino que la castiga hasta la
cuarta generación, pero su misericordia se extiende por mil
generaciones (Ex 34,6; Dt 5,9s). Dios espera siempre que el hombre
se convierta a Él para darle el perdón y colmarle de bendiciones.
Aunque llegue el castigo del pecador, siempre queda un resto del que
se apiada y le hace gustar la dicha. La paciencia de Dios busca
suscitar la esperanza confiada en Él. Dios tiene el oído abierto
para escuchar el llanto y el gemido de quienes implorar su auxilio.
Desde el nacer del pueblo en Egipto (Ex 3,7; 6,5), Dios no ha
cerrado sus oídos a los gritos del pueblo (30,18-19).
Aunque “el
Señor dé el agua y el pan medidos, aunque haga pasar a sus fieles
por la criba del dolor, el sufrimiento es siempre medicinal,
educativo (Dt 8,1-5). En medio del sufrimiento, a través del
sufrimiento, el hombre llega a ver a Dios. Precisamente con el
sufrimiento, Dios abre los ojos y hace recuperar el oído para el
hombre le contemple y le escuche (30,20). Con el oído abierto el
hombre puede escuchar la voz de Dios que le marca el camino (30,31).
Y con los ojos abiertos por el Señor verá como el oro y la plata, al
ser idolatrados, han quedado manchados y profanados; será fácil, por
ello, abandonarlos (30,22).
La renuncia a
los ídolos es el camino para acoger las bendiciones del Señor:
lluvia, semilla y ganados se multiplicarán como don de Dios
(30,23-24). Hasta se dará el milagro de ver los montes elevados
cruzados por acequias y cauces de aguas para regar los sembrados. La
luna brillará como el sol y el sol será fuente de vida y alegría
(30,25-26).
Isaías ve al
Señor que viene de lejos. La teofanía nocturna recuerda la gran
liberación de la esclavitud de Egipto. Ahora el enemigo es Asiria.
La teofanía del Sinaí, las plagas o golpes del Señor alcanzan
proporciones cósmicas. La ira del Señor levanta una humareda
impresionante, pues la lengua del Señor es una hoguera. Los pueblos
parecen granos en la criba que Dios mece entre sus manos (30,27-28).
El
acontecimiento de salvación se celebra en una fiesta nocturna, con
música y danzas, en peregrinación hacia el Monte Santo, hacia la
Roca de Israel (30,29). El pueblo, al ver la manifestación potente
de su Dios, tiembla de regocijo, viendo que se acerca su liberación.
Y en la noche el Señor deja oír su voz, permite contemplar su brazo
que descarga sobre el enemigo la tormenta con rayos, aguacero y
granizo (30, 30). Mientras Israel se alegra y lo celebra, Asiria
tiembla y se estremece. La vara, que Dios ha usado para corregir a
su pueblo (10,5s), ahora se vuelve vara vengadora de los excesos de
su violencia. Asiria experimenta cómo Dios, que se ha servido de
ella, ahora se vuelve contra ella (30,31-32). La Gehenna será el
lugar del castigo escatológico. Isaías, lo mismo que Jeremías (Jr
7,31-34; 19,3-9), siente horror por este lugar execrado porque allí
se han pasado por el fuego víctimas humanas (30,33).
Es el Señor
quien exalta y quien humilla, quien salva y quien condena. Por eso
Isaías denuncia la alianza con Egipto. Es una infidelidad a Dios
buscar la confianza en el poderío de su caballería, en sus numerosos
carros y fuertes jinetes (31,1). Quienes buscan el apoyo de Egipto
divinizan la potencia humana, suplantando a Dios. No se dan cuenta
que todo hombre es carne frágil, perecedera (Ez 28,6-9). Eso son los
egipcios y sus caballos. Sólo el Espíritu del Señor puede salvar de
los malvados, haciéndolos perecer: “El Señor extenderá su mano,
tropezará el protector y caerá el protegido, los dos juntos
perecerán” (31,2-3).Es cuanto el Señor le dice a Isaías.
El Señor
aparece como un león que no se intimida ante las voces de los
pastores ni ante el tumulto de un tropel que se envalentonan contra
él. El Señor baja a combatir sobre la cima del monte Sión. Como una
inmensa ave aletea sobre Jerusalén, protegiéndola de todos sus
enemigos (31,4-5). Ante ese revoloteo protector del Señor, Isaías
invita a Israel a convertirse a Él, a cobijarse bajo sus alas,
abandonando a los ídolos inútiles, que no pueden salvar (31,6-7).
Si Israel se
vuelve al Señor, Dios no le defraudará: “Asiria caerá a espada no
humana”, y si algunos asirios escapan a la espada, serán hechos
prisioneros. Frente al estandarte del Señor, los jefes asirios y sus
dioses protectores, su Peña, huirán espantados (31,8-9).
En la
restauración del reino de Israel, un nuevo rey gobernará con
justicia y sus jefes actuarán según el derecho. En nombre de Dios
servirán realmente al pueblo, que encontrará en ellos “abrigo del
viento, reparo del aguacero”, serán “como acequias en secano, sombra
de roca en tierra reseca” (32,1-2). Esto es algo que la Escritura lo
dice de Dios. Pero Dios puede hacerlo a través de sus siervos, los
gobernantes. Reflejo del actuar de Dios no juzgarán de oídas ni se
regirán por las apariencias, sino que tendrán bien abiertos ojos y
oídos; la sensatez de la mente se mostrará en el hablar claro y con
soltura (32,3-4).
Es lo contrario
del necio o malvado, que con frecuencia coinciden en una misma
persona. En sus palabras y en sus obras muestran la maldad y la
necedad: “Porque el necio dice necedades y su corazón medita el mal,
haciendo impiedad y profiriendo contra Yahveh desatinos, dejando
vacío el estómago hambriento y privando de bebida al sediento. En
cuanto al desaprensivo, sus tramas son malas, se dedica a inventar
maquinaciones para sorprender a los pobres con palabras engañosas,
cuando el pobre expone su causa” (32,5-7). El noble, en cambio,
tienes planes nobles (32,8). Se puede ver una contraposición entre
el “necio” Nabal y David (1S 25).
Sigue un
oráculo contra las mujeres ricas y confiadas. Isaías se dirige a
ellas llamando su atención. La falsa confianza que ponen en las
riquezas, en las cosechas del trigo y en la vendimia del vino,
despreocupándose del Señor, se cambiará en miseria, la alegría se
cambiará en luto; sus casas lujosas serán sustituidas por cuevas,
los campos fértiles por áridos desiertos (32,9-14).
Pero esta aridez sólo durará hasta que el Señor derrame sobre nosotros el espíritu de lo alto. El hálito de Dios transformará “la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el fruto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua. Y habitará mi pueblo en casa de paz, en moradas seguras y en posadas tranquilas... Dichosos vosotros, que sembraréis junto a las corrientes de agua y dejaréis sueltos el buey y el asno”(32,16-20).
Isaías ve en
Asiria el asalto de las naciones contra Sión. Asiria, Babilonia o
cualquier otro imperio que se alza con intención de devastar a
Israel tiene su tiempo para ejercer su dominio en la historia, pero
le llega su hora de pagar el abuso de su poder. El devastador nunca
devastado, cuando acaba de devastar es devastado, cuando se casa de
saquear es saqueado (33,1).
En forma de
plegaria, haciendo memoria de las intervenciones de Dios en el
pasado, el pueblo de Dios pide al Señor que tenga piedad y extienda
sus brazo contra los opresores y los desbarate con su fuerza. El
Señor, que habita en lo alto, es excelso y puede salvar su monte
santo de Sión. La mañana, en la hora de la oración, es el momento
propio en que Israel espera la salvación de Dios (Sal 5,4; 30,6;
46,6...). Es la hora en que, pasada la noche, Dios se levanta a
juzgar y a luchar contra los enemigos de Israel (Nm 10,35; Sal
68,2). Es la hora de recibir el tesoro de la salvación, como botín
arrebatado a los enemigos (33,2-6).
Mientras el
pueblo suplica a Dios llegan los mensajeros que Ezequías ha mandado
al jefe del ejército asirio. Las condiciones impuestas son tan duras
que provocan la lamentación de todos: “¡Mirad! Los heraldos se
lamenta por las calles, los embajadores de paz lloran amargamente.
Han quedado desiertas las calzadas, ya no hay transeúntes por los
caminos. Han violado la alianza, han recusado los testimonios, no se
tiene en cuenta a nadie. La tierra está en duelo, languidece; el
Líbano está ajado y mustio. El Sarón se ha vuelto estepa, está
pelados los montes Basán y Carmelo” (33,7-9). Ezequías rompe la
alianza y provoca la desolación en las calles de la ciudad, en los
campos, difundiéndose hasta alcanzar la cima de los montes.
Dios, invocado
por los fieles, se pone en pie para juzgar a los lejanos y a los
cercanos. El juicio de Dios se fuego que quema a los pueblos como
cardos secos y paja. Consume a los lejanos y a los cercanos, abrasa
a los pecadores y purifica a los justos. “Como se derrite la cera
ante el fuego, así perecen los malvados ante Dios” (Sal 68,3). Pero
para los justos es fuego purificador, como había anunciado antes:
“La luz del Señor se convertirá en fuego; su Santo será llama”
(10,17). Por ello, un fuerte temblor se apodera de los malvados, y
los fieles se preguntan: “¿Quién
de nosotros habitará en un
fuego devorador? ¿quién de nosotros habitará en una hoguera eterna?”
(33,10-14).
La respuesta da
las condiciones para habitar en la casa del Señor. Son condiciones
muy parecidas a las enumeradas en los salmos 15 y 24. El fuego de la
casa de Dios implica una conducta que abarca todo el ser del hombre:
manos y pies, ojos y oídos, y sobre todo la lengua, que es la más
difícil de dominar (St 3): “El que anda en justicia y habla con
rectitud; el que rehúsa ganancias fraudulentas, el que se sacude la
palma de la mano para no aceptar soborno, el que se tapa las orejas
para no oír hablar de sangre, y cierra sus ojos para no ver el mal.
Ese morará en las alturas, subirá a refugiarse en la fortaleza de
las peñas, se le dará su pan y tendrá el agua segura” (33,15-16).
Este no tendrá ya el pan y el agua medida (30,20).
Dios será el
rey de la ciudad reconstruida. Los rescatados del Señor la
contemplarán con sus ojos y se maravillarán viéndola libre de sus
opresores, “con sobresalto se preguntarán en su corazón: ¿Dónde está
el que contaba, dónde el que pesaba, dónde el que contaba nuestras
torres?”. La ciudad será transfigurada, libre de los invasores, “el
pueblo audaz, pueblo de lenguaje oscuro, incomprensible, al bárbaro
cuya lengua no se entiende”. La alegría de las fiestas vuelve a
resonar por las calles: “Contempla a Sión, ciudad de nuestras
solemnidades: tus ojos verán a Jerusalén, morada tranquila, tienda
permanente, cuyas clavijas no serán removidas nunca y cuyas cuerdas
no serán rotas. Allí Yahveh será magnífico para con nosotros; como
un lugar de ríos y amplios canales” (33,17-20).
Los ríos y
canales aseguran la fertilidad de Egipto; Babilonia es famosa por
sus canales (Sal 137). El Salmo sueña la Jerusalén ideal cantando
“el correr de las acequias alegra la ciudad de Dios” (Sal 46,5). Los
ríos son siempre una añoranza de paraíso con el ríos dividido en
cuatro brazos. Esta visión de la futura Jerusalén, cruzada por ríos
y canales, muestra una ciudad donde reina la paz. Sus ríos no los
cruzarán naves de guerra: “donde no ande ninguna embarcación de
remos, ni navío de alto bordo”.
“Porque Yahveh es nuestro juez, Yahveh nuestro legislador, Yahveh
nuestro rey: él nos salvará... Entonces será repartido un botín
numeroso: hasta los cojos tendrán botín, y no dirá ningún habitante:
Estoy enfermo; al pueblo que allí mora le será perdonada su culpa
(33,21-24).
b) Juicio de los
pueblos y vuelta de Israel a Sión
En un díptico
aparece el contraste entre el juicio de Dios sobre los pueblos que han
sometido a esclavitud a Israel y la liberación de Israel, a quien Dios
conduce triunfalmente a su monte santo. En el capitulo 34, Isaías nos
presenta solemnemente el juicio que llega para las naciones “en el día
del Señor”. Se trata del “día de la matanza”, “día de la ira del Señor”,
día en que “la espada de Dios” hace justicia a su pueblo o “venga” las
injusticias de las potencias enemigas. La ira da vigor a la espada para
ejecutar la sentencia de exterminio contra los reos, que se mostraron
insolentes y arrogantes. Y si es día de venganza para la naciones, es
día de salvación para Israel (So 1,15).
Las naciones en los
profetas reciben diversos nombres: Asiria, Egipto, Babilonia. Ahora en
este texto de Isaías recibe el nombre de Edom, el pueblo descendiente de
Esaú, enemigo tradicional de Israel. En realidad Edom aquí aparece con
un significado universal, que corresponde a cualquier imperio enemigo
del pueblo de Dios, “porque el Señor está airado contra todas las
naciones, enojado con todos sus ejércitos” (34,2). La sentencia de Dios
cierra el libro de la historia. El cielo, tendido como una placa o como
la piel de una tienda, se enrolla definitivamente. El cielo estrellado
es como la copa de un árbol, cuyas hojas comienzan a marchitarse hasta
caer secas al suelo (34,3-4).
Dios no sólo dicta
sentencia contra las naciones, sino que la ejecuta. Destruye los reinos
y convierte sus territorios en guarida de fieras. Todas las fieras
pueblan las ciudades desiertas de habitantes humanos (34,10-15). En
realidad todos esos animales inhóspitos, que nombra Isaías, pueden ser
símbolo de otras fieras, los hombres que pusieron su orgullo en llamarse
y comportarse como animales. Es como la creación pero al revés, en lugar
de vida es muerte lo que se incuba, pues la serpiente empolla sus huevos
y los machos de los animales salvajes se juntan con las hembras para que
el mal y la muerte se sigan multiplicando (34,13-15).
Frente a este
cuadro desolador, de repente se nos muestra el reverso de la medalla.
Isaías entona el canto gozoso de la alegría por la salvación de Israel.
Alegrías, gozo, júbilo y alborozo llenan el breve capitulo 35. Es el
canto de los rescatados del Señor, que vuelven danzando a Sión.
La recreación
abarca, en primer lugar, toda la creación: el desierto se regocija, el
páramo florece y exulta de alegría. La vegetación expresa su alegría en
la exultación de sus colores. La magnificencia de árboles y flores es el
reflejo de la gloria y belleza del Señor (35,1-2). Los hombres se unen a
la creación en el himno de alabanza al Señor. Los que han estado
oprimidos y vejados experimentan la salvación, en primer lugar como
curación: se fortalecen la manos débiles, se robustecen las rodillas
vacilantes, a los ciegos se les abren los ojos y los oídos a los sordos,
saltan los cojos, cantan los mudos (35,3-6)..., porque el Señor en
persona acompaña a su pueblo en la vuelta a Sión (52,6).
Dios mismo irá
delante del pueblo abriendo para ellos el camino del retorno: “Se abrirá
un camino, una senda... en la que no habrá león ni bestia
salvaje; los rescatados la recorrerán. Por ella volverán los redimidos
de Yahveh y entrarán en Sión entre aclamaciones, y habrá alegría eterna
sobre sus cabezas. ¡Gozo y alegría les acompañarán! ¡Adiós, pena y
aflicción!” (35,8-10).